Mecenazgo y monarquía en España. Del Renacimiento a la Ilustración

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Descripción

Tesoros Reales. Patrimonio Nacional de España

Museo Nacional de Cracovia 13 de junio - 9 de octubre de 2011

Exposición organizada por el Museo Nacional de Cracovia y el Patrimonio Nacional

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Índice

3–13/ Palabras introductorias 14/ José Gabriel Moya Valgañón El Patrimonio Nacional de España 37/ Delfín Rodríguez Mecenazgo y monarquía en España. Del Renacimiento a la Ilustración 63/ Monika Poliwka Polonia-España: doce siglos de diálogo 82/ Alfredo Alvar Ezquerra Memorias e identidades: paralelo y desemejanza entre España y Polonia (ss. XVI-XVII) 91/ José Ignacio Ruiz Rodríguez Memorias e identidades: paralelo y desemejanza entre España y Polonia a partir del siglo XVIII 102/ CATÁLOGO 103/ Siglos XV y XVI 135/ Siglo XVII 166/ Siglo XVIII 200/ Siglo XIX 227/ Cronología 233/ Bibliografía citada

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Mecenazgo y monarquía en España. Del Renacimiento a la Ilustración Delfín Rodríguez Universidad Complutense de Madrid

Trazar un panorama general de las enigmáticas y complejas relaciones entre el arte y los reyes de la Monarquía Hispánica en un tan amplio período de tiempo y de dominios territoriales no es tarea menor, sin duda. Mecenas de artistas y obras de arte y arquitectura, los reyes también fueron receptores de obras que tienen su origen en otro tipo de mecenazgos (principescos, nobiliarios, eclesiásticos, ofrecidos por ciudades y reinos, etc.). Es decir, producidas por otros mecenas. Es más, también como consecuencia de esos otros tipos de mecenazgo, monarcas y príncipes llegaron a convertirse en coleccionistas, a veces intencionados, entendiendo el hecho de coleccionar como una forma de reafirmar su prestigio, su magnificencia y su legitimidad secular y sagrada, siguiendo en muchos casos tradiciones y hábitos heredados, aunque, en otras ocasiones, lo fueron por emulación o accidentales, como consecuencia de la acumulación de regalos, por el atesoramiento de obras procedentes de sus triunfos, trofeos de claro contenido o significado político, religioso y militar, además del artístico, pudiendo tratarse también de objetos exóticos, lujosos o maravillosos, incluidas las reliquias sagradas. A pesar de todo y de los roces históricos y simbólicos que entre el mecenazgo y el coleccionismo existen, no es idéntico, ni muchos menos, el comportamiento, ante una obra de arte, de quien la encarga y el de quien, sin hacerlo, la inscribe en una colección. El primero, el mecenas, la inserta en la historia, el segundo, el coleccionista, la confisca de aquélla para atender a otras

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narraciones simbólicas e imaginarias, a otras historias 1 , de cuyo significado último, estrechamente vinculado a su biografía, a sus recuerdos, a sus movimientos, es celoso guardián por más que los propios contemporáneos o los eruditos y cortesanos pretendieran otorgarles sentidos precisos, incluso catalogándolos. Así, aunque ambas actividades puedan coincidir en un mismo rey o príncipe, las funciones y el sentido que pudieron otorgarles fue muy distinto, a pesar de que, en muchas ocasiones, los mecenas, los artistas y los arquitectos se comporten en la práctica histórica de sus respectivas artes como coleccionistas 2 , ya se trate del ejercicio del poder, de mostrar las habilidades y virtudes del monarca o de la realización y construcción obras de arte y arquitectura, de hábitos, de maneras, de tradiciones iconográficas, de ideas o de lenguajes. El mecenazgo es, durante este largo período histórico, término y concepto complejo y cambiante, tantas veces entrelazado con intenciones fundamentalmente políticas, religiosas y de propaganda de la magnificencia, memoria y fama de los mecenas –reyes, en este caso-, entendidas en términos de poder y simbólicos, lo que ha propiciado, en los últimos años, la consolidación de una historia política de la cultura y de las artes y, al revés, de una historia cultural y artística de la política con extraordinarios resultados. Aunque es cierto que, muchas veces, la noción misma de mecenazgo y su narración histórica – 1

Una pionera y todavía interesante y erudita aproximación a la historia del mecenazgo y del

coleccionismo de los reyes de la Monarquía Hispánica sigue siendo la obra de Pedro de Madrazo, Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los Reyes de España. Desde Isabel la Católica hasta la formación del Real Museo del Prado de Madrid, Barcelona, Daniel Cortezo y Cª, 1884. La influencia de su obra fue enorme, también por los riquísimos datos de archivo que aportaba, sobre todo en autores extranjeros. Una lectura francesa de las colecciones estudiadas por Madrazo, puede verse en la importante y bellísima obra de Paul Lefort, Henri Hymans, A. de Lostalot y Léopold Mabilleau, Les Musées de Madrid. Le Prado. San Fernando. L’Armeria, París, Gazette des Beaux-Arts, 1896. 2

Sobre el fenómeno del coleccionismo la bibliografía es tan importante y numerosa como la relativa

al mecenazgo. En general, pueden verse, desde el clásico estudio (1908) de Julius von Schlosser, Raccolte d’arte e di meraviglie del tardo Rinascimento, Florencia, Sansoni ed., 2000 a Krzysztof Pomian, Collectioneurs, amateurs, curieux. Paris, venise: XVIe-XVIIIe siècles, Paris, Gallimard, 1987; Giuseppe Olmi, L’inventario del mondo. Catalogazione della natura e luoghi del sapere nella prima età moderna, Bolonia, Società editrice il Mulino, 1992; Jacques Guillerme (ed.), Les Collections. Fables et programmes, Seyssel, Champ Vallon, 1993 o Delfín Rodríguez, “Sobre el fenómeno del coleccionismo y sus espacios. Con un ejemplo, el del palacio y los jardines de La Granja de San Ildefonso”, en Francisco Jarauta (ed.), El gabinete de las maravillas, Santander, Fundación M. Botín, 2007, págs. 153-210. Un panorama general, en relación a España, puede verse en Miguel Morán y Fernando Checa, El coleccionismo en España: de la cámara de maravillas a la galería de pinturas, Madrid, Ed. Cátedra, 1985.

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a pesar de que pueda resultar insólito- ha parecido distanciarse del discurso tradicional de la historia del arte, incluso de las intenciones de los artistas mismos, como si ambos, patrón y artista, se hubieran encontrado accidentalmente aprovechando una oportunidad, la de coincidir en el tiempo. Y se trata de una observación paradójica que se ha mantenido como un tópico historiográfico de vigencia insólita. Ya Paul Lefort, en 1896, siguiendo algunas ideas de Madrazo, pero corregidas por la imagen que el Romanticismo francés y europeo había elaborado sobre España y el arte español, sobre los Reyes Católicos y la Monarquía de los Austrias, podía afirmar, refiriéndose a las colecciones y obras de encargo de los primeros, que “Quant aux peintures en elles-mêmes, elles étaient sans nul doute considerées par leurs possesseurs plutôt comme des objets propres à éveiller la piété que comme des créations rares, géniales et admirables en soi pour la beauté et la perfection de leur exécution; du reste elles ne reproduisaient point encore de sujets profanes tels que la Renaissance italienne allait bientôt en introduire sus les règnes de Charles-Quint et de Philippe II. Quant à la personalité de l’artiste, elle disparaissait entièrement derrière son oeuvre, et s’il n’avait pris soin de la signer, son nom s’effaçait vite de la mémoire des possesseurs de sa peinture.” 3 Es decir, como si, en realidad, los encuentros entre mecenas y artistas hubieran sido consecuencia de lo inevitable, en función del lugar y del contenido simbólico, lujoso o iconográfico de cada encargo y no tanto de las intenciones precisas de gusto y convicciones artísticas de los mecenas ni de las maneras y lenguajes propias de los mismos artistas, aunque también es cierto que, en otros casos, esa coincidencia de intereses se produjo de manera más consciente, de Carlos V y Felipe II a Felipe IV, fundamentalmente 4 , aunque sobre todos ellos sobrevoló siempre la consideración híbrida y disponible de los lenguajes artísticos del tiempo de los Reyes Católicos 5 y de los primeros años de Carlos V, que 3

Paul Lefort et al., Les Musées de Madrid…, op. cit., pág. 4.

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La bibliografía sobre la relación entre mecenas, arte y artistas en Europa es extraordinariamente

rica, pero véanse algunos estudios imprescindibles, planteados desde perspectivas distintas: Francis Haskell, Patronos y pintores. Arte y sociedad en la Italia barroca, Madrid, Ed. Cátedra, 1984; Martin Warnke, Artisti di corte. Preistoria del artista moderno, Roma, 1991; David Thomson, Renaissance Architecture. Critics, Patrons, Luxury, Manchester, Manchester University Press, 1993 y Dale Kent, Il committente e le arti. Cosimo de’ Medici e il Rinascimento florentino, Milán, Electa ed., 2005. 5

Sobre el arte y los Reyes Católicos pueden verse, con la bibliografía anterior, Fernando Checa

y Rosario Díez del Corral (eds.), Reyes y Mecenas. Los Reyes Católicos-Maximiliano I y los inicios de la Casa de Austria en España, Madrid, Ministerio de Cultura-Electa ed., 1992; Joaquín Yarza, Los Reyes Católicos.

