Los estragos de lo real en fotoperiodismo: por una superación ética de la óptica

September 23, 2017 | Autor: J. Català Domènech | Categoría: Estética, Estudios Visuales, Fotoperiodismo, Ética Aplicada, Fotografia, Los Estudios Visuales y Audiovisuales
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Los estragos de lo real en el fotoperiodismo: por una superación ética de la óptica Josep M. Català

Andreu Casero Ripollés y Javier Marzal (eds.), Periodismo en televisión. Nuevos horizontes, nuevas tendencias, Sevilla, Comunicación Social, 2011

Todo periodista que no sea demasiado estúpido o tan pagado de sí mismo para no darse cuenta sabe que lo que está haciendo es moralmente indefendible Janet Malcolm

La verdad de los hechos es inmediatamente política Ali Baddou

1. Fotoperiodismo y progreso Agotados ya prácticamente todos los debates posibles sobre la verdad en fotografía que han acompañado a este medio desde su aparición, permanece en pie a principios del siglo XXI determinado reducto que se resiste a ceder. Se trata del fotoperiodismo. ¿A qué se debe esta resistencia? ¿Por qué, una vez asimilada, por lo menos teóricamente, la distancia entre la realidad y la imagen, el fotoperiodismo sigue enarbolando la bandera de lo testimonial? Hay diversos factores que explican esta circunstancia, el más importante de ellos puede que sea el hecho de que la figura del fotoperiodista se halla rodeada todavía de un halo de romanticismo que lo convierte en el heredero natural de una serie de actuaciones cuyo vigente prestigio no tiene en cuenta que la pretendida pureza inicial de las mismas se ha ido diluyendo paulatinamente en el magma de una creciente y contradictoria complejidad. Entre éstas actuaciones se encuentran, principalmente, aquellas relacionadas con los imaginarios del documentalismo y el periodismo, que en el ámbito del fotoperiodismo se mezclan. La foto se convierte aquí en

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una noticia-documento trascendida por el hecho de que el fotoperiodista parece hallarse en contacto directo con la realidad. Mientras el típico corresponsal de prensa enviado a una zona de conflicto puede redactar sus crónicas desde la habitación del hotel sin que éstas pierdan un ápice de realismo o de intensidad, para captar imágenes de una cierta relevancia es necesario situarse en primera línea, allí donde el peligro es persistente. La cercanía de la muerte da a las imágenes de ese fotoperiodista que es el corresponsal de guerra, y que se ha convertido en el más popular de los fotoperiodistas, una dosis extra de realismo que hace que su trabajo parezca incuestionable. Si alguien puede morir mientras toma una imagen (recordemos al cámara que filma su propia muerte en “La batalla de Chile” de Patricio Guzmán) es que esta imagen es indudablemente cierta. El caso extremo del periodismo de guerra se extrapola sin embargo a todo el gremio del fotoperiodismo, del que se supone que conlleva siempre este contacto privilegiado con lo real, esté o no la muerte rondando la tarea. Es comprensible que se produzca una lógica resistencia a ceder el bastión de un oficio como el del fotoperiodista, en el que se refugian los últimos héroes de la información democrática, ante la bancarrota general de la credibilidad de las imágenes que se ha impuesto en nuestra cultura y que acompaña a un similar crepúsculo de la creencia en una serie de instituciones que antes habían sido no sólo fiables sino garantes incluso de una verdad sin paliativos –el documental, la prensa y ciertos estamentos sociales y políticos. No es por lo tanto de extrañar que, desde determinados ámbitos, se advierta de los peligros que esta renuncia a la fe en las imágenes periodísticas conlleva y se diga, por ejemplo que «las reticencias bienintencionadas acerca de la posibilidad de pervivencia de la función testimonial de las imágenes debieran considerar pragmáticamente las consecuencias que se derivarían del cumplimiento real de su condena» (Baeza, 2001, 54). Es cierto que el fotoperiodismo cumple una función informativa y de denuncia a la que resultaría muy aventurado renunciar en nuestras intrincadas sociedades actuales, pero también sería peligroso renunciar a la prensa en general y, sin embargo, todos sabemos que ésta hace mucho tiempo que ha dejado de ser aquel espejo de virtudes en el que creía el imaginario democrático más idealista. Cabe preguntarse también por la necesidad de renunciar a algo que parece tan indispensable para el buen funcionamiento democrático y seguramente cualquier respuesta que se obtenga de esta pregunta no estará exenta de levantar suspicacias. ¿A quién le puede interesar el menoscabo de uno de los pilares de la democracia, si no es a los enemigos declarados de ésta? No sería la primera vez que se relacionan las urgencias de la llamada posmodernidad con el fascismo en una apresurada reacción de defensa de los valores democráticos que confunde al mensajero con el mensaje. Pero vaya por delante que, cuando se insinúa la crisis del fotoperiodismo, no se trata de que haya que renunciar al mismo ni a aquellas instituciones que, constituyendo efectivamente el fundamento de la vida democrática de la sociedad, muestran indicios de corrupción en su funcionamiento. Todos 2

convendremos en que, si acaso, es necesario reformarlas y sobre todo, aunque puede que esto no merezca el mismo tipo de consenso, es necesario cambiar la percepción social de las mismas. Pero estas modificaciones, cuando no se contemplan desde la perspectiva de casos concretos sino a partir de la estructura general de funcionamiento del medio en cuestión, no pueden emprenderse con la idea del regreso a situaciones ideales que quizá nunca existieron, ni tampoco mediante resistencias numantinas que preserven ese ideal en una situación en la que éste hace tiempo que ha dejado de ser viable. Defender la ilusión del fotoperiodismo en un ámbito vigorosamente tecnificado que hace prácticamente imposible que su funcionamiento tenga el grado de pureza requerido por sus formas utópicas, sólo por el hecho de que renunciar a ese ideal sería catastrófico, equivale a esconder la cabeza debajo del ala y perder así la oportunidad de una auténtica transformación que preserve de verdad la función democrática del medio. Falsificaciones periodísticas y fotoperiodísticas han existido siempre, pero no deja de ser intrigante que las actuales tecnologías favorezcan con intensidad inusual y progresiva ese tipo de manipulaciones, lo que hace de las propuestas de transformación una tarea especialmente delicada. No todas las reformas significan modernización ni toda modernización constituye un progreso y, sin embargo, estamos tan prisioneros del imaginario modernista que nos resistimos a concebir un cambio que no sea la vez un progreso. Como indica John Gray, «¿quién quiere ser atrasado, o peor aún, reaccionario? Ser moderno, pensamos, es bueno; no ser moderno es malo. Y los pensadores progresistas dan por hecho que ser moderno significa aceptar los valores (neo)liberales. Sin embargo, los regímenes más represivos de la historia reciente han sido inflexiblemente modernos» (Gray, 2004:169). Es cierto. Cuántas veces en los últimos decenios nuestras sociedades no han retrocedido al pretender avanzar empujadas por conservadores que se tildaban a sí mismos de revolucionarios. Yerran, por lo tanto, los que se quejan de que son los tiempos posmodernos los que nos han llevado a la confusión y a descreer de conceptos fundamentales como verdad y progreso. Yerran porque confunden, como digo, el mensaje con el mensajero: el posmodernismo, aparte de otras cosas que no vienen a cuento, no es más que un apelativo que le damos a un momento social en el que, por fin, nos hemos vuelto escépticos y tratamos de construir las bases para no seguir cayendo en las trampas del lenguaje. Pero también se refiere a una época que ha desarrollado tecnologías cuyo funcionamiento promueve la descomposición de los valores tradicionales al facilitar la manipulación de los medios que los representan, lo cual puede servir tanto para alimentar convenientemente el escepticismo, como para sacar partido de la credulidad de los usuarios. No puede negarse que bajo la idea de reformar el fotoperiodismo, o la prensa o el documental o las instituciones políticas, puede esconderse la voluntad de desactivar toda su potencial crítico, en eso estamos de acuerdo con los defensores la modernidad. Pero esos no son más que los rescoldos de un tipo de confrontación arcaica. Por ello, debemos tener en cuenta que no se trata de propugnar simplemente la necesidad de reformas que sirvan para 3

