Las vueltas de Fierro: dos versiones del gaucho en el cine argentino

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Descripción

Pablo Martínez Gramuglia

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Las vueltas de Fierro: dos versiones del gaucho en el cine argentino Pablo Martínez Gramuglia Universidad de Buenos Aires/Middlebury College

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artín Fierro es un símbolo persistente de la nacionalidad de los argentinos, aquello que en otro tiempo se denominó “el ser nacional” o “la argentinidad”. Imagen exportable de un gaucho pintoresco y espacio de mutuo reconocimiento de identidad, el personaje salido de la imaginación de José Hernández se ha tornado algo más. En este sentido, introducir una versión de un símbolo de lo nacional en una película es dar una interpretación de esa identidad que los argentinos siempre han buscado. Por cierto, un símbolo nacional con más posibilidades narrativas e ideológicas que la bandera o el Himno, puesto que conjuga la dimensión mítica con la simbólica y se ubica en la frontera entre lo institucional (la academia, los homenajes, la Sociedad Rural) y lo popular (las peñas, los refranes, los souvenirs, etc.) Martín Fierro (1968, Leopoldo Torre Nilsson) y Los hijos de Fierro (19721975, Fernando Solanas), separadas por un breve lapso de tiempo, son dos obras con importantes diferencias entre sí y, por supuesto, respecto del texto de Hernández. Mientras que Torre Nilsson intenta una adaptación de la materia narrativa del texto, Solanas propone una continuación del relato en clave alegórica, pero incluyendo episodios y fragmentos del texto de Hernández. De ahí que en este trabajo no analice la transposición de la literatura al filme, sino que tomo a Martín Fierro como lo que es, un símbolo de la identidad nacional que los argentinos se han dado, e indago acerca de qué versiones de esa identidad construyen las dos películas. En un primer apartado, explicaré brevemente el modo en que ese símbolo se ha constituido en la cultura argentina y reseñaré las diferentes producciones cinematográficas que lo tomaron como eje. La interpretación de cada uno de estos filmes ocupará las dos secciones siguientes del ensayo, poniéndolos en relación con el contexto específico de producción y de exhibición. La comparación de ambos, por último, me permitirá establecer las claves de lectura no sólo de estas obras, sino también de un período de la cultura argentina marcado por particulares restricciones políticas e ideológicas.

1 La peripecia de un símbolo 1.1 El poema Martín Fierro y la cultura argentina A fines de 1872, José Hernández publicó El gaucho Martín Fierro, largo poema que inmediatamente logró una gran difusión entre la población rural y las clases populares urbanas. Debido al analfabetismo de muchos, su lectura en voz alta, en torno a un fogón o en una pulpería, se convirtió en un espacio para el contacto y el intercambio social. Por otro lado, esa práctica frecuente y la escucha atenta

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contribuyeron a la folclorización del texto, de manera que algunos fragmentos fueron considerados parte del acervo poético popular. El inmenso éxito obtenido motivó (al menos en parte) que Hernández decidiera continuar su obra con La vuelta de Martín Fierro, publicada en 1879. Entre una parte y la otra hubo nueve reediciones de El gaucho..., pero en la década de 1880 comenzaron a publicarse en algunos casos conjuntamente, práctica editorial que se consolidó en la década siguiente y se generalizó a lo largo del siglo pasado; la convención de lectores y editores denominó al libro Martín Fierro y a la primera y segunda parte la Ida y la Vuelta respectivamente. Mientras que la Ida narra la situación de un hombre de campo trabajador y honesto al que la suerte adversa (en particular, los maltratos del Estado) convierte en desertor y asesino, historia muy similar a la de su compañero Cruz, la Vuelta cuenta cómo ese gaucho rebelde intenta reintegrarse a la sociedad luego de que sus crímenes han sido olvidados. Incluye además la historia de dos de sus hijos y del hijo de Cruz, todos abusados también por el poder estatal, aunque no hayan cruzado la línea del delito (a excepción de faltas menores como la estafa). Intervienen en el texto múltiples voces, incluyendo un narrador extradiegético que se mezcla con los protagonistas, y el esquema de la narración es el de sucesivos raccontos de las historias de los personajes a medida que cada uno de ellos toma la palabra. A partir de la octava edición de la Ida y desde la primera de la Vuelta se publicaron numerosos juicios críticos de importantes intelectuales de la época (Bartolomé Mitre, Juana Gorriti, Miguel Cané, Pablo Subieta, entre otros) que ensalzaban al texto como una pieza extraordinaria del único género absolutamente propio que se había desarrollado en el Río de la Plata: la poesía gauchesca. Sin embargo, Martín Fierro significó paralelamente su punto máximo y su obituario: a partir de entonces, la poesía gauchesca se dedicó sólo a repetir modelos y quedó confinada a los círculos tradicionalistas y a los estudios académicos. Pero si Martín Fierro cierra el ciclo de la poesía gauchesca, en buena medida abre otro que terminará incluyendo todo el género: el criollismo literario. La poesía gauchesca anterior a Martín Fierro exaltaba los valores patrios, el coraje y el sacrificio de los gauchos, era en general breve y raramente completaba una narración, sino que se detenía en episodios o simplemente cantaba hechos significativos de la historia argentina. El criollismo, en cambio, no fue exactamente un género sino más bien un vasto imaginario que se extendió rápidamente entre la población nativa e inmigrante, a partir de los folletines de Eduardo Gutiérrez y otros escritores, pero también en las peñas folclóricas, los carnavales, la música popular, el circo criollo y, más adelante, el teatro, el cine y la radio.1 El criollismo tenía una temática fija: la del gaucho o el criollo “alzado”, enfrentado sistemáticamente a la autoridad, cuya imagen era la del despotismo y el prebendatarismo, proponiendo así un abierto enfrentamiento con las clases dominantes y con el pensamiento de la organización nacional. En ese sentido, la Ida presentaba el derrotero de un “gaucho malo”, también en rebelión, desertor y asesino, que sin embargo en la Vuelta termina aceptando el

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sistema propuesto por la modernización económica y social llevada a cabo en la República Argentina en esos años y enarbolando una crítica “reformista”, que, antes que intentar reemplazar un sistema económico, social y político percibido como negativo, se propone corregir sus efectos más nocivos. De la misma manera, el vigor poético y formal del poema permitía separar nítidamente Martín Fierro, cuyos regionalismos y barbarismos eran condición necesaria para reflejar el “color local”, de los folletines criollistas, que se consideraban abusivos de una lengua plebeya y sin tradición. De ahí que intelectuales como Ernesto Quesada consideraran al poema de Hernández una obra privilegiada y lo “salvaran” de la condena general que esa línea estética e ideológica recibía por parte de la intelligentsia criolla. Por otro lado, el suplemento cultural “Martín Fierro” del diario anarquista La protesta humana es una muestra de la apropiación que las clases populares de ideologías radicales realizaban de un texto ya erigido como símbolo, a la vez que reafirma la idea de una lectura “revolucionaria” de la obra. Si Quesada elegía ver en Martín Fierro una crítica racional y reformista (“dentro del sistema”) en su lectura de la Vuelta, la publicación anarquista dirigida por Ghiraldo se va a fijar en el “gaucho malo” de la Ida, en la que Martín Fierro cuaja perfectamente como un “anarquista intuitivo”, que se opone por naturaleza a una autoridad opresiva, pero en términos más generales a toda autoridad. Éstas dos líneas ideológicas serán las conductoras de las interpretaciones futuras del texto que pretenden una clave política: una que lo considera una crítica de las desviaciones de un sistema imperfecto pero perfectible de modernización económica y política (el aplicado en la Argentina a partir de la derrota de Rosas en 1852 y reforzado después del ascenso de Roca, en 1879-1880) y otra que lo supone una negación total de un sistema opresivo que debe ser cambiado de cuajo. Pero pese a su vigencia entre las clases populares, Martín Fierro estaba lejos de ser reconocido como la obra cumbre de la literatura nacional. Sólo en 1913, poco después del auge nacionalista del Centenario, durante el cual visitantes extranjeros señalaran cierta “falta de identidad” de los argentinos—“falta” que será vivida como una desgracia por muchas generaciones subsiguientes, en un país que alteró rápidamente su fisonomía, organizó instituciones similares a las estadounidenses, imitó culturalmente a Francia, comerció con Inglaterra y aumentó significativamente su población con aluvionales extranjeros, españoles e italianos en su mayoría—, que en la búsqueda de un elemento capaz de definir la identidad nacional se elegiría al gaucho. Fue entonces que, como otros en la historia, algunos vieron en la literatura la oportunidad de encontrar la identidad argentina, atribuyendo a Martín Fierro la condición de “épica nacional”. Quedaba así equiparado con los grandes textos—símbolo de las naciones europeas: el Poema de Mío Cid, El anillo de los Nibelungos, el Cantar de Rolando.2 Esta condición de símbolo de lo nacional argentino va a ser rápidamente aceptada y extendida por la escuela pública: si las clases bajas analfabetas del siglo XIX oían los versos de Martín Fierro en una pulpería, las de la tercera

