Los procesos contra las conspiraciones revolucionarias

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Gabriel Torres Puga, “Los procesos contra las conspiraciones revolucionarias” en la América española. Causas sesgadas Torres Pugaen–Jaime Los procesos contraIndependencia las “conspiraciones revolucionarias” por el rumor y elGabriel miedo (1790-1800)” Olveda (coord.), y revolución. Reflexiones en torno del Bicentenario y el Centenario, México, El Colegio de Jalisco, 2010, pp. 13-44. / Versión final.

LOS PROCESOS CONTRA LAS “CONSPIRACIONES REVOLUCIONARIAS” EN LA AMÉRICA ESPAÑOLA CAUSAS SESGADAS POR EL RUMOR Y EL MIEDO (1790-1800)1

Gabriel Torres Puga El Colegio de México

Desde hace varias décadas, la revolución francesa ha dejado de ser entendida en el ámbito académico como el “motor ideológico” o como la causa directa de los movimientos de emancipación de la América española. Semejante explicación ha sido criticada con razón por una historiografía que considera la complejidad de los procesos sociales y que se resiste a ofrecer explicaciones unidireccionales y fatalistas. Sin embargo, rechazar por simplista la explicación causal no equivale a negar que la revolución francesa estuvo presente en la América Española, como lo estuvo también en la Península. Como conjunto de ideas, noticias y mitos de diversa procedencia, como demostración fehaciente de que los grandes cambios eran posibles o como fantasma político que atemorizaba a todo tipo de autoridades, durante la última década del siglo XVIII y la primera del XIX la Revolución se manifestó en el mundo hispánico y, para fortuna y desafío de los historiadores, generó mucha documentación a su paso. Por ello, más que descartar la “influencia” de la revolución francesa, se trata de entender su heterogénea presencia, misma que, para fines de estudio, podríamos entender dentro de dos grandes rubros: el de su recepción y el de su persecución.2 En ambos casos, el reto consiste en explorar múltiples fenómenos 1

Agradezco los comentarios críticos de Roberto Breña a una versión de este texto, así como la revisión cuidadosa de Andrea Rodríguez Tapia. También a los miembros del coloquio organizado por Jaime Olveda, a quienes presenté una versión demasiado preliminar de este artículo. 2 Esto no quiere decir que deba desterrarse el término “influencia”; pero siempre conviene ponderarlo. Jean-René Aymes, quien ha estudiado durante décadas la presencia de la revolución francesa

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interrelacionados que variaron de acuerdo a las circunstancias y a la transformación misma del proceso revolucionario en Francia. En este artículo quiero llamar la atención sobre el aspecto “censor” o “persecutor”, es decir, sobre las estrategias cambiantes, contradictorias y no siempre eficaces que fueron puestas en práctica por diversas autoridades americanas —virreyes, capitanes generales, audiencias, obispos, inquisidores— con la intención de contener el “contagio revolucionario”. En particular, exploraré la manera en que estas autoridades se enfrentaron a las “conspiraciones” o “sublevaciones” que, a partir de indicios diversos, supusieron estarse fraguando en el mundo americano por la acción directa de emisarios francesas o por el simple influjo de sus engañosas máximas de igualdad y libertad. Con ello quiero sugerir que el peligro revolucionario, percibido por las autoridades y por la sociedad, fue siempre relativo y cambiante; producto de los miedos compartidos o construidos simultáneamente en las esferas de poder y en el mundo de los rumores urbanos. A la vista de la documentación judicial, varias “conspiraciones revolucionarias” que algunas historiografías nacionales interpretaron como movimientos precursores de sus respectivas independencias, resultan ser realidades difusas, conformadas por pruebas precarias que sólo cobraron su coherencia “conspirativa” al ser interpretadas por quien denunció o por quien juzgó, en un entorno caracterizado por un miedo subyacente en la autoridad y en la propia sociedad. La intención de este artículo no es negar categóricamente la existencia de “conspiraciones revolucionarias”, sino demostrar que bajo ese nombre se escondieron siempre entidades problemáticas. El empleo de la palabra “conspiración” o “conjuración” fue incluso variable durante las causas judiciales que se formaron en la década de 1790, dependiendo de la manera en que se fueron acumulando, confrontando y reinterpretando los indicios, y dependiendo también de los cambios en la percepción de la vulnerabilidad en cada región. No puede dudarse de la existencia de opiniones críticas, de manifestaciones de descontento al régimen o incluso de adhesión a los ideales de libertad proclamados por la propaganda revolucionaria. Pero sería un error en España, señala al respecto: “Pero ‘influencia’ no quiere decir exclusivamente mimetismo y adopción de los modelos franceses; significa sencillamente que la Revolución proporciona el soporte de una reflexión ‘multidireccional’ que puede desembocar sobre una condena o sobre una aprobación, sobre una réplica mordaz o sobre una hábil adaptación”. Jean-René Aymes, Ilustración y revolución francesa, p. 152.

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dar una lectura limitada o unívoca a indicios heterogéneos que pueden llevarnos por caminos epistemológicos más interesantes. La transformación del miedo a las “conspiraciones” es uno de los fenómenos que merecen un examen comparativo y, desde luego, mucho más exhaustivo de lo que puedo ofrecer en unas cuantas páginas. Pero es necesario decir algunas palabras sobre este fenómeno para recordar que mucho tiempo antes de que estallara la revolución francesa, la Corona española solía lidiar con informes contradictorios sobre “conspiraciones” o grupos supuestamente interesados en romper el vínculo de sujeción con el monarca, ya fuera por razones de descontento interno o por la agitación de agentes extranjeros. Los tiempos de guerra eran propicios para la especulación política, y hubo momentos críticos, como la toma de la Habana por los ingleses (1762) que, al mostrar la vulnerabilidad de la monarquía, favorecieron también la proliferación de miedos y rumores.3 No obstante, la Corona estaba acostumbrada a tomar con prudencia y escepticismo las murmuraciones y las delaciones de este tipo. Como ejemplo puede estudiarse la noticia que dio en 1765 el embajador de España en Londres acerca de un plan de república para independizar a la Nueva España y establecer el comercio libre con esa nación. Los informes secretos presentaron el asunto con toda seriedad, pues el oficial francés que había presentado el proyecto en Londres parecía estar en contacto con varios agentes del “Imperio mexicano”. Sin embargo, la relación de estos sujetos con una conspiración novohispana que aportaría la fuerza necesaria para insurreccionar al reino parecía demasiado improbable. Así, cuando el ministro de Indias escribió al virrey de Nueva España para solicitarle informes o averiguaciones sobre el caso, le advirtió también que la historia de la conspiración le parecía ser “una pura invención” , probablemente del agente francés. 4 El virrey marqués de Croix prestó poca atención al asunto, y ni siquiera llegó a saber que la Inquisición de México llevaba varios meses interrogando a sujetos que habían oído hablar de ese librillo, impreso o 3

Christon Archer, El ejército en el México Borbónico. En particular, es muy recomendable la lectura del capítulo IV, “La percepción del peligro”, pp. 110-144. 4 Frey Julián de Arriaga al virrey de México, 18 de septiembre, 1766. Hernández y Dávalos, Colección, II, p. 623. Sobre el proyecto del marqués D’Aubarede, según los informes comunicados desde Londres, puede verse Felipe Castro, Nueva ley y nuevo rey, pp. 112-113 y en especial la nota 26. También Carlos A. Villanueva, Napoleón y la independencia de América, pp. 25-27. Una versión en inglés de las supuestas negociaciones del marqués D’Aubarede se encuentra en el Archivo del general Miranda, vol. XV, pp. 5-27.

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manuscrito, que parecía una especie de propaganda británica (divulgada en tiempos de la guerra) para demostrar las ventajas de emanciparse.5 La serenidad con la que se tomó esta denuncia a principios de 1767 contrasta con los miedos que se apoderaron de las autoridades a fin del mismo año, cuando un nuevo rumor sobre un alzamiento inminente se apoderó de la ciudad de México. Pero en este segundo momento, las insurrecciones del occidente de Nueva España y las molestias generadas por la expulsión de los jesuitas habían creado un clima de desconfianza política en el que las ideas y rumores sobre conspiraciones dirigidas a deshacer el vínculo colonial podían crecer con facilidad.6 Sería conveniente estudiar cómo se transformó la idea de la conspiración a nivel de los consejos de Estado o de Indias, y en los gobiernos de distintas partes de América en las difíciles décadas de 1770 y 1780, pues ello nos permitiría entender un aspecto interesante de la cultura política en una época en la que las reformas administrativas y políticas generaron numerosas y diversas manifestaciones de descontento. En otras latitudes, las manifestaciones violentas, como la rebelión de los estancos en Quito (1765), el violento alzamiento de Túpac Amaru II en Perú (1780) o la revuelta de los comuneros de Nueva Granada (1781) favorecieron también la desconfianza entre grupos o estratos sociales y animaron teorías conspirativas en distintos niveles de gobierno.7 Además, la independencia de Estados Unidos, alentada por la propia España en el marco de la guerra contra Inglaterra (1779-1783) y los renovados intereses británicos sobre los puertos de la América Meridional, parecen haber 5

Un jesuita declaró que el librillo mencionaba que la nación inglesa “sería como garante de este proyecto […] a condición de tener ellos el libre y franco comercio con estos dominios, y que en el mismo tratado se expresaba y protestaba no intentar introducirse ni mezclar puntos de religión”. Declaración del jesuita Josef Carrillo, 20 de enero, 1767. AGN, Inquisición, 1009, exp. 13, f. 292 r. La Inquisición no logró dar con el origen del papel y el gobierno virreinal no tuvo más conocimiento del asunto que lo que le informaron los inquisidores, de modo que no hubo averiguaciones y, en ese primer momento, se abandonaron las indagatorias. 6 Trato con más detenimiento este caso en el capítulo 1 de mi libro Opinión pública y censura en Nueva España, en prensa por El Colegio de México. Sobre el miedo a la insurrección, véase Castro, Nueva ley, p. 181. 7 Sobre el caso de Quito, véase Carlos Freile, La revolución de los estancos. El autor rescata la complejidad del caso y muestra los diversos intereses encontrados. Se opone a una visión simplificadora del caso y a una simple interpretación de la revolución como “precursora” de la independencia. Sin embargo, al final del libro interpreta la sublevación en términos de búsqueda de autonomía y, en ese sentido, también la considera precursora de la independencia. Sobre Túpac Amaru, véase Scarlett O’Phelan, La gran rebelión en los Andes.

