La rivalidad internacional por la República Dominicana y el complejo proceso de su anexión a España (1858-1865)

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Descripción

La rivalidad internacional por la República Dominicana y el complejo proceso de SU anexión a España (1858-1865)

Archivo General de la Nación Vol. CXCI

Luis Alfonso Escolano Giménez

La rivalidad internacional por LA República Dominicana Y el complejo proceso de SU anexión a España (1858-1865)

Santo Domingo, D. N. 2013

Cuidado de la edición: Área de Publicaciones Autor: Luis Alfonso Escolano Giménez Corrección: Luis Alfonso Escolano Giménez y William Capellán Diagramación: Harold M. Frías Maggiolo Diseño de cubierta: Cristian Cohén Simó Motivo de cubierta: Mapa de la República Dominicana revestido de su bandera, rodeado de buques simbolizando la amenaza de otras naciones. Primera edición, 2013 ©Luis Alfonso Escolano Giménez De esta edición ©Archivo General de la Nación (vol. CXCI), 2013 ISBN: 978-9945-074-88-8 Impresión: Editora Mediabyte, S.R.L.

Archivo General de la Nación Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do

Impreso en República Dominicana / Printed in the Dominican Republic

Índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Capítulo I El retorno del caudillo al poder: la actuación del régimen santanista entre 1858 y 1861 1. La naturaleza política del santanismo . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 2. El agravamiento de la cuestión monetaria a partir de 1858. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 3. El incidente consular de 1859: entre la injerencia externa y la defensa de la legalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 4. Últimas emisiones monetarias antes de la anexión. . . . . . . 62

Capítulo II El complejo panorama diplomático dominicano durante el conflicto consular de 1859 1. El protectorado de Cerdeña sobre Santo Domingo: una opción inviable. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68 2. Últimas secuelas de la matrícula de Segovia . . . . . . . . . . . . 74 3. Las relaciones dominiconorteamericanas y su efecto sobre las potencias europeas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .79 4. El conflicto consular y el agravamiento de la tensión entre la República Dominicana y las potencias europeas. . 99

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5. El progresivo reacercamiento de la República Dominicana a España. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120 6. Las principales amenazas externas contra la República Dominicana: Haití y los Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . 135 7. Nueva misión de Cazneau como agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana (1859-1860). 143

Capítulo III La intervención de las potencias europeas en el conflicto dominico-haitiano a partir de la tregua de 1859 1. La mediación de Francia y Gran Bretaña: ¿tregua o paz definitiva?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162 2. Papel de España en la cuestión dominicohaitiana y aumento de la rivalidad entre las potencias europeas . . . 190

Capítulo IV

Influencia de la crisis económica dominicana en la articulación del proyecto anexionista

1. La situación económica de la República Dominicana hasta 1861. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .229 2. La inmigración española en la República Dominicana . . 243 3. Las relaciones comerciales dominicanas antes de la anexión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 262 4. Los proyectos de inversionistas norteamericanos entre 1859 y 1861. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

Capítulo V

de la

Las relaciones exteriores República Dominicana en vísperas de su anexión a España

1. La misión del general Alfau ante el Gobierno español (1859-1861). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 324

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2. Actitud franco-británica ante la creciente influencia de España en la República Dominicana . . . . . . . . . . . . . . 346 3. El papel de los Estados Unidos en la coyuntura dominicana preanexionista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 358 4. Las últimas interferencias franco-británicas antes de proclamarse la anexión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 365

Capítulo VI Los preparativos inmediatos de la anexión 1. Últimas gestiones de Santana en busca del protectorado o de la anexión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 380 2. Fases y fundamentos de la negociación entre Santo Domingo y La Habana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 402 3. La precipitación de los acontecimientos durante los primeros meses de 1861. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 448

Capítulo VII

Principales reacciones ante el hecho consumado de la anexión

1. El sinuoso camino hacia el hecho consumado de la anexión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 482 2. España acepta la reincorporación de Santo Domingo . . . 499 3. Repercusión internacional de la proclama anexionista . . 530 4. Eco de la anexión en la prensa española. . . . . . . . . . . . . . 558

Capítulo VIII Los primeros conatos revolucionarios en Santo Domingo y el estallido final de 1863 1. El estado de la opinión pública a la llegada de las primeras tropas españolas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 580 2. El alzamiento de Moca en mayo de 1861. . . . . . . . . . . . . . 588 3. La frustrada expedición de Sánchez y Cabral desde Haití. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 594

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4. La crónica del levantamiento de febrero de 1863. . . . . . . 609 5. El principio del fin de la etapa anexionista: la insurrección de agosto de 1863 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 634 Fuentes documentales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 667 Fuentes hemerográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 669 Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 671 Siglas y abreviaturas utilizadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 681 Índice onomástico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 683

Introducción

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ste trabajo trata de responder a las dos cuestiones planteadas en su propio título –la rivalidad internacional por la República Dominicana y la anexión de Santo Domingo a España–, a fin de dilucidar la naturaleza de un hecho tan insólito en la historia como la reincorporación de Santo Domingo a su antigua metrópoli, proclamada el 18 de marzo de 1861. El desarrollo de las páginas que siguen parte, pues, de la necesidad de explicar, en clave interna y externa, las causas de la anexión dominicana a España, así como el rápido fracaso de la misma, lo cual permite comprender, a su vez, el estallido de la Guerra de la Restauración, que puso fin a la experiencia anexionista en 1865. Los hechos analizados, cuyo sesquicentenario se conmemora justo ahora, tuvieron lugar en el breve lapso de solo siete años, de modo que nos encontramos, sin duda, ante uno de esos períodos en los cuales el ritmo histórico parece acelerarse y, por ende, su estudio resulta de muy especial interés para comprender la evolución posterior de los acontecimientos. La perspectiva con que se aborda esta investigación, dada su temática, se encuadra en el ámbito teórico de la historia de las relaciones internacionales, por lo que presta particular atención a las principales dimensiones de las mismas, en lo concerniente a los aspectos políticos y diplomáticos, pero también a los de índole económica, tales como las finanzas y el comercio. Se pretende analizar las diversas dinámicas implicadas en las relaciones entre los diferentes países, que no son tan solo las establecidas entre sus respectivos gobiernos, e igualmente se busca abarcar, por ejemplo, los proyectos de inversión llevados a cabo por

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ciudadanos particulares, los movimientos migratorios y diversas actividades profesionales de carácter privado. El complejo proceso que desembocó en la anexión de Santo Domingo a España supone una actuación de la política exterior española que integra de forma explícita las tácticas de una diplomacia más o menos sutil y una expedición militar, en el sentido estricto del término. La reincorporación de un país independiente a su ex metrópoli constituye una ocasión excepcional, que permite indagar en la imbricación entre las vertientes política y militar de la acción exterior de un Estado, en este caso concreto el español. En efecto, la actuación de España en América tenía una prioridad absoluta, que era la preservación de Cuba y Puerto Rico frente a la amenaza estadounidense, y hacia ese objetivo básico estaba orientada prácticamente toda la política exterior del ejecutivo de Madrid, que veía dichas provincias antillanas como una parte inalienable del territorio español. Así pues, las gestiones de los diferentes gobiernos dominicanos concluyeron con un resultado no por desusado menos previsible, dada la insistencia de aquellos, por lo que casi podría hablarse de una intervención española teledirigida desde otro país, cuyo poder tanto político y económico, como diplomático y militar, era mucho más limitado. De ahí el enorme interés de rastrear cómo llegó a producirse una anexión, cuya viabilidad era más que dudosa, según vino a ponerse de manifiesto en 1863, cuando estalló el levantamiento contra España que dio lugar a la restauración de la República Dominicana en 1865. Este trabajo no aborda los hechos de armas que se produjeron durante ese conflicto bélico, sino la fase de los antecedentes más directos de la anexión y los primeros pasos de esta, así como su fracaso final. Para consolidar el nuevo estado de cosas se hizo necesaria la presencia de un contingente de tropas españolas en Santo Domingo, por lo cual la participación de la Armada resultó necesaria para el transporte y desembarco del Ejército expedicionario, en un territorio que aún no formaba parte de España y que le era poco conocido, con todos los peligros que tales circunstancias conllevaban. La posición indudablemente estratégica de la isla Española, ubicada entre Cuba y Puerto Rico, y más en