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década del XX en adelante los leerían en la escuela. Además, Martín Fierro se había folclorizado: así como payadores lo incorporaban a su repertorio, se recitaba en voz alta y se leía en ronda, pronto partes del texto se autonomizaron como refranes y pasaron a constituir parte del “saber popular”. Sin embargo, la idea de Martín Fierro como poema nacional sería rápidamente cuestionada. Jorge Luis Borges, entre otros, desde las páginas de la revista Sur, refuta prolijamente la clasificación del poema dentro de la épica y, en consecuencia, su papel de texto donador de sentido a una nación. El gesto más provocador de Borges va a ser incluir Martín Fierro en la serie novelística, basándose en el “psicologismo” del texto y en el carácter antiheroico del personaje, que en efecto lo desacredita completamente como protagonista de una epopeya. En la interpretación de Borges, Martín Fierro reingresa en el ciclo “criollista” y vuelve a ser la historia de un “gaucho malo”, incapaz de representar lo mejor de la nacionalidad argentina. Su mérito es, entonces, puramente literario: narra un buen relato. La dimensión del texto como representativo de la identidad va a estar en manos de otro importante intelectual de la época, Leopoldo Marechal, pero ya no será a partir de tomar el texto como una epopeya nacional, sino aprovechando su potencial simbólico.3 Marechal fue uno de los pocos intelectuales que adhirió al primer período peronista (1945-1955) y llegó a tener un fugaz puesto en el gobierno. Desde la Radio del Estado dio una conferencia en 1955 sobre los simbolismos del Martín Fierro y separó de manera tajante la materia narrativa del poema de su significación simbólica. “En el sentido simbólico, Martín Fierro es el ente nacional en un momento crítico de su historia: es el pueblo de la nación...” (166). El personaje de la Cautiva significa, en su lectura, la patria verdadera enajenada: “...en el drama de la mujer cautiva Martín Fierro ve de pronto el drama de la nación entera, como si aquella mujer, en el doble aspecto de su cautiverio y su martirio, encarnara repentinamente ante sus ojos el símbolo del ser nacional, enajenado y cautivo como ella [...] nuestro héroe, al rescatar a la mujer cautiva, empieza ya el rescate de Patria” (168-169). Martín Fierro, como símbolo de lo nacional argentino, en 1955 se ha emancipado ya de su continente literario y aglutina significados ausentes en el texto de Hernández.

1.2 Martín Fierro en el cine argentino Según Elina Tranchini, “para 1910 se ha conformado un imaginario criollista basado en la representación de los íconos pampeanos como símbolo de la nacionalidad, de la oposición a la autoridad constituida y del culto nacional al coraje [...] se trata de un repertorio rico, prolífico y recurrente, que funciona para los sectores populares como refugio y lugar para el ensueño frente a los procesos de modernización económica, transformaciones técnicas y diferenciación social” (120). Sobre la base de ese imaginario, se desplegó buena parte del cine silente de ficción las décadas de 1910 y 1920 y logró así expandir el público minúsculo y aristocrático de sus inicios para incluir a los pobladores nativos e inmigrantes que se identificaban con la figura del gaucho alzado que el criollismo había instalado.

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Di Núbila informa que “fue en 1915 cuando el cine argentino dio su primer gran campanazo, el más resonante de toda la era silente: Nobleza gaucha” (18), realizada por Humberto Cairo, Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche. El éxito formidable de Nobleza gaucha se debió, en buena medida, a la decisión de Humberto Cairo de encargarle a José González Castillo el reemplazo de los intertítulos originales por fragmentos del Martín Fierro, el Fausto de Estanislao del Campo y el Santos Vega de Rafael Obligado. Gracias a los versos extraídos de esas obras, el filme logró una aceptación mucho mayor del público, aunque sólo describía las faenas de campo y los sentimientos de los gauchos, sin alterar la narración. La película remitía, además de al imaginario criollo ya prefijado, a los textos leídos y escuchados por gran parte del público: el curioso divertimento europeo y aristocrático fue sentido, por primera vez, como propio. El vasto movimiento del criollismo cinematográfico, cuyo primer eje discursivo fue el realista, dando cuenta muchas veces de la cuestión social rural, ha sido documentado minuciosamente por Elina Tranchini, quien demuestra la persistencia del imaginario criollista en el cine nacional, pese a estar en retirada en el ámbito de la literatura y el teatro. Nobleza gaucha, el máximo éxito del cine mudo argentino, es una buena prueba de la importancia de la temática criollista. En 1923, la productora Quesada Film realiza la primera adaptación cinematográfica del texto de Hernández, con el título de Martín Fierro. La película contó con el guión, la producción y la dirección de Alfredo Quesada, un realizador de menor importancia que trabajó únicamente en el período presonoro. Se filmó en los estudios de Colón Film, ubicados en la calle Boedo 51, con algunos pocos exteriores rodados en las afueras de Buenos Aires. Rafael de los Llanos interpretó al protagonista y Nelo Cosimi al personaje de Cruz. No han quedado copias conocidas de la película, pero en diferentes comentarios se describe una versión fiel del texto de Hernández. Podemos suponer que se trataba de una serie de estampas realizadas sobre el esquema narrativo del poema, como solía hacerse con obras literarias de tan amplia difusión o con episodios históricos (por ejemplo, con Amalia, el primer largometraje argentino, realizado en 1914 por García Velloso, o La Revolución de Mayo, de 1908, atribuida a Mario Gallo). Antes que una adaptación punto por punto de la historia contada por textos literarios o históricos, se tomaban episodios significativos y se montaban escenas ilustrativas de esos pasajes que permanecían en la memoria del espectador, a quien no era necesario contarle la historia. Es altamente probable que tal fuera el formato del primer Martín Fierro, teniendo en cuenta no sólo esta práctica observada en las películas citadas, sino también la gran cantidad de episodios del texto literario, imposible de plasmar en los breves largometrajes de la época. Alfredo Quesada esperaba repetir el éxito de Nobleza gaucha al adaptar la obra mayor de la literatura gauchesca, pero la respuesta del público no fue muy entusiasta y la Quesada Film terminó cerrando. Quesada, que había comprado los derechos a los descendientes de Hernández, se los transfirió, junto con la copia, a un empleado de la empresa, Juan Diego Risso. Debido a un “hueco” en la legislación sobre la propiedad intelectual, pese a que los derechos sobre el texto