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tenido mucho que ver en la aceptación que se dio a las noticias, siempre constantes, de proyectos independentistas animados por agentes británicos.8 Todo ello se sumaría o confundiría con un nuevo miedo que comenzó a aflorar en 1789: es decir, el miedo a una auténtica revolución —republicana y devastadora— que pudiera estar inspirada en la revolución que experimentaba Francia o promovida por agentes secretos de esa nación, a quienes se suponía interesados en fomentar la discordia y agitar a las masas populares en todo el mundo. Así, el temor a la conspiración cobró un tinte mucho más grave y amenazante en la década de 1790, pues se asoció directamente con la propagación de escritos producidos por la Francia revolucionaria y de otros textos más viejos, pertenecientes a esa Ilustración radical a la que desde entonces se le culpaba de haber provocado la ruina moral y el fermento de esa nación. La revolución de la colonia francesa de Saint Domingue, que estalló en 1791, acercó el peligro al Caribe español y puso en jaque a las autoridades isleñas antes de que se desatara la guerra entre Francia y España (1793-1795). Durante el conflicto bélico los temores se agudizaron, y más que nunca se temió la diseminación de propaganda revolucionaria. En México y varias ciudades de Nueva España; en Santafé de Bogotá, en Buenos Aires, en Lima, en Quito y en otras localidades hispanoamericanas se descubrieron indicios de simpatías revolucionarias, y en algunas de ellas esos elementos fueron considerados como pruebas de conspiraciones dirigidas a promover una sublevación general. El estudio cuidadoso de los procesos judiciales puede revelar muchos fenómenos que sólo quedarán insinuados en este ensayo comparativo. Por ahora, me concentraré en estudiar sólo tres aspectos de la actividad dirigida a contener las amenazas de supuestas “conspiraciones revolucionarias”: la percepción diferenciada del peligro por parte de las autoridades; las distintas lecturas de la evidencia aportada durante los procesos judiciales; y la inci-dencia de los procesos en la esfera pública: los rumores y el encono social.

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La supuesta conspiración de un emisario sudamericano llamado “Don Juan” y el proyecto apócrifo presentado a la Corte británica por tres nobles novohispanos figuran en la obra de Carlos Villanueva, Napoleón y la independencia, pp. 35-47. Otro caso es el de la sobredimensionada “conspiración de los Tres Antonios” en Chile en 1780. Dos reos franceses, Berney y Gramusset resultaron culpables de maledicencia. El tercer Antonio, el mayorazgo de Rojas, resultó inocente. Para un buen estudio de este caso, véase Sergio Villalobos R., Tradición y reforma, pp. 154-175.

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LA PERCEPCIÓN DIFERENCIADA DEL PELIGRO POR PARTE DE LAS AUTORIDADES

Antes de aproximarnos a la serie de averiguaciones judiciales sobre supuestas conspiraciones en la América española, es necesario considerar la percepción del peligro en las más altas esferas de poder. Al respecto puede retomarse la hipótesis de Richard Herr sobre la manera en que se desarrollaron los miedos políticos en un ministerio de Estado abrumado por los informes que recibía de Francia, de los puntos fronterizos con ese país e incluso de América, particularmente del Caribe: un tema sobre el que han profundizado Jean-René Aymes y Antonio Elorza, entre otros autores.9 El miedo al contagio revolucionario, experimentado en el último lustro del gobierno del conde de Floridablanca (1788-1792) y con más vigor en el ministerio del duque de Alcudia, Manuel Godoy, (1792-1797) se transmitiría o retransmitiría a las posesiones ultramarinas y terminaría por imponerse en los virreinatos, a pesar de que las autoridades americanas no siempre estuvieron convencidas de que pudieran gestarse movimientos revolucionarios inspirados en lo ocurrido en Francia.10 Desde un primer momento, la Corona y los gobiernos americanos se enfrentaron a la enorme dificultad de controlar la información proveniente de Francia y de la colonia francesa de Saint Domingue. La insurrección de esta isla en 1791 provocó una oleada de noticias y rumores, que preocuparon notablemente a las autoridades americanas y, sobre todo, a las caribeñas. Estas últimas, intercambiaban informes sobre los sucesos de la insurrección vecina, y lidiaban con el problema de dar publicidad a la propia información oficial, transmitida a través de las gacetas españolas, pues ya consideraban el doble riesgo de manifestar públicamente la vulnerabilidad de las islas y de facilitar la lectura de noticias peligrosas, sobre todo a negros y mulatos.11 En todos los virreinatos es posible documentar la vigilancia continua sobre agentes 9

Richard Herr, The Eighteenth-Century Revolution, principalmente el capítulo VIII, “Floridablanca’s Great Fear”, pp. 239-268.Véase también Antonio Elorza, “El temido Árbol de la Libertad” en Jean-René Aymes (ed.), España y la revolución francesa, p. 69-117. 10 Omito conscientemente los meses del gobierno de Aranda en 1792. Sobre la política de Godoy referente a Francia y el miedo a las conspiraciones en la Península, además del libro de Herr, véase Emilio La Parra, Manuel Godoy, pp. 102-134. 11 Véase la discusión de este asunto en el artículo de Ada Ferrer, “Noticias de Haití en Cuba”, Revista de Indias, vol. LXIII, núm. 229, pp. 675-694, particularmente p. 686.

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extranjeros o forasteros misteriosos; y sería conveniente estudiar el problema de la circulación de noticias, así como las distintas estrategias de publicidad que siguieron las autoridades en función de su cambiante percepción del peligro. En Nueva España, por ejemplo, el virrey Revillagigedo (1789-1794) trató de que no se publicaran edictos, pastorales ni artículos en gacetas sobre las revoluciones de Francia durante los primeros años de su gobierno. Pero en 1791 ya no creía posible mantener el silencio. Por el contrario, se percataba de la fuerza de los “papeles” franceses —libros, libelos, gacetas— que, a través de España y no a través de las islas (como inicialmente se pensó), encontraban su paso hacia América: Estoy muy de acuerdo con vm —decía el virrey en carta a Floridablanca— en que debe de recelarse más de las consecuencias temibles de ese fanatismo o locura increíble de nuestros vecinos por los Pirineos, que no de los insulares. La peste de sus hechos (en todas partes detextable [sic.])que son tan notorios, y los papeles con que quieren contraminar [sic] a las demás naciones para disminuir o confundir así sus horribles errores, es muy difícil de evitar que de un modo o de otro lleguen a saberse aun en las partes más distantes, por más precauciones que se tomen, más constancia y más actividad con que se sigan, como lo ejecuto.12

El cambio era evidente: en enero de 1790 Revillagigedo había creído que no había cafés ni casas de extranjeros donde se leyeran o discutieran noticias políticas, ni “otras juntas en que se siembre y fomente la semilla de la sublevación”, y que cabía, por lo tanto, la esperanza de guardar un silencio absoluto. En diciembre de 1791 (casi dos años después) el virrey ya estaba convencido de que las noticias de la revolución se difundían irremediablemente y ponía esfuerzos cada vez mayores para detectar agentes extranjeros, decomisar propagan revolucionaria y disolver reuniones en las que se discutían gacetas y cartas sobre los sucesos de Europa. El cambio de percepción obedecía, sobre todo, a la constante presión ejercida desde los ministerios de Guerra, de Estado y de Indias. Así, por ejemplo, cuando se descubrió en España que un 12

Carta confidencial de Revillagigedo a Floridablanca, México, 3 de diciembre, 1791. AGI Estado, 20, n. 106. Los expedientes del Archivo General de Indias y del Archivo General de Simancas fueron consultados a través del Portal de Archivos Españoles en Red (http://pares.mcu.es) , salvo que se exprese lo contrario. Los expedientes del Archivo Histórico Nacional de Madrid fueron consultados directamente.

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canónigo mexicano residente en París mantenía una activa correspondencia con eclesiásticos novohispanos en las que daba noticias puntuales y favorables a las revoluciones de Francia, se mandaron órdenes al virrey para que actuara de inmediato. El fiscal del Consejo de Indias no escatimó adjetivos para definir a ese mal eclesiástico que se había vuelto adicto al “sistema de la nación francesa”, pues en su opinión, sus “perversas máximas, eversivas [sic] del buen orden”, proferidas y sostenidas por el autor, lo convertían en un reo de alta traición cuya culpa se agravaba ante la consideración de que dirigía las cartas a “un pueblo como el de México, distante de la metrópoli, donde es más precisa la exhortación a la obediencia y al reconocimiento de las autoridades de los reyes”.13 En consecuencia, el virrey recogió las cartas de los eclesiásticos que las conservaban y se esforzó por vigilar más la oficina de correos.14 Sin embargo, ni siquiera en 1793, habiendo estallado ya la guerra entre España y Francia, Revillagigedo consideró la posibilidad de que se estuviera tramando una conspiración, y no dio otra lectura a las denuncias contra franceses y otros sujetos que discutían las noticias europeas. Por su parte, la Inquisición de México reunió información sobre varios sujetos que opinaban de política y de religión; pero no procedió en su contra para no contravenir la política virreinal, y ni siquiera consideró la peligrosidad de una denuncia presentada en ese año sobre un supuesto plan republicano que un grupo de colegiales había discutido en la ciudad de México.15 De manera semejante, el virrey de Nueva Granada, José de Ezpeleta (1789-1796), que había auspiciado la publicación de periódicos en los primeros años de su gobierno, mantuvo prudencia ante los repetidos informes sobre “la libertad con que hablaban algunas gentes inquietas y noveleras”; y se resistió a dar crédito a las acusaciones de sublevación que comenzaron a escucharse tras el inicio de la guerra. A principios de 1794, Ezpeleta recibió una acusación contra el médico Luis Rieux, quien supuestamente había dicho que “era tiempo de sacudir el yugo del despotismo” y que la guerra entre Francia y España podía ser el momento oportuno para que los americanos “formásemos una república libre e independiente, logrando por este medio hacernos felices con el comercio

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Parecer del fiscal del Consejo. Madrid, 22 de abril, 1793. AGI, México, 2677, f. 430 v. Proceso consultado personalmente. 14 Sobre el caso de Francisco Vives, véase Zahíno Peñafort, “El criollo mexicano”. 15 Véase infra, nota 18.

