La supresión de lo anómalo: fin del arte y quiebra del yo creador
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1 -‐Esto es sólo una versión PRE-‐PRINT. Para posibles citas, por favor remítase a la versión publicada. -‐Publicado en CARDONA-‐RESTREPO, P., SANTAMARÍA VELASCO, F., MOLINA ECHEVERRI, C. (eds.), 2015, Cuerpo y acción (Medellín: Editorial Universidad Pontificia Bolivariana) / Editorial Uniclaretiana) pp. 13-‐23.
LA SUPRESIÓN DE LO ANÓMALO: FIN DEL ARTE Y QUIEBRA DEL YO CREADOR Modesto Gómez-‐Alonso Universidad Pontificia de Salamanca / Universidad de Edimburgo Resumen Se estudian en este ensayo dos modelos de utopía estética contemporánea: el primero, inspirado en la filosofía de la historia de Spengler y ejemplificado en la “producción” artística de Duchamp, despersonaliza el objeto de arte y disuelve su significación en contexto; el segundo, cuyo caso paradigmático es el del abstraccionismo pictórico, escinde al yo creador de sus aspectos corporales y culturales, aspirando a expresarse en un lenguaje inmediato, universal y diáfano. En la medida en que tratan de superar la anomalía del hecho estético y de disolver el conflicto entre sus rasgos universales y sus aspectos locales, ambos modelos son constitutivamente reduccionistas, y, por ello, distorsionan la complejidad intrínseca del fenómeno mismo al que responden. 1. Introducción. En su primera obra ensayística, The Conspiracy against the Human Race,1 el maestro de lo macabro Thomas Ligotti vincula lo inquietante (uncanny) a lo paradójico, entendido éste como término que abarca entidades "que nos horrorizan, no físicamente, sino en concepto", entidades cuya mera posibilidad "niega nuestra concepción fisicalista, afirmando una metafísica del caos", y que "o bien no son ni una cosa ni otra, o, de forma más alarmante, poseen una doble naturaleza, son dos cosas al mismo tiempo".2 Mientras la lógica convulsa de la paradoja se circunscriba a la especulación filosófica3 o únicamente irrumpa en el medio aislado de la ficción, se limitan sus efectos perturbadores. Su sublimación, literaria o epistemológica, permite que se presente desarmada ante la consciencia. Sin embargo, de acuerdo con Ligotti, la paradoja es mucho 1 Cf. T. Ligotti, 2010, The Conspiracy against the Human Race (New York: Hippocampus Press). 2 T. Ligotti, 2010, op. cit., p. 17. [Mientras no se especifique lo contrario, la traducción es nuestra] 3 La hipótesis cartesiana del Deus deceptor fuerza al meditador a afrontar esta "metafísica del caos", lo sumerge en el vértigo de una duda absoluta en la que desaparece cualquier sentido de direccionalidad: se disuelve el marco de referencias, la situación es tal que el orden bien puede ser desorden, y el desorden orden. Cuando la paradoja, sin pérdida de anomalía, se extiende a todo, y, así, resulta inidentificable, ya no puede eliminarse: se socava el contraste intelectual entre normalidad y anormalidad que posibilita la represión de ésta última. Cf. L. J. Beck, 1965, The Metaphysics of Descartes. A Study of the Meditations (Oxford: Clarendon Press 1967), pp. 68-‐76.
