Mario Roberto Álvarez. Modernidad disciplinada

June 3, 2017 | Autor: Patricia Mendez | Categoría: Modern Architecture, Buenos Aires, Teather and Cinema, Mario Roberto Alvarez
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Descripción

Mario Roberto Álvarez Mario Roberto Álvarez nació y murió en Buenos Aires (19132011). Estudiante muy aplicado, recibió varios premios antes de titularse en 1936 con Medalla de Oro. Después de diez años como arquitecto independiente, fundó el estudio Mario Roberto Álvarez y Asociados (Mraya), junto a otros profesionales destacados como Leonardo Kopiloff, Macedonio Óscar Martínez y Carlos Ramos. Con una actividad destacada en el ámbito de los certámenes, obtuvo el primer puesto en el Concurso Internacional de Urbanismo de Osaka (2003). Fue miembro activo de distintas instituciones argentinas vinculadas a la profesión, doctor honoris causa de varias universidades y miembro de honor de la Academia Nacional de Bellas Artes (1993) y la Academia Nacional de Ciencias (1996).

8.1. Teatro General San Martín, Buenos Aires, 1953-1956.

Mario Roberto Álvarez Modernidad disciplinada Teatro General San Martín, Buenos Aires, 1953-1956

Patricia Méndez

1. La mayor parte de la producción del estudio de arquitectura fundado por Mario Roberto Álvarez (conocido con las siglas Mraya) se concentra geográficamente en el ámbito de Buenos Aires y su entorno más inmediato. 2. Actualmente funciona bajo la denominación de ‘Complejo Teatral de Buenos Aires’ y continúa siendo administrado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Gcaba). 3. La avenida Corrientes históricamente ha destacado por concentrar ámbitos para el espectáculo; por entonces ya existían otras diez salas teatrales instaladas en setecientos metros a la redonda.

Puntualidad obstinada, minuciosidad extrema, tenacidad casi espartana e integridad en las decisiones fueron algunas de las características más marcadas de la personalidad de Mario Roberto Álvarez, pero también los ingredientes constantes en su arquitectura. Además, una brillante trayectoria que se alarga más de siete décadas durante el siglo xx señala a este arquitecto como un vértice ineludible para el estudio de la historia de la arquitectura argentina. Dentro de la vanguardia moderna, iniciada por Alberto Prebisch y compartida por otros profesionales de calidad singular, a Álvarez le corresponde haber sido el artífice de un sinnúmero de obras de lenguaje racional que estuvieron firmadas con una impronta indeleble: simplificar lo complejo, alcanzar la máxima eficiencia y perdurar más allá de toda moda.1 Bajo estos parámetros, su filosofía proyectual se vio materializada con la construcción del Teatro General San Martín, una obra que, a juicio de su autor y de la crítica, resulta paradigmática no sólo por su envergadura y por la complejidad en su composición, sino también por su propuesta de arquitectura renovada, que se consideró muy adelantada para la época, ya que incluía una intervención bastante arriesgada que quebraba la trama urbana de esa zona tradicional de Buenos Aires.2 El proyecto, desarrollado junto con Macedonio Óscar Ruiz entre 1953 y 1956, debía resolver un programa heterogéneo en un área muy competitiva e instalarse en un terreno entre medianeras que encorsetaba, a priori, toda posibilidad de ‘vuelo’ proyectual.3 Sin embargo, el equipo se propuso atravesar la manzana y dispusieron en la parcela una serie de volúmenes apilados, a modo de jenga, que combinaban muros, vidrios y acero de manera que los espacios internos se entrelazaban al tiempo que se diferenciaban de cara a los usuarios. Precisamente en estos gestos (de despliegue de volúmenes en el exterior y de enlace de usos funcionales en el interior) es donde radican las mayores virtudes del edificio. El conjunto se organizó en torno a las cuatro grandes áreas funcionales del complejo cultural: la de espectáculos propiamente dichos (una sala de comedia con escenario y anexos, adaptables a otros usos, una sala de cámara y un microcine), la escuela de arte dramático con ámbitos de apoyo (camerinos, talleres, depósitos y oficinas), las dependencias gubernamentales y los espacios destinados a exposiciones, estacionamiento y confiterías. Todos ellos