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libre de las demás naciones”.16 El propio virrey realizó las indagatorias sobre este sujeto y sobre otro llamado Miguel de Froes al que apodaban “El portuguesito”; comprobó que que ambos solían hablar con cierta facilidad de cuestiones políticas, pero se convenció también de que la acusación había sido movida “por resentimientos y fines siniestros”, por lo que decidió no proceder por el momento contra los implicados. A pesar de esta actitud, los temores a una conspiración fueron creciendo conforme se intensificó la campaña antifrancesa en los medios públicos. Las gacetas oficiales y las prédicas en los púlpitos lamentaban la ejecución de los reyes de Francia y relataban las atrocidades de una nación corrompida, preparando los ánimos para una expulsión general de franceses.17 Así, la percepción del peligro terminaría por intensificarse; y es de subrayar que en los dos virreinatos mencionados —Nueva España y Nueva Granada— ese cambio se produjo casi de manera simultánea, en agosto de 1794. En Nueva España, la idea de una conspiración revolucionaria cuajó tras el arribo del marqués de Branciforte, cuñado del nuevo ministro de Estado, Manuel Godoy. A diferencia de Revillagigedo, el nuevo virrey manifestó sus recelos contra los franceses radicados en las principales ciudades: sujetos capaces de cometer las mayores atrocidades y peligrosos no sólo por sus actos sino por la capacidad seductora de sus dichos. En agosto, apareció en la ciudad de México un pasquín en elogio de “los franceses”. El atentado, que rápidamente se tachó de sedicioso, se convirtió en el pretexto ideal para expulsar a los individuos de esa nación; pero desató también los rumores y las acusaciones que llevaron a fortalecer el miedo a la revolución inminente. Así, al ser denunciado un plan de “alzamiento” fraguado por un contador andaluz llamado Juan Guerrero y un puñado de individuos, las indagatorias cobraron otro cariz y las cárceles se llenaron con casi un centenar de personas que se sospechaba estarían relacionadas con la pretendida conspiración.18 Cuando el 16

Acusación presentada ante el virrey Ezpeleta en febrero de 1794. Testimonio duplicado del cuaderno 1. AGI, Estado, 55, n 1 (A 1 i). Cabe notar que la denuncia fue presentada por un americano. 17 Sobre la manera en que las gacetas relataron la ejecución de Luis XVI, véase Gonzalo Anes, “Las noticias sobre la muerte”. La expulsión general de franceses había sido discutida por la audiencia de México con antelación y el virrey Revillagigedo había considerado que no era necesaria ni conveniente. 18 En mi artículo “La supuesta conspiración de 1794” hago una exposición más detallada de las averiguaciones; también en los capítulos 5 y 6 de mi tesis doctoral, “Opinión pública y censura”. La Inquisición también se sumó a las persecuciones en agosto de 1794, dando curso a varias averigua-

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alcalde del crimen se dirigió al virrey Branciforte, a fines de octubre, le informó que el grupo de Guerrero había “confesado abiertamente su malvado intento de alzarse con este reino” y suponía que, de haberlo iniciado, “se le habrían unido tantos delincuentes como se están procesando, especialmente los franceses y otros que siguen sus máximas, y hubieran causado en esta ciudad el mayor estrago”. Para el alcalde, sólo la providencia había evitado el desastre, pues providencial había sido la llegada de Branciforte, quien al empeñarse en encontrar al autor del pasquín había conseguido que se descubriera “una revolución en la que nadie pensaba”.19 En Nueva Granada, fue la Audiencia la que prestó atención a los rumores urbanos, aprovechando que el virrey Ezpeleta había salido de la capital. Durante la ausencia de éste aparecieron unos pasquines en Santafé en contra de los estancos, y la Audiencia los interpretó como instrumentos promotores de una insurrección. Las averiguaciones iniciales llevaron al arresto de los pasquinistas y descubrieron que el ex alcalde de Santafé, Antonio Nariño, había traducido e impreso varias copias de los Derechos del hombre. Aunque no había relación clara entre ambos sucesos, los temores de la Audiencia aumentaron con la denuncia de una “conspiración” para sublevar al reino. El virrey regresó de inmediato a la capital y encomendó las pesquisas, por separado, a tres oidores. Por su parte, dio aviso a los distintos conventos de la capital para que predicaran a favor de la sumisión al soberano y solicitó a los padres capuchinos del Hospicio de Santafé que recorrieran los pueblos de la comarca, “en donde podrían fomentarse más presto, o ser mejor recibidas las ideas y especies de insurrección que pudieran comunicárseles” para reafirmar los valores de sumisión a la religión y al soberano y para recoger los papeles o ejemplares del libro que pudieran haberse esparcido.20

ciones que tenía pendientes, incluyendo la denuncia sobre el plan republicano de 1793, que llevó al arresto de Juan Antonio Montenegro. Al respecto pueden consultarse mis trabajos “Inquisidores en pie de guerra” y Juan Antonio Montenegro. 19 Valenzuela a Branciforte, 31 de octubre de 1794. Causa de José María Ximénez. AHN Madrid, Estado, Legajo 4192, caja 2, carpeta 2. 20 Carta Reservada de Ezpeleta a Alcudia. Santafé, 19 de septiembre, 1794. AGI, Estado, 55, n. 1. Copia de carta de Ezpeleta al presidente del Hospicio de capuchinos, 29 de agosto, 1794. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1c) anexo 2.

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Al delegar la responsabilidad a la Audiencia de Santafé, el virrey Ezpeleta se refirió a “los rumores de una preparada sedición contra el gobierno” y dio también facultades “para castigar con todo el rigor de las leyes a los que resulten delincuentes”.21 Pero lo cierto es que el virrey recuperó la tranquilidad rápidamente, a diferencia de los oidores que parecían empeñados en entender todos los indicios como prueba de conspiración. Pasado un tiempo, cuando Ezpeleta se dirigió al ministerio de Estado, no habló más de “conspiración” sino de haberse “cortado felizmente” y “en sus principios” “las ideas de inquietud y sedición que anunciaban los pasquines puestos en esta capital”. Advertía que era necesario tomar algunas “providencias y medidas de precaución” para lo cual seguía trabajando de cerca con la Audiencia y el arzobispo; pero al mismo tiempo aseguraba que eran unos pocos individuos, en relación con los “muchos y fieles vasallos” del reino, y un número “muy limitado para que pudiera recelarse una efectiva conmoción”.22 Algunos informes a medias y otros tantos rumores sobre lo ocurrido en Nueva Granada llegaron a otros gobiernos americanos desatando reacciones distintas. En la circular que el virrey Ezpeleta envió a varias autoridades de la región, advirtió la posible circulación del libelo sobre los Derechos del hombre, pero no mencionó que se hubiera descubierto una conspiración. No obstante, cuando se recibió la circular en Caracas, el capitán general, Pedro Carbonell (quien ya enfrentaba problemas con los franceses emigrados de las islas) convocó a una junta en la que no sólo leyó el aviso de Ezpeleta, sino unas cartas particulares escritas en Santafé y un par de oficios de los gobernadores de Maracaibo y Barinas. De todo ello, concluyó que se había “intentado en Santafé una sedición y conmoción peligrosa, por medio de unos pasquines y de un papel impreso e intitulado: Los derechos del hombre, que se atribuye a Antonio Nariño”.23 De inmediato, Carbonell mandó avisos a todas las autoridades que pudo, advirtiendo que tenía “noticias particulares” de que algunos “cómplices en la sedición que proyectaban” en Santafé habían huido a Caracas y, por tanto, 21

Copia de carta de Ezpeleta a Real Audiencia, 25 de agosto, 1794. AGI, Estado, 55, n. 1. (A1c), anexo 1. 22 Carta Reservada de Ezpeleta a Alcudia. Santafé, 19 de septiembre, 1794. AGI, Estado 55, n. 1. Algo semejante diría en carta al rey de la misma fecha: “no creo próximo el caso de una conmoción popular, ni es de recelar que las ideas y especies de unos pocos individuos, fáciles e incautos, sean capaces de trastornar los ánimos de muchos fieles y honrados vasallos que tiene S. M. en este reino”. Carta Reservada a S. M., 19 de septiembre, 1794. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1b). 23 Junta celebrada en Caracas, 1 de noviembre, 1794. AGI, Estado 55, n. 1 (A1g).

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pedía revisar con escrupulosidad a los forasteros.24 En Quito se hicieron averiguaciones semejantes que probablemente estimularon a algún provocador para alterar los ánimos, pues a poco más de un mes de haber recibido la circular mencionada, el presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán, avisaba a Ezpeleta que se buscaba activamente al autor de unas “banderitas de tafetán encarnado” y de diversos pasquines “dirigidos a alucinar y sublevar aquella plebe”.25 En todos estos lugares, la conspiración que se creía descubierta en Santafé había generado desconfianza y rumores, que se retransmitieron al ministerio de Estado. Por si fuera poco, el administrador de correos de La Habana, enterado del “peligrosísimo” suceso de Santafé, envió nuevos informes a Godoy sobre los movimientos de un grupo de franceses en Filadelfia y acerca de otros supuestos agentes interesados en provocar una sublevación en América.26 En vista de todo ello, Godoy no pudo condescender con la relativa serenidad del virrey Ezpeleta. La minuta que colocó a la carta de este último del 19 de octubre, sugiere que el temor del ministerio de Estado, alimentado por informes diversos, superaba ya al del gobierno virreinal: Febrero 6 de 95. Ya se le dijo el correo anterior que lo pasase todo a esta secretaría […] advirtiendo a Ezpeleta que no sosiegue aunque le parezca estar todo concluido, pues hay agentes que moverán el proyecto cuando vean calmar las averiguaciones.27 24

Oficio de Carbonell a los gobernadores de Cumaná, Guayana, Maracaibo y Trinidad, así como a los comandantes de Barina, Guayra y Puerto Cabello, omitiendo un párrafo. También a los obispos y religiosos; pero sólo la parte que correspondía a la búsqueda y decomiso del libro sobre los Derechos del hombre. Estos temores desembocarían finalmente en el gran miedo que se apoderó de las autoridades caraqueñas en 1797 y al que nos referiremos páginas más adelante. Caracas, 1 de noviembre, 1794. AGI, Estado 55, n. 1 (A1g). 25 Copia de carta del presidente de la Audiencia de Quito al virrey Ezpeleta, 21 de octubre, 1794. Anexa a una carta de Ezpeleta a Alcudia, 19 de noviembre, 1794. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1h). El presidente de Quito parecía convencido de que los pasquines habían sido “parto de uno otro individuo díscolo” por la tranquilidad que se observaba en el reino, y el virrey Ezpeleta no parece haberle dado tampoco demasiada importancia. Las averiguaciones de Quito no dieron con el autor de los pasquines, y sólo la historiografía posterior supuso que había sido el médico y escritor Eugenio Espejo, a partir de una serie de deducciones literarias. Véase Guerra Bravo, “El itinerario filosófico de Eugenio Espejo”, en Eugenio Espejo, pp. 326-331 y la bibliografía que él cita. 26 Carta muy reservada de José Fuertes a Alcudia, 18 de octubre, 1794. AGI, Estado 444, n. 4 (A1 d). 27 Minuta de Godoy sobre la carta de Ezpeleta del 19 de octubre. Aranjuez, 6 de febrero, 1795. Véase también el borrador de la carta enviada. Aranjuez, 14 de febrero. AGI, Estado 55, n. 1(A 1 f)