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concreto el valor, quizás sobredimensionado, pero no por ello menos significativo, atribuido a la bahía de Samaná, demandaban una expedición naval de cierta magnitud, para ocupar varios puntos en el plazo más breve posible. Cabe afirmar que, con independencia del fracaso final del experimento anexionista, que por su propia naturaleza tuvo el desenlace que era de esperar, la intervención mediante la cual España se apoderó del territorio dominicano fue impecable, incluso modélica, como puede deducirse del testimonio autorizado de quienes en ella participaron en calidad de militares. Resulta también muy significativo que los dos principales jefes de la expedición, tanto el brigadier Peláez de Campomanes como el general Joaquín Gutiérrez de Rubalcava, tuviesen un destacado papel durante las negociaciones previas con el Gobierno dominicano, como representantes de las autoridades españolas, y en particular del gobernador de Cuba, general Serrano. En cuanto al principal escenario de estos hechos, la República Dominicana, su historia entre 1844 y 1861, período denominado por la historiografía dominicana con el nombre de Primera República, viene definida por una serie de factores básicos. El más determinante de ellos es la crisis estructural del nuevo Estado, como consecuencia de su inestabilidad política y su debilidad económica, que llevó a los diversos gobiernos de la República a buscar la ayuda de una potencia extranjera, por medio del protectorado o del simple establecimiento de relaciones diplomáticas. El segundo elemento que marcó dicha etapa es la constante amenaza a la independencia dominicana por parte de Haití, materializada en varias invasiones contra su territorio. Esta fue la causa de nuevas gestiones en aras de obtener un acuerdo de paz duradero entre los dos países de la isla, para lo cual el Gobierno del presidente Báez recurrió a la mediación de Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Aun así, no fue posible alcanzar un cese definitivo de las hostilidades, sino tan solo una serie de treguas sucesivas, con la garantía francobritánica. Además de la compleja tesitura interna en que se encontraba sumida la isla Española, recaían sobre ella las injerencias externas

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derivadas de la rivalidad existente entre los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España, en un área de tanta importancia geoestratégica como el mar Caribe. En este contexto, las apetencias territoriales del Gobierno norteamericano en la bahía de Samaná eran consideradas por las potencias europeas como un peligro cierto, dados los antecedentes anexionistas de aquel país. España, que durante los primeros años se había resistido a involucrarse directamente en las cuestiones que afectaban a su antigua colonia, dio un giro de ciento ochenta grados a esa política de no intervención, y en 1855 decidió reconocer a la República Dominicana, con el objetivo de actuar sobre el terreno y hacer frente así al expansionismo estadounidense en el Caribe. La anexión de Santo Domingo a España se inscribe pues en una dinámica de implicación cada vez mayor en la situación interna dominicana por parte del ejecutivo de Madrid, a través tanto de sus agentes diplomáticos en el área antillana, como de los sucesivos gobernadores de Cuba y Puerto Rico, en su calidad de máximas autoridades españolas en dicha región. El proceso anexionista ha sido visto desde España como un capítulo más de la política exterior llevada a cabo por el llamado Gobierno Largo de la Unión Liberal (1858-1863). Por ello, en general la historiografía española lo ha considerado dentro de la misma línea que otras intervenciones o expediciones militares del período unionista, con las cuales sin duda presenta algunas características en común. En este sentido, la anexión es un hecho que cabría incluir dentro de esa política «propia de la burguesía moderada que rige la península ibérica entre 1843 y 1868, emprendida por razones de prestigio sin intención de alterar sustancialmente un statu quo celosamente defendido por las grandes potencias»,1 a la que se ha referido José María Jover en muchas de sus obras. Así pues, dentro del campo de la historia de las relaciones internacionales de España, la mayor parte de los estudios mantienen este tratamiento. En cualquier caso, debe subrayarse la atención más bien escasa que la historiografía española ha prestado a esta cuestión, a pesar José María Jover Zamora, España en la política internacional: siglos Madrid, Marcial Pons, 1999, p. 143.

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de que tuvo consecuencias muy relevantes para la propia España. Entre ellas, no se puede obviar su importante contribución al agravamiento de la crisis económica y política en los años finales del reinado de Isabel II, quien fue destronada en 1868, ni mucho menos su influencia en las posteriores insurrecciones de Cuba y Puerto Rico, cuyo estallido tuvo lugar en ese mismo año. Los autores españoles que han abordado el estudio de la anexión suelen hacer mucho énfasis en los aspectos directamente relacionados con España, pero dejan al margen las interferencias de otros países, o cuando menos las relegan a un segundo plano. Además, el objeto de estudio de la mayor parte de los trabajos que han profundizado en este período de la historia de las relaciones dominicoespañolas es la reincorporación de Santo Domingo a España, entre 1861 y 1865, así como sus antecedentes más inmediatos, de modo que la etapa previa a los mismos carece de la necesaria atención. Por lo que se refiere a los trabajos realizados desde otras perspectivas, tales como las derivadas del análisis de la prensa, o con la vista puesta en el propio desarrollo del proceso anexionista, puede apreciarse en ellos una tendencia a aislar el fenómeno, por lo cual este también queda descontextualizado, al menos en cierta medida. Ambas posturas son las más habituales a la hora de tratar los hechos que nos ocupan, aunque aparte de estos dos enfoques principales pueden encontrarse algunos estudios que abordan la cuestión desde el planteamiento propio de la historia de las relaciones internacionales, es decir, sin centrarse tan solo en uno o dos países, sino con una visión de conjunto, pero son aún relativamente escasos. Por consiguiente, se ha tratado de incluir en el marco de análisis conceptual que sirve de referencia a esta investigación monográfica las variables más relevantes para comprender mejor el fenómeno anexionista en la República Dominicana, así como la rivalidad internacional que lo acompaña. Al abordar la cuestión se ha tomado en cuenta de forma prioritaria los aspectos económicos, políticos, diplomáticos, culturales e identitarios de la misma, ya que permiten analizar desde distintos ángulos la actuación de los diferentes países que tuvieron un mayor protagonismo en

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el acontecer de este período de la historia dominicana. Por otra parte, se ha buscado un equilibrio en el empleo de las fuentes, entre las procedentes de las diversas potencias europeas implicadas (España, Francia y Gran Bretaña), las estadounidenses y las propiamente dominicanas. Debe señalarse también que dichas fuentes son en gran parte inéditas, lo cual constituye una de las principales aportaciones que se ha pretendido realizar con este trabajo, ya que sin duda ofrecen la posibilidad de obtener nuevos datos, que pueden servir para ampliar la perspectiva desde la que ha de estudiarse un tema de esta naturaleza, el cual por su propia complejidad requiere una explicación multicausal. Nuestra principal hipótesis parte de la necesidad de explicar la anexión de Santo Domingo a España en función de un marco que abarque más allá de las dinámicas internas de cada uno de estos dos países, por tratarse de un hecho en el cual la rivalidad internacional jugó un papel determinante, no solo en su génesis sino también en su posterior evolución y desenlace. Por otro lado, no puede perderse de vista las importantes implicaciones políticas, económicas, sociales e ideológicas internas del problema, en los casos español y dominicano, principalmente, imprescindibles también para comprender la planificación de un proyecto tan excepcional como la anexión, y la posterior ejecución del mismo. Aunque la historia dominicana comparte numerosas características con la de otros países de Latinoamérica, presenta también algunas peculiaridades que hacen muy atractivo su estudio. La más importante de ellas es precisamente la serie de intentos que llevaron a cabo los dos principales dirigentes políticos de esta etapa, en pos de obtener la protección directa de alguna potencia extranjera frente a la amenaza que representaba Haití para la independencia dominicana. En efecto, Pedro Santana y Buenaventura Báez, quienes ocuparon la presidencia durante la mayor parte del período 1844-1861, utilizaron de forma recurrente, para justificar esta política, el argumento del peligro que suponía Haití, su belicoso vecino del oeste, que había controlado toda la parte oriental de la isla entre 1822 y 1844. Esta amenaza para la independencia dominicana motivó asimismo la intervención de las diversas potencias