adaptarse pragmáticamente a los tiempos que corren, una excusa que acostumbran a dar siempre los conservadores para hacer socialmente aceptables sus propuestas de cambio tras las que se esconden casi siempre propuestas de regresión. Pero tampoco se trata de blindar las instituciones para que la gente siga confiando en ellas a toda costa. En cualquier caso, estos dilemas forman parte del pasado y no sirven para resolver la complejidad que caracteriza la actual situación. Es obvio que hay valores que son irrenunciables, pero no renunciar a ellos no significan inmovilizarlos en el tiempo, ya que cualquier valor es siempre perfectible. El problema se centra en cómo resolver en cada uno de los casos el nudo que forma en ellos la dialéctica progreso-reacción a la luz de una nueva consideración semántica de esos términos y su fenomenología. De lo que se trata, pues, es de comprender la estructura profunda del momento histórico y ver qué hay en sus representaciones de interés puramente ideológico y qué de corrientes profundas que realmente modifican las coordenadas de lo real, para extraer de ello un mapa que nos oriente sobre la verdadera dirección de los flujos temporales sin caer en la simplicidad de lo lineal. En este sentido, no es que el fotoperiodismo necesite una reforma, sino que precisa de una reconsideración de sus funciones, puesto que, en la era digital y de la constante innovación tecnológica, la transformación ya se ha producido. Ahora es necesario repensar la idea social del fotoperiodismo, no para desactivar su capacidad testimonial y crítica, sino para potenciar estos factores con los nuevos medios a su alcance. Se trata de servir a un público que no puede contentarse con la observación pasiva de lo que se le anuncia como el testimonio real de un acontecimientos, sin facilitarle la reflexión sobre el mismo, a menos que la imagen se acompañe de un texto explicativo, en cuyo caso la percepción de la imagen queda igualmente modificada, tanto como si se incidiera directamente sobre la visibilidad de la misma.

2. El fotoperiodismo como concepto dialéctico Parafraseando a Walter Benjamin, podemos decir, pues, que el fotoperiodismo se ha convertido actualmente en un “concepto dialéctico”. Si la imagen dialéctica era para Benjamin aquella capaz de representar la cristalización de diversas contradicciones ideológicas que caracterizaban una sociedad determinada, los conceptos dialécticos serían los que, de igual manera, asimilarían en su seno esas contradicciones y harían posible su discusión. Pero estos conceptos no estarían concentrados en una forma unitariamente significativa, como en el caso de la imagen, sino organizados en una estructura compuesta por relaciones abiertas al debate. En otras palabras, no constituirían una visualización sintomática, sino una actuación, o gesticulación (en el sentido que le daba Flusser al concepto de gesto), sintomática. Por lo tanto, el hecho de que el fotoperiodismo se haya

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convertido en un ámbito repleto de tensiones en el que se debaten ideas y prácticas contradictorias, sobre las que se proyectan movimientos ideológicos, es una prueba de la vitalidad del concepto, así como de la necesidad de repensarlo a la luz de la situación actual. Pensar de nuevo el fotoperiodismo no significa otro cosa que enfrentarse a las contradicciones de nuestra sociedad. Al resolver los problemas de uno estaremos trazando el camino que nos puede llevar a resolver las incoherencias de la otra. Los conceptos dialécticos, junto con las imágenes dialécticas y los tipos psicosociales (tipos dialécticos, si se quiere) configurarían el conjunto más importante de catalizadores sintomáticos de una estructura social determinada, estableciendo los principales niveles hermenéuticos de la misma: niveles que serían ideológico, individual y estético, respectivamente. Aparte de su condición de concepto dialéctico, el fotoperiodismo, como oficio que tiene esta capacidad de catalizar tensiones ideológicas, produce fotografías que, en sí mismas, pueden pertenecer, cuando son suficientemente representativas, a la categoría de imágenes dialécticas. En este sentido, se comprende que se haya calificado a este tipo de imágenes que produce el fotoperiodismo como de “mitografías” (Lambert, 1986). El fotoperiodismo ha estado siempre ligado a una idea muy clara de lo real y a un concepto no menos diáfano de lo verdadero. Como en el caso del documental cinematográfico, ha mantenido su vigencia hasta ahora precisamente por el hecho de que su práctica estaba relacionada con esa metafísica, que a su vez estaba fundamentada en un conglomerado de ideas que el siglo XIX proyectó sobre el XX si demasiadas contemplaciones. Y cuando el documental ha trascendido ya ese horizonte que le marcaba determinada ideología y se ha convertido en un fenómeno complejo, el fotoperiodismo aún contempla como una catástrofe la posibilidad de que le suceda lo mismo, de ahí la resistencia a abandonar el territorio que supone su razón de ser. Es una error suponer que esas ideas, por su eficacia momentánea, son una conquista que debe ser defendida a ultranza por lo siglos de los siglos. Tal presunción proviene del espejismo que sufre cada momento histórico y que lleva a considerar que con el mismo se ha alcanzado definitivamente el fin de las historia. En realidad, ese fin es inalcanzable y las ideas de cada época no son otra cosa que las plataformas sobre las que se levantan las de la época siguiente. Ello no quiere decir que las nuevas ideas deban ser necesariamente mejores que las antecesoras: a la conocida quimera del fin de la historia se le añade la ilusión simétrica del progreso. Los conservadores creen vivir en el mejor de los mundos posibles, mientras que los progresistas consideran que empujando la historia se resuelven todos los problemas… y se alcanza el mejor de los mundos posibles. Pero ni siquiera esta dialéctica es absoluta y estable. En el ruedo también hay progresistas que son en realidad conservadores, aunque sus razones tengan un matiz distinto de las de los verdaderos conservadores. Cuando se habla, por ejemplo, de la mezcla actual entre realidad y ficción o de la decadencia del concepto de verdad, siempre se levantan, como he dicho antes, gran cantidad de voces bienintencionadas que pretenden 5