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Coincidentemente, una minuta fechada el mismo día para redactar la respuesta al gobierno de Branciforte, sobre las causas que se seguían en Nueva España, hacía una advertencia semejante: Febrero 6 de 95. Aprobada la providencia, contéstese [al virrey] advirtiéndole reservadamente que vigile sobre los que pasen de los Estados Unidos de América, pues a no poderlo dudar, sé que iban emisarios para verificar la sublevación.28

Para entonces, los miedos habían aflorado también en la lejana Buenos Aires, justo al momento de un cambio de gobierno. El 5 de marzo de 1795 —el mismo día en que supo que su relevo había llegado a Montevideo— el virrey del Río de la Plata, Joaquín de Arredondo, avisó al ministerio de Guerra los resultados “de una pesquisa que dispuso sobre haberse comprado por algunos particulares […] crecidas porciones de balas”.29 Con cierta prudencia, Arredondo no utilizó la palabra “conspiración” en sus cartas oficiales, aunque esa palabra había figurado desde un comienzo en las indagatorias que realizaba el alcalde de Buenos Aires, Martín de Alzaga.30 En cualquier caso, fue el nuevo virrey, Pedro Melo de Portugal, quien se encargó de revisar los procesos judiciales y de comunicar al ministerio de Estado los resultados de las averiguaciones, ordenadas por su antecesor, que habían justificado la expulsión de los extranjeros sin licencia. Una vez más, la omisión del término “conspiración” sugiere que el gobierno virreinal no daba tanta importancia a los indicios de sublevación, como la que inicialmente le había conferido el alcalde de Buenos Aires, sorprendido por los rumores que “por voz común” corrían por toda la ciudad, según veremos más adelante.31 28

Minuta a Carta R 32 de Branciforte a Godoy, 3 de noviembre de 1794. Se encuentra archivada en el expediente contra Jiménez. AHN Madrid, Estado, legajo 4192, caja 2. 29 Carta 606 de Arredondo al ministro de Guerra, 5 de marzo, 1795. Archivo General de Simancas. SGU, leg 6829, 1. 30 Las indagatorias de Alzaga en Buenos Aires fueron estudiadas con atención por Enrique Gandía en su libro Napoleón y la independencia de América. A contracorriente de la tradición nacionalista, Gandía se esforzó por negar toda influencia de la revolución francesa. Otro estudio inteligente que critica la versión anterior; pero no magnifica las evidencias documentales es el artículo de Boleslao Lewin, “La ‘conspiración de franceses’ en Buenos Aires”, Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas, Rosario, Universidad Nacional del Litoral, 1960, pp. 9-57. 31 Pedro Melo de Portugal a Eugenio Llaguno. Buenos Aires, 3 de Julio, 1795. Remitida por Llaguno al Príncipe de La Paz, 7 de octubre, 1795. AGI, Estado, 80, n. 20 (1 y 2).

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En contraste con estas regiones, en el virreinato de Perú los miedos no llegaron a tanto. También ahí aparecieron pasquines que motivaron algunas indagatorias y arrestos de franceses; pero el virrey Gil de Taboada no se dejó llevar por los rumores conspirativos. Se esforzó por desarrollar las averiguaciones de la manera más discreta posible y tomó con cierta reserva las denuncias sobre los “asambleístas” y “jacobinos” radicados en Lima. Los fiscales de la Audiencia de Lima, al revisar el caso, advirtieron la importancia de evitar la trascendencia de “las perjudiciales máximas que bajo el oscuro velo de la libertad ha suscitado la Francia”; pero al mismo tiempo aseveraron que esos mismos pasquines (que motivaban las averiguaciones y que justificarían después la expulsión de franceses) “no se consideran de entidad, por el amor que todos los habitantes de estos dominios miran a su amable soberano y el horror con que se producen contra los procedimientos de los franceses”.32 LAS DISTINTAS LECTURAS DE LA EVIDENCIA APORTADA DURANTE LOS PROCESOS JUDICIALES

Las autoridades que actuaron entre 1794 y 1795, estimuladas por el miedo o por el deseo de demostrar su lealtad, actuaron a partir de acusaciones y pruebas que resultaron endebles o susceptibles de interpretaciones muy distintas. Puede discutirse si esa magnificación de los indicios hubiera podido evitarse; si tenían opción dadas las advertencias que había transmitido el ministerio de Estado; o si en términos políticos, coadyuvaron o no a mantener la estabilidad de la monarquía. Como quiera que fuese, en las tres capitales donde se siguieron simultáneamente procesos relacionados con una supuesta conspiración revolucionaria —México, Santafé y Buenos Aires—, los indicios aportados durante el juicio fueron muy débiles en comparación con la percepción inicial del peligro.

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Francisco Gil de Taboada, virrey del Perú, al duque de Alcudia. Lima, 23 de septiembre, 1794, en Documentación oficial española, vol. 1, pp. 43-35. Parecer de los fiscales. Lima 19 de mayo, 1794, en p. 47. El “sentimiento de inseguridad” y el renacimiento de los “miedos sociales” en Perú durante los años de la revolución francesa han sido estudiados recientemente por Claudia Rosas Lauro. Como ella muestra, el gobierno virreinal tomó conocimiento también de la circulación de los “Derechos del hombre” publicado por Nariño y procedió a arrestar y castigar las expresiones sediciosas. Sin embargo, en ningún caso interpretó los indicios como parte de una conspiración general. Véase, Claudia Rosas Lauro, “El miedo a la revolución”, pp. 158-159.

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Como punto de partida para estudiar de manera comparativa los procesos judiciales, podemos considerar que el miedo inicial manifestado por algunos funcionarios que participaron en las averiguaciones estuvo relacionado con un deseo de protagonismo. A fines de 1794, varios individuos que habían participado en la aparente destrucción de la semilla revolucionaria en Nueva España — el alcalde del crimen (Pedro Jacinto Valenzuela), un fiscal de la audiencia (Francisco José Borbón) y el alcalde de la ciudad de México (Joaquín Romero de Caamaño)— se sentían orgullosos de sus méritos y solicitaban gracias a la Corona, al igual que varios delatores o un oficial pagado directamente por el virrey para espiar a los franceses. Ayudar a disolver una “conspiración revolucionaria” se había convertido en una prueba extraordinaria de lealtad y en un mérito suficiente como para obtener una recompensa; y así como estos ministros pedían un ascenso con respaldo del virrey Branciforte, este último se consideraba acreedor, al menos, del Toisón de Oro.33 Una actitud semejante puede encontrarse en el alcalde de Buenos Aires, Martín de Alzaga, indiscutible protagonista de las averiguaciones en el virreinato del Río de la Plata. Aferrado a la tesis de la conspiración, Alzaga realizó las indagatorias, los interrogatorios e incluso los tormentos que consideró necesarios, consciente de que su misión era tan importante como riesgosa, pues no faltó el pasquín misterioso que lo amenazara con llevarlo a la “guillotina” si seguía adelante con las averiguaciones.34 En el caso de Santafé de Bogotá el protagonismo correspondió exclusivamente a la Audiencia, y en particular a los oidores que se encargaron por separado de las indagatorias sobre los pasquines (Joaquín Inclán), la “conspiración contra el gobierno” (Juan Hernández de Alba) y la publicación de los Derechos del Hombre (Joaquín de Mosquera). Este último, Mosquera, sería señalado después como el principal instigador de la teoría de la conspiración y el ministro más influyente en la toma de decisiones del virrey Ezpeleta. El sujeto en cuestión era un americano ilustre, nacido en Popayán y formado en el colegio del Rosario en Santafé, y tal vez su empeño de manifestar una lealtad inquebrantable lo llevó a sostener una tesis que partía de la desconfianza hacia sus propios paisanos. Las líneas de averiguación seguidas por los oidores 33

Véase la recomendación a Caamaño en AGI, Estado 22, n. 63; recomendaciones a Valenzuela en AGI, Estado 40, n. 23 y 24. También la solicitud de Borbón en AGI, Estado 36, n. 4. 34 Lewin, “La ‘conspiración’”, p. 15, p. 22. Gandía, Napoleón, p. 59.

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santafereños suponían que la conspiración había surgido de la elite americana y que incluso un regidor del ayuntamiento, Josef Caicedo, podía estar involucrado.35 Así, a diferencia de los cabildos de México y Buenos Aires, que participaron activamente en las causas, el de Bogotá fue excluido y la Audiencia dejó caer sobre él el velo de la desconfianza. Como hemos señalado, en todos los casos hubo un desfase entre los temores originales y las pruebas que se aportaron. Los errores y contradicciones que se omitieron inicialmente llegaron a constituir problemas más adelante, y así, conforme progresaron las averiguaciones, la dimensión del peligro se fue convirtiendo en un asunto cada vez más relativo. En Nueva España, el alcalde de la ciudad, el alcalde del crimen y la Inquisición formaron procesos separados contra distintos reos, lo que dificultó la comprensión cabal de los casos en su conjunto y favoreció los rumores. Los tres frentes de investigación comenzaron sus averiguaciones en busca del autor del pasquín, pero casi de inmediato comenzaron a extenderse contra cualquier sospechoso de simpatizar con las “máximas” de los asambleístas o convencionistas franceses. Cuando se delató un “plan sedicioso” formado por un contador de Manila y otros sujetos, la idea de una gran conspiración se apoderó de las indagatorias, y las causas que se estaban instruyendo se convirtieron en las piezas de un rompecabezas que nunca consiguió armarse. Los rumores distorsionaron la comprensión de lo que podía haber de cierto en el proyecto, y los jueces terminaron confundidos por una gran cantidad de acusaciones, muchas contradictorias, otras vagas y unas más falsas, promovidas por intereses particulares. Los procesos formados por el alcalde de la ciudad y por el alcalde de Corte fueron revisados por la Real Sala del Crimen y se ajustaron, en contra de los deseos del virrey Branciforte, a los procedimientos judiciales vigentes. En ello tuvo mucho que ver la decisión del gobernador de la Sala de no apresurar las sentencias y las exigencias de los abogados, que consiguieron presentar pruebas, efectuar careos y contrastar la evidencia aportada en los casos afines. Esta revisión mostró las contradicciones iniciales de los procesos e inclusive las

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La transcripción de muchos procesos se encuentra en José Manuel Pérez Sarmiento, Causas célebres a los precursores, 2 vols., Bogotá, 1939. Lamentablemente no he podido tener acceso a esta obra; pero en compensación he podido consultar las copias de las causas que se enviaron al ministerio de Estado, a través del magnífico Portal de Archivos Españoles en Red. De gran utilidad ha sido también el libro de Roberto María Tisnes, Movimientos Pre-independientes Grancolombianos.