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con intereses en la isla, Gran Bretaña y Francia principalmente, en calidad de mediadores entre ambos países, a petición del ejecutivo de Santo Domingo. La historiografía dominicana, sobre todo la más reciente, ha puesto de relieve que la existencia de dicha amenaza, aun siendo cierta, no agota las explicaciones de esta tendencia al anexionismo o al protectorado por parte de los principales líderes políticos dominicanos. Numerosos estudios han resaltado acertadamente las causas de orden económico, como una de las razones de mayor peso que impulsaron a los dos presidentes mencionados a obtener la ayuda de alguna potencia extranjera. También cabe reseñar el relevante papel jugado por la rivalidad entre ambos caudillos, que apostaban por una u otra potencia en función de sus propios intereses políticos, como un medio en el que apoyarse para conquistar el poder o para conservarlo frente al adversario respectivo, y frente a la pequeña burguesía que comenzaba a surgir en el norte del país. En efecto, el enfrentamiento entre los conservadores y el incipiente liberalismo surgido en la región del Cibao tuvo un fuerte componente de carácter económico, debido sobre todo a la política monetaria aplicada por los gobiernos de Santana y Báez, que consistía en la emisión masiva de papel moneda. El agiotaje derivado de esa política perjudicó en un determinado momento, de forma particularmente grave, a los comerciantes y a los pequeños propietarios tabacaleros de la región septentrional. De hecho, la cuestión monetaria está en el origen del levantamiento que estalló en julio de 1857 en Santiago y otras poblaciones del Cibao contra el gobierno de Báez. Tanto este como Santana pertenecían al grupo de los grandes terratenientes del sur y del este que había ostentado el poder desde los tiempos de la colonia, y que luchaba para no perderlo frente a la pequeña burguesía que había comenzado a desarrollarse en el norte del país, como consecuencia de la creciente actividad económica generada en torno al cultivo, procesamiento y comercialización del tabaco. Así pues, el medio que concibió la vieja clase dirigente para conservar su tradicional poder político y económico fue la

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obtención del apoyo de una potencia extranjera, que además le permitiese sanear la precaria situación financiera que el Estado dominicano venía padeciendo desde sus orígenes, y defenderse de las agresiones de Haití. Este objetivo de aferrarse al poder, aun a costa de enajenar parcial o totalmente la soberanía dominicana por medio del protectorado o la anexión, condujo a la realización de numerosas gestiones en ese sentido por parte de los Gobiernos de Santana y Báez. El hecho de que el primero se inclinara más por España o los Estados Unidos, y que el segundo lo hiciese por Francia, solo demuestra que ambos coincidían en alcanzar el mismo objetivo, aunque con aliados que podían ser diferentes según su propia conveniencia. Tras la guerra civil que enfrentó a la burguesía liberal del norte con el régimen baecista que la había llevado a la ruina, entre 1857 y 1858, y de la que salió reforzado Santana, quien volvió a ocupar la presidencia, sus partidarios apostaron decididamente por la reincorporación de Santo Domingo a España como la única vía para mantenerse en el poder. Cuando el Gobierno español aceptó la anexión, también el propio Báez se puso a su disposición, en busca de alguna prebenda, y fue nombrado mariscal de campo del Ejército español. Dicha rivalidad interna, sin embargo, no habría alcanzado la repercusión que finalmente tuvo fuera de sus fronteras, de no haber sido porque coincidió con otra rivalidad a mayor escala, la que existía entre los Estados Unidos y los países europeos con más intereses en el Caribe (España, Gran Bretaña y Francia), así como la que mantenían estos países entre sí. Aunque algunas obras analizan detenidamente las conexiones entre las respectivas áreas de influencia, y las sucesivas relaciones de alianza o enfrentamiento, el estudio de la política seguida por España permite comprender la evolución desde una inhibición casi total al comienzo de este período, tras ser desechada la posibilidad de ocupar la recién creada República, hasta la aceptación de una anexión de dudosa viabilidad. No cabe duda de que el objetivo de cerrar el paso a los Estados Unidos influyó de manera determinante en los diversos Gobiernos españoles a la hora de adoptar una u otra política hacia la República Dominicana, por ejemplo, y tal como ya se ha

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señalado, cuando España reconoció en 1855 la independencia de la que había sido su primera posesión en América. Este análisis permite establecer una serie de parámetros que nos sitúan en un escenario en el cual los intereses comerciales de ciertos sectores de la burguesía española fomentaban algunas actuaciones en materia de política exterior que son, en buena medida, equiparables a las realizadas por otros países. Las expediciones militares no constituyen, en absoluto, una excepción en el contexto internacional de la época, como prueba el hecho de que en México y Cochinchina el Gobierno español prácticamente se limitó a secundar la iniciativa de Francia, sobre todo, y de Gran Bretaña, en menor medida. La relación estratégica existente entre los ejecutivos de París y Madrid durante la mayor parte del reinado de Isabel II explica muchas de las decisiones adoptadas por el Gobierno español en cuestiones de naturaleza exterior, bien como emulación de su vecino del norte, o bien como forma de reforzar una alianza que convenía a ambos Estados. Puede afirmarse que la anexión de Santo Domingo a España en modo alguno se encuentra desvinculada del resto de la política internacional y colonial española, sino que revela la permanente preocupación por preservar el dominio sobre Cuba y Puerto Rico, para lo cual era de vital importancia controlar, directa o indirectamente, el territorio dominicano. Sin embargo, estas apreciaciones no impiden constatar el fracaso de una acción exterior carente de bases sólidas en las que sustentarse, tanto de carácter económico, dadas las limitaciones del aún incipiente capitalismo español, como ideológico y estrictamente político, con un nacionalismo muy débil y un régimen liberal cuyas deficiencias eran evidentes. Aunque parezca contradictorio, no obstante, esa misma sociedad a la que se negaban numerosos derechos políticos, así como la prensa, en muchas ocasiones sin distinción de ideologías, apoyaron, pese a sus limitaciones y a sus pocas consecuencias prácticas, una política exterior que encontró amplio eco en el país y logró convertirse en algunos momentos en una política nacional que polarizó la atención de la naciente opinión pública. En determinados momentos fue esta

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incluso la que impulsó y dirigió la política exterior del Gobierno español, por lo que, aunque los intereses que a través de ella se defendían en realidad fuesen muy a menudo ajenos al verdadero interés nacional, dicha política despertó una cierta conciencia, que puede considerarse moderna, con respecto al papel que España debía desempeñar en el mundo. En definitiva, al abordar el proceso descrito, esta investigación pretende proporcionar argumentos suficientes para explicar las razones que llevaron al ejecutivo de Madrid a aceptar una anexión que había rechazado sistemáticamente, casi desde que se proclamó la República Dominicana en 1844. Los estudios que incluyen la anexión dominicana en el capítulo de las empresas llevadas a cabo por el Gobierno de la Unión Liberal, dentro de su llamada política exterior de prestigio, tienden a obviar que en este caso se trata de una historia que arranca de muchos años atrás, y en la que se entrelazan muy diversas cuestiones. La más importante de todas ellas fue la tenacidad de los presidentes Santana y Báez en su búsqueda de apoyo exterior, y en concreto el de España, hasta que el primero de ellos obtuvo eco en el general Serrano, cuyos poder e influencia eran decisivos por ser el gobernador de Cuba y un miembro relevante de la Unión Liberal, y también como personaje muy destacado del círculo íntimo de Isabel II. Otro aspecto que debe tenerse en cuenta con objeto de comprender los hechos es la creciente importancia de la opinión pública, dado el auge de la prensa política, que en su inmensa mayoría acogió positivamente la noticia de la proclamación de la soberanía española por parte de las autoridades dominicanas, así como la práctica unanimidad de los partidos políticos a la hora de aceptar los hechos consumados en Santo Domingo. Resulta imprescindible ponderar también el rol jugado por la coyuntura internacional, que era propicia para acometer esta aventura, puesto que el principal obstáculo, Estados Unidos, se encontraba sumido en la mayor crisis de su historia y al borde de una guerra civil, que estalló finalmente en abril de 1861. Mientras tanto, las otras dos principales potencias con intereses en el área, Gran Bretaña y Francia, no tenían intención alguna

