Los Memoriales de don Juan Ortiz de Cervantes y la cuestión de la perpetuidad de las encomiendas en el Perú (siglo XVII)

October 5, 2017 | Autor: A. Coello de la Rosa | Categoría: Spanish Colonial Peru
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Los Memoriales de don Juan Ortiz de Cervantes y la cuestión de la perpetuidad de las encomiendas en el Perú (siglo XVII) a

Alexandre Coello de la Rosa a

Universitat Pompeu Fabra Published online: 08 Dec 2014.

To cite this article: Alexandre Coello de la Rosa (2014) Los Memoriales de don Juan Ortiz de Cervantes y la cuestión de la perpetuidad de las encomiendas en el Perú (siglo XVII), Colonial Latin American Review, 23:3, 360-383, DOI: 10.1080/10609164.2014.972700 To link to this article: http://dx.doi.org/10.1080/10609164.2014.972700

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Colonial Latin American Review, 2014 Vol. 23, No. 3, 360–383, http://dx.doi.org/10.1080/10609164.2014.972700

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Alexandre Coello de la Rosa Universitat Pompeu Fabra

‘En aquel Reino Peruano ay dos Repúblicas, la una de Españoles que de este han ido y nacido en él, y la otra de los Indios naturales, y esta es la principal parte, porque con ellos, como un cuerpo con los nervios y huesos está en pie, se sustenta y conserva, y sobre los hombros de ellos estriba todo el peso de la máquina de aquel Reino.’ (Ortiz de Cervantes 1968, f. 1)

Así escribía el jurista limeño don Juan Ortiz de Cervantes, cuyas palabras recordaban poderosamente las del cronista ayacuchano Felipe Guamán Poma de Ayala (1538?– 1620?), quien en 1613 se expresaba en los mismos términos: los Incas fortificaban las columnas sobre las que se sostenía Potosí, y por ende, el Imperio.1 Las reformas del Virrey Francisco de Toledo (1569–1580) no habían dado sus frutos. Los indios abandonaban sus reducciones para alquilarse como mano de obra en las minas, obrajes y chácaras, fomentando el forasterismo y el mestizaje.2 Asimismo las enfermedades causaban estragos en el Cuzco. Entre junio y noviembre de 1614 una peste de garrotillo diezmó su población e incluso algunos vecinos feudatarios habían muerto.3 Si el principal objetivo de las reducciones toledanas había consistido en proveer las minas de Potosí y Huancavelica de mano de obra estable, la disminución o negativa de los indios a cumplir con sus servicios correspondientes en las minas acabó reduciendo la cantidad de mitayos, afectando la producción de la industria minera.4 En este contexto de crisis, el licenciado Ortiz de Cervantes, nombrado procurador del cabildo del Cuzco, se entrevistó con los poderosos de la corte en Madrid para defender los intereses de los encomenderos de la región. No era la primera vez que solicitaban esta merced. En 1601, el dominico fray Salvador de Ribera y Dávalos (1545–1611) había escrito un Memorial al rey Felipe III solicitando la concesión de las encomiendas a perpetuidad, pero su petición fue desestimada (Goldwert, citado en Hampe 1986, 187).5 Unos años después, el licenciado Ortiz de Cervantes escribió un Memorial (Madrid, 1619) al Consejo de Indias por el que solicitaba que las dos terceras partes de las encomiendas se perpetuasen en los hijos y descendientes de los beneficiados, y la otra parte se encomendase por una sola vida (Ortiz de Cervantes © 2014 Taylor and Francis on behalf of CLAR

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M1619, f. 7v). Se trataba del primero de una serie de tres Informes o Memoriales —el Memorial sobre pedir remedio del daño, y disminución de los Indios (Madrid, 1619), la Información en favor del derecho que tienen los nacidos en las Indias a ser preferidos en las prelacías, dignidades, canonjías, y otros beneficios eclesiásticos, y oficios seculares de ellas (Madrid, 1620) y el Parabién al Rey D. Felipe IV Nuestro Señor que da la cabeza del Reino del Perú (Madrid, 1621)— que se articulaban con las propuestas de los jesuitas peruanos para la reforma y conservación de los pueblos andinos del seiscientos. Para este ensayo hemos utilizado los ejemplares existentes en la John Carter Brown Library (Providence, EEUU), un centro independiente fundado en 1825 para la investigación histórica. El Memorial sobre pedir remedio del daño, y disminución de los Indios, fue publicado por primera vez en castellano en 1968. Tiene una extensión de 18 folios, y aunque es un texto conocido por los especialistas, considero que no ha recibido la atención que merece. Puente Brunke señaló la persistencia de los encomenderos del Cuzco con respecto a la perpetuidad, enfatizando el prestigio social que proporcionaban las encomiendas a sus poseedores (Puente Brunke 1992, 87, 93). En este sentido, el nombramiento de don Juan Ortiz de Cervantes como su procurador general representó una nueva vuelta de tuerca a las críticas contra los encomenderos por la imposición del servicio personal, reivindicando las bondades de su ‘modelo civilizador’ frente a la rapacidad de los corregidores y funcionarios reales. En un contexto en el que las vías de obtención de recursos económicos eran variadas, las encomiendas se transformaron ‘en una renta más a cuya concesión podían recurrir las autoridades para recompensar servicios diversos’ (Puente Brunke 1992, 87–88, 306). Recientemente, el historiador Carlos Gálvez-Peña ha llamado la atención sobre el carácter arbitrista del Memorial (1619) en defensa de los beneméritos criollos del Perú.6 En mi opinión, la concesión de las encomiendas a perpetuidad se contemplaba como la forma de garantizar la estabilidad necesaria que permitiera reubicar a los indios en sus pueblos, acabar con el forasterismo y la ‘peste idolátrica’ (Urbano 1999). La encomienda pasó, así, de ser un derecho otorgado por el rey a través del cual se premiaba las conquistas militares de los españoles, a una institución socio-económica que encarnaba la explotación de los indios, para finalmente convertirse en la punta de lanza que garantizaría ‘la conservación, acrecentamiento y seguridad de aquellas provincias [del Perú]’ (Aldea Vaquero 1993, 416). Estas palabras, que corresponden al Informe o Memorial que el jesuita zamorano Diego de Torres Bollo (1551–1638) presentó al Consejo de Indias en 1603, comparten muchos de los argumentos sostenidos en el Memorial (1619) de Ortiz de Cervantes. En este ensayo sugiero que los argumentos del procurador Ortiz de Cervantes se situaron en la órbita del proyecto civilizador que la Compañía había diseñado para el Perú, compartiendo la reorganización de las fronteras políticas y eclesiásticas del Virreinato. Para ello trató de resituar al encomendero en un modelo de organización social, apuntado ya por los jesuitas peruanos, que garantizara un ordenamiento político interno en defensa del bien común (Torres Bollo, Informe, en Aldea Vaquero 1993, 424–32).

