Francisco Andújar Castillo María del Mar Felices de la Fuente (eds.)
EL PODER DEL DINERO Ventas de cargos y honores en el Antiguo Régimen
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Los contratos de venta de empleos en la España del Antiguo Régimen1 FRANCISCO ANDÚJAR CASTILLO Universidad de Almería
UNAS NECESARIAS PRECISIONES CONCEPTUALES Generalizar sobre la venalidad de cargos en la España del Antiguo Régimen comporta el riesgo de introducir en una misma categoría lo que fueron prácticas enajenatorias muy diferentes, tan distantes que, a menudo, no guardaban relación entre sí. Conviene pues, ante todo, definir un marco conceptual previo y unas tipologías de cargos, fundamentalmente en razón al período de ejercicio de unos empleos que, grosso modo, podían ser desempeñados de forma temporal, vitalicia, por varias vidas o a perpetuidad. Sobre el particular, en los últimos años se han formulado interpretaciones diversas que merecen ser consideradas en aras de precisar el propio objeto de investigación. En concreto, la definición del «beneficio» versus «venta», es decir, cargo «beneficiado» frente a «vendido», ha suscitado un debate que debe ser considerado como punto de partida para cualquier reflexión sobre lo que entendemos por «venalidad». La diferenciación entre cargos «beneficiados» y «vendidos», que presupone el «beneficio» como algo ajeno a la «venalidad», fue planteada hace años por un importante sector de la historiografía americanista. En concreto, Alberto Yali Román y Fernando Muro Romero, entre otros autores, sentaron las bases de las diferencias entre ambos conceptos, al precisar que mediante el «beneficio» la Corona recibía una cuantía económica por designar a alguien para un cargo pero sin que éste pasara a ser
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El presente estudio se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación de I+D Venalidad de cargos y honores en la España del siglo XVIII (HAR2008-03180) financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.
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propiedad del beneficiario, pues tan sólo recibía la cesión por un tiempo del disfrute del mismo2. Por el contrario, se consideraba que se había producido la venta de un oficio cuando el comprador lo adquiría a perpetuidad y, por tanto, podía transmitirlo por herencia o volverlo a enajenar a un tercero. En otros términos: los cargos «beneficiados» no otorgaban derechos patrimoniales sobre los mismos a sus titulares, en tanto que los «vendidos» sí que pasaban de ser bienes del rey a bienes privados de los adquirientes. Esa vinculación del concepto de «venta» con el de «propiedad» quedó sustentada en su día, para el caso americano, en la diferenciación entre los denominados oficios «vendibles y enajenables» que, con carácter de perpetuos, se vendieron en su gran mayoría en el propio territorio indiano y, por otro lado, los oficios «beneficiados» que el rey concedía para cargos de gobierno político cuyo ejercicio duraba —en función del puesto— entre cinco y ocho años, así como para los cargos vitalicios, tales como las magistraturas de justicia o los empleos de hacienda. En consecuencia, la enajenación de oficios «vendibles y renunciables» otorgaría derechos patrimoniales a sus titulares, frente a los empleos «beneficiables», cuya adquisición no daría más derecho que al ejercicio del cargo durante el tiempo convenido, o todo lo más, durante la vida del comprador3. Según una reciente publicación de uno de los principales estudiosos del tema del beneficio de cargos en América, Ángel Sanz Tapia, el «beneficio» sería «la entrega de un dinero, donado o prestado4, a la Real Hacienda para obtener el nombramiento de un cargo que conlleva potestad judicial, de modo que la transacción se justifica como un servicio económico hecho al Rey»5. Añade, además, el mismo autor, que no es correcto identificar «beneficio» con «venta» por cuanto «los oficios beneficiados lo eran temporalmente y además reunían distintas condiciones que los oficios vendibles»6. Por tanto, el concepto de «beneficio» se aplicaría tan sólo a aquellos cargos que se ejercían de forma temporal y que incluían administración de justicia. Admitiendo la diferenciación jurídica entre beneficio y venta, nuestra interpretación matiza de forma parcial las tesis antecedentes. En primer término, el concepto de «donativo» —dinero donado— no es sino el eufemismo que se utilizó para encubrir la obtención de cargos a cambio de una suma de dinero, es decir, a cambio de un servicio pecuniario. Aunque un empleo tuviese un precio tasado de mercado, su calificación como «donativo» escondía, en cuanto a su consideración, que el mérito de un indivi2
A. Yali Román, «Sobre alcaldías mayores y corregimientos. Un ensayo de interpretación», en Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, 9, 1972, págs. 1-39; F. Muro Romero, «El beneficio de oficios públicos con jurisdicción en Indias. Notas sobre sus orígenes», en Anuario de Estudios Americanos, XXXV, 1978, págs. 1-67. 3 En el mismo sentido se ha manifestado recientemente María López Díaz en relación a los cargos militares, al insistir en que, en efecto, los empleos del ejército «beneficiados» conferían a sus titulares el derecho de poder ejercerlos de forma vitalicia pero no la propiedad de los mismos. Cif. M.ª López Díaz, «Los hispanistas franceses y su influencia en la historiografía modernista española: Estado e instituciones peninsulares», en Mediterránea. Richerche Storiche, VI, 2009, pág. 253. 4 La cursiva es nuestra. 5 A. Sanz Tapia, ¿Corrupción o necesidad? La venta de cargos de gobierno americanos bajo Carlos II (1674-1700), Madrid, 2009, pág. 53. 6 La idea se repite en todas las publicaciones de este autor. Véase, por ejemplo, A. Sanz Tapia, «Canarios en cargos políticos americanos (1670-1700)», en F. Morales Padrón (ed.), XIII Coloquio de Historia Canario-Americana. VIII Congreso Internacional de Historia de América, Las Palmas de Gran Canaria, 2000, págs. 2558-2574.
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duo para alcanzar el cargo había sido un desembolso monetario. Por lo que respecta a la calificación del beneficio como «dinero prestado», se cae por su propia base cuando se constatan centenares de transacciones en las que una parte del precio pactado se pagaba como «servicio» o «donativo gracioso», y otra en calidad de «préstamo», de modo que la hacienda regia debía devolver este último en el tiempo estipulado y, si así se había pactado, con los intereses correspondientes7. En segundo término, la misma definición de quienes defienden la diferencia entre «venta» y «beneficio» incide en que el segundo alude a un pago de dinero por «cargo que conlleva potestad judicial». Por tanto, si aceptáramos esa premisa no serían cargos beneficiados, por ejemplo, los empleos de las hacienda de las cajas reales de América8. Por lo que se refiere al carácter «temporal» del cargo «beneficiado», frente al «vendido» —que en contraposición sería el adquirido a perpetuidad—, basta con analizar la documentación de cualquier proceso enajenador para comprobar que ambos conceptos se empleaban de modo indistinto para definir en los dos casos la provisión de un cargo por dinero con independencia del tiempo de disfrute9. Muy claras son al respecto las denominaciones que en algunas enajenaciones de cargos se utilizaron para definir las compras de los mismos. Así, por ejemplo, cuando en 1745 Claudio Mace Pain, hijo de un comerciante del Puerto de Santa María pagó 105.000 reales por el beneficio de un grado y sueldo de coronel de infantería10 —cargo, por ende, que disfrutaría de por vida—, en su hoja de servicios, confeccionada unos años después, el inspector del arma hizo constar lo siguiente: «Este oficial compró su empleo. Tiene mucha aplicación»11. Lo mismo sucede en el caso de Nicolás Labarre, quien benefició su empleo de capitán del regimiento de infantería de Navarra en 174412, y sobre el que tres años más tarde el inspector del arma anotó en su hoja de servicios algo tan inequívoco como que «es nuevo en el regimiento y compró su empleo»13. Fuera del ámbito militar, el uso del concepto de beneficio como asimilado a venta se constata en numerosos documentos. Así en 1674, habiendo resuelto la reina Mariana de Austria que se «beneficiase» por parte del Consejo de Italia, para las asistencias de los estados de Flandes, el cargo de tesorero general del Consejo de Italia, tras hacer muchas diligencias «para sacar la mayor cantidad», se adjudicó a perpetui-
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Por ejemplo, en 1689 Juan Bautista Larrea Palomino adquiere el gobierno de Nueva Vizcaya por 16.000 pesos, de ellos la mitad en concepto de «donativo» y el resto en calidad de préstamo a la real hacienda (Archivo General de Indias [AGI], Contaduría, Leg. 155). Dos años más tarde, Juan Ignacio Álava Barrientos paga por la futura del gobierno de Guayaquil 40.000 reales, de ellos 30.000 en concepto de donativo y el resto de préstamo (AGI, Contaduría, Leg. 155). Otro caso muy claro es el del marqués de Castromonte, quien en uno de sus asientos, el efectuado en abril de 1698, pagó 200.000 escudos, de ellos 75.000 como préstamo por la merced de consejero del Consejo de Hacienda y Gran Chanciller perpetuo del mismo Consejo (Archivo Histórico Nacional [AHN], Consejos, Lib. 731, fols. 373 y sigs.) 8 Véase al respecto el estudio más completo de M. Bertrand, Grandeur et misère de l’office. Les officiers de finances de Nouvelle Espagne, XVII-XVIIIe siècles, París, 1999. 9 Algunos ejemplos pueden verse en F. Andújar Castillo, «Venalidad y movilidad social en la España de los siglos XVII-XVIII. Reflexiones conceptuales y ocultaciones para ascender», en J. M. Imízcoz Beunza y F. Chacón Jiménez (eds.), Procesos de movilidad social en la España moderna. Elites, redes y monarquía, Madrid, Sílex (en prensa). 10 AGS, Guerra Moderna, Leg. 5032 y 5055. 11 AGS, Guerra Moderna, Leg. 2678, C. III. 12 AGS, Guerra Moderna, Leg. 5030. 13 AGS, Guerra Moderna, Leg. 2689, C. I.