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más que una mera posibilidad, mejor dicho, es mucho más que el resultado de la racionalidad modal: toda nuestra experiencia, en la medida en que la consciencia es una aberración de la naturaleza que nos escinde de nosotros mismos y genera la contradicción de un ser que es al tiempo actor apasionado de su vida y espectador (indiferente, irónico, desilusionado…) de sí mismo, esclavo de su corporalidad y evaluador inflexible y libre de ella, es, además de paradójica, experiencia de la paradoja.4 No hay forma de sublimar esta consciencia de la anomalía que se da en la anomalía misma de la consciencia. De este modo, la consciencia parece volverse contra sí misma, sobrevivir a su monstruosidad anulándose. Represión del yo e "impulso a enajenarse de la vitalidad orgánica en general"5 son la cara y la cruz del mismo intento por exorcizar lo impensable. Lo impensable: la obra de arte, material transformado afectivamente, objeto emocional y semánticamente sobredimensionado, lugar de encuentro (y desencuentro) entre el yo y la cosa, multiplica, recrea y refleja la doble naturaleza humana. Cosa que es "dos cosas al mismo tiempo", en ella confluyen y entran en conflicto actividad y pasividad, materia y espíritu, inercia y voluntad, imaginación y ley, significado y objeto, tradición y originalidad, inteligibilidad e identidad, cuerpo y yo trascendental, sociedad e individuo.6 El "fin del arte" equivale a la finalización de esta dualidad, a la pretensión de de-‐construir lo siniestro, domesticándolo. Entre el ideal de una inmediatez pura que aísla al espíritu del instinto, del espacio físico y de la sociedad, y que construye un recinto invulnerable para el yo artístico, y una reducción del arte a "síntoma social", las utopías estéticas del siglo veinte parecen deambular entre la anulación del contraste a partir de la hipertrofia, y consiguiente normalización (y autonomía), de lo fantástico, y el reduccionismo racionalista de Ann Radcliffe, que trivializaba el horror, naturalizándolo. La libertad es anómala porque ni es nada ni opera en el vacío. Trascendentalismo y relativismo pierden de vista al sujeto y al arte encarnados. "Ambos bandos sufren la distinción superficial, obsoleta y no-‐dialéctica… entre las afectadas funciones intelectuales superiores de la mente y las más bajas e «instintivas» del cuerpo"7. 2. El fin del arte I: arte como crítica del arte y yo irónico. Resulta tentador aproximarse a "La fuente" de Duchamp desde la perspectiva atemporal y sofisticada del neo-‐clasicismo conservador. Para Roger Scruton, el gesto de Duchamp no pasó de una broma "bastante buena la primera vez, ya manoseada en tiempos de las cajas de Brillo de Andy Warhol, y completamente estúpida a día de hoy"8. 4 La dialéctica entre los puntos de vista irreductibles de primera y tercera persona explica, de acuerdo con
Nagel, el sentimiento de lo absurdo. Cf. T. Nagel, 1971, "The Absurd", en: T. Nagel, 1979, Mortal Questions (Cambridge: Cambridge University Press 2008), pp. 11-‐23. 5 W. Worringer, 1908, Abstracción y Naturaleza. Trad. M. Frenk (Madrid: Fondo de Cultura Económica 1997), p. 39. 6 Una reflexión pormenorizada sobre el carácter de síntesis de la obra de arte se encuentra en: F. W. J. von Schelling, 1800, Sistema del idealismo trascendental. Trad. J. L. Villacañas Berlanga (Barcelona: Península 1987), pp. 41-‐161. 7 D. Kuspit, 2007, Emociones extremas. Pathos espiritual y sexual en el arte de vanguardia. Trad. R. García Pérez (Madrid: Abada Editores), p. 15. 8 R. Scruton, 2009, Beauty (Oxford / New York: Oxford University Press), p. 99.
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Se trata, sin embargo, de una actitud de complaciente ignorancia. Con su sola presencia, "La fuente" insulta nuestras seguridades, pone en entredicho lo incuestionable (¿qué hace que algo sea arte?), llama la atención sobre el contexto social y cultural de nuestras evaluaciones, recusa la independencia, inmediatez, espontaneidad y pureza del juicio estético. Paradójicamente, el conceptualismo anti-‐kantiano que Duchamp inspiró podría interpretarse como el resultado impredecible de "la tendencia autocrítica que empezó con Kant"9, esto es, como transformación de la reflexión de las diversas artes sobre sí mismas con el fin de demarcar su ámbito de competencia propio y de preservar su autonomía en reflexión interna sobre el concepto de arte de la que se siguen, primero su vaguedad, más tarde su impureza y disolución.10 En cualquier caso, ni los problemas que plantea ni la anomalía histórica a la que responde, hacen de la "obra" de Duchamp una broma, es decir, un acto infantil e inmotivado. Su seriedad obedece a su arqueología: la crisis de la Modernidad, crisis que en arte y filosofía describió Spengler,11 y contra la que éste, curiosamente, prescribió una actitud análoga a la que en la práctica desarrollaron dadaístas, futuristas, defensores del arte pop y del arte publicitario, conceptualistas,12 o post-‐modernos. Basándose en la morfología comparativa de Goethe, La decadencia de Occidente desarrolla una concepción de la historia cuyos tres pilares son el relativismo, el determinismo (tanto diacrónico como sincrónico, esto es, referido a la relación Cultura-‐ individuos), y el pesimismo. De acuerdo con Spengler, las Culturas son entidades genética y hermenéuticamente cerradas que se desarrollan en torno a una "visión del mundo" específica ("cosmovisión", "concepción básica de la realidad", "símbolo primitivo", "modelo nuclear", "marco referencial", "paradigma"…: todas ellas, expresiones que emplea el autor, y que más tarde cobrarán vida propia en la epistemología de Wittgenstein, en la hermenéutica de Gadamer y en la historia de la ciencia de Kuhn, entre otros) que constituye su "esencia" y que se manifiesta por igual (confiriéndoles inteligibilidad) en todos los aspectos de la vida y de las creencias de los individuos que la comparten, desde las instituciones matrimoniales y la estructura familiar hasta el marco teológico, la metafísica especulativa y la concepción del número.13 Ninguna Cultura posee un contenido idéntico. No existiendo un ámbito de inteligibilidad trans-‐cultural y a-‐ histórico (racionalidad, moralidad natural, experiencia…) que permita el diálogo entre 9 C. Greenberg, 1960, "La pintura moderna", en: C. Greenberg, 2006, La pintura moderna y otros ensayos. Ed.