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de enfrentarse con España por la cuestión dominicana. Parecía, pues, un momento apropiado para asegurar la posesión de Cuba y Puerto Rico mediante la ocupación de Santo Domingo, sin temor a reacciones opuestas por parte del Gobierno norteamericano, que no estaba en condiciones de hacer respetar los principios de la doctrina Monroe, ni de ningún otro que pudiese poner en peligro el éxito de la empresa. Influyó asimismo el interés del Gobierno español del momento en fortalecer su imperio colonial con la adquisición de un territorio tan estratégicamente situado entre Cuba y Puerto Rico, y por desviar la atención de la opinión pública nacional hacia el exterior. El hecho de la anexión se explica, pues, en función de múltiples causas, entre las cuales hay una –la perseverante insistencia del régimen santanista– que debe destacarse como condición necesaria, aunque no suficiente, de todo el proceso. No obstante, las respuestas contrarias a dicho acontecimiento desde el interior de Santo Domingo permiten vislumbrar ya en 1861 un fracaso que, tal vez, solo podría haber evitado una política mucho más liberal por parte de España, cuya administración fue, sin embargo, muy negativa para la inmensa mayoría de la sociedad dominicana. Las protestas y conatos más o menos aislados que se sucedieron entre mayo de 1861 y febrero de 1863 dieron paso finalmente, a partir de agosto de este último año, a una insurrección que se extendió por todo el país con enorme rapidez, la cual concluyó con la salida de las tropas españolas y la restauración de la independencia, en 1865. En líneas generales puede afirmarse que ello ya era conocido, pero no así el itinerario detallado a través del cual la compleja red de relaciones internacionales hizo que la actuación de España en este conflicto de intereses fuese en aumento. Por consiguiente, se atiende principalmente a las gestiones realizadas con España y los Estados Unidos, pero también con otros países, a fin de establecer cómo la rivalidad entre ellos jugó un papel decisivo en la evolución de la política desarrollada por el Gobierno español hacia la República Dominicana, y en especial con respecto a la decisión final de aceptar la anexión. También se analiza la situación

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interna del país, en particular su inestabilidad política y la crisis financiera, que hacían al Estado dominicano muy vulnerable y susceptible de ser objeto de injerencias externas. La conjunción de todos estos factores provocó que el territorio dominicano fuera apetecido y disputado por diversas potencias, dada su enorme importancia geoestratégica y su elevada potencialidad en numerosas dimensiones, tales como la agricultura, la minería, la industria, el comercio y la navegación. Tras hacer un recorrido por los acontecimientos más relevantes de la historia dominicana de este período, cabe subrayar que en su evolución jugaron un papel muy importante, incluso decisivo, las intrigas diplomáticas de los agentes de los Estados Unidos, oficiales u oficiosos, así como las de los cónsules de España, Francia y Gran Bretaña. Quizás a estas alturas ya resulte poco menos que innecesario hacerse la pregunta de cómo llegaron a ejercer dichos países, por medio de sus representantes en Santo Domingo, una influencia tan poderosa sobre las más variadas cuestiones de la política dominicana, tanto exterior como interior. Aunque la respuesta pueda parecer algo obvia, no por ello deja de ser interesante, toda vez que permite explicar el origen de esa injerencia extranjera, que generó tanta conflictividad dentro y fuera de las fronteras dominicanas, la cual condujo a una anexión que la mayoría de la población dominicana no deseaba, y lo que es aún más grave, a una guerra en la que murieron miles de personas. El historiador José Gabriel García, quien fue contemporáneo de los hechos que constituyen el objeto de este trabajo, señala las razones de los mismos, y expresa su opinión, «por estar las cosas tan claras como la luz, de que todas las gestiones de anexión o protectorado extranjeros nacieron en el país y fueron alimentadas por los mismos hombres, sin que el fracaso de un plan los desanimara para pensar en otro».2 Se ofrecen al lector en secuencia cronológica los principales factores que facilitan la comprensión, desde diversas perspectivas, de uno de los períodos más convulsos de la historia de la José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 4.ª edición, Santo Domingo, Publicaciones ¡Ahora!, 1968, vol. III, p. 56.

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República Dominicana, que todavía se encontraba en una etapa muy incipiente de su proceso de consolidación nacional. La trayectoria de esta investigación conllevó prolongadas fases de búsqueda documental en numerosos archivos de España, Francia, Gran Bretaña y la República Dominicana, entre los cuales tengo que resaltar de modo muy especial los fondos del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, en Madrid, y los del Archivo General de la Nación, en Santo Domingo. Antes de concluir estas líneas introductorias, debo agradecer el generoso apoyo recibido desde la Dirección de dichos repositorios, en concreto por parte de Pilar Casado y de Roberto Cassá, respectivamente, al igual que la continua ayuda del personal a su cargo. Asimismo he de mencionar que la tarea de adaptación de mi tesis doctoral, cuya extensión es muy superior a la del presente libro, fue posible gracias al respaldo que me brindó a lo largo de todo el proceso la Universidad Iberoamericana (UNIBE), y en particular su Decanato de Investigación Académica, del cual formo parte. Sin la colaboración de tantas instituciones y personas, entre las que quiero recordar a mis directores de tesis, Manuel Lucena Salmoral y Teresa Cañedo-Argüelles Fábrega, así como a mis familiares y amigos, la labor habría resultado mucho más ardua, por lo que esta obra, tal como se presenta ahora, está en deuda de gratitud con cada uno de ellos.

Capítulo I. El retorno del caudillo al poder: la actuación del régimen santanista entre 1858 y 1861

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l extendido fenómeno del caudillismo presenta en la República Dominicana sus propias peculiaridades. El general Santana, que fue el principal dirigente político del período de la Primera República, se mantuvo en el poder gracias principalmente al apoyo de varios grupos socioeconómicos importantes, el primero de los cuales era el de los hateros o criadores de ganado, que eran más numerosos en las regiones este, sur y noroeste del país. Otro grupo lo constituían los cortadores de madera, más concentrados en el sur, mientras que el tercero estaba formado por la burguesía exportadora e importadora del país, compuesta sobre todo por extranjeros que contaban con el apoyo de los cónsules de sus respectivos países. El cuarto grupo era el que la historiografía dominicana denomina la pequeña burguesía urbana intermediaria, integrada por comerciantes al por menor, en su mayoría de origen dominicano, así como por los escasos profesionales, artesanos y empleados que vivían en los núcleos urbanos más importantes. El último grupo estaba representado por los pequeños propietarios o arrendatarios, principalmente tabaqueros, de la región del Cibao. En cualquier caso, quien dirigía el aparato político dominicano era la oligarquía terrateniente de hateros y cortadores de madera del sur y el este, a la que pertenecían tanto Santana como su único rival de importancia, Buenaventura Báez. Los dos representantes de dicho grupo social estaban convencidos de que la anexión a un

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país extranjero era el único medio del que disponían para impedir que el poder se trasladara al mismo tiempo de región y de grupo socioeconómico. El poder de estos caudillos locales se vio reforzado por las alianzas que establecieron a nivel nacional con otros grupos regionales, pero su carácter meramente coyuntural quedó de manifiesto con la ruptura definitiva entre Santana y el grupo liberal cibaeño, que se había sublevado contra Báez en julio de 1857. Otro de los problemas recurrentes al que también se vieron enfrentados ambos caudillos fue la situación desastrosa de las finanzas públicas, que se agravó aún más con las sucesivas emisiones monetarias. En enero de 1858 el Gobierno de los liberales cibaeños, con sede en Santiago de los Caballeros, publicó un decreto aprobado por el Congreso Constituyente de Moca, que desconocía como deuda pública el papel moneda emitido por el ejecutivo de Báez a partir del 7 de julio de 1857. Con ello quedaban sentadas las bases de lo que fue uno de los incidentes diplomáticos más sonados de la historia de la República Dominicana, que tuvo lugar a lo largo del año 1859, como consecuencia de un decreto que el ejecutivo de Santo Domingo publicó en mayo de ese año. Por medio del mismo se estipulaba el arreglo de la cuestión suscitada por el papel moneda emitido durante la administración Báez, el cual debía depositarse para ser canjeado, a razón de un peso fuerte por cada 2,000 pesos de aquella moneda. La respuesta colectiva de todo el cuerpo consular acreditado en Santo Domingo se caracterizó por la dureza en la forma y, sobre todo, la claridad con que los cónsules expresaron su rotundo rechazo a aceptar la solución dada por el gabinete de Santana al problema del papel moneda, lo que llevó al ministro de Relaciones Exteriores a responderles en un tono igualmente duro. La suspensión de las relaciones diplomáticas y la salida de los agentes de Francia, Gran Bretaña y España trajeron consigo una humillación por parte de las dos primeras potencias al Gobierno dominicano, cuando este se vio obligado a aceptar los términos impuestos por aquellas si quería ver restablecidas sus relaciones. La actitud moderada de España en este asunto, al no presentar sus exigencias bajo amenaza alguna, fue sin duda uno de los argumentos que