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alcanzó una peculiar síntesis –prolongada en el mecenazgo nobiliario y eclesiástico hasta bien entrado en el siglo XVI– entre tradiciones góticas y flamencas, islámicas, mudéjares y “al romano”, es decir, hispánicas, y que muy pronto se vieron implicadas, precisamente con Carlos V como emperador del Sacro Imperio Romano, en el doble universalismo de la monarquía: el religioso, sin tiempo, o con un tiempo propio, a veces medieval, y el clásico, histórico y político, es decir, moderno. Granada, con la construcción de la catedral, con Diego de Siloé como responsable fundamental, y la del palacio de Carlos V en la Alhambra 6 , con Giulio Romano sobrevolando, en polémica historiográfica, sobre Pedro Machuca, como responsable de arquitectura tan romana, lo confirman de manera excepcional. Y cabe recordar que, en 1526, cuando el Emperador e Isabel de Portugal se encuentran en Granada tomando decisiones tan importantes, la construcción de un panteón regio y la de un palacio tan simbólico, confrontado a los nazaríes, veía la luz el primer tratado español de arquitectura, tan vitruviano y romano como hispánico, el de Diego de Sagredo, Medidas del Romano (Toledo, 1526) 7 , que incorpora una de las primeras codificaciones del sistema del órdenes clásicos de arquitectura fuera de Italia. Se trata de términos, en todo caso, muy comprometidos ya que, en la época, lo clásico e italiano, los lenguajes modernos del Renacimiento, eran

Paisaje artístico de una monarquía, Madrid, Ed. Nerea, 1993 y Rafael Domínguez Casas, Arte y etiquete de los Reyes Católicos. Artsitas, residencias, jardines y bosques, Madrid, Ed. Alpuerto, Madrid, 1993, que incluye, además, importantes observaciones sobre el mecenazgo y colecciones de los sucesores de los Reyes Católicos, Felipe el Hermoso y Juana de Castilla, padres de Carlos V. 6

Sobre el palacio de Carlos V en la Alhambra, la bibliografía es extraordinaria, aunque es

imprescindible la magnífica aportación de Earl E. Rosenthal, El palacio de Carlos V en Granada, (1985, Princeton University Press),Madrid, Alianza ed., 1988, estudio sobre el que después intervino Manfredo Tafuri proponiendo, como autor de proyecto, a Giulio Romano, frente a la documentada dirección de las obras desde su inicio por Pedro Machuca, abriendo una polémica apasionante en la que han intervenido otros historiadores como Fernando Marías, Pedro Galera, Rafael López Guzmán, Alfredo J. Morales o el autor de estas breves notas. 7

Sobre Sagredo y su tratado e influencia en España y en Francia los estudios, así como las ediciones

críticas del mismo, son muy numerosas, pero véanse, entre otros, Fernando Marías y Agustín Bustamante (eds.), Medidas del Romano por Diego de Sagredo, Murcia, Ministerio de Cultura y Consejo General de Colegios de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1986 y Fernando Marías y Felipe Pereda (eds.), Medidas del Romano. Diego de Sagredo. Remón Petras. Toledo, 1526, 2 vols., Toledo, Antonio Pareja ed., 2000. Sobre la arquitectura de esta época, véase Víctor Nieto Alcalde, Alfredo J. Morales y Fernando Checa, Arquitectura del renacimiento en España, 1488-1599, Madrid, Ed. Cátedra, 1989.

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entendidos “a la antigua”, “al romano”, mientras que lo medieval, gótico o mudéjar, lo era “a lo moderno”. Querella artística, cultural, política y religiosa entre antiguos y modernos que, como es sabido, cambió su sentido a partir del siglo XVII, invirtiéndolo, especialmente en Francia, que llegó a identificar la continuidad de sus tradiciones nacionales, tan góticas y anticlásicas como pudieran serlo las hispánicas, con lo moderno, mientras que lo antiguo y romano dejaba de serlo por estar pendiente, aparentemente, sólo de la auctoritas del pasado y no del progreso histórico y político, de la nueva cultura, de las artes y sus lenguajes y de las ciencias, híbridamente mezclado con las tradiciones propias que explicaban y permitían su evolución. Esa querella lo que en realidad escondía era una propuesta de exaltación política y cultural de identidad nacional, una manera clásica “à la française”, es decir, a su vez, anticlásica por moderna, fundamentalmente antiitaliana y construida contra el mito la primacía artística y religiosa de la Roma Triunfante de los papas. Y se trata de un modelo que acabará influyendo tardía pero decisivamente en la España del siglo XVIII, institucionalizándose mediante la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y el mecenazgo de los Borbones. Es verdad que, en muchas ocasiones, sobre todo tratándose de la Monarquía Hispánica, protagonista de un excepcional mecenazgo policéntrico, con dominios e intereses repartidos entre Flandes, Alemania y Austria o en los reinos de España, en Italia y Roma, además de en América, las intenciones de los monarcas debían atender tanto y antes a las propias tradiciones artísticas de cada lugar, incluidas las propiamente hispánicas, como -pero secundariamente en relación al discurso político e iconográfico- a los propias elecciones de gusto de los reyes y de sus cortesanos más próximos, aunque fueran planteadas de forma contradictoria. De hecho, tanto Carlos V y su hermana María de Hungría como Felipe II compartieron una atracción simultánea por modelos flamencos e italianos, por los renacimientos del norte y del sur y, especialmente por Tiziano 8 . Es más, casi podría afirmarse que sólo con El Escorial 9 y, sobre todo, 8

Véase Fernando Checa, Tiziano y la Monarquía Hispánica, Madrid, Ed. Nerea, 1994.

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En relación a la fundación de Felipe II, verdadero autorretrato del monarca y de su idea de la

monarquía, la bibliografía es inmensa, pero véanse, entre otros muchos, George Kubler, La obra del Escorial, Madrid, Alianza ed., 1983; Fernando Marías y Agustín Bustamante, “El Escorial y la cultura arquitectónica de su tiempo”, en Elena Santiago Páez (ed.), El Escorial en la Biblioteca Nacional, Madrid, 1985, págs. 115-219 y Agustín Bustamante, La Octava Maravilla del Mundo. Estudio histórico sobre El Escorial de Felipe II, Madrid, Ed. Alpuerto, 1994.

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con Felipe IV -coleccionista apasionado de esculturas y pinturas 10 y también de libros 11 - artistas y monarcas coincidieron en gustos y maneras, incluidas las hispánicas o nacionales, renovadas por las cambiantes tradiciones modernas italianas, francesas (Claudio de Lorena o Poussin) y flamencas (de Antonio Moro a Rubens), según ya alcanzaron a ver algunos contemporáneos de aquellos monarcas12 y, sobre todo, a partir de 1700, es decir, de Felipe V y los Borbones, quienes supieron, no sin contradicciones, identificar política y artísticamente esas maneras locales y nacionales, propias de la tradición hispánica y policéntrica que habían elaborado los Habsburgo, usándolas dinástica, ideológica y conscientemente –de El Escorial de Felipe II y Juan de Herrera a Velázquez- y, al tiempo, incorporando nuevos modelos franceses e italianos, cosmopolitas y académicos, a la cultura artística y visual tradicional de la Monarquía Hispánica, a la representación misma del monarca, que ya había encontrado en la estampa, desde

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Sobre Felipe IV y las artes, el mecenazgo y el coleccionismo, pueden verse, entre otros muchos, las

aportaciones recientes de la edición revisada y ampliada del ya clásico Jonathan Brown y John H. Elliot, Un palacio para el Rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Madrid, Taurus ed., 2003; Jonathan Brown y John H. Elliot, La almoneda del siglo. Relaciones artísticas entre España y Gran Bretaña, 16041655, Madrid, Museo del Prado, 2002 y Andrés Úbeda de lo Cobos (ed.), El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Madrid, Museo del Prado, 2005. 11

Fernando Bouza, El libro y el cetro. La Biblioteca de Felipe IV en la Torre Alta del Alcázar de Madrid,

Salamanca, Instituto de Historia del Libro y la Lectura, 2005. Sobre el extraordinario modelo de bronce de la Fontana dei Quattro Fiumi, de Bernini, que Felipe IV, coleccionista, tenía en la misma Torre del Alcázar, véase Delfín Rodríguez, “Sobre el modelo de bronce de la Fontana dei Quattro Fiumi de Gian Lorenzo Bernini conservada en el Palacio Real de Madrid”, en Reales Sitios, , núm, 155, 2003, págs. 26-41. 12

Véase al respecto de la nueva ordenación, en 1656, de las colecciones de El Escorial, realizada

nada menos que por Velázquez, el precioso testimonio de Fray Francisco de los Santos, Descripción breve del Monasterio de S. Lorenzo el Real del Escorial. Única maravilla del mundo, Madrid, 1657. El libro, de extraordinaria fortuna, tuvo varias ediciones en el siglo XVII, en 1667, 1681 y, siendo fundamental, la de 1698, que describe los cambios en la decoración y las nuevas obras en la decoración del edificio, especialmente el ciclo de frescos de Luca Giordano (Lucas Jordán en España) para la escalera del convento y las bóvedas de la Basílica así como la obra del testero de la Sacristía, con pintura extraordinaria de Claudio Coello, La adoración de la Sagrada Forma de Gorkum por Carlos II (1685-1690) y arquitectura de José del Olmo. Sobre los criterios artísticos y de gusto de Velázquez en la ordenación de las colecciones de El Escorial véase Bonaventura Bassegoda, El Escorial como museo, Bellaterra, Universidad Autónoma de Barcelona, 2002.

