LOS INSTITUCIONISTAS, EL PARTIDO LIBERAL Y LA REGENERACIÓN DE ESPAÑA

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5 LOS I STITUCIO ISTAS, EL PARTIDO LIBERAL Y LA REGE ERACIÓ DE ESPAÑA Javier Moreno Luzón Universidad Complutense de Madrid Publicado en Javier Moreno Luzón y Fernando Martínez López (eds.), Reformismo liberal. La Institución Libre de Enseñanza y la política española. Vol. 1 de La Institución Libre de Enseñanza y Francisco Giner de los Ríos: nuevas perspectivas, Madrid, Fundación Francisco Giner de los Ríos-Institución Libre de Enseñanza/Acción Cultural Española, 2013, pp. 142-179.

“Qué más puede querer un hombre –y se dice que tiene ambición!— que ayudar a un pueblo de 20 millones de almas a salir de la miseria en que se pudre y levantar cabeza y volver a entrar en la (…) Humanidad y en la Historia” 1.

Intelectuales y políticos liberales Cuando se interpretan las relaciones entre los intelectuales vinculados a la Institución Libre de Enseñanza y la vida política de su tiempo, suelen adoptarse dos posturas antagónicas. La primera de ellas defiende la radical incompatibilidad de aquellos hombres con los principios y las costumbres de la monarquía constitucional que rigió en España entre 1876 y 1923. Por una parte, se constata que la Institución, centro educativo independiente, procuró mantenerse al margen de los vaivenes gubernamentales con el fin de llevar a cabo una labor verdaderamente nacional, no partidaria, lo cual no impidió la participación de algunos institucionistas en los conflictos políticos de la época. Por otra, al reconocer y estudiar esta implicación en la escena pública se contraponen sus ideas liberal-democráticas, las de los adalides de la libertad de pensamiento frente a las posturas intolerantes de la Iglesia católica, con las que fundamentaban el régimen de la Restauración, confesional, doctrinario y antidemocrático. No en vano la monarquía restaurada sirvió de manto protector al resurgimiento católico en España y acogió un sistema pervertido por las prácticas clientelares y fraudulentas del caciquismo. Dentro de ese marco general, ciertos autores admiten que, de vez en cuando, algún ministro dinástico simpatizó con las ideas nacidas en el entorno de la Institución y se produjeron “unos cuantos golpes de mano afortunados” que permitieron crear organismos oficiales inspirados en ellas 2. La historia de la oposición entre los institucionistas y la Restauración se cimenta en algunos hechos indiscutibles. Para empezar, la Institución nació cuando los profesores krausistas y demócratas, identificados con la etapa precedente del Sexenio revolucionario, 1 Borrador de carta de Francisco Giner a Santiago Alba, ministro de la Gobernación, enero de 1913. Archivo de la Institución Libre de Enseñanza (AILE), Fondo Cossío (FC) 74/1406. 2 La expresión es de Vicente Cacho Viu, “La Junta para Ampliación de Estudios, entre la Institución Libre de Enseñanza y la generación de 1914”, en José Manuel Sánchez Ron (coord), La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas ochenta años después, Madrid, CSIC, 1987, vol. II, pp. 3-26 (cita en p. 25).

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fueron separados de la Universidad en 1875, nada más restaurarse la dinastía de los Borbones, a raíz de una circular ministerial que exigía fidelidad a la monarquía y al dogma católico. Nombres importantes en ese ámbito, de Gumersindo de Azcárate a Adolfo Posada, criticaron con agudeza los males del parlamentarismo corrupto implantado por los partidos restauracionistas, que contrastaba de manera sangrante con modelos europeos como el británico. Joaquín Costa, profesor de la Institución, dio con la definición más contundente del sistema político español, oligarquía y caciquismo, utilizada desde comienzos del siglo XX, a derecha e izquierda, por cualquiera que quisiese descalificarlo. Además, resultan evidentes los lazos del krauso-institucionismo con las fuerzas republicanas, sobre todo con las moderadas o gubernamentales que desembocaron en la creación del partido reformista en 1912. Más tarde pudo comprobarse también la deriva hacia el socialismo de algunas personas formadas en la Institución. De ese modo se ha trazado una línea ideal de continuidad entre las experiencias democráticas del Sexenio y de la Segunda República, por encima de la monarquía borbónica que las separó, siguiendo las trayectorias de los pensadores de raigambre institucionista. Era la auténtica España liberal, la de los inconformistas; la otra burguesía, marginada y oprimida por las fuerzas conservadoras hegemónicas durante la Restauración. La segunda posición, mucho más endeble, sostiene que los institucionistas formaron un grupo compacto que, de acuerdo con un plan pilotado por Francisco Giner de los Ríos, se adueñó progresivamente de algunas instancias estatales, como el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes creado en 1900 y diversos organismos fundados a partir de 1907 y dependientes de él, para servir a sus fines particulares. En esa instrumentalización se adivinan objetivos sectarios, como la búsqueda de prebendas gubernamentales para los afines, desde cátedras universitarias hasta pensiones en el extranjero; y, en las versiones más extremas, el empleo del aparato del Estado para desplazar a la Iglesia de la enseñanza y adoctrinar a los niños y jóvenes en valores anticristianos y, desde este punto de vista, antiespañoles. Se dibuja así una especie de conspiración, con los rasgos reconocibles del fantasma masónico que los medios católicos militantes agitaron para acusar a sus adversarios. Una conspiración hecha de hipocresías, abusos y falta de patriotismo 3. Sin embargo, a poco que se profundice en la dinámica política de la Restauración, y pese a las realidades verificables que contienen algunas de estas visiones, el panorama se hace mucho más complejo. Aquel sistema no permaneció inmutable desde el comienzo hasta el final, sino que en su evolución se mostró poroso y atrajo a muchos de sus críticos, desde luego a buena parte de los republicanos. La Constitución de 1876 permitía desarrollos e interpretaciones distintos. Junto al Partido Conservador que dio cuerpo al régimen en sus primeros años, para entender su funcionamiento y su relativa estabilidad durante casi medio siglo hay que fijarse también en el otro pilar del turno bifronte que integraba su eje, el Partido Liberal, en sus diferentes versiones desde el Partido Constitucional de 1876 hasta la Concentración Liberal de 1922. Los intelectuales progresistas, y en primer lugar los que provenían de la Institución, mantuvieron abiertos cauces de comunicación con la izquierda monárquica y a menudo colaboraron en sus proyectos, algunos incluso desde el ejercicio del poder. Su compromiso no fue fruto de la casualidad, ya que hubo elementos esenciales de la cultura política liberal de entresiglos que cabía hallar a lo largo de un amplio arco ideológico cuyo centro ocupaba el Partido Liberal, un arco que abarcaba desde el conservadurismo más 3 Una de las últimas manifestaciones de esta ya antigua tradición descalificadora, centrada en la denuncia del aprovechamiento de los recursos estatales por parte de los institucionistas, es el libro de José María Marco, Francisco Giner de los Ríos. Pedagogía y poder, Barcelona, Península, 2002.

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templado hasta el republicanismo accidentalista. En ese terreno se encontraron políticos e intelectuales que frecuentaban los mismos círculos de sociabilidad, desde las redacciones de los periódicos y las academias hasta el Ateneo y la Institución Libre de Enseñanza. No existieron vínculos formales entre el Estado y la Institución, que cuidó celosamente de su independencia, y mucho menos políticas gubernamentales elaboradas al dictado de los hábiles ginerianos por parte de ministros débiles y manipulables, sino múltiples colaboraciones individuales, tan numerosas como significativas. Las asistencias de los institucionistas a los gabinetes liberales –y a unos cuantos liberalconservadores—de la monarquía se intensificaron durante un periodo que suele denominarse regeneracionista, entre 1898 y 1913, marcado por el impacto del Desastre. La fulminante derrota de España en la guerra colonial con los Estados Unidos cambió el clima político del país e hizo urgentes las reformas, mientras que los inicios del reinado efectivo de Alfonso XIII, que juró la Constitución en 1902, dieron alas a los intentos de abrir y democratizar su régimen. En esa quincena de años, muchos hombres ligados a la Institución actuaron como asesores o gestores en el campo de la reforma social y, sobre todo, en el ámbito preferente de los intereses institucionistas: la cultura en general y especialmente todo lo que afectara a la educación y a la ciencia. La política educativa del Partido Liberal, una de las señas de identidad que lo diferenciaban con nitidez de los postulados conservadores y católicos, estuvo inspirada –y a veces ejecutada—por hombres de la Institución. Liberales e institucionistas compartían el convencimiento de que la inaplazable modernización de España debía ser un proceso gradual, no revolucionario, basado en la mejora del nivel educativo de los españoles y en la asimilación de las corrientes intelectuales europeas. Más aún, los centros decisivos en el progreso científico de España durante primer tercio del siglo XX, creación de gobiernos liberales, estuvieron dirigidos y orientados por discípulos de Giner que querían poner en práctica las ideas gacetables del maestro. El más importante de estos centros, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, organismo público fundado por un ministerio liberal en enero de 1907, no surgió de un golpe de fortuna sino de esas preocupaciones comunes, que cuajaron más tarde en una política sostenida durante años y capaz de sobrevivir a gobiernos de distintos colores. El programa liberal de reformas, lejos de constituir un afán antipatriótico, se moldeó en una matriz nacionalista que impregnó numerosas medidas. Los sectores cercanos a la Institución no comulgaban con un nacionalismo orgulloso, agresivo e imperialista como el que trompeteaban otros países en vísperas de la Gran Guerra, sino más bien con un patriotismo dolorido ante el atraso de España, deseoso de verla progresar y ponerse al compás de las potencias más desarrolladas. No fiaban en leyendas patrioteras que les parecían absurdas pero sí creían en la existencia de un espíritu nacional español, de un carácter nacional distinto de otros caracteres nacionales, cuyas virtudes podían potenciarse al contacto con los avances del pensamiento occidental sin perder sus peculiares características. Un concepto de nación que aludía a algunos rasgos políticos y enfatizaba la formación de ciudadanos, aunque, lo mismo que el que manejaban otros nacionalistas europeos, señalaba a la vez rasgos culturales muy pronunciados: un Volksgeist español que se expresaba en el paisaje y en la historia, en la lengua, la literatura, el arte y las manifestaciones de la cultura popular. Los proyectos de la ILE atendían a la búsqueda de lo español y de su valoración por parte de los mismos españoles, tratando de fortalecer la cohesión interna y la fisonomía nacional con el ejercicio de un patriotismo consciente y activo. Porque, pensaban, en el fondo

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de aquel pueblo había un material aprovechable para regenerar España 4. Al ideario se unían múltiples vínculos personales. Pues cuatro de los siete liberales monárquicos que ejercieron como presidentes del consejo de ministros entre 1898 y 1913 mantuvieron lazos significativos con la ILE. Los veteranos Eugenio Montero Ríos y Segismundo Moret, catedráticos que renunciaron a sus puestos en 1875 y fundadores de la Institución, provenían del radicalismo del Sexenio y se incorporaron más adelante al Partido Liberal. Montero fue brevemente rector de la casa en 1876-78, mientras Moret disfrutó de una cercanía mayor y más constante a la misma, presidió su junta directiva de 1879 a 1913, año de su muerte, compartía con Giner actitudes e ideas fundamentales –la anglofilia, una visión organicista de la sociedad, la fe en el progreso paulatino— y le consultaba decisiones relevantes o le pedía nombres para “encauzar la cultura y rescatar la enseñanza”: “con 20 hombres, 20 no más, tendría bastante!”, se le quejaba Moret en una carta. A ambos les unía una entrañable amistad que, en coyunturas difíciles, hacía confesar al político que sólo podía desahogarse con un amigo como Giner 5. José Canalejas, más joven que los dos anteriores y sin contactos tan estrechos con el institucionismo, era no obstante sobrino de un discípulo de Julián Sanz del Río, el krausista Francisco de Paula Canalejas, también amigo de Giner y accionista de la Institución. Por último, Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, que procedía de un ambiente social muy distinto –empresarial y aristocrático, sin raíces intelectuales de peso—, se sirvió igualmente del asesoramiento institucionista y firmó el grueso de los decretos que en 1910 dieron consistencia a la JAE. El Conde compartía con Cossío la solidaridad de los antiguos alumnos del Colegio de San Clemente de los Españoles de Bolonia, donde había estudiado también Hermenegildo Giner, hermano de don Francisco. A los presidentes habría que sumar numerosos ministros y altos cargos próximos a la Institución, como Amalio Gimeno, Antonio Barroso, Julio Burell o Santiago Alba, la mayoría ubicados en el ala izquierda del liberalismo monárquico. Allí podían encontrarse también alumnos de Giner: si Rafael Altamira fue director general de Primera Enseñanza y senador, el diputado Luis Morote se convitió en uno de los adalides del canalejismo. Alba, sucesor de Moret en el liderazgo y las estrategias de este sector, trabajó codo con codo con José Castillejo, secretario de la Junta y tan activo como Giner –en este sentido, su auténtico heredero—a la hora de promover iniciativas educativas y científicas. Todo lo cual no significaba que las relaciones entre los institucionistas y la política liberal monárquica fueran fáciles. Subsistía en ellos un prejuicio básico, común a muchos intelectuales de épocas diversas, contra la suciedad del mundo partidista, sujeto a corrupciones, intrigas y desplantes. Cuando el joven Josep Pijoan proponía a los condiscípulos de Giner en 1908 que entraran en la vida parlamentaria, alguno exclamó: “Esto sería la política, ¡qué asco!” 6. Muchos de ellos veían a los políticos de la Restauración como personajes frívolos, incultos, consumidos por las pequeñas batallas cotidianas y pendientes ante todo de sus respectivas clientelas. Castillejo resumía en 1914 esta impresión: “No conozco vida más insustancial que la de estos políticos, dedicados a servir los apetitos de 4 Sobre este nacionalismo, véanse, por ejemplo, Eugenio Otero Urtaza, Manuel Bartolomé Cossío. Trayectoria vital de un educador, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1994; y Javier Varela, La novela de España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999, cap. II. 5 Moret a Giner, s.a., AILE Fondo Giner (FG) 18/449 (citas) y 13/301. La relación entre Moret y Giner puede verse con mayor profundidad en el capítulo de Carlos Ferrera en este mismo libro. 6 Josep Pijoan, Mi Don Francisco Giner (1906-1910), Madrid, Biblioteca Nueva, 2002 (edición original de 1927), cita en p. 118.