convencernos de los peligros que supone la renuncia a la claridad y estabilidad en esos ámbitos para sumergirnos en un nefasto posmodernismo donde reina la infausta relatividad. Olvidan esas voces algo esencial, por ejemplo lo que dice Russell Shorto en su celebrada crónica del cartesianismo: que «buena parte de lo que el papa y otros conservadores religiosos del mundo actual denuncian suena exactamente igual a las protestas de los críticos contemporáneos de Descartes» (Shorto, 2009:57). Y cuáles eras esas denuncias de antaño, sino que las ideas de Descartes relativizaban el universo cerrado y montado sobre las verdades absolutas del escolasticismo. Hay que ser ciertamente cuidadoso con este tipo de manifestaciones ya que si bien es cierto que apelar al relativismo puede incordiar a la iglesia, también puede convenir a determinadas ideologías no menos conservadoras que ven en el río revuelto la oportunidad de sacar beneficios. Pero ahí reside precisamente la diferencia con los tiempos de Descartes, en los que se salía de una situación de inmovilismo mediante una forma de pensamiento destinado a fundamentar el mundo moderno que ahora nosotros estamos dejando atrás. No cabe duda de que, a corto plazo, la revolución de Descartes fue no sólo necesaria sino muy beneficiosa, pero eso no quiere decir que todo lo que dejaba atrás fuera absolutamente prescindible ni que todo cuanto iba producir estuviera exento de problemas. La diferencia entre entonces y ahora es que ahora nosotros estamos preparados para aceptar y comprender esta paradoja. La sensibilidad moderna sólo podía basarse y comprender el progreso, el avance inexorable; ahora, por el contrario, somos conscientes, o deberíamos serlo, de que, como he dicho antes, avanzar puede acabar resultando en un retroceso, si no se comprenden y ponderan todos los factores que intervienen en cualquier movimiento social. Pero también cabe señalar que, a veces, algún tipo de retroceso es necesario para seguir avanzando. En sus inquietantes tesis sobre la historia, Benjamin fue extraordinariamente claro en este sentido y Reyes Mate, en un libro imprescindible, glosa muy bien estas ideas cuando dice que «el historiador benjaminiano tiene que poder decir algo nuevo sobre el presente para que el futuro no sea prolongación de este presente. El anuncio de esta novedad no lo hace, sin embargo, como los adivinos, escudriñando el futuro, sino hurgando en el pasado, rescatando en esa enorme reserva de desechos posibilidades latentes de redención» (Reyes Mate, 2006:141). La comprensión de la complejidad temporal es uno de los avances más importantes del pensamiento contemporáneo y es sobre esta complejidad que han de basarse muchos de los cambios necesarios para procurar un verdadero progreso, un progreso que no sea mera expresión de una metafísica lineal, sino una expansión en todas las direcciones, incluso hacia atrás para incorporar la precipitadamente desechado. Esta complejidad temporal, que viene después de la toma de conciencia de la complejidad espacial ligada a la puesta en duda de la fiabilidad de la imagen fotográfica, es uno de los pilares de la necesaria recomposición de la ética que ha de salvar al fotoperiodismo, entre otros dispositivos igualmente necesarios pero sobrepasados por las circunstancias. En esa complejidad se basa 6

la transformación de la óptica en ética que debe presidir la comprensión de medios audiovisuales contemporáneos que, como el fotoperiodismo, basculan entre una obsolescencia ideológica y una necesidad tecnológica. El relativismo, que surge a consecuencia del debilitamiento del concepto de verdad, supone, por lo tanto, un movimiento imprescindible para comprender y gestionar las complejidades contemporáneas, pero ello no quiere decir que todo cuanto se relaciona con este concepto sea absolutamente positivo, puesto que el mismo también puede usarse ideológicamente: no para esclarecer sino para ofuscar. Pero supone una ventaja con respecto al concepto de verdad que, cuando era aplicado rigurosamente, no dejaba margen para la duda y, por lo tanto, también podía ser utilizado, y de hecho se utilizaba, ideológicamente, con la diferencia de que esta función ideológica no estaba al descubierto. Si la iglesia protesta ante el avance del relativismo es porque éste no le permite seguir instrumentalizado el concepto de verdad absoluta que tanto servicio le ha hecho a lo largo de los siglos. El concepto de relatividad es mucho más difícil de manejar que el de verdad, pero sólo deberían temerlo aquellos que prefieren lo simple a lo complejo porque la simplicidad, en una sociedad masificada, permite más fácilmente la instrumentalización de las ideas. Lo malo es que también desde la vieja izquierda se levantan voces temerosas ante los supuestos peligros de desactivar la idea de verdad absoluta. A veces, se incurre en ciertas contradicciones al apresurarse a defender este territorio. Así, Todorov puede afirmar que si bien es necesario prescindir de los dogmas, ello no debe implicar en absoluto que haya que abandonar la idea de la verdad (1989), pero no está muy claro cómo puede separarse una verdad, una vez se considera alcanzada, de la actitud dogmática que implica defenderla. Quizá lo más acertado, en este ámbito, sea la opinión que David Morley recoge del antropólogo Bob Scholte en su descripción de lo que denomina, muy significativamente por lo que veremos enseguida, un giro literario en la antropología contemporánea: «si bien nunca podemos saber toda la verdad, y podemos no tener todos los medios literarios para decir todo lo que pensamos saber de la verdad (…) ¿no deberíamos seguir tratando de contarla?» (Morley,2007:40). Seguir intentando una narración de la verdad, sabiendo que es una tarea imposible, puede que sea la forma más adecuada de encarar la necesaria postura relativista contemporánea de la forma más positiva posible. El fotoperiodismo no debe renunciar a lo verdadero ni a la crítica, pero debe, por el contrario, examinar de cerca qué significa la verdad y la crítica en un ámbito como el actual en el que la tendencia de la tecnología va en dirección a producir representaciones donde puede que lo verdadero no tenga el mismo valor ni la misma operatividad que antaño. Como dice, Julienne H. Newton, «por primera vez en su historia, los nuevos desarrollos tecnológicos, más que facilitar su práctica, parecen amenazar la premisa fundamental en la que se basaba el fotoperiodismo –la búsqueda de la verdad visual» (2001:84).