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Carlos V, una forma instrumental eficacísima para difundir su imagen, su presencia simbólica misma en todos sus dominios y en los ajenos 13 . La cultura artística de las Academias de París y de la de San Luca de Roma serían fundamentales en la configuración misma y en los lenguajes usados en la construcción de la imagen de los Borbones y en la arquitectura – del palacio de La Granja de San Ildefonso al Palacio Real Nuevo de Madrid o al convento de las Salesas, también en la capital- que promovieron como autorretratos simbólicos de su mecenazgo, incluida la fundación y apertura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en tiempos de Felipe V (Junta Preparatoria en 1744) y Fernando VI (Apertura en 1752) 14 . Felipe II había continuado la tradición de Carlos V, pendientes ambos de artistas y lenguajes que atendían tanto a sus gustos como a la complejidad de sus reinos y de sus diferentes tradiciones artísticas. Se trata de reinos, tradiciones y gustos muy distintos que, además, coincidieron con los cambios de estilo, lenguajes, formas y espacios en las artes y en la representación de la imagen visual y arquitectónica del príncipe y propios también, en los orígenes, del Renacimiento y del Humanismo, con sus diferentes lecturas políticas y usos culturales y religiosos. Las palabras y las imágenes, como también las arquitecturas, incluidas las efímeras de Estado 15 , dichas y hechas en tan distintos reinos con tradiciones artísticas y literarias, culturales y sociales, tan diferentes y muchas veces en conflicto dinástico, militar, político o religioso, debían permanecer disponibles para responder a un tiempo a las necesidades y exigencias de representación del mecenas -del retrato a la fiesta, del palacio a la iglesia o a la capilla funerariay su poder, y también a la legibilidad y comprensión de esas obras en la recepción 13

Véase, al respecto, Elena Santiago Páez (ed.), Los Austrias. Grabados de la Biblioteca Nacional,

Madrid, Biblioteca Nacional, 1993. 14

Sobre la Academia de San Fernando sigue siendo fundamental Claude Bédat, La Real Academia de

Bellas Artes de San Fernando (1744-1808), Madrid, Fundación Universitaria Española, 1989. 15

Sobre el concepto de “Effimero di Stato”, del Renacimiento al siglo XVIII, véase Marcello

Fagiolo, La Festa a Roma. Dal Rinascimento al 1870, Turín-Roma, U. Allemandi & C., 1997, 2 vols., especialmente vol. II, págs. 8-25. Sobre las implicaciones de ese concepto en el Madrid de Fernando VI y Carlos III he tratado recientemente en Delfín Rodríguez, “Madrid al tempo dei Rabaglio. Cultura architettonica e immagine della città”, en Carlo Agliati (ed.), Mastri d’arte del lago di Lugano alla corte dei Borboni di Spagna. Il fondo dei Rabaglio di Gandria, sec. XVIII, Bellinzona, Ed. dello Stato del Cantone Ticino, 2010, págs. 144-167 y los fundamentales trabajos de Antonio Bonet Correa reunidos ahora en Fiesta, poder y arquitectura. Aproximaciones al barroco español, Madrid, Akal ed., 1990.

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social, política y religiosa en cada uno de esos reinos de los que eran príncipes. El artista, con las reglas y tradiciones propias de su arte en cada lugar debía hacer verosímil esa legibilidad visual que necesariamente tenía que ser compartida por mecenas y receptores de las obras en lugares y momentos precisos, con maneras y tradiciones artísticas y ceremoniales medievales y caballerescas, fundamentalmente de tradición y etiqueta borgoñona, a la vez que con maneras antiguas, en forma de triunfos romanos y cristianos al tiempo, propios del uso que de la Antigüedad hiciera el Renacimiento. La disponibilidad del arte, de los artistas, de sus lenguajes y formas, se inscribía de forma muy evidente en los resultados que, al final, venían también a entrelazarse y confundirse híbridamente con los diferentes intereses de los protagonistas de este teatro social de producción y puesta en escena de las obras de arte, ya se trate de autores reales o simbólicos o de usuarios y destinatarios públicos o menos públicos, privados y cortesanos. Muchas veces se ha hablado de gusto ecléctico o directamente de ausencia de gusto o interés comprobado por parte de los mecenas de la Monarquía Hispánica hacia el arte, a pesar de que desde muy pronto fueron especialmente conscientes de las múltiples funciones que estaban destinadas a cumplir las obras de arte en beneficio de su propia memoria y grandeza. Sin embargo, precisamente, por estos últimos motivos, el eclecticismo artístico y de gusto parece responder, en su acepción más histórica, a las propias estrategias del poder en cada lugar y época. Es más, podría considerarse casi un atributo, un retrato, del extraordinario poder territorial y temporal de la misma monarquía. Ya en 1884, Pedro de Madrazo sintetizaba significativamente este problema al afirmar, después de dar a conocer los inventarios de Isabel la Católica, que “el arte de la pintura iba a experimentar una formal revolución, cuyos primeros síntomas en España habían de notarse allí donde residiese la corte. La secular contienda entre el genio latino y el genio germánico, que desde el comienzo de las grandes escuelas de la Toscana y de la Baja-Alemania traía dividido el campo de las manifestaciones estéticas; después de haber producido en nuestra Península, como en todas partes, un insípido eclecticismo, personificado en los pintores pseudos-italianos o romanistas que se sucedieron desde Luís de Vargas hasta Pacheco, iba a resolverse a favor de un enérgico naturalismo de índole nacional y personal, lleno de pasión y vida, que había de iniciar, justo es reconocerlo, el gran émulo del Caravaggio, Jusepe de Ribera y que llevaría luego a un grado de

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perfección nunca imaginado D. Diego Velázquez de Silva, el fundador de la brillante Escuela de Madrid.” 16 En esas breves líneas está planteado, con tanta perspicacia como ingenuidad de época, el contradictorio deambular del arte español en relación al mecenazgo de la Monarquía Hispánica, con diferentes direcciones e intenciones, incluidas las más tópicas, que, sin embargo, ha mantenido vivo la historiografía posterior hasta casi nuestros días. Y es que se trata de un problema territorial y artísticamente más amplio y complejo, como es sabido, que sólo el relativo a una posible “escuela nacional”, que en esas líneas de Madrazo era identificado, muy significativamente, con la sede por fin estable de la corte, es decir, con Madrid. Si la corte itinerante de los Reyes Católicos y, en mayor escala y complejidad territorial, la de Carlos V, parecían una misma, según esa observación, con el carácter inevitablemente ecléctico del arte y la arquitectura 17 a ellos contemporáneos, a partir de sus sucesores, la relativa estabilidad de aquélla, incluidos los movimientos ceremoniales y estacionales por los Reales Sitios en torno a Madrid y en la propia capital (Alcázar de Madrid, Palacio del Pardo, Palacio de Valsaín, Palacio de Aranjuez, Torre de la Parada, Palacio del Buen Retiro, etc.) 18 , habría permitido la aparición de una verdadera -y por fin significativa en clave europea- escuela artística nacional, lo que, iniciado por 16

Pedro de Madrazo, Viaje artístico…, op. cit., págs. 96-97.

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En relación a los espacios arquitectónicos usados ceremonialmente por la Monarquía, de los Reyes

Católicos hasta Felipe II, en su cortesano, religioso y político caminar por sus reinos peninsulares, véase el todavía

fundamental

ensayo

de

Fernando

Chueca

Goitia,

Casas

Reales

en

Monasterios

y Conventos Españoles, Madrid, Xarait ed., 1982, que cierra su trabajo con El Escorial, pero que tendría continuidad con los Borbones, al menos con Fernando VI y Bárbara de Braganza, mecenas de la construcción, a mediados del siglo XVIII, del Convento (también palacio y panteón de los monarcas que lo levantaron) de las Salesas Reales en Madrid. Sobre los dibujos del proyecto de Francisco Carlier para las Salesas, véase ahora, con la bibliografía anterior, Delfín Rodríguez, “François Carlier” en Isabel García-Toraño y Delfín Rodríguez (eds.), Dibujos de Arquitectura y Ornamentación de la Biblioteca Nacional. Siglo XVIII, Tomo II, Madrid, Biblioteca Nacional, 2009, págs. 419-423. 18

Sobre los Reales Sitios y los palacios reales de Madrid pueden verse Fernando Chueca Goitia,

Madrid y Sitios Reales, Barcelona, Seix-Barral ed., 1958; Miguel Morán y Fernando Checa, Las Casas del Rey. Casas de Campo, Cazaderos y Jardines. Siglos XVI y XVII, Madrid, Ed. El Viso, 1986 y, sobre todo, José Luís Sancho, La arquitectura de los Sitios Reales. Catálogo histórico de los Palacios, Jardines y Patronatos Reales del Patrimonio Nacional, Madrird, Patrimonio Nacional-Fundación Tabacalera, 1995, con la bibliografía anterior. Sobre Rubens y la decoración de la Torre de la Parada, véase Svetlana Alpers, The Decoration of the Torre de la Parada, Corpus Rubenianum Ludwig Burchard, Londres-Nueva York, Phaidon, 1971.

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Felipe II, acabaría afirmándose con Felipe IV y Velázquez, es decir, con los dos monarcas posiblemente más conscientes artísticamente de su condición de mecenas modernos, también coleccionistas, y con el artista más inasible e inalcanzable de la época, casi podría decirse que ausente de cualquier escuela reconocida en aquel tiempo, si no fuera por su estrecha relación con la herencia de Tiziano y Rubens y con las consecuencias en su obra de Caravaggio y Ribera y de sus viajes a Italia 19 . Tal vez por eso mismo Madrazo lo enajenaba de cualquier escuela nacional, según él inexistente en España hasta entonces por haber sido ecléctica y mudable la sede de la corte, es decir, pendiente de muy diferentes y nómadas tradiciones artísticas y políticas, tal como había sido la propia de la Monarquía desde los Reyes Católicos a Carlos V. De hecho, para él, y no ha sido advertido como estimulante problema historiográfico, Velázquez es el que funda la “escuela de Madrid”, es decir, la nacional, la española, por serlo cortesana, propia de una corte estable, propia del mecenazgo de la Monarquía a partir de Felipe II, pero, sobre todo, de Felipe IV, su rey y protector. Y esto ocurre, según Madrazo, con el pintor más “oculto” de esa larga época, sólo conocida y difundida en Europa su excelencia mediante textos, estampas y réplicas a partir del siglo XVIII, de Palomino a Goya, es decir, desde la sucesión y consolidación de la Casa de Borbón en la Monarquía Hispánica, la configurada, también como mecenas, por los Habsburgo. Es posible, en este sentido, que deba atribuirse a Felipe V 20 y a sus sucesores de la casa de Borbón durante el siglo XVIII la identificación de la creación y consolidación de una tradición nacional en el mecenazgo de los Austrias. Tradición que habrían de incorporar, instrumentalizándola 21 , a sus