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influyeron a la hora de optar Santana definitivamente por dicho país en su búsqueda del protectorado o la anexión de la República Dominicana a una potencia extranjera. No obstante, las emisiones monetarias continuaron, y mientras Santana negociaba la anexión a España, el ejecutivo de Santo Domingo emitió casi 40 millones de pesos, que dejó como herencia al nuevo régimen español. Por si ello fuera poco, el Gobierno de la República, días antes de proclamarse la anexión, fijó un tipo de cambio de 250 pesos nacionales por uno fuerte, operación que debía realizarse en el plazo de un año.

1. La naturaleza política del santanismo Un régimen como el impuesto desde el comienzo de la vida independiente de la República Dominicana, en el que Santana ejerció el poder de forma absoluta, sin cortapisa alguna, gracias al artículo 210 de la Constitución, solo puede sostenerse por medio de la represión. Un régimen basado en el dominio de la cultura rural ganadera sobre la agraria, y en el desprecio, o cuando menos la indiferencia, hacia la cultura urbana, y encarnado en el despotismo de un jefe militar que gobernaba el país como si se tratara de un cuartel, no puede considerarse, más que nominalmente, una República. Sin embargo, cabe resaltar el interés de Santana por mantener una apariencia de legalidad, aunque fuese mínima, como se deduce de las sucesivas reformas constitucionales del año 1854, que le garantizaban la permanencia en el cargo durante dos períodos consecutivos, o del mencionado artículo de la Constitución promulgada en 1844, que le confería poderes omnímodos. En ese sentido, el hecho de haber ocupado el poder en 1849 y 1858, a través de sendos golpes de Estado, no impidió a Santana recurrir al refrendo de dichos actos anticonstitucionales mediante la convocatoria de elecciones. En 1849 aquel no pretendió hacerse con la presidencia, por lo que resultó elegido Espaillat, quien renunció ante el temor de no poder ejercer sus funciones de una

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forma verdaderamente independiente. Cuando Báez accedió a la presidencia en ese mismo año, lo hizo, por supuesto, también con el apoyo expreso de Santana, pero las diferencias que surgieron pronto entre ambos líderes pueden explicarse quizás más bien en clave de contradicción cultural, que por razones de carácter verdaderamente ideológico o de intereses económicos. El nuevo presidente tenía poco que ver con el despotismo descarado del hatero, o con el fiero autoritarismo del soldado, ya que había adquirido las nociones formales de lo que significa un régimen republicano, algo que Santana ignoraba y/o despreciaba casi por completo, a excepción de aquello que le permitiera perpetuarse en el poder con algún viso de legitimidad. A diferencia de Báez, que había vivido varios años en el extranjero, principalmente en Europa, Santana solo estuvo fuera de la República Dominicana algunos meses, durante su exilio en las islas de Guadalupe y Saint Thomas. En un ambiente tan cosmopolita como el de Saint Thomas, el general Santana tomó contacto también con la masonería, de la cual se hizo miembro el 30 de junio de 1857. Cuando regresó a la República Dominicana, de la mano de los liberales cibaeños, Santana fue tomando posiciones para recuperar algo que él pensaba que le correspondía poco menos que por derecho propio: el poder. Hay que resaltar el hecho de que el cauto e inteligente Santana demostró, en muy poco tiempo, que los revolucionarios habían cometido un error mayúsculo al acudir en su busca para derrocar a Báez. El manifiesto del 27 de julio de 1858 fue el primer paso firme dado por el santanismo para hacerse con el control de la situación, tras la caída definitiva de Báez y su salida del país. Esta especie de programa de gobierno lo único que anunció fue una vuelta al pasado, con el restablecimiento de la Constitución promulgada en diciembre de 1854, la más reaccionaria de cuantas había tenido la República Dominicana hasta entonces. Los diversos actos del caudillo permiten una interpretación favorable o desfavorable, según el juicio de intenciones que se haga al respecto, pero de lo que no cabe duda es de que el santanismo, en cuanto régimen, nunca defendió la realidad de

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una República Dominicana independiente, porque no creía en ella ni la consideraba útil para sus planteamientos ideológicos, sociales, económicos, políticos y culturales. Cabe preguntarse a qué enemigo se pretendía neutralizar de forma prioritaria, y cuál fue el objetivo primordial de Santana al planificar la entrega de la República a un país extranjero, y finalmente la anexión de aquella a España. Es evidente que las luchas contra Haití preocupaban sobremanera a todos los grupos sociales dominicanos, aunque quizás no en la misma medida, y que el santanismo pretendió acabar con esa amenaza continua mediante la ayuda de España, a cambio de la soberanía dominicana. Sin embargo, tuvo tanta o incluso más importancia que dicho objetivo el de impedir las revueltas y sublevaciones que siguieron produciéndose durante el último mandato de Santana, que comenzó oficialmente el 31 de enero de 1859, tras haber ganado las elecciones de forma arrolladora, algo que ya era habitual. El 30 de agosto de ese mismo año cundió la alarma como consecuencia de una supuesta conspiración contra el régimen santanista, lo que provocó la expulsión del país del general Sánchez y de otros muchos militares y civiles. Pocos días más tarde, el 7 de septiembre, se sublevó en Azua el coronel Vargas, que era partidario de Báez y a quien las tropas del Gobierno derrotaron fácilmente, dados los escasos apoyos con que contaba, después de lo cual se produjeron muchas ejecuciones de individuos involucrados en la insurrección. El levantamiento más relevante fue, sin duda, el del general Ramírez, que estaba destacado en la zona fronteriza y de quien se comprobó que toleraba y participaba en un comercio clandestino fomentado por el Gobierno haitiano. En lugar de defenderse de tales acusaciones, Ramírez se sublevó, aunque su intentona también fue sofocada con rapidez, de modo que el cabecilla hubo de buscar refugio en Haití junto a los generales Taveras y Morillo. Esta insurrección se saldó asimismo con numerosas condenas a la pena capital, como casi todas las que se habían producido anteriormente contra Santana. El santanismo no era un grupo homogéneo en sus componentes, ni tampoco en los planteamientos o la mentalidad de los mismos, por lo que no resulta sencillo definir el régimen impuesto