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La perpetuidad de las encomiendas a debate Desde mediados del siglo XVI, el cabildo, instrumento político de los encomenderos, mineros y comerciantes, se encargaba de elegir a los procuradores de sus respectivas ciudades. La elección recaía en los sujetos más destacados, con sólida experiencia y formación, capaces de tratar los asuntos más comprometidos. Este fue el caso del licenciado don Antonio de Ribera, representante de la élite encomendera, quien en 1555 ofreció al monarca la cantidad de 7.600.000 pesos por la venta de las encomiendas a perpetuidad con pleno dominio jurisdiccional sobre sus indios, incluyendo el poder para ejecutar leyes y dictar sentencias (Goldwert 1955–1956, 350–51; Castro 2007, 139–40). Con esta medida pretendían despojar a los señores étnicos de su jurisdicción civil y criminal. Pero ello no garantizó la estabilidad del Perú, sino más bien lo contrario (Ortiz de Cervantes M1619, ff. 5v–6r). A mediados de 1562 las negociaciones entre la Corona y el ‘partido de los encomenderos’ se habían estancado. Su exigencia de la plena jurisdicción civil y criminal sobre los indios dificultaba el entendimiento entre ambas partes. A su vez, los religiosos liderados por el dominico fray Domingo de Santo Tomás no dieron su brazo a torcer. Los superiores de las órdenes de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín escribieron un Memorial al Consejo de Indias, con fecha en Lima, 8 de abril de 1562, en que afirmaban que la concesión de la perpetuidad significaría la total destrucción del Perú (Puente Brunke 1992, 80–81). Poco después, el 4 de mayo de 1562, los comisarios don Diego Briviesca de Muñatones, miembro del Consejo de Castilla, don Ortega de Melgosa, del Consejo de Hacienda, y don Diego de Vargas Carvajal, escribieron un informe a Felipe II en el que mostraban su desconfianza de la fidelidad de los encomenderos a largo plazo al tiempo que reconocían la necesidad de asegurar la mano de obra indígena para la explotación de la industria minera (Pereña 1976, 438). Las tensiones entre los encomenderos y los curas doctrineros iban en aumento. En este orden de cosas, personalidades destacadas de la Audiencia de Lima, como los licenciados don Pedro de Mercado de Peñalosa y don Hernando de Santillán, defendían posturas conciliatorias, como la perpetuidad de las encomiendas sin jurisdicción civil ni criminal (Goldwert 1955–1956, 355). Pero al mismo tiempo, recomendaban la concentración de los indios en pueblos o reducciones (Santillán 1968, 385–86). Ello chocaba con los intereses de poderosos encomenderos y altos funcionarios del Perú, como don Juan Polo de Ondegardo,7 don Pedro Ortiz de Zárate, don Mancio Serra Leguizamo, don Francisco de Ampuero y Cocas, don Alonso de Mesa y don Juan de Pancorbo, entre otros, quienes aspiraban a convertirse en una aristocracia de hombres principales mediante la venta de un tercio de todas las encomiendas a perpetuidad por parte de la Corona (Puente Brunke 1992, 82; Castro 2007, 144). En octubre de 1564 llegó el gobernador Pedro Lope García de Castro (1564–1569) con el objetivo de imponer corregidores en las provincias de los indios (Ordenanzas, 1565). Si hasta entonces los religiosos del ‘partido de los indios’ y los curacas habían

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mantenido la alianza frente a la elite encomendera, a partir de 1566 las críticas de fray Domingo de Santo Tomás se dirigieron sobre todo a los nuevos funcionarios coloniales impuestos por el gobernador Castro (Sempat Assadourian 1994, 239–44). En este contexto de nuevas alianzas, el procurador y encomendero don Antonio de Ribera ofreció una considerable suma monetaria a Felipe II a cambio de garantizar el mantenimiento de las propiedades y privilegios inherentes a su condición de descendientes de conquistadores del Perú (Goldwert 1955–1956, 352–54). Pero la Corona se negó porque temía consolidar las aspiraciones señoriales de los primogénitos mestizos, tanto legítimos como naturales de ‘mala inclinación’, por encima de los hijos varones de legítimo matrimonio a través del mayorazgo en Indias (Presta 1999, 454–55). Ello provocó un profundo malestar ‘entre la gente de esta tierra’ al ver frustradas sus aspiraciones señoriales y sentirse despojados de sus derechos como descendientes de los legítimos conquistadores del Perú.8 En la década de 1570, la llegada del Virrey Francisco de Toledo consolidó el aparato burocrático español en el Perú. Uno de sus principales objetivos consistió en socavar el poder del conquistador-encomendero, reduciendo la población nativa a pueblos de indios y moralizando sus costumbres, consideradas perjudiciales para la moral cristiana. Paralelamente a esta reorganización del territorio andino, Toledo impulsó la mita o turno de trabajo obligatorio, recuperando de este modo la producción de plata potosina. El aumento de las tasas y las duras condiciones de los mineros de Potosí y Huancavelica provocaron la huida de muchos indios de sus reducciones, lo que motivó las quejas del padre José de Acosta (1540–1600) y de importantes juristas y eclesiásticos (Levillier 1921, 1:476). En contraste con la posición inicial de fray Domingo de Santo Tomás, situado al amparo de las Leyes Nuevas y de la prédica indigenista, el provincial jesuita no abogaba por la drástica abolición de las encomiendas a personas particulares. Al contrario, su licitud dependía del compromiso de sus titulares a velar por el bienestar temporal y político de los indios a ellos encomendados (Acosta 1984, Libro III, Cap. 14, 482–89). Las reformas administrativas y fiscales del Virrey Toledo estaban perjudicando no sólo las rentas de la iglesia, sino también los intereses económicos de los poderosos encomenderos y señores de la coca. Las encomiendas sustentadas sólo a través de la administración del tributo nunca existieron realmente. Sus ingresos eran variados y no dependían exclusivamente de las rentas, como dejaba entrever Ortiz de Cervantes en su Memorial (Ortiz de Cervantes M1619, ff. 7v, 13v). Desde la década de 1540 muchos de ellos, ubicados en las regiones de Huánuco, Arequipa, Huamanga y Cuzco, funcionaban como auténticos empresarios dedicados a la producción obrajera y cocalera, pero su riqueza e influencia había disminuido a consecuencia de las reformas toledanas (Glave 1989; Escandell-Tur 1997; León Gómez 2002, 187–98; Numhauser 2005). Efectivamente, el Virrey Toledo dividió y subdividió las grandes encomiendas en varias más pequeñas, reasignando a la Corona todas las que pudo. Este sistema era vislumbrado como más equitativo, puesto que los españoles podrían disfrutar de una más abundante mano de obra por un tiempo y jornal previamente estipulado.

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Del mismo modo las reformas toledanas permitieron que algunos indios vendieran sus tierras a facciones de encomenderos, pero también a chacareros españoles, a indios ricos ‘mestizos’ y/o ‘criollos’ que se asentaban en los alrededores del Cuzco, lo que supuso la integración de estos recién llegados en el pujante comercio de la coca (Numhauser 2005, 314). Paralelamente fue frecuente la apropiación de las tierras indígenas de los valles de Charcas y Cuzco a través de métodos ilícitos como si fueran ‘baldías’ y ‘realengas’, o mediante operaciones de compra-venta, favoreciendo su privatización. El epicentro del poder privado pasaba así del control de la mano de obra en las encomiendas al control de la tierra en forma de estancias y haciendas con su peonaje indígena (Presta 1995, 175; Glave 2009, 309–13; Puente Brunke 1992, 262–64).9 La reacción de los viejos linajes del Cuzco no se hizo esperar. A mediados de 1571 algunos de los más antiguos encomenderos y regidores del cabildo municipal, como don Juan de Pancorbo (¿–1575), don Diego de los Ríos, don Alonso de Mesa10 y don Rodrigo de Esquivel y de la Cueva (1519–1581), entre otros, se reunieron con el Virrey Toledo para discutir la legitimidad de los títulos de propiedad de las tierras situadas en los pueblos de Challapampa, Pillcupata, Hauisca y Tuno, en la provincia de los Andes de Paucartambo (Antisuyo), cuya posesión era un factor de prestigio social.11 Además, las políticas discriminatorias del Virrey hacia los mestizos se plasmaron en una legislación excluyente que marginaba a los hijos de reconocidas autoridades, como don Juan de Pancorbo, don Sebastián de Cazalla y don Juan Polo de Ondegardo (Ruan 2012, 212–14). Apelar de nuevo a la perpetuidad de sus encomiendas, así como al derecho a portar armas, constituyó una forma de cimentar la honra de sus hijos frente a los españoles recién llegados que empezaban a adquirir fama y status con dinero (ARC, Cabildo del Cuzco, 1570, Leg. n° 1. Justicia Ordinaria. Causas Civiles, f. 1). No es mucho lo que sabemos de don Juan Ortiz de Cervantes. Nació en 1580 en Lima. Era hijo legítimo de don Cristóbal Ortiz de Cervantes, factor y contador en las minas de Huancavelica, y doña Leonor de Herrera. Estudió en la Universidad de San Marcos, donde obtuvo los grados de licenciado y doctor en cánones. Allí fue testigo del desembarco en 1604 de una de las mayores expediciones jesuitas enviadas al Perú.12 Estaba integrada por cuarenta y seis jesuitas reclutados en las provincias de Italia y España, según el padre Diego de Torres Bollo, ‘por la grande necesidad que esta provincia tiene de sujetos en tanta muchedumbre de ministerios y puestos tan remotos’ (Egaña 1961, Monumenta Peruana, 7:194 [citado en Maldavsky 2007, 61]). Hacia 1610 Ortiz de Cervantes se estableció en el Cuzco como abogado, buscando una promoción como notario o corregidor (AGI, Audiencia de Lima, 219, n° 1, ff. 1r– 12r; Mendiburu 1876, 2:358). Ocho años después, el alcalde don Rodrigo de Esquivel y Zúñiga (¿–1628), junto con diversos vecinos, encomenderos y feudatarios de la antigua capital del Tawantinsuyu, lo designaron como Procurador General con el fin de solicitar la perpetuidad de las encomiendas del Perú.13 Como es sabido, la institución de procuradores de pueblos y ciudades, de antigua tradición en los reinos de España, había sido autorizada por el Emperador Carlos V