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literario caducaron en 1936 (cincuenta años después de la muerte del autor), los derechos para la adaptación cinematográfica siguieron vigentes. Numerosos directores y empresas del período industrial del cine argentino tuvieron la intención de filmar el clásico nacional, pero o bien no llegaban a un acuerdo con Risso o bien ni siquiera se lo proponían y éste detenía los proyectos por la vía judicial4. Dos cortometrajes con ilustraciones se realizaron a comienzos de la década del 60, que tomaban algunos fragmentos de la historia. Martín Fierro es un corto animado de Julio César Baudoin, es de 1962 y cuenta con los dibujos de Carlos Alonso. Al Martín Fierro fue dirigida por Walemo (probable seudónimo, no he podido encontrar su referente), y consistió en un montaje audiovisual de los dibujos de Juan Carlos Castagnino; la fecha de realización es de 1963. Hubo que esperar hasta 1968 para que un director de enorme prestigio, Leopoldo Torre Nilsson, pudiera adaptar la obra de Hernández. (Un año antes, David Stivel había realizado una versión para televisión en el Canal 11 de Buenos Aires, con un elenco multiestelar.) En 1972, Fernando “Pino” Solanas comenzó el rodaje de la que sería su primera película de ficción, Los hijos de Fierro. La realización fue bastante accidentada, puesto que terminó de filmar en 1974 y sólo pudo realizar el montaje en el exterior en 1978, para estrenarla finalmente en 1984, poco después de la restauración del orden institucional en la Argentina y la abolición de la censura. Además, en 1974, Enrique Dawi filmó La vuelta de Martín Fierro, protagonizada por Horacio Guarany. A Enrique Dawi se lo considera como un miembro de la generación del 60 a partir de sus primeras obras: Héroes de hoy (1960), Río abajo (1960), La chacota (1963). Luego de un período sin dirigir, en el que trabajó realizando documentales sobre el medio rural para la televisión, en 1973 produjo, escribió y dirigió un musical folclórico con Horacio Guarany, un cantor con popularidad creciente: Si se calla el cantor coprotagonizado por Olga Zubarry, que trata del triunfo de un hombre como cantante partiendo de la experiencia de la explotación rural. Con el mismo músico-actor realizó La vuelta de Martín Fierro, una ficción rayana al docudrama, donde se conjuga la vida de José Hernández (interpretado por Onofre Lovero) con el relato de la Vuelta. José Hernández se exilió en Uruguay entre los años 1874 y 1879 debido a su oposición al gobierno de Avellaneda, y a su regreso publicó la Vuelta. Dawi traza un paralelo entre los exilios de Hernández y de Fierro, así como sus respectivas “vueltas”. El elenco lo completan, entre otros, Marta Cerain, Jorge Villalba, Hugo Arana, Enrique Alonso, Susana Lanteri, Raúl Fraire, Rubén Tobías, Aldo Calzetta, Enzo Bai y Rodolfo Machado, y se estrenó el 9 de mayo de 1974. La justificación de la empresa fue el despliegue de Guarany, en su momento de mayor popularidad, pero sin embargo fue una producción de cierto vuelo, de casi doscientos millones de pesos (inflación de por medio, seis años antes, la de Torre Nilsson costó la mitad), en manos de Argentina Sono Film. La crítica recibió con benevolencia la obra, pero no llamó la atención por su propuesta ni por lo que pudiera contribuir al mito de Martín Fierro. Los versos del poema están

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musicalizados, la figura de Cruz desaparece y los hijos, Picardía y Vizcacha tienen un papel secundario. Como concesión al modelo épico-romántico del western, la Cautiva logra mayor presencia que en el poema y algún que otro mimo por parte del héroe. Un último proyecto, bastante exótico, es el que encaró el director colombiano Fernando Laverde entre 1986 y 1989. El poema se adaptó en su totalidad para ser interpretado por muñecos de gomaespuma y alambre, con guión de Jorge Zuahir Jury, y las voces fueron prestadas por, entre otros, Carlos Román, Alberto Banegas, Mario Giusti, Rubén Maravini, Luis Linares, Mario Lozano, Paulino Andrada, Cecilia Gisper, Marta Olivan y Susana Sisto. Se trató de una coproducción argentinocolombiana de Isabel Eugenia Lettner y la Compañía de Fomento Cinematográfico de Bogotá, además de la financiación del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográfico (ICAIC). La película tiene una duración de setenta minutos, con música de Antonio Tarragó Ros y, aunque terminada, nunca fue estrenada en cines ni tampoco circulan copias en video; por ello no he podido analizarla en este trabajo.

2. Martín Fierro, de Leopoldo Torre Nilsson: ¿Una épica criolla? 2.1 Gestación y parto Leopoldo Torre Nilsson (1924-1978) trabajó desde su adolescencia en el cine junto a su padre, el realizador Leopoldo Torres Ríos. Cubrió varios puestos en los equipos de filmación hasta que en 1949 codirigieron El crimen de Oribe. A lo largo de la década de 1950 y la primera mitad de la siguiente, creó una obra que mantuvo ciertas constantes más allá de las variaciones: una atenta mirada a la literatura (la mayoría de sus películas son adaptaciones de obras literarias, en particular de su mujer, la escritora Beatriz Guido), una imagen cuidada en sus claroscuros, con encuadres en exagerados picados, contrapicados o con la cámara inclinada y ambientes intimistas, donde se desnudaban las contradicciones y las hipocresías de las clases alta y media-alta, tanto de origen burgués ascendente como del viejo patriciado terrateniente porteño. La pieza que logra instalar esa poética es La casa del Ángel, de 1956, exhibida en el Festival de Cannes con sonada repercusión. Con Fin de fiesta (1960) y Un guapo del 900 (1960) incorpora una actitud políticamente más explícita y crítica que los filmes anteriores. Sin embargo, rehuyó siempre de la politización de las películas, prefiriendo un cuestionamiento centrado en actitudes sociales y prejuicios culturales que, sin embargo, al ser orientados por lo general hacia individuos o micromundos cerrados (la casa del Ángel, el mundo infantil de El secuestrador (1958), etc.), no tenía mayor respuesta que el escándalo momentáneo. Las últimas tres películas mencionadas lograron el beneplácito de la crítica europea a la que ya había llamado la atención con La casa del Ángel. Gracias a ese prestigio, se constituyó en un referente para la generación del 60; “Torre Nilsson no sólo había alcanzado con éxito una importante independencia creativa, sino que además había demostrado que existía la posibilidad de un mercado

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internacional insospechado para el cine de expresión personal” (Peña 18). En buena medida explotando deliberadamente ese prestigio se lanzó a realizar coproducciones en inglés con los Estados Unidos. Primero fue un acuerdo con la Columbia (El ojo que espía/The Eavesdropper, 1964), luego un documental para la Unesco (Once Upon a Tractor, 1965) y finalmente dos películas para un productor independiente de origen mexicano, Andre Du Rona (La chica del lunes/ Monday’s Child, 1966, y Los traidores de San Ángel/The Traitors of San Angel, 1966). El éxito de público y de crítica fue bastante limitado en todas ellas, pero Los traidores... significó un cambio importante en su poética creadora. Por un lado, en el aspecto técnico formal fue la primera producción en colores que realizó; por el otro, si bien con un referente ficticio (una improbable San Ángel), se proponía dar cuenta de las dictaduras latinoamericanas, casi simultáneamente al golpe encabezado por el general Onganía en 1966. Por primera vez trocaba los relatos intelectualizados y de anécdota mínima por una gran producción de tema histórico. La segunda vez sería Martín Fierro. En 1967 Leopoldo Torre Nilsson era el director argentino, único triunfante en el exterior y cada vez más reconocido en la Argentina. Desde que en 1954 fue contratado por Argentina Sono Film, Torre Nilsson tenía en mente filmar la obra de Hernández. La mayor dificultad que veía era la imposibilidad de filmar los relatos incluidos de los personajes secundarios de Picardía, el Hijo Mayor y el Hijo Menor, que quitaban continuidad al relato (La Nación, 14/7/67). Pese a su intención inicial de hacer una adaptación más arriesgada, finalmente se decidió por una versión más fiel, que respondiera al universo diegético narrado por Hernández. Según Martin, “en un primer momento había pensado en ubicar la historia en 1930. Los indios serían los pistoleros de Avellaneda y la vuelta del matrero tendría lugar en el ambiente porteño de 1945” (191). Martín Fierro fue encarado como una absoluta superproducción: se filmó en colores, en película de 70 mm, su costo fue superior a los cien millones de pesos (el más alto del cine argentino después de La guerra gaucha [Demare, 1942]) y con un equipo de máximos títulos. Si Torre Nilsson era el director, Alfredo Alcón, en quien se delegó el papel protagónico, era el actor: tuvo un exitoso debut en cine con El amor nunca muere (Amadori, 1955), junto a Mirtha Legrand, y se consolidó como actor serio con Un guapo del 900 (Torre Nilsson, 1960). Alfredo Alcón filmaba poco, elegía los papeles y los directores con exquisitez, prefería el teatro al cine y en televisión sólo había participado, con cartel protagónico, en adaptaciones de clásicos literarios o teatrales, muy usuales en ese tiempo (Hamlet, Israfel, Judith, Yerma). Algo similar podría decirse de Lautaro Murúa, el actor a cargo del papel de Cruz: chileno afincado hacía tiempo en la Argentina, había participado en muchas películas exitosas de la renovación del cine nacional, entre ellas varias del propio Torre Nilsson. El resto del elenco lo conformaron otras primeras estrellas: Graciela Borges, María Aurelia Bisutti, Walter Vidarte, Fernando Vegal, Leonardo Favio, Segio Renán, y varios más.5