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Sobre Velázquez, la bibliografía es inmensa, pero véanse, en este contexto, Jonathan Brown,

Velázquez. Pintor y cortesano, Madrid, Alianza, 2000 y Salvador Salort, Velázquez en Italia, Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2002. 20

Sobre el arte en la corte de Felipe V véase el fundamental estudio de Yves Bottineau, El arte cortesano en

la España de Felipe V (1700-1746), Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986 y Antonio Bonet Correa (ed.), El arte en lsa cortes europeas del siglo XVIII, Madrid, Dirección General de Patrimonio Cultural, 1989. 21

Con respecto al uso político, simbólico y artístico que de El Escorial, retrato y panteón de los Austrias

y autorretrato privilegiado de Felipe II y de su actividad como mecenas y coleccionista, hicieron los Borbones, puede verse Delfín Rodríguez, “La sombra de un edificio. El Escorial en la cultura arquitectónica española durante la época de los primeros Borbones (1700-1770)”, en Quintana. Revista do Departamento de Historia del Arte, Universidad de Santiago de Compostela, núm. 2, 2003, págs. 57-94. También, sobre el uso político de La Granja y la memoria de El Escorial, puede verse Delfín Rodríguez, El palacio y los jardines del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, Madrid, Fundación Iberdrola-Ed. El Viso, 2004.

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nuevos y muy distintos planteamientos y etiqueta de corte y de representación del monarca y de la monarquía, coincidiendo con los cambios de estilo y culturales propios de la época histórica y cosmopolita que les tocó vivir y también los que les eran propios por herencia dinástica, de los Borbones de Francia a los Farnesio de Italia, fundamentalmente 22 . Es cierto que los pintores y aficionados, siempre en número reducido por razones de etiqueta y consiguiente acceso al rey y a sus palacios, que pudieron contemplar las pinturas de Velázquez -durante los reinados de Felipe IV y Carlos II- en los Reales Sitios, invariablemente mostraron su admiración por el pintor sevillano, incluido Luca Giordano que, como es sabido, no sólo fue conocido por su peculiar y fácil manera –“pintaba como de feria”, llegó a escribir de él Palomino- de incorporar el arte de otros a su propia obra antes de llegar, en 1692, a la corte madrileña de Carlos II, sino que ante la pintura de Velázquez quedó subyugado y, sobre todo, ante Las Meninas, de la que llegó a afirmar, según parece preguntado por el propio monarca, que era la “teología de pintura” y, de hecho, casi se apropió de ella y de las maneras velazqueñas en su obra de aquellos años en España y, especialmente, en una extraordinaria titulada, con posterioridad y elocuentemente, Homenaje a Velázquez (1693-1694, Londres, The National Gallery), aunque, en realidad, se trataba de la familia del Conde de Santisteban, su mecenas ya en Nápoles 23 , antes de venir a España como pintor del rey. El desvelar y hacer público a un tan extraordinario pintor “oculto” y “nacional” como Velázquez fue tarea, básicamente, de la época de los Borbones y de su mecenazgo y actitud ante las artes (incluidos artistas, eruditos, académicos, intelectuales y nobles coleccionistas), casi en simbólica correspondencia con la recomendación que a Felipe V le hiciera su abuelo Luís XIV al iniciar, en 1700, su viaje a España para heredar una corona como la de los

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Sobre este asunto y la construcción del palacio y los jardines de La Granja de San Ildefonso y las

colecciones allí reunidas, véase Delfín Rodríguez (ed.), El Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. Retrato y escena del Rey, Madrid, Patrimonio Nacional, 2000, con la bibliografía anterior. 23

Sobre Luca Giordano y España véanse las recientes aportaciones de Alfonso E. Pérez Sánchez

(ed.), Luca Giordano y España, Madrid, Patrimonio Nacional, 2002; Andrés Úbeda de los Cobos, Luca Giordano y el Casón del Buen Retiro, Madrid, Museo del Prado, 2005 y, sobre sus magníficos frescos en El Escorial, Fernando Checa, “Imágenes para el fin de una dinastía: Carlos II en El Escorial”, en Fernando Checa, (ed.), Arte Barroco e ideal clásico. Aspectos del arte cortesano de la segunda mitad del siglo XVII, Madrid, SEACEX, 2004, págs. 69-87.

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Austrias, señalándole que no debía comportarse como un rey oculto 24 , mostrando siempre a sus súbditos su grandeza y magnificencia 25 , ya fuera por medio de los retratos de aparato, las fiestas y celebraciones regias o religiosas, las artes o la arquitectura, distanciándose así -de manera dinástica y ceremonial, al inaugurar la presencia de la Casa de Borbón en la Monarquía Hispánica- de la condición y leyenda, no siempre negra, que había rodeado una consciente idea de la majestad, construida simbólicamente casi sin atributos ni aparato alguno –como testimonian, entre otros, los de Velázquez y Juan Carreño de Miranda-, que acompañaba a los Habsburgo desde Felipe II y Felipe IV a Carlos II, ante cuya presencia real e incluso en los retratos pintados 26 , tan distintos de los realizados para los Borbones, cualquier posible interlocutor debía necesaria y simbólicamente quedar mudo ante su extraordinaria grandeza y simple presencia. No en balde, el silencio fue tenido como virtud cortesana y nobiliaria en la corte de los Austrias 27 . Como insinuaba Madrazo, sólo cuando el arte y los artistas, sus teóricos y críticos, comienzan a hacer su propia historia 28 , marcando las distancias con el mundo medieval –de Alberti a Vasari-, que coincide con la consolidación humanista de modelos clásicos y antiguos, entendidos tanto en términos políticos, de prestigio, de autoridad y morales, es cuando la manera italiana, con

24

Sobre este tema, véase el ensayo de Fernando Checa, Felipe II. Mecenas de las Artes, Madrid, Ed.

Nerea, 1992. En relación a las consecuencias artísticas y arquitectónicas de esa tradición del “rey oculto” durante el reinado de Felipe y sus transformaciones y nuevas estrategias políticas en la construcción de su imagen, ya fueran retratos pintados o arquitectónicos que hicieron manifiesto su diferente concepción del mecenazgo y del poder, pueden verse Miguel Morán, La imagen del rey Felipe V y el arte, Madrid, Ed. Nerea, 1990; Delfín Rodríguez, “Del palacio del rey al orden español: usos figurativos y tipológicos en la arquitectura del siglo XVIII”, en Antonio Bonet Correa (ed.), El Real Sitio de Aranjuez y el arte cortesano del siglo XVIII, Madrid, Comunidad de Madrid, 1987, págs. 287-300 y Miguel Morán y Beatriz Blasco (eds.), El arte en la corte de Felipe V, Madrid, Fundación Caja Madrid, 2002. 25

En relación al contenido político del mecenazgo y la construcción de la imagen de Luis XIV,

trasladados después, con matices históricos apropiados, por Felipe V a su representación y mecenazgo al suceder en la Monarquía Hispánica a los Austrias, véase el todavía fundamental ensayo de Peter Burke, La fabricación de Luis XIV, Madrid, Ed. Nerea, 1995. 26

Javier Portús (ed.), El retrato español. Del Greco a Picasso, Madrid, Museo del Prado, 2004.

27

Fernando Bouza, “Entre la realidad y la memoria. Los retratos en el siglo de Velázquez”, en AA.

VV., En torno a Velázquez, Sevilla, Real Maestranza de Caballería, 1999, págs. 51-71. 28

Fernando Checa, “Imágenes de la magnificencia: actitudes ante el hecho artístico en la sociedades

del Antiguo Régimen”, en Revista de Occidente, nº 180, 1996, págs. 26-38.

48

sus dialectos culturales, artísticos, religiosos e ideológicos, de Roma a Florencia o Venecia, se convierte en paradigma del gusto, de las artes y de la arquitectura, aunque es bien sabido que el Humanismo, durante el siglo XVI, podía expresarse, fuera de Italia, tanto en gótico y flamenco como en clásico, lo que redundó en la extraordinaria hibridación de clasicismos impuros, entendidos como respuestas nacionales, religiosas y locales a los modelos pretendidamente universales del clasicismo –lo que puso críticamente en evidencia la cultura francesa, haciéndose eco de tradiciones locales y hábitos intelectuales y religiosos también propios de la Reforma-, a la postre invención italiana y romano-florentina, católica, con todas las implicaciones simbólicas y políticas que pueden deducirse 29 . Y es este contexto el que la Monarquía Hispánica, con Carlos V, emperador también del Sacro Imperio Romano Germánico desde su coronación en Aquisgrán, en 1520, y la posterior en Bolonia, en 1530, contribuye a consolidar durante la primera mitad del siglo XVI en toda Europa, de Flandes a Francia, de Italia a Alemania o Austria. El universalismo del nuevo César Carlos era a la vez antiguo y moderno, cristiano, clásico y heredero de tradiciones históricas nacionales y medievales muy distintas, italianas, flamencas y góticas muchas veces, como los mismos lenguajes que usaron los artistas que participaron en la construcción de su imagen y a la recepción pública y social de la misma gracias a decisiones propias de un mecenazgo siempre atento intenciones políticas y religiosas, como si también obedeciera a un plan de origen divino, tal como es entendido el Imperio, el emperador y el monarca en tantos textos e imágenes de la época. Tiziano lo retrató con esas intenciones en muchas obras, pero especial mente en dos tan extraordinarias como Carlos V en la batalla de Mühlberg (1548, Museo del Prado) 29