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quedaban interceptados a lo largo y ancho de la parcela, pero también en alzado, con un esquema de alternancia entre los usos públicos y privados que se traduce en una sección seriada en la que también impera la sucesión en forma de ‘torre · salas · torre · explanada’ (figura 8.2). Así, en franca contradicción con los manuales proyectuales de su época, Álvarez realizó un giro efectivo al concentrar los accesos públicos en puntos intermedios respecto de las vías urbanas. Con esta maniobra, destinó un lugar importante a aquellas funciones habitualmente dispuestas en las entrañas del edificio (como los lugares de servicio y de apoyo) y las dispuso en las pastillas verticales, que de esa manera se transformaron en pantallas de protección sonora y articuladoras del verdadero corazón del edificio: las zonas destinadas específicamente al espectáculo. Hasta hoy, el complejo teatral San Martín se mantiene vigente en su espíritu, que ha trascendido el proyecto arquitectónico que le dio origen. El edificio refleja la ideología de Álvarez: el sentido democrático sobre el individuo y la pluralidad expresiva que sellaron toda su obra. Pero el teatro San Martín también se distingue por los guiños que una operación de esta escala le imbrica al ojo ajeno del transeúnte. Para detectarlos, basta con analizar cómo decidió sacar el esqueleto estructural al exterior (figura 8.1.), para así dejar los espacios interiores libres frente a cualquier compromiso funcional; o de qué modo desmaterializó los accesos peatonales: el principal, sobre la avenida Corrientes, que acompaña con una vidriera hacia el triple vestíbulo y está coronado con una marquesina ininterrumpida y plana; o el posterior, hacia la escuela y sobre

8.2. Axonometría seccionada con la sucesión de volúmenes que conforma el complejo teatral General San Martín.

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8.3. Edificios en altura: oficinas de SOMISA, 1966-1967, y viviendas en Posadas esquina Schiaffino, 1957-1959, ambos en Buenos Aires.

4. La Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (Somisa) quiso respaldar su liderazgo en la producción de acero imponiendo como condición del concurso para la construcción de su sede social que la obra se distinguiera por el uso de ese material; el edificio, un icono de la avenida Roque Sáenz Peña, ha sido incluido recientemente entre los Monumentos Históricos Nacionales argentinos.

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la calle Sarmiento, donde la innovación consistió en recomponer la esquina urbana a través de explanadas peatonales a distintas alturas. Estos juegos de equilibrio, entre los materiales empleados y los volúmenes racionalmente concebidos, son los mismos que permitieron a Álvarez, antes y después del teatro San Martín, proponer proyectos que pronto serían bien valorados: desde aquellos primeros centros sanitarios distantes de las grandes ciudades argentinas (entre 1948 y 1950), en los que acompasó las tradiciones constructivas con la estética moderna, hasta la propuesta de urbanización para la ciudad japonesa de Osaka (2003), para la cual imaginó una renovación del área central con la inclusión de un parque ecológico. Mientras tanto, centenares de proyectos con funciones diversas fueron completando el abanico enorme que hoy lleva la firma del estudio Mraya. Entre los destinados a oficinas, se cuenta el concurso donde obtuvo el primer premio en 1966 para la sede social de Somisa, con una obra totalmente levantada en perfilerías y chapas de acero soldadas que, en su momento, la hicieron única en el mundo (figura 8.3 izquierda);4 la Galería Jardín (1963) sobre la calle Florida, que incluía sendas torres destinadas a viviendas y oficinas; el programa para la Universidad de Belgrano (1964-1966), que remata la calle Villanueva en su intersección con la calle Zabala;