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Además, el argumento había sido adaptado por un grupo de guionistas de gran reconocimiento como tales o como escritores: Beatriz Guido, Luis Pico Estrada, Edmundo Eichelbaum y Héctor Grossi; el guión final quedó en manos del mismo Torre Nilsson y de Ulyses Petit de Murat. El responsable de la música de la película, Ariel Ramírez, era el mayor creador de proyección folclórica del momento. Y, por supuesto, el hecho mismo de tomar el libro máximo de la literatura nacional convertía a la película en una empresa inmensa más allá del resultado. La selección del texto de Hernández para ser filmado respondía también a una especie de afirmación de nacionalidad de un director no pocas veces tachado de “europeizado”, que para colmo acababa de filmar tres películas en el exterior y en idioma extranjero. El criollismo en el período silente había resultado en la autorización y nacionalización de un arte novedoso e importado, generalmente en manos de extranjeros. De un modo similar, con Martín Fierro el cine de Torre Nilsson saca una certificado de ciudadanía excesivamente explícito. Por otro lado, introduce la historia en su obra: no en un sentido referencial hacia el pasado solamente—ya en Fin de fiesta había escenificado la vida política entre fines de los 30 y comienzos de los 40—, sino en la voluntad de incorporar elementos de la realidad separándose de la fuente de inspiración literaria. Y, en ese sentido, pasa de la literatura a la historia con paradas intermedias: si en la primera mitad de la década del 60 filma obras literarias de ficción, con Los traidores de San Ángel da cuenta de la historia de Latinoamérica a partir de una ficción así como en Martín Fierro se permite una reconstrucción de época minuciosa a partir de un texto literario; la siguiente estación sería la Historia con mayúsculas, recurriendo a los próceres patrios (San Martín en El santo de la espada [1969] y Güemes en Güemes, la tierra en armas [1971]). La película se estrenó el 5 de julio de 1968 y fue precedida por una amplísima difusión. Los diarios informaban sobre la firma de contratos, los avances y percances en la filmación, la vida personal de los actores, etc., incluyendo fotografías de la filmación y del “detrás de la escena” (como maquillaje, vestuario y dobles de riesgo, etc.). No fue vano el esfuerzo: “Trabajaron siempre a sala llena. Martín Fierro estuvo doce semanas en cartel y la vieron 1.800.000 espectadores. Nunca antes una película argentina había llevado tanta gente al cine” (Martin, 195).

2.2 El tiempo político Martín Fierro se filmó y estrenó en pleno auge de la dictadura del General Onganía, en el poder desde 1966. Como la mayoría de los gobiernos militares, Onganía accedió al poder con un alto grado de consenso entre la población. Carlos Altamirano sostiene que la Revolución Argentina—nombre con el que se autodenominó el movimiento golpista—estaba habitada por dos “almas” en constante tironeo: “al experimento autoritario que se inició entonces se hallaban asociados miembros y círculos procedentes de las dos grandes familias del clivaje ideológico argentino— liberales y nacionalistas...” (81). La política económica del gobierno consistió en un proceso de modernización del aparato productivo a partir de la entrada de

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capitales extranjeros y del endeudamiento internacional, mientras políticamente se ubicaba en un nacionalismo tradicionalista que buscaba recuperar costumbres y valores del pasado. En ese contexto, Torre Nilsson era un realizador inevitablemente incómodo, pues sus obras de corte intimista buceaban en límites que no agradaban a las convicciones morales tradicionales de los funcionarios del área de cultura. Además, el giro político de Los traidores... no debió mejorar su imagen. Incluso en 1967 fue condenado a seis meses de prisión—luego disminuida, en segunda instancia, a treinta días en suspenso—por la publicación de dos cuentos “inmorales”. Si bien el Instituto Nacional de Cine aportó capital para la realización de Martín Fierro, fue más un matrimonio por conveniencia—que se prolongaría en las dos películas sobre los próceres—que un enamoramiento certero. Leopoldo Torre Nilsson y su productora Contracuadro estaban en serias dificultades económicas y, por otro lado, se empeñaba en hacer de Martín Fierro una superproducción al estilo de Hollywood. Andre Du Rona, el mismo productor de las dos películas filmadas en Puerto Rico (La chica del lunes y Los traidores...), decidió apoyarlo financieramente, pero con ese dinero Torre Nilsson pagó deudas y produjo El dependiente, de Leonardo Favio. El INC había elegido la película Tute cabrero, el primer largometraje de Juan José Jusid para participar en el Festival Internacional de Mar del Plata de 1967. Unos días antes de la muestra, la Asociación Argentina de Actores se declaró en huelga y el Coronel Ridruejo, interventor del INC, decidió retirar Tute cabrero de la muestra, puesto que sus actores, Luis Brandoni y Pepe Soriano, eran los más activos dirigentes huelguistas. Ridruejo le pidió a Torre Nilsson que presentara Los traidores de San Ángel, y Torre Nilsson supo que de eso dependía cualquier posibilidad de financiamiento oficial, así que lo hizo. El crédito fue otorgado a la mañana siguiente a la proyección de la película en el festival (Martin, 193-194). Aun así, la temática folclorista entraba muy bien dentro de las aspiraciones culturales del gobierno, y la realización de Torre Nilsson, respetuosa del poema, fue vista como una manifestación más de la “nueva era” que la Revolución Argentina estaba dispuesta a inaugurar.

2.3 El contenido y la recepción de Martín Fierro: del poema al cuento La adaptación del texto de Hernández tuvo como premisa general la fidelidad al original y la prolija reconstrucción de época. El “asesor general” Alfredo Neyra, un amigo estanciero de Torre Nilsson, se encargó de la supervisión de todos los elementos del referente gauchesco, desde el vestuario al modo en que Fierro y Cruz comen la carne.6 Esa fidelidad y ese realismo fue justamente lo resaltado por la crítica de la época, además de la espectacularidad de la producción. Términos como “ilustración”, “recreación”, “reconstrucción histórica”, “ambiente costumbrista”, “espectáculo deslumbrante”, fueron utilizados para describir la obra. Sin embargo, también se habla de una cierta “traición” de la materia poética del texto, apreciando solamente la narración. Torre Nilsson debió reunir las diversas

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voces narrativas y sus respectivos relatos (Fierro, Cruz, el Hijo Mayor, el Hijo Menor, Picardía, el narrador) en uno solo con la voz de Martín Fierro, alterando el orden de los mismos y narrándolos en paralelo, con transiciones directas con corte entre escena y escena. Además, incluyó ciertas concesiones al paisajismo y al “color local”, como las imágenes de doma y yerra en la época anterior a la frontera—que significativamente recuerdan las escenas costumbristas de Nobleza Gaucha—, y a los climas intimista-costumbristas, como las imágenes (ausentes en el poema) del rancho con la china y los niños que, obviamente, juegan a la doma y al duelo criollo. Eduardo Romano realizó un análisis minucioso de la transposición literariofílmica, relevando algunos añadidos mínimos: las escenas con los hijos pequeños, la sugerencia amorosa entre la Cautiva y Fierro, las recapitulaciones argumentales en manos de personajes secundarios—las mujeres en el velorio de la tía del Hijo Menor, las tías de Picardía, el pulpero, el vecino—, la relación previa entre el Hijo Mayor y Picardía, y de ambos con el Hijo Menor. En ese sentido, discute la idea de que la película sea meramente ilustrativa: “me importa destacar que la supuesta ‘ilustración’ del texto condujo, en lugares clave, a una desvirtuación alevosa” (142). Esa “desvirtuación” de la poética del texto de Hernández estaría dada por la atención al paisaje—inhabitual en la poesía gauchesca—, la predominación de lo narrativo y la eliminación del dialogismo implícito en la multiplicidad de voces que intervienen en el relato. Sin embargo, lo que hace Torre Nilsson es tomar el elemento narrativo del texto de Hernández y dar una versión, entre las muchas posibles, de la materia temática del poema. En la tradición exegética relevada, se inscribe no tanto en la épica que la prensa quiso ver, sino más bien en el registro novelístico, puesto que es más un melodrama con elementos de acción que una épica. Según Jaime Rest, “si bien un poema épico puede incluir episodios contados por sus protagonistas, la naturaleza del género exige que a lo largo del relato predomine un narrador impersonal y omnisciente que exponga los acontecimientos no como partícipe de ellos sino sucesivamente como voz anónima y exterior a los sucesos” (58). Martín Fierro fílmico es más la descripción de una psicología que el relato de la gesta heroica de un pueblo, puesto que, en definitiva, también el poema Martín Fierro lo es. Romano encuentra la película infiel porque divide la materia narrativa de su significado simbólico, pero en términos estrictos de representación genérica, el texto de Hernández es más novela que épica a partir justamente de su polifonía, hecho que no se altera por el monologismo del filme.7 Asimismo, en el aspecto netamente político, la presentación de un gaucho absolutamente noble, que sólo mata cuando las circunstancias lo obligan—la excepción sería el entrevero con el negro, en estado de ebriedad—se inserta más en la línea reformista citada que en un afán revolucionario. Antes que presentar a un gaucho alzado contra la autoridad, prefiere contar la historia de un hombre al que la vida ha golpeado y al que los años han apaciguado. Se trata, en última instancia, del tono de la Vuelta. Por otro lado, esa crítica a las clases dominantes