En relación a las apropiaciones de lo clásico, de las tradiciones medievales, locales e híbridas,

y sus usos políticos y culturales en Europa, pueden verse, aunque la bibliografía es inmensa, los ensayos de Salvatore Settis, “Continuità, distanza, conoscenza. Tre usi dell’antico”, en Salvatore Settis (ed.), Memoria dell’antico nell’arte italiana, Tomo III. Dalla tradizione all’archeologia, Turín, Einaudi ed., 1986, págs. 373486; André Chastel, Architettura e cultura nella Francia del Cinquecento, Turín, Einaudi, 1991; Jean-Marie Pérouse de Montclos, L’Architecture à la française, XVIe, XVIIe et XVIIe siècles, París, Picard ed., 1982 o Bernard Aikema y Beverly Louise Brown (eds.), Il Rinascimento a Venecia e la pittura del Nord ai tempi di Bellini, Dürer, Tiziano, Venecia, Bompiani, 1999. Con respecto a Carlos V, confrontados estados de la cuestión, con la bibliografía anterior, pueden verse en Fernando Checa (ed.), Carolus, Madrid, SECC, 2000 y Fernando Marías y Felipe Pereda (eds.), Carlos V. Las armas y las letras, Madrid, SECC, 2000. Véase también el fundamental ensayo de Fernando Marías, El largo siglo XVI, Madrid, Taurus ed., 1989 y María José Redondo Cantera y Miguel Ángel Zalama (eds.), Carlos V y las Artes. Promoción artística y familia imperial, , Valladolid, Universidad de Valladolid, 2000.

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y La Gloria (también denominada La Trinidad y El Juicio Final, terminada en 1554, Museo del Prado), que el propio Emperador, que había intervenido decisivamente en su extraña iconografía, quiso consigo, durante su tiempo final, cuando ya había abdicado en Felipe II, en el monasterio jerónimo de Yuste 30 . La historia del arte y de la arquitectura se ha construido muchas veces pendiente de la evolución de las formas, de los lenguajes y de los estilos 31 , de los cambios iconográficos, de los artistas y de su pertenencia a escuelas o maneras locales o nacionales, como si el arte se alimentase –lo que, en cierta manera se puede comprobar sin dificultad- de sus propias tradiciones más próximas (de la iconografía a la ornamentación, del corte de piedra a la organización de los espacios y de los talleres), apareciendo los mecenas desempeñando aparentemente un papel instrumental, como referencia histórica inevitable o, al revés, como necesarios patronos que permitieron, con su mecenazgo, la aparición de obras maestras y la fortuna y fama de los artistas. En otras ocasiones, el relato se ha desplazado decididamente hacia el protagonismo de los mecenas, considerados autores simbólicos o históricos de aquellas obras de arte y arquitectura y de las funciones que debían cumplir como instrumentos de propaganda y memoria del poder, triunfos y virtudes cívicas, políticas, económicas o religiosas de sus promotores y familias, de sus linajes, reinos y ciudades. Por otro lado, buscar correspondencias históricas y artísticas, culturales y simbólicas entre ambas autorías, la del mecenas y la del artista, como si hubieran sido compartidas, que lo fueron incluso en sus desencuentros de intenciones y maneras, ha sido labor más reciente de los historiadores. Aunque es cierto que, como imagen retórica, ya se había planteado esa autoría compartida en muchísimos textos e imágenes (impresos, manuscritos o construidos, grabados y pintados), desde el Humanismo -y con anterioridad en escritos profanos y sagrados, de las fuentes clásicas a la Biblia- hasta el siglo XVIII, en los que no es infrecuente representar y describir simbólicamente al rey o al príncipe como artista, con el cetro en una mano y el pincel o el compás en la otra, comentando la maqueta de un edificio que habría de construir o dibujando con la perfección que es propia también del compás o de la regla y de su capacidad para ordenar geométrica y racionalmente –razón y geometría con frecuencia mágicas 30

Sobre el significado de esta obra en Yuste, durante el retiro final de Carlos V, véase Alfonso

Rodríguez G. de Ceballos, “Carlos V, paradigma de Pietas Austriaca”, en Fernando Marías y Felipe Pereda (eds.), Caslos V. Las Armas y las Letras, op. cit., págs. 243-260. 31

Véase, al respecto, Jan Bialostocki, Estilo e iconografía, Barcelona, Barral ed., 1973.

50

y simbólicas 32 en ese largo período- el mundo, sus estados, el territorio y la arquitectura, la real y edificada, y la organización política de sus reinos y dominios, el edificio de su república 33 . Se trata de tradiciones legendarias y menos, escritas muchas veces, pero que, en planos y proyectos de arquitectura fue real, incluso entre mecenas regios y artistas en la Monarquía Hispánica: los dibujos de arquitectura con frecuencia eran patrimonio común de ambas autorías 34 , la del príncipe y mecenas y la del arquitecto o arquitectos sucesivos que en esas construcciones intervenían, como confirman tantos testimonios gráficos distintos sobre los planos, como en un palimpsesto tan metafórico como histórico. Y al revés, como en justa y retórica correspondencia, también los artistas alcanzaron consideración principesca (de Tiziano o Leoni a Rubens, Velázquez o Mengs) e incluso el testimonio y admiración de sus mecenas, príncipes o prelados, como testimonian, además de biografías, leyendas y tratados artísticos (de Vasari a Palomino 35 ), los propios retratos y casas de artistas, autorretratos de su privilegiada condición 36 , algo que puede comprobarse sin dificultad en este caso de la relación de artistas y arquitectos con la Monarquía Hispánica, es decir, con los autorretratos y casas de artistas de Tiziano o Leone Leoni a Tibaldi o Rubens, de Berruguete o Diego de Siloé a Velázquez, Alonso Cano o Francisco de Goya, que además de las suyas 32

Alberto Pérez-Gómez, L’Architecture et la crise de la science moderne, Bruselas, P. Mardaga ed.,

1987. 33

Véase, al respecto de estas cuestiones y entre otras obras del mismo autor, Fernando Bouza,

Palabra e imagen en la Corte. Cultura oral y visual de la nobleza en el Siglo de Oro, Madrid, Abada ed., 2003. 34

Al respecto, puede verse María Luisa López Vidriero (ed.), Las trazas de Juan de Herrera y sus

seguidores, Madrid-Santander, Patrimonio Nacional-Fundación Marcelino Botín, 2001, con estudios de Agustín Bustamante, Javier Ortega y Delfín Rodríguez. 35

En España, la obra sin duda fundamental que cruza, interpreta y consolida la historia de los

cambios artísticos y los dinásticos, de los Austrias a los Borbones, de la relación entre arte, artistas y mecenas, construyendo una primera historia del arte hispánico, entrelazado de leyendas y modelos universales, políticos y religiosos, es la de Antonio Palomino, Museo Pictorico y Escala Óptica, 2 vols., Madrid, 1715-1724. Hay numerosas reediciones, pero véase la de Madrid, ed. Aguilar, 3 vols, 1988. 36

Sobre estos problemas, la bibliografía comienza a ser extraordinaria, pero véanse el brillante ensayo

de Salvatore Settis, “Introduzione” a Eduard Hüttinger (ed.), Case d’artista. Dal Rinascimento a oggi, Turín, Bollati Boringhieri ed., 1992, págs. VII-XXIII; Guido Beltramini y Howard Burns (eds.), L’arquitetto: ruolo, volto, mito, Padua, Marsilio ed., 2009; Laura Cumming, A Face to the World on SelfPortraits, Londres, Harper Press, 2009 y Delfín Rodríguez, “Retratos sin rostro: sombras de artistas”, en Francisco Jarauta (ed.), Las ideas del arte. De Altamira a Picasso, Santander, Fundación M. Botín, 2009, págs. 273-315.

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propias, también habitaron en los palacios de sus mecenas y se autorretrataron con sus reales familias, especialmente en los casos de Velázquez y Goya, de Las Meninas (1656, Museo del Prado) 37 , del primero, a La familia de Carlos IV (1800, Museo del Prado) 38 , del segundo, sin olvidar, de este último, su magnífica y elocuente, en este ámbito de la relación entre mecenas regios y artistas, Retrato de la familia del infante don Luís de Borbón (1784, Parma, Fondazione Magnani Rocca). Quedaba, y aún sigue siendo una tarea por realizar en muchos casos, dar un salto cualitativo e historiográfico hacia el estudio de las formas de recepción y usos de esas obras de autoría simbólica y conceptualmente compartida, ya fuera en ámbitos cortesanos, privados o diplomáticos 39 , o en espacios civiles, propios de instituciones públicas a las simplemente urbanas, o religiosos, de las ciudades a las iglesias y conventos. Es decir, tratando de indagar en las necesarias convenciones que debían compartir mecenas, artistas y público o, dicho de otro modo, receptores y observadores de las imágenes y de las obras, usuarios simbólicos e históricos de las mismas, porque es obligado pensar en la existencia de una especie de acuerdo metafórico e histórico entre lectores (nobles, cortesanos, público, sociedad, súbditos, fieles…) y productores-autores de imágenes y edificios (mecenas y artistas): unos buscaban reconocer y otros ser reconocidos, aunque fuera con intenciones distintas, pero compartiendo códigos y lenguajes de representación que debieron ser comunes, a pesar de que puedan desconcertarnos –de hecho fueron contradictorios por más que las iniciativas de los monarcas y de sus distintos artistas y maneras buscaran persuadir a una sociedad inevitablemente seducida y rígidamente controlada de antemano- en su extraña e histórica variedad y diferencia, sobre todo en el caso de la Monarquía Hispánica, pendiente al tiempo, desde los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II a Felipe IV 37

Sobre Velázquez y Las meninas, la bibliografía es inmensa, pero véanse Alfonso Emilio Pérez

Sánchez (ed.), Velázquez, Madrid, Museo del Prado, 1990; Francisco Calvo Serraller, Las Meninas de Velázquez, Madrid, Tf ed., 1995; Fernando Marías (ed.), Otras Meninas, Madrid, Ed. Siruala, 1995 y V. Nieto Alcalde, La línea de Apeles y la obra maestra. Pintura escrita, palabra pintada, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 2003. 38

Sobre esta obra de Francisco de Goya, con la bibliografía anterior, véase Manuela Mena, Goya. La

familia de Carlos IV, Madrid, Museo del Prado, 2002. En relación a Carlos IV y las artes, puede verse ahora Javier Jordán de Urríes y José Luis Sancho (eds.), Carlos IV. Mecenas y coleccionista, Madrid, Patrimonio Nacional, 2009. 39

Una primera aproximación puede verse en José Luís Colomer (ed.), Arte y Diplomacia de la

Monarquía Hispánica en el siglo XVII, Madrid, Fernando Villaverde ed., 2003.