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Como sea que no estamos en condiciones de abogar por un retroceso que anule los avances tecnológicos, nos encontramos ante una nueva paradoja, de las que tanto abundan en la actualidad: podemos criticar un desarrollo tan crucial como el tecnológico pero no podemos propugnar su abolición, como hubiéramos hecho antes sin demasiadas contemplaciones en una situación parecida. Pero tampoco podemos aceptarlo sin más, por lo que sólo nos queda la posibilidad de trabajar críticamente con los propios parámetros que el ámbito a criticar nos suministra. Se trata de extraer de los propios instrumentos criticables los dispositivos y la energía para criticarlos y superarlos sin por ello tener que obliterarlos.

3. La verdad de las imágenes Este circuito crítico no puede generarse en nombre de la superada metafísica: en el caso del fotoperiodismo, apelando a la metafísica de la imagen testimonial. En el panorama tecnológico presente no sólo es imposible saber a ciencia cierta cuándo una imagen es realmente fidedigna, sino que incluso puede ser contraproducente empeñarse en trabajar sólo con imágenes absolutamente fidedignas, cuando todos los instrumentos de los que dispone el fotoperiodista le facilitan la manipulación de las imágenes. En esta situación, sólo cabe apelar a una honestidad personal que inmunice contra las tentaciones de la tecnología, pero ello no resuelve ninguno de los problemas fundamentales. En un escenario como el actual quizá ha llegado el momento de buscar lo verdadero en otra parte, es decir, de matizar el concepto de verdad en fotoperiodismo y acercarlo a la idea de verdad que manejan otros medios, como por ejemplo la literatura. Esta invitación no es ni mucho menos nueva en el campo del periodismo, aunque puede que aún duela en el del fotoperiodismo en particular. Janet Malcolm, en su imprescindible testimonio sobre el periodismo de investigación, hace una penetrante descripción de las relaciones entre el entrevistador y el entrevistado que nos deben hacer recapacitar sobre la supuesta objetividad de todo periodista: «La catástrofe que sufre el sujeto no es una simple cuestión de representaciones poco gratificantes o de falsificación de su punto de vista; lo que le duele, lo que le hiere y le lleva a veces al extremo de ser vengativo, es el engaño al que ha sido sometido. Al leer el artículo o el libro en cuestión, tiene que enfrentarse al hecho de que el periodista –que parecía tan amistoso y atento, tan dispuesto a una comprensión sin límites, tan completamente identificado con su visión de las cosas- nunca tuvo la más mínima intención de colaborar con él en su relato, sino que siempre tuvo la intención de escribir su propia historia» (Malcolm, 1990:3). Resulta curioso, pero es sintomático, que hayamos aceptado

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antes la traición al sujeto que la traición a la realidad, si es que de traiciones estamos hablando. El debate que surge de las relaciones entre periodismo y literatura es muy antiguo y sigue vigente aunque ha perdido potencia. Cierto que determinada prensa, sobre todo la anglosajona, se empeña en seguir promulgando la idea de su absoluta objetividad, pero la historia, en especial la más reciente, nos ha enseñado que bajo esa capa de puritanismo se esconden casi siempre (aunque, por supuesto, no siempre) los mayores desmanes partidistas y las más interesadas ignorancias. Por ejemplo, cada administración estadounidense, desde que la prensa se ha ocupado de ellas, ha mentido en algún momento u otro al pueblo norteamericano (y luego al mundo entero) sin que los periodistas se hayan querido dar por enterados hasta que ya era demasiado tarde. Esta ceguera, después de la gesta del Watergate que les llenó de genuina gloria y permitió mantener durante unas décadas más la periclitada imagen del periodismo romántico, se ha incrementado en las últimas administraciones, a partir de Ronald Reagan, llegando al colmo con George W. Bush: el mea culpa por el asunto de las armas de destrucción masiva, entonado tardíamente por diarios tan prestigiosos como el “Washington Post” o el “New York Times” no fue más que un ejercicio de cinismo destinado a salvar los muebles. El mito de la objetividad a ultranza deja al lector indefenso y, como el del patriotismo, sirve de último refugio a los desaprensivos. La prensa anglosajona quizá pretende ser objetiva, pero a la italiana, por ejemplo, con Berlusconi no le dejan serlo y, sin embargo, ambas lanzan cada día sus ediciones a la calle con el mismo gesto de aquí tenéis la verdad sobre lo que ha sucedido, y el público las compra con el convencimiento de que efectivamente se enterará de ello. No obstante, pocos lectores acuden a una librería para comprar una novela con la intención de ponerse al corriente de los sucesos cotidianos, aunque puede que con ella adquirieran una información más acertada sobre el mundo de la que cierta prensa está dispuesta a ofrecer o en condiciones de hacerlo. Promulgar una relación efectiva entre el periodismo y la literatura, no para hacer que aquel desparezca en el seno de ésta, sino para dotar al periodismo de las poderosas herramientas literarias sin que pierda un ápice de sus funciones, puede que sea considerado escandaloso en algunos sectores. Y, sin embargo, es absolutamente necesario. Creo que hemos sobrevivido el tiempo suficiente con severas dosis de honesta literatura, una literatura que ha logrado ser crítica e informativa sin necesidad de apelar a verdades absolutas u obtusas objetividades, como para temer ahora las consecuencias de una hibridación literato-periodística que, en realidad, ha estado en activo desde los inicios de la prensa escrita, aunque con tantas precauciones que esa hibridación no ha sido del todo efectiva. Recordemos que, en su momento, la literatura ya pretendió, por su parte, ser tan objetiva como la prensa en un movimiento inverso al que ahora auspiciamos. Fue un impulso muy sintomático de las peculiaridades de la era en la que se produjo. Me refiero principalmente al movimiento naturalista liderado por Emile Zola y su idea de la novela 9