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se desplazaba a un pasado lejano y ya enterrado, esquivando así cualquier alusión al presente. Sin embargo, el espectador que conociera el proceso histórico argentino sentiría extremadamente familiares los abusos de los militares representados en el filme. Si el gobierno de facto toleró y apoyó la empresa fue porque la revisión del clásico aportaba una versión del símbolo si no totalmente “oficialista” sí suficientemente moderada como para alcanzar al amplio público despertando pasiones más nacionales que sociales. Después de todo, los alegatos de Fierro en el poema de Hernández están hechos en clave cultural y, menos frecuentemente, étnica, pero rara vez clasista. ¿Cómo se insertaba esa lectura del mito en la coyuntura política de la época? Evidentemente, los llamados a la unión nacional de la Revolución Argentina, vista por todos, incluso por el gobierno, como en su momento de triunfo, conjugaban bien con los postulados algo paternalistas de la película de Torre Nilsson, con su tono didáctico y las recuperación de los “consejos” de Fierro hacia el final. Es tentador imaginar una película “oficialista”, pero en definitiva las quejas constantes de Martín Fierro respecto de los abusos de las clases dominantes necesariamente pasarían por críticas de la situación nacional. Por otro lado, el hecho de ubicar una historia que ostenta esos anhelos subversivos en el pasado tranquiliza al espectador censor—siempre atento a la literalidad de los enunciados pero incapaz, por lo general, de descifrar construcciones de significado complejas—sobre la peligrosidad del mensaje político implicado. Distinta fue la situación de la película como representante de la cinematografía y de la cultura nacional. Martín Fierro había sido realizada por el único director argentino de reconocimiento internacional, con las ambiciones propias de una superproducción (color, 70 mm, elenco de estrellas, escenarios naturales deslumbrantes, reconstrucciones históricas, cantidad de extras), basada en el clásico nacional de valor reconocido en el mundo entero, y en particular en América, y en el marco de la modernización económica exitosa ya anotada. Para el régimen de Onganía, era la mejor muestra de que el país funcionaba y seguía siendo una usina de producción artística, y por eso fue enviada al Segundo Festival Internacional de Cine de Río de Janeiro, donde ganó el premio a la mejor película. La comitiva estuvo encabezada por el Coronel Ridruejo y tuvo el carácter de una misión oficial. Al recibir el premio, Torre Nilsson, entre la modestia y la higiene de manos, declaró: “considero el premio a mi film un éxito para mi país, en cuanto yo sólo fui un pequeño intérprete del ‘Martín Fierro’, una gran figura que representa a todos los argentinos. Realicé el film como un respetuoso testimonio de admiración hacia José Hernández...” (Clarín, 31/3/69). Si los argentinos se habían reconocido en el espejo de Martín Fierro durante casi un siglo, la exportación del símbolo fue una máscara que el gobierno eligió vestir en la ocasión. La unidad pregonada en el filme podía engañar a un espectador que no fuera el local respecto de las tensiones y conflictos que ya estaban resquebrajando el consenso en torno a la dictadura de Onganía y que pronto habrían de estallar en el llamado “Cordobazo”. Si la película era una narración en la Argentina, fuera de ella era un cuento. Martín Fierro da una versión del símbolo entre las varias posibles que, pese a no eliminar el

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componente contestatario del mito, encarna las posibilidades de la Argentina en la sabiduría final de la ristra de consejos. ¿No era acaso un nuevo llamado a la “reconstrucción nacional” y a la “unidad de los argentinos” que el gobierno repetía casi a diario en la propaganda oficial? Sí, pero podía serlo sin dejar de lado la rebeldía del personaje frente a la injusticia sistemática. La película, sin haberse comprometido políticamente así, tuvo una lectura apegada a los dictámenes del gobierno dictatorial.

3 La aventura épica de Pino Solanas 3.1 Por un cine diferente Fernando Solanas (1936) comenzó a hacer cine con algunos cortometrajes experimentales rodados en 1962 y 1963, tras los cuales se dedicó profesionalmente al rodaje publicitario. Su formación había sido básicamente como actor y como músico, y se había desempeñado como periodista y guionista de historieta. Esta rara amalgama de saberes, unida a una constante reflexión teórica acerca del cine y de los procesos históricos y sociales, terminó dando una expresión absolutamente novedosa cuyo primer producto fue La hora de los hornos, realizada entre 1966 y 1969 y exhibida de manera semiclandestina durante tres años. La película renueva el lenguaje del documental con una premisa básica: convertir al cine en un instrumento de la liberación. La obra de arte cinematográfica deja de ser una búsqueda personal estética del autor o un producto de la industria cultural para servir a una praxis política cuyo objetivo es inequívoco: la liberación de las naciones tercermundistas explotadas por los países centrales con la complicidad de las oligarquías locales. “...La hora de los hornos se había planteado como una obra abierta, pasible de ser modificada de acuerdo con [sic] las exigencias políticas del momento, al punto de que el film—desafiando la noción burguesa de arte—proponía la subordinación de la obra a las necesidades históricas del hombre” (Monteagudo 23). Esta concepción utilitaria del cine llevaba a rechazar todas las realizaciones anteriores, tanto las que obedecían al modelo industrial hollywoodense (el “primer cine”) como al modelo de autor europeo (el “segundo cine”), para afirmar un cine ligado al contexto histórico de producción y a las luchas de liberación del momento. Solanas hizo explícita su postura política y creativa en Cine, Cultura y Descolonización, escrito junto con Octavio Getino. La premisa básica del tercer cine es que Argentina y otros países latinoamericanos han estado sometidos a la explotación del dominio colonial. Para Solanas, la liberación nacional había tenido una oportunidad durante el gobierno de Juan Domingo Perón: “El cine militante en la Argentina ha nacido como parte integrante del mismo proceso de liberación nacional y social que a través de diversas expresiones sacude al continente y que en nuestro país se llama desde hace 25 años peronismo” (Solanas y Getino 140141). Ideológicamente la idea del tercer cine (y su praxis) responde al peronismo de orientación de izquierda. El peronismo fue un movimiento que conjugó el

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nacionalismo político y el proteccionismo económico con una idea de justicia social heredada del pensamiento social cristiano y el socialismo utópico. Después del golpe de Estado de 1955, exiliado el presidente Perón y proscripto el partido, la llamada “resistencia” peronista extremó algunos postulados ideológicos hasta hacerlos congeniar con los de la “izquierda nacional”. Según ésta, paralelamente a la explotación del proletariado por el capital, existía otra de los países centrales a los periféricos; en consecuencia, la liberación nacional se volvió un imperativo para un amplio arco de la izquierda argentina que debía ser alcanzado antes de la justicia social o la sociedad sin clases, lo que a su vez convertía al peronismo en el paso previo a uno netamente revolucionario. A partir de ese difícil maridaje y con el aporte de la militancia católica, surgieron los grupos más violentos de la resistencia que llevaron a cabo acciones de guerrilla rural y terrorismo urbano. Esa liberación era la que, por otros medios, debía encarar el tercer cine. La intención política del tercer cine estaba lejos de ser grandilocuente, y simplemente se pretendía funcional. “Somos conscientes que con una película, al igual que con una novela, un cuadro o un libro, no liberaremos nuestra Patria, pero tampoco la liberan ni una huelga, ni una movilización, ni un hecho de armas, en tanto actos aislados. Cada uno de estos o la obra cinematográfica militante, son formas de acción dentro de la gran batalla que actualmente se libra” (Solanas y Getino 89). Entre La hora... y Los hijos de Fierro, Solanas realizó dos extensos reportajes a Juan Domingo Perón en el exilio: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder y La revolución justicialista, ambos de 1971. El segundo combinaba la historia del movimiento peronista narrada por su epónimo con imágenes de carácter documental. Los hijos de Fierro sería, finalmente, la primera incursión de Solanas en el cine de ficción, buscando, sin embargo, mantener el costado militante del tercer cine.