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mentiras y mala voluntad de algunos denunciantes. Todo ello consiguió desvanecer, poco a poco, la prueba de conspiración para la mayoría de los sujetos procesados. Al final, el plan sedicioso se redujo al puñado de sujetos que habían sido denunciados originalmente y que parecían más interesados en conseguir dinero que en protagonizar una revolución a la francesa.36 Para el resto de los implicados, la Real Sala consiguió establecer una categoría distinta de culpa: a la maledicencia contra el soberano, o contra el orden monárquico, lo que para los abogados quedaba compurgado con la prisión que los reos habían sufrido, una posición diametralmente distinta a la que habían sostenido el alcalde del crimen y el fiscal Borbón. Para este último, las pruebas débiles no debían soslayarse y los excesos verbales debían ser castigados con un escarmiento “lúgubre” y ejemplar (ejecución, llamas, descuartizamiento) que disuadiera no sólo de conspirar, sino aun de hablar o pensar contra el soberano. Los pareceres de los oidores se dividieron, ante los alegatos de los defensores y los repetidos clamores del fiscal Borbón, que advertía sobre el criminal riesgo de mirar con indiferencia al lenguaje revolucionario; pero finalmente el virrey aceptó condenar a los reos por penas de ocho años de prisión o de simple remisión a España, dependiendo de la gravedad de los indicios. En cualquier caso, todas las sentencias fueron “consultivas” y la decisión final sobre los reos, expulsados a España bajo partida de registro, quedó en manos del ministerio de Estado.37 En Santafé de Bogotá las averiguaciones adolecieron también de dificultades, comenzando por la realización separada de indagatorias. Esa división generaría dificultades demasiado graves, pues el principal denunciante de la supuesta conspiración había sido un peninsular que había estado detrás de los pasquines y que, ya muy avanzados los procesos, confesó la falsedad de su primera deposición.38 Para entonces, la averiguación sobre la publicación

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Torres Puga, “La supuesta conspiración”. Véanse también los trabajos de Antonio Ibarra, “La persecución institucional” y “Conspiración, desobediencia social y marginalidad”. 37 La inflexibilidad del gobernador de la Sala fue notable, sobre todo porque la real cédula del 19 de enero de 1795 estipulaba que debía preferirse el rigor en caso de duda. Las sentencias se emitieron en 1796, después de haberse celebrado la paz entre España y Francia. 38 Acusado por su paisano Francisco Carrasco, el peninsular José de Arellano confesó haber estimulado a tres estudiantes americanos para fijar los pasquines y, para atenuar su culpa, denunció la trama de la conspiración americana. Uno de estos muchachos, Durán, sería llevado al tormento, hasta que Arellano confesó haber inventado la historia de la sublevación. Arellano resultó impos-

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clandestina de los Derechos del Hombre ya había llevado a prisión a Antonio Nariño, mientras las viejas denuncias y rumores eran desempolvadas parar abrir nuevos frentes de indagación. Así, las acusaciones de “conspiración” revivieron aquella denuncia que había sido señalada desde febrero al virrey, y llevarón a prisión a varios letrados ilustrados —el ya citado Froes, Cifuentes, Cortes, Mutis, Padilla—, acusados todos de discutir temas de política y religión en sus tertulias. La relación entre las tres líneas de averiguación nunca pudo ser establecida; y los reos fueron condenados, al igual que en Nueva España, a destierro y prisiones de ocho a diez años: sentencias severas, pero muy distintas a las penas de muerte e infamia que podían haberles impuesto como traidores o criminales de lesa majestad. En cualquier caso, los reos que fueron trasladados a Cádiz en 1796 apelaron la revisión de sus causas y consiguieron, finalmente, que un ministerio menos aprensivo les concediera la libertad absoluta en 1799 por medio de un edicto en el que, si bien aprobaba el desvelo de la Audiencia, también expresaba su descontento por la formación de causas separadas y la falta de justicia seguida en ellas.39 En Buenos Aires, el miedo a la conspiración también había surgido de casos cuya relación tampoco pudo ser probada. Tras la aparición de los primeros pasquines (cuyo autor o autores nunca aparecieron), los procedimientos de Alzaga comenzaron por el arresto de un francés que había comprado balas en la ciudad y que generó suspicacias. El hecho coincidió con el rumor de una supuesta conspiración que había delatado un esclavo, en cuya razón, se mandó arrestar a varios sujetos ente los que destacaban un relojero italiano, Antonini, y un sujeto mestizo llamado José Díaz. Según el esclavo, este último le había contado que se tramaba una conspiración para la Semana Santa; que más de 6 mil hombres participarían en ella y que el objetivo era matar al virrey y liberar a los esclavos. Díaz negó varias veces la acusación y sólo confesó haber hablado “acerca de las novedades que vulgarmente había sobre quererse levantar los franceses”.40 Para decepción del juez engargado, no aparecieron papeles que incriminaran a los supuestos revolcionarios, ni más cómplices o sujetos que tor. Tisnes, Movimientos, p. 152. El peninsular que denunció se llamaba Francisco Carrasco y fue recomendado por la Audiencia a la Corona. 19 de noviembre, 1794. AGI, Estado, 55, n 1 (A 1 i). 39 Parecer del ministro de Estado, Luis Mariano Urquijo. Madrid, 4 de junio, 1799. Citado en Tisnes, Movimientos pre-independientes, pp. 158-159. 40 Lewin, “La ‘conspiración’”, p. 27.

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pudieran formar parte de esa terrible conjura. Aun así, se empeñó en llevar a tormento al relojero Antonini y a Díaz, quien padeció, además del potro, un extraño procedimiento consistente en insertar una aguja gruesa entre los dedos.41 El tormento se aplicaría también en las averiguaciones de Nueva Granada —contra el joven Durán, uno de los pasquinistas— y en Nueva España contra un francés acusado de querer financiar la conspiración con su mina y que murió, según parece, a consecuencia de las heridas sufridas en el potro.42 Tanto en Nueva España como en Buenos Aires, los abogados defensores tuvieron una participación activa en los procesos; mostraron los defectos de origen de las averiguaciones y la necesidad de formar causas individuales para determinar con justicia las culpas. Algunas defensas fueron exraordinarias y ofrecen un buen retrato de la cultura jurídica hispánica. En Nueva Granada, los procedimientos extraordinarios de los oidores impidieron que hubiera abogados, careos y defensas como ocurrió en los otros virreinatos; pero ello no libró a los procedimientos judiciales de cuestionamientos. Los repetidos informes que recibió el Consejo de Indias por parte del ayuntamiento de Santafé de Bogotá fueron considerados al revisar las causas que, al igual que las generadas en Nueva España, terminaron por dirimirse después de la paz con Francia. El ayuntamiento de Santafé, profundamente agraviado, mostró los defectos de las averiguaciones y expuso, a través de procuradores en la Corte, su molestia por no habérsele permitido participar en la formación de causas que, en su opinión, correspondían a la justicia ordinaria. Además, acusó repetidamente a la Audiencia de haber permitido que se impusiera sobre el vecindario de Santafé y sobre el propio cabildo la sospecha de infidencia. LA INCIDENCIA DE LOS PROCESOS EN LA ESFERA PÚBLICA: LOS RUMORES Y EL ENCONO SOCIAL

Los arrestos y los procesos judiciales avivaron los miedos, los rumores y los resentimientos sociales preexistentes en cada región. En los sitios donde hubo denuncias de conspiración, delatores y testigos manifestaron un antifrancesismo que era acorde con las prédicas de los púlpitos y el tenor de las gacetas 41

Lewin, “La ‘conspiración’”, p. 38 (defensa de Díaz) y p. 49 (defensa de Antonini). “Causa de Juan Fournier”. AHNM, Estado, 4185, caja 1, f. 165 r-169 r. (Expediente particular sobre su tormento).

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oficiales. Las arengas de los púlpitos se materializaron en ataques directos contra franceses, y muchos sujetos encontraron la oportunidad para cobrar venganzas particulares convirtiéndose en denunciantes. En Nueva España se hizo evidente la vitalidad de un discurso antirrevolucionario y antifrancés que buscaba reafirmar la lealtad al soberano y también el vínculo patriótico con la madre España. Sin embargo, muy pronto se verían las secuelas inesperadas y molestas de ese fenómeno patriótico, cuando algunos peninsulares fueron señalados como franceses o como sujetos proclives al afrancesamiento.43 De hecho, en Nueva España la temida conspiración revolucionaria no llegó a ser entendida como movimiento criollo o antipeninsular. Una excepción puede haber sido el caso Montenegro, seguido por la Inquisición a partir de una denuncia difusa de 1793 que sólo cobró importancia a raíz de los arrestos perpetrados por el gobierno. Pero lo cierto es que el principal implicado en la “conjuración” que se denunció al gobierno — Juan Guerrero— era un peninsular con poca residencia en Nueva España y que los muchos otros sujetos procesados eran franceses o peninsulares. En este sentido, el caso novohispano se asemeja al de Buenos Aires, donde también cobraron capital importancia los rencores y miedos hacia los extranjeros. En esta última ciudad hubo varios pasquines o papeles que pedían la expulsión y arresto de franceses, y que fomentaron la idea de que se tramaba una revolución antes de que comenzaran las denuncias. Algunos, inclusive, manifestaron sus fuertes suspicacias contra el importante oficial de marina Santiago Liniers, a quien, por francés, se le tildó de traidor.44 La diferencia central estribó en que en Buenos Aires el miedo apuntó también a la población negra, en un momento en que ese puerto se había convertido en el principal introductor de esclavos a la América española. Si en México se llegó a pensar que los “revolucionarios” podían soliviantar a los presos, a los franceses y acaso a la plebe urbana, en Buenos Aires se temió que los esclavos y pardos libres secundaran el movimiento: un

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Sobre el antifrancesismo de estos años puede verse Alfredo Ávila y Gabriel Torres Puga, “Do francés ao gachupim”. 44 “Precave pues Nicolás [de Arrendondo] / mira lo que está pasando / porque te la están pegando / por delante y por detrás. / Ese Ligniers que amas más / y te parece ser fiel / pienso sea el más infiel / con su mucha hipocresía / pues no sale noche y día / de Dios ni de su dosel”. Cit en Lewin, “La ‘conspiración de los franceses’”, p. 16.