F. Fanés (Madrid: Siruela), p. 111. 10 No es de extrañar, por tanto, que, de acuerdo con Danto, el "arte post-‐histórico" guarde una relación paradójica con el meta-‐relato de Greenberg: es al tiempo su culminación y su superación dialéctica. Para Danto, "fin del arte" significa tanto "fin del relato legitimador del arte" como "consecuencia final de ese relato". Cf. A. C. Danto, 1997, Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. Trad. E. Neerman (Barcelona: Paidós 1999), pp. 25-‐41. 11 Cf. O. Spengler, 1917, La decadencia de Occidente (Vol. I). Trad. M. García Morente (Buenos Aires: Planeta-‐ Agostini 1993). 12 Para un análisis de la génesis y de las variedades de conceptualismo, cf. D. Marzona, 2005, Arte conceptual. Trad. A. Berasain Villanueva (Barcelona: Taschen). 13 Spengler, matemático de profesión, lleva a cabo una minuciosa comparación entre las aritméticas antigua y moderna mediante la cual subraya su inconmesurabilidad. Contextualizando la más abstracta y atemporal de las ciencias, socava la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, posibilitando así el nacimiento de la "historia de la ciencia" como disciplina.
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Culturas y la evaluación objetiva tanto de las creencias como de las acciones de sus miembros, se trata de universos mutuamente opacos e injustificables desde fuera de ellos mismos, marcos últimos alienados de la cosa en sí y de su conocimiento.14 Spengler anticipa la crítica de Sellars al "mito de lo dado".15 Se enfrenta también al cargo de auto-‐ refutación, la más añeja de las acusaciones contra el relativismo. Con el fin de evitarlo, asegura que es posible acceder a Culturas ajenas por empatía, es decir, postula una metodología cognitiva estética de filiación schopenhauariana, que reserva al genio un residuo de objetividad, individualidad y trans-‐culturalidad. Las Culturas, análogas a organismos vivos, poseen un ciclo vital (formal) idéntico e inexorable. Tras su infancia, su adolescencia. Tras ésta, su madurez conceptual y expresiva. Finalmente, su decadencia y ocaso. Este proceso es necesario, y, tal como señalamos arriba, responde a una presentación que se opone frontalmente a las visiones progresistas, heroicas (donde el individuo es agente histórico) y lineales de la historia. El título de la obra obedece al convencimiento de Spengler de que la Cultura Moderna está agotada, se encuentra en una etapa de plena decadencia, etapa a la que el filósofo denomina "civilización". Las civilizaciones, creativamente estériles, configuran un tipo humano concreto: productivo, escéptico, fragmentado, urbano, cosmopolita, tecnológico, hedonista, ritualista y repetitivo, activo, y esencialmente a-‐cultural. Spengler emplea los rasgos del Bajo Imperio Romano para describir las características esenciales del ciudadano europeo contemporáneo. En cualquier caso, lo que nos interesa subrayar es el hecho de que Spengler diagnostica el carácter anómalo de las artes y la filosofía en una fase de civilización. Ambas actividades, complementarias en la medida en que una expresa en conceptos lo que la otra desarrolla en intuiciones, tienen sentido en tanto que manifestaciones creativas del "símbolo primitivo" de una Cultura, es decir, en tanto que contienen "su verdad interior"16 y se encuentran enraizadas en una comunidad orgánica que, vitalmente, se auto-‐expresa. Sin embargo, cuando esa comunidad homogénea desaparece, y, aisladas de su suelo nutricio, transformadas en residuo de épocas pretéritas, más dignas de consideración anticuaria que de apasionada intimidad, las artes sobreviven en el limbo a-‐temporal del academicismo: incomprensibles, inútiles, "fuera de circulación", su sentido y función se resienten. El museo es un mausoleo. La cita sustituye a la creación. La recreación romántica de la infancia del arte preserva las marcas del sobre-‐refinamiento que la produjo: artificialidad e insinceridad. El artista se encuentra aislado de su yo, perpetuando una actividad absurda para el mundo y para sí mismo,17 pues ese "sí mismo" 14 Además de con Goethe, Spengler reconoce su deuda con Nietzsche, del que asume su perspectivismo