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por este grupo en términos categóricos, bien como una dictadura militar, más o menos encubierta, bien como un autoritarismo caudillista. Aun siendo cierto que reúne elementos de ambos tipos de regímenes, es posible considerarlo como un régimen oligárquico, formalmente acogido a los cánones republicanos en uso en aquellos momentos en casi todos los países iberoamericanos. Sin embargo, a diferencia de otros Estados de dicha área, la República Dominicana estaba en manos de un sector social al que no interesaba la construcción de un Estado nacional. Los dominicanos eran conscientes de su nacionalidad diferenciada frente a Haití, pero quizás no tanto frente al resto de América Latina, pues se puede admitir la existencia de una identidad latinoamericana relativamente homogénea, al menos en el plano teórico, hasta las últimas décadas del siglo xix. Esta ausencia de una identidad definida se aprecia también, por ejemplo, en el intento de Núñez de Cáceres de unir el nuevo Estado Independiente de Haití Español a la Gran Colombia en 1821. En un país sin apenas vías de comunicación, desarticulado territorialmente y económicamente desestructurado, resultaba poco menos que imposible la conformación de un Estado nacional orgánico. Si a ello se añade la fuerte conflictividad política derivada de una lucha por el poder, a menudo con las armas en la mano, entre los diferentes grupos sociales, caudillistas, ideológicos y/o regionales del país, la dificultad se convertía en insuperable. La tendencia del régimen oligárquico a renunciar a la soberanía nacional a cambio de la protección de sus intereses por parte de una potencia extranjera, y las actividades subversivas de los sectores opuestos al Gobierno se retroalimentaban mutuamente. Así, la coexistencia de la amenaza haitiana y las revueltas internas incidían en una apuesta más decidida aún del santanismo a favor de la anexión o el protectorado, y frente a esta posibilidad, que se veía cada vez más próxima, no hizo sino redoblar los esfuerzos, en ocasiones conjuntos, de Haití y los dominicanos contrarios a la misma. En tales circunstancias, la situación tenía que desembocar en una sublevación que derrocase a Santana, en una nueva invasión por parte de Haití, o en la culminación de los proyectos

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anexionistas del Gobierno dominicano, vistos como única solución frente a las amenazas anteriores a fin de conservar el poder que habían venido ejerciendo tradicionalmente. Esta última opción fue la que acabó por imponerse, aunque dado su carácter incompatible con la realidad sociopolítica, económica y cultural dominicana, demostró su inviabilidad y fracasó al poco tiempo de haberse puesto en marcha. Los aspectos económicos, y muy en particular el crítico estado de las finanzas dominicanas, que tanta importancia tuvieron también en la decisión adoptada por el grupo dirigente de la República, así como en el desastroso resultado final de la experiencia anexionista, requieren un detenido análisis para comprender mejor cómo influyeron en el desarrollo de los acontecimientos.

2. El agravamiento de la cuestión monetaria a partir de 1858 Según los cálculos efectuados por el responsable de la contaduría de Hacienda, que presentó un informe al respecto el 13 de abril de 1859, entre el 23 de abril de 1857 y el 12 de junio de 1858, fecha de la capitulación de Santo Domingo, el Gobierno que presidía Báez había emitido papel moneda por valor de 59,700,000 pesos.1 Estos datos, sin embargo, deben tomarse con mucha cautela, debido a las probables interferencias políticas a la hora de realizar los cálculos, así como por la gran dificultad que suponía contabilizar correctamente todas las emisiones dada la situación de guerra en la que aquellas se produjeron. Estas dificultades se pusieron muy de relieve cuando, poco tiempo después de llevarse a cabo la anexión, las autoridades españolas se empeñaron en «clarificar definitivamente tan complicado problema». Por este motivo, Santana se vio obligado a crear una comisión especial de Hacienda, a fin de determinar «la cantidad de papel moneda

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Antonio Lluberes, «La revolución de julio del 1857», en Eme Eme, vol. II, No. 8, Santiago de los Caballeros, 1973, pp. 18-45; véase pp. 25 y 31.

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circulante en el territorio dominicano». El comisario regio y superintendente delegado de Hacienda de Santo Domingo, Joaquín M. de Alba, señaló en una comunicación del 5 de diciembre de 1861 dirigida a dicha comisión que, de acuerdo con los datos del informe emitido por aquella el 13 de septiembre, la suma total de papel moneda en circulación ascendía a 83,495,950 pesos. Por otra parte, el 12 de diciembre del mismo año, la Cámara de Cuentas de Santo Domingo indicó que no había podido realizar un informe completo sobre la cuestión monetaria a causa de la inexistencia de un archivo del cual extraer los datos necesarios para ello, y culpó a la guerra de 1857-1858 de haberlos destruido o dispersado. A pesar de ello, la Cámara presentó en su informe una relación de las diferentes emisiones e incineraciones que habían tenido lugar entre 1858 y 1861, cuyas cifras podía certificar, de las cuales resultaba una cantidad de papel moneda circulante de 75,037,652.75 pesos.2 Una diferencia tan considerable entre los datos arrojados por el primer y el segundo informes dan idea de la complicada tarea que suponía hacer un recuento exacto de las numerosas emisiones monetarias realizadas a lo largo de la Primera República, así como de la suma total en circulación en esos momentos. Frank Moya Pons coincide con la opinión de que «los datos que había en aquella época eran pocos y no siempre confiables», pese a lo cual sostiene que desde 1844 a 1861 los sucesivos Gobiernos dominicanos realizaron al menos treinta y tres emisiones monetarias, sin más respaldo que el crédito del Estado. Indudablemente, tal como afirma el mencionado autor, Santana y sus ministros dejaron al Gobierno español «con las manos atadas», ya que antes de proclamar la anexión decretaron una nueva tasa de cambio de 250 pesos dominicanos por un peso fuerte. Este tipo resultaba muy «favorable para los tenedores de papel moneda nacional», en comparación «con las tasas a que llegó a cotizarse el peso dominicano en los meses siguientes a la Revolución». De hecho, el peso dominicano pasó de una cotización de 1,100 unidades por

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César A. Herrera, Las finanzas de la República Dominicana, 3.ª edición, Santo Domingo, Tolle Lege, 1987, pp. 55-59.

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peso fuerte en julio de 1857 a un valor que oscilaba entre 3,125 y 4,750 por peso fuerte justo un año más tarde, si bien es cierto que en diciembre de 1859 se había recuperado hasta un tipo de cambio oficial de 500 pesos nacionales por cada peso fuerte. En cualquier caso, concluye Moya, «las dificultades confrontadas por el Gobierno español en los años siguientes para satisfacer los intereses de los tenedores de papeletas fue, como se sabe, una de las causas más importantes de la guerra de la Restauración».3 Esta insólita y recurrente utilización de las emisiones monetarias es explicada por Jaime Domínguez, quien señala que esta medida constituía una fuente de ingresos muy importante para los diferentes Gobiernos dominicanos, aunque también reconoce la dificultad que implica contabilizar de forma exhaustiva las sumas emitidas. Según dicho autor, «el Estado, para cubrir los déficits, recurría a la emisión de papel moneda y a empréstitos con particulares», generalmente personas de la «burguesía comercial capitaleña», pero nunca pudo obtener préstamos en el extranjero. El reducido valor del peso dominicano llevó a todos los Gobiernos de la República a tratar de aumentar sus reservas en pesos fuertes, que eran monedas acuñadas con una aleación de plata y otros metales, equivalentes a 20 reales españoles o a 5 francos de oro franceses. Por otra parte, una onza de oro tenía un valor de 16 pesos fuertes.4 Domínguez indica que «el Estado dominicano necesitaba pesos fuertes para comprar armas y costear los gastos de misiones diplomáticas en el exterior», así como «para pagar los sueldos de altos funcionarios» quienes, «a medida que el papel moneda se fue devaluando, […] exigieron que sus salarios fuesen pagados en moneda fuerte». La principal vía que permitía al Gobierno adquirir este tipo de moneda era el «cobro de los derechos de

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Frank Moya Pons, El pasado dominicano, Santo Domingo, Fundación F. A. Caro Álvarez, 1986, pp. 149 y 162. Jaime de Jesús Domínguez, «La economía dominicana durante la Primera República», en Tirso Mejía-Ricart (ed.), La sociedad dominicana durante la Primera República 1844-1861, Colección Historia y Sociedad, No. 31, Santo Domingo, Editora de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), 1977, pp. 85-108; véase pp. 94 y 104.