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miedo semejante al que se manifestaría en Caracas en 1797, como veremos en la parte final de este trabajo. La publicidad que adquirieron los procesos —gracias al rumor, más que a la filtración de noticias— avivaron miedos preexistentes y generaron algo muy grave: la percepción de vulnerabilidad. El miedo a la Revolución, estimulado por púlpitos y gacetas, podía ser un mecanismo eficaz para reforzar lealtades; pero podía llegar a ser un problema si la población llegaba a percibir que las autoridades se sentían vulnerables o débiles ante los primeros indicios de sedición. En Nueva España, mucha gente estaba convencida a fines de 1794 de que se había desarticulado una gran conspiración. Algunas corporaciones e individuos no se atrevían a especular y sólo agradecían el celo del virrey. Pero otros no dudaban en relatar, como si lo supieran, los detalles de lo que supuestamente había ocurrido. Un comerciante de Veracruz escribió a su hermano en Cádiz sobre “el asunto de los franceses”, narrando con tal convicción los detalles de la “conjuración peligrosísima” que se había descubierto en México, que el destinatario se sintió obligado a dar parte a las autoridades, como si fuera prueba lo que no era sino producto del rumor ocasionado por los arrestos ejecutados por el gobierno. La carta del comerciante peninsular no sólo es una muestra de cómo los rumores habían crecido después de los arrestos; sino también de la manera en que los vecinos sentían repentinamente la cercanía del peligro y la responsabilidad de tomar las armas en defensa de un reino amenazado: En una noche se prendieron más de 1000 personas de todas clases, y siguen las pesquisas, de forma que México está revuelto, y todos nos hallamos con el credo en la boca. Yo nunca creí morir peleando con enemigos hasta ahora; pero si llega este caso, pienso llevarme tres o cuatro antes, sino muero de un balazo, porque acá no hay más Francia que la religión ni más obediencia que la de Carlos IV y por Dios bendito que nos hemos de ver las caras.45

En Buenos Aires también se habían dado acciones motivadas por el temor. Las averiguaciones iniciales de Alzaga avivaron los rumores y éstos se 45

Carta de José María Bejarano a su hermano Juan Ignacio. Veracruz, 5de octubre, 1794. Remitida por este último al duque de Alcudia. Granada, 10 de enero, 1795. AGI, Estado, 39, n. 15 (1). También Archer consultó este documento y otro semejante: El ejército en el México Borbónico, p. 113, nota 14.

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manifestaron en las propias indagatorias, tal como ocurría en México. El temor y las conversaciones públicas sobre la “conspiración” revolucionaria habían sesgado los procesos de origen. El sujeto que mencionó por primera vez al esclavo que supuestamente estaba al tanto de la conjura, había tenido noticia de este asunto porque había tratado de informarse sobre la “conspiración que por voz común se rugía proyectaba hacerse en esta capital” antes de enterarse de ese asunto.46 A su vez, el esclavo había rendido su primera declaración ante su dueño, quien, apuntándole con una escopeta, lo obligó a confesar que el mestizo José Díaz quería hacer una revolución. También ahí la idea de vulnerabilidad, surgida de la autoridad, se nutría en la sociedad y volvía a las autoridades de manera más confusa y desconcertante. Mientras Alzaga realizaba las averiguaciones, diversos pasquines (algunos con un ánimo fidelista) alertaban sobre el peligro que corría el reino. Los rumores de que los negros y mulatos pensaban levantarse en armas en la Semana Santa cundieron tanto, que cualquier reunión de estos individuos bastaba para sobresaltar a los vecinos y estimular nuevas delaciones o temores.47 En cualquier caso, la percepción del peligro tuvo características mucho más preocupantes en Nueva Granada, donde tal vez el recuerdo de la revuelta de los comuneros de 1781, había incrementado los odios y desconfianzas entre peninsulares y criollos. Desde que la Audiencia comenzó a hacer indagatorias y arrestos, aunque fuesen secretas, cundió el miedo a los criollos; y es probable que fueran los propios oidores quienes pusieron en guardia a la población peninsular para precaver que ningún americano tomara la iniciativa de hacer estallar la revolución el día que, según se suponía, estaba acordado por los conspiradores. Así pues, la desconfianza sobre los americanos fue un rasgo distintivo de las averiguaciones en Nueva Granada y tuvo un impacto evidente en la sociedad. El miedo cobró un cariz distinto desde el principio, y las averiguaciones provocaron algo tal vez peor de lo que esperaban evitar. La sospecha de que hubiera poderosos americanos detrás de las acciones subversivas, puso de relieve los miedos de los peninsulares e intensificó el temor a que se estuviese fraguando un movimiento de independencia. Contra la percepción del virrey Ezpeleta, quien como hemos dicho se mostró cauto y poco afecto a rumores, la Audiencia de Santafé parece haber 46

Enrique de Gandía, Napoleón, p. 32. Llegó a pensarse también que la ciudad estaba minada. Véase Enrique de Gandía, Napoelón, pp. 41-56 y Lewin, “La ‘conspiración de los franceses’”, p. 20.

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dado pasos más significativos en esa dirección, ocasionando las quejas del Ayuntamiento santafereño. Tiempo después, esta última corporación acusaría a los oidores de haber reaccionado intempestivamente al conocer la denuncia, esparciendo el miedo por toda la ciudad: “aquellos ministros, o poco expertos o deslumbrados con el sobresalto, o más bien con el encono contra los criollos, premeditaron alarma a todos los europeos, poniéndolos en continua vigilia día y noche a los balcones y ventanas de sus casas, con la cautela de ocultar esta providencia a los criollos”. Así lo afirmaba el apoderado del ayuntamiento: Se estremecía la ciudad entera al mismo tiempo, viendo que de la pública difamación se multiplicaba diligentemente numerosa construcción de nuevos calabozos; se fortificaban los cuarteles, se hacían cartuchos y se montaban y abarraban cañones, como si estuviese a la vista un formidable ejército de enemigos. Tan apresurados preparativos al horror, y la orden dada en los cuarteles para que en ellos no se dejase entrar con ningún pretexto a ningún criollo, por cualquiera clase de condición que fuera, llenó ultimadamente en oprobio a la ciudad, y decidió sin género de duda no ya la sospecha, sino el próximo exterminio de todos los criollos: porque tantos preparativos no eran necesarios contra unos pocos descontentos de la felicidad, sino una terrible amenaza y ejecución para que el padre, sin poder confiar en su personal inocencia, sobresaltase de lo que podría suceder con sus hijos. Así la madre los lloraba muertos, e imaginándose viuda sólo miraba a su sustento en la difamación. El hermano desconfiaba del hermano; la turbación, en fin, poseyó todas las edades y sexos, oyendo el ayuntamiento un ronco pero muy sensible lamento del pueblo que representa.48

Las palabras anteriores eran probablemente exageradas, pues tenían la intención de demostrar la gravedad de la injuria cometida contra la ciudad santafereña; pero es evidente que las primeras acciones de la Audiencia habían sido demasiado imprudentes. Se había dado un cariz “americano” a la supuesta conspiración revolucionaria y, además, se había hecho público lo que debía haber sido una averiguación secreta. Antes de que comenzaran las indagatorias judiciales, los rumores ya se habían apoderado de las calles. Por todo ello, el ayuntamiento pedía que se inhibiera al virrey Ezpeleta y a los oidores de continuar con las causas sobre pasquines y sublevación, y que 48

Exposición del apoderado de Santafé, Joaquín Dareche y Urrutia. Madrid, 8 de diciembre de 1795. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1j4).

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éstas se confirieran al teniente general de Cartagena, Antonio Arévalo, o a alguna otra autoridad semejante, pues sólo confiaban en la imparcialidad de dos de los oidores de Nueva Granada. La otra petición era que se considerara al cabildo “por parte en la defensa de la común difamación”, tras dársele copia de los autos formados por la audiencia. A ello no accedería la Corona, por supuesto; pero no hay duda de que la manifestación del ayuntamiento se había convertido en un asunto preocupante. De ahí que Godoy decidiera responder al cabildo de Santafé que no correspondía a las corporaciones municipales “representación alguna para presentarse en juicio cuando por inquietudes públicas sean procesados algunos vecinos”; pero también que ese mismo día advirtiera reservadamente al virrey la conveniencia de sobreseer la pesquisa.49 La queja del ayuntamiento santafereño podría parecer desmedida; pero vale la pena reflexionar sobre ella. En México, uno de los abogados que defendió al grupo más claro de conspiradores, argumentaba que sus planes eran quimeras o planes ridículos, y que “sería una infamia nuestra darle otro vestido a estas operaciones porque ni el reino está descontento, ni nunca ha estado más fortalecido”.50 El empleo de la palabra “infamia” no parece ser accidental. Suponer que una conspiración podía tomar cuerpo implicaba pensar que podía haber quien contribuyera a ello; y eso podía conducir a sospechar del común de los vasallos. De ahí que en Santafé, donde se había dudado directamente de la fidelidad americana, el ayuntamiento asumiera la vindicación del honor vulnerado con tanto ahínco. Para esta corporación no bastaba con sobreseer la causa; era necesario publicarla y confesar, ante la comunidad agraviada, que no había habido más delito que el de los pasquinistas y que la supuesta sublevación no había existido ni era posible que la hubiera. En otra parte de la representación de diciembre de 1795, el ayuntamiento manifestó que en los púlpitos los predicadores habían asegurado que “Santafé, en sus principales vecinos, estaba tocada de herejía y de infidelidad a V. M., habiéndose sabido [que] predicaban en estos términos a cumplimiento de órdenes que vuestro virrey comunicó al M. R. Arzobispo y prelados regulares”. Ese descrédito, que se había manifestado en los púlpitos y que crecía con “las unánimes 49

Minuta de carta al virrey Ezpeleta y postdata, fechadas el 22 de diciembre 1795. AGI, Estado, 55 n. 1 (A1j6). 50 Defensa presenta por Mariano Pérez de Tagle (procurador) y el abogado Agustín Gómez Eguiarte. México, 21 de agosto, 1795. Causa de Juan Guerrero. AGN, Infidencias, 20, cuaderno 4, f. 274 r.