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unos cuantos electores y amigos que les sirvan de pedestal, para la vanidad pueril de tener un cargo sine cura. Y llevan una vida de envidia, zozobra, desesperación y lucha, sin un solo goce puro y noble” 7. No es que las gentes de la Institución renunciaran a las recomendaciones y a los favores, mecanismos que engrasaban la maquinaria burocrática del estado liberal y sin los cuales resultaba imposible comunicarse con ella. Pero tampoco podían evitar la decepción ante lo que percibían como una excesiva debilidad en las convicciones o una falta total de horizontes. Su lógica chocaba con la de los gobernantes. Y, al igual que otros intelectuales antes y después que ellos, se vieron a menudo defraudados y, como le ocurrió a Altamira, heridos por la aspereza del combate político.

En favor de los maestros El campo primordial de colaboración entre los institucionistas y los gobiernos monárquicos se halló, naturalmente, en la política educativa, donde se jugaba el empeño gineriano de formar hombres, frente a la ignorancia y el dogmatismo dominantes, con el fin de sacar a España de su atraso y ponerla a la altura de otras naciones europeas. Esa necesidad patriótica hizo que los institucionistas, sobre todo los más jóvenes a comienzos del siglo XX, amortiguaran dos de las máximas que inicialmente habían caracterizado a la casa. En primer término, matizaron su recelo tradicional a la injerencia del Estado en la enseñanza, que podía lesionar los intereses de la ILE como colegio particular y atacaba además los principios no intervencionistas del liberalismo decimonónico. Así que respaldaron una labor estatal activa en pro de la educación pública frente a la Iglesia, cuyo influjo les parecía excesivo. Como ellos, los liberales monárquicos tuvieron que justificar la intensificación de las tareas instructivas del Estado por la ausencia en España de una sociedad civil fuerte que asumiera el titánico esfuerzo de reducir el analfabetismo y formar ciudadanos. Aunque también les empujaba el avance de un nuevo liberalismo partidario de que las fuerzas estatales abordasen la reducción de las desigualdades de partida entre unos individuos y otros. En segundo lugar, dejaron asimismo de lado, aunque sólo en parte, las reticencias de algunos hombres de la Institución a implicarse directamente en las labores de partidos y gobiernos. La envergadura de los problemas españoles alentó el compromiso político de los intelectuales. De todos modos, no faltaban precedentes para ello. Si los profesores progresistas se marcharon de la Universidad a causa de la llamada segunda cuestión universitaria de 1875, volvieron a ella seis años después gracias a una circular del ministro liberal José Luis Albareda (3 de marzo de 1881), en la cual se les reponía en sus puestos, con los derechos acumulados, y se consagraba para décadas la libertad de cátedra. Albareda contó en el ministerio de Fomento, encargado de los asuntos educativos, con algunos colaboradores de Giner como el historiador del arte Juan Facundo Riaño, director general de Instrucción Pública. Y creó en 1882 el Museo Pedagógico Nacional, dirigido por un antiguo alumno de Riaño –Manuel B. Cossío—que fomentó dos de las tareas preferentes de la ILE: la formación de los maestros, cimiento de cualquier mejora educativa porque a su juicio no era posible emprenderla sin un personal adecuado; y las colonias escolares, que prolongaban el aprendizaje en vacaciones. El Museo constituyó un buen ensayo de proyectos ulteriores más ambiciosos, pues, ante la dificultad de acometer la reforma de órganos ya existentes, los 7 Castillejo a su familia, 29 de noviembre de 1914, en David Castillejo (ed.), Epistolario de José Castillejo. III.Fatalidad y porvenir 1913-1937, Madrid, Castalia/Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1999, p. 213.

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institucionistas preferían alumbrar otros nuevos que, desde el difrute de cierta autonomía, avanzaran en la dirección correcta y sirviesen de estímulo y guía a los demás. El mismo Albareda presidió en 1882 el inicio de las obras de la nueva, y al cabo frustrada, sede de la Institución: un 2 de mayo, aniversario del levantamiento madrileño contra Napoleón, por si había alguna duda sobre el patriotismo del grupo. Otros ministros próximos al institucionismo, como Montero Ríos y Moret, pero también Carlos Navarro Rodrigo, Alejandro Groizard y Germán Gamazo, buscaron el consejo de sus expertos, se sirvieron de los materiales elaborados por ellos para los sucesivos congresos pedagógicos –el primero, impulsado por Albareda—e incluso les pidieron borradores para la legislación liberal. Con su ayuda se llevaron a cabo retoques en las condiciones laborales del magisterio y en las escuelas normales, con una sustantiva reorganización de la central de maestras 8. Pero el gran empuje educativo llegó tras el Desastre del 98, cuando políticos e intelectuales de distintas procedencias, entre ellos los liberales de un signo u otro, creyeron que el despertar de la nación humillada dependía de la enseñanza. No es que surgieran en ese momento ni la inquietud por la pedagogía, que los krauso-institucionistas llevaban cultivando desde hacía décadas, ni la conciencia de la mala situación del país en este campo, con cerca de un 60% de analfabetos en 1900. Sin embargo, entonces más que nunca esta cuestión se situó en el centro de la escena pública y su solución pareció urgente a una buena parte de la opinión y de las élites gobernantes. La derrota ante Estados Unidos se interpretó en clave escolar, pues se repetía que el maestro norteamericano había fulminado al maestro español, es decir, que el desarrollo económico de la potencia emergente, debido a su pujanza científica y técnica, había puesto en evidencia la pobreza y el atraso de la vieja España. Algo en lo que coincidían desde el joven Santiago Alba, lejos todavía de su futura carrera ministerial pero promotor destacado del movimiento regeneracionista que movilizó a los agricultores de Castilla después de la derrota 9; hasta Cossío, autoridad reconocida en materia pedagógica y redactor del programa educativo que discutió la asamblea nacional de productores reunida por Costa en 1899, guión para los gobiernos dispuestos a afrontar el desafío en los tres lustros siguientes. Una atmósfera vivida con anterioridad en otros países y que el propio Cossío había definido diciendo que “nuestra edad, y en especial los días que corren, están saturados, si así puede decirse, de Pedagogía” 10. El Partido Liberal no abrazó con entusiasmo las diatribas costistas sobre el sistema político ni se afanó en encontrar a un cirujano de hierro, como reclamaba el airado polígrafo, para regenerar la nación. Pero sí acogió en su programa, renovado en el cambio de siglo con el fin de dejar atrás la debacle que había presidido su anciano jefe Práxedes Mateo Sagasta, las indicaciones institucionistas sobre los males de la enseñanza y las recetas adecuadas para curarlos. Porque los liberales más avanzados compartían la idea de que la modernización de España exigía reformas de hondo calado que, en contacto con la ciencia europea, permitieran educar a los españoles. No sólo para preparar su incorporación a una economía industrial, o al menos más tecnificada, sino también para hacer de ellos ciudadanos conscientes de sus derechos y obligaciones; individuos civilizados, capaces de gobernar sus propias vidas y amantes de su patria. Sólo así podría acabarse con las corruptelas caciquiles, fruto de la barbarie, y abrir camino hacia una democratización de la monarquía. Según Castillejo, “el 8 Yvonne Turin, La educación y la escuela en España de 1874 a 1902. Liberalismo y tradición, Madrid, Aguilar, 1967 (ed. or. 1963), pp. 289-316. 9 Santiago Alba, “Prólogo a la primera edición” de Edmundo Demolins, En qué consiste la superioridad de los anglo-sajones, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1899. 10 Manuel B. Cossío, De su jornada (fragmentos), Madrid, Aguilar, 1966, p. 114.

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gobierno liberal de Madrid se decidió por un avance en la educación como probable remedio contra la violencia y la intolerancia, que haría posible la democracia” 11. Unos planteamientos que, en lo substancial, coincidían con los del institucionismo, tan distante de las actitudes nihilistas, anarquizantes y antipolíticas que exhibieron los escritores de la llamada generación del 98 12. Los notables del liberalismo monárquico aceptaron que, como sostenía el círculo de Giner desde el fracaso de la experiencia revolucionaria del Sexenio, el progreso político y social estaba ligado a un trabajo educativo a largo plazo, gradual, que, eso sí, convenía poner en marcha cuanto antes. El clima regeneracionista obtuvo un fruto inmediato con la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en abril de 1900, dentro de un gobierno conservador que entregó la cartera a Antonio García Alix, centrista decidido a fortalecer la enseñanza pública que acudió al consejo de algunos institucionistas. Su sucesor al año siguiente, cuando los liberales volvieron al poder por primera vez tras el Desastre, fue el conde de Romanones, que puso todas las energías de sus treinta y siete años, ya probadas a su paso por la alcaldía de Madrid, en sacar adelante un amplio catálogo de medidas cuya sintonía con el institucionismo resultó casi completa. La principal fuente de inspiración del Conde residía en las ideas de su amigo el bolonio Cossío, desgranadas no sólo en el manifiesto de los productores sino también en notas escritas o, cabría suponer, en sus conversaciones privadas. Las reformas romanonistas afectaron a todos los niveles de la enseñanza y quedaron impregnadas, tanto en su concepción como en su enunciado legal, por el espíritu de la Institución 13. Dentro de la selva normativa del periodo, esta huella puede rastrearse por ejemplo en la regulación de los exámenes (real decreto –RD—de 12 de abril de 1901), una de las herramientas más denostadas por el institucionismo, tan rutinaria como contraproducente. El ministro los declaraba indeseables, pero de momento se conformaba con que “el examen no sea un acto distinto de todos los actos escolares habituales; es necesario que sea una continuación de éstos, un diálogo más de los que el catedrático debe sostener a diario con sus alumnos, para hacer la enseñanza viva, fecunda y provechosa”. Podría haberlo escrito Giner. Pero la más relevante de las disposiciones liberales de esta etapa consistió en la incorporación de las obligaciones de primera enseñanza –es decir, el grueso del salario de los maestros—al presupuesto del Estado (RD de 26 de octubre de 1901 y ley de 31 de diciembre de 1901). Como el avance educativo dependía a su parecer del magisterio, los pedagogos institucionistas, con Cossío a la cabeza, insistían en adecentar sus condiciones laborales, garantizando que cobrarían sus escasos haberes de manera regular y no al albur de la arbitrariedad caciquil que reinaba en los ayuntamientos, para más adelante elevar sus ingresos. Lo cual significaba olvidar, siquiera de modo transitorio, el ideal descentralizador del liberalismo armónico que habían sostenido los krausistas y admitir en cambio una centralización que a muchos liberales parecía absorbente. El mismo Moret se lamentó de la mengua que sufría la autonomía local. En realidad, se trataba de continuar una obra ya en marcha, pues Navarro Rodrigo había arrebatado en 1887 la enseñanza secundaria y parte de las normales a las diputaciones provinciales y García Alix había reunido, sin traspasarlos, los fondos municipales de primaria. Era una medida inevitable si se quería redimir la escuela. 11 José Castillejo, Guerra de ideas en España, Madrid, Ediciones de la Revista de Occidente, 1976, p. 92. 12 Francisco J. Laporta, “La Institución Libre de Enseñanza y la generación del 98”, Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, nº 32-33 (1998), pp. 49-60. 13 Eugenio Otero Urtaza, Manuel Bartolomé Cossío: pensamiento pedagógico y acción educativa, Madrid, CIDE, 1994, pp. 211-214. AILE FC 55/1094.- Notas sobre legislación educativa.