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mediante dos Reales Cédulas promulgadas en Barcelona y Toledo en 1528. Posteriormente, Felipe III modificó esta prerrogativa, estableciendo que los gastos ocasionados por los procuradores no fueran sufragados por los propios cabildos (Bromley 1954, 76). Ello no fue obstáculo para que Ortiz de Cervantes solicitara la correspondiente autorización al Virrey Francisco de Borja y Aragón (1615–1621) para viajar a España. La licencia fue obtenida a primeros de diciembre de 1617 (ARC, Fondo: Cabildo. Sección: Libros del Cabildo. Libro 11 (1613–1618), f. 185r/v) pero como señala el historiador José de la Puente, desconocemos la opinión del Príncipe de Esquilache sobre las aspiraciones de los encomenderos cuzqueños.14 Asimismo el 17 de marzo de 1618 don Andrés de Manzaneda, escribano del cabildo municipal de La Paz (o Chuquiabo), le otorgó otro poder al procurador Ortiz de Cervantes para que representara sus intereses en la corte de Madrid (Mogrovejo de la Cerda 1983, 136). Según Glave, las autoridades de La Paz denunciaron un alzamiento en 1613, liderado por Gabriel Cusi Quispe, con el objetivo de impedir que los indios pacajes acudieran al servicio personal de los tambos, pues ya acudían por mita a los centros mineros, además de Potosí (Glave 2009, 320–21). En este sentido, el nombramiento de Ortiz de Cervantes como procurador de La Paz no fue sino otro episodio de esta lucha por la escasez de los recursos indígenas. Una vez en la corte madrileña, en 1621 fue nombrado fiscal de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá, desde donde continuó denunciando las arbitrariedades y abusos de los corregidores (Ruiz Rivera 1975, 239). En 1628 ascendió al cargo de oidor, el cual desempeñó hasta su muerte el 24 de septiembre de 1629 (Rodríguez Freyle 1859, 218–19). Según Ortiz de Cervantes, el Virrey Toledo había recibido órdenes de Felipe II ‘para tratar desta perpetuydad por el año de 1572, y vista la tierra, y lo que convenía, escribió a su Majestad […] algunas máximas, o proposiciones’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 6r).15 La primera proposición consistía en reconocer la minoría de edad de los indios, lo que justificaba su tutela permanente por parte de los encomenderos.16 La segunda reconocía las dificultades para reunir el monto ofrecido por el procurador don Antonio de Ribera, y en caso de que pudiera hacerse, decía, ‘no convenía a su Majestad, ni al Reyno, porque con tan gran sangría quedaría desflaquecido para no volver en sí’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 6r). Finalmente Toledo, defendiendo un principio regalista, rechazó la perpetuidad como un derecho generalizado para todos los encomenderos, reservándola sólo para ‘algunas casas de hombres conquistadores principales, porque era necesario que hubiera cabezas perpetuas, y fuertes, como la hay en todos los Reinos políticos que se conoce’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 6r). Mediante la concesión de algunas encomiendas, pensiones, rentas o situaciones, el Virrey pensaba crear una pequeña oligarquía terrateniente que reconociera los privilegios de los ‘primeros descubridores, conquistadores y pobladores beneméritos de este Reino’ y de sus hijos naturales, ya fueran mestizos o criollos, por encima de los miles de españoles no encomenderos que presionaban para obtener tierras y equipos de trabajadores indígenas.17 Su objetivo era consolidar la posición privilegiada de algunas familias beneméritas, muchas de las cuales se habían empobrecido a causa de la disminución de los indios (Ortiz de Cervantes M1619, f. 7r).18 Y la pobreza, como

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es sabido, favorecía el exceso y la ‘mala codicia’, perjudicando el bien común. Sin embargo, nada de esto tuvo efecto, lamentaba el procurador, ‘ni se proveyó dello cosa alguna’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 6r).

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La restitución de las encomiendas en un contexto de crisis Mientras que las encomiendas han sido generalmente estudiadas como depredadoras de la realidad socio-económica del mundo andino (Hanke 1965; Friede y Keen 1971; Pérez Fernández 1986), la historiadora Aliocha Maldavsky (2011, 239–50) ha llamado la atención sobre la necesidad de analizarlas desde un ángulo socio-político y religioso. En un brillante artículo señala que los encomenderos estaban atenazados por un discurso lascasiano (De Thesauris, 1564–1565) que hacía énfasis en la restitución y caridad como un medio de conseguir el perdón divino por las faltas cometidas en vida (Maldavsky 2011, 239–50).19 El ‘partido de los indios’ había dejado una huella profunda en la diócesis de Charcas. Para obtener la salvación de sus almas, el 29 de septiembre de 1582, poco antes de morir, un acaudalado vecino de La Paz, don Juan de Ribas, y su esposa, doña Lucrecia de Sonsoles, fundadora del monasterio cisterciense de la Trinidad, en Lima, hicieron una generosa donación ‘entre vivos’ de tres mil pesos de renta anual para la construcción de una casa y colegio de la Compañía de Jesús, convirtiéndose en sus benefactores oficiales.20 Desde su llegada al Perú en 1568, la Compañía apeló a la bondad natural de los ricos y acaudalados encomenderos de Lima, Cuzco y Arequipa —convertidos en ‘fundadores’, ‘benefactores’ o ‘bienhechores’— para que dotaran a los colegios de una renta fija anual a cambio de ‘una buena tumba para descansar, ellos y sus familiares’ (Rodríguez 2004, 141–63).21 Ciertamente este privilegio no fue exclusivo de los españoles. Para asegurar la salvación de sus almas, algunos indios, como María de Jesús, y su esposo, vecinos del barrio de San Lázaro, en Lima, y miembros fundadores de la Congregación de la Virgen de Copacabana (1592), fueron enterrados en la capilla de indios de la iglesia de San Pablo. A cambio de ceder todos sus bienes a la Compañía de Jesús, María esperaba reunirse con su esposo en la tumba (Ramos 2010, 196). Maldavsky sugiere que no pocas de las fundaciones financiadas por ricos encomenderos constituyeron una forma de restitución por los daños causados a los indios (Maldavsky 2011, 244–47; Rodríguez 2004, 141–63). En De Procuranda Indorum Salute (1589), el padre Acosta señalaba que una de sus obligaciones consistía en ‘ayudar a los indios ya cristianos en la doctrina de la fe y costumbres, y lo demás que es conducente a su salvación’. En caso contrario estaban obligados a restituir a los indios lo que les había sido robado, ‘porque sin cumplir en nada la tarea por la que se han instituido las encomiendas, sin embargo han percibido los tributos’ (Acosta 1984, Libro III, Cap. 12, 473). Sabemos que en 1576, siendo Acosta provincial, hubo numerosas denuncias en la Audiencia de Charcas por su falta de atención en tema de doctrina, exigiéndose la restitución material

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de aquella parte de tributos que había de haber del sacerdote o sacerdotes que habían de doctrinar a los indios encomendados; y esto, así al principio, cuando no había copia de sacerdotes como después que la hay, porque como tengo dicho la parte de tributos que se da por la doctrina no es para el encomendero, sino para los doctrinantes, los cuales faltando por lo nos haber o por no los poner, los indios no deben aquella parte de los tributos, y como cosa no debida, la pueden repedir y se les ha de restituir como cosa ajena y de los mismos indios. (Lissón Chaves 1944, 2:753)

La restitución debía hacerse a los mismos agraviados, o en su defecto, a sus hijos o herederos; sin embargo, también existía la posibilidad de ofrecer obras pías —limosnas, donaciones de poca cuantía y pequeñas rentas— a las comunidades, iglesias y hospitales participando en la fundación económica de colegios jesuitas, quedando así libres de la obligación de reclutar curas de doctrina, ‘puisque cette responsabilité revenait aux évêques’ (Maldavsky 2011, 248; Rodríguez 2004, 145). Este parece que fue el caso de don Juan de Ribas, quien además de fundar un colegio jesuita en La Paz solicitaba que los hijos de San Ignacio se hicieran cargo de los indios de su encomienda de Viacha. Ello parecería confirmar, como sugiere Maldavsky, que ‘la restitution et la charité furent un moyen pour l’Eglise en train de s’organiser de trouver des fonds pour financer l’évangélisation’ (Maldavsky 2011, 249). Al aceptar a los encomenderos criollos como fundadores-benefactores de sus colegios y residencias, los jesuitas instrumentalizaron su temor a la condena eterna, convirtiéndolos en los ‘cristianos viejos’ del nuevo orden colonial (Maldavsky 2011, 250).