radical. 15 Cf. W. Sellars, 1956, Empiricism and the Philosophy of Mind (Cambridge, Massachusetts / London, England: Harvard University Press 2003). 16 O. Spengler, 1917, op. cit., p. 74. 17 Actividad absurda si se la considera en sí misma, abstraída de su dimensión socio-‐económica. Su valor, si lo tuviere, dependerá de su carácter de mercancía, y de la subsiguiente transformación del artista en productor y agente publicitario. En la dinámica de mercado llega un momento en el que el artista, más que vender su obra, se vende a sí mismo, es decir, en el que lo que vende es una firma con la que se apropia de un objeto, y no el objeto transformado y sobredimensionado. La marca confiere valor a la obra. Ésta es, en sí misma y en lo que se refiere a sus cualidades internas, superflua.
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se reduce a su persona, al "yo social" que la civilización construye y que abarca la totalidad del sujeto. Si la crisis del arte moderno consiste en su discordancia respecto a la sociedad con la que coexiste, en que no "respira" a su ritmo; si a eso añadimos el determinismo histórico, la imposibilidad del individuo tanto de revertir el espíritu de su tiempo como de mantener la ilusión de un tiempo propio; ¿cuál es, para Spengler, la función del arte en una época anti-‐artística?, ¿cómo podrá superarse la crisis, reintegrando el arte a la civilización que lo produce y consume? Para que el conflicto desaparezca, el arte ha de disolverse. Lo que lleva a Spengler a señalar que la única forma legítima de arte contemporáneo es aquélla en la que éste se vuelve sobre sí mismo para, mediante la reflexión nihilista, descomponerse. El arte del siglo veinte ha de ser un "arte a-‐artístico"18 que, trivializando sus imágenes y contextualizando sus procedimientos y sus objetivos, cuestionando su valor intemporal, su capacidad cognitiva y sus "dogmas" (se refieran estos a la esencia de lo "verdaderamente artístico", a la creación o a la "experiencia estética" del espectador), destruya mediante actos el castillo de naipes que el filósofo escéptico erosiona a través de conceptos. Cuando el artista muestra que "todo vale" no sólo se disuelve la jerarquía en las artes, también desaparece la jerarquía del arte. Espectador y artista se liberan por igual de la normatividad cultural, y pueden dedicarse sin que les acompañe el remordimiento de una vida desperdiciada "a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica (…)".19 La actividad artística podrá sobrevivir. Pero, aparte de su supervivencia disfuncional, lo hará o bien como actividad crítica o sin espacio propio, reintegrada a la sociedad sea como artesanía, entretenimiento o firma. No es difícil reconocer en el programa spengleriano los hilos conductores de la estética de Duchamp. Su raíz común es un anti-‐romanticismo tan extremo que desemboca en eliminación del yo y deshumanización del arte "físico". Sus manifestaciones más evidentes20: (i) recusación de la ecuación entre respuesta estética y respuesta emocional ante un objeto afectivamente cargado; (ii) despersonalización del objeto de arte; (iii) intencionalidad crítica y escéptica; (iv) prioridad del significado sobre el objeto y del contexto sobre el significado; (v) pluralidad semántica; (vi) desplazamiento de la imaginación creativa del objeto al título y del artista al espectador; (vii) intelectualización del arte; (viii) desublimación represora. Reintegrar a la sociedad el objeto artístico, liberarse del arte con el fin de que la anomalía del yo desaparezca: objetivos suicidas que, tal como sucede en el intento filosófico de eliminar la filosofía, más que alejarnos de ella la consolidan. No es la materia No es de extrañar, por tanto, que, refiriéndose a la revolución conceptualista de los setenta, Danto señale que "la principal contribución artística de la década fue la aparición de la imagen «apropiada», o sea, del «apropiarse» de imágenes con significado e identidad establecidos y otorgarles nueva significación e identidad." A. C. Danto, 1997, op. cit., p. 37. Las apropiaciones, como una negación dialéctica y no recursiva, pueden multiplicarse al infinito. Warhol se apropió de un objeto cotidiano, las cajas de Brillo, y las hizo "propias". Mike Bidlo se apropia de la apropiación de Warhol, expropiándolo explícitamente en Not Andy Warhol (Brillo Box). 18 O. Spengler, 1917, op. cit., p. 79. 19 O. Spengler, 1917, op. cit., p. 73. 20 Cf. D. Kuspit, 2007, op. cit., pp. 25-‐41.