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o a Felipe V y Carlos III, de modelos flamencos e italianos, centroeuropeos o franceses, además de las propias tradiciones hispánicas, ya fueran artísticas, culturales, políticas o religiosas. Y esto resulta tantas veces frecuente que, en numerosas ocasiones, ha sido llamada la atención, como se ha visto, sobre el desinterés –entendido, a la vez, de forma histórica y de manera anacrónica: y es que los reyes y mecenas podían ser artistas, es decir, autores simbólicos de las obras que promovían, pero no necesariamente historiadores del arte- supuestamente comprobado de muchos de aquellos mecenas regios, metafóricamente condenados a serlo por la pertenencia a una dinastía, a un linaje, ante asuntos artísticos y ante artistas y arquitectos, a pesar de que éstos trabajasen para ellos realizando encargos concretos. La fama y fortuna de los mecenas, su memoria y magnificencia, eran prioritarias en su manera de comportarse ante las artes: la forma de decirlas, de fabricarlas, podía ser aparentemente secundaria frente a la primacía de lo que se decía o pretendía afirmar con esas obras e imágenes o, planteado de otra manera, las obras de encargo de un mismo mecenas podían expresar sus intenciones simbólicas y representativas con diferentes lenguajes al tiempo, dependiendo también del lugar en el que se realizaban, de España a Flandes o Italia. Aunque, del mismo modo, y es extraordinariamente importante, un mismo lenguaje artístico (clasicista, “a la romana”, antiguo si se quiere, aunque también flamenco, propio del Norte, incluida España) podía expresar intenciones y contenidos absolutamente opuestos: unas ruinas pintadas según modelos italianos, por ejemplo, podían entenderse, según quien la pintase o el mecenas que la encargase, como nostalgia y exaltación de la simbólica continuidad de Roma antigua en la moderna o como crítica religiosa y política de Roma, fundamentalmente la moderna 40 en tiempos de la Reforma y después. Y eso que ocurre con Roma y las ruinas, pasa también con los retratos de los monarcas, con sus obras de encargo, de Carlos V a Carlos III, pero también con los artistas. Unas ruinas, por ejemplo, pintadas a la manera flamenca o hispanoflamenca, incluso a la francesa, sobre todo a partir del siglo XVII, aunque también antes, podían expresar contenidos religiosos, culturales y políticos distintos y hasta opuestos. 40

Sobre estos temas pueden verse, entre otros muchos, Gérard Labrot, L’image de Rome. Une arme

pour la Contre-Réforme, 1534-1677, Seyssel, Champ vallon ed., 1987; Nicole Dacos, Roma Quanta Fuit ou l’invention du paysage de ruines, Bruselas, Musée de la Maison d’Erasme, 2004 y Marc Fumaroli, “Roma nell’immaginario e nella memoria dell’Europa”, en Cesare de Seta (ed.), Imago Urbis Romae. L’immagine di Roma in età moderna, Milán, Electa ed., 2005, págs. 75-91.

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Pero también es cierto que aquella prioridad histórica a la que tenían que atender artistas y mecenas –la de la memoria y magnificencia del monarca- se cruzaba y hasta tenía que entenderse con las propias prioridades y convenciones manejadas por los artistas y compartidas por los receptores, usuarios y observadores de las obras. Se puede recordar, a este respecto –aunque los ejemplos podrían multiplicarse hasta el siglo XVIII y Carlos III, con Giaquinto, Tiépolo y Mengs pintando en el Palacio Real Nuevo de Madrid 41 -, la contemporánea iniciativa de los Reyes Católicos -después de la decisiva conquista de Granada, que consolida el origen mismo de la Monarquía Hispánica- en relación a dos monumentos funerarios y conmemorativos de su fama, piedad y fortuna, de distinto sentido e intención, pero planteados también como memoria de su triunfo político y religioso sobre el Islam, como fueron la construcción y ornamentación de la Capilla Real 42 en Granada, iniciada en 1505 como panteón real –luego consolidado en la misma catedral de Granada 43 , también entendida inicialmente como panteón regio-, y la del Tempietto de Bramante en San Pietro in Montorio 44 , memoria, paralelamente, del martirio de San Pedro, comenzado a construir en Roma en 1502, usando de lenguajes tan diferentes. En muchas ocasiones, los mecenas regios, sobre todo en el largo período histórico aquí contemplado, eran conscientes de que debían fijar la imagen de su

41

Sobre el Palacio Real Nuevo de Madrid, véase la monografía clásica de Francisco Javier de la

Plaza, El Palacio Real Nuevo de Madrid, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1975 y Delfín Rodríguez, “El Palacio Real de Madrid”, en Delfín Rodríguez (ed.), Palacios Reales en España. Historia y arquitectura de la magnificencia, Madrid, Fundación Argentaria-Ed. Visor, 1996, págs. 153-180. 42

Sobre la Capilla Real de Granada pueden verse los estudios clásicos de Manuel Gómez Moreno,

“En la Capilla Real de Granada”, en Archivo Español de Arte y Arqueología, 1925 y 1926, págs. 255-288 y 85-128 y de Antonio Gallego y Burín, La Capilla Real de Granada, Madrid, CSIC, 1952. 43

Sobre la catedral de Granada, pueden verse, con la bibliografía anterior, Earl E. Rosenthal, La

Catedral de Granada, Granada, Universidad de Granada, 1990; Fernando Marías, “Trazas e disegni nell’architettura spagnola del Cinquecento: la cattedrale di Granada”, en Annali di Architettura, núm. 9, 1997, págs. 200-217; Manfredo Tafuri, “La Granada di Carlo V: il palazzo, il mausoleo”, en Manfredo Tafuri, Ricerca del Rinascimento. Principi, città, architetti, Turín, Einaudi ed., 1992, págs. 255-304 y Delfín Rodríguez, “Sobre un dibujo inédito de la planta de la catedral de Granada”, en Archivo Español de Arte, núm, 280, 1997, págs. 355-374. 44

En relación al tempietto de Bramante en el convento franciscano de San Pietro in Montorio de

Roma y al encargo de los Reyes Católicos, así como a la fortuna de Bramante en España, puede verse el estudio de Fernando Marías, “Bramante en España”, introducción a Arnaldo Bruschi, Bramante, Madrid, Xarait ed., 1987, págs. 7-67.

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poder, de sus triunfos, de su casa y de su legitimidad histórica, mítica o sagrada, ante un público que eran tanto sus súbditos como los pueblos y príncipes de otros reinos. Propaganda dinástica, política y diplomacia venían a coincidir en ese peculiar uso de las artes y de la cultura, trascendidas, además y de manera muy elocuente en la Monarquía Hispánica, por la inevitable vinculación histórica con la religión, con la Iglesia y sus diferentes instituciones y formas de devoción. Es decir, que, con independencia del interés por problemas artísticos o de gusto, los reyes y sus familias estaban simbólicamente obligados a construir una imagen de sí mismos y de lo que significaban o pretendían significar, dignificando su memoria, por medio de sus obras de encargo, de la arquitectura a las fiestas, de las entradas reales a la pintura y a la escultura y otras artes, siempre vinculadas al lujo y a la magnificencia, desde costosísimas series de tapices 45 a piezas de orfebrería, armas o joyas. Las producciones de los reyes-mecenas, sus obras, necesitaban de las obras y producciones de los artistas y al revés. Que coincidieran en unos mismos intereses, desde el punto de vista de las artes, es más complicado aceptarlo sin más, incluso que las obras de los artistas respondiesen iconográfica y formalmente siempre a programas ideológicos y políticos precisos por parte de los mecenas también es a veces difícil de comprobar, sobre todo en relación a las cualidades, tradiciones y habilidades propias de las artes y de los artistas en cada momento histórico o en cada espacio geográfico de producción. Lo que, por otra parte, resulta aún más complejo en el caso de la Monarquía Hispánica, cuya extensión territorial y política fue tan enorme y sus formas de dominio tan cambiantes, ya fuera histórica como dinásticamente, de los Austrias a los Borbones. Casi se podría afirmar que entre el mecenazgo de la Monarquía Hispánica de esos siglos y el arte español, en el complejo y contradictorio sentido que a esa expresión pudieran conceder los historiadores del arte, existiría sólo una relación, aunque fundamental, de coincidencia temporal y geográfica que, con ser importantísima, no acaba de resolver todos los problemas históricos y artísticos que plantea. De hecho, buena parte de su mecenazgo fue llevado a cabo por artistas, arquitectos e ingenieros europeos, no hispánicos, y muchas de esas obras, de tapices a fortificaciones, retratos, armaduras y otros edificios y arquitecturas efímeras construidas con motivo de entradas triunfales, fiestas y otras ceremonias conmemorativas cumplieron su función utilitaria y representativa, como ejercicio 45

Al respecto, véase el catálogo de la exposición Resplendence of the Spanish Monarchy. Renaissance

Tapestries and Armor from the Patrimonio Nacional, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, 1991.