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dad por 82.000 ducados a Gómez de Chaves y Solís con varias facultades, entre ellas, la de «poderle vender»14. Igualmente ofrece pocas dudas la venta del oficio de alguacil mayor de la Chancillería de Valladolid en agosto de 1630, el cual, tras la ejecución de Rodrigo Calderón —su anterior titular— fue incorporado a la Corona y «se mandó beneficiar, y en su consecuencia el conde de Castrillo, que fue del Consejo y Cámara, le vendió en pública almoneda a Garci Fernández Manrique, Conde de Osorno, Duque de Galisteo, en precio de zinquenta y dos mil ducados, libres para la Real Hacienda»15. Es cierto que, en la época, a menudo se distinguía entre oficios «beneficiados» y «vendidos», porque entre estos últimos se consideraban los enajenados a perpetuidad. No obstante, estando por medio de ambos conceptos una misma realidad —la del pago de una determinada cantidad de dinero por un cargo—, a menudo se confundían para significar, simplemente, ese particular modo de nombrar agentes de gobierno por parte de la monarquía. Al respecto nos parece inequívoca una consulta del Consejo de Indias, elevada al rey el 6 de junio de 1681, en la que el virrey interino del Perú, el arzobispo Melchor de Liñán y Cisneros, proponía beneficiar directamente allí una serie oficios de hacienda que por entonces se hallaban vacantes. El parecer del Consejo era que el rey podría enviar órdenes al virrey del Perú y a los presidentes de las Audiencias en cuyos distritos caen los oficios de oficiales reales que están vacos, remitiéndoles copia de la relación que hace el contador Juan de Sayceta Cucho, para que por ahora disponga se beneficien; y también el de contador de la Caja de Popayán, que no está incluso en esta relación, sacándolos al pregón, admitiendo las postura que se hicieren [...] obrando en la venta de oficios, conforme a derecho, procurando se execute con la mayor brevedad que fuere posible [...]16.
Es evidente que, al margen de la citada diferencia jurídica, lo que hacía el rey cuando «beneficiaba» o «vendía», era sencillamente nombrar servidores de la monarquía —y también conceder honores de toda clase— a quienes presentaban como mérito principal el desembolso de una cierta cantidad de dinero. En mi opinión, «beneficio» y «venta» definían lo mismo, esto es, la provisión de cargos por dinero, por un «servicio pecuniario» hecho al monarca, o a un particular en el caso de las transacciones privadas. En otros términos: tanto en el «beneficio» como en la «venta» lo que se producía era la obtención por precio —por dinero, y en ocasiones en especie— de cargos públicos. Nos referimos pues a venalidad de los cargos cuando el nombramiento de un agente de la monarquía se producía cuando mediaba como mérito el pago de una determinada cantidad de dinero, con independencia de que en algunos casos ese agente estuviese avalado por servicios previos no pecuniarios, pues éstos últimos todo lo más que servían era para reducir el monto total de la operación. La adopción del concepto de «servicio pecuniario» encontraba su justificación plena —con independencia de la temporalidad— porque el rey solía proveer los cargos a cambio de servicios, y uno de esos servicios era el «pecuniario», de tal modo que lo que hacía el so14 15 16
AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 333. AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 436. Las cursivas son nuestras. AGI, Lima, Leg. 12. Las cursivas son nuestras.
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berano era quebrar la justicia distributiva lesionando derechos de terceros que le servían en las mismas instituciones tras acreditar largas y tortuosas carreras asentadas en la antigüedad y, en muchos casos, en el mérito. Si en la época se diferenció entre lo «vendido» y lo «beneficiado», no menos cierto es que formaban parte de un mismo tronco común, cual era la provisión de cargos por dinero, es decir, venales. Buena prueba de que eran dos caras de una misma realidad es un decreto de Carlos II fechado el 1 de agosto de 1691 y dirigido al Consejo de Hacienda, en el que le pedía que le remitiese «certificación auténtica de los puestos y empleos temporales y oficios perpetuos, jurisdicciones, lugares y vasallos, alcabalas, cientos, juros y otros cualesquiera capitales pertenecientes a mi Patrimonio Real que se han beneficiado o vendido en cualquier manera por el Consejo de Hacienda desde el año de 1680 en adelante, expresando qué cantidades han dado y a quién las han entregado los compradores o beneficiadores por cada una de las piezas referidas [...]»17. Y lo mismo puede decirse del uso dual de ambos conceptos en relación a la enajenación de honores, pues no deja de ser una contradicción que los Títulos de Castilla, concedidos por servicios pecuniarios en calidad de «perpetuos» fuesen denominados como «títulos beneficiados». Semejante contradicción ha dado lugar a una larga tradición historiográfica que desde el genealogista Cadenas y Vicent18 hasta la actualidad ha mantenido que dichos títulos no fueron venales, es decir, conseguidos por dinero, sino simplemente «beneficiados»19. De que «ventas» y «beneficios» venían a significar lo mismo —más allá de la diferencia en cuanto a la propiedad o no de los cargos— constituye prueba irrefutable el deseo de los compradores de ocultar el dinero pagado por los mismos. La existencia de «beneficios secretos», «donativos secretos» o «gracias reservadas» —obtenidos todos ellos por servicios pecuniarios— aún siendo en su calidad de simples «beneficios», demuestra que la presencia del dinero debía ser ocultada en los procesos de negociación con el fin de que los compradores no se viesen «manchados» por semejante mérito. A tal efecto, se solía eliminar de las negociaciones los puestos adquiridos y los nombres de los adquirientes, al tiempo que los ingresos en tesorería se hacían a través de intermediarios que no declaraban ninguna de esas dos circunstancias20.