experimental. Zola quería ser tan objetivo como la prensa, sin tener en cuenta que la objetividad de la prensa no era más que un mito. Es más, también quería ser científico. Eran tiempos en los que se adoraba la efectividad de las máquinas. Faltaba muy poco, para que, con Marinetti al frente, se proclamara a los cuatro vientos que una sociedad mecanizada sería perfecta. Muerte, pues, a la imaginación o, como dice, Marc Petit en “Elogio de la ficción”, «los reptiles nunca escribirán novelas». La novela científica o periodística, excepciones como la de Zola aparte, nunca fue ni una cosa ni otra, del mismo modo que los hombres no fueron mejores por amoldarse al ritmo de las máquinas: en realidad, la primera y la segunda guerra mundiales demuestran todo lo contrario. Querer que la literatura se convirtiera en periodismo, la novela en reportaje, es algo muy distinto a lo que en su momento hizo, por ejemplo, Truman Capote. En este caso, era el periodismo el que iba en busca de la literatura, aunque pueda parecer lo contrario. Hay que aclarar, sin embargo, que no se trata tanto de intercambiar saberes, como de trasvasar sensibilidades. Al periodismo y al fotoperiodismo les falta, en su condición ideal, la sensibilidad literaria, eso es todo. Antes he hablado de la posibilidad de narrar la verdad y de esto se trata, teniendo en cuenta que narrar es algo más sutil y profundo que producir testimonios objetivos de un suceso. Estos escarceos entre la realidad y la ficción que han transitado y reunido los campos de la literatura y el periodismo durante el pasado siglo nunca se han acercado, sin embargo, a un concepto de realismo tan estricto como el que se desprende de la imagen fotoperiodística. La distancia que hay entre la creencia en la verdad literaria o periodística y la fe en la realidad de la imagen es considerable. Hans Belting, refiriéndose a esta idea de la verdad en la imagen, dice algo que es paradigmático en este sentido: «Es de alguna manera sintomático que tengamos esta exigencia de una imagen verdadera. Puesto que hay imágenes, entonces es necesario que nos muestren la verdad. Nos apresuramos a acusar a las imágenes de “mentir”, algo que no les perdonamos» (Belting, 2007:25). La cuestión es si este concepto de mentira es adecuado al hablar de las imágenes en general como algo que quebranta su naturaleza, y si no sería más conveniente aceptar, por el contrario, que lo natural de las imágenes es “mentir” y que hacerles decir la verdad, o algo parecido, es un asunto bastante complejo que requiere del uso de una cierta técnica. A raíz de la actual crisis económica mundial y la incapacidad demostrada por la ciencia económica para alertar sobre ella, se levantan voces acertadas que promulgan la necesidad de una revolución epistemológica «para abandonar la ilusión de que podemos vivir en un mundo calculable, que resultaría de aplicar ilimitadamente el modelo científico que hemos heredado de las ciencias de la naturaleza a las realidades sociales»1. El fotoperiodismo es un instrumento basado en esta necesidad de certeza que es necesario superar.

4. La realidad para quien la trabaja 1

Daniel Innerarity, “La política y los riesgos del futuro”, El País, 27-8-2009.

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No sólo la verdad es fruto de una labor intensa, sino que la propia realidad debe ser trabajada para que aparezca. Vuelvo a recurrir a Marc Petit porque él nos recuerda en su elogio a la ficción que ya en el siglo XVIII Lessing destacaba la necesidad que tiene el arte plástico de engañar para alcanzar algo parecido a la verdad, «no solamente en cuanto a las proporciones, sino en cuanto a la elección del momento de la escena a representar» (2000:34). Detengámonos un instante en esta mención de la temporalidad que tan cerca está del espíritu del fotoperiodismo, afiliado a la detención del tiempo que caracteriza a la fotografía en general, pero con la particularidad que esta detención del tiempo se alía en la foto periodística con el azar. El azar se invoca con la intención de producir algo que pretende ser un simple testimonio pero que, en realidad, pretende en última instancia convertirse en mito, es decir, en plasmación de un acontecimiento. Un acontecimiento se produce, como dice Ali Baddou, cuando la actualidad se encuentra con la historia. Afirma acertadamente el filósofo francés que la actualidad no dice nada por sí misma, que el periodismo es inseparable de la narración ya que el simple hecho de extraer lo que se considera significativo del magma de la actualidad constituye el germen de un relato2. El acontecimiento constituye también una narración pero, en este caso, es el propio desarrollo de la historia el que señala la importancia de un determinado hecho, su diferencia con respecto al flujo indiscriminado de todos los demás que componen la actualidad. El fotoperiodista, quiera que no, está montado en esta idea y parte siempre a la caza del acontecimiento allá donde hay más posibilidades de que se produzca, sabedor de que su éxito depende de la combinación del azar con la necesidad, es decir, del hecho de estar en un lugar potencialmente histórico, a la espera de que se produzca la imagen que expresa esa significación trascendental. Pero, ¿cómo saber que el lugar es realmente un lugar donde se concentra todo el potencial de la historia y cómo saber que las imágenes que se toman son realmente significativas? Finalmente, lo que ocurre es que el fotoperiodista, y con él los redactores responsables de incluir su imagen en el relato de la actualidad, así como el público receptor de esa imagen, invierten el proceso y tienden a considerar que todas las imágenes extraídas de una situación estratégica constituyen la visualización de algún acontecimiento importante, gracias al contacto privilegiado con determinada realidad que la cámara fotográfica le procura al fotógrafo. Ya no se trata tanto de que el azar brinde la oportunidad de captar una imagen-acontecimiento como que todas las imágenes muestran acontecimientos por el hecho de que han sido sustraídas al azar. Esa elección del momento de la escena a representar que mencionaba Lessing pensando en la pintura se ha convertido en un momento que se elige a sí mismo a través de la cámara fotográfica. La cámara fotográfica parece convertir todo momento de la actualidad en un acontecimiento: convierte lo contingente en trascendente. 2

“Philosophie: Actualité”, programa de Raphaël Enthoven para el Canal Arte 26-07-2009).

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Afirma Gretchen Garner que a partir de los años 1930 la fotografía empezó a regirse por la noción de testigo espontáneo que basaba el acto de fotografiar en el azar y casi nunca en una actitud de querer dirigir el mundo o ni siquiera la imagen. Alega que «Edward Weston no tenía ningún plan y siempre salía a trabajar con la mente tan privada de imágenes como el mismo nitrato de plata que iba a utilizar». Y menciona a Minor White, quien indicaba que «el estado mental de un fotógrafo mientras crea es un vacío… Es un estado mental realmente activo, un muy receptivo estado mental, listo a cada momento para captar una imagen, aunque nunca con una imagen preformada» (Garner, 2003). De ahí surge el imaginario del moderno fotoperiodismo, es decir, de un substrato que se nutre, a su vez, de una determinada ideología de la espontaneidad, referida en última instancia a una ausencia de pensamiento, como garante de la verdad (o de la perfecta comunión con lo real): el fotógrafo como prolongación del instrumento o, lo que es lo mismo, el ideal de un instrumento sin fotógrafo. Como indica Lambert, «la fotografía de prensa debe dar prueba de naturalidad para esconder todo lo que en ella constituye la confesión de una representación, de un lenguaje. Prisioneros de su parecido, que le otorga un gran frescor, nos quedamos satisfechos de sus acciones y las leemos olvidándonos de lo que pertenece al orden de las representaciones» (1986:57). En una polémica que mantuvo con el fotógrafo Javier Bauluz, premio Pulitzer, a raíz de una foto de éste publicada en La vanguardia con el título “La indiferencia de Occidente” decía el periodista Arcadi Espada que, «hay una manera radical de enfrentarse a la verdad de una foto: preguntarse qué hay al lado, precisamente. Si se abre el ángulo y lo que se muestra es contradictorio con el original seleccionado, entonces la foto es falsa»3. Espada se refiere al hecho de que la foto de Bauluz, al que en la disputa defendió toda la profesión, se ve una pareja descansando tranquilamente en la playa al parecer muy cerca del cadáver de un emigrante ahogado al intentar alcanzar la costa con una patera. Argüía el periodista, con diagramas incluidos, que la distancia real entre la pareja y el hombre muerto era mucho mayor de la que mostraba la foto y, por consiguiente, el fotógrafo había faltado a la verdad. Bauluz se defendió diciendo que la toma no estaba en absoluto manipulada. Es muy sintomático el argumento de Espada sobre el encuadre, ya que no sólo pretende ignorar que el encuadre y la imagen van intrínsecamente unidos en la cultura occidental, por lo menos desde el Renacimiento, sino que su propuesta de verificación tiende a obliterar la existencia misma de la imagen con la finalidad proverbial de que ésta se confunda con la realidad, que es lo que sucedería si el encuadre se fuera ampliando indefinidamente para comprobar si la imagen es fidedigna. Su prueba es tautológica y esconde una conocida prevención ante la imagen. Pero cuando Bauluz indica que su imagen no ha sido manipulada muestra también una cierta ingenuidad sobre el papel de la mediación tecnológica. Tiene razón al indicar que no hubo manipulación voluntaria, pero 3

