La transportación de afectos en las novelas de Selva Almada ACLA 2015
Descripción
ACLA Congress Seattle, 2015. La transportación de afectos en las novelas de Selva Almada Karina Miller University of California, Irvine I. Los personajes y la historia Quisiera comenzar con una observación que el escritor Maximiliano Crespi hace de la novela Ladrilleros de Selva Almada. Éste comenta: “En efecto, la novela presenta una historia de conjuro y violencia sin redención, que exorciza toda posibilidad de transformación real e implícitamente busca ejemplificar la gravitación irrevocable de un telos histórico de la historia”. Crespi asegura que la escritura de Almada se encuadra en lo que llama “un realismo de derecha”, porque los personajes están atrapados en un determinismo sin fisuras que consolida una realidad que éstos no pueden modificar. (Facundo Gómez, 2) Esta caracterización forma parte de una polémica de la que también participa el escritor Patricio Pron, el cual acusa a la narrativa de Almada de ser conservadora, porque busca un efecto en el público y no en el lenguaje. Más allá de la evidente y curiosa anacronía de la polémica (que traza explícitamente un paralelismo con la función del realismo plasmado en la querella entre las revistas Contorno y Literal) me interesa interrogar esta preocupación por la representación literaria de la historia y sus implicancias políticas. Para eso propongo revertir las lecturas de la crítica que interpretan la narrativa de Almada desde la trama y el consecuente destino trágico de los personajes, para pensar en cambio en cómo se representan los afectos que circulan en su narrativa y los objetos que los hacen posibles. II. Los afectos y las cosas
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En El viento que arrasa hay una marcada relación entre la memoria y los
autos; los recuerdos de los personajes se muestran siempre en relación a éstos: autos que andan y autos rotos, carcasas de autos, autos en movimiento que dejan atrás imágenes borrosas por el tiempo, autos como lentes fotográficos que intentan capturar un pasado trasladado al presente: “La última imagen que Leni guarda de su madre es desde el parabrisas trasero del coche. Leni está adentro, arrodillada sobre el asiento, con los bracitos y el mentón apoyados en el respaldo.” (47) Leni ve la escena de abandono de su madre desde la perspectiva de la ventana trasera del auto, que como un lente fotográfico captura un instante del pasado al cual Leni vuelve tratando de descifrar. Desde su posición de espectadora en el interior del coche, la niña no puede escuchar lo que sus padres están diciendo y por lo tanto no posee ningún contexto para darle sentido a la escena. De la misma manera, Tapioca, el niño abandonado por su madre en el taller mecánico del Gringo Bauer en medio de la nada, busca refugio en los esqueletos de autos viejos, que funcionan como “cosas” que lo acercan a sus recuerdos: “Tapioca tampoco se acuerda bien de su madre. Cuando ella lo dejó, tuvo que acostumbrarse a su nuevo hogar. Lo que más le llamó la atención fue ese montón de autos viejos […] Se pasaba el día entero metido en las carcasas […].” (49) Propongo pensar los autos como punto de entrada para indagar en la distancia entre memoria y afectos implícita en esta novela, y de qué manera se negocia la relación de un pasado dado con un cierto futuro. Desde esta perspectiva, tomando prestada la idea de Bill Brown en “Thing Theory”, los vehículos como “cosas” no se vuelven relevantes en sí mismos (como mercancía, como objetos de la modernidad, como objetos de intercambio) sino como metodología para cuestionar un determinado orden afectivo, o, en palabras de Brown, como cosas que producen preguntas: “These
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may be the first questions […] that precipitate a new materialism that takes objects for granted only in order to grant them their potency -‐to show how they organize our private and public affection.” (7) La manera en que la materialidad de las cosas es constitutiva y constituyente de los afectos públicos, es decir, de su organización social, nos remite a una política de los afectos en la cual éstos poseen fundamentalmente una dimensión histórica y material; por eso resulta productivo pensarlos desde la distancia temporal que éstos crean cuando circulan en los vehículos: en El viento que arrasa el amor de pareja, la relación entre padres e hijos, el abandono, la búsqueda de la identidad individual, y el deseo utópico, toman sentido en una serie de imágenes construidas por fragmentos temporales que se hacen visible en y por los vehículos. Selva Almada construye la narrativa como un montaje de imágenes y temporalidades cuyo sentido tiene lugar en la intersección entre las “cosas” y los afectos. Los autos entonces, harían las veces de lo que Walter Benjamin considera como objetos o imágenes que en un contexto histórico “normal” son descartados como inservibles, inútiles, “basura de la historia”, pero que aislados pueden revelar la posibilidad de un ahora, de un reconocimiento del pasado oprimido o fantasmagórico que indaga también en el presente. De esta manera, en El viento que arrasa el pasado es un montaje de imágenes -‐recuerdos fragmentados, vistos desde un auto en movimiento, encerrados en su interior o proyectados como en una pantalla de cine-‐ que no se pueden reconstruir como totalidad en el presente. Escenas que transcurren en vehículos en ruinas, o como el auto del reverendo Pierson, que necesitan ser reparados, y que por eso mismo crean una pausa en la historia. Las historias de Leni y de Tapioca se originan en una experiencia de abandono que se profundiza en la búsqueda por la identidad y la memoria afectiva. El viento que arrasa no trabaja con la memoria colectiva ni