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El decreto sobre el sueldo de los maestros incluía asimismo nuevos planes de estudio para la primera enseñanza, que venían a sustituir los de 1857 y duraron casi cuatro décadas, hasta la Guerra Civil. Marcada también por el ideario institucionista, la reforma dividía los estudios básicos en tres grados –de párvulos, elemental y superior—que se concebían como ciclos sucesivos en los que se repetían las mismas asignaturas, cada vez con mayor amplitud y con ejercicios adaptados a la progresiva madurez de los alumnos. Desaparecían las diferencias curriculares entre niños y niñas y se extendía la escolaridad obligatoria de los nueve a los doce años. De acuerdo con la educación integral y enciclopédica que recomendaban los especialistas, introducía materias como ejercicios corporales, nociones de higiene, trabajos manuales, canto y rudimentos de derecho (una especie de educación cívica). Para modelar españoles en buena forma, individuos completos y patriotas. Cualquier alumno de la Institución habría identificado la filosofía de la casa en estos planes. Del mismo modo, en los nuevos institutos generales y técnicos, de vida más efímera, Romanones promovió las materias prácticas en detrimento de las tradicionales, como el latín, con vistas a formar más personas aptas para el progreso mercantil e industrial y menos burócratas. También reformulaba las normales con el objetivo –inconfundiblemente institucionista—de ir “creando y extendiendo por España un núcleo de maestros jóvenes, dotados de instrucción sólida y educación elevada” que, como los suecos, alemanes e italianos, fueran “creadores de individualidades inteligentes y de nacionalidades respetables” (RD de 17 de agosto de 1901). A la vez, el ministerio incentivó los estudios nocturnos para obreros, fundó varias escuelas de artes e industrias, presentó un borrador de autonomía universitaria y reorganizó el Consejo de Instrucción Pública (RD de 21 de febrero de 1902), el principal órgano consultivo del gobierno en este terreno, donde los pedagogos figuraban como expertos. En aquellas mismas fechas, Cossío participó en la comisión encargada por el ayuntamiento liberal de Madrid de diseñar, con motivo de la jura de Alfonso XIII, las primeras escuelas graduadas de la capital, ejemplo para las experiencias de otras ciudades 14. La política educativa de los liberales monárquicos se vio frenada por las luchas faccionales que minaron su partido a la muerte de Sagasta en 1903 y que esterilizaron su siguiente etapa en el poder, entre 1905 y 1907. Sólo pudieron retomar los grandes proyectos de comienzos de siglo cuando se dilucidó de un modo estable la peliaguda cuestión de la jefatura partidista, ya bajo el gobierno de José Canalejas de 1910-1912. La escuela volvió entonces al primer plano y lo hizo de la mano de un hombre de la Institución, el historiador Rafael Altamira, que primero fue inspector general y luego estrenó la dirección general de Primera Enseñanza en enero de 1911. Su caso ilumina de manera muy particular las relaciones entre los intelectuales y los gobiernos dinásticos. Para empezar, Altamira aceptó el cargo con muchas prevenciones, tras consultar a Giner y asegurarse de que la dirección que se le encomendaba tendría carácter técnico, a salvo de los vaivenes ministeriales y los conflictos partidistas. Consiguió que el organismo naciera como un centro dedicado al estudio y la enmienda del sistema escolar y, algo poco frecuente, sobrevivir a diversos ministros durante la mayor parte del mandato liberal, hasta septiembre de 1913, aunque no más allá. Y desde luego tampoco pudo mantenerse al margen de la pugna entre clericalismo y liberalismo, agudizada en aquella coyuntura y uno de cuyos campos de batalla se encontraba en la educación. Durante casi tres años, Altamira desarrolló una labor política centrada, de acuerdo con los 14 María del Mar del Pozo Andrés, “Planteamientos regeneracionistas de una conmemoración monárquica: M.B. Cossío y el primer proyecto de creación de escuelas graduadas en Madrid (1902-1907)”, en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, nº 27 (1997), pp. 43-62.

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principios ginerianos, en la dignificación de la figura del maestro, de sus medios materiales, su carrera profesional y su nivel formativo: “no tendremos maestros mejores, no será posible la selección natural en el reclutamiento del personal docente –aseguraba en 1912—, mientras el ejercicio de esa profesión no ofrezca, por lo menos, una defensa contra la miseria” 15. Entre sus muchas disposiciones, el flamante director general elevó el salario mínimo, simplificó el escalafón y ligó los ingresos al nivel de cada profesor y no al de cada escuela, procuró aumentar el número de aulas, estableció mutualidades escolares y dotó bibliotecas circulantes que facilitaran el trabajo didáctico (real orden –RO—de 5 de diciembre de 1912). Reformó asimismo la Escuela Superior –ahora llamada de Estudios Superiores—del Magisterio (RD de 10 de septiembre de 1911), un vivero de profesores de las normales que puso bajo la autoridad del economista Adolfo Álvarez Buylla –alumno de Giner y miembro como su amigo del institucionista grupo de Oviedo—y que se surtió de un excepcional plantel de profesores. Al igual que otros liberales de su generación, Altamira había evolucionado hacia la preferencia por la enseñanza pública, fermento de una ciudadanía democrática, y por la senda centralizadora, que prosiguió con el refuerzo de una inspección concebida como el “sistema nervioso de la escuela española”, cauce para transmitir instrucciones y recabar información. Nadie como él expresó los deseos liberales de nacionalizar a los españoles a su paso por las escuelas estatales, que denominó, como a los maestros, nacionales (RO de 16 de febrero de 1912): había que forjar “niños que sientan amor al solar que les vio nacer, que tengan confianza en su valer individual y en el de la raza, y que poseídos de esa confianza y de aquel amor se lancen a la realización de obras que redunden en provecho propio y en honor de España” 16. Altamira, que había pasado muchos años en el Museo Pedagógico, pedía a Cossío gente de confianza para su departamento y le comentaba algunas de sus decisiones, pero no por ello se subordinaba a los deseos de otros, sino que salvaguardaba su independencia y tenía arranques que sus compañeros consideraban precipitados 17. Su buena relación con los ministros liberales acabó abruptamente al chocar con Joaquín Ruiz Jiménez, un abogado romanonista muy unido a los asuntos locales de Madrid que, después de meses de campaña ultramontana contra la influencia de la Institución en la política educativa, quiso apuntalar su propia autoridad con resoluciones percibidas como anti-institucionistas. En septiembre de 1913, Ruiz Jiménez decidió, sin informar al director general, entregar las competencias sobre la enseñanza en la capital –incluida la inspección—a un delegado regio y a una junta municipal, lo cual indignó a Altamira y provocó su dimisión, previa consulta “con uno de los hombres de más alto sentido moral y político que tiene España”, en probable alusión a Giner 18. El catedrático salió del ministerio asqueado de politiquerías; y, ya en su vejez, renegó del tiempo perdido en estas lides. No obstante, permaneció hasta el ocaso del régimen constitucional dentro de las filas del liberalismo monárquico, adscrito a la facción que 15 Cita en Vicente Ramos, Rafael Altamira, Madrid, Alfaguara, 1968, p. 61. 16 Sobre el paso de Altamira por la dirección general, véase, sobre todo, Carmen García García, “Patriotismo y regeneracionismo educativo en Rafael Altamira: su gestión al frente de la Dirección General de Enseñanza (1911-1913)”, en Jorge Uría González (coord.), Institucionismo y reforma social en España. El grupo de Oviedo, Madrid, Talasa, 2000, pp. 248-280 (cita, sin fecha, en p. 263). 17 Altamira a Cossío, 8 de noviembre de 1910 y 25 de febrero de 1911, en David Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. Epistolarios de José Castillejo y de Manuel Gómez-Moreno. II.- El espíritu de una época 1910-1912, Madrid, Castalia, 1998. Santullano a Castillejo, 26 de julio de 1913, en Castillejo (ed.), Epistolario de José Castillejo. III. 18 Altamira a Alfonso XIII, 23 de septiembre de 1913, Archivo General de Palacio (AGP). Reinados. Alfonso XIII. Caja (Cª) 15986/14.

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capitaneaba el conde de Romanones, con quien compartió la aliadofilia durante la Gran Guerra y la voluntad de integrar a España en las organizaciones internacionales surgidas de la paz. Así, fue designado en numerosas ocasiones senador por la Universidad de Valencia –en 1916, 1918, 1919, 1921 y 1923—y trabajó, con respaldo del gobierno, en la Sociedad de Naciones y en su Tribunal permanente de Justicia Internacional. Más allá del caso de Altamira, el acuerdo de los sucesivos responsables liberales de Instrucción Pública con los proyectos educativos del entorno institucionista resultó muy notable. Incluso en etapas como las del ministro Julio Burell, un impulsivo periodista al que los intelectuales creían bastante inepto –“verdaderamente atroz”, a juicio de Giner—y que, sin embargo, permitió en 1910 que las mujeres ocuparan cátedras, extensión de su derecho recién reconocido a matricularse sin restricciones en la universidad; y, años más tarde, promulgó el primer estatuto general del magisterio (RD de 12 de abril de 1917) 19. Otro de los ocupantes habituales del departamento, el antiguo regeneracionista Santiago Alba, declaraba en 1912 que estaba ansioso “de cumplir (sus) deberes con aquella grande y esclarecida estirpe intelectual española que pugna hace tanto tiempo por que, abandonando vacilaciones y timideces hipócritas o bien aprovechadas, entremos de una vez en el concierto general de la cultura y de la tolerancia europeas” 20. Castillejo, que despachaba a menudo con Alba y se cuidó de la educación de sus hijos, le recomendó lecturas útiles, le proporcionó borradores y estadísticas y atestiguó el interés del ministro por definir un programa radical que apostara por la enseñanza en manos del estado, más allá del “paño caliente” de Altamira 21. Una actitud que mantuvo a pesar de los obstáculos que impidieron articular políticas gubernamentales de largo aliento en la crisis de la Restauración. Cuando pasó de nuevo por el ministerio en 1918, Alba volvió a pedir notas a Castillejo y elaboró un ampuloso plan que superaba las expectativas de su consejero: hizo de la construcción de 20.000 escuelas y de la rápida subida en el sueldo de los maestros, devaluado por la inflación que acompañaba a la coyuntura bélica, uno de sus principales contenciosos con el catalanista Francesc Cambó y una excusa para su salida del llamado gobierno nacional. Su sucesor, Romanones, hizo realidad una parte del plan. Pero Alba se alzó como jefe de la Izquierda Liberal, baluarte del intervencionismo público y de la resistencia españolista a las demandas autonómicas del catalanismo. Podría añadirse algún ejemplo más, como el de Aniceto Sela, otro institucionista de Oviedo, catedrático de Derecho Internacional y director general de Primera Enseñanza entre diciembre de 1918 y abril de 1919, en el último gabinete Romanones. De cualquier modo, los liberales monárquicos esgrimieron la reforma escolar como una de sus banderas políticas más reconocibles y se valieron para ello de las ideas y los hombres de la Institución, en una estrategia continua que, con altibajos, se sostuvo con ímpetu entre 1901 y 1913 y repuntó más tarde con menor intensidad. Cosa distinta era que esa colaboración permanente diese los frutos deseados, contra lo cual conspiraban tanto la inestabilidad gubernamental como, sobre todo, la falta de medios de un estado pobre, sin recursos fiscales suficientes y débil ante la competencia de los centros regentados por la Iglesia. Muchas de las disposiciones reformistas 19 Giner a Castillejo, 9 de septiembre de 1910, en Castillejo (ed), Los intelectuales reformadores de España. II, p. 267. 20 Santiago Alba, Discurso leído en la Universidad de Valladolid por el Excmo. Sr. D. ---, Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Madrid, Imprenta de la Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico, 1912, p. 39. 21 Castillejo a Giner, 27 de agosto de 1912, en Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. II, p. 764. Véanse también las cartas de 28 y 29 de agosto y de 1 de septiembre de 1912.

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no se cumplieron, o se cumplieron a medias. Todavía en 1924, Cossío señalaba, en un informe al consejo de instrucción pública, que el plan de estudios de 1902 era papel mojado en lo tocante al empleo de los trabajos manuales en la escuela, y lo mismo podía decirse de otras muchas medidas 22. Pese a todo, a lo largo del reinado constitucional de Alfonso XIII se produjo un continuo incremento del gasto en instrucción pública, que creció del 2 al 4% del gasto total del estado, más de la mitad en enseñanza primaria; mejoró la vida de los maestros y, a la larga, se elevó la tasa de alfabetización, que pasó del 43% en 1900 al 59% en 1920 y al 71% en 1930 23.

Ciencia a la europea Dentro de los esfuerzos generales en favor de la instrucción pública cabría distinguir la política científica y sus derivaciones educativas, que se expandieron enormemente gracias a la intersección entre los políticos liberales y los intelectuales institucionistas. Ambos conjuntos confluían en esa moral colectiva que, a despecho de la crisis del positivismo, concebía el conocimiento científico como el único camino de salvación para España, rumbo a la prosperidad que disfrutaban las naciones más desarrolladas de Europa 24. Los españoles debían atravesar las fronteras, empaparse de los saberes vanguardistas en los mejores centros universitarios y volver luego para sembrar en su patria el germen del progreso. Había que japonizar España, es decir, imitar lo ya hecho por Japón, un país medieval que en unas cuantas décadas se había modernizado de forma asombrosa, occidentalizándose a toda velocidad mediante el envío de estudiantes al exterior, hasta ponerse al nivel de algunas potencias europeas e incluso derrotar a una de ellas, Rusia, en la guerra de 1905. Eso era lo que pensaba Francisco Giner, quien, según Pijoan, “hubiera querido una emigración escolar en masa, como hicieron los japoneses” 25. Una salida al exterior que, contra lo que denunciaban los sectores aislacionistas, no perseguía la desnaturalización de lo español sino todo lo contrario, pues, en el horizonte gineriano, europeizar y fortalecer la identidad nacional eran anhelos complementarios. El avance científico hincó así sus cimientos en la concesión de becas o pensiones para estudiar en el extranjero. En sus expresiones iniciales, esa política se limitaba a apuntalar la reforma del magisterio, ya que medidas como las de Gamazo en 1898 y las de García Alix en 1900 atendían ante todo a los alumnos y profesores de las normales, maestros e inspectores. Pero Romanones amplió el criterio y, pensando en la formación del profesorado universitario, se arbitraron ayudas para profesores y alumnos con premio extraordinario de licenciatura o doctorado de todas las facultades y escuelas de ingenieros (RD de 18 de julio de 1901): “Es signo característico de la vida moderna –decía la disposición del ministro liberal—el haber sustituido al alejamiento internacional de la primitiva incultura, la aproximación del pensamiento científico en todos los pueblos civilizados”, una tarea que en España no era una simple manía extranjerizante sino herencia de las mejores tradiciones pedagógicas patrias, de 22 Cossío, De su jornada, p. 157. 23 Francisco Comín Comín, Hacienda y economía en la España contemporánea (1800-1936), Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1988, volumen II, pp. 632 y 638; y Clara Eugenia Núñez, “Educación”, en Albert Carreras y Xavier Tafunell (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX-XX, Madrid, Fundación BBVA, 2005, volumen I, pp. 155-244 (cifras en p. 230). 24 Vicente Cacho Viu, Repensar el noventa y ocho, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997. 25 Pijoan, Mi Don Francisco Giner, p. 101.