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importación, de tonelaje, de permisos […] pagados por buques extranjeros, de las ventas de bienes nacionales», así como a través de «la compra de moneda fuerte» tanto en el mercado internacional como a corredores y agentes de cambio, que «compraban moneda fuerte a un precio en moneda nacional, para luego revenderla a un precio superior». Este autor afirma que la mayor parte de los gastos gubernamentales se cubría por medio de los ingresos aduaneros y de la emisión de papel moneda,5 de ahí la gran importancia de este capítulo en la evolución de las finanzas del Estado dominicano a lo largo de la Primera República. El 30 de enero de 1858 el Gobierno de Santiago publicó un decreto aprobado por el Congreso Constituyente de Moca, que tuvo una enorme «importancia histórica» y «una trascendencia capital para los intereses económicos de la República». El mismo desconocía «como deuda pública, el papel moneda, los vales, obligaciones o pagarés emitidos por el Gobierno de Báez, desde el 7 de julio» de 1857, lo que acarreó graves consecuencias y ocasionó el primer incidente que afectó a las relaciones internacionales de la República, determinado por causas económicas. En opinión de Manuel A. Peña Batlle, el Gobierno presidido por Báez «era un Gobierno legítimo y constitucional», por lo que «sus actos obligaban a la República siempre que fueran concluidos en virtud de facultades legales capaces de comprometer el consentimiento del Estado». Es decir, «el único Gobierno […] investido de la representación constitucional de la República Dominicana» era el de Báez, «mientras el Gobierno de facto instalado en Santiago no asumiera la representación total y efectiva del pueblo dominicano». Dicho autor considera que «los Gobiernos de hecho, generales, pueden comprometer a los Estados» con las medidas que adopten en el ejercicio de sus funciones, aunque «esta regla no es aplicable cuando se trata de Gobiernos de hecho locales, que coexisten con el Gobierno de derecho», pues «un Gobierno simplemente local no tiene en realidad la representación del Estado». Peña

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Jaime de Jesús Domínguez, Economía y política en la República Dominicana, años 1844-1861, Publicaciones de la UASD, vol. CCXXXVI, Colección Historia y Sociedad, No. 29, Santo Domingo, Editora de la UASD, 1977, p. 24.

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sostiene que esta sola circunstancia era «suficiente para desposeer de consecuencias» el mencionado decreto, pero concede que «la solidaridad de los Gobiernos sucesivos, en sus actos, tiene un límite forzoso», ya que aquella solo se refiere «a las obligaciones contratadas por un Gobierno en interés de la administración» del Estado. Por lo tanto, «todas aquellas obligaciones que se hicieran en interés personal» de Báez, eran «obligaciones inoperantes respecto del crédito público» y tan solo podían comprometer la persona del presidente, del mismo modo que «todas las obligaciones concluidas con menosprecio de las leyes», dado que el Estado «solo puede comprometerse de acuerdo con esas disposiciones», y por medio de los poderes legalmente «investidos de la facultad de comprometer el crédito nacional». En conclusión, la actuación del Congreso Constituyente habría resultado «más ecuánime […] si en vez de dar una disposición general y definitiva» se hubiera limitado a ordenar una selección metódica de las medidas adoptadas por el Gobierno de Báez en materia económica, a fin de anular únicamente «las que se concluyeron de un modo ilegal o en beneficio personal del presidente», y sancionar en cambio todas aquellas que se atuvieran al ordenamiento legal y al interés general.6 Otro decreto del Congreso Constituyente, fechado el 10 de febrero de 1858, vino a completar los efectos del anterior, al considerar los miembros de aquella asamblea que era «de imperiosa necesidad precisar de una manera definitiva el montante del papel moneda legalmente puesto en circulación», así como «el de la deuda flotante que pesa sobre el país», ya que no se tenían datos fidedignos al respecto. Los diputados trataron de «contener el mal» dando autorización al Gobierno para que ordenase «retirar de la circulación y destruir los billetes […] emitidos ilegalmente por las administraciones pasadas», de los tipos de 10 y 20 pesos nacionales. En una decisión tan drástica como injustificable, el Congreso reunido en Moca declaró ilegales todas las emisiones del Gobierno de Báez, y no solo las

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Manuel Arturo Peña Batlle, «Historia de la deuda pública dominicana en la Primera República» [III], en Boletín del Archivo General de la Nación, vol. IV, No. 17, agosto 1941, pp. 188-200; véase pp. 195-198 (las cursivas son del autor).

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posteriores al 7 de julio de 1857, ya que habían comprometido «gravemente el crédito de la nación», por lo que debía adoptarse una medida que protegiera «a los tenedores del papel moneda legalmente emitido». Lo cierto es que el decreto del 10 de febrero no se limitó a retirar los billetes emitidos por la administración baecista, sino que también autorizó la emisión de nuevos billetes de 200, 150, 40, 20, 10 y 5 pesos nacionales para reemplazar aquellos. A juicio de Peña Batlle, la validez de estas disposiciones era «aún más discutible porque, como Gobierno local de facto», las autoridades de Santiago no podían «determinar la suerte de ninguna cuestión de interés general». Ahora bien, al calificar esta clase de coyunturas como de transición, el autor mantiene la necesidad de atribuir «alguna consecuencia a las disposiciones emanadas de estos Gobiernos locales», en particular «si posteriormente han logrado imponerse y llegar al manejo cabal de la cosa pública». Por último, aunque Peña Batlle admite la posible eficacia de tales medidas, señala que el Gobierno provisional no podía desconocer de un modo tan radical las emisiones de Báez, y menos aún «basándose en los motivos recónditos y posibles» que hubiese podido tener aquel para realizarlas, puesto que aparentemente se habían hecho con arreglo a la legislación vigente y con ellas se habían comprometido frente a terceros, los tenedores de esos billetes, el crédito y la honorabilidad del Estado dominicano.7 La emisión de papel moneda que realizó el Gobierno provisional de Santiago en virtud del decreto del 10 de febrero ascendió a un total de más de 20 millones de pesos.8 El Congreso, que continuó en ejercicio como cámara legislativa tras haber votado en febrero de 1858 la nueva Constitución, aprobó el 9 de marzo de ese año otro decreto, impropiamente llamado así según Juan Bosch, quien lo define como «el primer documento de la historia dominicana en el que se advierte la presencia de un plan elaborado» con objeto de poner en marcha una política monetaria coherente. El primer artículo del mismo estipulaba que la unidad monetaria que regiría en todo el territorio de la República,

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Ibídem, pp. 198-200 (las cursivas son del autor). C. A. Herrera, Las finanzas... p. 42.

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así como «en las oficinas del Estado, para la recaudación de todos los derechos e impuestos y pago de todos los sueldos» sería el peso fuerte de plata. Resulta interesante constatar la intención del legislador, que en el artículo cuarto «establecía un premio para las personas que pagaran los impuestos de importación, exportación y de puerto», siempre y cuando el pago fuese efectuado en moneda de plata. Dicho premio consistía en un descuento sobre el importe total a abonar, que sería de un 4% en caso de que el pago se hiciera en monedas de 50, 25 y/o 20 centavos; de un 6% si se abonaba en piezas de 10 centavos; de un 7% si las monedas eran de 5 centavos, y de un 8% cuando las monedas fuesen de 2.5 centavos. Tal como subraya Bosch, lo que se pretendía con esas bonificaciones era adquirir «la mayor cantidad posible de monedas de plata para formar con ellas una reserva monetaria legítima», que debía servir para respaldar el peso nacional, cualquiera que fuese el material de esta moneda. Esta intención se ponía de manifiesto más claramente aún en el artículo octavo, por el cual el Ministerio de Hacienda quedaba autorizado para suspender, previo aviso a importadores y exportadores, «la continuación del descuento sobre el pago de aquellas monedas cuya importación» hubiese alcanzado la suma que el Gobierno estimara «suficiente para los cambios y transacciones del comercio del país».9 Una de las últimas actuaciones en materia monetaria del Congreso reunido en Moca tuvo lugar el 11 de marzo de 1858, cuando se autorizó al poder ejecutivo a contratar un empréstito por valor de 500,000 pesos fuertes,10 aunque por supuesto las gestiones, si es que comenzaron, no llegaron a concretarse en acuerdo alguno, puesto que el Gobierno provisional de Santiago tenía ya los días contados. En efecto, la capitulación de Báez fue el principio del fin de la experiencia que había comenzado un

Juan E. Bosch Gaviño, Capitalismo tardío en la República Dominicana, 3.ª edición, Santo Domingo, Alfa & Omega, 1990, pp. 131-132. 10 Antonio de la Rosa, Las finanzas de Santo Domingo y el control americano, Santo Domingo, Editora de Santo Domingo, 1976, p. 24. Esta obra fue publicada originalmente en 1915, en París, bajo el título Les finances de Saint-Domingue et le contrôle américain (Antonio de la Rosa es el seudónimo del autor haitiano Alexandre Poujol). 9