Arcadi Espada, “Vista general sobre la playa”, Lateral, mayo 2003.

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no es menos cierto que el objetivo utilizado, por muy normal que fuera, le permitía establecer una relación entre los elementos de la imagen que la convertían en el símbolo por el que fue adecuadamente apreciada. Espada en realidad acusaba a Bauluz de utilizar la fotografía como una imagen, lo que era absurdo4. Pero Bauluz, en su defensa, olvidaba que lo que se esperaba de él era precisamente eso, que consiguiera imágenes significativas. La sombra de la metafísica del fotoperiodismo y su mito de la espontaneidad se proyectaba sobre el dilema y distorsionaba todas las posiciones. Es curioso comprobar cómo, cuando se profundiza en la actuación de muchos fotógrafos, esta apelación a la espontaneidad desaparece tras actuaciones que son mucho más pragmáticas y que no por ello suponen una distorsión de la realidad, a pesar de la postura de críticos exacerbados como Espada. El fotógrafo mexicano Nacho López trabajaba, por ejemplo, mediante lo que él denominaba previsualizaciones y que suponían la organización de la fotografía de acuerdo a una idea anticipada de las reacciones humanas que podrían ser provocadas por objetos, gestos o sensaciones que el fotógrafo introduciría en la escena para buscar ese resultado. Pero, como indica John Mraz, López guardaba silencio acerca de la posibilidad de organizar una puesta en escena de las fotografías, ya que la credibilidad de las mismas «está ligada íntimamente a la creencia de que el fotógrafo no ha tenido ninguna influencia en el acontecimiento; la “ilusión primordial” del fotoperiodismo es que ningún extraño ha tenido que estar presente para que pueda existir la imagen» (2003:169). Es decir que nadie ha tomado la foto, que de esta manera se equipara al propio acontecimiento que representa y del que sería una emanación espontánea. Pero no son pocos los fotoperiodistas que confiesan, e incluso defienden, la puesta en escena. Así el mismo Mraz recoge las manifestaciones de David Scherman, fotógrafo de “Life”, para quien el fotoperiodismo consiste en pictorialismo más significado. Dice Sherman que, si tienes suerte, consigues fotografiar el instante en el que algo sucede, pero que si no es así, «si no has tomado la foto en el instante exacto, conservas el significado en la mente y falsificas la imagen o la reencuadras (…) Era lo suficientemente buen periodista para darme cuenta de que una buena fotografía se inventa… Durante la guerra no hice otra cosa que fotografías falsas» (Mraz, 2003:169). Parece que este tipo de manifestaciones habría de desactivar controversias como las que rodearon a la famosa fotografía de Joe 4

El mismo problema del encuadre lo tuvo Kevin Carter con la fotografía que ganó el Premio Pulitzer en 1994 y donde se ve a un buitre aguardando junto a niña famélica: ¿estaba el pájaro tan cerca de la niña como parecía en la foto? ¿Escondía el encuadre el hecho de que la niña no estaba tan aislada como parecía, sino que había gente alrededor? Aquí además se planteó el dilema, generalmente falso, de si el periodista ha de hacer la foto o actuar para evitar lo que está sucediendo y que constituye el motivo de la foto. De todas formas, el fotógrafo se suicidó poco después de recibir el premio y se dice que lo hizo agobiado por la culpa de no haber ayudado a la niña, lo cual abunda en esa confusión entre dramatismo y ontología que he mencionado antes como característica de la percepción social de determinado fotoperiodismo.

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Rosenthal, que muestra a los marines norteamericanos levantando una bandera sobre el monte Suribachi de Iwo Jima durante la Segunda guerra mundial. La fotografía se convirtió en un icono de la guerra y ganó el Premio Pulitzer, pero más tarde se dudó de su autenticidad, arguyendo que había sido preparada, algo que parece corroborar tanto su perfección como la comparación con otras fotografías que el propio Rosenthal y otros tomaron en el mismo lugar. Pero no fue ni mucho menos la última fotografía famosa que fue acusada de ser una falsificación, algo que sigue sucediendo en la actualidad, lo cual indica que las opiniones de Scherman siguen considerándose un sacrilegio5. Pensar que el fotoperiodismo puede consistir en una puesta en escena, basada de forma más o menos fidedigna en una realidad contemplada previamente o en una consideración sobre cómo puede ser esa realidad bajo determinadas circunstancia, nos llevaría a un tipo de foto-ficción que no estaría muy lejos de esa rama del realismo fílmico que es el neorrealismo. Es cierto que el neorrealismo cinematográfico significó un punto de confluencia entre el cine de ficción y el cine documental, pero sería un error considerar que con ello el documental perdía vigencia al quedar absorbido por una vertiente extremadamente realista de la ficción. El documental, como el fotoperiodismo, tiene una razón de ser por muy imbuido que esté de las técnicas de la ficción. Ambos trabajan directamente con la realidad, incluso cuando utilizan la puesta en escena. Ambos tienen en cuenta esa realidad como referencia primera de su producción visual, aunque la ficcionalicen. Ni siquiera las obras más radicales del neorrealismo conservan ese contacto tan íntimo con lo real, aunque en algunos casos como en “La terra trema” de Visconti se acerquen al mismo, o que en otros, como “Viaggio in Italia”, el director, Rossellini, mantenga desinformados a los actores sobre la finalidad de la historia esperando extraer de ellos expresiones genuinas de sus sentimientos. Pero hay una cuestión de enfoque y perspectiva que separa ambos mundos y los hace igualmente necesarios. Por ello, el problema del fotoperiodismo no se resuelve aceptando simplemente el hecho de que sus productos pueden ser falsificados o abogando incluso por esa falsificación. La complicación reside precisamente en todo lo contrario: en cómo mantener la esencia del fotoperiodismo en un mundo tecnológicamente preparado para manipular las imágenes de manera que lo que antes se hacía subrepticiamente ahora se convierte en algo natural, incluso en algo consustancial al dispositivo contemporáneo. Durante el paradigma óptico, en el que se instaló la fotografía desde su aparición, la verdad estaba relacionada con la superficie visible de lo real, mientras que ahora, que nos encontramos en los albores de un paradigma complejo que basa su complejidad en una opción ética (de una ética dinámica y operativa: una ética de carácter hermenéutico), la verdad se encuentra diseminada por una 5

Conviene recordar al respecto la polémica suscitada los últimos años alrededor de la conocida fotografía de Robert Capa sobre la muerte de un miliciano, de la que se dice ahora que fue escenificada (ver al respecto el documental “La sombra del iceberg”, 2007, de Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbauer).