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AGS, Consejo y Juntas de Hacienda, Leg. 1590. Las cursivas son nuestras. V. de Cadenas y Vicent, «De cuatro titulos de Castilla que, para beneficiar, concedió el rey Felipe V a la Real Colegiata de San Isidoro», en Hidalguía, 19, 1956, págs. 753-776. 19 R. Maruri Villanueva, «Poder con poder se paga: títulos nobiliarios beneficiados en Indias (16811821)», en Revista de Indias, 246, vol. LXIX, 2009, págs. 207-239. 20 Para el período 1704-1711, hemos mostrado que los «beneficios secretos» tenían lugar cuando la monarquía enajenaba magistraturas de justicia —más ocultas en el caso de las que se vendían para servir en España que en América—, corregimientos, plazas de consejeros y cargos que supuestamente nunca se debían beneficiar como la presidencia de un Consejo (F. Andújar Castillo, Necesidad y venalidad. España e Indias, 1704-1711, Madrid, 2008, págs. 145-159). La presencia de beneficios secretos también se puede constatar en las últimas décadas del siglo XVII, cuando se enajenaron magistraturas de justicia para ejercer en América. Así, por ejemplo, en calidad de beneficios secretos compraron plazas de oidores en la audiencia de Guadalajara, en noviembre de 1691, José Osorio Espinosa de los Monteros, por importe de 8.100 escudos pagados a través de un intermediario, y en la misma audiencia y en el mismo mes, por 8.000 escudos, José Miranda (AGI, Contaduría, Leg. 157); al año siguiente Carlos Alcedo Sotomayor adquiere por 100.000 reales una plaza de oidor de la audiencia de Santa Fé, y en la audiencia de Chile hizo lo propio Andrés Hidalgo Paredes por un servicio de 110.000 reales (AGI, Contaduría, Leg. 156). Tanto en esos años como en los siguientes se registraron nuevas compras de plazas de oidores utilizando la misma fórmula del recurso 18
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En suma, en teoría todos los cargos que se concedían «por precio» eran «beneficiados», recibiendo tal denominación porque el producto de esa enajenación «beneficiaba» —«beneficium» en el derecho romano— al vendedor que, cuando era el propio monarca, fundamentaba su gracia en el «servicio pecuniario» aportado por el comprador. El intercambio se producía pues, en el plano de merced por servicio, siendo en este caso la disponibilidad de caudales el principal mérito para la obtención de los cargos. Por ende, la distinción entre «beneficio» y «venta» en razón al tiempo de disfrute de los empleos, al margen de la propiedad sobre los mismos que comportaba la segunda, no invalida la consideración de ambos conceptos como dos manifestaciones de un origen común: la venalidad. Al respecto, el Diccionario de Autoridades de 1726 es inequívoco sobre el concepto de «beneficiar»: «Se llama también conseguir y obtener algún empleo, ministerio y cargo, mediante la anticipación y desembolso de alguna cantidad de dinero, o cosa de estimación y precio: y porque esto redunda en beneficio de quien le da y confiere, se dice beneficiar»21. LOS CONTRATOS DE VENTAS DE CARGOS. DISPENSAS, SEGURIDADES Y FACULTADES Ora fuesen cargos temporales, vitalicios o perpetuos, cuando la monarquía enajenaba un cargo público, el pago final del dinero que permitía a un individuo hacerse con él solía ser una de las cláusulas de una negociación que casi siempre culminaba en un contrato que obligaba a ambas partes. Como es obvio, para que un contrato tuviese plena validez debía quedar reflejado en un documento escrito, firmado por las partes —comisionados del rey o intermediarios y compradores—, que asegurara el cumplimiento de lo pactado, si bien hubo cláusulas que por razones diversas —casi siempre para ocultar aspectos poco lícitos— se hicieron en «papel separado»22. No obstante, hubo muchas ventas de cargos que se negociaron «a boca» y de las cuales no ha quedado registro documental alguno. Como hemos señalado más arriba, cuando se trataba de empleos que, como los de justicia, supuestamente la monarquía nunca podía enajenar, el secreto solía entrar de pleno en las negociaciones. Lo acordado en los contratos que se formalizaban para la venta de un cargo fluctuaba en función de la categoría del mismo y del tiempo de servicio. En razón a ambos factores, la operación de venta solía incluir algo más que la propia enajenación. Los compradores siempre trataban de pactar toda una serie de cláusulas en las que se fijaban las obligaciones que contraía la Corona en razón al dinero abonado. El estudio de esas condiciones revela procesos de negociación en los que la fuerza del dinero podía vencer casi todo, en particular las órdenes que portaban los comisionados regios para «beneficiar efectos», e incluso, permitía subvertir prohibiciones establecidas en las leyes para el ejercicio de determinados cargos. La manifestación más clara de esta a intermediarios —agentes de negocios— que no sólo negociaban la totalidad de la operación sino que ingresaban personalmente en la tesorería —en este caso en la del Consejo de Indias— las cantidades pactadas en concepto de «beneficios secretos». 21 Diccionario de Autoridades, Madrid, 1726, pág. 593. 22 Por su propia razón de ser, apenas se han conservado restos documentales de los mismos. Algunos ejemplos de «papeles separados» de contratos pueden encontrarse en F. Andújar Castillo, El sonido del dinero. Monarquía, ejército y venalidad en la España del siglo XVII, Madrid, 2004, págs. 293 y 376; Necesidad y venalidad..., ob. cit., págs. 74 y 226.
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última situación se dio en la venta de cargos de justicia para servir en América que comenzó en el año 1687. Quien adquiría una plaza de fiscal u oidor de una Audiencia indiana, podía comprar, si así se estipulaba en el contrato, la posibilidad de pagar una cantidad adicional en concepto de ejercer la justicia en el mismo territorio en que había nacido, el permiso para casar con natural de la jurisdicción donde iba a ejercer la justicia, e incluso, tener propiedades en donde iba a servir como magistrado, circunstancias todas ellas que estaban prohibidas por las leyes para el gobierno de las Indias23. Tres cuestiones básicas solían ser objeto de contrato en las operaciones de venta de cargos: las dispensas, las seguridades o salvaguardas y las facultades. Todas ellas, en la documentación de las ventas de cargos y honores, se conocían como «calidades», esto es, condiciones en las que se efectuaban los contratos de compra. Cualquier cuestión podía ser objeto de negociación, pero esos tres aspectos simplifican lo que, en la práctica, en muchos contratos incluían largas y complejas cláusulas de negociación. Como es obvio, la obtención de dispensas, seguridades y facultades incrementaba el precio del empleo que se compraba, llegando incluso a tener valores tasados. Numerosos ejemplos muestran la importancia de las dispensas. Así, cuando en 1741 Francisco Miguel Goyeneche compra en régimen de futura la presidencia de la Audiencia de Quito por 26.000 pesos fuertes —equivalentes a 520.000 reales— paga luego 1.000 pesos más por la dispensa de ser natural de aquella provincia24. Idéntica cantidad de dinero le costó en ese año de 1741 la plaza de oidor supernumerario de la misma Audiencia de Lima a José Tagle Bracho25, precio que incluía sendas dispensas, por carecer de la edad necesaria para ejercer el cargo, por ser natural de aquella jurisdicción, para poder casar con persona de ese distrito y tener propiedades26. Por su parte, Burkholder señaló que la cuantía más elevada —47.500 pesos— por una magistratura para servir en Indias la pagó, en 1749, Domingo José Orrantía por una plaza supernumeraria de oidor de Lima27. La explicación se hallaba, además de que el tribunal era, junto con el de Mexico, el de mayor rango en América, y por tanto el de mayor salario y cotización, en que el comprador no tenía la edad competente para servir el cargo —a la sazón contaba con 21 años—, y que al mismo tiempo estaba adquiriendo por ese mismo precio sendas dispensas para casar con natural de la jurisdicción de Lima y disfrutar de propiedades en aquel distrito. Lo que traslucen estos ejemplos es que las dispensas eran una facultad regia, como la propia venta de los cargos, que posibilitaba nombrar servidores conculcando las normas que la propia monarquía había impuesto para la recta administración de la justicia y gobierno de América. Eran al mismo tiempo, símbolo del poder omnímodo 23 M. A. Burkholder y D. S. Chandler, De la impotencia a la autoridad: la Corona española y las Audiencias en América, 1687-1808, México, 1984, pág. 51; F. Andújar Castillo, Necesidad y venalidad..., ob. cit., pág. 148. 24 AGI, Indiferente General, Leg. 525-1. 25 AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 396-2. 26 AGI, Indiferente General, Leg. 525-1. Los 26.000 pesos fuertes pagados correspondían a la compra de una plaza de oidor en la audiencia de Charcas en el año 1740 por importe de 18.000 pesos, más 8.000 abonados al año siguiente por hacerse con la magistratura de una audiencia de mayor rango como era la de Lima. 27 M. A. Burkholder, Biographical Dictionary of Councilors of Indies, 1717-1808, Nueva York, 1986, pág. 88.
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del monarca y manifestación evidente de la debilidad de un sistema político lastrado y acuciado por sus limitaciones financieras. Por otro lado, las seguridades o salvaguardas contenidas en los contratos de compraventa de cargos, constituían un conjunto de garantías mediante las cuales los compradores se aseguraban que su inversión monetaria no se perdería, o bien que no dejaría de tener la rentabilidad esperada en el momento de la firma del acuerdo de compraventa. Una de las salvaguardas más extendidas, en los casos de transacciones sobre empleos vitalicios, fue la de garantizarse que, por el precio pagado, la plaza adquirida no sería «reformada» en el futuro. La experiencia acumulada durante el siglo XVII, sobre todo en la segunda mitad, cuando se sucedieron periódicas reformas del personal de los Consejos, hizo que muchos compradores incluyeran en sus acuerdos cláusulas relativas a que los empleos adquiridos no serían en adelante sometidos a reforma —léase supresión— alguna. Esas reformas no sólo podían suponer la privación del empleo adquirido sino también del salario correspondiente, lo que de facto suponía la pérdida casi total —con la única amortización del tiempo que se hubiese servido hasta ese momento— de la inversión realizada. Así, cuando Fernando Araque Carballón paga en 1685, la considerable cantidad de 18.500 pesos por una plaza de consejero del Consejo de Hacienda, estipula que la plaza no pudiese ser objeto de reforma, a no ser que se le devolviese la citada cantidad que había pagado en concepto de «servicio pecuniario» para las «urgencias presentes»28. En ese mismo año de 1685 cuando José Pando adquiere la futura de la plaza de contador de cuentas del Tribunal de Lima por 16.000 pesos, esa elevada cuantía respondía no sólo al valor del puesto, sino a que era menor de edad y a que «en ningún tiempo haya de estar sujeta esta plaza a reformación sino que haya de quedar siempre permanente, siendo de las que hayan de formar aquel Tribunal»29. Idéntica seguridad, no ver suprimido su empleo, es la condición que pacta Juan Pereda Salinas en 1696 cuando compra una plaza de contador de la Contaduría Mayor de Cuentas30. Sin duda, por entonces, todos los potenciales compradores habían tenido cumplida noticia de la profunda reforma administrativa de 1691 que había dejado sin empleo, entre otros, a muchos de aquellos que en los años precedentes habían adquirido un cargo sin fijar las pertinentes salvaguardas para no verse afectados por un decreto de reforma. Para el período de la primera década del siglo XVIII, hemos aportado numerosos casos de plazas que fueron adquiridas con esa condición de no quedar sujetas a ningún decreto de reforma31. Y la misma dinámica se mantendrá con motivo de la reapertura de una operación venal que tuvo lugar en torno a la suspensión general de pagos de 1739, momento en que se vuelven a registrar los mismos casos de garantías en plazas no reformables que tanto habían proliferado durante etapas anteriores. Sirve de ejemplo el caso de José López Lisperguer, quien abonó en la Tesorería General 27.600 pesos por un puesto de oidor supernumerario de Charcas, con facultad de poseer tierras y de casar a sus hijos en el mismo distrito de la Audiencia en donde iba a ejercer como magistrado, además de garantizarse que la plaza «nunca sería reformada»32. 28 29 30 31 32
AGS, Gracia y Justicia, Lib. 365. AGI, Indiferente General, Leg. 497, Lib. 51, fol. 66 v. AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 13, Leg. 2, Exp. 7; AGI, Contaduría, Leg. 163. F. Andújar Castillo, Necesidad y venalidad..., ob. cit., págs. 149, 154, 156 y sigs. AGI, Indiferente General, Leg. 544, L. 3.