3.2 Torre Nilsson visto por Solanas Para Solanas, Torre Nilsson encarna un cine de expresión artística, más valioso que el cine industrial pero aún así condenable porque, por un lado, no es sino mera imitación de las estructuras del cine de arte europeo (en particular de la nouvelle vague francesa), y, por el otro, sólo satisface las demandas de las clases medias intelectualizadas, sin llegar a servir de vehículo a las necesidades de liberación del pueblo argentino. Pero con Martín Fierro de Torre Nilsson, según Solanas, “...reaparecen los ingredientes del viejo cine populista argentino [...] no basta con ilustrar la historia, sino reinterpretarla actualizándola; es ahí donde comienza el conflicto con el sistema [...] es por ello que un ‘Martín Fierro’ desprovisto de historicidad, castrado, haya venido de perillas a un gobierno en el que convergen la agonía de un pensamiento liberal y los sueños de un seudonacionalismo trasnochado” (Solanas y Getino 48-49). Torre Nilsson ha desvirtuado el conflicto básico de la obra de Hernández al relegarla al pasado, puesto que para Solanas, el mismo conflicto sigue vigente en el enfrentamiento entre las masas populares que aún esperan el

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regreso de Perón, y el gobierno de facto cómplice del sistema neocolonial. La única explicación que encuentra Solanas para la película de Torre Nilsson es el oportunismo de filmar un texto de hondo contenido nacional en el marco de un gobierno que retóricamente—y sólo retóricamente—propone una revalorización de los temas y valores argentinos. En el texto de Solanas y Getino de agosto de 1969 en que se evalúa la obra de Torre Nilsson (junto con Don Segundo Sombra de Manuel Antín) aparecen también algunas claves de la transposición que Solanas ya imaginaba: no una adaptación sino una reinterpretación, una actualización de los conflictos presentes en el texto de Hernández.

3.3 Un nuevo tiempo político: el contexto de Los hijos de Fierro El rodaje de Los hijos de Fierro comenzó en diciembre 1972, durante las postrimerías del gobierno de facto del general Lanusse, con la Revolución Argentina en su hora menguante. 8 En enero de 1973 tuvo que detenerse momentáneamente, para luego reiniciarse en marzo, cuando la convocatoria a elecciones nacionales ya era un hecho (la primera sin la proscripción del peronismo en 18 años). Durante la “primavera peronista” del gobierno de Mario Cámpora primero (25/5/73 - 20/6/73) y del comienzo del gobierno de Perón después (del 20 de junio en adelante), con Hugo del Carril al frente del Instituto Nacional de Cine, la película fue declarada “de interés especial” y contó con el apoyo del gobierno. Hacia mediados de 1974, sin embargo, hizo su aparición la organización paramilitar Alianza Anticomunista Argentina. Con la muerte de Perón el 1 de julio de 1974, sucedido por su esposa María Estela Martínez, la “Triple A” ganó espacio y libertad de acción. Fue esa banda, precursora del terrorismo de Estado en la Argentina, la que asesinó a Julio Troxler, uno de los protagonistas del filme, y amenazó a Solanas, que terminó de rodar la película casi clandestinamente. En ese marco convulsionado se desarrolló la filmación de Los hijos de Fierro, que pasó de subversiva a oficial y de oficial a clandestina en un breve intervalo de tiempo. Solanas permaneció en el país amenazado y con dificultades económicas hasta que se produjo el golpe del 24 de marzo de 1976, que desalojó a la mujer de Perón del gobierno. Fernando Solanas se exilió primero en Madrid y luego en París, donde concluyó la posproducción de la película justo a tiempo para que concursara en el Festival de Cannes de 1978. Subversiva, oficial, clandestina y exiliada, la película pertenece al peronismo de izquierda. Sólo le faltaba volver a Argentina, donde se representó por fin en 1984, tras la reinstitucionalización del país. Primero se dio en un ciclo en el Centro Cultural General San Martín, el 16 de marzo de 1984, y posteriormente se estrenó en el circuito comercial el 12 de abril. La extremada separación temporal entre la producción de la película y su exhibición obligan a analizarlas por separado.

3.4 Un poema peronista Los hijos de Fierro era un antiguo proyecto de Solanas como ya parece indicar

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en una nota incluída en Cine, Cultura y Descolonización (publicada originalmente en agosto de 1969). (Recordemos que la idea inicial de Torre Nilsson también era hacer una traslación temporal de la acción.) La Opinión del 6/5/71 informa sobre la realización de Solanas, aunque dice que será en color, y el director explica en un breve texto su intención. Los hijos de Fierro no es una adaptación del poema de Hernández, sino que sería “la tentativa de realizar el equivalente contemporáneo del máximo poema de la literatura argentina [...] documenta los conflictos de la clase trabajadora en una sociedad industrial en proceso de concentración monopólica” (La Opinión, 6/5/71). Más específicamente, retomando de manera explícita la lectura simbólica de Marechal antes mencionada, erige a Martín Fierro en un símbolo del pueblo argentino que ha esperado años para liberarse.9 La idea original era realizarla y estrenarla en 1972, año del centenario de la publicación del primer poema, pero la película se vio demorada por diferentes motivos. La producción de la película contó con aportes franceses y alemanes, el guión y la dirección de Fernando Solanas, que también empuñó la cámara la mayoría de las veces, y la música de Roberto Lar interpretada por Roberto Zitarrosa. La dirección de fotografía fue de Juan Carlos Desanzo y el elenco lo formaron intérpretes profesionales y no profesionales, la mayoría de bajo perfil: Julio Troxler (militante peronista sobreviviente de los fusilamientos de José León Suárez), Martiniano Martínez (un gremialista peronista), Tito Almeijeiras, Fernando Vegal, Aldo Barbero, Juan Carlos Gené, Arturo Maly, Mary Tapia y Jorge de la Riestra. No sólo los nombres contrastan con los de Martín Fierro de Torre Nilsson; los títulos iniciales son dos carteles que presentan a todo el elenco, con igual tipografía y sin destacar ningun nombre sobre otro, sin ninguna concesión por tanto al sistema de estrellas. En la película, Fierro (Fernando Vegal) se identifica alternativamente con el pueblo—o con un pueblo que se reconoce libre, no alienado—y con el propio Perón, y relata los combates de sus “hijos” durante su exilio. Los hijos son los descendientes de aquellos gauchos y de los inmigrantes, y están simbolizados en la película como el Hijo Mayor (Julio Troxler), el Hijo Menor (Antonio Almejeiras) y Picardía (Martiniano Martínez), quienes encarnan, en última instancia, la resistencia peronista. Dividida en tres partes (“La ida”, “El desierto” y “La vuelta”), la película se organiza a partir del contrapunto entre las voces en off de un narrador (Aldo Barbero) y la de Fierro. Hay todo un juego de equivalencias entre los personajes creados por Hernández y los de la película: Fierro es Perón/pueblo, el Hijo Mayor representa la lucha política violenta de sabotajes y asesinatos, el Hijo Menor el activismo obrero de base, Picardía el sindicalismo organizado, Vizcacha el gremialista que negocia con el régimen y se hace cargo de la intervención del gremio, Cruz, ascendido de sargento a capitán, es el general Valle, fusilado en 1956 por oponerse al golpe antiperonista,10 y, por último, la Cautiva, que si al principio se asimila a Evita Perón (cuyo cuerpo fue profanado y escondido) es hacia el final la patria que espera ser liberada. Además, hay otros personajes: el Negro, un intelectual volcado al marxismo que no encuentra su lugar en el