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Luis Vives a Montesinos. Más adelante, en 1903, fue un gobierno conservador el que reguló y proveyó con mayor amplitud la convocatoria de pensiones, previendo incluso delegaciones en congresos 26. Las gentes de la Institución temían la incidencia de las veleidades políticas sobre cualquier obra reformista que, por definición, exigía un marco estable y sólo daría resultados a largo plazo. De acuerdo con el modelo establecido en el Museo Pedagógico y como se ha visto ya a propósito de la dirección general de Primera Enseñanza, promovieron la fundación de organismos técnicos que, con toda la autonomía posible, se ocupasen de las empresas más importantes. Un objetivo que Giner condensaba en 1906, en una carta-programa dirigida a Moret, asegurando que se trataba de “desamortizar de la política de partido la dirección de todos los grandes intereses nacionales, dándoles una base independiente del arbitrario tejer y destejer de los Ministros” 27. Tras los ensayos embrionarios, esa preocupación decantó la necesidad de establecer un centro responsable de las becas en el extranjero que pudiese alumbrar a su vez institutos de investigación y orientar otras reformas. El encargado de esbozarlo fue José Castillejo, catedrático de Derecho Romano que había obtenido una de las pensiones estatales para estudiar en Alemania y que Giner, director de su tesis doctoral y padrino infatigable de los talentos que descubría, escogió como el hombre idóneo para la misión. Castillejo fue nombrado a comienzos de 1906 –durante la presidencia de Moret— agregado al nuevo servicio de información técnica y de relaciones con el extranjero del ministerio de Instrucción Pública. Desde allí, bajo dos gobiernos liberales más y en contacto con el círculo de Giner y con los altos cargos ministeriales, elaboró el borrador del decreto que creaba la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, firmado finalmente por el canalejista Amalio Gimeno, catedrático de Patología Médica, poco antes de que el partido liberal abandonase el poder (RD de 11 de enero de 1907). Aún hubo tiempo, antes del ascenso de los conservadores, para que los vocales de la Junta eligieran como presidente a Santiago Ramón y Cajal, colega del ministro y recién laureado con el premio Nobel, quien había rechazado diez meses antes la cartera ministerial ofrecida por Moret pero ahora aceptó un puesto muy acorde con su cauto regeneracionismo. El compromiso de los liberales con la ciencia parecía firme. Aquel decreto de enero de 1907 llevaba a la Gaceta una porción substancial del ideario gineriano. La JAE se presentaba como un instrumento para renovar el personal docente, a semejanza de los utilizados por otros muchos países respecto a los cuales España se había rezagado y en consonancia con los precedentes medievales e ilustrados, tan caros a los liberales contemporáneos. La estancia en el exterior, sometida al influjo “del ejemplo y el ambiente”, borraría “los prejuicios del particularismo” y estimularía “la noción sana de la patria”. Seleccionados con un procedimiento flexible, los becarios recibirían orientación y a su vuelta se les facilitaría el ingreso tanto en el profesorado como en núcleos de actividad investigadora donde, cerrando el círculo, pudieran preparar a otros jóvenes. Es decir, las pensiones iban asociadas a futuros centros que, fuera de la universidad pero en comunicación con ella, adelantaran en la remoción de la enseñanza superior 28. La Junta se ocuparía 26 Francisco J. Laporta, Alfonso Ruiz Miguel, Virgilio Zapatero y Javier Solana, “Los orígenes culturales de la Junta para Ampliación de Estudios”, en Arbor, nº 493 (enero 1987), pp. 17-87. 27 Informe de Giner a Moret fechado el 6 de junio de 1906, en Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. I, p. 328. Completar referencia con David Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. El epistolario de José Castillejo. I.- Un puente hacia Europa 1896-1909, Madrid, Editorial Castalia, 1997 28 Alberto Jiménez, Historia de la Universidad española, Madrid, Alianza Editorial, 1971, cap. 7.

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asimismo de las relaciones científicas con el extranjero, enviando por ejemplo representantes a congresos internacionales, y, más allá de sus fines específicos, protegería las instituciones educativas y velaría por la vida corporativa de los estudiantes. Todo un programa, aún vago pero de una ambición que superaba lo hecho hasta ese momento por el institucionismo, centrado como siempre en la prioridad señalada por Giner: la base de la regeneración nacional se encontraba en la forja de individuos nuevos, competentes y dispuestos a transformar su país. Las esperanzas institucionistas se toparon pronto con la enemiga del gobierno conservador de Antonio Maura, cuyo ministro de Instrucción, Faustino Rodríguez San Pedro, cortó las alas al nuevo órgano y, aunque no acabó con él, desató una batalla que llegó al parlamento y a la prensa. Celoso de sus atribuciones ministeriales y receloso del aliento izquierdista que olfateaba en el invento, Rodríguez San Pedro redujo la autonomía inicialmente contemplada, asumiendo el control de las becas (reglamento aprobado por RD de 16 de junio de 1907) y retrasando su concesión. La respuesta de los liberales, animados por Castillejo desde la secretaría de la JAE, se desplegó en una campaña contra el ministro, tachado de incompetente por los senadores y diputados amigos de la causa –desde Gimeno hasta Eduardo Vincenti, un liberal especializado en temas educativos—y por artículos de periódicos como el Heraldo de Madrid, portavoz habitual del liberalismo democrático que acaudillaba Canalejas, en la confianza de que caería en la primera crisis. El Heraldo lo llamaba “el Ministro de la obstrucción pública” 29. Pero este asalto lo ganó el anciano conservador, que con una orden mandó a Castillejo de regreso a su cátedra. Así que los interesados optaron por “la quietud” mientras subsistiera aquel gabinete, calificado de largo porque, cosa inusual, duró casi tres interminables años. Mientras tanto se solicitaron las primeras pensiones de la Junta, bajo la presión de las inevitables recomendaciones. Giner, consciente del peso de la cultura clientelar en España, daba la pauta acerca de cómo tratarlas: “seamos justos (para no atenderlas) y humanos (para disculparlas y comprenderlas)” 30. Mejor no enemistarse con nadie y aguantar hasta que llegaran tiempos mejores. Y esos tiempos llegaron en cuanto se vino abajo el gobierno de Maura, un político tocado tras la represión de la semana trágica de Barcelona, que provocó una oleada de protestas en todo el mundo, envalentonó a la izquierda y forzó al rey a prescindir de su presidente. El nuevo gabinete Moret reinició los planes de la JAE donde los había interrumpido el partido conservador, aprobó un reglamento más autonomista, un mayor presupuesto y mejores posibilidades de promoción para los becarios (reales decretos de 22 de enero de 1910). Más adelante, ya bajo la presidencia de José Canalejas y con el conde de Romanones en su segundo y frenético mandato como ministro de Instrucción Pública, de febrero a junio de 1910, una cascada de decretos moldeó la estructura definitiva de la Junta. En términos del historiador Manuel Gómez-Moreno, que frecuentaba el entorno institucionista, “el papel Giner anda(ba) (…) en alza” y el conde se mostraba “rumboso y entusiasta” 31. Según las convicciones ginerianas, reelaboradas en diversas reuniones y depuradas en los textos que acordaron Castillejo y Romanones, la JAE no sólo otorgaría 29 Francisco J. Laporta, Alfonso Ruiz Miguel, Virgilio Zapatero y Javier Solana, “Los orígenes de la Junta para Ampliación de Estudios (2ª parte)”, en Arbor, nº 499 (julio-agosto 1987), pp. 9-137 (cita en p. 28). 30 Nota de Giner a Castillejo, 22 de agosto de 1907, y Castillejo a Cossío, 23 de enero de 1908, en Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. I, pp. 376 y 417. 31 Gómez Moreno a su mujer, 19 de febrero y 11 de mayo de 1910, en Castillejo (ed.), Los intelectuales reformadores de España. II, pp. 32 y 59.

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pensiones, sino que también abarcaría múltiples organismos que, concentrados en Madrid, reunirían los recursos disponibles para constituir potentes focos de investigación y alta cultura. La Junta se organizó en torno a dos grandes núcleos investigadores, el humanístico y el científico. El primero estaba constituido por el Centro de Estudios Históricos (RD de 18 de marzo de 1910), pensado para que los extranjeros no monopolizasen el análisis de las fuentes españolas y fuera atendido en cambio el “sagrado deber de descubrir nuestra historia”. Bajo la dirección de Ramón Menéndez Pidal, respondió perfectamente a estos fines, puesto que cultivó una historia de España transida de nacionalismo castellanista pero basada en métodos modernos de investigación, apoyados en la consulta y crítica de fuentes. Poco después se fundó la Escuela Española de Roma de Arqueología e Historia (RD de 3 de junio de 1910), una misión permanente que, inspirada por su secretario el gineriano Josep Pijoan, recibió algunos pensionados pero no sobrevivió a la Gran Guerra. El segundo núcleo se estableció en el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales (RD de 27 de mayo de 1910), que, dirigido por el presidente de la Junta y gloria nacional Ramón y Cajal, integró instituciones ya existentes –como el Jardín Botánico y el Museo de Ciencias Naturales—y creó numerosos laboratorios. A él se añadieron la Asociación de Laboratorios para el fomento de las investigaciones científicas y los estudios experimentales (RO de 8 de junio de 1910) y el Instituto de Material Científico (RD de 7 de marzo de 1911). La Junta se hizo cargo asimismo de las relaciones culturales con los países hispanoamericanos, en plena celebración de los centenarios de las independencias y todavía fresco el triunfal viaje transatlántico de Altamira (RO de 16 de abril de 1910). Una comunicación, sobre todo en forma de conferencias, que financiaron los emigrantes españoles, empeñados en demostrar que España no había decaído por completo sino que, al revés, se erigía en potencia cultural indiscutible gracias al alto nivel de sus intelectuales y científicos. El hispanoamericanismo, en sus versiones liberal y católica, constituiría una de las principales manifestaciones españolistas del siglo XX. Junto a los centros de investigación nacieron en el seno de la JAE, esa misma primavera, el Patronato de Estudiantes en el Extranjero, para supervisar los viajes e intercambios, y la Residencia de Estudiantes (RD de 6 de mayo de 1910). Desde su momento fundacional, la Residencia estuvo imbuida de valores institucionistas, pues en ella se quería recuperar el rastro de los antiguos colegios españoles y fomentar, como en Inglaterra o Estados Unidos, “la vida en común basada en los principios de la libertad, regulada ésta voluntariamente por la influencia de un ideal colectivo”. “Todo esto –añadía el texto firmado por Romanones, de sabor gineriano—, juntamente con las prácticas de juegos y ejercicios físicos y de una higiene escrupulosa, con el culto al arte y a las buenas maneras, con el trato escogido y el respeto mutuo, tiene una influencia decisiva, no solamente en la asiduidad y buen aprovechamiento del tiempo para el estudio, sino también en la formación del carácter del escolar para la vida social, culta y tolerante”. Había que esculpir caballeros, civilizados pero también patriotas, en sintonía con el nacionalismo dolorido y prospectivo de los liberales, como certificaba el folleto redactado en 1914 por el presidente del colegio recién estrenado: “La Residencia es una asociación de estudiantes españoles que cree (…) en una futura y alta misión espiritual de España y que pretende contribuir a formular en su seno, por mutua exaltación, el estudiante rico en virtudes públicas y ciudadanas, capaz de cumplir dignamente, cuando sea llamado a ello, lo que de él exijan los destinos históricos de la raza” 32. 32 Cita en Jiménez, Historia de la Universidad española, p. 437.