Un letrado en la corte de Felipe III En las postrimerías del quinientos, la Corona había restringido los privilegios de los encomenderos y de sus hijos, así como su monopolio del tributo y de la mano de obra nativa, convirtiéndolos en un símbolo de prestigio y estatus social (Bronner 1977, 635– 41; Hampe 1986, 173, 191; Puente Brunke 1992, 87; Maldavsky 2011, 239–50). Como señala Jean-Paul Zúñiga, ser hijo de un conquistador o pertenecer a una familia de beneméritos era suficiente para formar parte de una elite nobiliaria (citado en Maldavsky 2011, 242–50). Sin embargo, su poder había disminuido ostensiblemente, alejándose de la imagen de opulencia y ostentación que proyectaba la nobleza castellana (Bronner 1977, 635). No en vano en 1590 el Virrey García Hurtado de Mendoza (1590– 1596) comentaba que ‘[la clase] mas alcanzada, pobre y perdida que ay en todo el rreyno son los vecinos encomenderos, y los hombres más ricos y caudalosos […] son mercaderes y gente que trata …’ (Levillier 1926, 13:202–3). Nuevos grupos emergentes, en especial burócratas peninsulares, empresarios y comerciantes criollos enriquecidos con la industria minera, el tráfico mercantil y las finanzas fiscales, pugnaban por alcanzar mayores honras y dignidades. En realidad los encomenderos más poderosos constituían un grupo mercantil que abastecía pueblos y ciudades, a quienes el impuesto de la alcabala (1592), que gravaba sobre el comercio interno, interregional e incluso exterior, había perjudicado enormemente.22 Otros, como los del Cuzco, habían visto

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reducidos sus ingresos a causa de la drástica disminución de los indios tributarios, lo que perjudicó sus intereses y los de sus familiares. Para paliar esta situación, el rey Felipe III permitió a sus hijos mestizos acceder a oficios, honras y dignidades, así como heredar las encomiendas de sus padres, siempre y cuando ‘concurrieren en ellos buenas cualidades y respetos’.23 Con el nuevo siglo la política de venta de los cargos públicos, sancionada por la Corona, había favorecido en gran medida a los empresarios y comerciantes que se habían enriquecido con la industria minera, el tráfico mercantil y las finanzas fiscales, pero perjudicó a los miembros de las familias beneméritas o feudatarias, formadas por caballeros hidalgos o antiguos encomenderos con probados servicios a la monarquía, cuyas fortunas en declive contrastaban con el rango social que habían heredado de sus antepasados. Por esta razón muchos hacían donación, venta o traspaso de las encomiendas que tenían en la última vida en terceras personas para que algunos gobernadores o virreyes, como el marqués de Montesclaros (1607–1615), las volvieran ‘de nuevo a encomendar al que las dejó, o aún hijos o a otras personas con que se acrecientan más vidas de que se siguen nuevos daños, e inconvenientes, así por no darse los dichos repartimientos a gente benemérita’ (RAH, Fondo Mata Linares, 9/1753, f. 289v). A resultas de ello, los indios recibían numerosas vejaciones y malos tratamientos de aquellos hacendados que sólo buscaban rentabilizar la inversión (RAH, ‘Real Cédula al Virrey del Perú, Príncipe de Esquilache’ [1618], f. 289r/v). Para remediarlo, en 1608 el Virrey Montesclaros nombró a don Domingo de Luna como juez visitador para la reducción general de los indios de los corregimientos de la jurisdicción del Cuzco, Arequipa y Arica. El objetivo de dicha visita, usualmente a cargo de un cuerpo burocrático, era averiguar el número de indios y establecer las nuevas tasas de tributos que los curacas debían pagar a sus señores. En La Paz y en el Cuzco hubo muchas resistencias, especialmente de los caciques, capitanes y curas doctrineros que tenían tierras, pues, como señala Glave, aparte de no pagar tributo ni ellos ni sus hijos ‘temían que les quitasen su gente de servicio, una capa de indios yanaconizados que había aumentado lentamente a la par que la propiedad privada de la tierra’ (Glave 2009, 386–87). Las mismas facultades otorgadas al visitador Luna para el tema de la reducción fueron concedidas al sevillano don Francisco de Alfaro (1551–1629), quien años después promulgó las famosas Ordenanzas (1611, 1612) por las que se abolía enérgicamente el servicio personal (Gandía 1939; Aldea Vaquero 1993, 138–41). Inspiradas por el provincial del Paraguay, el jesuita Diego de Torres, dichas Ordenanzas insistían en un problema de índole moral que buscaba sobre todo la corrección de abusos. Había que reducir nuevamente a los indios, delimitar las ‘repúblicas’ y aislarlos de las influencias negativas de los españoles, negros, mestizos y mulatos (Mörner 1999, 30). El 10 de octubre de 1618 la Corona, a través del Consejo de Indias, confirmó las Ordenanzas, por lo que los encomenderos y agentes privados del sur andino trataron de situarse en un ámbito de negociación que les garantizara un mayor control de los pueblos de indios, y por ende, de la cada vez más escasa mano de obra nativa (Konetzke 1958, 2:1, 202–28; Aldea Vaquero 1993, 145, 613–20).

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En 1619 el procurador Ortiz de Cervantes partió a España en representación de las ciudades del Cuzco y La Paz. A su llegada se encontró con la destitución del duque de Lerma de algunas de sus atribuciones como valido (1618), lo que permitió a los Consejos —y a sus secretarios— recuperar parte de su autonomía de actuación y una comunicación directa con el rey Felipe III (Fernández Albadalejo 2009, 4:67). El procurador peruano aprovechó esta situación para publicar en Madrid un Memorial sobre pedir remedio del daño, y disminución de los Indios: y proponer ser medio eficaz la perpetuidad de las encomiendas. Dicho Memorial se correspondía con una tradición peninsular ligada a las llamadas letras arbitristas o proyectistas de mediados del siglo XVI, las cuales apelaban al Rey como médico universal.24 En este caso, se trataba de un texto redactado en el Perú que pretendía remediar ‘la disminución de los indios naturales de este reino’, así como la ‘destrucción de sus pueblos y demás encomiendas de indios’, ocasionando a los vecinos feudatarios ‘grandes rebajas y rezagos de sus rentas y suma pobreza y necesidad en que están’ (ARC, ‘Poder de los vecinos feudatarios del Cusco’, f. 118r). La voz del procurador limeño se elevaba con autoridad para asumir la defensa de los ‘españoles’ nacidos en el Reino del Perú como súbditos y vasallos que constituían un mismo ‘cuerpo, y un alma’ con los Reinos de España (Ortiz de Cervantes M1619, f. 7r). Una voz que, sin embargo, no pretendía igualarse con los ‘indios ociosos’, sino reivindicar un espacio de legitimación social que permitiera a los letrados y beneméritos criollos asesorar en temas de gobierno, con derecho a ostentar los mismos honores y privilegios que sus homónimos peninsulares (Gálvez Peña 2008, 43).25 La argumentación del procurador Ortiz de Cervantes descansaba sobre dos elementos de especial interés. Por un lado, su denuncia del abuso de la mano de obra nativa por parte de corregidores, tenientes de corregidores y curas doctrineros, así como por la dureza de la mita minera, que había conducido a un colapso demográfico sin precedentes. Por el otro, la defensa de las encomiendas a perpetuidad como el único modo de evitar la huida de los indios de sus reducciones y el consiguiente aumento de la superstición y la idolatría.26 Como señala García Cabrera, el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero desarrolló una intensa política extirpadora en Santa Fe de Bogotá. En el Sínodo diocesano de 1606 se estipularon medidas concretas contra la idolatría, entregando a la Compañía de Jesús la supervisión y reorganización de la evangelización del Nuevo Reino de Granada (García Cabrera 2011, 182–85). A su llegada a la sede limeña en 1609, los jesuitas participaron con entusiasmo en una de las campañas misioneras más importantes realizadas desde Lima. Tras el famoso auto de fe que tuvo lugar en diciembre de 1609, el universo mítico andino se transformó en un universo falso y diabólico que había que extirpar. Fue el primer paso de lo que Henrique Urbano ha denominado la invención jesuítica de la mitología andina (Urbano 1993, 283–304). Sin embargo, para los provinciales de las órdenes mendicantes, así como para los obispos del Cuzco y Charcas, el asunto se había exagerado mucho y sus diócesis estaban ‘limpias de idolatrías’. Según el historiador Nicholas Griffiths, se trataba más bien de una estrategia preventiva que pretendía evitar la intromisión de los jesuitas en