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movimiento, Ángel, un duro de la guardia vieja sindical, Pardal, un gremialista que sueña un peronismo sin Perón. Con los relatos en off narrados en verso, que citan muchas veces estrofas o versos de la obra de Hernández, se van construyendo cuadros que presentan algunos momentos de la resistencia. Sin embargo, la película no pretende ser la única versión de la historia. Al contrario, tanto el comienzo murguero (“suena el bombo y a contar / la memoria popular”) como el del relator (“cuenta la memoria popular”) parecen evitar consagrarse como versión fiel de los hechos al apelar a la memoria popular. La memoria deforma, recuerda selectivamente, borra algunos aspectos negativos del pasado. Si resulta inquientante ver cómo se poetizan y estetizan acciones violentas (armado de bombas, atentados explosivos, asesinatos, secuestros), volviéndolas más aceptables a los ojos del espectador, el recurso a la memoria popular impide cualquier reclamo político y aun moral en ese sentido. Lo mismo puede decirse de la visión parcial de la resistencia peronista como activismo gremial y político: el relator deja bien claro que “la lucha que ellos hicieron / fue apenas parcialidad / de esa gran inmensidad / del pueblo y su movimiento / que tuvo por eje y centro / al obrero y la mujer”. Además, en la parte segunda, “El desierto”, la narración se centra en el ámbito familiar e íntimo, poniendo especial énfasis en recuperar el papel de la mujer y la familia en esa resistencia. El cierre de esa parte es cuando el Hijo Menor está por tener un hijo y dice “toda la lucha es para que éste [el hijo] pueda terminar la revolución que empezamos nosotros”. El relato se narra con una prosodia intimista pero ajena a toda concesión folclórica, pese a que sí aparecen personajes y motivos ligados al universo del interior del país, por ejemplo en el casamiento del Hijo Menor, y buena parte de la música corresponde a los ritmos camperos. Aun más, cuando cita el Martín Fierro, corrige los barbarismos (no sólo palabras como “mesmo” o “cencia”, sino, por ejemplo, “el fuego, pa’ calentar, debe ir siempre por abajo”, que dice “el fuego, para calentar...”, alterando la cantidad silábica del verso). Este cuidado en la dicción más que agregar un significado distinto al relato evita el que hubiera habido de respetarse el original: en una obra de clara intencionalidad política, un registro de ese tipo hubiera parecido simple demagogia. El relato trata de la suerte de la resistencia peronista en los años del exilio de Perón y recupera el valor épico de las luchas. A diferencia de la película de Torre Nilsson (y del texto de Hernández), aquí se trata de un héroe colectivo y anónimo (los tres hijos no son sino representaciones simbólicas de distintas formas de lucha) embarcado en una lucha nacional. El triunfo final está dado por el regreso de Fierro, luego de combates varios. La estetización de los conflictos políticos convierte a la película en una épica revolucionaria que abreva de las diferentes lecturas del texto de Hernández, pero que, en última instancia, construye una propia. En línea con la interpretación de Marechal, la patria es una cautiva que espera su liberación y quien lo ha de hacer es el pueblo unido, por eso es una empresa necesariamente colectiva. Además, el afán didáctico del cine de Solanas hace que los núcleos temáticos sean explícitos:

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si el filme cuenta la memoria de la resistencia como un triunfo del pueblo peronista, la moraleja proyectada al futuro advierte sobre el peligro de la disgregación y la “pelea entre hermanos”. El narrador pregunta, hacia el final: “¿No vendrán provocaciones, / crímenes y divisiones / volviéndonos enemigos? / ¿Estamos realmente unidos / o seguimos enfrentados / y sólo en Fierro hermanados?” y la respuesta, si no escéptica, sí es incierta: “y es misterio tan profundo / lo que está por suceder / que no debo meter / a echarla aquí de adivino”. Este llamado a la unidad no era ajeno a las condiciones en que se llevó a cabo la película. El propio Solanas dice: “Yo quería hacer una suerte de canto al final del proceso de resistencia, de dieciocho años de dictaduras y proscripciones. Pero me encuentro con una etapa de la historia nuestra donde la lucha interna del peronismo y el sectarismo era feroz. Las distintas organizaciones políticas no querían ayudarme porque no me adscribía a ninguna” (Solanas 51). La película tuvo que ser terminada con un doble de Julio Troxler, debido a su asesinato en septiembre de 1974 por parte de los enviados semioficiales del gobierno peronista (la Triple A).

3.5 La mirada de los otros Los hijos de Fierro se estrenó en el Festival de Cannes de 1978, fuera de competencia puesto que las autoridades argentinas no permitieron que representara oficialmente al país. En 1980 se lanzó comercialmente en Francia, en una pequeña sala de París. Fernando Solanas volvió a Buenos Aires en 1982, durante la tímida apertura esbozada por el gobierno del Proceso como consecuencia de la derrota en la Guerra de Malvinas. Un año después, en octubre de 1983, poco después de las elecciones presidenciales y con la dictadura ya en estrepitosa huida, se especulaba con el estreno de la película que, por problemas de cartel, no pudo llevarse a cabo: la programación de los cines se decidía sobre planificaciones anuales y a fines de 1982 nadie pensaba que Los hijos de Fierro se pudiera exhibir públicamente. Se exhibió por fin en marzo de 1984 en el Centro Cultural General San Martín, una institución oficial del gobierno porteño en manos del partido radical, en un gesto que fue visto como un signo de tolerancia y reconciliación de antiguas disputas. De esa proyección la prensa sólo rescató el auspicioso hecho de que se hubiera permitido su proyección y comentó brevemente el argumento de la película. Finalmente, el estreno comercial en salas de cine tuvo lugar el 12 de abril de 1984. La promoción del filme se basó en una apelación a las “épocas oscuras” recién abandonadas. El afiche decía, “la epopeya del suburbio: un poema a la unidad de los argentinos”, mencionando sólo el nombre del director. Además, las gacetillas de prensa dirigían la lectura del filme en un sentido que las críticas de la época van a recoger, influyendo probablemente en el grueso del público. Al comienzo del gobierno democrático de Raúl Alfonsín día a día los argentinos tomaban consciencia de la magnitud de la represión ilegal de la dictadura militar, que si bien no era ignorada, en general era considerada una excepción y a veces un mal necesario. Los relatos de tortura y asesinato figuraban a diario en los periódicos y

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en la televisión y mucha gente se enteraba, por primera vez, de la oscura y sangrienta lucha librada en los años previos. En ese contexto, la distribuidora de la película deliberadamente exaltó los puntos de contacto entre la represión del período de 1955 a 1972 mostrada en la película y la del período de 1976 a 1982. Vale aclarar que la represión ilegal del gobierno peronista, entre 1974 y 1976, en manos de la Triple A primero y de las Fuerzas Armadas después, no fue denunciada por un tácito acuerdo entre peronistas y radicales para enfrentar juntos al “partido” militar. Una gacetilla del 5/3/84, producida por la distribuidora para difundir el estreno en la prensa, dice: “aunque tiene como referente histórico la etapa que va del golpe de 1955 al triunfo popular de las elecciones del 73, la parábola trasciende la cronología histórica y adquiere mayor actualidad después de los años recientes de terrorismo de estado” (Kartun y Esión1, s/p). La crítica periodística recogió el guante y repitió el paralelismo, exaltando la capacidad profética del filme. Además, fue insistente e inevitable su equiparación con La república perdida, la película de Miguel Pérez estrenada el 1 de setiembre de 1983, que daba cuenta de la historia argentina interpretando la democracia y la institucionalidad como una gesta del partido radical. Se discutió la visión histórica de Solanas porque privilegiaba la mirada extremista de la resistencia peronista (de manera un poco exagerada, pues la película bien se cuida de postular el relato como la verdad histórica). Se observó también un avance respecto al supuesto “panfletarismo” de La hora de los hornos, pero en general todos los comentarios estuvieron teñidos con las vigentes disputas de la época. Si bien se contempló con tolerancia su estreno fuera del circuito comercial, celebrando las nuevas libertades que gozaba la cultura argentina, su llegada a los cines estuvo marcada por una discusión sobre cuán verdadera era la realidad representada en la película, cuya definición varió de acuerdo a las convicciones personales de cada uno de los autores de las notas. La película se convirtió en un instrumento de lucha, ya no de sus autores, sino de los comentaristas que, en el agitado clima de otra “primavera”, la radical, no tenían la capacidad de distinguir entre la clave política de la obra y su nivel estético.