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serie de trayectorias retóricas relacionadas con una tecnología que actúa de interfaz con lo real. 5. Una dramaturgia negativa Cuando hablamos de fotografía, y sobre todo cuando hablamos de fotoperiodismo, lo hacemos siempre desde la perspectiva del fotógrafo. La fotografía obtenida es cómo un trofeo de caza, algo que ha sido arrancado inadvertidamente de un flujo de lo real que transcurre al margen del fotógrafo y la cámara, del mismo modo que el animal se mueve por el bosque al margen del cazador y su escopeta. Pero hay ocasiones en que la situación se invierte y es el cazador quien está siendo cazado. Es el caso con el que Kiku Adatto abre su libro sobre la llamada foto oportunidad. No es que la situación que describe sea del todo nueva, pero si es cierto que durante los últimos años se ha convertido en una práctica que pone cabeza abajo los parámetros en los que habíamos basado nuestras discusiones sobre el criterio de verdad en el fotoperiodismo, ya que una cosa es discutir sobre la honestidad del fotógrafo a la hora de enfrentarse a la realidad y otra muy distinta tener que preguntarse sobre la honestidad de esa realidad de cara al fotógrafo que está allí para captarla. Adatto se refiere al conocido episodio que protagonizó Georges W. Bush cuando, el 1 de mayo de 2003, aterrizó con un jet de la marina de los Estados Unidos en el portaviones Abraham Lincoln para anunciar, con cierta precipitación, que habían ganado la guerra. El portaviones acababa de llegar de Irak y Bush bajó del reactor vestido con el uniforme de piloto, casco incluido, para acabar proclamando junto a la bandera estadounidense que la misión se había cumplido (Mission acomplished). Se trataba de un acontecimiento perfectamente orquestado por el aparato propagandístico de la Casa Blanca que los medios se apresuraron a captar y difundir como si fuera un hecho espontáneo, es decir, un suceso que no estuviera preparado para los medios, sino que surgiera del curso natural de los acontecimientos. No se trataba sólo de que la dramaturgia respondiera claramente, como se encargaron de airear los propios periodistas, al estilo de películas tan taquilleras como “Top Gun”, interpretada por el popular Tom Cruise, sino que los elementos que la componían habían sido dispuestos para dar una impresión concreta que no podía calificarse de real en el sentido estricto del término. Entre otras cosas, el portaviones se encontraba a pocas millas de la costa de San Diego, pero la llegada del aeroplano se efectúo de tal manera que diera la impresión de que todo sucedía en medio del océano pacífico: Bush podía haber alcanzado tranquilamente el navío en helicóptero, pero hacerlo con un jet del ejército era obviamente más impactante. No faltaban tampoco las pancartas estratégicamente colocadas para dar la sensación de que la marinería se había unido de forma espontánea a la celebración, etc. A un año y medio de las elecciones, posar en la cubierta de uno de los más poderosos navíos del mundo era, como dijo un reportero de la Fox, decididamente una buena imagen: la definitiva foto-oportunidad (Adatto, 2003: 2). 15

Con la foto-oportunidad nos acercamos claramente al terreno de la propaganda, pero con una variante crucial. Ya no se trata de que al público le llegue un producto confeccionado por una serie de expertos empeñados en convencerle subrepticiamente o no de determinadas ideas, sino de que es la propia prensa, los fotoperiodistas, los que, desde su plataforma supuestamente democrática y veraz, convierten en hecho lo que no es más que una construcción. Se trata de algo muy distinto al proceder de un fotógrafo que falsifica una foto para obtener reconocimiento o a un producto gubernamental destinados a propagar a toda costa determinadas ideas. En estos casos, el engaño se encuentra claramente en el lado del dispositivo y de quien lo maneja, pero en la foto-oportunidad las funciones se entrecruzan y se pervierten mutuamente. Y aunque, a la larga, se produzca una cierta resistencia a la nueva situación, lo cierto es que con ella se ha dado un paso que nos obliga a reconsiderar todas las funciones del periodismo en general y del fotoperiodismo en particular. Ya no podemos seguir conservando la presunción de inocencia para un medio que, cobijado en ella y en el mito de la no intervención, se muestra asequible a todas las manipulaciones posibles. Cierto que, poco a poco, se produce una tímida reacción crítica entre algunos periodista, pero para cuando la crítica está plenamente activada, la nueva forma de manipulación ya ha sido asumida como normal y se ha dejado de discutir el fundamento de la misma, para pasar a bregar débilmente con casos concretos. Pero queda una cierta esperanza. Como indica Adatto, «aún queremos que la cámara cumpla con su promesa documental de ilustrarnos y de ser testimonio de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Pero como sea que estamos tan impregnados por la pose, luchamos con la realidad y el artificio de la imagen de una manera más autoconsciente que nuestros antecesores» (2008:8). En esta auto-conciencia se encuentra la salida, aunque todavía no se ha logrado incorporarla a la confección y consumo de las imágenes de prensa en general. La proverbial espontaneidad del fotoperiodista, la salvaguardia esencial de su honestidad y de la veracidad de la toma, pierde toda su fuerza ante la posibilidad de que su imagen pueda ser el testimonio veraz de una realidad adulterada. Ante la mentira siempre es posible apuntar un dedo acusador, pero cuando la mentira se introduce no en el relato de los hechos, sino en el propio entramado real de éstos, quizá ha llegado el momento de buscar una forma de pertrecharse ante este tipo de abusos. Y esta forma no se encuentra en la apelación a los antiguos valores que nos han dejado indefensos, sino que nos lleva a afinar un poco más las categorías de lo falso y lo verdadero, para poder luchar contra las nuevas y las antiguas falsedades con herramientas que estén a la altura de las circunstancias. Las prácticas fotoperiodísticas contemporáneas están repletas de escándalos, de premios retirados y de periodistas despedidos por haber manipulado de una forma u otra una fotografía o un reportaje. Si repasamos estos casos, nos encontraremos con un catálogo de formas que podríamos adjudicar a una dramaturgia que, parafraseando el concepto de montaje prohibido de Bazin, podríamos tildar de dramaturgia prohibida. Para Bazin, el 16