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sus parroquias. Si no había idolatrías, no era necesaria la intervención de los misioneros y visitadores ignacianos (Griffiths 1996, 54–64). En otro orden de cosas, la economía mercantil había entrado en una fase de acelerada expansión. La gradual monetarización de la economía operaba como el principal móvil de integración de otras actividades paralelas a la minería, como el comercio, resultando de este engranaje una estructuración en el sistema de intercambios que absorbió el trabajo de las comunidades indígenas, fragmentando el modelo de las dos naciones, o repúblicas de españoles y de indios (Glave 2009, 292–93; David Cook 2007, 51–242). Bajo su tutela, los encomenderos se comprometían a garantizar la continuidad del viejo modelo republicano, basado en dos comunidades separadas, unidas bajo la cabeza del rey (Ortiz de Cervantes M1619, f. 8r/v). La defensa de este modelo social reconocía la importancia de la religión como principio constituyente y conservador de la vida política. Pero dicho modelo no era del todo original, sino que tenía mucho que ver con la preocupación expresada ya por algunos jesuitas sobre los agravios que recibían los indios y su alarmante disminución. Este fue el caso de la Breve Relación (1596), atribuida al jesuita navarro Antonio de Ayanz, pero en cuya gestación colaboraron probablemente otros jesuitas de la altiplanicie andina, como el entonces rector del Colegio del Cuzco, el padre Diego de Torres Bollo (1586–1592) (Aldea Vaquero 1993, 239–331). Sus críticas se dirigieron principalmente contra el control que los corregidores y señores étnicos ejercían sobre el transporte de mercancías a larga distancia (trajines de vino, coca, etc.) y sobre todo contra la mita minera, que obligaba a los indios a ausentarse de sus pueblos para trabajar en Potosí por un mísero salario que ascendía a dos pesos y medio corrientes a la semana, equivalente a 20 reales (Aldea Vaquero 1993, 247; Zavala 1979, 68). Estos abusos provocaron el despoblamiento de las encomiendas y reducciones porque los mitayos o ‘indios de cédula’, en lugar de regresar a sus pueblos de origen, optaban por alquilarse como ‘indios mingados’ (o jornaleros de mingas) (Zavala 1979, 68; Puente Brunke 1992, 147–49). Su especialización en determinadas tareas les proporcionaba un mayor salario —18 ó 20 pesos por semana— así como mejores condiciones de trabajo (Cole 1985, 3–9; Saignes 1984, 27–75). Aunque no tenían el peso económico de los potosinos, muchos se trasladaban a los valles (cálidos) orientales de Cochabamba y La Plata para alquilarse como yanaconas agregados a las fincas o heredades de españoles (Saignes 1984, 31–32). El objetivo de la Compañía consistió en evitar que las autoridades civiles monopolizaran la mano de obra indígena (Matienzo 2008, 74–83). Las opiniones vertidas en la Relación del padre Ayanz fueron reforzadas por un grupo de jesuitas de gran prestigio en la orden, entre los que se encontraban el reputado teólogo Juan Pérez Menacho (1565–1626), catedrático en el Colegio de San Pablo y en la Universidad de San Marcos, así como los padres Juan Sebastián de la Parra (1546– 1622), Esteban de Ávila, Manuel Vázquez y Francisco de Vitoria, quienes en su Parecer (1599) reprobaron el servicio personal de los indios en las minas por ser contrario al aumento y conservación del Virreinato del Perú (Aldea Vaquero 1993, 335–44). La Real Cédula de Valladolid, con fecha 24 de noviembre de 1601, prohibió

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el servicio personal y repartimiento de indios, pero la institución de la mita había quedado intacta. El 30 de julio de 1602 los jesuitas de Lima escribieron una carta al Virrey Luis de Velasco y Castilla (1596–1604), hostil al servicio personal obligatorio, oponiéndose al aumento de la mita minera. En opinión de los religiosos, ‘acrecentar indios (de repartimiento) para minas es ilícito y contra todo buen govierno y justicia, como lo sienten y afirman todos los hombres dotos del Reino y fuera de él’. Dicha carta estaba firmada por el rector del Colegio Máximo de San Pablo, el padre aragonés Joseph Tiruel (1532–1605), por su paisano, el también aragonés Juan Sebastián de la Parra (1545–1622), el catalán Baltasar de Piñas, así como por los limeños Juan Pérez Menacho y Diego Ramírez, el malagueño Diego Felipe Claver y el granadino Luís de Valdivia (Egaña 1961, 7:920–21). Por su parte los franciscanos, como la mayoría de los jesuitas, se habían manifestado a favor de la Real Cédula de 1601. Pero también hubo disensiones entre la orden seráfica. El Tratado que contiene tres Pareceres Graves en Derecho (Lima, 1604), escrito por el franciscano Miguel de Agia, parecía confirmar la dependencia de la Corona respecto a la mano de obra indígena. Obligar a los indios a trabajar en la mita minera era sin duda ilegal, pero se trataba de una compulsión moderada, filial y no servil, como de maestro a discípulo.27 Esto se justificaba por la salvación de sus almas, pero también por el bien de la República (Gálvez Peña 2008, 58–59). Habiendo indios, decía Ortiz de Cervantes, ‘son buenas las minas, que sin ellos no valen nada’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 17v). Sin embargo, ese fue precisamente el talón de Aquiles de los encomenderos, desplazados por los jueces y corregidores temporales, probablemente por temor a que acabaran obstaculizando el reclutamiento de la mita minera (Zavala 1979, 232).28 En una ocasión, el provincial jesuita Juan Sebastián de la Parra (1609–1616), cuya fama de predicador era de sobras conocida, reprehendió al mismísimo Virrey del Perú, marqués de Montesclaros, por las duras condiciones de trabajo en las minas de Huancavelica, donde se sacaba el azogue para Potosí, ‘y donde más que en ninguna otra parte del reino padece esta pobre gente’ (Varones ilustres de la Compañía de Jesús 1889, 4:71).29 Su autoridad moral era tal que obligó al Virrey Montesclaros a visitar las minas y galerías de Huancavelica, comprobando el riesgo que existía para los indios.30 El 6 de julio de 1608 partió de Lima y después de cuarenta días de inspeccionar las galerías quedó claro que los indios no podían ser compelidos por la fuerza a trabajar en las minas o haciendas, sino voluntariamente, pagándoles un salario justo (Lohmann Villena 1949, 216). Pero ello no siempre sucedía, lo que provocó la descomposición de muchos pueblos a causa de las migraciones a otras regiones libres de la mita de plaza.31 Para algunos historiadores, forasterismo y yanaconaje no deberían analizarse como un elemento negativo, sino como un retorno a patrones de asentamiento prehispánicos (o pre-incas) basados en aldeas nucleares (‘pueblos viejos’) apartadas por cada ayllu. Los informes de Ayanz ocultaban, según Saignes, los ciclos de desplazamientos y ocupaciones periódicas de los espacios territoriales andinos (Saignes 1984, 37). Estas migraciones —o huidas de los pueblos o reducciones— no eran solamente consecuencia