4 Por la vuelta Tanto Martín Fierro de Torre Nilsson como Los hijos de Fierro de Solanas tuvieron un uso político específico. Hasta cierto punto son películas que se reflejan entre sí; después de todo, si Torre Nilsson era el director artístico, como anoté más arriba, Solanas era el director político. Aunque el régimen de Onganía se sirvió de la película de Torre Nilson para promover una imagen positiva del gobierno, en particular puertas afuera del país, ésta no era sino una continuación de la línea realista de aquel criollismo compañero del desarrollo inicial del cine argentino, que tenía como eje la crítica de la situación social del trabajador rural. Torre Nilsson filma, en efecto, una novela reformista muy similar a la que Hernández escribió en su tiempo, mientras que Solanas toma el material simbólico que Hernández habría puesto allí (y, sobre todo, las sucesivas lecturas que lo alimentaron a lo largo de la

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historia) para relatar una gesta política moderna. En su instrumentalización del cine como arma política, la reutilización del mito criollo por parte de Solanas tiene como objetivo principal recuperar la memoria de la resistencia para el retorno de Perón (que no se pudo cumplir puesto que se estrenó diez años después de filmada) y el llamado a la unidad en esa misma instancia, unidad nacional que Torre Nilsson también retrata en su filme. Una vez más, Martín Fierro volvía a aglutinar a los argentinos dotándolos de una identidad. Una vez más, Martín Fierro se tornaba símbolo de la nacionalidad, objeto de cooptación popular, materia significante de un significado indefinible: la argentinidad. Claro que, como sucede con todo clásico, esa identidad estaba más en la voluntad de los intérpretes que en el texto que alguna vez imaginó José Hernández.

Notas 1.

2.

3.

4.

5.

Para Elina Tranchini, el criollismo es una formación discursiva amplia y “el primer eje discursivo del criollismo fue el literario, el género chico y el zarzuelismo criollos [...] incluyó especies menores, musicadas o de letra sola, cómicas, satíricas y costumbristas, dramáticas, de sátira política o de costumbres...” (113), pasando luego al circo criollo, las escenificaciones dramáticas en el mismo circo, las formas de sociabilidad de centros criollos y el carnaval, diarios y revistas (que incluían anuncios comerciales, folletines, caricaturas, poemas, historietas), la publicidad comercial, el radioteatro y el cine mudo (114-120). Estas interpretaciones son las presentadas por Leopoldo Lugones en conferencias en el teatro Odeón, luego publicadas como El payador en 1916, y Ricardo Rojas en sus clases de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, luego recogidas y ampliadas en la La literatura argentina, publicada de 1916 a 1921. Para un detalle de estas interpretaciones, véase mi trabajo en prensa. Dejo de lado, por la especificidad de este trabajo, muchas otras intervenciones que, pese a su menor fortuna en la perduración, contribuyeron en su momento al debate. Véase mi trabajo inédito Lecturas del Martín Fierro. Existieron ocho intentos anteriores a 1967 que resultaron frustrados por problemas legales: AIA, Artistas Argentinos Asociados, Roberto García Smith, Miguel Machinandiarena, Argentina Sono Film, Enrique Faustín, Cinematográfica Cinco y Tacuara Film. El peso de la conformación multiestelar del elenco se puede constatar fácilmente en los títulos de apertura de la película; sucesivamente aparece: “Contracuadro”, “Presenta a”, “Alfredo Alcón en”, “Martín Fierro, de José Hernández”; el nombre de la estrella precede al del director y al título mismo de la película. A continuación se presenta el resto del elenco en este orden: Lautaro Murúa (Cruz), Graciela Borges (Cautiva), Walter Vidarte (Picardía), Leonardo Favio (Hijo Mayor), María Aurelia Bisutti (mujer de Fierro), Fernando Vegal (Viejo Vizcacha), Rafael Carret (Napolitano), Oscar Orlegui (Hijo Menor). Graciela Borges, una estrella fuertemente asentada, aunque con un papel bastante menor, precede a todos los otros actores excepto a Murúa. Además, la significativa ampliación de todo el episodio de la Cautiva, con escarceo amoroso

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incluido, responde también al hecho de que la dupla Alcón-Borges no sólo eran reputados como grandes actores, sino también como galán y diva respectivamente. Habían protagonizado ya otra producción de Torre Nilsson, Piel de verano, que seguramente volvía en la mente del espectador al ver ese episodio. Algo similar puede decirse de la ampliación del papel de la mujer de Fierro, casi ausente en el poema, justificada por la necesidad de algún elemento romántico y algún personaje femenino positivo en la película, y del Napolitano (Rafael Carret, que aparece en los títulos antes que el Hijo Menor, de mayor importancia narrativa), que resume tres personajes distintos en el poema: dos en el fortín y uno que juega al truco con Picardía. 6. La revista 15 días convocó a un grupo de especialistas en historia y en temas camperos a una mesa redonda para analizar la película, y la revisión del trabajo de Neyra lo dejó muy bien parado en ese aspecto. Se le criticó todo, pero también se le reconoció exactitud en aspectos más generales. Lo que se impugnaba era, por cierto, minucias de erudito. Uno de los errores señalados es, por ejemplo, que tiran los testículos de un ternero después de caparlo en vez de guardarlo para la parrillada. No sólo la producción, entonces, fue realista, sino también el público—o cierto tipo de público—en sus exigencias (15 días, 2/8/68, “‘Martín Fierro’ contra las cuerdas”). 7. El exhaustivo trabajo de Romano, que explica bien las relaciones entre el texto literario y los textos fílmicos (trabaja también con el de Solanas), tiene un defecto central: analiza ambas películas con las categorías que el propio Solanas ha construido o tomado para la teorización de su práctica cinematográfica y su expresión ideológica. Así, Torre Nilsson es “segundo cine” y, en consecuencia, sólo puede “renegar de y descalificar a las mejores líneas existentes dentro del cine nacional” (pág. 140). Asimismo, toma las mismas bases explicativas de Leopoldo Marechal antes comentadas, de manera que el artículo tiene casi el carácter de una tautología. 8. Según La Opinión del 6/5/71, ya entonces Solanas se encontraba trabajando en este proyecto. El mero hecho de que un director que había tenido que exhibir su obra en la clandestinidad apareciera en los diarios como un realizador más demuestra la postura “en retirada” de la dictadura. 9. Dice La Prensa del 14/3/84: “El controvertido Fernando Solanas fundamentalmente opone dos conceptos: el de Borges cuando se resiste a que la nacionalidad esté simbolizada en un gaucho desertor y bandido [...] y el de Leopoldo Marechal, para quien Fierro, como en las epopeyas clásicas, es la canción de gesta de un pueblo [...] Solanas explica que si a los ojos de Borges Martín Fierro es el gaucho inadaptado de la nueva sociedad y en rebelión contra sus leyes, para Marechal el poema épico de Hernández es la materia de un arte que nos hace falta cultivar más que nunca: el arte de ser argentinos y americanos”. Repite así, casi literalmente, la gacetilla ya citada y el artículo de Solanas en La opinión. 10. Éste es un deliberado homenaje que hace Solanas a los militares enrolados en el pensamiento peronista y, en términos más generales, nacionalistas. El episodio se refiere a manera de sueño del Hijo Mayor en la cárcel y tiene como fondo la música de la Marcha de San Lorenzo. Cuando Cruz muere, se escucha el pasaje correspondiente a “Cabral, soldado heroico...”; remite, sin lugar a equívocos, al buen soldado que muere por su jefe.

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