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la de la empresa Ibm en el barrio de Catalinas Norte (1977-1978); o el edificio Banco Río (1977-1983), que aparece recortado detrás del muro cabecero de la catedral metropolitana. La relación de programas de vivienda, tanto en el caso de las unifamiliares (figura 8.4) como en las desarrolladas en altura, es muy extenso, pero cabe citar la torre situada en la esquina de Posadas y Schiaffino (1957-1959; figura 8.3 derecha) o la denominada ‘Panedile’ (1964) que, como otros de sus edificios, recogen los deslices que Álvarez tuvo hacia la arquitectura tradicional de cada momento. En ocasiones, rehundía los accesos hacia el corazón de la manzana, con lo que provocaba la entrada de las aceras al interior de la parcela a través de plazas peatonales. Otras veces creaba basamentos que amortiguaban la altura de los volúmenes o, mejor aún, economizaba recursos funcionales al disponer niveles intermedios en las circulaciones verticales. A pesar del tiempo transcurrido, incluso sus primeros proyectos aún siguen reflejando fielmente su doctrina, una doctrina que careció de impedimentos tecnológicos en el momento de su realización, que no escatimó libertad proyectual en los diseños, y que, al fin y al cabo, dio cabida en la profesión a las otras artes. En definitiva, mantener la búsqueda continua del rendimiento espacial anhelado y el abrazo al racionalismo, como actitud propia frente a la arquitectura, no constituyó un problema ni un esfuerzo para un espíritu como el de Mario Roberto Álvarez. Más bien fue su credo profesional, basado en una actitud íntegra: nada más, y nada menos, que hacer simple la arquitectura moderna.5

8.4. Casa Schneider, San Isidro, Buenos Aires, 1977.

5. Véase el número 80-81 de la revista Summa (Buenos Aires), septiembre de 1974.

Simplemente, Álvarez*

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* Selección de párrafos tomados del libro de Ana de Brea y Tomás Dagnino, Señores arquitectos: diálogos con Mario Roberto Álvarez y Clorindo Testa (Buenos Aires: Ubroc, 1999); Patricia Méndez ha agrupado estos pasajes en unidades temáticas, por lo que el orden de su aparición aquí no coincide necesariamente con el de la publicación original; suyas son las notas siguientes. 1. Le Corbusier ya había estado en Buenos Aires en 1929, invitado por la Asociación Amigos del Arte, y había pronunciado ocho conferencias. 2. Perret visitó Buenos Aires en la primera mitad de 1936 para impartir una serie de conferencias en la Sociedad Central de Arquitectos.

Arquitectura, por elección y por convicción […] de chico siempre me dio por hacer cosas con volumen. Me acuerdo de [Charles] Lindberg cuando cruzó el Atlántico: con palos de escoba hice el fuselaje de un avión; cortándolos realicé las ruedas; con tachuelas hice todo lo que era parte visible del motor, con cajas de habano las alas. […] Y así siempre realizaba cosas con volumen; con cierta habilidad […] como tenía muy buenas notas […], todo el mundo me recomendaba que siguiera medicina, abogacía, ingeniería, pero nadie decía que siguiera arquitectura. Yo preguntaba por qué no arquitectura… «Bueno, porque vos te llamás Álvarez…». […] Y mi madre, a quien le debo tanto […] en un momento me dijo: «No Mario, no hay porvenir en eso. Estudiá algo que te guste, pero…». Le contesté que de todos modos estudiaría arquitectura, que si bien no tenía ni esto, ni esto, ni esto, me gustaba. Le dije que prefería ser el dibujante, el asociado o el habilitado de un arquitecto a quien yo admirara y no en cambio un exitoso profesional de algo que no me gustaba. […] y entré a la Facultad, sabiendo que tenía que trabajar de escribiente por la mañana, de siete a trece, en el colegio donde había estudiado, y ganar los 69 pesos que le daba a mi madre para que mis hermanos no tuvieran que trabajar. Militante y estudiante Fui secretario del Centro de Estudiantes, dos veces su presidente, y después delegado estudiantil universitario. […] En aquella época luché mucho. […] La cuestión es que estando ahí en el Centro, queríamos traer siempre gente importante. Quise hacerlo con [Roberto] Burle Marx y dijeron que no porque era comunista. Quise traer por segunda vez a Le Corbusier 1 y me respondieron que no porque las obras las teníamos que hacer nosotros y no otros. Quise traer a [Oscar] Niemeyer y me dijeron que no porque también era zurdo. Pero con [Hernán] Lavalle Cobo conseguimos traer a [Auguste] Perret,2 de quien aprendí muchísimas cosas. Dio algo así como seis o siete charlas magistrales […] aprendí mucho de él, mucho de ello lo repito siempre. Recuerdo que me ofreció trabajar con él si alguna vez iba a Europa. Cuando obtuve la beca [Ader], en lugar de hacer como [Juan] Kurchan y [Jorge] Ferrari Hardoy –que eligieron estar con Le Corbusier–, preferí no ir con ninguno específicamente. No quería ser un perretsito, ni un lecorbu-

