Los días Sabato

September 17, 2017 | Autor: Hugo Perez Navarro | Categoría: Ernesto Sábato, Peronismo, Montoneros, LITERATURA ARGENTINA Siglo XX, Dictadura Militar Argentina
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Descripción

Hugo Perez Navarro " Los días Sabato





Con esta segunda lectura, curiosamente, se inició un ciclo de coincidencias que en adelante ataría invariablemente cada nueva re-lectura de Sobre héroes y tumbas a una mudanza, a un cambio de mi lugar de residencia. En aquella oportunidad se inició con un cambio de pabellón: del 13, al 2, llamado "pabellón de la muerte"; de ahí al 16, para luego emigrar a la "nueva" Caseros, donde la presión psicológica bajaría, a cambio del deterioro de las condiciones físicas de detención, dado que en el año y medio que permanecimos allí no tuvimos ni un minuto de sol ni de aire libre. Con el tiempo (ya en libertad) aquella coincidencia seriada se mantendría vigente: releía Sobre héroes y tumbas… y me mudaba. Años después, ejerciendo una superstición cuasi científica, que transformaba lo casual en causal, llegué a hacerlo deliberadamente. De hecho, varias veces funcionó.

Hugo Perez NavarroLos días Sabato
Hugo Perez Navarro



Ernesto Sabato apareció en mi vida durante la dictadura de Onganía, en una bella y enorme casa de la Avda. Italia, de Río Cuarto. Era una noche de invierno, desapacible, especialmente a causa un asma incipiente, aunque firme en su empeño de impedirme respirar como es debido.
Como la dueña de casa también curtía el poco feliz hábito de la fatiga, me dio una enorme tableta de un medicamento que frenó el ataque, pero a cambio me llevó el sueño. Mi compañía durante ese insomnio relajado fue un grueso volumen de tapa dura de Sobre héroes y tumbas, editado por Planeta. Al amanecer había llegado mucho más allá de la mitad de la novela que, sin embargo, no pude retomar hasta después de algunos meses.
Por esos días, Mario Gallini –mi amigo y querido compañero de la secundaria- me acercó Uno y el universo. El librito, que en 1945 le valiera a Sabato el Premio Municipal de Ensayo, me permitió conocer otra veta de su autor: la del ensayista, opinador o teórico universal, que se mete en los recovecos de la ciencia para saltar de allí a la literatura, la política, el humor "intelectual" y el destino trágico del hombre.
Después llegarían las desventuras del pintor Pablo Cantrel ocasionadas por las aventuras de María Iribarne, según se lee en El túnel, y las perdigonadas de Hombres y engranajes y El escritor y sus fantasmas.
En 1973 Sabato reescribió varios de estos textos, les sumó artículos o fragmentos de trabajos publicados en diarios y revistas y los reunió en un librito titulado La cultura en la encrucijada nacional. Con esa publicación sumaba leña a un debate instalado desde fines de los 50 y los 60 por Jauretche, Hernández Arregui, Viñas y los contornianos y las jóvenes generaciones militantes (principalmente peronistas), y que tendría uno de sus picos más eminentes en las Cátedras Nacionales. La discusión, referida a cuestiones como cultura, identidad nacional y militancia, era una faceta de la disputa política estratégica, expresada por las consignas que -con distintas variantes- referían a un nuevo modelo de sociedad, que para muchos entroncaba con la lucha por la liberación y el socialismo. Ese mismo año publicaría su esperada tercera y última novela: Abbadón, el exterminador. Allí, junto a algunas figuras secundarias de Héroes y tumbas, un joven idealista, ciegos, fragmentos del Diario del Che en Bolivia y el destino trágico del hombre, aparecería el propio Sabato, ahora como personaje.
Después vendría una vertiginosa aceleración de la historia.
Y en medio de ella el trabajo, la Universidad y la dedicación casi absoluta a la militancia: el "Luche y vuelve" el triunfo del 11 de marzo la masacre de Ezeiza el 1ro. de Mayo del 74 la muerte de Perón y la sensación de orfandad consiguiente. Después, la intensificación del compromiso político y del riesgo el pase a la clandestinidad de Montoneros la desarticulación de todos los frentes de lucha estrictamente políticos la tarea de reconstruir en un clima de tensión creciente una paradójica agrupación de masas semi-clandestina la militarización la detención la cárcel el golpe del 24 de marzo.
Y la muerte por todas partes, echando su aliento en nuestras caras, en nuestras narices, en nuestras horas: en cada una de ellas.
Pasaría un largo tiempo hasta que, entre 1977-78, estando en el tétrico pabellón 13 de la cárcel de La Plata, conocido como "la Siberia", Sabato apareció, esta vez en mi celda, y una vez más en forma de libro. Esto era un raro privilegio, dado que la lista de libros prohibidos en la U 9 era previsiblemente larga. No sólo había autores sino temas vedados: no se podían leer obras de derecho, de política, de economía, de historia, de ciencias exactas y naturales ni ningún texto de estudio. Sólo literatura, aunque dentro del género había, como era lógico, extensas listas negras. Sin embargo, con excepción de Abbadón, Sabato estaba permitido. Puede pensarse sin mucha malicia que esta tolerancia tal vez tuviera que ver con el almuerzo que, junto a Borges, el cura Castellani y el entonces presidente de la SADE –que fatalmente se apellidaba Ratti-, Sabato compartió el 19 de mayo de 1976 con el asesino y vendepatria dictador Jorge Videla. Pero la lógica de las acciones de la dictadura era tan menguada como su apego al derecho. De todas maneras, con el regreso de la democracia, le tocaría a Sabato presidir la CONADEP y redactar el prólogo del informe final –el libro Nunca más–, que recoge las constancias de la responsabilidad de los tremendos crímenes y la obvia condena moral al canallesco anfitrión de aquel almuerzo infame.