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bruta la que trivializa al arte, sino el contexto artístico el que transforma y re-‐bautiza al objeto cotidiano. Éste actúa como catalizador tanto de la perspectiva objetiva como de la imaginación creadora del espectador; enigmático, es objeto y causa de reflexión, y, por ello, adquiriendo proporciones simbólicas, se transforma en lugar de encuentro del espectador con su mundo y consigo mismo. Familiar y ajeno, representa la realidad cotidiana bajo otro prisma, y, así, nos distancia de ella, posibilita que nos reconozcamos al tiempo en carne y en espíritu, logra un equilibrio momentáneo y tenso entre el yo social y el yo creador, entre historia y juego. Artificial y escapista, el romanticismo acabó creando un espacio emocional autónomo, un simulacro que, bajo la apariencia de la liberación del yo, le impedía verse a sí mismo en confrontación con su entorno. Paradójicamente, el material en bruto extiende el ámbito de lo posible sin perder por un solo momento la solidez de lo actual: el yo, al igual que el objeto, se multiplica sin desintegrarse, rompe con la convención sin perder de vista la condición de posibilidad misma del sentido de esa ruptura. La libertad ocupa el espacio que media entre lo dado y lo ilimitado, entre un yo absorbido por el nosotros o alienado en la independencia de su presentación.21 En esta situación, el artista toma prestada la energía creadora del espectador, vive la existencia anómala y ajena de un no-‐muerto, que asume el yo que otros le ceden. La paradoja, al duplicarse, genera la defensa de un yo irónico, que, como el yo irónico de los románticos,22 observa despectivamente a esa parte de sí mismo que trata de asumir la máscara del artista que se constituye gracias a reacciones ajenas. Entre un sí mismo prestado y un sí mismo en "espléndido aislamiento", el yo artístico ni se integra ni se desintegra. Irónicamente, vive la existencia fluctuante, neurótica, agresiva y agradecida del ego romántico. Efecto sin causas, "La fuente" ilustra la orfandad moral de una individualidad sin conflicto, que o bien se apropia del conflicto del espectador o desemboca en lo contrario a la socialización del artista: su purificación. 3. El fin del arte II: del arte como apropiación al arte como "espacio propio". Lo que Spengler significó para el arte conceptual y post-‐moderno, lo supuso Worringer (y, a través de él, Schopenhauer y Kant) para las sucesivas olas de arte abstracto, desde Kandinsky y Schönberg hasta Pollock, Motherwell y Rothko. La desesperada búsqueda de uno mismo; el obsesivo esfuerzo de purificación moral y estética al que, mediante el ejercicio filosófico, aspiró Wittgenstein,23 mediante el poético, T. S. Eliot, mediante el 21 Para una defensa contemporánea (y no dualista) de la prioridad de presentación del cogito, cf. G. Strawson,
1999, "Self, Body and Experience", en: G. Strawson, 2008, Real Materialism and Other Essays (Oxford: Clarendon Press), pp. 131-‐149. 22 Cf. I. Babbitt, 1910, The New Laokoon; an essay on the confusion of the arts (Charleston: Bibliolife 2010), pp. 82-‐83. 23 Un ejemplo significativo de la influencia del Primer Wittgenstein es estética es la obra de Suzanne Langer, en concreto, Feeling and Form (1953). Allí, rectificando algunos detalles de la estética vanguardista (fundamentalmente, sustituyendo la "sensación inmediata" por "simbolismo natural"), defiende que el arte es el lenguaje de lo indecible, esto es, que mientras las proposiciones representan estados de cosas externos, los lenguajes artísticos son códigos que denotan experiencias internas. De este modo, se preserva la tesis wittgensteiniana de que el arte pertenece a lo místico (no es traducible a proposiciones), sin que ello implique opacidad o empatía. Lo místico no es decible, pero es comprensible: se manifiesta en un lenguaje autónomo.