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Vinculado a la posibilidad de perder una plaza comprada estaba el problema del sueldo. Un individuo podía comprar una plaza en un momento dado pero podía tardar en ejercerla en función de las condiciones de compra. Buena parte de los empleos que se adquirían en instituciones con número fijo de miembros se compraban —con carácter de vitalicios y posibilidad de promoción en el futuro a rangos superiores— en calidad de «supernumerarios», debiendo esperar un tiempo para que se produjese una vacante del «numero» y así poderlos desempeñar de forma efectiva. Hasta que se produjese esa vacante podía pasar un tiempo que a veces era excesivo, máxime si a un comprador le precedían otros «supernumerarios» con mayor antigüedad en la espera de esa plaza. Para comenzar a amortizar el dinero pagado y asegurarse una cierta rentabilidad inmediata, algunos compradores incluían una cláusula relativa a la fecha en que comenzarían a percibir al salario. La lógica era muy simple: pagando una mayor cantidad se podía empezar a cobrar al menos la mitad del sueldo hasta que se produjese la vacante. Es lo que hizo, por ejemplo, Francisco de Madariaga en 1707, cuando compró una futura de Tesorero de las Cajas de Santiago de Chile asegurándose la percepción de la mitad del salario hasta que vacare la plaza33. Lo propio hizo en 1741 Francisco Javier Solanot cuando pagó 150.000 reales por el puesto de Comisario del regimiento de Guardias de Infantería Españolas, garantizándose la mitad del sueldo hasta que el puesto vacase34. Por otro lado, las inversiones en empleos «temporales» —corregimientos de España y América, así como alcaldías mayores, gobiernos y capitanías generales de América— se hacían a menudo en régimen de «futura» cuando el empleo a adquirir estaba ocupado. Dado que a veces estaban aprobadas varias futuras de un mismo puesto, se podía tardar varios años en comenzar a rentabilizar la inversión realizada para el ejercicio de un cargo político. Cuando se enajenaban «terceras futuras» de empleos de gobierno de Indias, la espera podía alcanzar hasta los quince años. Por ello, en los contratos, solían incluir garantías sobre el dinero pagado para que, en caso de que no tomasen posesión del empleo, bien por fallecimiento del comprador, bien por cualquier otra circunstancia, la familia pudiese recobrar la inversión o «cederlo» a otras personas. Sin embargo, desde la perspectiva de la dinámica de los procesos venales, las condiciones más importantes fueron las denominadas «facultades», esto es, cláusulas específicas destinadas a obtener condiciones especiales en el ejercicio de los cargos adquiridos. Por lo general, para los cargos que se vendieron para ejercer en Indias, buena parte de los compradores incluyeron cláusulas relativas a las personas que, en caso de no poder servirlos en persona, entrarían a ejercerlos en una especie de orden sucesorio que solía incluir varios nombres. Cuando esos nombres pertenecían a la propia familia representaban la previsión del disfrute del oficio en el seno de la propia casa, mientras que, cuando eran ajenos a ésta, formaban parte de la potestad del comprador para transmitir el oficio adquirido a terceras personas35. 33
AHN, Estado, Leg. 874. AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 399-1. 35 Dos ejemplos de 1732 representan ambas posibilidades. En primer término, José Manrique Bravo de Guzmán pagó por la futura del corregimiento de Omasuyo 44.000 reales, asegurándose de que en caso de que no pudiese ejercerlo lo haría en su lugar su hermano Pedro, y por falta de éste Juan Antonio Cos, quedando en tercer lugar de esa posible sustitución los hermanos José y Francisco Obregón Mena (AGI, 34
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La principal facultad que incrementaba el precio en cualquier tipo de contrato sobre el oficio a comprar, era la de «nombrar teniente o persona que lo sirviese en lugar del titular»36. Dicha facultad se convirtió en elemento decisivo, tanto en las ventas de empleos perpetuos como en los cargos temporales, pues lo que en apariencia podía ser algo excepcional se transformaba en ineludible necesidad cuando un mismo individuo compraba varios cargos a la vez, circunstancia que se dio con motivo de las masivas ventas de cargos de gobierno político para servir en América durante el último tercio del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII. En este caso, lo que representaba esa facultad de «nombrar tenientes o personas que sirvieran los cargos», era la autorización regia para sacarlos al mercado mediante su arrendamiento o reventa, situación que se producía cuando esos «tenientes» no tenían relación alguna con el círculo familiar del comprador37. A veces, incluso dicha facultad se explicitaba de forma más contundente, cuando en los propios contratos se establecía la posibilidad de transferir los empleos adquiridos, bien a familiares, bien a otras personas, lo cual en este último caso comportaba la posibilidad abierta de venderlos. Esas facultades permitían, por ejemplo, que muchos cargos se adquirieran para dotar hijas, de tal modo que quienes los ejercerían finalmente serían los yernos de los compradores38. Según Ángel Sanz Tapia el 71,53 por 100 del total de los nombramientos para servir cargos de gobierno político en Indias durante la primera mitad del siglo XVIII incluían cláusulas relativas a la facultad de poder traspasarlos39. Y como siempre, esas facultades tenían un precio tasado que se debía pagar de forma adicional al del contrato de simple venta o beneficio del oficio40. La única limitación a las facultades para la transmisión privada de oficios que se ejercían con carácter temporal o vitalicio era que el nuevo comprador, para ejercer el cargo, debía contar con la autorización regia o de algún delegado suyo para ejercerlo. En el caso de Indias, para los cargos de gobierno, tal delegación recaía en los virreyes o presidentes de audiencias41. En los oficios de hacienda, que se adquirían con carácIndiferente General, Leg. 525-1). Mientras tanto, cuando Francisco Cantón benefició la alcaldía mayor de Zuycatlán, Papolotipa y agregados por 36.000 reales, lo hizo garantizándose que si no pudiese entrar a ejercer el cargo lo harían en su lugar, por este orden, Felipe Gómez Camacho, José Escaso y José López Algabar —todos ellos sin relación familiar con el interesado—, contando con la correspondiente aprobación del virrey de Nueva España (AGI, Indiferente General, Leg. 542, L. 3). 36 Por ejemplo, Domingo Pividal benefició en 1689 la alcaldía mayor de San Luis de Potosí por un servicio de 6.000 pesos, pero luego pagó al año siguiente 5.000 reales más por la facultad de nombrar teniente (AGI, Contaduría, Leg. 155). 37 F. Andújar Castillo, Necesidad y venalidad..., ob. cit., pág. 100. 38 Sobre las mercedes dotales vid. F. Andújar Castillo, «Mercedes dotales para mujeres, o los privilegios de servir en palacio (siglos XVII-XVIII)», en Obradoiro de Historia Moderna, 19, 2010, págs. 215-247. 39 A. Sanz Tapia, «Aproximación al beneficio de cargos políticos americanos en la primera mitad del siglo XVIII», en Revista Complutense de Historia de América, 24, 1998, pág. 171. 40 Cuando en 1732 el marqués de Valdelirios compró la futura del corregimiento de Guanta por 3.000 pesos al contado, incluyó varios nombres de personas que servirían ese cargo en su lugar. Sin embargo, seis años después, volvió a pagar 20.000 reales más porque se le concediese la facultad de transferirlo —venderlo— a otras personas no incluidas en el primer contrato. AGI, Indiferente General, Leg. 543, Lib. 3. 41 Así, en 1708 Tomás Ibáñez Carnero benefició por tiempo de cinco años la futura de la alcaldía mayor de Tabasco, y tres años más tarde pagó 6.000 reales más a cambio de que el rey le concediera facultad para que pudiese «nombrar persona que la sirviese siendo de la aprobación del virrey o de la audiencia de Mexico». AGI, Indiferente General, Leg. 584, Lib. 4.