Las situaciones que por esa época aumentaban la tensión de los presos políticos giraban en torno a la violenta ofensiva de la dictadura en todos los frentes, las evidencias de la derrota popular -más allá de la resistencia agónica de algunos núcleos, cada vez más aislados- y la incertidumbre con respecto a la situación de nuestro país y a la de nosotros en particular, dada nuestra condición de rehenes sin garantías de la dictadura. Todo esto en un contexto en el que gran parte de esa violencia dictatorial se centraba en nosotros, los prisioneros del régimen. Si bien casi todos habíamos sido sistemáticamente torturados y habíamos padecido o sido testigos de situaciones aberrantes, incluidas las muertes de algunos compañeros, el régimen de vida en la U 9 de La Plata apuntaba a prolongar aquellos padecimientos, con un grado de elaboración y refinamiento extremadamente perversos, que pretendía quebrarnos moral y psicológicamente.
En este marco tenía lugar entre los militantes montoneros una discusión política, cada vez más ardua, en torno a diversos ejes: la caracterización del enfrentamiento, las estrategias posibles, el rol del peronismo, la nueva estructura organizativa. Los puntos más incandescentes eran, por un lado, el sesgo fuertemente militarista que había adquirido nuestra organización desde mediados del 1975 (llegando a atribuirles a algunas acciones militares de entonces logros que –como la caída de López Rega– habían sido producto de la movilización de los trabajadores) y, por otro, el debate sobre la nueva identidad política –el montonerismo- que pretendía (a partir de algunos análisis carentes de rigor teórico y excedidos de voluntarismo) la superación del peronismo como identidad política mayoritaria de nuestro pueblo. O sea: a partir de un documento, el pueblo dejaba de ser peronista.
Un grupo de compañeros, había empezado a ampliar y profundizar la discusión desde una postura peronista, muy crítica, llevando adelante puntos de vista no ortodoxos primero, divergentes después y finalmente contradictorios con respecto de lo que sostenía "la conducción" del pabellón y la Organización (ahora Partido) en el exterior. No obstante, este grupo –cuya cabeza y corazón era Luis Iglesias Barbeito, el Ñato, seguían reivindicando en todo momento la condición de peronistas no menos que la de montoneros. Cuando llegué al pabellón 13, no tardé en sumarme a ellos. La tensión llegó a un punto en el que comenzamos a tener una estructura orgánica y funcional autónoma, situación que llegó hasta 1979, cuando, ya en Caseros, Marcelo Nívoli logró disolver el conflicto, al menos en lo formal, porque ya se había trazado una divisoria política y teórica y porque Montoneros, sobre todo después de la contraofensiva, había empezado su inevitable proceso de agotamiento, tras haber concentrado las ilusiones y las esperanzas de miles de compañeros, jóvenes en su mayoría.
Este contexto, con momentos terribles y en medio de tormentas de desesperanza y dolor que capeábamos como podíamos, pero fundamentalmente a partir de la solidaridad y el compromiso compartidos, nos abrió a muchos de nosotros a la lectura y discusión de buena parte de la novelística fundamental del siglo XIX (Víctor Hugo, Balzac, Dostoievski, Dickens, Tolstoi), así como de obras que se le escapaban a la censura (textos de Rafael Alberti, Vallejos o Unamuno) y otras que daban testimonio de la crueldad del siglo, tales como La hora 25 de Virgil Gheorghiu. En la Siberia recuerdo haber releído El escritor y sus fantasmas y El túnel. También llegó a mis manos un trabajo de Osvaldo Ferrari publicado por Emecé con el título de Diálogos Borges-Sabato y, una vez más, Sobre héroes y tumbas.
En esta línea, que articula las condiciones más desgarradoras de la existencia humana con el contexto político, en una realidad en la que hay que sostener la lucha contra el enemigo bajo la presión interna que hace de la imbecilidad un dogma operativo y aún conceptual, las reflexiones de este antiguo comunista, crítico y empeñosamente humanista, ampliaron la mirada de varios compañeros, no menos que Unamuno, Camus, Dostoievski o Gheorghiu.
Estas lecturas y las reflexiones y discusiones que se generaban, nos permitieron a muchos de nosotros encontrar puntos de equilibrio (intelectual, emocional, político), elementos para la asimilación lúcida de nuestras condiciones, con conciencia del valor casi nulo de nuestras vidas, lo que, paradójicamente, exaltaba su valor esencial y reafirmaba la profundidad y sentido de nuestras existencias. Teníamos la experiencia de la muerte, de la vida al borde de la muerte, del dolor físico, de la tremenda sensación de la derrota, no sólo política en tanto proyecto de una organización, sino generacional y hasta personal. Más aún: convencidos como estábamos de que nuestro proyecto era (o había sido) la posibilidad de una transformación profunda de nuestra sociedad y de un gigantesco salto cualitativo de nuestro patria y de América Latina, percibir y aun intuir la situación política real de nuestro país nos producía un vértigo doloroso, que conteníamos desde la conciencia de la necesidad de ser fuertes, de sostener todos los días un combate contra la desesperanza.