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pictórico, Mondrian; la priorización de un Yo trascendental que descubre una realidad interior que le redime del mundo; la humanización del arte a través del abandono del espacio, de la representación, de la empatía, y del naturalismo; el ideal de una intelectualización sufriente del arte; todos ellos son rasgos programáticos de Abstracción y Naturaleza, rasgos que Worringer ordenó, pero que eran patrimonio del ambiente revolucionario, roto y ferviente de la Viena de entre siglos. Si el denominador común de ambas corrientes es la acentuada consciencia de la crisis de la Modernidad y de la anomalía del arte romántico y de sus epígonos, poco más, aparte de este hecho, las relaciona. Varía el punto de vista global: si, para Spengler, lo que otorgaba vitalidad al arte era la Cultura que en él se plasmaba, tesis que implicaba la primacía evaluativa de la perspectiva inter-‐subjetiva y el mito de la homogeneización e integración orgánicas; para los defensores del arte abstracto, el arte, expresión simultánea de lo más objetivo y de lo más subjetivo, es, por definición, culturalmente anómalo, de forma que su socialización equivale a esclerotización24 y la medida de su sentido es la libertad que expresa y ofrece. Cambia el diagnóstico: de acuerdo con Spengler, la crisis del arte respondía a su anomalía en tiempos de civilización; para Worringer y Kandinsky, su causa es que se corresponde demasiado al espíritu de su tiempo, repitiendo en representaciones el proceso de reificación y narcotización propio de las civilizaciones, la escisión entre el individuo y sus actividades en tanto que escisión entre el artista y su obra. Las terapias son, por consiguiente, inconmensurables: se reemplaza una crítica que se agota en sí misma por la quiebra metodológica del academicismo, actividad que reduce a escombros la actitud naturalista con el fin de que el yo adquiera un terreno que le sea propio y descubra un lenguaje inmediato en el que se exprese su "necesidad interior".25 Más arriba señalamos que el gesto desafiante de Duchamp, en vez de aniquilarse como arte al desintegrar el valor del arte tradicional, reafirmaba, como enigma e insulto, su condición artística. Vehículo reflexivo, transgresión que hace físicamente presente la artificialidad del "mundo vivido", sitúa al espectador frente a sí mismo, actualizando el hiato que la convención reprime. Expresa libertad, o, lo que es lo mismo, distancia. Una distancia que es también comunión crítica con un entorno que, al mostrarse como superestructura, es decir, como la presencia aplastante e intensa que únicamente aparece ante la mirada externa, pasa de habitual a monstruoso. Paradójicamente, la comunión diaria e interna, reducida a apariencia, de-‐sustantiva al organismo social. El yo social aparece con y en el yo crítico. En cualquier caso, lo que para el arte conceptual es, dado su programa, fracaso, dada su negatividad, final; es para el abstraccionismo éxito y propedéutica artística. La Para un estudio de esta teoría, cf. G. L. Hagberg, 1995, Art as Language. Wittgenstein, Meaning, and Aesthetic Theory (Ithaca / London: Cornell University Press 1998), pp. 8-‐30. 24 "Antes dijimos que el arte es hijo de su tiempo. Tal arte sólo puede repetir artísticamente lo que ya satura claramente la atmósfera del momento. Este arte, que no encierra ninguna potencia del futuro, que es sólo un hijo del tiempo y nunca crecerá hasta ser engendrador del futuro, es un arte castrado. Tiene poca duración y muere moralmente en el momento en el que desaparece la atmósfera que lo ha creado." V. Kandinsky, 1912, De lo espiritual en el arte. Contribución al análisis de los elementos pictóricos. Trad. G. Dieterich (Barcelona: Paidós 1993), p. 25. 25 Cf. V. Kandinsky, 1912, op. cit., p. 54.