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ter de vitalicios, dicha facultad de traspaso solía ser competencia del presidente de cada tribunal42. La facultad de servir un empleo por teniente poseía otro sentido en los empleos comprados con carácter de «perpetuos». Significaba, la posibilidad de arrendar el oficio a una tercera persona, lo cual, en la práctica, representaba el alquiler privado de un cargo público. Desde el momento en que alguien adquiría un cargo a perpetuidad podía disponer del mismo como cualquier otro bien patrimonial, y por ende, tenía la potestad de arrendarlo, venderlo en trato privado o en pública almoneda, e incluso hipotecarlo. Paralelamente, esa facultad de que lo sirviera alguien en lugar del propietario, era la única posibilidad que tenía una familia para seguir obteniendo rentabilidad de su inversión cuando fallecía el titular o cuando al primogénito al que le correspondía la sucesión no tenía la edad competente para ejercerlo o era mujer. De este modo, los empleos perpetuos de las principales instituciones de gobierno de la administración central de la monarquía, así como buena parte de los oficios municipales, fueron comprados con esa condición de que pudiesen ser ejercidos por una persona distinta a la del primer adquiriente. Por tanto, el servicio de un empleo por «teniente» significaba que el titular del oficio era nombrado por el propietario del mismo, escapando a la capacidad del rey cualquier forma de control sobre el nuevo titular. A veces se requería la aprobación —más bien ratificación— posterior de la suficiencia del «teniente» por parte de alguna instancia administrativa, normalmente de la propia institución en la que iba a ejercer. En suma, dispensas, seguridades y facultades constituían un nutrido grupo de garantías que estuvieron plenamente reguladas en los contratos de ventas de cargos. Pero más allá de ese cúmulo de condiciones, se puede afirmar que, cualquier aspecto que el comprador quisiese que constase en el contrato a firmar entre las partes podía ser objeto de negociación. Por lo general, bastaba con que los agentes encargados de las ventas incrementaran el precio del oficio a cambio de atender sus peticiones. En ese sentido, una de las condiciones que solían negociarse era precisamente que el mérito del «sonido del dinero» no constase en los contratos y, por ende, en los despachos de nombramiento de los empleos adquiridos. De hecho, de muchas ventas de oficios hemos tenido constancia de la intervención de un servicio pecuniario cuando hallamos las «garantías» que, normalmente en documento separado, los compradores fijaban para que en caso de no entrar a servir los empleos recobrasen el dinero invertido. Por lo general, las garantías de devolución del dinero pagado, ponen de evidencia numerosos casos de nombramientos venales que fueron ocultados, no sólo de los contratos sino de los títulos de nombramiento. Bastaba con poner otros méritos, o simplemente el genérico de «por sus meritos y servicios», sin precisar cuáles eran éstos. De este modo, cuando Fernando Ignacio Arango pagó en 1711 la suma de 180.000 reales por una plaza de consejero de Indias, lo hizo con la condición de que en la patente no constase «el servicio pecuniario»43. Un año antes, Juan Oliván Rebolledo pagó 42 En 1701, José Gómez Salazar pagó 7.500 pesos por una plaza de contador del Tribunal de Cuentas de Santa Fé (AGI, Indiferente General, Leg. 525-1) pero en noviembre de 1712 volvió a realizar un servicio pecuniario, esta vez de 18.000 reales, a cambio de que se le concediese facultad de traspasar la plaza a «persona suficiente» de la aprobación del presidente de ese mismo tribunal (AGS, Tribunal Mayor de Cuentas, Leg. 1889). 43 AHN, Estado, Leg. 595-1.
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135.000 reales por una plaza de oidor de México —más 105.000 que había abonado tres años antes por otra de oidor supernumerario de Guadalajara, que no llegó a servir— con varias condiciones, entre ellas que no se indicase el servicio pecuniario «sino que es por su calidad, méritos y servicios»44. Lo propio hizo Alonso Vega en 1741 cuando adquirió la futura de la tenencia de rey de Buenos Aires con el grado de coronel de dragones, por la cual pagó 160.000 reales con varias condiciones, entre ellas, que no se «exprese en las cédulas de estas gracias el servicio pecuniario de ocho mil pesos fuertes que ofrece entregar para las urgencias»45. Y si esto fue así en las enajenaciones de cargos, más elocuente aún resultó en las de honores, en donde la ocultación del dinero tenía más importancia por cuanto estaba en juego el lustre eterno de la familia. Así, por ejemplo, resulta muy significativo el pago de 15.000 reales en 1752 por el privilegio de una «declaración de hidalguía de sangre y solar conocido» por parte del comerciante genovés Tomás Miconi Cambiaso, el cual solicitó que no se hiciese constar en el título el servicio pecuniario sino que se le había concedido «en atención al lustre de su familia, que ha justificado», porque «a tan notoria calidad le es ofensivo que suene así en el decreto». Por ello solicitó, y se le concedió, que el rey diese «orden secreta para que se reciba y se resuelva la consulta hecha por la Cámara por un decreto decisivo en que no se haga mención del servicio, sino de la calidad notoria de don Tomás»46. Años, después, el ascenso social de Tomás Miconi culminaría en el título de marqués de Méritos, concedido en 1766 entre las mercedes distribuidas por Carlos III con motivo del matrimonio del príncipe47. En lo más alto de la jerarquía nobiliaria, la ocultación del «beneficio», del pago de una cantidad de dinero, se convertía en algo vital para los nuevos titulados. Todo podía ser objeto de negociación, incluso la ocultación de la venta de un Título de Castilla, máxime si esa venta se producía en el ámbito de lo privado. Así, por ejemplo, en 1750 cuando Álvaro de Navia Bolaños compró a la duquesa de Atrisco el título nobiliario de conde del valle de Oselle, lo hizo con la condición de que no conste «haber intervenido beneficio»48. Y lo mismo pactó ese mismo año Fernando Hoyos, quien compró al convento de las carmelitas de Santa Ana de Madrid el título nobiliario de marqués de Valdehoyos pero con la condición de que fuese «sin la expresión de haber sido beneficiado»49. Probablemente ningún ejemplo compendia mejor todo lo expuesto hasta aquí sobre las condiciones fijadas en los contratos de ventas de cargos que el caso de José de Jáuregui Aguirre, un limeño miembro de una de las familias que aprovecharon la crisis de la hacienda real en 1739 para adquirir varios cargos, e incluso honores. Tío materno del que luego iba a ser famoso intendente e ilustrado, Pablo de Olavide —quien accedió a la carrera judicial por la vía venal en 1744 al pagar 480.000 reales por una plaza supernumeraria de la Audiencia de Lima—50 y, por tanto, cuñado de Martín de Olavide, quien en julio de 1738 adquirió dos puestos —el corregimiento de Tarma por 44
AHN, Estado, Leg. 774. AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 399-1. 46 AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 150. 47 Gaceta de Madrid, 17 de diciembre de 1765. 48 AHN, Consejos, Lib. 2758. 49 Ibíd. 50 M. A. Burkholder y D. S. Chandler, Biographical Dictionary of Audiencia Ministers in the Americas, 1687-1821, Westport, 1982, pág. 240; AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 16, Guión 19, Leg. 8. 45
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100.000 reales51 y una plaza supernumeraria de contador de cuentas del Tribunal de Lima por 240.000 reales—52, José de Jáuregui Aguirre se debió desplazar a España junto a su cuñado, pues las operaciones de compra de cargos se cerraron en fechas muy próximas. En mayo de 1738, pagó nada menos que 440.000 reales por dos empleos: la contaduría mayor de bienes de difuntos de Lima y la futura de la capitanía general de Charcas con la presidencia de la Audiencia53. Ambos empleos los adquirió con la condición de que si no llegase a tomar posesión de los mismos se verificase la gracia en su sobrino, Pablo de Olavide Jáuregui y, además, con la condición de percibir la mitad del sueldo hasta que comenzase a servir las plazas de forma efectiva54. Dos años después decidió «ceder» —léase vender— ambos empleos a Pedro Ramírez de Laredo, para lo cual firmó un nuevo contrato por el que obtuvo permiso para esa «cesión» previo pago de 40.000 reales más55. La inversión en cargos por parte de José de Jáuregui se completó con la obtención de honores, un hábito de caballero de Santiago —conseguido el mismo año de la compra de los dos empleos— y una merced de gentilhombre de cámara, sin entrada ni ejercicio, obtenida en 1740. Esta última merced, por la que pagó 80.000 reales, la adquirió con la condición de que «no se mencione este servicio en el decreto», a lo cual añadió el burócrata encargado de la tramitación: «y sin que sirva de ejemplar para dispensar otras iguales gracias por tan corto servicio»56. LAS VENTAS DE CARGOS PERPETUOS: LA IMPOSICIÓN DE CONDICIONES Si las condiciones fijadas en los contratos de ventas de cargos temporales y vitalicios incluían dispensas, seguridades y facultades de todo orden, en las enajenaciones de empleos a perpetuidad vinieron a converger no solamente todas las referidas sino un sinfín de nuevas estipulaciones contractuales —entre ellas las relativas al ejercicio honorífico y de representación de los cargos, es decir, las denominadas «preeminencias»— que convirtieron a estos contratos en prolijos documentos repletos de cláusulas siempre favorables a los intereses de los adquirientes. Fue durante el siglo XVII, y primera década de la centuria siguiente, cuando se produjo la mayor almoneda de cargos enajenados a perpetuidad de toda la Edad Moderna. La monarquía puso en venta desde los principales empleos de los Consejos57 hasta los oficios y cargos municipales, inclusos entre estos últimos los de regidores. Además de los citados, verdaderas fortunas se pagaron por los oficios de otras institu-
51 J. Turiso Sebastián, Comerciantes españoles en la Lima borbónica. Anatomía de una elite de poder (1701-1761), Valladolid, 2002, pág. 80; AGI, Indiferente General, Leg. 525, Lib. 1. 52 AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 396-2. La contaduría la adquirió con la condición de que si no llegase a servirla por muerte o cualquier otro motivo, la ejerciese la persona que casare con una de sus dos hijas, es decir, pasaría a ser una merced dotal. AGI, Indiferente General, Leg. 525, Lib. 1. 53 AGS, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 396-2. 54 AGI, Indiferente General, Leg. 543, Lib. 3. 55 AGI, Secretaría y Superintendencia de Hacienda, Leg. 396-2. 56 Ibíd. 57 En la actualidad desarrollamos una investigación monográfica sobre la enajenación de empleos perpetuos en los Consejos.