montaje prohibido era aquel que construye acontecimientos que nunca han existido en la realidad y que sólo son fruto de la técnica. Pero, curiosamente, a Bazin no le preocupaban tanto aquellos otros acontecimientos que, si bien habían sido captados limpiamente por la cámara, eran en realidad trucos realizados frente a ella: lo importante era que hubieran realmente ocurrido, aunque esa ocurrencia real se debiera a una falsificación no menos real. De ello se deduce que a Bazin le hubieran preocupado mucho menos las fotooportunidades, en las que el reportero capta realmente un acontecimiento falso, que la foto adulterada que le costó el puesto en “Los Angeles Times” al fotógrafo Brian Walski. Walski tomó varias fotografías de un conjunto de civiles en un campo de refugiados, con un soldado británico dando instrucciones frente a ellos. Ninguna de las fotos era perfecta aunque todas ellas contenían prácticamente los mismos elementos. Sin embargo, dos de las mismas mostraban, cada una de ellas, una variación esencial: en una era el gesto del soldado, en la otra la posición del cuerpo de un iraquí que avanzaba hacia él con un niño en brazos. Por consiguiente, Walski, en busca de la mejor imagen, efectuó una composición entre estas dos. Cuando fue descubierto, lo despidieron por haber manipulado la realidad: la situación que se mostraba nunca había sucedido exactamente así, era producto del montaje. Bazin seguramente hubiera estado de acuerdo y es curioso hasta qué punto siguen prevaleciendo las ideas del crítico francés en el campo del fotoperiodismo, ya que no se tiene noticia de que ningún periodista haya sido nunca despedido por haber captado y difundido una foto-oportunidad, a pesar de que la falsificación en estos casos son mucho más profundas y dañinas que la efectuada por Walski, quien, al fin y al cabo, se limitó a recomponer una serie de gestualidades, sin alterar lo esencial de la imagen ni mucho menos el sentido profundo de la misma. A los defensores de la pureza de la fotografía no parece preocuparle tanto la verdad como la metafísica del periodismo, de la misma forma que a Bazin le preocupaba más el idealismo cinematográfico que la política de la imagen: «El montaje, del que se nos dice con tanta frecuencia que es la esencia del cine, se convierte en esta ocasión en el procedimiento literario y anti-cinematográfico por excelencia. La especificidad cinematográfica, alcanzada por una vez, en estado puro, reside por el contrario en el simple respeto fotográfica de la unidad de espacio» (Bazin, 1966:115). Nótese que Bazin está hablando de un film como “El globo rojo” de Lamorisse en el que un globo antropoformizado deambula ante la cámara por medio de todos los trucos posibles… excepto el del montaje. Pero al hablar de la esencia cinematográfica, se olvida fácilmente que el cine está compuesto de fotogramas y que estos fotogramas son discontinuos y forman por lo tanto un primer “desmontaje” de la realidad. Cuando Walski toma un gesto de una foto y lo combina con el gesto de la otra para lograr una composición estéticamente más acertada no es cierto que altere la unidad del espacio que defiende Bazin, sino que, en todo caso, redefine la secuencia temporal, ya que los gestos sucedieron realmente aunque no de forma simultánea, como lo probaría una secuencia fílmica en movimiento, equivalente a la foto única. 17

Seguramente, si Walski le hubiera indicado al soldado o al civil iraquí que posaran ligeramente para acomodarse a su idea del conjunto, no hubiera pasado nada. ¿No es esto lo que hizo obviamente Joe Rosenthal con su fotografía de Iwo Jima?6 Pero la alteración de las unidades espacio-temporales no se perdonan, una severidad un tanto extraña en un medio como el fotográfico que se basa precisamente en el corte espacio-temporal de la realidad y, por tanto, en una tendencia hacia la mitificación de ésta. ¿No dijeron los editores de “US Camera Magazine”, refiriéndose a la fotografía de la bandera de Iwo Jima, que «en esos momentos, la cámara de Rosenthal estaba captando el alma de una nación?»7. Si invertimos los valores de la dramaturgia negativa que utilizada por los numerosos periodistas criticados no tanto por mentir abiertamente como por haber alterado alguno de los principios sacrosantos en los que se basa la metafísica del fotoperiodismo, nos encontraremos con un posible catálogo de las herramientas retóricas necesarias para efectuar, hoy en día, una buena fotografía que responda a los criterios de veracidad y respeto por lo real que requiere el fotoperiodismo, sin colocarse de espaldas al estado de la tecnología ni a las necesidades de una sociedad compleja. La aceptación de esta retórica intrínsecamente ligada a unos dispositivos tecnológicos que definen el horizonte de lo visual contemporáneo, no quiere decir que se deba renunciar al valor testimonial de las imágenes ni a la inestimable labor de crítica y denuncia que las mismas a veces sustentan, como tampoco hay por qué dejar de condenar aquellos casos de falsificaciones verdaderamente malintencionadas. Como dice Susan Sontag, «Lo que hay que buscar en las fotografías es que sean capaces de darnos la mayor cantidad de información posible sobre una situación cualquiera que se ha producido, que ha sido real. Entendiendo siempre, claro está, que sobre una situación real la información será siempre incompleta»8. De lo que se trata, por lo tanto, es de ampliar el campo de lo que se considera real y verdadero para que fotógrafos honestos puedan efectuar su trabajo con esa mayor libertad que les otorgará el saber que se encuentran con un público bien informado, capaz de distinguir un trabajo de reconstrucción o investigación hermenéutica de una falsificación que persiga pura y simplemente el engaño o la propaganda, de la misma manera que hay un tipo de público que distingue perfectamente una buena novela de un mal reportaje periodístico y, en ocasiones, se fía más de aquella que de éste. Además el imaginario del fotoperiodismo, tan estrechamente relacionado con el paradigma científico, debe ponerse al día con respecto a éste y aceptar el equivalente a lo que en la epistemología de la ciencia se denomina “juicio entrenado”, que es una fase del desarrollo de esta epistemología que se desarrolla a partir de 6

Existe un documento fílmico en 16 mm. del izamiento de la bandera, tomada por Bill Genaust, uno de cuyos fotogramas muestra una imagen muy aproximada a la de la fotografía de Rosenthal, lo que indica que éste al hacer la foto intentó repetir un momento ideal. 7

http://www.iwojima.com/raising/raisingb.htm (agosto 2009)

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Susan Sontag, entrevista con Arcadi Espada, Letras libres, abril 2004.

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momentos anteriores como los de la “verdad mimética” (ligado a la imagen pictórica) y la “objetividad mecánica” (relacionada con la fotografía y donde se halla anclado el fotoperiodismo) (Daston y Galison, 2007:18). Con la técnica del “juicio entrenado”, el observador modifica las imágenes suministradas por los instrumentos para acomodarlas a la realidad, según el criterio que ese observador tiene de la misma, de acuerdo a sus conocimientos.

Bibliografía

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