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sierito. […] Preferí desasnarme como en un posgrado, visitando 115 ciudades, entrevistando a todos los arquitectos importantes que me atendieron… Conocí a [Albert] Speer, el arquitecto de Hitler, a [Marcello] Piacentini, el de Mussolini, y a otros según una larga lista. Para desarrollar la beca había puesto el tema de las viviendas económicas. Y recuerdo haber estado y estudiado mucho, e incluso haber traído mucha documentación sobre Alemania y Francia. Fui el segundo suramericano que estuvo en el Hilversum, en el Bouwcentrum, Holanda. El otro fue el uruguayo [Juan Antonio] Scasso, que hizo el estadio Centenario en Montevideo. […] Si tuviera que responder qué influencias tengo, creo que diría todas. Cuando me han encasillado en lo de [Ludwig] Mies [van der Rohe]… no sé, creo de Mies algunas cosas, que las puedo resumir fácilmente porque las practico: en la síntesis, en que Dios está en los detalles… Me enloquece hacerlos bien. Le critico que él dentro de un prisma rectangular pone cualquier obra. Creo mucho más en aquello de que ‘la forma sigue a la función’, que no es precisamente el fuerte de Mies. No quiero decir que no pondero el Seagram y sus otras obras, pero si dicen que yo hago arquitectura como Mies, lo tomo como un halago, pero no es totalmente cierto. […] He aprendido de Perret que la arquitectura no es un afiche, que es algo que queda; que el arquitecto no tiene que ser pedante; que la obra de arquitectura tiene que poder ser vista con el tiempo con el mismo valor que si fuera permanente. Un afiche –o sea una obra que sólo llama la atención– se tapa a los quince días con otro. Perret decía: «Álvarez, sea modesto, haga cosas que no llamen la atención, pero que sirvan, que funcionen.» Inclusive he admirado a Le Corbusier, he leído todos sus libros, he vivido al lado del Pabellón Suizo, en la Ciudad Universitaria de Paris, pero entre el Le Corbusier primero y el de las últimas obras noto un cambio de sus principios rectores. Creo que se volvió, con todo respeto, más escultor que arquitecto. Conozco Ronchamp, La Tourette, la Unidad de Marsella; considero que al final su genio era tan grande que se desbordó, y algunas cosas que hizo al principio no le interesaron, tal vez, como a los grandes genios. Le pregunté una vez a Mies qué opinaba de [Frank Lloyd] Wright [...] me animé a hacer una pregunta insolente. Me dijo: «Es un genio, no va a hacer escuela.» Eso siempre me quedó grabado. He visto muchas obras de Wright; en el estudio tengo fotos […] era tan habilidoso que podía hacer cualquier cosa, pero algunas de sus obras no me resultan. Sería una pedantería de mi parte hablar de los maestros en este nivel. En fin, influencias, tengo todas. El ejercicio de la profesión Tratando ser concreto –como suelo serlo siempre; ustedes saben bien que no soy político en mis respuestas, ni evasivo–, no quisiera