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ciones e instancias de gobierno también enajenados a perpetuidad, como los de la Casa de Contratación de Sevilla58 o los de las Casas de Moneda, así como los alguacilazgos de las Chancillerías y de las principales ciudades. En todos los casos, al ser adquiridos como perpetuos, estos oficios podían ser transmitidos en el seno familiar, vendidos en transacción privada, arrendados, vinculados en mayorazgo, subastados en pública almoneda para su remate en el mejor postor, así como ser objeto de embargo, de venta judicial o de entrada en concurso de acreedores. Los oficios que progresivamente se fueron perpetuando —y en consecuencia patrimonializando por parte de sus compradores— a lo largo del siglo XVII, procedían de empleos vitalicios que la monarquía enajenaba a perpetuidad, de la transformación de plurivitalicos en perpetuos, de la denominada «cría» —esto es, «creación»— de nuevos empleos y, desde luego, de la venta directa de empleos que jamás se habían enajenado pero que, en tiempos de «urgencias» para la hacienda real, se ponían en el mercado a fin de conseguir sustanciosos e inmediatos ingresos. Por lo general, cuatro elementos básicos intervenían —o al menos debían intervenir— en la enajenación de los oficios perpetuos, de tal modo que determinaban el resultado último de cada operación venal. Aludimos, a la cantidad de dinero a abonar, supeditada a ésta, la rentabilidad del empleo —en el doble sentido de rentabilidad económica y honorífica o de prestigio inherente al ejercicio del mismo—, las condiciones adicionales de compra y, finalmente, la «calidad» del adquiriente, algo que, en teoría, debía referirse tanto a la «calidad social» como a las aptitudes para el ejercicio del mismo. Esos eran los elementos de negociación cuando la Corona vendía a perpetuidad un empleo, si bien, como es obvio, desde el momento en que se transformaba en una propiedad privada todas esas circunstancias escapaban por completo a su control. Normalmente, el adquiriente de un oficio perpetuo, comprado a un particular, lo recibía en las mismas condiciones de la primera transacción de dicho oficio realizada entre el monarca y su primer titular. De todos esos elementos nos interesa resaltar el papel que jugaban las denominadas «condiciones» y «calidades» con las que se enajenaban los oficios perpetuos y que constituían uno de los elementos centrales de la negociación de cualquier operación de venta. El resultado final de una negociación dependía de los comisionados regios encargados de la misma, de las «urgencias» en conseguir el dinero y, desde luego, del interés del aspirante por obtenerlo en las mejores condiciones económicas y de disfrute. Apenas se nos ha legado información de esos procesos de negociación de ventas de cargos, pero la escasa disponible muestra la existencia de complejos tratos que solían terminar con el «allanamiento» de una de las dos partes. De lo que no hay duda alguna es de que los compradores hacían sus ofertas incluyendo siempre no sólo el precio que estaban dispuestos a abonar sino también las condiciones de ejercicio de los cargos. El estudio de numerosos contratos de venta de empleos perpetuos revela la extensión, prolijidad y minuciosidad de unos procesos de negociación que solían incluir innumerables condiciones de desempeño por parte de los compradores. Cada contrato presentaba tal cantidad de cláusulas particulares, que su propia enumeración daría para una extensa monografía. Nos limitaremos a indicar las más comunes y a presentar, a modo de ejemplo, algunos contratos que abundan en esa dirección para mostrar lo que fue una realidad
58 Vid. F. Andújar Castillo, «La Casa de Contratación de Sevilla y la venalidad de los cargos (16341717)» (En prensa).
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incuestionable de las ventas de empleos: la pérdida de capacidad de la monarquía, no ya para nombrar a sus agentes de gobierno sino para disponer de los oficios como «cargos públicos» regulados por las leyes, normas y ordenanzas propias de cada institución. Entre las condiciones, además de las más comunes —que los empleos no fuesen objeto de reforma o supresión, que tuviesen facultad de nombrar tenientes y que se les garantizase la percepción de los salarios y gajes establecidos en el contrato—, como específicas de las compras de empleos perpetuos se pueden reseñar las garantías que buscaban los compradores de que el rey no admitiese luego nuevos tanteos ni pujas sobre el precio pagado, que se pudiesen vincular en mayorazgos, que no se creasen nuevos oficios con las mismas funciones que pudieran limitar la capacidad e ingresos del que se adquiría, que los tenientes gozasen de las mismas facultades que los propietarios y sobre todo, que disfrutasen de toda una serie de preeminencias propias de cargos importantes —como los de los Consejos— relativas a cuestiones simbólicas y de representación, pero reveladoras de un estatuto de poder, tales como el asiento que debían ocupar en cada institución, en las fiestas y en los actos públicos. Además de todas estas condiciones generalizadas en la mayoría de los contratos, se encontraban luego diversas cláusulas particulares —vinculadas sobre todo a la especificad de cada cargo— y cuyo denominador común fue que todas ellas eran favorables a los intereses de los compradores. Dentro de una larga nómina, merecen singularizarse las siguientes: que el oficio adquirido no se pudiese perder ni confiscar «aún por ninguno de los tres delitos»59; que fuese compatible con el ejercicio de otros cargos; que gozase de fuero en empleos burocráticos vinculados a la milicia; que quedasen exentos del pago de la media annata; que la compra del oficio comportase también el goce de otra plaza adicional, circunstancia que se dio en algunos puestos de los Consejos que comportaban el disfrute de una plaza de consejero60; o que los empleos comprados no fuesen sometidos a valimiento de oficios, cláusula que se generalizó desde 1706 con motivo del temor provocado por los decretos de ese año. Frente a ese cúmulo de garantías y seguridades, todas ellas favorables a los intereses de los compradores, en los contratos apenas se hallan condiciones restrictivas por parte de la Corona. Lo que primaba era la venta del cargo y que éste se hiciese de la forma más conveniente para los compradores. Tan sólo, como cláusulas restrictivas, hemos documentado las fianzas que debían acreditar quienes adquirían empleos relacionados con el manejo de caudales públicos, aunque siempre era posible esgrimir como garantía la hipoteca del propio oficio que se adquiría. Algunos ejemplos de contratos resultan ilustrativos de lo antedicho. En 1634 los hermanos Carlos Pablo y Jacinto Gómez de Aguirre acuden a una subasta en la que se vende a perpetuidad un oficio de nueva creación, denominado «Escribano Mayor de cartas de pago e todas las rentas reales que se pagan en la Corte». El oficio se remata en ambos por una cuantía de 58.000 ducados —de los cuales pagan 10.000 al contado— pero con numerosas condiciones, entre ellas, que pudiesen cargar censos sobre 59 Se trata de una cláusula relativa a la titularidad de los mayorazgos que se podían perder por haber incurrido en diversos delitos, entre ellos alguno de los denominados «delitos exceptuados», que eran los de «lesa majestad divina y humana, sodomía y heregía». Cif. J. Febrero, Librería de escribanos e instrucción jurídica teórico-práctica de principiantes, Madrid, 1789, t. III, pág. 53. 60 F. Andújar Castillo, «La venalidad en los Consejos durante el reinado de Carlos II. De las plazas de consejero al oficio de archivero» (en prensa).