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hace referencia explícita al pasado de la dictadura militar argentina, los desaparecidos, o la búsqueda actual de los bebés robados a sus familias por los militares; se interna sí en la memoria afectiva privada del abandono y en el vacío que éste crea en el presente: Leni miró la espalda encorvada de su padre y sintió un poco de pena. Supuso que estaría recordando días más felices, los días de la infancia, las tardes de verano pasadas en aquél sitio. Pero enseguida dejó de tenerle lástima. Por lo menos él podía volver a lugares llenos de recuerdos. Podía reconocer un árbol y reconstruir el día en que él y sus amigos lo habían escalado hasta la copa. Podía recordar a su madre desplegando un mantel a cuadros sobre cualquiera de esas mesas ahora destruidas. En cambio ella no tenía paraísos perdidos adonde volver. Hacía muy poco tiempo había dejado la infancia, pero su memoria estaba vacía. Gracias a su padre, El Reverendo Pearson, […] sus recuerdos de la niñez eran el interior del mismo coche, las habitaciones miserables de cientos de hoteles todos iguales […] una madre cuyo rostro casi no recordaba. (18) En este pasaje los recuerdos se materializan en las cosas (el árbol, el mantel a cuadros, las mesas), cosas que como fósiles muestran la paradoja de un presente siempre incompleto, y de un ejercicio de la memoria que se vale de las ruinas. Así como los fragmentados recuerdos de la niñez de Leni se remiten al interior del mismo auto, los autos para Tapioca son “cosas” que transportan destinos (como el suyo propio) y que remiten a la fatalidad de la muerte: Intercaladas con la historias de los mapas, el gringo le contaba el momento en que el auto había dejado de pertenecer a su dueño para terminar allí con ellos. Recreaba siniestros y Tapioca escuchaba todo con ojos grandes y atentos. Al principio los ocupantes del vehículo siempre salían ilesos; el coche destrozado pero la gente sana y salva. Después el Gringo pensó que era hora de familiarizar al chico con la muerte, así que a partir de allí todas las historias tenían un remate definitivo y sangriento. (51) El cadáver retorcido de un auto como “cosa” narra otra muerte; la de las personas que lo habitan. El relato del gringo, su dedo que recorre rutas imaginarias para Tapioca sigue las pistas de los autos de la muerte. La referencia es velada,
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indirecta, sutil: sin embargo imposible de ignorar. Los autos representan aquí objetos de la muerte, del abandono, de la búsqueda de identidad, de la memoria. Transportan la incertidumbre del destino, el deseo de volverse a reunir con el que ya no está, la anonimidad de la muerte violenta. Implican un montaje, una relación temporal no lineal entre pasado y presente y de esta manera crean una distancia entre los recuerdos y los afectos. Como “cosas”, los autos plantean la pregunta por la distancia que implica la memoria ¿qué acercan o qué alejan estos autos en ruinas? Martin Heidegger en su ensayo “The Thing” se pregunta qué es “nearness” o cercanía; si la tecnología acorta las distancias sin por eso lograr cercanía, ¿cuál es entonces la naturaleza de la cercanía?: “nearness cannot be encountered directly”, señala, “near to us is what we usually call things”. Heidegger observa que una jarra es una “cosa” y que como tal su naturaleza no está dada por los materiales que la constituyen, ni siquiera por su disposición a “contener” algo (agua, vino) sino precisamente por el espacio vacío que establece su capacidad de contener. “The vessel’s thingness does not lie at all in the material of which it consists but in the void that holds.” El auto en ruinas entonces, deviene “cosa” como metodología que plantea preguntas (Brown) pero también como vacío, que indaga en la cercanía del pasado y por lo tanto, en cómo la memoria se negocia en el presente. Los autos como “cosas” encarnan la experiencia del abandono y la muerte que superpone el pasado al ahora desde una distancia propia de su naturaleza de vacío: El parabrisas todavía conservaba algunos pedazos de vidrios astillados en los bordes metálicos. Los limpiaparabrisas estaban suspendidos en el aire. Parecían las antenas de un insecto gigante cuya cabeza desaparecía bajo el capot. Adelante había otros pedazos de autos, algunos más deteriorados que el que ocupaban ellos. A Leni se le ocurrió que estaban atorados en un embotellamiento de automóviles fantasmas, en una carretera que conducía directamente al infierno. (104)