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de los trajines, sino que constituían estrategias de adaptación a un sistema económico mercantil (Sánchez-Albornoz 1983, 31–46). Esta coyuntura de crisis estaba provocando una desintegración étnico-social en todo el Virreinato peruano que algunos jesuitas, como Juan Sebastián de la Parra, no dudaron en denunciar desde el púlpito.32 A comienzos del siglo XVII, el corregidor de la Villa de Potosí, don Pedro de Lodeña (1602–1607), escribió al Rey avisándole del peligro que representaba la gran cantidad de mulatos, mestizos y zambaigos que vagaban ociosos sin oficio ni ocupación. En su mayoría ilegítimos, los mestizos eran considerados de moralidad dudosa.33 Para evitar la influencia nociva que podían ejercer sobre los indios, el Parecer de 1610, firmado por ocho jesuitas que vivían o habían vivido en el Colegio de la Villa Imperial de Potosí, encabezados por su rector, el padre Valentín de Caravantes, abogaban por su reducción ‘porque así se aumentará mucho la labor del cerro y beneficios, como consta claramente al que lo considera bien’ (Caravantes et al. [1610], citado en Aldea Vaquero 1993, 461–93). El crecimiento de la demanda minera requería dotaciones de trabajadores permanentes y flujos estacionales de mitayos que no siempre se cumplían.34 A resultas de ello, las encomiendas empezaron a perder buena parte de sus indios de servicio para convertirse en yanaconas o trabajadores asalariados.35 Ello dio lugar a la proliferación de una gran cantidad de mestizos ilegítimos de baja extracción social que se movían libremente en espacios fronterizos —pulperías, chicherías, arrabales, mercados, etc.— a través de estrategias transgresoras con las que alteraban el orden colonial.36 Para impedir que los indios y mestizos pudieran enriquecerse con su trabajo era necesario controlar su movilidad, garantizando al mismo tiempo su seguridad y bienestar espiritual.37 A juicio del padre Torres Bollo, la solución pasaba por prohibir explícitamente que los españoles, negros y mestizos residieran en los pueblos de indios, con lo que se evitaría la multiplicación de mestizos ilegítimos.38 Bajo la supervisión de sus encomenderos, las indias volverían a concebir indios ‘puros’ —y no ‘mestizos impuros’— que pasarían a depender directamente de las autoridades eclesiásticas. El control de la sexualidad de aquellas indias ‘fáciles’ quedaría bajo la supervisión de los párrocos, lo que justificaba la necesidad de ‘reducirlos’ (Torres Bollo, Informe [1603], en Aldea Vaquero 1993, 426–27).39 Aunque sin citarlo, la opinión del procurador Ortiz de Cervantes concordaba plenamente con la del padre Torres sobre la necesidad de moralizar a los indios del Perú. Para borrar cualquier sombra de paganismo se hacía necesaria la intervención de los padres jesuitas, quienes no sólo habían participado activamente en la consolidación de la doctrina de Juli (1576), a orillas del lago Titicaca, sino también en la extirpación idolátrica de la diócesis de Lima, con notable éxito (1609–1620) (Ortiz de Cervantes M1619, f. 16v–17r; Ortiz de Cervantes M1620, f. 12v). Ordenar que los indios vivieran ‘en policía humana y cristiana’ era la mejor manera de reducir el margen de maniobra de los corregidores, curacas y curas doctrineros sobre los núcleos indígenas, evitando ‘que [los indios] contraten, porque esto se les ha de prohibir rigurosamente’ (Ortiz de Cervantes M1619, f. 12v). Si los indios huían de sus reducciones, los curacas los encubrían por sus intereses particulares. Por el contrario,

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los corregidores los acogían en sus distritos, pero a cambio los obligaban a trabajar en sus trajines y repartos de mercancías por un exiguo salario. Del mismo modo, los curas doctrineros, los cuales a menudo caían en el pecado grave de la simonía, se beneficiaban de los indios forasteros al cobrarles a cada uno un peso ensayado por la administración anual de los sacramentos. En 1602 el padre Diego de Torres, actuando como Procurador General de los jesuitas del Perú, había denunciado la continua explotación de los indios y los agravios que recibían de los españoles a don Pedro Fernández de Castro (1576–1622), presidente del Consejo de Indias (1603–1609), y a Felipe III en la corte de Madrid (Matienzo Castillo 2008, 76). El obispo de Charcas, fray Alonso Ramírez de Vergara (1597–1602), ya había informado al rey de la proliferación de blancos pobres, sin fortuna, que pasaban como soldados a las Indias. En palabras del obispo extremeño, ‘está el reino lleno de ladrones, jugadores fulleros y gente perdida de todos estados y como langostas talan la tierra y comen la hacienda de los indios’ (Glave 1993, 55–56). La resolución del padre Torres de acabar con la arbitrariedad e injusticia del ‘tiránico servicio personal’, particularmente de manos de los corregidores, tan detestados por los indios, le llevó a escribir dos Memoriales (1603) y su famosa Relación Breve (Roma, 1604), en la que hacía referencia a la provincia del Perú como la más pobre del Nuevo Mundo, ignorante y con gran infidelidad (Lohmann Villena 1957, 464; Piras 1998, 293–303). Las resistencias fueron muchas, lo que supuso problemas de conciencia para la absolución de los que se negaran a acatar las reformas. En la Carta Anua de 1611, el padre Torres lamentaba la falta de colaboración de los encomenderos de Tucumán, los cuales, engañados por el Demonio, se negaban a dar las ‘cortas limosnas’ que solían hacer, ‘estorbando a los pocos que las han querido hacer y aun enojo [de] los sermones y misas de los nuestros’ (Carta Anua de 1611 de la Provincia del Paraguay, citada en Matienzo 2008, 75–76). Para evitar la ruina de la República indiana, el Informe o Parecer de 1603 reflejaba una posición en la que se esperaba que el encomendero, lejos de ser el problema, pasara a ser la solución (Diego de Torres, Informe [1603], en Aldea Vaquero 1993, 415–21). Del mismo modo, Ortiz de Cervantes abogaba por la perpetuidad de las encomiendas y el ‘buen gobierno’ del Perú, lo que suponía ingenuamente la eliminación de los corregidores de sus áreas de influencia. Este era un derecho que desde hacía tiempo reclamaban los hijos, nietos y descendientes —criollos, mestizos— de los antiguos conquistadores, pero también los peninsulares —soldados, oidores— que habían servido fielmente al Rey.40 Frente a las acusaciones vertidas por aquellos que denunciaban a los encomenderos por violar la libertad natural de los indios, agraviándolos como si fueran esclavos, el procurador limeño dirigió su dedo acusador hacia los corregidores. No sólo el jesuita Diego de Torres sino ilustres religiosos, como el arzobispo de Lima, Toribio Alfonso de Mogrovejo, así como numerosos obispos, habían escrito cartas y memoriales al rey Felipe II denunciando la insaciable codicia de los magistrados locales. A causa de su escaso arraigo a la tierra, fueron acusados de la miseria moral y material en la que vivían los pueblos andinos, así como de intromisión en asuntos religiosos (Coello 2006). Otros memorialistas, como

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el granadino Juan de Aponte, aseguraban que eran ‘como la langosta de Castilla, que donde se asiente lo consume y tala’. Asimismo se les acusaba de apropiarse de los fondos de las Cajas de Comunidad y de negociar con ellos en su propio beneficio (Molina 2003–2004, 471). Por el contrario, Ortiz de Cervantes presentaba a los vecinos feudatarios como buenos y leales súbditos cuyo principal interés consistía en la conservación del Reino. A diferencia de los corregidores, quienes sólo miraban por su interés particular, los encomenderos pretendían recuperar las funciones de las que habían sido relevados, en 1565, en beneficio de los magistrados coloniales, convirtiéndose así en los fieles defensores de los intereses del rey (Lohmann Villena 1957, 464).

Epílogo ‘Siendo V.M. el sol de justicia, que por movimiento divino ha amanecido en [31 de] abril [de 1621] tan temprano, en la tierna edad de 16 años, tan claro en la capacidad, para la tierra de la mayor Monarquía’. (Ortiz de Cervantes M1621, f. 1r)

Con estas palabras se expresaba el licenciado Ortiz de Cervantes, en clara referencia a la figura de Felipe IV como astro solar, de quien se esperaba que perpetuase el amor a sus vasallos. Para el jurisconsulto limeño, los españoles nacidos en el Perú se consideraban a sí mismos ciudadanos más ‘justos y virtuosos’ que los peninsulares porque eran capaces de reproducir esa misma conexión amorosa entre la cabeza (rey, Virrey, oidores) y los miembros del cuerpo político. También se consideraban los más leales vasallos del rey (León Pinelo 1630, f. 79r). Entre 1614 y 1615 se registraron diferentes entradas de corsarios holandeses en las costas de Santiago, Arica y Callao, causando alarma entre la población. El encomendero de Pisco, don Lorenzo de Zárate y Solier, haciendo gala de un sentimiento caballeresco, acudió en defensa de la tierra amenazada por enemigos del rey.41 Otro ejemplo de este carácter de nobleza y caballerosidad se aprecia en la carta que el marqués de Guadalcázar, Virrey del Perú (1622–1629), escribió a don Felipe Manrique, corregidor del Cuzco, con fecha en Callao, 7 de julio de 1624, agradeciéndole el apoyo de los ‘caballeros y encomenderos del Cuzco’, así como de las ciudades de Huancavelica, Castrovirreyna y Huamanga, al enviar una compañía de más de sesenta hombres cada una pagados a su costa para defender el Virreinato de los enemigos corsarios y herejes que asolaban sus costas (Mogrovejo de la Cerda 1983, 135–36).42 La idea era demostrar la pertenencia del Nuevo Mundo a la monarquía católica. Sin embargo, la Corona nunca confió en la fidelidad de los encomenderos y sus parientes mestizos, a quienes consideraba como ‘gente mal inclinada’ que se aprovechaba de la fuerza de trabajo indígena. En 1629 los encomenderos del Cuzco nombraron a don Francisco Pantoja y Rojas como procurador con plenos poderes ante las autoridades metropolitanas para solicitar nuevamente la perpetuidad de sus encomiendas, en atención a los servicios de sus antepasados y aludiendo a la ‘calidad’ de sus linajes (Puente Brunke 1992, 93). Pero la Corona no les concedió la ansiada perpetuidad patrimonial que representaba