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el mismo, que la media annata se regulase sobre una parte del dinero desembolsado, que pudiesen nombrar seis oficiales que deberían ser aprobados como escribanos por el Consejo, que no se pudiese «criar» ni aumentar otro oficio nuevo como ese, que se les diese casa de aposento por valor de cien ducados anuales de renta, que el rey no les pudiese poner pleito —y en caso de ponérselo no corriesen los plazos en que se obligaban a pagar el precio del oficio—, que no se pudiese admitir otra postura mayor ni menor, y que anduviese con la Corte donde quiera que se mudase, así como otras calidades y condiciones adicionales más61. La casuística es de una enorme complejidad, si bien en cada contrato se suelen encontrar condiciones singulares de compra. Alberto Marcos Martín dio cuenta de la venta en 1609 del oficio de tesorero de la Casa de la Moneda de Sevilla, adquirido en 160.000 ducados por Jerónimo de Barrionuevo, con la condición del goce de voz y voto en el ayuntamiento sevillano, tanto para el titular como para su teniente, cuyo precio se estimó en 30.000 ducados, suma incluida en el precio total de la operación62. Nosotros mismos hemos detallado la venta de empleos perpetuos de chanciller y contador, que incluyeron entre las condiciones el goce de plazas de consejeros en los mismos Consejos —concretamente Hacienda y Cruzada— en que se enajenaban63. De la variedad de seguridades y condiciones da buena prueba el caso de la venta a perpetuidad, en marzo de 1642, del puesto de Alguacil Mayor del Consejo de Órdenes, que fue adquirido por Miguel Ojirondo por 60.800 ducados. Dado que se trataba de un empleo de las órdenes militares cristianas, se aseguró entre las condiciones «que Su Santidad hubiere de confirmar dicha merced», circunstancia que se produciría en enero de 1645 cuando el Papa emitió un breve «aprobando dicha merced»64. No menos interesante es la venta a perpetuidad del cargo citado más arriba de Tesorero General del Consejo de Italia en la persona de Gómez de Chaves y Solís65, el cual pagó los referidos 82.000 ducados, pero a condición de que lo pudiese vender —tanto él como sus sucesores—, vincularlo sin necesidad de ninguna otra facultad adicional, gozar en todo tiempo la mitad de salario, casa de aposento, propinas, luminarias, cera de candelaria y demás emolumentos de que disfrutaban los regentes del referido Consejo de Italia —y que en caso de aumentárseles el salario a éstos también se le diese a él la mitad—, que estuviese exento del pago de la media annata tanto él como sus sucesores, que no fuese incompatible con otro oficio de mayores o menores preeminencias, que no pudiese ser reformado, que no se pudiese crear otro oficio de tesorero de ese Consejo, y que si pasase a Italia se concediesen las mismas distinciones que tenía en España. Además de todas estas facultades, incluyó otra relativa a las preeminencias en los actos públicos, al asegurarse que tendría asiento inmediato al alguacil mayor. Por último, se aseguró la posibilidad de arrendar el oficio mediante la facultad de «nombrar teniente», y «que no se le obligase a dar más fianza ni seguridad 61
AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 333, Exp. 606. A. Marcos Martín, «Las ventas de oficios en Castilla en tiempos de suspensión de las ventas (16001621)», en Chronica Nova, 33, 2007, pág. 26. Unos años después el oficio pasó a manos de Esteban Spínola y de otros asentistas a quien se les había dado en empeño para la provisión de dinero para Flandes. AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 333, Exp. 798. 63 F. Andújar Castillo, «La venalidad en los Consejos durante el reinado de Carlos II...». 64 AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 333. 65 A. Álvarez-Ossorio Alvariño, «De la plenitud territorial a una prolongada agonía: el Consejo de Italia durante el reinado de Felipe V», en Cheiron, 39-40, 2003, págs. 311-392. 62
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para el resguardo de los caudales que entrasen en su poder que el quedar hipotecado este oficio y dar su cuenta cada año». Por si todas estas condiciones no bastaren, Gómez Chaves incluyó una final muy significativa, relativa a «que en el título que se le despachare se hubiesen de expresar las cláusulas favorables que hubiese en el de Alguacil Mayor del Consejo de Italia»66. En otro ámbito institucional, la Casa de Contratación de Sevilla, la venta de oficios perpetuos se movió por derroteros similares a los descritos. En 1640, Felipe IV, a instancias del conde de Castrillo, comisionado para la venta de empleos, aprobó el beneficio, por un importe de 7.000 ducados, de un empleo de contador mayor de cuentas de la avería de la Casa de Contratación en la persona de Francisco de Toledo y Salazar, quien previamente había elevado al comisario regio las condiciones en que estaba dispuesto a adquirir el oficio, y que fueron aceptadas por el monarca. El memorial incluía un total de nueve condiciones, entre las cuales destacan: que el oficio debía tener nombre de «contador mayor de la contaduría de cuentas de la avería», y como tal debía presidir a los demás contadores que en ella hubiere; que no se podría crear otro oficio con la misma denominación; que se le diese asiento en todos los Consejos, Audiencias y Chancillerías donde tuviere que asistir con preferencia sobre los abogados; que se pudiese servir por teniente, «y poderle nombrar y revocar todas las veces que quisiere»; que el oficio no pudiese ser «consumido», es decir, extinguido; que en caso de que por herencia recayese en mujer o menor de edad se les despachase título de propiedad y se pudiese nombrar persona que lo ejerciere; que lo pudiese disfrutar por «juro de heredad, sin calidad de renunciación alguna, y como tal se pueda vender y enajenar a cualquier persona»; que no se le pudiese quitar ni aún cometiendo alguno de los tres delitos; que se le hubiese de dar de salario 80.000 maravedíes al año; y que fuese juez privativo conservador del oficio y de sus preeminencias un juez letrado de la Casa de Contratación nombrado por el dueño del oficio. A cambio de todas esas condiciones se comprometía a pagar los citados 7.000 ducados67. En suma, como se comprueba, los contratos de ventas de cargos venían a ser verdaderos «asientos» firmados entre la monarquía y los particulares, en este caso para el suministro de dinero a cambio de empleos perpetuos, mediante los cuales la monarquía enajenaba una importante parcela del patrimonio regio. Todo se podía adquirir con dinero, cargos y honores de toda suerte, cual hizo mediante la firma de sucesivos asientos —hasta cinco— el marqués de Castromonte entre 1676 y 1705, en lo que constituye un caso sin parangón en la historia de la venalidad de la España del Antiguo Régimen68. UNA REFLEXIÓN FINAL SOBRE EL ABSOLUTISMO, AL HILO DE LA VENALIDAD En relación a las consideraciones expuestas y a los datos aportados, es posible reflexionar sobre las consecuencias de la venalidad —en particular de los cargos perpetuos—desde la perspectiva de sus implicaciones sobre el sistema político dominante, sobre el absolutismo. 66
AGS, Dirección General del Tesoro, Inv. 24, Leg. 333, fol. 533. AGI, Contaduría, Leg. 88. 68 Sobre este caso vid. J. L. Bermejo Cabrero, Derecho y administración pública en la España del Antiguo Régimen, Madrid, 1985, págs. 33-41; F. Andújar Castillo, «La venalidad en los Consejos...». 67
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En los últimos años una serie de estudios han revisado la «práctica del absolutismo», y si bien no la invalidan por completo, matizan su significación como término definitorio del sistema político del Antiguo Régimen, incluso para períodos de máximo apogeo de ese régimen, tales como el reinado de Luis XIV. Los estudios de William Beik69 y de Mark Potter70 han abierto una interesante línea de investigación y un apasionante debate cuyas consideraciones generales pueden extrapolarse al análisis de la realidad de la monarquía hispánica. Otros trabajos recientes sobre las prácticas políticas en la Francia de Luis XIV parecen incidir en esa misma dirección71. En España, esa senda de revisión del absolutismo se puede encontrar en la reciente obra de Joaquim Albareda sobre la Guerra de Sucesión72. En lo sustancial, estas investigaciones han puesto de relieve múltiples facetas que vienen a demostrar que el absolutismo no siempre respondió ni al modelo de la imposición de la voluntad soberana ni al de la centralización del poder político. Beik mostró cómo durante el reinado de Luis XIV las clases dirigentes del Languedoc, y en especial, las relacionadas con el manejo y control de la hacienda, se aprovecharon de una parte importante del producto de los impuestos directos, de manera que más que una