Años después, ya en democracia, vivía en Mar del Plata, cuando una tarde, viendo a Sabato en un programa televisivo, se me ocurrió que tenía la obligación de hacerle saber del aporte que nos había hecho a algunos militantes -o al menos a mí- en momentos tan difíciles. Recuerdo que le dije a Marta, mi compañera de entonces: "No sea cosa que en cualquier momento se muera". Acaso me apresuré: Sabato viviría veintiséis años más.
Le escribí, le resumí la experiencia y le pedí una entrevista.
"Claro que me gustaría que nos reuniéramos!", me contestó en una carta de mediana extensión. Posteriormente hubo una serie de contingencias negativas, relacionadas con la salud de Matilde, su mujer, quien perdió la vista de un ojo, y sobre todo la muerte de mi hijo Juan Manuel, de un año y siete meses. Después de haber sobrevivido al pequeño infierno de la dictadura, la vida me plantaba su rostro más cruelmente hijo de puta.
Todo parecía hundirse, ahora profundamente, del modo más arbitrario y cínico. Vida puta.
Por esos días Sabato me envió una esquelita:
"Con todo nuestro corazón, querido Hugo, estamos con ustedes!" Y la firma.
A lo largo de los meses siguientes mantuvimos el contacto. En un momento, tuve que viajar a Buenos Aires. Sabato me había pasado su teléfono. Lo llamé y me citó en el bar Blue Horse, ubicado en Suipacha casi Marcelo T. de Alvear, un día a las 17. Llegué temprano. Esa tarde llovió como si fuera la última vez. Sabato llegó muy puntualmente, envuelto en un impermeable de color marfilino con un ridículo sombrerito que formaba parte del conjunto. Venía empapado. Al verlo, me puse de pie. Él me identificó y alcancé a percibir un gesto como de alegre emoción expresado con todo su cuerpo.
En ese momento se me ocurrió preguntarme qué importancia podría tener alguien como yo para un personaje como ese.
Nos abrazamos como dos viejos amigos y pedimos café con leche, con medialunas: él, sin dudarlo, las pidió de grasa y las devoró con absoluto deleite.
-Esto es para usted- dijo y me extendió un libro, envuelto en una bolsa de plástico. Era un ejemplar de Abbadón, editado por Seix Barral. La dedicatoria, escrita con su caligrafía nerviosa y aplastada, casi reptante, decía:
"Su carta, querido Hugo, me conmovió profundamente porque a una extraordinaria lucidez se unía una experiencia trágica.
Siempre detesté a los revolucionarios de café y más a los de salón. Creo que usted debería describir esa tremenda aventura espiritual. Todos le quedaríamos agradecidos.
Un abrazo fraterno. E. Sabato"
La conversación duró algo más de dos horas, sin límites ni presiones y fue uno de los momentos más interesantes de mi vida. A poco de iniciar la conversación me preguntó qué escritores admiraba, entre los argentinos.
-Sabato- dije bromeando.
-Gracias- contestó sonriendo con un gesto que parecía decir "obvio", mientras me miraba con gesto interrogadors, como preguntando: "¿Y…?"
-Borges…
Silencio de espera. Otro obvio.
-Cortázar…
-¿Cortázar? ¿Y por qué le gusta Cortázar?
No tenía una respuesta mejor que "me gusta", pero no podía contestar eso. Así que solté lo primero que me vino a la cabeza:
-No sé…; me parece ingenioso.
Se transformó, como un gato que arquea el lomo.
-¿Cómo me puede decir que le gusta un escritor porque le resulta ingenioso? ¿Le parece que ser ingenioso es una cualidad valiosa de un escritor?
No sabía cómo hacer para que la tierra se hundiera bajo mi silla. Sabato decidió calar hondo, en su estilo, claro.
-¿Se imagina que alguien elogie a Dostoievski o a Kafka, sí a Kafka, porque lo encuentra ingenioso?
Decidí defender otros méritos de Cortázar, apelando a sus dotes de cuentista, a su manera de transitar entre la realidad a la fantasía como si cruzara de vereda, y a Rayuela, que le pareció una buena novela, aunque me abstuve de destacar la singular estructura del libro. No fuera cosa que pareciera un elogio del ingenio.
Sin embargo, de algún modo, terminó sonriendo, y del ambiente que inicialmente pareció caldearse, pasamos a sus dificultades para publicar, a causa de su tremenda autoexigencia, al vacío que le sobrevenía después de terminar una novela, a los cientos de páginas que quemó y a otros detalles, menos conocidos y mucho más jugosos.
-Cuando empecé a escribir el "Informe sobre ciegos" muchos amigos me advirtieron: "Mirá Ernesto…, tené cuidado, vas a tener problemas… No sabés lo que es esta gente o quiénes pueden estar detrás… Te estás metiendo en algo que no sabés adónde conduce…" Lo cierto es que mis amigos tuvieron razón. Durante mucho, mucho tiempo no pude vivir tranquilo. Estaba todo el tiempo angustiado, nervioso…
-Lo amenazaban…, le hacían bromas…
-¡No…, cosas mucho peores! Mucho peores. No podía dormir, no encontraba un momento de paz.
Hizo una pausa. Miró hacia otro lado como buscando algo, como tratando de precaverse de miradas o presencias indiscretas. Repentinamente, se afirmó en el borde de la mesa, mirándome a los ojos. Y remató:
-A mí me hicieron dos exorcismos Hugo. Dos –subrayó el número haciendo el gesto con dos dedos- , dos exorcismos.
Hizo otra pausa, como alejándose de lo dicho.
-Los Marechal me ayudaron mucho en esto…
-Él siempre fue muy religioso, muy católico…
-No. Hicieron el exorcismo con un ritual evangélico. Hacía un tiempo que ellos se habían alejado del catolicismo… Y bueno, gracias a eso pude empezar a recuperarme de a poco, y a andar nuevamente.- Y como queriendo cerrar el tema dijo: -No tenemos idea de las fuerzas terribles que podemos desatar…, es increíble.
La conversación derivó espontáneamente hacia la política y de nuevo a la literatura, hasta que las luces de la calle empezaron a dominar el paisaje mojado, mientras los sonidos de la ciudad amada se iban apagando.