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del poder, sobre todo fuera de la Península Ibérica, atendiendo al carácter imperial o universal, términos entendidos en sentido histórico o ideológico, de la Monarquía Hispánica en tiempo de los Austrias y, fundamentalmente, de Carlos V. Es decir, como si mecenas y artistas, monarquía y arte, hubieran tenido siempre una complicidad de intereses circunstanciales y funcionales, tan ajenos entre sí, como inevitablemente vinculados históricamente y apasionantes política y artísticamente. Tal vez se trate de una condición propia de la misma noción de mecenazgo, capaz de producir sus obras con independencia de los lenguajes artísticos usados o eligiéndolos intencionadamente distintos para cada ocasión y lugar, aunque no siempre y, sobre todo, si excluimos las tradiciones legendarias, las grecorromanas o las Maravillas del Mundo, de Salomón a Alejandro o de Augusto a Adriano, Hiram, Dédalo o Dinócrates a Apeles, Fidias o Vitruvio, en las que la identidad entre príncipes y artistas, entre arte y mecenazgo, adquieren características de correspondencia extraordinarias, como si los artistas fueran la mano de los príncipes y al revés, aunque las manos de los príncipes y monarcas siempre fueron más versátiles y cambiantes que las de los artistas, más pendientes de una precisa manera de hacer. Y estamos ante tradiciones que perforarán la historia actuando, en muchas ocasiones, como retóricas legitimaciones del arte promovido por los príncipes, de los príncipes mismos y de sus artistas y lenguajes. No es gratuito, en ese sentido, que de Felipe II se pudiera afirmar que dibujaba como Vitruvio 46 , que lo hizo sin duda, pero del que, como es sabido, no se conoce dibujo alguno. Ya Palomino, a comienzos del siglo XVIII, había dedicado a este asunto páginas inolvidables y de las primeras en la cultura artística española que tenían un carácter sistemático e intencionado sobre las relaciones simbólicas entre príncipes y artistas, unidos legendariamente por actividades en las que su habilidad parecía ser una misma. No eran la misma cosa, sin duda, pero no había monarca o mecenas que no poseyera entre sus reconocidas virtudes las 46

Sobre la relación retórica entre Felipe II y Vitruvio, nuevo Alejandro en su monasterio de El

Escorial, siendo Juan de Herrera su Dinócrates de Macedonia, como metafóricamente escribiera Fray José de Sigüenza, en 1605, puede verse Delfín Rodríguez, “Diez Libros de Arquitectura: Vitruvio y la piel del clasicismo”, introducción a Vitruvio, Los Diez Libros de Arquitectura, Madrid, Alianza Ed., 1995, págs. 115. La simbólica relación entre Felipe II y Salomón y El Escorial y el Templo de Jerusalén la bibliografía es inmensa, constituyendo casi un tópico historiográfico, aunque menos estudiada ha sido la que pudiera establecer vínculos legendarios entre Hiram y Herrera. Véanse, entre otros muchos, la pionera aportación de René Taylor, Arquitectura y magia. Consideraciones sobre la idea de El Escorial, Madrid. Ed. Siruela, 1992, que reúne ensayos anteriores y la fundamental aportación de Juan Antonio Ramírez (ed.), Dios Arquitecto. J. B. Villalpando y el Templo de Salomón, Madrid, Ed. Siruela, 1994.

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artísticas y arquitectónicas, incluido el atributo de la melancolía 47 , propio de reyes, príncipes y artistas. Fernando Bouza ha señalado, en diferentes estudios, cómo la nobleza hispánica, fundamentalmente durante el siglo XVII, había asumido como un deber propio de su rango el saber de arquitectura, dibujar un proyecto e incluso comentarlo con habilidad, tanta como la que se le presuponía en el arte de montar a caballo, usar las armas o ser excelente en las artes de bailar o componer versos. Es más, podría afirmarse que, en determinados casos y como se ha visto más arriba, es pertinente hablar de un tipo de mecenas que, en relación a las artes y a la arquitectura, se comporta como un coleccionista, como los propios artistas hacían tantas veces en el uso de los lenguajes y formas de sus disciplinas respectivas durante esta larga época. No es imposible, en este sentido, que tuviera razón Erwin Panofsky cuando señalaba, según le había contado Américo Castro –que coincidió con el primero en la Universidad de Princeton- a Enrique Lafuente Ferrari, que “no se había sentido nunca atraído por el arte español por su carencia de caracteres de escuela, porque no constituía una escuela propiamente dicha.” 48 Lo que implica, ciertamente, numerosas cuestiones y, en su sorprendente rotundidad, parece confirmar, tópicamente, incluso las ingenuas y románticas ideas de Madrazo y Lefort, ya recordadas, sobre el arte español y su ausencia de escuela, sobre las desdibujadas consecuencias artísticas derivadas de la supuesta indiferencia de los reyes de la Monarquía Hispánica en su mecenazgo. Algo que no es atendible, sin duda, históricamente. Es más, Panofsky estudió al Tiziano que tuvo relación intensa con Carlos V y Felipe II, pero lo consideró al margen de lo hispánico, de la configuración de un gusto o escuela española, lo que resulta extraordinariamente convencional, tanto como si la historia del arte dependiese exclusivamente de las biografías de los artistas, de sus maneras y obras, con mecenas circunstanciales que en nada habrían de modificar las obras de aquéllos, desatendiendo llamativamente, en un historiador tan decisivo como él, el mecenazgo policéntrico, cosmopolita e internacional de aquellos dos

47

Puede verse, al respecto, el clásico estudio de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl,

Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 2004. 48

La observación de Panofsky es mencionada en el breve pero interesantísimo estudio, todavía hoy,

de Enrique Lafuente Ferrari, Historia de la pintura española, Estella, Salvat Ed. y Alianza Ed., 1971, pág. 12 y en íd., “Introducción a Panofsky”, en Edwin Panofsky, Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza Ed., 1972, pág. XXXIX.

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monarcas49 y sus consecuencias artísticas y arquitectónicas no sólo en ámbitos cortesanos, sino que se trató de una actitud que continuarían, obligados por la misma condición histórica y territorial de su mecenazgo dinástico, Felipe III, Felipe IV y Carlos II y, ya en el siglo XVIII, los reyes de la Casa de Borbón 50 , de Felipe V y Fernando VI a Carlos III y Carlos IV. Es decir, como si Madrazo, con una insólita conciencia histórica más precisa, hubiera tenido razón en su hipótesis de que una escuela verdaderamente nacional nació cuando la corte se consolidó en Madrid, ya desde Felipe II, pero sobre todo durante el reinado de Felipe IV y de Velázquez, aunque sus reinos fueran distintos necesariamente. La anterior tradición hispánica, tan híbrida como ecléctica, no logró alcanzar la condición de escuela, según esas interpretaciones, hasta que no se logró la síntesis magnífica Velázquez y de Felipe IV en una corte definitivamente estable como la de Madrid y los Sitios Reales. Casi podría decirse que, desde Carlos V y Felipe II a Felipe IV o Carlos III, el cosmopolitismo (¿eclecticismo?) de las artes vinculadas a su mecenazgo estuvo presidida frecuentemente por un carácter internacional y también por las tradiciones cortesanas y de ceremonial diferentes que están en el origen dinástico de los reyes de la Monarquía Hispánica, los Habsburgo y los Borbones, sin olvidar, claro está, la herencia peninsular de los reinos de Castilla y Aragón que concentrarán los Reyes Católicos, especialmente a partir de la conquista, en 1492, del reino nazarí de Granada. Así, tradiciones propias hispánicas, incluida la islámica y mudéjar, fuertemente teñidas de influencias flamencas e italianas durante el final del reinado de Isabel y Fernando, a las que habría que sumar, andando los siglos, las francesas, acabaron por configurar el carácter cosmopolita e internacional del arte español, del mecenazgo de la monarquía, además de sus rasgos hispánicos, “castizos” se afirma con frecuencia, aunque es dudoso por tan cómodo ese calificativo, salvando algunas excepciones sustantivas 51 . 49

Véanse, al respecto, entre otros muchos estudios, el ya citado de Fernando Checa, Tiziano y la

Monarquía Hispánica, op. cit.; Matteo Mancini, Tiziano e le cortid’Asburgo nei documenti degli archivi spagnoli, Venecia, Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti, 1998; Miguel Falomir (ed.), Tiziano, Madrid, Museo del Prado, 2003. 50

Véase, al respecto, el catálogo de la exposición El Arte europeo en la Corte de España durante el siglo

XVIII, Madrid, Museo del Prado, 1980. 51

Al respecto véase Fernando Chueca Goitia, Invariantes castizos de la arquitectura española, Madrid,

Ed. Dossat, 1947. En relación a esta obra y su influencia puede verse Delfín Rodríguez, “Fernando Chueca Goitia: la necesidad de “saper vedere” la arquitectura”, en Goya. Revista de Arte, núm. 264, 1998, págs. 165-174.