obediencia ciega a las órdenes del monarca lo que realmente se produjo fue una colaboración interesada con el poder real. En España, la búsqueda del consenso con las provincias, la negociación con la representación del reino en las Cortes, la permanente y necesaria colaboración de las elites —máxime de las financieras—, de los poderes intermedios y de la nobleza, serían algunos de los elementos —entre muchos— más característicos de una monarquía contractual que parecería más propia de los tiempos medievales que modernos. La necesaria colaboración en el reclutamiento de soldados de las elites locales y asambleas representativas de los reinos, así como de asentistas particulares, constituye una muestra tan sólo de esa necesaria colaboración con el poder «absoluto» del monarca73. La distancia entre teoría y práctica de gobierno incide en esa misma línea, sobre todo cuando se constata que la toma de decisiones a menudo se efectuaba fuera del marco de la Cámara del rey, en la que todo, en teoría, parecía resolverse. El papel de las redes familiares y de patronazgo que dominaron por completo durante determinadas coyunturas algunas instituciones claves de la monarquía, sería otro factor «limitante» de ese poder absoluto del monarca. En definitiva, la imposición de la autoridad regia, de forma inapelable, no parece ser algo ajustado a la realidad. El debate, como puede verse, es tan extenso y complejo que escapa a los límites de esta aportación pero, en nuestra opinión, se relaciona directamente con la
69 W. Beik, Absolutism and Society in XVIIth century France: State power and provincial aristocracy in Languedoc, Cambridge, 1985; Louis XIV and absolutism. A brief study with documents, Boston, 2000; «The absolutism of Louis XIV as social collaboration», en Past and Present, 188, 2005, págs. 195-224. 70 M. Potter, Corps and clienteles: public finance and poltical change in France, 1688-1715, Aldershot, 2003. 71 E. Pénicaut, Faveur et pouvoir au tournant du Grand Siècle. Michel Chamillart, Ministre et secrétaire d’État de la guerre de Lous XIV, París, 2004. 72 J. Albareda Salvadó, La Guerra de Sucesión en España (1700-1714), Barcelona, 2010, págs. 482-498. 73 La bibliografía más reciente sobre el particular se encuentra en A. J. Hernández Rodríguez, España, Flandes y la Guerra de Devolución (1667-1668). Guerra, reclutamiento y movilización para el mantenimiento de los Países Bajos españoles, Madrid, 2007; Los tambores de Marte. El reclutamiento en Castilla durante la segunda mitad del siglo XVII (1648-1700), Valladolid, 2011; F. Andújar Castillo, «El impacto de la guerra en la sociedad. Conflictos y resistencias (siglos XVII-XVIII)», (en prensa).
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cuestión de la venalidad y, por semejanza, podría hacerse extensible a todo lo que supone la tremenda almoneda de patrimonio regio que tuvo lugar en la España del siglo XVII. En el caso de la venalidad, estaríamos ante una «colaboración» necesaria —e interesada— con el monarca de quienes disponían de caudales suficientes como para invertirlos en la compra de cargos. Al tiempo, supondría un cierto debilitamiento del poder absoluto de un monarca que, por dinero, se debió plegar ante las numerosas cláusulas —insertas en los contratos de enajenación de oficios perpetuos— impuestas por los compradores y que, por necesidad, vio cómo se limitaba su propia capacidad para nombrar a algunos de sus principales agentes de gobierno. De alguna manera, la incapacidad para sostener los gastos del Estado comportó, al menos en materia de nombramientos, una merma de la potestad del rey para elegir a una parte significativa de sus principales servidores. En esa misma dirección parece que caminó la formalización de asientos, firmados por financieros y hombres de negocios para el suministro a la monarquía de dinero, de hombres y de toda suerte de bienes para el sostenimiento de los ejércitos. Lo dejaba muy claro el consejero de Castilla Juan Bautista Larrea en sus Allegationes Fiscales publicadas entre 1642 y 1645. A propósito de la enajenación de una plaza de agente fiscal del Consejo de Hacienda, el jurista, consideraba que la venta de oficios perjudicaba al soberano, «puesto que lo privaba de una de sus prerrogativas principales, la de conceder plazas y oficios ejerciendo su liberalidad, y provocaba por ello una disminución de su autoridad»74. Siendo esa liberalidad uno de los principales atributos del soberano, que concediera los empleos forzado por las necesidades de la hacienda venía a ser una clara limitación de esa facultad, al tiempo que, por otro lado, era prueba irrefutable de ese poder por cuanto podía conculcar las propias normas —consuetudinarias y legales— para designar servidores por los valiosos méritos que proporcionaba el dinero. Como señalara Larrea, y acertadamente interpreta su estudiosa, Paola Volpini, el rey tenía la potestas de vender los oficios pero su voluntas —máxime en los oficios de justicia— se veía condicionada hasta tal punto que podría incidir de forma negativa sobre la estructura de la monarquía75. La debilidad financiera de la monarquía tuvo su correlato más inmediato y evidente en el proceso enajenador del patrimonio regio emprendido con el objetivo allegar recursos a las siempre exhaustas arcas de la hacienda real. Forzados por las urgencias de las reiteradas contiendas bélicas y del sostenimiento de las siempre costosas Casas Reales, los monarcas, fundamentalmente durante el siglo XVII, y en determinadas coyunturas del siglo XVIII, negociaron las ventas de cargos de la alta administración en una posición de evidente debilidad cuya traducción más clara fueron las «ventas dolosas» para la hacienda regia, es decir, empleos que fueron enajenados por debajo de su valor en razón a los salarios que iban a percibir los compradores y al tiempo en que éstos verían amortizada su inversión. La multiplicación del número de oficios —la cría de cargos— para su venta y, sobre todo, la perpetuación cuyo control escapaba por completo al poder del rey desde el momento en que los enajenaba, son algunas de las caras de esa «pérdida» de capa74
P. Volpini, El espacio político del letrado. Juan Bautista Larrea, magistrado y jurista en la monarquía de Felipe IV, Madrid, 2010, pág. 123. 75 Ibíd., pág. 135.
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cidad del soberano en materia de designación de sus agentes de gobierno. Pero más decisiva aún es la relevancia misma de los oficios enajenados a perpetuidad. No hablamos ya de las ventas de regidurías locales que colocaban en el poder municipal a familias que quedaban unidas por lazos de fidelidad al monarca desde el momento en que había posibilitado su acceso a esa parcela de poder, sino que por el contrario aludimos a algunos de los principales empleos de la monarquía que fueron enajenados a cambio de sustanciosas sumas de dinero. Las necesidades financieras convirtieron a algunos de los principales empleos de la monarquía —tesorerías mayores, alguacilazgos mayores y contadurías mayores de Consejos, e incluso algunos puestos de consejero— en un instrumento crediticio fundamental para las arcas reales en los períodos en que la guerra absorbía la mayor parte de los recursos del Estado. La contrapartida, y en cierto modo la contradicción, fue que ese proceso tuvo lugar en detrimento, no ya de los intereses de terceros, sino del propio «crédito político» de una monarquía que entregó a la esfera privada uno de sus bienes más preciados —la capacidad de elegir a sus servidores— a cambio de satisfacer las necesidades más inmediatas de numerario. ¿Se podría considerar pues la venalidad como una fisura más del absolutismo monárquico? Si como señalara Beik, entendemos que el sistema no podía funcionar sin esa colaboración de las elites dirigentes, del mismo modo la hacienda tampoco habría podido sostenerse sin esas inyecciones extraordinarias de recursos provenientes de las enajenaciones de patrimonio regio, entre ellas, las de los oficios perpetuos. La colaboración, interesada en este caso, en la compra de empleos públicos —a la que habría que sumar los honores— vino de la mano de quienes por la triple ambición —poder, riqueza y honor— adquirieron los más altos empleos de la monarquía. Paralelamente, esa «colaboración» repercutiría en detrimento de la potestas un soberano que, por dinero, en épocas de necesidad, podía poner a la venta «hasta los cálices», cual rezaba en una consulta del Consejo de Indias de diciembre del año 170976 .
76 J. Barrientos Grandón, «El Cursus de la jurisdicción letrada en Indias (siglos XVI-XVII)», en F. Barrios (coord.), El Gobierno de un mundo, virreinatos y audiencias en la América hispánica, Cuenca, 2004, pág. 679.
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LAS VENTAS DE OFICIOS MUNICIPALES