A comienzos de 1987 nos mudamos con Marta a Buenos Aires y en los dos años siguientes hubo un par de encuentros más.
En una oportunidad me invitó a su casa de Santos Lugares, donde fui recibido muy cordialmente por Matilde, quien ya se encontraba mejor de su dolencia. Nunca deja de asombrarme la relación que a partir de un recurso literario Sabato tuvo con la ceguera. Y cómo ese artificio se entreveró con su vida, desde aquel accidente en el taller del pintor Domínguez, hasta la ceguera de un ojo de su amada compañera.
Sabato vivía muy cerca de la estación de trenes, en la calle Langeri, frente al club. En tiempos de Rosas, Santos Lugares fue el asiento de una unidad militar que comandaba un hermano del Restaurador, Gervasio "el Cardo". Manuel Gálvez cuenta que en una oportunidad, Rosas descubrió que un hombre –un mensajero- de su círculo de colaboradores pasaba información a sus enemigos. De modo que llamó al espía y le ordenó que llevara a Santos Lugares un mensaje para Gervasio. La nota decía: "Fusile inmediatamente al portador."
Al tiempo, volví a ir a lo de Sabato, esta vez acompañado por Marta. En esa época vivíamos en Flores y como debimos hacer varias combinaciones, llegamos más de veinte minutos tarde. Matilde nos retó. "Hay que salir una hora antes", nos dijo. Sabato me invitó a pasar a su estudio, ubicado en el fondo de una casa densamente poblada de plantas. Allí tuvimos una última charla, que no habrá durado más de una hora.
-Usted tiene que escribir-, me conminó.
-Lo hago.
-Pero además tiene que publicar. Y tiene que cambiar su apellido. Un escritor que se llame Pérez es como si se llamara… Pérez.
-Nadie… "Nadie me ha herido", dijo Polifemo…
Sabato sonrió y completó:
-… y los otros cíclopes pensaron que estaba loco.- Y retomó el tema: -Pero hágame caso Hugo: para escribir, cambie su apellido.
-No voy a usar un pseudónimo: cómo voy a hacer eso.
-Modifíquelo. ¿Por qué no agrega el apellido materno?
-Es el que uso. Pero puedo agregar el de mi padre. Así quedarán por orden de aparición, puesto que mi padre me legalizó cuando ya tenía unos cuantos años.
-¿Cómo es el apellido?
Se lo dije.
-Ah, bien, bien. Pérez Navarro. Suena bien.
Fue la última conversación que tuvimos.