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Encomendada a otro alumno de Giner y además futuro yerno de Cossío, Alberto Jiménez Fraud, la Residencia tuvo un éxito inmediato. Cuando su primera sede se quedó pequeña, consiguió acomodo en terrenos del ministerio de Instrucción Pública que cedió el primer gobierno Romanones (RO de 11 de agosto de 1913), ampliados por el segundo en 1916. Allí, con vistas al Guadarrama desde los altos del Hipódromo, se levantaron con subvenciones oficiales unos sobrios pero amplios edificios de estilo funcionalista, regusto popular y toques castizos, como el ladrillo madrileño de aire mudéjar y las galerías y aleros de madera. En febrero de 1916, otra orden del ejecutivo romanonista confirmaba a la pedagoga María de Maeztu, también pensionada en Alemania, como directora del grupo de Señoritas de la Residencia, abierto unos meses antes. A él acudieron alumnas de magisterio y de carreras universitarias para sumergirse, como sus compañeros varones pero con mayores cortapisas, en un ambiente moral hecho de libros, conferencias, deportes, excursiones y buenos modales. Según declaró Maeztu años más tarde, aquellas jóvenes representaban “la más legítima esperanza que hoy tiene la joven España”. La Residencia albergó asimismo laboratorios y experiencias educativas de niños que también siguieron las pautas de la Institución 33. De ellas surgió la principal apuesta pedagógica de la Junta, el Instituto-Escuela (RD de 10 de mayo de 1918), sancionado por el ministro Alba como un centro experimental donde se entrenaran profesores y se incorporasen los métodos institucionistas a la educación pública, desde la escuela de párvulos hasta el bachillerato. Las iniciativas de la JAE se mantuvieron fieles a las instrucciones trazadas por Giner, cuya antorcha recogieron sus discípulos tras la muerte del maestro en 1915: formar personas libres y cultas, en contacto con el exterior, e ir creando instituciones modernas poco a poco, conforme se contara con el personal y los recursos precisos, para luego irradiar su benéfico ejemplo a la sociedad española. La continuidad del proyecto se vio amenazada de manera intermitente por las escaseces presupuestarias y las ocasionales injerencias de ministros interesados en reafirmar su poder frente a la autonomía juntera y en hacer favores. No sólo de conservadores como Rodríguez San Pedro, sino también de liberales como Ruiz Jiménez, que en el verano de 1913 amenazó con disolver la Junta si no se designaban los delegados que Romanones y él querían para ciertos congresos internacionales. La obra sobrevivió y siguió expandiéndose, en gran parte, gracias a la habilidad de Castillejo, secretario y alma de la Junta, que supo guardar equilibrios políticos y convencer a gobiernos de varios matices de su baratura y utilidad. Aunque su inspiración institucionista resultaba evidente, la Institución nunca tuvo vínculos orgánicos con la Junta y entre sus vocales y los pensionados figuraron personajes de diversas procedencias ideológicas, incluidos varios sacerdotes. El crecimiento y el prestigio de sus organismos hicieron además que cada año fuera más díficil quebrarla. Pese a sus bravatas, Ruiz Jiménez no tenía el margen de maniobra que había disfrutado su antecesor Rodríguez San Pedro: Castillejo lamentaba no haber estado en Madrid durante el rifirrafe con el gobierno liberal, porque –decía—“a estas horas tendríamos en una ratonera al Ministro y a Romanones, sin podernos hacer daño y seriamente comprometidos ellos” 34. Con el tiempo, el proyecto de la JAE, mimado por casi todos los gabinetes liberales, fue asumido también por los conservadores y hasta la dictadura del general Primo de Rivera, que 33 Isabel Pérez-Villanueva Tovar, La Residencia de Estudiantes. Grupos universitario y de señoritas. Madrid, 1910-1936, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1990. La cita de Maeztu, en Carmen de Zulueta y Alicia Moreno, Di convento ni college. La Residencia de Señoritas, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1993, p. 127. 34 Castillejo a Giner y Cossío, 22 de agosto de 1913, en Castillejo (ed.), Epistolario de José Castillejo. III, p. 90.

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tuvo la tentación de paralizarla y cambió su composición, acabó colaborando con entusiasmo en sus planes. El balance de la Junta para Ampliación de Estudios no admite apenas juicios negativos, pues durante algo más de treinta años dio un impulso crucial a la ciencia realizada en España. Numerosas disciplinas –física, química, matemáticas, biología, historia, historia del arte, filología e historia del derecho, por mencionar sólo unas cuantas—experimentaron un auge decisivo en sus despachos, salones, bibliotecas y laboratorios. Gracias a sus pensiones, unos dos mil españoles entraron en contacto con las corrientes académicas avanzadas. En sus aulas se abrieron paso los nuevos métodos pedagógicos, una isla en la enseñanza oficial. Y en su Residencia convivieron varias generaciones de intelectuales, se publicaron algunas joyas de la literatura española y hablaron figuras clave de la cultura europea 35. Todo ello, en un organismo singular a cargo del presupuesto del estado, imposible si no hubiera existido la voluntad política de crearlo y sostenerlo.

Patrimonio nacional A la reforma educativa y al fomento de la ciencia deben añadirse diversas políticas culturales que mostraron asimismo la sintonía entre los gobernantes liberales y los intelectuales institucionistas, como las referentes al descubrimiento y conservación del patrimonio histórico-artístico. Desde sus inicios, la Institución promovió el conocimiento de la riqueza patrimonial del país, parte de una enseñanza activa que otorgaba una importancia crucial a la educación estética y que incluía las excursiones como un instrumento básico de aprendizaje. En ellas, los niños y jóvenes se acercaban a la civilización patria a través del contacto inmediato con las obras de arte y con su entorno, dentro de una visión global que buscaba el genio nacional tanto en el paisaje como en cualquiera de las realizaciones culturales del pueblo español a lo largo de su historia. Así, no resultaba extraño que los hombres ligados a la ILE nutrieran sociedades de excursionistas, se interesasen por los museos y monumentos –en especial por sus posibilidades educativas—y alentaran algunas de las primeras iniciativas turísticas en España. Los ministerios liberales más emprendedores en el campo de la instrucción pública fueron también los que comenzaron a cambiar las políticas culturales en el sentido señalado por los institucionistas. De forma destacada en el ámbito de los museos, que a juicio de Giner o de Cossío debían reformularse de modo que fueran más accesibles al público y, en vez de consistir tan sólo en almacenes de objetos valiosos, se transformasen en auténticos centros docentes. Una disposición firmada por el conde de Romanones en su primer mandato ministerial (RD de 6 de septiembre de 1901) estableció tanto la entrada gratuita a todos los museos nacionales –obligados a poner rótulos explicativos y a organizar cursos y conferencias—como la visita guiada y regular de los estudiantes: “es menester (...) que los Museos dejen de ser depósitos de ejemplares raros y de meras curiosidades para ser el laboratorio de la enseñanza práctica y positiva, de la enseñanza que por estar fundada en la observación directa de las cosas puede ser más fecunda y se ha de grabar de una manera más viva y real en las inteligencias”. Pura Institución. Los museos, junto con los archivos y las bibliotecas, custodiaban la memoria y las tradiciones nacionales y debían ponerlas al servicio 35 El laboratorio de España. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, 1907-1939, Madrid, Residencia de Estudiantes/Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2007.

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de los ciudadanos. Para que aprendieran a valorarlas, dándoles incluso una aplicación efectiva. En otra norma coetánea (RD de 25 de octubre de 1901), Romanones describía los museos arqueológicos como lugares donde “se forma la tradición artística, científica e industrial de cada país” y recomendaba que las escuelas artesanales se inspiraran en sus buenas obras de platería, cerámica y encajes. Artes populares que, testimonio vivo del pasado que admiraban con fruición los hombres de la ILE, valían de estímulo a la presente regeneración económica. Siempre en “enlace directo con Universidades e Institutos”, para lograr así “una desamortización intelectual de la Arqueología española”. Ese mismo año, el ministro racionalizó el cuerpo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos; y dio nuevos reglamentos a bibliotecas, archivos y museos arqueológicos del estado. Dentro del amor institucionista por los museos ocupaba un lugar central el del Prado, denominado desde el Sexenio revolucionario Museo Nacional de Pintura y Escultura, adonde los profesores y alumnos de la casa peregrinaban sin descanso. En el Prado se conservaban los mayores tesoros de la escuela española, y por tanto los hitos que pautaban el canon artístico nacional definido entonces. Como las obras de Diego Velázquez, quitaesencia de lo hispánico, que encontró a su mejor biógrafo español en uno de los artistas más vinculados a la ILE: Aureliano de Beruete y Moret, diputado durante el Sexenio, primo y además cuñado del jefe liberal Segismundo Moret. Beruete era un pintor fascinado, como sus amigos escritores, por las viejas ciudades de Castilla y por el paisaje del alma velazqueño del Guadarrama, que contemplaba desde sus fincas y recorrió en las excursiones ginerianas. Con ocasión del centenario de Velázquez en 1899, se responsabilizó asimismo de la depuración y el nuevo ordenamiento cronológico de sus cuadros, destinados al estudio y la docencia 36. El Prado condensaba pues el espíritu patrio y constituía una pieza imprescindible en las tareas nacionalizadoras, por lo que algunos gobiernos le dedicaron una notable atención. Así, el de Canalejas mandó producir copias de las obras maestras de la pintura española con destino a diversos museos y centros de enseñanza (RD de 10 de septiembre de 1911): “La riqueza artística de inmenso valor atesorada particularmente en nuestro Museo del Prado sirve más a la admiración de los extranjeros que nos visitan que a la educación de nuestro pueblo y a que éste sienta el orgullo de su raza contemplando las supremas concepciones de que ha sido capaz el alma española”. Más aún, en 1912 y con Alba en Instrucción Pública, el ejecutivo liberal abordó una reforma en profundidad del museo, argumentando que “la inmensa riqueza acumulada en el Museo Nacional de Pintura y Escultura, archivo y depósito de glorias artísticas por ningún otro país superadas, ni siquiera igualadas, exige al Estado atención preferentísima” (RD de 7 de junio de 1912). Era la joya de la corona del orgullo patrio. El ministerio creó un patronato –con Beruete y Cossío, aunque este último dimitió enseguida—y le encomendó un programa que se cumpliría en años sucesivos: reorganizar las colecciones y orquestar exposiciones especiales y conferencias, estimular donaciones, preparar un nuevo inventario, ampliar el edificio y comunicarse tanto con otros grandes museos del mundo como con los demás de España, donde permanecían ignoradas valiosas piezas. Y, algo muy institucionista, procurar que las visitas fueran gratas. En 1918, tras una grave crisis provocada por robos escandalosos, el último gabinete Romanones nombró a Aureliano de Beruete y Moret –hijo—director del Museo Nacional, cargo que ejerció hasta su muerte en 1922. Beruete el joven, discípulo de Cossío, fue el primer historiador que dirigió la institución tras desaparecer la norma de 36 Fernando A. Marín Valdés, “Aureliano de Beruete: crítica velazqueña y velazquismo fin de siglo”, en Liño. Revista anual de historia del arte, nº 7 (1987), pp. 115-136.

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designar artistas. Culminó la ampliación, avanzó en el catálogo, inauguró salas remodeladas de Velázquez y El Greco y devolvió al museo su nombre: desde 1920 se llamó Museo Nacional del Prado. El mismo sistema, que sometía las mejoras a un patronato, se empleó también para la Alhambra y el Museo Nacional de Arte Moderno. La influencia del institucionismo se notó de un modo intenso en las realizaciones de un personaje tan peculiar como decisivo en las políticas culturales nacionalistas del primer tercio del siglo XX: Benigno Vega Inclán, marqués de la Vega Inclán, militar, marchante de arte y parlamentario liberal, primero diputado canalejista y después senador vitalicio. El marqués andaba muy cerca del círculo institucionista por la amistad de Cossío, con quien compartía una pasión infatigable por El Greco, el cretense en quien el historiador y pedagogo encontró al inspirador de Velázquez y, sobre todo, la encarnación del realismo místico que a su juicio penetraba el alma castellana. Pues aquel pintor, aseguraba, había “fijado como nadie, en lo que tiene de más castizo, el genio de la raza y de la tierra españolas”: independiente, audaz y violento. Además, se identificaba con la ciudad simbólica de Toledo,“el resumen más perfecto, más brillante y sugestivo de la historia patria”, donde se compenetraban el arte cristiano y el musulmán 37. Esa Toledo que pintaba Beruete –igual que El Greco—desde los cigarrales, uno de los cuales fue adquirido por el conde de Romanones. El entusiasmo de Vega Inclán lo llevó a comprar edificios en la judería toledana para reconstruir el ambiente en que había vivido el artista griego y rescatar sus obras. Cuando leyó el estudio de Cossío sobre su ídolo, don Benigno le confesaba: “soy deudor a Vd. de uno de los mayores envanecimientos de mi vida. A usted debo y muy principalmente por Vd. conocí, emprendí y he realizado la salvación de la Casa del Greco (...). Quién sabe si esta modesta obra precursora será punto de partida ejemplar para sacudir la indiferencia y miseria espiritual por la que hoy se desmorona y yace una gran parte de nuestra riqueza monumental. Ojalá también atraiga muchedumbres que acudan a rendir homenaje al Greco y a la cultura Patria” 38. Porque en las empresas de Vega Inclán latía el objetivo de dar a conocer el patrimonio natural y cultural español dentro y fuera de España, poner de relieve lo grandioso de un tesoro incomparable y hacer de su revalorización uno de los puntos de apoyo para el renacimiento del país. Una estrategia que fijaba los componentes del imaginario nacional y los recreaba de un modo que enfatizaba su capacidad evocadora y didáctica para terminar confiando en el auge del turismo como motor del progreso económico. Los gobiernos liberales participaron y se beneficiaron de estos proyectos: ya en 1902, el ministro Romanones dispuso que se celebrara una exposición antológica de El Greco en el Prado, antecedente de la organizada por el marqués en la Real Academia de Bellas Artes en 1909. Al año siguiente, el gabinete Canalejas aceptó la donación al estado del Museo del Greco y dispuso su conversión en un centro de arte donde pudiera ser conservada y estudiada la pintura española desde el siglo XVI hasta el XIX (RO de 27 de abril de 1910 y RD de 10 de septiembre de 1911), organismo al que se incorporó la toledana Sinagoga del Tránsito con el fin de establecer en ella otro centro de estudios, esta vez hebraicos (RO de 22 de agosto de 1911). En su patronato figuraron Cossío, Beruete y otro de los puntales de aquel sueño: el pintor liberal Joaquín Sorolla, protegido de Beruete, íntimo de la ILE, amigo de Romanones y mediador ante el rey, quien a su vez patrocinaba los planes de Vega Inclán. Éstos contaban asimismo con la financiación del millonario Archer Huntington, que, ansioso por atrapar el alma española en 37 Cossío, De su jornada, pp. 230 y 236. 38 Vega Inclán a Cossío, 4 de diciembre de 1907, cita en Vicente Traver Tomás, El Marqués de la Vega-Inclán, 1er comisario regio de Turismo y Cultura Artística Popular, Madrid, Dirección General de Bellas Artes, 1965, p. 93.