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voces y frases con que los europeos se explicaron en todas y de todas partes del reino” era, pues, el que motivaba la acción del cabildo, “en la defensa de la ciudad y su general difamación, para conservarle los distinguidos títulos de Muy Noble y Muy Leal con que estaba condecorada desde su fundación”.51 LA PERVIVENCIA DE LOS FENÓMENOS En los años siguientes los miedos, rumores e informes sobre conspiraciones revolucionarias siguieron consternando a las autoridades americanas, obligadas a actuar con más eficacia para precisar si se trataba o no de amenazas reales. En 1797 la Audiencia de Caracas actuó con medidas extraordinarias y enérgicas para desarticular un movimiento sedicioso en la Guaira —probablemente lo más cercano a una “conspiración revolucionaria” en la América española—y terminó imponiendo sentencias de muerte a seis “traidores” involucrados en él. Por el contrario, el gobierno virreinal de Nueva España enfrentó de manera contradictoria una supuesta conspiración de criollos contra españoles —la llamada “conspiración de los machetes”, debido una vez más, a una ambivalente percepción del peligro.52 El movimiento de la Guaira, conocido también como “conspiración de Gual y España”, tuvo características singulares que se ajustaron bastante bien a lo que las autoridades temían y entendían como “conspiración 51

Representación del apoderado general, Joaquín Dareche y Urrutia. Madrid, 8 de diciembre de 1795. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1j4). Los mismos argumentos en la representación final del ayuntamiento: “En varias ocasiones se ha predicado públicamente que en esta ciudad se tramaba una conjuración en que entraban sus principales habitantes. Por todas partes se ha escrito del mismo modo. En los propios términos generales se ha publicado en los diarios extranjeros y todos, sin más fundamento que asegurarse así por los ministros de esta Audiencia; asegurarse por ellos, que así resultaba de la actuación general en que entendía el ministro comisionado don Juan Hernández de Alba; decirse por dichos ministros eran los presos de los principales de la conjuración; ratificarse por ellos el concepto de esta generalidad con el hecho de admitir a este ayuntamiento como representante de la ciudad por parte en el asumpto, y mantener finalmente estos ministros la ilusión y deshonorante concepto en que se halla, con el hecho de ocultar y no publicar las actuaciones, especialmente la general del oidor Alba; no haber querido seguir las causas por sus términos y oír las partes con libertad.” Carta del ayuntamiento al Príncipe de la Paz. Santafé, 19 de mayo, 1796. AGI, Estado, 55, n. 1 (A1j3). 52 El caso de la Guaira ha sido muy estudiado; pero merecería adentrarse más en las múltiples consideraciones hechas por la Audiencia. Véase principalmente Pedro Grases, La conspiración de Gual y España. Baralt y Díaz, Resumen de la historia de Venezuela, II, pp. 15-20.

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revolucionaria”.53 El inicio del problema había sido el envío de cuatro prisioneros de Estado (acusados de haber tramado una insurrección en Madrid) que, por azares del destino, fueron encarcelados en la Guaira al no haber sido posible llevarlos a los presidios a los que habían sido condenados. Gracias a la complicidad de quienes se encargaban de custodiarlos, los prisioneros lograron establecer contacto con el capitán retirado del batallón de veteranos, Manuel Gual, y con Josef María España, justicia mayor del pueblo de Macuto, principales organizadores de un proyecto republicano y artífices de la huida de tres de aquellos reos.54 La inesperada fuga llamó la atención del capitán general, el ya referido Pedro Carbonell, quien comenzó las indagatorias de inmediato, todavía sin suponer la existencia de una “conspiración”. Unas semanas después, la Audiencia de Caracas se sobresaltó al recibir la denuncia de un proyecto de sublevación que pretendía acabar con las autoridades existentes y establecer una república con el respaldo de los negros y mulatos del puerto de la Guaira. De inmediato los oidores comenzaron a practicar arrestos y revisiones de papeles mientras los principales instigadores del movimiento —Gual y España— huían a la isla holandesa de Curazao. Los resultados de las pesquisas extraordinarias confirmaron la existencia del proyecto republicano, de cartas cifradas y de numerosos individuos que habían participado en sesiones donde se habían hecho juramentos de guardar el secreto. Lo más grave de todo es que se demostró la participación de varios miembros del ejército, de la milicia y de la marina: un fenómeno que no se había detectado, a pesar de los temores, en ninguna de las otras pretendidas conspiraciones delatadas a las autoridades americanas. Con bastante regularidad, la Audiencia de Caracas fue escribiendo al Consejo de Indias y al ministerio de Estado, dando cuenta de las pesquisas y confirmando la idea de conspiración, una vez que numerosos vecinos compareciendo a delatarse aprovechando el periodo de gracia de un indulto general concedido por la propia Audiencia. No obstante, al tiempo que los mismos ministros que se convencían de la gravedad de la causa, se preguntaban 53

Esto no quiere decir, desde luego, que la “conspiración” de la Guaira no sea susceptible de un análisis más detenido, que separe los distintos fenómenos que se entremezclaron en las denuncias y en los procesos, así como los cambios en la percepción del peligro por parte de las autoridades. 54 Es muy probable, de hecho, que el principal de los reos españoles, Juan Bautista Picornell, fuera el redactor de las ordenanzas de la revolución y de una proyectada republica americana.

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cuál sería la mejor manera de castigar a los numerosos culpables, tanto porque habían huido los principales, como porque se temía que una serie de ejecuciones capitales desatara venganzas y odios en un vulgo al que consideraban corrompido.55 Las dudas quedaron resueltas cuando la Corona (después del ministerio de Godoy) envió al nuevo capitán general, Manuel Guevara Vasconcelos, resguardado por dos batallones. Su llegada a Caracas coincidió con el regreso inoportuno de uno de los principales acusados, Josef María España, lo que dio el pretexto perfecto para hacer una demostración pública de poder y justicia. Descubierto y apresado, España fue rápidamente juzgado y sentenciado, en mayo de 1799, a ser arrastrado y a morir en la horca, tras lo cual, fue despedazado. La cabeza se colocó en una jaula de fierro en el puerto de la Guaira y los trozos de su cuerpo en cuatro puntos donde se había reunido y donde había proyectado la sedición. Unas semanas después, sentencias similares serían expedidas contra otros cinco reos cuyas cabezas se colocaron en escarpias en el puerto de la Guaira y en la propia Caracas.56 La enérgica acción de la Audiencia de Caracas mostró que el miedo a las conspiraciones seguía muy vivo, y que la autoridad no temía castigar públicamente y con la mano más severa a los delincuentes cuando creía tener pruebas suficientes para actuar contra ellos. Sin embargo, las “conspiraciones” siguieron siendo entidades problemáticas, difíciles de entender, de juzgar y de castigar, para otras autoridades americanas. La manera contradictoria en que el gobierno virreinal de Nueva España enfrentó la supuesta “conspiración de los machetes” es un ejemplo elocuente y con él quiero concluir este trabajo. El 10 de octubre de 1799 el virrey José de Azanza recibió la información sobre esta supuesta conjura que había organizado en la ciudad de México un 55

Informes de la Audiencia de Caracas al Consejo de Indias (a partir de copias enviadas al ministerio de Estado), 18 de julio, 9 y 12 de agosto de 1797. AGI, Estado 58, n. 18 y n. 1. Se anexan las listas de presos y de sujetos que se acogieron al indulto. En carta posterior, la Audiencia se refería al grupo como una “infame secta” y advertía que muchos sujetos que se habían acogido al indulto no estaban plenamente arrepentidos, por lo que hubieran sido procesados “si no fuera tan grande el número de ellos y no tuviesen tantas conexiones de parentesco, amistad e intereses”. Informe de la Audiencia, 20 de agosto, 1797. AGI, Estado 58, n. 18 (1a). 56 Informe de la Audiencia de Caracas, 9 de mayo de 1799. Acompaña la sentencia contra España. AGI, Estado, 58, n. 27 (1). Sobre las sentencias contra los reos José Ruciñol, Narciso del Valle, Juan Moreno, José Manuel Pino y Agustín Serrano, véase la carta del capitán general Vasconcelos al ministro de Estado, 22 de junio, 1799 y los documentos que acompaña. AGI, Estado 59, n. 6 (1).

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joven cobrador de impuestos llamado Pedro Portilla. Tal como la describió el virrey, se trataba de “una conspiración de mala naturaleza” que se había descubierto “en los principios” y que había quedado “atajada enteramente” con la prisión de los trece cómplices. Tan pocos sujetos no parecían ser capaces de subvertir el orden; pero la denuncia había sido formulada en términos de una conspiración revolucionaria e independentista, y como tal, había merecido la atención de las máximas autoridades del virreinato: El día 10 de octubre próximo anterior, tuve noticia por un sujeto llamado don Teodoro Francisco de Aguirre, que poco tiempo antes había llegado a esta capital desde la Nueva Galicia, donde había estado empleado de ministro del resguardo de rentas, que un sobrino suyo, creyéndole quejoso del gobierno, le había propuesto entrar en una conjuración que se disponía con el objeto de hacer una revolución en este reino arrojando a los europeos que aquí llaman gachupines y haciéndose de él los criollos.57

En los días siguientes, Azanza se dedicó a corroborar la veracidad de la denuncia y el 26 de octubre, “considerando que era ya tiempo de asegurar a los reos y proceder contra ellos”, convocó una junta con los oidores Guillermo de Aguirre (gobernador de la Sala del crimen) y Manuel de la Bodega; además de Joaquín de Mosquera (alcalde del crimen), Ambrosio Sagarzurrieta (fiscal de lo criminal) y Francisco Guillén (asesor general comisionado del virreinato). Según indicaba el virrey, la resolución de esa junta fue arrestar a todos los “conjurados” en una de sus juntas, confiscando todos sus papeles, y colocándolos en celdas separadas y repartidas entre la Acordada y la Cárcel de Corte para evitar que se comunicasen entre ellos, “y que sobre todo, se pusiese el mayor cuidado en ocultar al público el motivo de la prisión para no dar margen a hablillas y reflexiones peligrosas , ni pábulo al encono que desgraciadamente reina entre europeos y criollos”. El arresto se efectuó la noche del 9 de noviembre, aparentemente con la ayuda del propio denunciante, y es probable que los interrogatorios comenzaran al día siguiente. Azanza procuró enterarse de los rasgos de los sujetos denunciados y de las características de la conspiración antes de dar parte a la Corona y, finalmente, el 30 de noviembre 57

Carta de Azanza a Urquijo, 30 de noviembre de 1799. “Conjura de los machetes”, pp. 83-84. Se encuentra como anexo a la carta N. 40 de Marquina a Urquijo, 27 de octubre, 1800. AGI, Estado, 28, n. 108 (1).