En 1997 volví a Río Cuarto. Gracias a la confianza de Víctor Becerra había conseguido un lugar para trabajar con él en la Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Río Cuarto, con la posibilidad, además, de terminar mi carrera.
Poco después, la Universidad le otorgó a Sabato el título de Doctor Honoris Causa. Y aprovechando el viaje que el homenajeado debía hacer a Río Cuarto, se incluyó, a la par de la programación académica, una presentación del espectáculo "Romance de la muerte de Juan Lavalle", basado en textos de Sabato con música de Eduardo Falú, también honoris causa de la UNRC. El espectáculo consistía en la lectura de los fragmentos de Sobre héroes y tumbas en los que se narra la retirada de los vestigios de la unidad militar de Lavalle hacia el norte, intercalados con partes cantadas, que en la oportunidad estuvieron a cargo del coro de la Universidad. Sentado junto a una mesita de bar ocupada por los papeles, un vaso y una botella de Valmont, el propio Sabato acometía la lectura de esa gesta de la derrota, que en varios momentos de nuestra historia ha sido la de nuestro pueblo.
Al terminar el espectáculo me acerqué con mi hijo Hugo, que entonces tenía unos 8 años, hacia la puerta lateral de acceso al escenario del Aula Mayor "José Alfredo Duarte" de la UNRC, y subimos con la idea de saludar al viejo. Al entrar lo vi, descendiendo por una escalerita de madera, de menos de un metro de ancho, sumamente precaria. Me acerqué, y mientras le extendía una mano para ayudarlo en su descenso, lo saludé:
-Cómo le va Maestro.
Me miró, me saludó y muy amablemente me respondió:
-Bien, bien… Muchas gracias.
No me reconoció.
Lo lógico hubiera sido que me diera a conocer. "¿Se acuerda…?" Pero no lo hice. Sentí que hacerlo hubiera significado una intrusión, hubiera sido poner a un anciano –que calzaba, además, casi una botella de vino en su coleto- en una situación forzada, incomodísima. Y entendí que no tenía derecho a eso, que solo debía ayudarlo a descender y a salir de allí.
Lo vimos caminar con paso vacilante hacia la puertita que daba a las gradas del aula magna.
Abrió la puerta. Y se fue.

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