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el mayorazgo, limitándose a otorgar las composiciones o prórrogas de vidas (1629, 1659) que permitían prolongar el disfrute de las mercedes recibidas, a lo sumo, para un heredero más (Zavala 1979, 81; Konetzke 1958, 2:1, 474–75; Puente Brunke 1992, 39–40). A principios del siglo XVII, la Compañía de Jesús había consolidado una red de influencia con los poderes locales que favoreció la aparición de un incipiente ‘criollismo’ dentro de la sociedad cuzqueña.43 En este sentido, la dicotomía que plantea el licenciado Ortiz de Cervantes entre peninsulares y ‘españoles nacidos en Indias’ refleja las tensiones políticas por la distribución del poder colonial, mostrando interesante conexiones entre los encomenderos y los jesuitas para la reforma y conservación de los pueblos andinos. Para prevenir su desaparición había primero que reformar las reducciones toledanas, según el modelo propuesto por el jesuita Diego de Torres, evitándose así ‘los agravios que los corregidores, caciques y curas hacen a los indios’ (Torres Bollo, Informe [1603], en Aldea Vaquero 1993, 425). A continuación había que repartirlos y encomendarlos ‘a los sucesores de los conquistadores y la gente más principal de aquel Reino’ (ibidem, 425). Si los beneméritos americanos contribuían anualmente a la hacienda real, justo era que se gratificara a los que habían servido fielmente a la Corona de Castilla, ‘pues de la riqueza de ellos pende la de los Reyes’ (Ortiz de Cervantes M1621, f. 4r). De esta justa y equitativa distribución se derivaba, según el procurador Ortiz, la conservación y aumento del Perú, lo que garantizaría la explotación racional de los indios y su adecuada evangelización (Ortiz de Cervantes M1621, f. 4r/v; León Pinelo 1630, ff. 74v–76v). ALEXANDRE COELLO DE LA ROSA es profesor en el Departamento de Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra en Barcelona. Sus áreas de investigación incluyen la historia del Perú colonial, la historia eclesiástica de la América Latina y las Filipinas (siglos XVI–XVIII), la antropología histórica y las crónicas de las Indias. Es autor de Historia y ficción. La escritura de la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478–1557) (2012). Su próximo libro trata sobre la evangelización de los jesuitas en las islas Marianas (1668-1769).

Notas 1

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Como sugirió Jorge Cañizares-Esguerra en una comunicación personal en la Universitat Pompeu Fabra (2009), la leyenda en latín que aparece en un grabado de la Nueva coronica y buen gobierno (‘Yo fortifico sus columnas’) se corresponde con una prefiguración bíblica correspondiente a los Salmos, 75:3: ‘Aunque la tierra vacile con todos sus habitantes, yo afirmaría sus columnas’. ‘Relación del Señor Virrey Don Luís de Velasco II al Señor Conde de Monterrey sobre el estado del Perú (28/11/1604),’ en Hanke y Rodríguez 1978a, 52. Sobre el desbaratamiento de las reducciones de indios en el Perú, véase también la carta de Velasco II al rey Felipe II (2/5/1599), en Levillier 1926, 14:165–80; Saignes 1985, 443.

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En 1615 los indios del Cuzco habían quedado muy afectados por dichas epidemias. A consecuencia de ello, el corregidor Pedro de Córdoba Mesía denunciaba un cierto abandono de la ciudad (Glave 2009, 2:387). BNE, ‘Despacho del año 1618 que el Exmo. Señor y Principe de Esquilache, virrey de estos reinos, envió a su Majestad sobre diferentes materias’, ff. 381–82r. Véase también Zavala 1979, 57–76. La resolución de esta petición se firmó en Madrid, 4 de noviembre de 1602 (Konetzke 1958, 2:1, 90–94). Gálvez-Peña 2010. http://www.brown.edu/Facilities/John_Carter_Brown_Library/I%20found% 20it%20JCB/sept10.html. Su acérrima defensa de las encomiendas a perpetuidad se refleja en dos Relaciones: el conocido Informe de 1561 (Polo de Ondegardo 1940, 125–96) y su no menos conocida Relación de los fundamentos acerca del notable daño que resulta de no guardar a los indios sus fueros (Polo de Ondegardo 1570, ff. 3r–77v). Carta del gobernador Lope García de Castro a Felipe II (Lima, 20/12/1567) (Puente Brunke 1992, 239). Para el caso de Nueva Granada, véase Ruiz Rivera 1975, 133–37. En 1608, su hijo mestizo don Alonso de Mesa y don Gonzalo de Saavedra y Armendáriz fueron nombrados como procuradores del Cuzco en la corte de Madrid (León Pinelo 1630, f. 78). Se trataba de títulos de propiedad de las chácaras de coca que el Cabildo del Cuzco les había concedido a lo largo de la década de 1540 mediante mercedes (Numhauser 2005, 310; Numhauser 2004, 300–1). Posteriormente, las Visitas y Composición de Tierras en la jurisdicción del Cuzco (1593–1595) permitieron a aquellos recién llegados legalizar la ocupación de hecho de las tierras de los indios en una cuestión de derecho mediante un pago moderado a favor de la Corona: según la Real Cédula de 1591, el Rey era el dueño de las tierras, y por tanto, era el único que podía otorgar títulos de propiedad. Este fue el origen de las haciendas cuzqueñas (Flores Ochoa, Kuon Arce, Samanez Argumedo y Amado Gonzales 2011, 168–69). Un estudio más detallado de este proceso se encuentra en Glave 2009, 329–45. Trece de los cuarenta y cinco jesuitas que lo acompañaban provenían de las provincias de Milán, Nápoles y Roma (Maldavsky 2007, 46). ‘Poder de los vecinos feudatarios de la ciudad del Cusco para España, pidiendo mercedes de encomiendas y otros privilegios. A favor del licenciado Juan Ortiz de Cervantes por el cabildo del Cuzco’ (1618) (ARC, Notarial. Joseph de Solórzano. Prot. 307, 1618, ff. 118r–19v). El mismo Esquivel era el encomendero más poderoso y acaudalado del Cuzco, cuya riqueza se basaba en sus actividades como empresario de trajines de coca, vino y carneros de la tierra (Glave 2009, 315–16). AGI, Audiencia de Lima, 38, Lib. III, ff. 129r–30v, citado en Puente Brunke 1992, 87. Poco después, el soldado granadino Juan de Aponte Figueroa, escribió un Memorial (Huamanga, 24/ 04/1622), quejándose de la mala gestión del Virrey Príncipe de Esquilache, que favorecía la corrupción y no era conforme a las leyes (Molina Martínez 2003–2004, 469). Como señala Puente Brunke, fue alrededor de 1572 cuando el Cabildo del Cuzco entró en negociaciones con el Virrey para tratar el tema de la perpetuidad de las encomiendas (1992, 84–95). Esta minoría de edad de los indios americanos ya había sido reconocida, entre otros, por el jesuita José de Acosta (Coello 2005, 55–81). El texto que mejor recoge la ideología del grupo descendiente de los conquistadores del Perú es, sin duda, la Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú (1571), de Pedro Pizarro (1978).