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reflexión no es ahora la consecuencia indeseable de la protesta, sino la razón de que, desenmascarado el arte muerto, se agudice la sed intelectual, y, con ella, la necesidad de encontrar fuentes genuinas.26 La libertad que la crítica manifiesta se transfigura en investigación pictórica de esa libertad y de las condiciones que la posibilitan. Con magistral lucidez, Kandinsky nos proporciona las coordenadas históricas del arte abstracto: "Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo."27 Con trágico rigor, su obra realiza en pintura lo que Descartes llevó a cabo filosóficamente en la Segunda Meditación: una disolución del yo histórico cuyo resultado es el alumbramiento de un sujeto que se reconoce sin emplear criterio empírico de identidad alguno, que, incapaz de disociarse y de adscribir a otro la experiencia de sí mismo, se descubre como hecho puro, incondicional y primitivo, agente en un sentido estricto del término, condición en un sentido último. Ese yo, místico y palpable, transparente y de difícil acceso, es el destilado final de una disciplina pictórica que no es otra cosa que ascesis intelectual y moral. El fin del arte es aquí fin del conflicto artístico, quiebra del auto-‐engaño: autonomía y serenidad. 4. Conclusión: La fragilidad de la libertad. Comparando a Kandinsky y Duchamp es natural recordar la enorme distancia moral que separaba al epicúreo, quien, encerrado en su jardín, absorto en la difícil tarea de reformar su voluntad y su entendimiento, reflexionando con la seriedad de aquél que se juega a sí mismo en su pensamiento, ejemplificaba la íntima conexión de palabra y obra; del tardo-‐ estoico fustigado en sus sátiras por Luciano de Samosata, acróbata dialéctico, vendedor de sí mismo, funambulista de una virtud que sólo medraba en el escenario. Duchamp se separa del gesto que lo identifica, exige en el espectador una seriedad que él no toma en serio, alcanza el ideal del capitalismo salvaje: vender nada al precio de todo. Ni siquiera "utiliza su fuerza para satisfacer bajas necesidades": las satisface, pero gracias a la fuerza que sustrae de su creador y víctima. En Kandinsky, por el contrario, no hay bajas necesidades: sin máscara que sustraer, la sospecha no tiene otro remedio que volverse contra sí misma. Sin embargo, esa fuerza moral, sostenida por la visión del desarraigo, aniquilada por su meta, es muy distinta de la fuerza interior de quien, en vez de aislarse, se perfila frente a un entorno hostil. Para éste, toda victoria es pírrica, nunca hay seguridad en lo ganado. En cierto sentido, más que un punto dado, su yo es un centro formado por y enfrentado con el torbellino que le rodea, un núcleo que se desintegraría tanto en la integración como en el vacío. Sociedad y yo trascendental se encuentran en ese momento tenso que es el milagro del yo empírico, o lo que es igual, del yo creador. 26
"El artista utiliza su fuerza para satisfacer bajas necesidades; en una forma aparentemente artística presenta un contenido impuro, atrae hacia sí los elementos débiles, los mezcla constantemente con elementos malos, engaña a los hombres y les ayuda a engañarse a sí mismos, convenciendo a los demás de que tienen sed espiritual y que apagan esta sed en una fuente pura." V. Kandinsky, 1912, op. cit., p. 28. 27 V. Kandinsky, 1912, op. cit., p. 38.
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No se trata tan solo de que, una vez desaparecen las señales de la lucha interna, el arte abstracto, presa fácil del academicismo, esté tan desprovisto de humanidad como "el arte por el arte" romántico. Tampoco de denunciar el auto-‐engaño de una residencia trascendental permanente. Menos aún, de la negación grosera de la espiritualidad y de su materialización en signos diáfanos. El problema del arte abstracto es la bi-‐ compartimentación, que impide que el esfuerzo moral se traduzca en moralización, esto es, en introducción de la dimensión moral en la vida. Moral no es quien, anestesiado, no siente la ira. Lo es quien, incapaz de no sufrirla, la detiene en sus acciones. Moral no es quien, de acuerdo con la conocida expresión de Diderot, no siente con su diafragma. Sino quien no vive dominado por él. La fidelidad al yo es lealtad al yo humano, a un conflicto que, más que trascenderse, ha de agudizarse. En la tentación, la humanidad. Lo que significa que el yo vive en la mediación y que suplanta a la eufórica libertad de espontaneidad la auto-‐mutilante libertad de organización y veto.
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