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cometer lo que se llama un anacronismo histórico. No conozco hoy en día lo que son las piedras para la generación de ustedes [refiriéndose a los periodistas De Brea y Dagnino], pero sí puedo contar las piedras de mi generación. Durante mucho tiempo, tuve que trabajar… ya te dije que me decían: «¿Para qué estudiás, si te llamás Álvarez? ¡Y querés ser arquitecto!»… Los primeros años de mi profesión fueron terribles. Eso de una mano atrás y la otra también, creo que alguna vez lo he dicho… Si me hubiera casado con la novia que tenía en esa época, posiblemente por problemas de sustento habría tenido que claudicar de los principios que tengo; y si bien no soy un monje, he sido directamente consecuente con lo que creo, que no es la influencia de Mies, como siempre me dicen, sino que es la influencia de muchos. Porque yo he sido un fanático –como decía [José] Ortega y Gasset, un ‘nuevo bárbaro’–, porque he tratado de aprender viendo y leyendo, viendo y leyendo, y he tratado de sacar de cada uno de los que he visto lo que yo creía que coincidía con lo que siento y pienso. Eso no quiere decir que sea la biblioteca y que otros arquitectos no sean iguales o diferentes. Pero las piedras que yo he tenido de entrada… Por ejemplo, para poder hacer mi primera obra, llegaron a preguntarme: «¿Y qué obra hizo?» Y yo he tenido que contestar: «La verdad, todavía no hice ninguna.» «Ah, bueno, conmigo usted no va a experimentar», me dijeron sin más. Y así hasta tener que buscar algún arquitecto de prestigio –me honra decirlo–: a Bartolomé Repetto, presidente de la Sociedad Central de Arquitectos, que fue quien publicó en la revista Casabella, al lado de obras de Richard Neutra, mi primera obra: un pequeño sanatorio en San Martín, provincia de Buenos Aires. Lo fui a ver y le dije: «Bartolomé, vos que has tenido el gesto de publicar mi obra…» –porque aclaro que yo no se lo que pedí, ni lo pretendí– «¿podrías hacer una obra conmigo?, porque yo no tengo antecedentes ni prestigio.» Me contestó: «Sí, cómo no.» Yo a los muchachos jóvenes, inclusive a los que se van del estudio, les ofrezco lo mismo, porque el medio ambiente sigue siendo…, no sé ahora, no quiero cometer ese error de comparar historias de épocas diferentes, supongo que sigue pasando lo mismo: a los jóvenes les preguntan «¿qué obra hizo antes?. […] Porque uno puede tener una muy buena idea para un concurso, y no ser muy bueno para hacer una documentación o para hacer una dirección […] [y] lo que decía Wright: creo que la arquitectura se hace, es difícil enseñarla, y cada uno tiene su verdad; yo no tengo la verdad de los demás. Los límites El límite que yo me pongo es no saber hacerlo mejor. […] soy un trabajador incesante, un perfeccionista obsesivo, posiblemente la

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mentalidad mía sea de ingeniero, yo admiro… me habría gustado ser un [Pier Luigi] Nervi, un ingeniero que proyecta o un arquitecto que sabe ingeniería, o tener como tienen [Richard] Rogers, [Norman] Foster y mi amigo [Harry] Seidler, el apoyo de Ove Arup, que tiene dos mil ingenieros estructuralistas y demás, que les resuelven cuanta cosa se les ocurre a ellos. Siempre arranco todas las obras con el estructuralista al lado, no hago nada si no pongo primero la estructura y la ratifico. Reitero: el límite que pongo es que, después que el propietario lo aprueba, lo miro como si yo fuera un jurado unipersonal, y muchas veces lo hacemos [el proyecto] de nuevo. […] Porque creo que la aprobación del propietario no es lo que yo busco; lo que me interesa es que, después del propietario, nosotros estemos convencidos de que no pudimos hacerlo mejor. Ése es mi límite. […] Visito las obras que hemos hecho, y aprendo de los cambios realizados por los propietarios; converso con ellos; en el caso de los edificios de oficinas, con los mayordomos, o los encargados; y he aprendido, y procuro no cometer los mismos errores, porque los cometo. No soy un pozo de sabiduría, sino que soy un pozo de experiencia, de experiencias de mis errores. Siempre con mi intervención, hago una especie de concurso privado, en el menor tiempo posible, porque lo que importa es tener ideas, e ideas hay muchas. Siempre digo que las ideas están flotando, es cuestión de agarrarlas y el que las puede tomar es cualquiera, no tiene por qué ser el titular. Pero sí [es] el titular, después de cierto pequeño proceso, [quien se] va decantando y decidiendo por una, dos o tres. […] Pero [luego] intervienen cada vez menos [personas], porque empezamos de a cuatro o de a cinco, porque somos muchos, y después terminamos de a dos o tres, y la obra se hace con uno de ellos y conmigo. […] Incluso muchas veces no es el que tuvo la idea quien la desarrolla, porque muchas veces no es el que está más capacitado para desarrollar una documentación, ni el más capacitado para la dirección. Sí, en cambio, practico que, conmigo, el que hace la documentación haga la dirección. Con el propietario que a veces tiene práctica o ideas fijas, se llega al borde de la ruptura. He abandonado obras. Como todo el mundo sabe, el shopping Alto Palermo era nuestro […]. Me retiré de ahí –y no era una obra chica: 65.000 metros cuadrados– porque uno de los propietarios empezó a pedir cosas que otros arquitectos hacen convencidos, cosas falsas, arbitrarias, de arquitectura Walt Disney o de parque de diversiones. Un shopping –como todos los que estudié, como los que hay en todo el mundo– puede ser bueno sin ser carnavalesco; pero si al propietario le gusta eso, lo que el arquitecto tiene que hacer es irse. Y no me he ido una vez, me he ido varias veces, y de muchas obras, diciendo: «Como arquitecto soy barato, pero como dibujante suyo, soy caro. Termine la obra como usted quiera, pero yo me voy, no soy cómplice».