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La llegada de Felipe V a la Monarquía Hispánica introdujo y favoreció no sólo una nueva idea de la majestad y del mecenazgo del monarca, consolidado por sus sucesores, desde Fernando VI 52 y Carlos III 53 hasta Carlos IV, sino que consolidó, entre tradiciones barrocas e ilustradas y neoclásicas, el carácter cosmopolita y europeo del arte y la arquitectura en España 54 , académico a partir de mediados del siglo XVIII, siguiendo modelos franceses e italianos, con la intervención directa al servicio de los nuevos mecenas de la Casa de Borbón de un tropel de artistas europeos, algunos excepcionales, incluidos los españoles que pudieron formarse con ellos en los Sitios Reales y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a partir de mediados de la centuria, de Jean Ranc o Michel-Ange Houasse a Andrea Procaccini, Giacomo Amigoni, Antonio Joli, Corrado Giaquinto, Anton-Rafael Mengs, Tiépolo o Filippo Juvarra 55 , Giovanni Battista Sacchetti y Francisco Sabatini 56 , de Thierry, Fremin, Olivieri y Felipe de Castro a Miguel-Jacinto Meléndez, Francisco Bayeu, Francisco de Goya o Luis Paret, de Teodoro Ardemans, Pedro de Ribera o los Tomé y los Churriguera a Ventura Rodríguez, José de Hermosilla o Juan de Villanueva57 . Cabe recordar, en este sentido, que los artistas españoles no sólo pudieron formarse en nuevos 52

Antonio Bonet Correa y Beatriz Blasco (eds.), Fernando VI y Bárbara de Braganza. Un reinado bajo

el signo de la paz, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 2002. 53

Un panorama general del reinado mecenazgo de Carlos III puede verse en Carmen Iglesias (ed.),

Carlos III y la Ilustración, Madrid, Ministerio de Cultura, 1988, así como Delfín Rodríguez, “Los lenguajes de la magnificencia: la arquitectura madrileña durante el reinado de Carlos III”, en Carlos Sambricio (ed.), Carlos III Alcalde de Madrid, Madrid, Ayuntamiento, 1988, págs. 265-279. Sobre la estancia italiana de Carlos III, véase Jesús Urrea (ed.), Itinerario de un monarca español. Carlos III en Italia, 1731-1759, Madrid, Museo del Prado, 1989. 54

Sobre la cultura artística y arquitectónica de esta época he tratado en Delfín Rodríguez, “Sobre el

“apacible engaño de la vista”. Arte y arquitectura en España durante la primera mitad del siglo XVIII”; íd., “De pintura y escultura: tratados y colecciones de estampas” e íd., “La arquitectura”, los tres ensayos en Elena Santiago Páez (ed.), La Real Biblioteca Pública (1711-1760), Madrid, Biblioteca Nacional, 2004, págs. 87-97, 349-357 y 394-439, respectivamente. 55

Antonio Bonet Correa y Beatriz Blasco (eds.), Filippo Juvarra (1678-1736), Madrid, Electa ed.,

1994. 56

Delfín Rodríguez (ed.), Francisco Sabatini (1721-1797). La arquitectura como metáfora del poder,

Madrid, Electa ed., 1993. 57

Sobre los arquitectos españoles, franceses e italianos mencionados, véase ahora, con la bibliografía

anterior, los estudios de Carlos Sambricio, Pedro Moleón, José Manuel Barbeito, Peter Führing y José María Prados reunidos en Isabel García Toraño y Delfín Rodríguez (eds.), Catálogo de Dibujos de Arquitectura y Ornamentación de la Biblioteca Nacional. Siglo XVIII, op. cit.

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planteamientos artísticos y arquitectónicos en esta época tan cosmopolita, propiciada por el mecenazgo de los Borbones de artistas y arquitectos extranjeros, sino que la articulación del nuevo gusto, no exento de tensiones y contradicciones -entre barrocas, romanas, francesas y clasicistas-, que puso en marcha la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, se vio considerablemente ayudado por los viajes que a Roma e Italia 58 , y en menor medida, pero significativa, a París, realizaron, desde mediados del siglo XVIII, muchos jóvenes artista y arquitectos pensionados por la institución regia. Tampoco debe olvidarse, y la mención de algunos artistas y arquitectos españoles lo pone en evidencia, que las tradiciones nacionales e hispánicas, híbridas, también continuaron activas en esta época, fundamentalmente durante el reinado de Felipe V, pero también es cierto que hubo un afán declarado, muy francés, moderno e ilustrado, por desembarazarse, al ser consideradas anacrónicas a la hora de representar la imagen de la nueva dinastía, de muchas de aquéllas tradiciones, activando e identificando, sin embargo, otras, del Escorial 59 a Velázquez, como se ha podido ver más arriba. Es decir, haciendo historia del arte español y del mecenazgo de la Casa de Austria: usándola política, ideológica y artísticamente. A todas estas cuestiones debe añadirse la poderosa influencia italiana: piamontesa, boloñesa, napolitana y, sobre todo, romana, centro europeo de la cultura cosmopolita e intelectual de la época. Y ello no sólo debido a cambios de gusto y culturales, sino a la iniciativa misma de los monarcas, especialmente de Isabel de Farnesio y de su hijo Carlos III, cuya presencia en Italia y en el reino de Nápoles fue tan decisiva en la cultura española del siglo XVIII, incluidas las excavaciones de Herculano y Pompeya o la construcción del Palacio Real de Caserta. Felipe V e Isabel de Farnesio, coleccionistas apasionados 60 , casi de todo, incluida la adquisición de la excepcional colección de escultura clásica que fuera de Cristina de Suecia, construyeron, además, dos magníficos retratos arquitectónicos, muy distintos entre sí. El primero, fruto de una tragedia, tan 58

Jesús Urrea, La pintura italiana del siglo XVIII en España, Valladolid, Universidad de Valladolid,

1977. 59

Fernando Marías, “El Escorial entre dos Academias: juicios y dibujos”, en Reales Sitios, núm. 149,

22002, págs. 2-19. 60

Ángel Aterido, Juan Martínez Cuesta y José Juan Pérez Preciado, Inventarios Reales. Colecciones de

pinturas de Felipe V e Isabel de Farnesio, 2 vols., Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2004.

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dramática como metafóricamente oportuna –después de los intentos de construir con grandeur verdaderamente francesa un nuevo palacio en el Buen Retiro, proyecto megalómano no realizado de Robert de Cotte-, como fue el incendio, en 1734, del Alcázar de los Austrias en Madrid, en el que resultaron afectadas muchas de sus extraordinarias colecciones de obras de arte, les permitió levantar el nuevo Palacio Real, retrato arquitectónico dinástico, de aparato, símbolo monumental, inesperado entonces, de la presencia de la casa de Borbón en la vieja Monarquía Hispánica de los Austrias. Verdadera escuela de arquitectos y artistas en España durante su construcción y decoración, de ella deriva, sin duda, la creación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y es sabido que muchos de los primeros fueron profesores de la última. Obra magna capitaneada por la presencia del grandísimo Filippo Juvarra, que presentó un proyecto, luego no realizado, y diseño y construcción de su discípulo Sacchetti, aunque terminado por Sabatini ya en tiempos de Carlos III, en ella participaron escultores tan notables como Olivieri o Felipe de Castro, arquitectos italianos y españoles tan fundamentales como Ventura Rodríguez, José de Hermosilla o Diego de Villanueva, así como pintores como los ya citados Giaquinto, Tiépolo o Mengs, entre otros muchos. El segundo de los retratos arquitectónicos de Felipe V e Isabel de Farnesio fue un verdadero autorretrato, querido, a partir de comienzos de los años veinte del siglo XVIII, voluntariamente por el primero, fue palacio de su biografía y de sus pasiones compartidas con la segunda. Se trata, como cabe suponer, del excepcional palimpsesto arquitectónico del palacio y los jardines del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, en el que no sólo intervinieron arquitectos y artistas que llegaron a configurar una extraña summa de lenguajes híbridos y eclécticos, de Ardemans y Carlier a Procaccini, Juvarra o Sacchetti en lo arquitectónico, a la aportación de numerosos pintores italianos (de Giacomo Bonavia a Rusca) y escultores franceses (de Thierry o Frémin a Dumandre) para las fuentes y los jardines. Se trata de un extraordinario lugar pegado a la biografía y pasiones personales de los monarcas, mecenas, en este caso, de un retrato íntimo (incluso panteón regio, distinto al dinástico de los Austrias en El Escorial), en el que se comportaron también como coleccionistas, y no sólo por las magníficas colecciones que allí reunieron, especialmente la mencionada de escultura clásica que había sido de Cristina de Suecia, en su palacio Riario de Roma.

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Fue en la época de Fernando VI y Bárbara de Braganza, que también construyeron su autorretrato arquitectónico, incluyendo su propio panteón regio, al margen de El Escorial, pero siguiendo una tradición consolidada en la época de los Austrias, en el convento-palacio de las Salesas Reales de Madrid, cuando la tradición hispánica, el arte español, se consolida como una tradición histórica, instrumentalizándola al servicio de nuevas estrategias dinásticas y políticas, a una distinta concepción del mecenazgo, a lo que ayudó decisivamente la propia fundación oficial, durante su reinado, de la Academia de San Fernando. Así, al estudio y conversión en modelo artístico y arquitectónico del monasterio de El Escorial y de sus colecciones, la pasión por Velázquez y Murillo, entre otros, se añadió muy significativamente, la atención por la Alhambra nazarí, por el palacio de Carlos V y la catedral de Granada y por la mezquita de Córdoba, lo que, iniciado durante el reinado de Fernando VI, acabó consolidándose durante el de Carlos III con la lenta publicación, promovida por la Academia de San Fernando, de las Antigüedades Árabes de España (1787) 61 , dirigida por José de Hermosilla, y con la que, como en un metafórico y ucrónico viaje, parecía volverse a mirar, aunque fuera con algún prejuicio, a los orígenes de la historia de las relaciones entre el arte hispánico, híbrido y ecléctico en sus lenguajes y tradiciones, y los primeros monarcas de la Monarquía Hispánica, de los Reyes católicos a Carlos V.

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Sobre estos temas, pueden verse Delfín Rodríguez, La memoria frágil. José de Hermosilla y las

Antigüedades Árabes de España, Madrid, COAM, 1992; íd., “El palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada. Arquitectura e historia en el siglo XVIII”, en Pedro Galera Andreu (ed.), Carlos V y la Alhambra, Granada, Patronato de la Alhambra y Generalife, 2000, 163-193 e íd., “La fortuna e infortunios de los jarrones de la Alhambra en el siglo XVIII”, en el catálogo de la exposición Los jarrones de la Alhambra. Simbología y poder, Granada, Patronato de la Alhambra y Generalife, 2006, págs. 97-122.

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