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su Hispanic Society de Nueva York, abrió a Sorolla las puertas del mercado norteamericano. Al cabo, Sorolla se erigió en estandarte de esta España en vías de regeneración, liberal y moderna aunque enraizada en tradiciones inconfundibles 39. Sus triunfos produjeron un gran alborozo nacionalista en los dirigentes de la Institución. Si Giner le decía que, “aunque V. no supusiera para nosotros personalmente lo que supone, esta amada tierra, glorificada en las obras de sus hijos, merecía ya una hora radiante”; Cossío remachaba: “En estas ocasiones en que el espíritu de la patria va a fecundar a otros pueblos es cuando yo me siento con ganas de dar vivas. Sí, ahora sí; que Viva España y los hijos de ella como Vd. que lleva su luz y su calor a todas partes” 40. Las ideas de Vega Inclán adquirieron un carácter oficial cuando José Canalejas creó para él la Comisaría Regia de Turismo y Cultura Artística Popular (RD de 19 de junio de 1911), cuyo largo nombre revelaba sus muchas funciones: proteger y exhibir el patrimonio, difundir su conocimiento y facilitar a los turistas “el acceso a las bellezas naturales y artísticas de nuestra Patria”. La Comisaría, con precedentes como la comisión nacional para el fomento del turismo constituida por Romanones, ministro del ramo, años atrás (6 de octubre de 1905), fue el ente público encargado de estos asuntos durante diecisiete años. Bajo su manto, Vega Inclán fundó otras casas-museo de ambiente histórico, como la de Cervantes en Valladolid y el Museo Romántico en Madrid, y reinventó el barrio de Santa Cruz en Sevilla; editó guías y postales, preparó congresos y exposiciones, salvó monumentos, viajó e imaginó los paradores nacionales, el primero de los cuales se levantaría en Gredos, en un paraje serrano del agrado institucionista. Se convirtió así en uno de los principales constructores del canon turístico español, al que aplicó algunos principios de la Institución, como el afán pedagógico de museos pensados para transmitir experiencias, la concepción del patrimonio como un todo monumental y paisajístico, la búsqueda de lo genuino y el culto no sólo a las grandes obras sino también a las artes populares, de los azulejos a la cerámica o la rejería. Asiduo de la Residencia de Estudiantes, quiso fundar una sucursal en Sevilla 41. La labor vegainclanesca, más personal que institucional, resumía también las limitaciones de estas políticas nacionalistas a comienzos del siglo XX, pues delataba la escasa intervención pública en materias como la custodia patrimonial y la construcción de infraestructuras turísticas. Al contrario de lo que ocurría ya en la educación o en la ciencia, en estos terrenos aún predominaba el enfoque liberal clásico, que dejaba la iniciativa a la sociedad civil y restringía las actuaciones estatales a misiones de orientación y arbitraje. En el caso español, pese al crecimiento de la sensibilidad social, se acusaban además la falta de medios, el favoritismo y la ineficacia burocrática. Así, en 1900 comenzaron a encargarse los catálogos monumentales provinciales, una tarea ingente que fracasó al no poder costearse la edición de los volúmenes ya hechos –por Gómez-Moreno, entre otros—o al caer en manos de aficionados con buenos padrinos. Y en la protección del patrimonio tan sólo adelantó aquello que menos costaba: legislar. Como con la ley de excavaciones arqueológicas y conservación de ruinas y antigüedades que aprobó la mayoría liberal canalejista (ley de 7 de julio de 1911), concebida para “defender el depósito sagrado del Arte patrio y para impulsar el trabajo de los 39 Sobre las conexiones de Sorolla, véase Javier Tusell, “IV.- Joaquín Sorolla en los ambientes políticos y culturales de su tiempo”, en Arte, historia y política en España (1890-1939), Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, pp. 155-167. 40 Giner a Sorolla, 5 de abril de 1909; y Cossío a Sorolla, 15 de marzo de 1909, en el Archivo de la Hispanic Society de Nueva York, correspondencias de Cossío y Sorolla. 41 Las relaciones de Vega Inclán con la ILE, en María Luisa Menéndez Robles, El marqués de la Vega Inclán y los orígenes del turismo en España, Madrid, Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, 2006, pp. 237-272.

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descubrimientos que por honor nacional debe llevar España a término”. Aunque se preveían inventarios, autorizaciones y expropiaciones, el estado no fue capaz de evitar un expolio masivo en las dos décadas siguientes 42. Un expolio amparado por las rendijas de la burocracia y por la actitud de la Iglesia, que frente al embrionario concepto de patrimonio nacional oponía su derecho a disponer con libertad de sus bienes. Todavía en vísperas de la dictadura, Romanones, ministro entonces de Gracia y Justicia, encontró obstáculos casi insalvables a la hora de prohibir la enajenación de objetos artísticos propiedad de la Iglesia sin permiso del gobierno (RD de 9 de enero de 1923).

eutralidad religiosa La colaboración entre institucionistas y liberales monárquicos no podría entenderse sin tener en cuenta que todos ellos se situaron en el mismo bando al encarar el conflicto que con mayor ferocidad dividió la arena política española entre 1898 y 1914, el que enfrentó a clericales con anticlericales. Una pugna que tuvo uno de sus escenarios predilectos en las políticas educativas y en la que los católicos militantes atribuyeron la dirección del campo enemigo a la ILE. Ambos sectores se diferenciaban en cuanto al papel que atribuían al estado en la enseñanza, sobre todo en lo que tocaba a dos problemas distintos pero complementarios: la libertad de cátedra y el lugar de la religión en la escuela pública. Los sectores liberales defendían el derecho del profesorado a expresar sus opiniones contrarias a la doctrina católica y el de las familias a prescindir de ella en la educación de sus hijos; mientras que los confesionales esgrimían la oficialidad constitucional del catolicismo para exigir una completa ortodoxia religiosa en la enseñanza estatal. Los institucionistas, adalides de la libertad de conciencia de maestros y alumnos, se alineaban con claridad entre los primeros, aunque algunos de ellos encontraran demasiado tímidas, o equivocadas, las posiciones concretas del liberalismo dinástico frente a la Iglesia. Más allá de estas cuestiones, quienes abrazaron el fortalecimiento del estado con el fin de sacar a España del atraso también tuvieron que lidiar con el papel hegemónico que disfrutaban los colegios religiosos en la formación de los españoles, pues la Iglesia adoptaba posturas nítidamente antiliberales y antimodernas, contrarias a la moral de la ciencia que defendían los progresistas, aunque luego se amparara en los privilegios que le concedía el orden liberal. Muchos intelectuales y políticos consideraban excesiva esa influencia, incluso le achacaban la decadencia del país, aislado durante siglos de las corrientes europeas de pensamiento por las barreras inquisitoriales y poblado de individuos incapaces de discurrir por sí mismos a causa de los hábitos intolerantes y jerárquicos del catolicismo. Posturas que conllevaban alguna que otra paradoja: los eclesiásticos, que abogaban por un estado católico que impusiese su doctrina a toda la población, atacaban no obstante al estado docente en nombre de la libertad de enseñanza; mientras que los liberales, reacios en principio a la injerencia de las autoridades allí donde hubiera iniciativas privadas, animaban a los gobiernos a inspeccionar los centros religiosos y a contener el desbordamiento de las congregaciones. Por encima de todo se jugaba la educación de los ciudadanos, en especial la de las clases medias y las élites destinadas a dirigir el país. Había que decidir –decía el diputado liberal Vincenti—si la vida española estaría orientada por la religión o por la ciencia, porque, por 42 Miguel Ángel López Trujillo, Patrimonio. La lucha por los bienes culturales españoles (1500-1939), Gijón, Trea, 2006.

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muy lujosos que fueran los edificios de las congregaciones, “los destellos de la ciencia no iluminan la frente de los que constituyen esos claustros” 43. La batalla por la escuela, que había comenzado mucho antes de 1898 pero se agudizó tras el Desastre, otorgó un papel creciente a los hombres de la Institución, más visible conforme se fueron implicando en la política restauracionista. Desde muy pronto, los medios católicos localizaron en ellos a un adversario peligroso, por cuanto sus principios y prácticas se alejaban de la obediencia a la jerarquía eclesiástica y a los requisitos que a su juicio debían cumplirse en un estado confesional. Para combatirlos no dudaron en identificarlos con una secta. Eran los krausistas que retrataba Marcelino Menéndez Pelayo –oráculo para varias generaciones de católicos—como individuos “tétricos, cejijuntos, sombríos” que formaban “una logia, una sociedad de socorros mutuos, una tribu (…), algo, en suma, tenebroso y repugnante” 44. Con un tufo diabólico. En fecha tan temprana como 1884, un periódico carlista denunciaba la penetración en la enseñanza oficial de la ILE, “contra cuyas terribles pestilencias no hay cordones ni lazaretos” 45. Unos años más tarde, la Unión Católica señalaba el entrometimiento de los institucionistas en la escuela normal central de maestras y trazaba ya la línea argumental que contra ellos iba a emplear la extrema derecha hasta bien entrado el siglo XX: los librepensadores y enemigos de la religión aprovechaban el paso por el gobierno de los liberales, y de algún conservador desorientado, para obtener comisiones y provechos presupuestarios con el fin de sembrar en la sociedad española –en este caso, entre las maestras—“la cizaña de la impiedad y del racionalismo” 46. Los filósofos, como en Francia, andaban detrás de cualquier medida estatal que rozara las expansión de las actividades eclesiásticas, a la que la Restauración había ofrecido un caldo de cultivo más que propicio. Al cambiar la centuria, la polémica subió de tono. Cuando los liberales monárquicos abandonaron su transigencia acostumbrada para apostar por la educación pública en detrimento de la religiosa, en aras de la regeneración nacional y de su propio reflotamiento como partido de izquierdas dentro del sistema, la Iglesia movió todos sus resortes contra ellos. Desde el ministerio, el conde de Romanones no se limitó a remozar la enseñanza, sino que deshizo algunas prebendas que beneficiaban a los colegios católicos, como los tribunales ambulantes que facilitaban los exámenes libres; incrementó las exigencias para certificar la validez de sus estudios y retiró el reconocimiento a ciertas universidades particulares. Del mismo modo, recuperó una disposición que eliminaba la obligatoriedad de la asignatura de religión en los institutos. Todo lo cual le valió una ácida tanda de requerimientos episcopales, congresos y artículos en su contra. Ramón Ruiz Amado, un jesuita convertido en antagonista del ministro jacobino y en uno de los principales agitadores del mundo educativo antiliberal, amenazaba en sus diatribas con una guerra civil, no sin mencionar el “odio sectario” de quienes querían “obtener el monopolio de la enseñanza para oscurecer la inteligencia de la juventud y corromper su corazón en la edad de las pasiones”. Luego concretaría estas acusaciones en la Institución, “ese enemigo mortal de la enseñanza católica” que “de año en año se había incrustado poco a poco, como un quiste, en el Ministerio de Instrucción Pública hasta apoderarse de él y hacer penetrar su espíritu en sus hombres y en todos sus organismos” 43 Discurso de 1903, citado por Mª Dolores Gómez Molleda, Los reformadores de la España contemporánea, Madrid, CSIC, 1966, p. 436. 44 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Tomo II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992 (ed. or. 1880), citas en pp. 1301 y 1302. 45 El Siglo Futuro, 18 de octubre de 1884. 46 La Época, 27 de septiembre de 1887.