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decidió redactar un informe que pensó remitir a los ministerios de Estado y de Guerra y en el que afirmó que, “por la calidad y ocupaciones de los conjurados” se veía cuán desproporcionados instrumentos eran para la ardua empresa que se habían propuesto. En efecto, todos su intentos habían podido parecer despreciables, si no mediara la disposición que hay en el pueblo a dividirse en los partidos de gachupines y criollos, circunstancia que me ha obligado a calificar esta conjuración al principio de mi carta, de mala naturaleza. 58

La frase anterior sugiere que el propio virrey, aunque consideraba que el movimiento tenía una apariencia “despreciable”, se mantenía convencido de que había un clima propicio para ese tipo de movimientos. No obstante, el convencimiento de Azanza puede haber sido relativo, pues el informe del 30 de noviembre nunca fue enviado, y en vez de esperar instrucciones de España, el virrey continuó las indagatorias en acuerdo con esa curiosa “junta” que había formado y en la cual destacaría el alcalde del crimen Joaquín Mosquera, el ex oidor santafereño que un lustro antes había llevado las indagatorias sobre la supuesta conspiración en aquella ciudad: Concluida enteramente la sumaria —informaría el virrey— convoqué la Junta de Ministros, cuyo dictamen oí desde los principios de este asunto según informé a V. E. para resolver el modo y términos en que convendría continuar este grave proceso; y el parecer uniforme de ella fue que se tomase confesión a todos los reos, así militares como paisanos, ampliando a este efecto, y para evacuar las citas que resultaron, al alcalde del crimen don Joaquín Mosquera, y que practicadas estas diligencias, se podría congregar otra vez la misma Junta para acordar los trámites posteriores de la causa.59

Así, el camino seguido por el virrey era precisamente el de la Audiencia de Nueva Granada en 1794: un procedimiento extraordinario, sin abogados, y dirigido por ministros que a su lealtad sumaban ya la desconfianza hacia la 58

Carta citada de Azanza a Urquijo, 30 de noviembre de 1799. Como hemos señalado, todo lo anterior se escribió por triplicado; pero no se envió a sus destinatarios. No obstante, en sendas cartas al ministro Urquijo y al ministro Caballero, firmadas en febrero de 1800, Azanza continuó los informes y aludió al mensaje anterior como si en efecto lo hubiese mandado. 59 Carta 146 de Azanza a Urquijo, 26 de febrero, 1800. Estado 28, n. 68.

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población americana. No deja de llamar la atención, y vale subrayarlo, el hecho de que hubiera sido también el mismo sujeto, Mosquera, quien se encargara de llevar a cabo esa tarea: Accedí a este dictamen, y luego que el referido ministro Mosquera tuvo concluidas las diligencias que se le cometieron, convoqué la misma Junta, a la cual enteré de la Real Cédula que poco antes había recibido, con fecha de 3 de agosto último, derogatoria del fuero militar y de otro cualquiera privilegio en los delitos de sublevación y de otros semejantes. Instruidos los vocales de este Real rescripto y después de haber informado el referido Mosquera lo que substancialmente producían las confesiones tomadas a los reos, opinaron con unanimidad que supuesto e estado del proceso, y no resultado de él especie alguna que exija indagaciones más prolijas ni providencias executivas, pues cortado ya el mal como lo está en su origen, y aseguradas las personas que lo causaban, se trata solamente de seguir y determinar la causa conforme a derecho, y en términos de justicia contra los reos; se pasen los autos íntegros y originales a la Real Sala del Crimen para que con audiencia de los tres fiscales y con la mayor brevedad posible, continúe su substanciación y la determine con respecto a todos los reos de ella, así militares como paisanos, dándome cuenta de cualquiera ocurrencia que el tribunal considere digna de mi noticia.60

En febrero de 1800, al dar cuenta de estas diligencias, el virrey Azanza aseguró que la Nueva España se mantenía en “perfecta tranquilidad, sin que este acaecimiento h[ubiera] producido motivo alguno que haga dudar de os sentimientos de lealtad y amor a su Real Persona de parte de los habitantes de estos vastos dominios”.61 Su confianza parecía haber cambiado respeto de su posición original, manifestada en esa carta que, como se ha dicho, nunca se envió a sus destinatarios, y en la cual se elogiaba los méritos patrióticos que había contraído el denunciante: Debo recomendar a la piedad de su Majestad el mérito de D. Teodoro Francisco de Aguirre y las pruebas que ha dado de su fidelidad y honradez en el descubrimiento de esta atroz maquinación, y en el secreto y destreza con que ha secundado mis ideas, tanto para indagar los cómplices y todos su plan, como 60

Ibid. El ministro Caballero reenvió la carta de Azanza al ministro Urquijo, sin saber que éste había recibido una idéntica de la misma fecha. Al hacerlo, Caballero advirtió que la carta anterior mencionada por el virrey (la del 30 de noviembre) no había llegado o se había extraviado y que no había, pues, referencias a la conspiración de la que hablaba.

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para proporcionar su aprehensión. Cuenta con más de 27 años de buenos servicios en la tropa, en la Acordada y en el resguardo de rentas; me propongo colocarle provisionalmente en empleo proporcionado a su aptitud, y consultarlo a S. M. para la propiedad, destinándolo lejos de esta capital, donde no cree poder vivir en seguridad.62

Sin embargo, así como la carta del 30 de noviembre no se envió, tampoco se formalizó el empleo provisional que Azanza concedió al delator en San Juan del Río. Meses más tarde, en septiembre de 1800, el contador Silvestre Díaz de la Vega escribía al nuevo virrey, Félix Berenguer de Marquina, quejándose de la ineptitud de Aguirre para su empleo, por su vejez y achaques, y advirtiendo claramente que no sabía por qué se le había concedido esa plaza, que parecía haber obtenido por algún premio o servicios de los que no había sido informado.63 Para entonces, el virrey Marquina, que relevó intempestivamente a Azanza, ya había descubierto las extrañas características de los procedimientos seguidos en torno a esta conspiración y la falta de respuesta por parte de los ministerios de Estado y de Guerra. A diferencia de su antecesor, Marquina comunicó el caso al Consejo de Indias; explicó que Azanza había convocado una junta extraordinaria y que ésta había decidido que la Sala del Crimen resolviera la causa. Pero ya que no había llegado la respuesta de la Corona y el caso estaba suspenso, el virrey proponía que, en vez de la Sala del Crimen, fuese él mismo quien se encargase del asunto, tan sólo con la ayuda de un asesor. Es decir, pedía un grado más de discrecionalidad o de excepcionalidad con la intención de no generar un problema mayor, como podía serlo el manifestar, una vez más, la vulnerabilidad del reino o de seguir una causa ruidosa y desagradable si ésta llegaba a conocerse por el público. En una larga carta, Marquina explicó que, mediante indagatorias secretas, había descubierto la mala fe del denunciante; su poco crédito en todos sus trabajos y su deseo de venganza. El proyecto denunciado le parecía insignificante por la calidad de los personajes involucrados: los presos le parecían unas “personas cuitadas y tímidas, una u otra aun sin pelo de barba y dignas de corrección [sic] proporcionada a estas circunstancias y a la más esencial que es la de 62

Carta citada de Azanza a Urquijo, 30 de noviembre de 1799. Carta de Silvestre Díaz de la Vega, 19 de septiembre, 1800. Anexo a Carta 40 de Marquina a Urquijo, 27 de octub ede 1800. Estado, 28, n. 108.

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impresionar al público que estos incidentes no imprimen desconfianza al gobierno, para que no cavilándose en ellos se olviden con facilidad”. Finalmente, le preocupaba fomentar la animadversión entre gachupines y criollos. Pero por lo mismo, no quería escarmentar, sino callar, ocultar, ignorar, olvidar el caso; evitar la murmuración y las opiniones que se producirían si el expediente pasaba por las manos de procuradores y abogados; juzgar “sin ruido, sin recelos y quizá con un casi total olvido del público”. En fin, temía más a la publicidad que pudiera adquirir el caso que a la “conspiración” misma. Antes de que llegara con notable retraso la ambigua respuesta de la Corona, Marquina ya había decidido que la mejor manera de actuar con las denuncias sobre “conspiraciones revolucionarias” era adjudicarse a sí mismo el conocimiento exclusivo de esos casos, y así procedía ya al indagar otra denuncia sobre una supuesta conjura fomentada por los ingleses. En vez de juntas extraordinarias, Marquina mantuvo una correspondencia directa con el denunciante; tramó una averiguación secreta sobre él y terminó por arrestarlo, convencido de que todo había sido un engaño con el fin de vengarse de otros sujetos y de obtener méritos para solicitar premios a la Corona.64 Así, Marquina parece haber visto mayor peligro en las falsas denuncias y en la supervivencia de los rumores sobre conspiraciones, que en los pretendidos movimientos. Una “atroz maquinación” de criollos contra gachupines, como la había llamado Azanza, podía ser un incidente menor que no requería de un castigo estrepitoso y quizá contraproducente. Tal parece, pues, que en el tránsito del siglo XVIII al XIX había fuertes discrepancias sobre la manera de proceder, juzgar y castigar los indicios de sedición. La solución de Marquina no sólo contrastaba con la estrategia de Azanza, sino con la manera en la que la Audiencia de Caracas había resuelto el caso de la Guaira un año antes. Esta última consideración nos basta para confirmar que las “conspiraciones revolucionarias” nunca fueron asuntos claros ni fáciles de juzgar y que, por lo tanto, esconden numerosos fenómenos bajo ese nombre genérico. A lo largo de varios años, las autoridades americanas seguían aprendiendo a lidiar con esas amenazas engañosas que crecían o menguaban al vaivén de los rumores y del miedo.

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Carta reservada n. 15 de Marquina a Urquijo, 11 de junio de 1800. Carta n. 16, 25 de junio 1800. AGI, Estado, 28, n. 85 y n. 87. Sobre una falsa conspiración delatada por Antonio de Benítez Gálvez.

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