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3. Actor y director teatral de origen catalán radicado en Buenos Aires a partir de 1915; era director del Teatro General San Martín cuando se construyó.

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El teatro San Martin La resultante de la forma de la sala fue estudiada inicialmente por la acústica; se hizo una maqueta muy grande y se ensayó el sonido con humo. La forma de la sala –y aclaro que el terror era cometer un atropello en nombre de la forma y perder la acústica– surgió de ensayos previos. La curva surgió casualmente de consultas con [Antonio] Cunill Cabanellas;3 me refiero a la platea, porque según él –y yo respetuosamente lo hice–, era agradable que mirando a derecha e izquierda se viera a los otros espectadores. La forma resultante es producto –reitero– de la solución acústica, y el cielo raso –que es una [bóveda] gausa– es el resultado de ese trabajo. El revestimiento de las paredes estaba previsto de madera, por si me equivocaba, o nos equivocábamos, porque lo hice junto al ingeniero Malvarez, nuestro asesor acústico –al cual siempre me refiero– [para que] si hubiera un error pudiera [haberse] corregido con más rebote o más absorción. De manera que estaba prevista la posibilidad de errores; hay muchos teatros en el mundo en los que ha habido errores por más asesores acústicos que han tenido. Hacia arriba, después de haberle dado la forma al cielo raso acústico, coloqué espejos, de manera que quien mira el revestimiento en el corredor cree que los palcos van hacia el cielo. El cielo raso además tiene tres puentes eléctricos, producto de un estudio de proyección visual. La sala tiene esa forma en función de lo eternamente demostrado por los teatros griegos, donde se usaban máscaras, que la fisiología indica que a partir de los veinticinco metros no se aprecia bien el gesto del actor; por eso no tiene más capacidad el teatro San Martín que la dada por la percepción visual. No sé si ustedes saben que el escenario es más grande que la sala. Tiene una profundidad mayor y tiene elementos que no pude obtener cuando [hice] los arreglos del [teatro] Colón y del [teatro] Cervantes porque el terreno no daba, [como] las capillas laterales. Además, como previsión de futuro, no sólo tiene una proyección cinematográfica desde atrás, sino que tiene una cabina fotográfica en la parte posterior del escenario, para poder hacer por proyección inversa en un ciclorama perforado de aluminio la escenografía con diapositivas. Empecé de cero, estudié desde los teatros griegos y romanos; y repito: el nivel de la sala está en contra de lo que dicen los tratados. Con respecto a las visuales, éstos recomiendan generalmente 1,10 o 1,20 metros sobre la cabeza de un señor espectador; hay que poner la famosa plombage, que son 12 o 20 centímetros más, para que las visuales del de atrás pasen por arriba. Pensé que se olvidaron de que hay petisos y señores altos, de manera que todos los tratados de visuales, para mí, tienen ese error: suponer a todos de la misma altura. Por eso me inspiré en la colina griega, y entre la fila uno y la fila veinticinco hay sólo, nada más ni nada menos,

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que 3,50 metros de desnivel, de manera que puede haber un petiso, [o] un señor alto, y las visuales son perfectas, a menos que haya de espectadora –como era habitual en esa época– una señora con sombrero, de ésas que no se lo quitaban. Empecé estudiando todo lo que se había hecho en el mundo: no sólo lo griego y lo romano, sino todo lo que se había realizado en teatros, e inclusive, concursos de obras hechas y presentaciones de obras no realizadas. […] Preferí quedarme acá y desasnarme durante un tiempo, aprendiendo todo lo hecho y sacando después conclusiones. Es decir: no me senté a proyectar, me senté a estudiar. El desasne vino por lo hecho, y cometí el error –tal vez porque alguna vez me han clasificado como izquierdista– de no poner palcos, porque el palco es toda una segunda representación donde todo el mundo mira a los otros para ver cómo están o no vestidos, y me inspiré en un teatro sueco, en Malmö, que no los tiene.

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