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47. Lo curioso es que muchos institucionistas, si bien apoyaban cualquier paso que condujese a la neutralidad religiosa en la escuela, no veían con buenos ojos la deriva napoleónica de las medidas liberales. La movilización católica frente al liberalismo anticlerical no dejó de crecer en los años siguientes, combinando las gestiones individuales ante los ministros o ante el rey y los discursos parlamentarios con las campañas en la prensa, las quejas de la sociedad civil y las manifestaciones en la calle. Para impedir que el estado frenara la llegada masiva de frailes y monjas procedentes de Francia, donde les repelía la política secularizadora de la Tercera República. Y, sobre todo, contra una nueva ley de asociaciones que sometiese a las órdenes religiosas al derecho común y supervisara sus actividades. Como el borrador que un gabinete liberal presentó en 1906, elaborado por el alumno de Giner y notario de la invasión frailuna Luis Morote 48. Propuestas que no sobrevivieron a las divisiones dentro de la mayoría gubernamental y que resurgieron no obstante bajo el mandato de Canalejas, su principal sostenedor, cuando se llegaron a poner entre paréntesis las relaciones con el Vaticano y se aprobó una ley del candado que restringía la entrada de más religiosos. En el campo educativo, las fuerzas confesionales protestaban contra los ministros manipulados por la mano oculta de la ILE, que La Lectura Dominical calificaba en 1910 de “la mejor bolsa de trabajo en España conocida” y –al año siguiente—la Revista Católica de las Cuestiones Sociales de “Katipunan (…) cuyas raíces alcanzan hasta el infierno, de donde se nutren con fértil suco y cuyas ramas cubren y ensombrecen todo el territorio hispano” 49. La alusión resultaba transparente, pues el Katipunan era una sociedad secreta que había luchado contra España por la independencia de Filipinas, colonizada por las congregaciones. En 1913 coincidieron dos conflictos que exacerbaron al máximo estas tensiones. El primero llegó cuando Romanones, sucesor de Canalejas, quiso extender la abolición de la enseñanza religiosa obligatoria de los institutos a las escuelas primarias y, tras una avalancha de más de 110.000 protestas enviadas al presidente y unas 12.000 a palacio, suavizó sus propósitos iniciales para obligar a los objetores a demostrar que profesaban religión distinta de la católica. Los institucionistas no estaban satisfechos con estos obstáculos, y el conde tuvo que explicar a Azcárate que procuraba “hacer política liberal en el grado en que las circunstancias y las fuerzas que tengo a mi disposición me permiten” 50. De todos modos, la prensa más extrema especuló con la aplicación descristianizadora de la norma: “¡Como que donde dice: Ministerio de Instrucción hay que leer: Institución libre de enseñanza!”, exclamaba 51. Y el segundo conflicto se desató contra Rafael Altamira, acusado de ser un dictador vitalicio que esclavizaba a los maestros sirviéndose de los inspectores y les inyectaba “el virus heterodoxo” a través de las bibliotecas circulantes, que contenían títulos prohibidos por la Iglesia como los de Kant, Rousseau y Voltaire. Sin duda, decían, aquello era cosa

47 Raimundo Carbonel (Ramón Ruiz Amado), “Folleto segundo: el derecho de enseñar”, en La enseñanza en España, Barcelona, Imprenta de Subirana Hermanos, 1901, pp. 31 y 32; y Turin, La educación y la escuela en España, p. 351. 48 Juan Sisinio Pérez Garzón, Luis Morote. La problemática de un republicano (1862-1923), Madrid, Castalia, 1976. 49 Rafael, “Elocuencia abrumadora”, en La Lectura Dominical, 15 de octubre de 1910, p. 660; e “Instituciones y hombres. El magisterio católico”, en Revista Católica de las Cuestiones Sociales, noviembre de 1911, pp. 343344. 50 Romanones a Azcárate, 5 de mayo de 1913, AILE Fondo Azcárate 137/1972. 51 “Crónica social española”, en Revista Católica de las Cuestiones Sociales, mayo de 1913, cita en p. 389.

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fraguada en las tinieblas, donde se mezclaban la Institución y las logias masónicas 52. Las damas católicas reunieron 15.000 firmas contra esos intentos de contaminar al magisterio y perseguir a los buenos profesores. La presión sobre el gobierno de cientos de grupos confesionales, de la Defensa Social a los padres de familia, sólo cedió con la renuncia del director general. En realidad, poco quedó de los proyectos regalistas del partido liberal, pues nunca se aprobó la nueva ley de asociaciones, la mayoría de sus normas fue revocada por los conservadores y las clases medias españolas siguieron educándose en los colegios religiosos. Sólo sobrevivieron las medidas más moderadas y cercanas al ideario institucionista, como el tímido respeto a la libertad de conciencia en las aulas, donde, aunque con restricciones, las familias pudieron evitar la doctrina católica. Sin embargo, cualquier refuerzo de la enseñanza pública intentado por los liberales se interpretaba desde las trincheras clericales como un avance de las fuerzas del mal, encarnadas por los hombres de la Institución. Y todo se planteaba en términos nacionalistas. A la concepción liberal de la nación española, creyente en la existencia de un pueblo que pugnaba desde antiguo por su libertad, se oponía la noción católica de España, que, a la manera de Menéndez Pelayo, fundía su identidad con la fe de la Iglesia. El agustino Graciano Martínez calificaba en 1915 a los institucionistas de “astutos y resabidos como raposas”, enseñoreados de los centros oficiales gracias a sus mandatarios los ministros liberales y prestos “a descristianizar y aun a deshispanizar, puesto que sus profesores son todos de los que han roto abiertamente con la España tradicionalista y renegado de todas nuestras grandes y legítimas glorias inspiradas y llevadas a cabo por nuestro espíritu gigante genuinamente cristiano y español” 53. Aunque los debates sobre el clericalismo acabaron desinflándose, el progresivo asentamiento de la Junta para Ampliación de Estudios dio un pretexto a los enemigos de la Institución para seguir atacándola. Confundían a la ILE con la JAE y echaban en cara a la primera que usara la segunda para otorgar a sus acólitos sobresueldos y viajes gratuitos, un despilfarro de fondos públicos del que ni se rendían cuentas ni, en su opinión, se obtenía provecho alguno 54. A ello se unieron los celos de las universidades, que se resentían de la concentración de los presupuestos para tareas investigadoras en un organismo ajeno a ellas. En 1918, los resquemores corporativos y los católicos confluyeron contra el ministro Santiago Alba, símbolo a aquellas alturas de la entrega del liberalismo monárquico a la Institución. En el parlamento se discutió con vehemencia inusitada el papel de la Junta: por ejemplo, el diputado maurista y catedrático Pío Zabala acusó a sus empleados de ser “tergéminos, ubicuos y tentaculares (…) tienen la mente en el ideal, pero las manos en el cajón del pan” 55. Un ala del claustro de la Universidad central reclamó la expulsión de los profesores que trabajaban en la Junta. Además, la creación del Instituto-Escuela sacó de nuevo a la calle a los católicos, pues, según la Asociación nacional de Padres de Familia, “encomendar a la JAE, una de las hijuelas de la ILE, la realización de un ensayo de Instituto Escuela, con la facultad de formar el personal del Magisterio secundario, constituye un verdadero asalto al alcázar de 52 El Siglo Futuro, 22 de julio de 1913; Amando Castroviejo, “La cuestión del catecismo y la representación proporcional escolar”, en Revista Católica de las Cuestiones Sociales, agosto de 1913, pp. 85-93. 53 P. Graciano Martínez, La Institución Libre de Enseñanza y la gestión de los dos primeros directores generales de Instrucción Primaria, Madrid, Imp. del Asilo de Huérfanos del S.C. de Jesús, 1915, citas en pp. 8 y 9. 54 Por ejemplo, véase R. Ascham, “Tanda de pensionados o la camada número mil...”, en El Debate, 10 de octubre de 1912. 55 Discurso parlamentario de 19 de abril de 1918, citado por Laporta, Ruiz Miguel, Zapatero y Solana, “Los orígenes de la Junta para Ampliación de Estudios (2ª parte)”, p. 54.

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la Religión católica” 56. Sin embargo, esta vez no alcanzaron sus metas. Un gobierno conservador cedió las pensiones destinadas al personal académico a las universidades en 1922 y no cejó la obsesión derechista con la JAE, que el escritor liberal Andrenio comparaba con las creencias noveleras en las tenidas masónico-satánicas 57. Pero la Junta y el InstitutoEscuela aguantaron, aunque las asechanzas de sus contrarios obligasen a sus responsables a ser prudentes, a mantener constantes equilibrios ideológicos y a gastar con tiento. En cualquier caso, una parte substancial de la opinión pública siguió viendo en el ámbito del conocimiento el escenario de una guerra sin cuartel entre el catolicismo y la Institución.

uevo liberalismo accidentalista En términos generales, algunos intelectuales institucionistas coincidieron con las estrategias trazadas por los políticos monárquicos en sus respectivas áreas de especialización. Aparte de sus aproximaciones en lo pedagógico, lo científico y lo cultural, y de su militancia común en los conflictos con la Iglesia, convergieron también en el campo de la reforma social, donde muchos ubicaron el futuro del liberalismo. En octubre de 1909, un momento crucial tras la defenestración de Maura, Francisco Giner animaba a Segismundo Moret a “renovar la orientación, el ideal, el programa del partido liberal” por una vía similar a la seguida en Inglaterra por David Lloyd George: después de haber agotado la primera parte de las tareas liberales, la que había traído a Europa una nueva organización política, la igualdad formal y la emancipación del individuo, el político británico había comprendido que “su función tiene todavía un 2º momento: el social, la acción para una distribución más justa del bienestar y la cultura” 58. Era lo que se conocía como nuevo liberalismo, que abandonó los supuestos individualistas del siglo XIX para reclamar un papel más activo del Estado, responsable de garantizar la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos mediante la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares. Se trataba de promover la intervención estatal en las relaciones sociales pero sin imponerla de un modo autoritario, apoyándola en la participación de la sociedad civil. Algo que teorizaron los hombres de leyes y sociólogos institucionistas, provistos de un armonicismo de raíz krausista y de múltiples lecturas internacionales; y que hicieron suyo ciertos líderes liberales en busca de bases más amplias para el régimen y para su propio partido 59. La política social, a diferencia de la educativa o la religiosa, no provocó graves fracturas entre la derecha y la izquierda, sino que en ella se implicaron tanto los conservadores más influidos por la doctrina católica, que alentaba una atención paternal al mundo obrero, como los liberales –monárquicos o republicanos—partidarios de un giro intervencionista. Sus realizaciones prácticas se caracterizaron en España por la existencia de organismos asesores que obtenían información y proponían las reformas legales necesarias. El primero de ellos, la Comisión de Reformas Sociales, fue creado por Moret en el ministerio de la Gobernación (RD de 5 de diciembre de 1883) y se limitaba a recoger datos y opiniones. Pero el jefe liberal más comprometido con el nuevo papel del estado como árbitro entre clases sociales no fue el amigo de Giner sino José Canalejas, imbuido del armonicismo y el 56 La Época, 28 de mayo de 1918. 57 La Voz, 3 de junio de 1922. 58 Borrador de carta de Giner a Moret, 24 de octubre de 1909, AILE FG 21/519. 59 Manuel Suárez Cortina, El gorro frigio. Liberalismo, democracia y republicanismo en la Restauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.

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solidarismo que divulgaban los krauso-institucionistas. A ellos recurrió desde el ministerio de Agricultura para formular en 1902 su proyecto de Instituto de Trabajo, redactado por los profesores ovetenses Adolfo Posada y Adolfo Álvarez Buylla y por Luis Morote. Un centro dotado de personal competente y abierto a empresarios y trabajadores con el fin de promover la conciliación social. Con algunas rebajas, estas propuestas se concretaron en el Instituto de Reformas Sociales, constituido por un gobierno conservador en 1903 y donde trabajaron, bajo la presidencia cuasi-vitalicia de Gumersindo de Azcárate, institucionistas como Posada y Buylla, jefes de sección, y Juan Uña Sarthou, secretario de la corporación de antiguos alumnos de la ILE. El IRS, paradigma de esos órganos autónomos de carácter técnico que anhelaba el institucionismo, estuvo detrás de buena parte de la legislación social promulgada bajo la monarquía constitucional, tanto por los conservadores como por los liberales. Allí se prepararon las normas laborales del mandato de Canalejas y las que, en una coyuntura social mucho más explosiva, decretó Romanones en 1919, como la jornada máxima de ocho horas y los seguros obligatorios para el retiro obrero 60. No obstante, todas las políticas mencionadas se subsumían en la búsqueda, por parte de numerosos institucionistas, de un régimen democrático que respetase las libertades y derechos individuales, representara a la ciudadanía y asumiese de una forma coherente –no a retazos—la europeización de España. Esa democracia se identificaba habitualmente con las formas republicanas, pero en esto los hombres de la ILE no eran dogmáticos, sino que se avenían a aceptar una monarquía que, como la de Gran Bretaña o la de Bélgica, perdiera sus poderes y se hiciese compatible con un gobierno parlamentario. Esas posiciones accidentalistas fueron las que adoptó la expresión más genuina del institucionismo en política, el republicanismo gubernamental que dio lugar al partido reformista. Sus relaciones con los liberales monárquicos estuvieron pues mediatizadas, en términos tácticos, por el establecimiento de una alianza entre el partido liberal, o alguna de sus facciones, y ese sector republicano que acaudillaban el viejo patricio Azcárate, presidente de la Institución entre 1913 y 1917, y el joven abogado Melquiades Álvarez, un magnífico orador procedente del grupo de Oviedo y alumno de Giner. De igual modo, la inteligencia con aquel partido de intelectuales dio cuerpo a una de las estrategias liberales, que aspiraba a atraérselos y así repetir en el siglo XX los éxitos de Sagasta, quien había integrado a los republicanos posibilistas de Castelar en el liberalismo dinástico. Esa alianza pareció posible en varios momentos a lo largo del reinado de Alfonso XIII, y siempre de la mano de Moret y de los continuadores de su línea política, primero Romanones y luego Alba. En torno a 1906, la opción moretista consistía en fabricar una mayoría afín en las elecciones y en respaldar esa maniobra con el anuncio de una reforma constitucional que satisficiera dos de las reivindicaciones izquierdistas: el reconocimiento de la libertad religiosa y la democratización del Senado. En aquellos momentos encontró la solidaridad de Giner, que le empujaba a lanzar con métodos moderados una política radical – “la única salvación en nuestro estado”—y se lamentaba de que el presidente no hubiese sido más rápido al hacer públicas sus aspiraciones reformistas, naufragadas enseguida por la oposición de los conservadores, de muchos liberales y del rey 61. La ofensiva conservadora del gobierno largo de Maura hizo de nuevo plausible el concierto, que con el nombre de bloque de las izquierdas reunió bajo el liderazgo de Moret a liberales moretistas, demócratas 60 Juan Ignacio Palacio Morena, La construcción del Estado social. En el centenario del Instituto de Reformas Sociales, Madrid, Consejo Económico y Social, 2004. La relación entre el institucionismo y la política social se estudia en profundidad en el capítulo correspondiente de este libro. 61 Giner a Moret, 7 de julio de 1906, AILE FG 21/519.

