Las dos formas del poder

September 14, 2017 | Autor: Hector Ghiretti | Categoría: Political Science, Power, Kirchnerismo, Political Struggle
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Córdoba, Argentina, Lunes 20 de septiembre de 2004 Encuestas

Dos formas del poder Por Héctor Ghiretti

Licenciado en historia. Doctorando en Ciencias Políticas en Navarra (España)

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Una cosa debe quedar clara: el poder es algo bueno. Contra algunos teóricos del liberalismo, que se empeñan en fragmentar el poder hasta volverlo inocuo, contra algunos ideólogos de la democracia, que piensan que el ideal de la política es la supresión del gobierno –incluso contra el promocionado J.R.R. Tolkien, quien en El señor de los anillos nos ofrece una concepción demoníaca del poder– es preciso afirmar categóricamente que, desprovistos de la realidad del poder, el orden social y las realizaciones del hombre no sólo se volverían incomprensibles, sino inconcebibles. Y si el poder es una cosa buena, es bueno y legítimo procurárselo e intentar aumentarlo. En política, para ejercer el poder hace falta obtenerlo. Maquiavelo nos ha dado unas valiosas lecciones al respecto. Pero incluso para obtenerlo es preciso disponer, previamente, de algún tipo de poder. En política pueden distinguirse dos formas de poder: el poder en lucha y el poder en ejercicio pleno. Se distinguen no sólo por el fin, sino también por el modo de ejercerlos. El poder en lucha se ejerce esencialmente por vía de exclusión. Al competir con otros, debe luchar por diferenciarse del resto con el objeto de vencerlos. Esto es lo que hacen, en los sistemas democráticos, los partidos políticos en época de elecciones. El ejercicio del poder no puede ser compartido por todos: si así fuese, no habría competencia. Sólo si se lo concibe como servicio, el poder político es genuino. Y si bien, como sentenció hace casi medio siglo Georges Burdeau, en democracia el ejercicio del poder tiene menos importancia que su conquista, también lo es que a partir de cierto momento de consolidación, el poder debe transformarse. Un poder que obrara permanentemente por exclusión terminaría autodestruyéndose a sí mismo, dividiéndose hasta perder toda eficacia. Y por otro lado: si el poder político no se destina a una tarea de construcción y creación, se convierte en puro afán de dominación. En esta nueva fase, el poder pasa a obrar por inclusión. Todo poder político genuino debe arribar a esta fase inclusiva, de suma de fuerzas y voluntades. Un poder político pleno debe obrar por adición, no por sustracción: en esta cuestión se distingue al oportunista y al ideólogo del verdadero estadista. Kirchner y el poder

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Puede decirse que el actual gobierno no ha superado todavía el primer momento: el ejercicio del poder por exclusión. Es, por otra parte, bastante comprensible. En razón de su debilidad de origen, el gobierno de Kirchner ha tenido que afirmar su poder a través de sucesivas confrontaciones: contra los partidos de oposición y contra su propio partido, contra sus antiguos aliados y benefactores, contra los sindicatos y las organizaciones de protesta, contra las compañías privatizadas y el empresariado, contra los gobiernos provinciales y los organismos internacionales, contra los otros poderes constitucionales y la administración, contra la Iglesia y las organizaciones intermedias. Es de esperar que el poder adquirido por esta vía sirva para acceder, en algún momento, a la fase inclusiva.

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El poder implica relación. El poseedor del poder lo ejerce sobre algo. Y debe tener medios para hacerlo. Los pensadores políticos antiguos tenían muy claro que para todo poder era preciso el consentimiento de la comunidad sobre la que se ejercía. Una tentación del poder político –cada vez más fuerte, gracias a los sofisticados medios de medición de los que hoy se dispone– es buscar ese consentimiento no en las instituciones, sino en el afecto popular de las masas. El “apoyo de la gente” parece constituir el fundamento suficiente para el ejercicio del poder. El gobernante cree así eludir el difícil manejo y conciliación de los intereses de las instituciones, oponiendo a éstas un consenso único y masivo, sólo formalizado por el afecto que le profesan y que responde a su particular voluntad. El político crea así la ilusión de un poder personal que puede oponer a lo que considera intereses parciales o de facción. Conviene reflexionar por un momento sobre la naturaleza del consenso popular. Si bien –por contraste con el apoyo del entramado institucional– es más fácil de obtener, también es el que más rápidamente se evapora. El apoyo popular es díscolo, tiene una voluntad mudable y delicuescente. A falta de un interés específico que lo articule y lo distinga, es presa fácil de los múltiples intereses en juego, carne de manipulación de los que tienen intereses bien definidos. De modo que, si bien el consenso basado en la unidad de proyecto con el tejido institucional de la comunidad política es el más arduo y difícil de alcanzar, es el único que ofrece continuidad en el apoyo y compromiso efectivo. Esto es algo que, a efectos de arribar a la fase inclusiva y agregativa del ejercicio del poder, no debería perderse de vista.

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