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En esta escena los autos-‐fantasmas, inmóviles, rotos, abandonados, en fila
hacia el infierno, son una imagen que señala “un desorden del tiempo”, como comenta Luis García: “[… ]para conceptualizar la interrupción del continuum histórico en un súbito lazo del presente con su pasado se precisa una imagen que vehiculice la condensación de presente y pasado.” (179) Y es que, afirma García, el montaje trabaja a partir de una pérdida que construye nuevas relaciones y conexiones de sentidos. La imagen de los autos-‐fantasmas, testigos mudos de la muerte, superpone temporalidades, funciona como imagen dialéctica en que pasado y presente se reúnen. Como afirma Benjamin “No se trata de que el pasado arroje luz sobre el presente, o lo que es presente ilumine lo que es pasado; más bien, imagen es aquello donde lo-‐que-‐ha-‐sido se reúne en un destello con el ahora […]” (citado en Gerhard Richter, “Una cuestión de distancia…” 268) Los autos entonces, como cosas y como vacío plantean la cercanía con un “ha sido” que es siempre y también, presente. III. Subí que te llevo Me interesa volver a las observaciones de la crítica que hemos mencionado al comienzo de este trabajo, la cual lee los textos de Almada desde la determinación fatalista del destino de los personajes como “determinismo sin fisuras” o “gravitación irrevocable de un telos histórico de la historia” y le atribuye un conservadurismo de derecha. Facundo Gómez en su artículo sobre Ladrilleros remarca que la crítica “condena una trama no dialéctica”, en un gesto propio de los años sesenta y setenta en que la oposición literatura comprometida vs. experimentación del lenguaje constituía el paradigma desde donde leer.
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Propongo pensar en cambio a la técnica de montaje de la narración como contrapunto de esa interpretación que, sintomáticamente, espera de la literatura una posición política basada en un paradigma demodé, ejemplificado en la polémica de las revistas Contorno y Literal, es decir, compromiso social vs. autonomía literaria. ¿Por qué la narrativa de Almada debería crear personajes y situaciones en las cuales la libertad de acción esté por sobre la opresión del destino? Y más precisamente, ¿por qué la crítica le asigna un valor político negativo a esta manera de operar en la ficción? La fatalidad que marca a los personajes de Almada no debe leerse como un rasgo fundamental de la posición política de su narrativa, sino más bien como un marco en el cual la negación a narrar un futuro utópico (tanto para su novela Ladrilleros como para El viento que arrasa) funciona como laboratorio de montaje en donde, de manera benjaminiana, se trabaja con lo descartado, lo pequeño y los deshechos: el taller mecánico paupérrimo, autos destruidos, lugares aislados, fragmentos de recuerdos, afectos truncados, promesas vacías, abandono y muerte. El pastor Pierson promete a Tapioca el reino de los cielos, el paraíso en donde todo es bello e incluso sus perros podrán ser felices. Es un futuro de mentira, que Leni comenta con ironía, es la metáfora de una utopía imposible por lo falsa. Para Leni, el futuro no es el fin del mundo sino el comienzo de un viaje: “Algún día se treparía al coche y se alejaría para siempre de todo. Atrás quedarían su padre, la iglesia, los hoteles. Quizás ni siquiera buscaría a su madre. Solamente echaría el auto hacia adelante, siguiendo la cinta oscura del asfalto, dejando, definitivamente, todo atrás.” (106) Sin embargo, parece decirnos esta novela, es ilusorio dejarlo todo atrás, en el olvido. Los autos aquí no llevan a ningún lado, no acortan distancias, no conectan lugares o personas, podríamos decir que tampoco transportan cuerpos sino
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recuerdos: marcan un vacío y una imposibilidad de pensar un futuro que vaya hacia delante, por eso arman constantemente el rompecabezas del pasado. El final de la novela no sigue esta línea que Leni imagina como esperanza de un futuro mejor. El auto del final es nuevamente el vehículo del abandono y la pérdida, la “cosa” o el vacío que marca la distancia afectiva entre Tapioca y el Gringo y que otra vez deja la muerte en su camino. Como en una fotografía, la escena que cierra la novela congela y anticipa la muerte del gringo que se queda solo, y plantea así la pregunta por la posibilidad de la historia de los que no están, el presente de “lo-‐ que-‐ha-‐sido”. Evoca la pregunta que Eduardo Cadava hace sobre la fotografía: “How can an event that appears only in its disappearance leave something behind that opens history?” (Works of Light 128) La última imagen de El viento que arrasa es el taller del gringo cada vez más chiquito, “todo pequeño alejándose a la distancia” (160) visto desde la parte trasera del auto que se aleja. Imagen que será parte de los recuerdos de Tapioca y es, en ese mismo momento, simultáneamente, un montaje entre recuerdo y presente vivido, la cruda materia de la memoria.
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