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canalejistas y republicanos melquiadistas. Los círculos de la ILE, en pleno tira y afloja con las autoridades educativas a cuenta de la JAE, respaldaron este frente. El ascenso del jefe liberal al poder en 1909, acompasado con nuevos consejos de Giner, resultó ser sin embargo un triunfo efímero, ya que varias facciones liberales se rebelaron contra el reparto de cargos y actas electorales con los antidinásticos y forzaron el derribo de Moret, sustituido por Canalejas a comienzos de 1910. Giner interrumpió la redacción de otro borrador destinado a su amigo cuando tuvo noticia de la crisis 62. Para los gubernamentales, que habían entrado en la conjunción republicano-socialista con el fin de vigilar desde fuera el cumplimiento del programa bloquista por parte de Moret, Canalejas representaba el freno a esa colaboración, lo cual explicaba su rechazo al nuevo jefe liberal. Aunque era seguramente el político monárquico que mejor entendía los planteamientos teóricos institucionistas –sobre la escuela, la investigación o las leyes obreras—, se oponía a atender sus exigencias. Desde luego, una reforma constitucional le parecía innecesaria, pues podían emprenderse múltiples aperturas sin tocar el texto de 1876, y al mismo tiempo inviable, por el veto de la mayor parte de los políticos y de la corona. Y tampoco estaba dispuesto a romper las reglas del turno y los equilibrios internos de su partido. La incompatibilidad entre Canalejas y los republicanos malogró entonces la formación de una gran fuerza liberal decidida a democratizar la monarquía de la Restauración. Pero el acercamiento del institucionismo al poder tomó también otro camino, tan inesperado como eficaz: el de la comunicación directa con el rey. Partió del propio Alfonso XIII, deseoso de quitarse de encima la mala imagen internacional que le habían acarreado los juicios de la semana trágica y, de acuerdo con su gobierno liberal, cambiarla por la de un monarca moderno y demócrata, presto a regenerar la patria a través de la progresiva acción estatal. Informado por su confidente el marqués de la Vega Inclán de las actividades de la JAE y con la intermediación de Sorolla, visitó la Residencia de Estudiantes en febrero de 1911 y mostró su deseo de ver también la sede de la Institución, cosa a la que Giner – emocionado por el reconocimiento que suponía la visita regia a la Residencia—se negó en redondo. Debía mantenerse la completa independencia de la casa 63. Don Alfonso respaldó el trabajo en la dirección de Primera Enseñanza de Rafael Altamira, con quien compartía el sueño americanista del españolismo y mantuvo una correspondencia muy cordial. Altamira entró en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas –donde ya figuraba Azcárate y se integrarían más tarde Posada, Buylla y otros institucionistas—en una sesión que, excepcionalmente, presidió el monarca. Cuando dimitió como director general, el puntilloso liberal Natalio Rivas anotó en su diario que “el Rey se ha enfadado por la simpatía que tiene hacia la ILE” 64. Altamira confesó después que “S.M. el Rey (q.D.g.) es la única persona a quien he de estar agradecido, porque es la única que siempre ha acogido con benevolencia mis peticiones y la única también, que ha tenido voluntad de satisfacerlas” 65. Tras el asesinato de Canalejas se produjo lo que parecía una aproximación definitiva del reformismo a la corona. El conde de Romanones heredó la mayoría canalejista pero abrazó enseguida el legado de Moret y –al ver renovada la confianza regia—quiso emular a Sagasta atrayéndose a los republicanos, aunque sin arriesgarse a proponer una reforma 62 Borrador de carta de Giner a Moret, 8 de febrero de 1910, AILE FG 21/519. 63 Isabel Pérez-Villanueva Tovar, “La primera visita de Alfonso XIII a la Residencia de Estudiantes”, Espacio, Tiempo y Forma. Serie V.- Historia Contemporánea, nº 3 (1990), pp. 199-211. 64 Cita del diario de Natalio Rivas, 27 de septiembre al 1 de octubre de 1913, en Archivo Natalio Rivas, Legajo 11/8893. 65 Altamira a Alfonso XIII, 23 de febrero de 1914, AGP Reinados Alfonso XIII, Cª 15986/14.

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constitucional. En aquellos primeros días de 1913, el moretista Alba, ya en Gobernación, recibió los parabienes de Giner que encabezan este capítulo. Cuando Maura, como respuesta a la jugada de sus enemigos, rompió la baraja del turno, el rey y el conde dieron a su vez un significativo golpe de efecto: invitaron a palacio al presidente y al secretario de la Junta para Ampliación de Estudios, Cajal y Castillejo; al director del Museo Pedagógico, Cossío; y, lo que era aún más llamativo, al presidente del Instituto de Reformas Sociales, Azcárate, jefe de la minoría republicano-socialista en el Congreso. Todos quedaron encantados con la actitud patriótica del monarca, hasta el punto de que Azcárate dio por eliminados los obstáculos tradicionales, es decir, los vínculos de la monarquía con la reacción que desde antiguo impedían una política democrática. Unos meses más tarde, el gabinete liberal, de acuerdo con el monarca, ofreció sin éxito al mismo Azcárate la tercera magistratura del estado, la presidencia del Congreso de los Diputados. En los debates parlamentarios, Melquiades Álvarez defendió mejor que el mismo gobierno la actitud progresista de Alfonso XIII y abrió la puerta a su entrada en el campo monárquico, lo cual condujo a la ruptura de la conjunción. Si los liberales pretendían que los reformistas se adhirieran a su partido, éstos fantaseaban ya con la posibilidad de ser llamados a gobernar y, tal vez, construir desde el poder una mayoría parlamentaria con la que poner en práctica su ideario. A través de Altamira y Sorolla, palacio se comunicaba con Álvarez 66. Mientras tanto Giner, escamado tras el choque de aquel verano con el romanonista Ruiz Jiménez, expresaba sus deseos de que gobernara el converso: “las cosas se afirmarán si al cabo durasen estos ¡liberales! hasta que entrase Melquíades (como aseguran ya está concertado) y al cabo hiciese las elecciones –Sueños?” 67. A la hora de la verdad, el reformismo recurría, como otros grupos carentes de un electorado masivo, al favor regio, la llave que daba y quitaba el mando en aquel sistema político. Sin embargo, ni Alfonso XIII estaba dispuesto a llegar tan lejos ni los liberales, fragmentados y todo, a perder su posición como uno de los sostenes del régimen, así que la atracción de los reformistas, que al marchamo intelectual de la ILE unieron el de una generación del 14 proclive a hacer la experiencia monárquica, tuvo que aplazarse. A partir de entonces se sucedieron los vaivenes. La aliadofilia durante la guerra mundial acercó al reformismo a los liberales romanonistas y, aunque los puentes se rompieron cuando aquél recuperó la bandera republicana y se embarcó en la aventura revolucionaria del verano de 1917, al final los melquiadistas entraron en la órbita del liberalismo monárquico. Alba, desde la Izquierda Liberal, amparó una coalición que conjugara una política fiscal y social avanzada con la imprescindible reforma constitucional. Y en diciembre de 1922, ahora con la enemiga de un monarca cuyo nacionalismo se había tornado católico y barruntaba ya soluciones autoritarias, se formó un gobierno de concentración con respaldo del reformismo institucionista. José Manuel Pedregal, presidente de la Institución desde la muerte de Azcárate en 1917, se ocupó durante unos meses del Ministerio de Hacienda, hasta que las presiones eclesiásticas hicieron desaparecer de la agenda gubernamental la libertad de cultos. Por su parte, Melquiades Álvarez tendría la triste suerte de ser el último presidente del Congreso de los Diputados de la monarquía constitucional, demolida por el general Primo de Rivera, con el respaldo del rey, tras el golpe de 1923.

*** 66 Morgan C. Hall, Alfonso XIII y el ocaso de la monarquía liberal 1902-1923, Madrid, Alianza, 2005, pp. 175178. 67 Giner a Castillejo, 27 de agosto de 1913, en Castillejo (ed.), Epistolario de José Castillejo. III, p. 92.

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En el momento álgido de su colaboración, el verano de 1918, el ministro Santiago Alba ofrecía a José Castillejo el lanzamiento de una suscripción entre gentes afines para salvar la mala coyuntura económica que atravesaba la Institución Libre de Enseñanza. En una carta a Cossío, Castillejo interpretaba el interés del político liberal del siguiente modo: “Las izquierdas gubernamentales y acomodadas (liberalismo de grandes industriales) que A. representa, están un poco alarmadas quizá ante el temor de que la Institución pudiera desaparecer o mermarse su influjo. La campaña del Debate les ha hecho pensar que si el ‘radicalismo’ e ‘izquierdismo’ de la Institución desaparecieran serían sustituidos por el maximalismo. Les conviene pues apoyar una izquierda razonable, intelectual no descamisada con quien entenderse” 68. Era una forma de constatar la importancia que había adquirido la ILE y los lazos que habían anudado sus hombres con los liberales monárquicos, que durante dos décadas habían bebido de las ideas institucionistas para dar cuerpo a sus políticas y no renunciaban aún a converger con el republicanismo más templado para abordar la reforma progresiva de la monarquía constitucional, evitando a la vez conatos revolucionarios y reacciones autoritarias. A través del recorrido por aquellas políticas y estos acercamientos, aquí se ha sostenido que las relaciones entre los intelectuales institucionistas y los políticos profesionales de la Restauración fueron más complejas de lo que suele admitirse, difíciles y oscilantes pero muy fructíferas en el ámbito de la ciencia y la cultura. Naturalmente, no todos los individuos influyentes en la Institución o educados en consonancia con sus valores pensaban de la misma forma, y, aunque tendieron a comprometerse cada vez más con unos partidos u otros, en el seno de las mismas generaciones podían encontrarse actitudes muy distintas. Entre quienes tenían en torno a sesenta años al comenzar el siglo XX se contaban tanto Giner, que no quiso entrar en política, como el jefe dinástico Moret y el republicano Azcárate. Rondaban los treinta Altamira y Morote, seducidos por el liberalismo canalejista, y el reformista Melquiades Álvarez. Y entre los veinteañeros se hallaban el moderado Castillejo y el socialista Fernando de los Ríos. Pero todos ellos compartían un mismo universo de creencias, que confiaba en la educación como la principal palanca de transformación social, un profundo patriotismo y la búsqueda de un horizonte liberal-democrático más o menos lejano. Y la impresión de que los derechos del ciudadano, sagrados para el liberalismo, dependían de la protección del estado, cada vez más necesaria frente a los enemigos de la libertad que en España encabezaba la Iglesia. El mismo arsenal del que se surtieron muchos políticos liberales que, si bien no estaban tan identificados con la Institución, se inspiraron en los principios que emanaban de ella, bien custodiados por Giner y por Cossío. No hubo un plan institucionista para dominar las políticas de la Restauración, y tampoco ministros-marionetas que gobernaran al dictado de una secta. Sí hubo labores de asesoría y presión –como las de Giner, Cossío y Castillejo—en los asuntos que los institucionistas sentían como suyos, y la confluencia de trayectorias individuales alrededor de algunas empresas comunes, algo especialmente visible en el periodo regeneracionista, entre 1898 y 1913. Sus frutos pudieron constatarse en la defensa de la enseñanza pública, preocupada por dar amparo a los maestros, en la creación y el sostenimiento de la Junta para Ampliación de Estudios y sus fundaciones científicas, y en algunas políticas culturales. De todo lo cual no sólo obtuvieron algún provecho las personas cercanas a la Institución, sino también los políticos que labraron su carrera gracias a estos esfuerzos y, en general, los 68 Castillejo a Cossío, 11 de agosto de 1918, en Castillejo (ed.), Epistolario de José Castillejo. III, p. 407.

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niveles educativos y científicos del país. En medio de una arena pública atravesada por la fractura entre clericales y anticlericales, los liberales monárquicos y los republicanos iban en el mismo barco y, dentro del pequeño escenario de una política todavía elitista pero en pleno tránsito hacia la participación masiva, coincidían en ateneos, salones, residencias, academias, medios de prensa y movilizaciones callejeras. Más que entre dinásticos y antidinásticos, una interpretación adecuada de la vida española en esta época debería distinguir entre católicos y liberales, fueran estos últimos monárquicos o no. El definitiva, y pese a desconfianzas y desencuentros, unos y otros compartieron el grueso de un proyecto nacionalista y reformador que, favorecido por el regeneracionismo ambiente, pareció posible bajo el paraguas de una monarquía parlamentaria. Para los institucionistas fieles al accidentalismo democrático, hubo un tiempo, poco antes del estallido de la Gran Guerra, en que rozaron sus metas con los dedos. Pero la lógica del turno, los recelos del partido liberal y las advertencias de la derecha católica impidieron que cuajara aquel idilio. Después, el conflicto europeo desencadenó otras dinámicas y la crecida contrarrevolucionaria impidió el abordaje de los desafíos democratizadores. En cualquier caso, puede decirse que los liberales monárquicos, con la ayuda de los institucionistas, pusieron las bases de un ambicioso programa de modernización –y nacionalización—de España que, tras el suicidio autoritario de la corona, recogieron, ya en el tumultuoso contexto de los años treinta, los gobernantes de la Segunda República.

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