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Los encomenderos del Valle del Colca, en Arequipa, también se habían empobrecido a causa de la disminución de sus indios, perjudicando la creación de una dinastía encomendera (David Cook 2007, 217.) Resulta difícil pensar, como sugiere Daniel Castro, que el dominico fuera un ‘imperialista eclesiástico’ cuando al final de sus días aboga por la devolución a los amerindios de todo lo sustraído. Al respecto, véase Castro 2007, 145–46. Su testamento se encuentra en Egaña, 1961, 3:321–28. Véase también Rodríguez 2004, 158–60. Hubo otros bienhechores, como don Vasco de Contreras, y su mujer, doña Teresa de Ulloa, quienes fueron asimismo enterrados en la capilla de San Miguel de dicho colegio (Barrasa, Historia eclesiástica de la provincia del Perú, en BNP, A.620, f. 115). En 1592 el Virrey don García Hurtado de Mendoza impuso las reformas fiscales promulgadas un año antes por el rey Felipe II, entre las cuales se encontraba la introducción de la alcabala, un nuevo impuesto del 2% que gravaba todas las mercancías compradas, vendidas o contratadas. Con motivo de dicha imposición el Cabildo de Quito protestó, así como los cabildos de otras ciudades del Perú, lo que representó una de las primeras manifestaciones de un ‘criollismo’ emergente (Lavallé 1992). En Quito el padre jesuita Diego de Torres actuó como mediador en la conocida ‘revolución de las alcabalas’ (1592–1593), situándose en un contexto político ‘regalista’ en defensa del ‘bien público’ y del ‘gobierno universal’ de la monarquía hispánica (Lissón Chaves 1944, 3:406). Instrucciones al Marqués de Cañete (Madrid, 1/11/1591), en AGI, Indiferente 433, citado en Hanke y Rodríguez 1978b, 1:270–72. Sobre el arbitrismo peninsular y su influencia en el Perú colonial, véase Mazzotti 1996, 177; Gálvez Peña 2008, 41. Véase también los trabajos de Coello 2012, 87–111; Puente Brunke 2012, 49–67. En 1619 tuvo lugar el I Sínodo Paceño (y primero charqueño). Como señala Josep Barnadas, sus constituciones reflejan claramente la preocupación por el aumento de los delitos de herejía, idolatría, apostasía, supersticiones y en ‘los ritos y cirimonias de su antigüedad’ (Barnadas 2004, 84). Parecidos argumentos se encuentran en el Memorial (Madrid, 1621) del franciscano fray Juan de Silva, confesor del Palacio Real (Zavala 1979, 76). El sargento Juan de Aponte (1622) denunciaba que los encomenderos de Huamanga eran los responsables de que las minas no alcanzasen el cupo de mitayos necesarios, ocupando a los indios en sus trajines y obrajes para la fabricación de ropa (Molina 2003–2004, 473–74). Para una opinión contraria a la perpetuidad de las encomiendas, véase también el ‘Inventario de las cédulas reales que vinieron—de 1621 a 1628—para el Marqués de Guadalcázar, siendo virrey de estos reinos del Perú y a la Audiencia’, citado en Zavala 1979, 81. Según Aldea Vaquero (1993, 74) y más recientemente Piras (2007, 141), los jesuitas del Perú, como Diego de Torres Bollo, defendían la libertad de los indios desde una óptica humanista inspirada en el pensamiento del teólogo e historiador Juan de Mariana y del jurista y teólogo Francisco Suárez, S.J. ‘Testimonio del padre Francisco de Villalba (10/1/1631)’ (APGCG. Proceso informativo ordinario del padre Juan Sebastián de la Parra, E-10 (1631) (Testigo 7), Tomo I, f. 32r). El testimonio del padre Bartolomé Tafur, con fecha en Lima, 17/1/1631, confirma estos datos (APGCG, Proceso informativo Juan Sebastián de la Parra, 1631 (Testigo 13), Tomo I, f. 62r). ‘Consulta del Consejo de Indias sobre el intolerable trabajo que padecen los indios en las minas de azogue del Perú,’ Madrid, 15/02/1616, en Konetzke 1958, 2:1, 191–93. Véase también Stern 1986, 206–9. Son palabras del padre Bartolomé Tafur, S.J. (APGCG, Proceso informativo Juan Sebastián de la Parra, 1631 (Testigo 13), Tomo I, f. 59r).

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‘Real Cédula que los mulatos y zambaigos sean criados en buenas costumbres y estén sujetos y ocupados en trabajo y oficios de provecho’, con fecha en San Lorenzo del Escorial, 16 de agosto de 1607, en Konetzke 1958, 2:1, 134–35. El 6 de marzo de 1604, Felipe III redactó una Real Cédula al presidente y oidores de la Audiencia de La Plata aprobando que su Presidente, Don Alonso Maldonado de Torres, hubiera ido a Potosí y advirtiera al corregidor Lodeña de la necesidad de ‘limpiar la tierra de gente baldía y perjudicial’ (AGI, Charcas 415, f. 151r/v). Posteriormente, el rey dirigió una Real Cédula al mismo Lodeña, con fecha 25 de abril de 1605, ordenándole que evitara el exceso de ‘gente baldía’ (vagamundos) y los encaminara a nuevos descubrimientos (ff. 156v–57r). El 8 de abril de 1617, el capitán Juan González de Acebedo presentó un Memorial al rey Felipe III y al Consejo de Indias sobre la ‘disminución de los indios del Perú a consecuencia del trabajo de las minas’ (Pastells 1912, 1:285). Desde finales del siglo XVI el número de indios yanaconizados crecía sin cesar (Stern 1986, 222–33). Sin ir más lejos, en la Visita que hizo el oidor Francisco de Alfaro se detectaron cerca de 25.000 yanaconas en la provincia de Charcas (Aldea Vaquero 1993, 124). Carta del obispo de Huamanga, fray Francisco Verdugo, a Felipe IV (Huamanga, 1/2/1626), en Lissón Chaves 1944, 5:67–68. Si en 1577 había unos 20.000 indios viviendo en Potosí, esta cifra se triplicó a finales del siglo XVI, ascendiendo a más de 50.000 indios trabajando en las minas (Noble D. Cook, citado en Maldavsky 2012, 152). Muchos encomenderos no residían en los distritos de sus encomiendas, sino en las ciudades de Lima, Cuzco, Arequipa o Huamanga, con el consiguiente menoscabo de la atención religiosa. Por esta razón, Torres Bollo recomendaba que viviesen entre ellos, corrigiendo sus ‘borracheras y pecados públicos’ (Torres Bollo, Informe [1603], en Aldea Vaquero 1993, 427). Asimismo, Guaman Poma de Ayala insistía a menudo en el peligro de los mestizos, especialmente por su capacidad para ‘mezclarse’ y ‘confundirse’ entre indios y españoles (Guaman Poma de Ayala 1988, 509–11). En 1573, destacados funcionarios descontentos del Virrey Toledo, como don Juan de Matienzo, oidor de la Audiencia de Charcas, escribieron al Consejo de Indias mostrando su profundo desengaño y denunciando el olvido de las autoridades coloniales hacia su persona con estas agrias palabras: ‘… lo que es peor, perdida la esperanza de premio y paga porque los que mandan no tienen atención a dar las encomiendas y los cargos a los beneméritos y más antiguos sino a los parientes y allegados’ (Lavallé 1996, 27). Aunque los encomenderos ya no poseían las virtudes castrenses de sus antepasados, continuaban siendo una fuerza militar a la que recurrir en caso de necesidad: la denominada carga militar (Puente Brunke 1992, 56–57). Al respecto, véase la ‘Relación de la armada de corsarios holandeses, que el año 1615 entraron por el estrecho y corrieron las costas del Perú’ (AHCJPT, Estante 2, Caja 84. Perú, n° 12 (Leg. 3, 18), 8 ff.). Ello evitaría la necesidad de costear corregidores y Compañías de Gentiles Hombres de Lanzas y Arcabuces, sufragadas en gran medida mediante las encomiendas que se incorporaban a la Corona. Esta medida redundaría, según la opinión de Ortiz de Cervantes, en un considerable ahorro para la Hacienda Real (Ortiz de Cervantes M1619, f. 17r/v). Véase también Puente Brunke 1992, 125–26. Los encomenderos sostenían que las encomiendas que vacasen fueran otorgadas nuevamente en perpetuidad (Ortiz de Cervantes, M1619, ff. 7v–8r). Diego de Torres sostenía los mismos argumentos que Ortiz de Cervantes en su Informe de 1603 (Aldea Vaquero 1993, 425–26). Para más información sobre el fenómeno del criollismo y mestizaje en el Perú, véase el número monográfico coordinado por Coello y Numhauser 2012, 13–48.

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Colonial Latin American Review

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