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año antes en el Cibao, y, para comprender la evolución de los hechos, es preciso observar los movimientos de los cónsules acreditados en Santo Domingo. José María Gautier, uno de los hombres más próximos a Báez, acusó a los comerciantes extranjeros radicados en el Cibao de haber abusado de la «credulidad de los campesinos», así como de haber organizado el levantamiento. Gautier también acusó a Hood, el agente de Gran Bretaña, de ser «franco partidario y cómplice de la revolución», por haber contribuido a impedir que la misma fuese desvelada antes de estallar.11 Por su parte, Alejandro Angulo Guridi, favorable a los insurrectos, en un opúsculo titulado Santo Domingo y España, publicado sin el nombre de su autor en Nueva York, en 1864, advierte también la influencia ejercida por los representantes diplomáticos europeos, aunque en otro sentido. Así, Angulo señala que «cuando terminó la guerra solicitaron que el Gobierno […] les abonase las sumas» de papel moneda que poseían a razón de 100 pesos nacionales por un peso fuerte, a lo que aquel se negó. Dicho autor asegura que el Gobierno «estaba dispuesto a abonar a los tenedores sus valores nominales por el mismo precio efectivo a que los habían adquirido», tras lo cual quedó en silencio el asunto. En su opinión, esta aparente calma se debió «a que los cónsules de Inglaterra y Francia azuzaban a Santana y los suyos para que derrocaran el Gobierno de Valverde». Entre los motivos que aduce para justificar dicha suposición, Angulo indica en primer lugar que los mencionados agentes diplomáticos temían, sin fundamento, que el gabinete de Santiago tuviese intención de celebrar algún tratado con el de Washington. Este autor añade, además, otra razón de peso: el rumor de que los cónsules «tenían parte en el agio de sus súbditos con el papel moneda de Báez», y creyeron «muy fácil el conseguir de Santana y sus adláteres el pago en la forma A. Lluberes, «La revolución de julio...», p. 32. El autor cita al propio José María Gautier, «Notas sobre la historia reciente de Santo Domingo...», en Emilio Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión de Investigación de los E. U. A. en Santo Domingo en 1871, Academia Dominicana de la Historia, vol. X, Ciudad Trujillo, Editora Montalvo, 1960, p. 307.

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solicitada», por lo que pospusieron el asunto para cuando la situación se hubiera estabilizado un tanto.12 Si bien es cierto que no existen pruebas concluyentes de una participación directa de los diplomáticos europeos en los hechos reseñados, no es menos cierto que la coincidencia en el tiempo de algunos de ellos permite establecer una posible relación entre las protestas de aquellos contra las medidas anunciadas por la llamada Comisión Inspeccionaria y Reformadora y el manifiesto del 27 de julio. La mencionada comisión había publicado el día 13 de junio una orden según la cual todo el papel moneda emitido por la administración anterior debía depositarse dentro de un plazo de cinco días en la oficina de Hacienda de Santo Domingo, a cambio de un recibo que no sería negociable antes de que el Congreso adoptase una resolución al respecto. Como ya se indicó, los agentes europeos rechazaron tal decisión al considerarla un ataque directo contra la propiedad privada, que afectaba también a los ciudadanos extranjeros residentes en la República, cuyos intereses ellos representaban. Por otra parte, la respuesta del ministro de Relaciones Exteriores, Pablo Pujol, no satisfizo las demandas consulares pues justificaba la medida señalando que el ejecutivo debía acatar las disposiciones aprobadas por el Congreso. Sin embargo, a juicio de José Gabriel García, el movimiento contra la Constitución de Moca y el Gobierno de Santiago «estaba concertado desde mucho antes de la capitulación de Báez», y los pueblos del sur «no esperaban sino la iniciativa tomada por la capital, para responder a ella con sus pronunciamientos».13 En cualquier caso, ambas explicaciones pueden ser ciertas, ya que no solo no resultan contradictorias sino que son perfectamente compatibles. García indica asimismo que, al poco tiempo de iniciarse la reacción encabezada por Santana contra las autoridades de Santiago, aquel ordenó el 16 de agosto de 1858 que se prepararan y pusieran en circulación billetes de caja de 50, 20, 10, 5 y 2 Alejandro Angulo Guridi, «Santo Domingo y España», en E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión a España, Academia Dominicana de la Historia, vol. IV, Ciudad Trujillo, Montalvo, 1955, pp. 334-375; véase p. 346. 13 J. G. García, Compendio... vol. III, p. 283. 12

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pesos, hasta la cantidad que fuese necesaria para cubrir la que hubiera en circulación de los tipos de 200 y 300. Esta medida, que solo afectaba a las tres provincias del sur, Santo Domingo, Azua, y El Seibo, oficialmente tenía por objeto evitar en ellas el fraude. Mientras tanto, una vez hecha su entrada en Santiago, Santana encontró que los billetes emitidos el 8 de agosto por el Gobierno del general Valverde «carecían de garantía efectiva y envolvían en sí un hecho contrario al artículo 140 de la Constitución». Por ello, el 3 de septiembre prohibió la circulación de los mismos, «ordenando que sus tenedores los entregaran en el término de quince días en las respectivas administraciones de Hacienda», a cambio del correspondiente recibo. Ese papel moneda sería amortizable «en un plazo fijo, tomándose por base el valor de 100 pesos nacionales por cada uno de los expresados billetes». Como es lógico, las reacciones a esta nueva vuelta de tuerca a la cuestión monetaria no se hicieron esperar, por lo que al día siguiente Santana intentó tranquilizar a los que se habían sentido más perjudicados. En efecto, el hombre fuerte de la nueva situación manifestó que, después de un detenido examen de la materia, podía asegurar que el estado financiero de la República «no ofrecía motivo alguno para inspirar la extraña inquietud que advertía». A juicio de Santana, si se tomaban en cuenta las vicisitudes pasadas, la situación no era tan desventajosa como generalmente se suponía, y acto seguido intentó demostrarlo al señalar que la suma total de papel moneda reconocida por el Gobierno ascendía a 40 millones de pesos. Dicha cantidad, equivalente a unos 300,000 pesos fuertes, era «la suma necesaria para la circulación efectiva o medio de cambio en las transacciones» de todo el país. Aunque el propio Santana reconoció que, bien por la mayor o menor demanda de los artículos exportables, bien por la escasez o abundancia de papel moneda en los mercados, esa suma sufría alguna fluctuación, sostuvo que rara vez se llegaba a superar la cifra de 250,000 pesos fuertes. Según el general, con solo dos años de economía y tranquilidad, el papel moneda que se encontraba circulando en esos momentos podría amortizarse fácilmente.14 César A. Herrera señala que el J. G. García, Compendio... vol. III, pp. 286-287.

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monto exacto de circulante que reconoció el Gobierno en dicha ocasión fue de 45,290,430 pesos dominicanos.15 En realidad, los problemas monetarios se agravaron aún más a lo largo de la última administración de Santana, constituyendo una fuente de conflictos, no solo a nivel interno, sino también en el plano de las relaciones exteriores. El 25 de agosto de 1858, los cónsules acreditados en Santo Domingo se dirigieron al general con motivo de la nueva emisión de «papeletas» que este había autorizado el día 16 para informarle de que, tras ser consultados al respecto por sus respectivos nacionales, ellos les habían aconsejado positivamente que no las recibiesen.16 Con ello quedaban sentadas las bases de lo que fue uno de los incidentes diplomáticos más sonados en la historia de la República Dominicana, que tuvo lugar a lo largo del año 1859.

3. El incidente consular de 1859: entre la injerencia externa y la defensa de la legalidad

Santana acudió al Senado Consultor el 5 de enero de 1859 para rendir cuentas de su gestión interina al frente del ejecutivo, exponiendo en primer lugar que la administración anterior había dejado vacías las arcas del Estado y que cada día se descubría un nuevo fraude. A continuación pasó a referirse al espinoso asunto del papel moneda que se encontraba «fuera de curso por efecto de una disposición del Gobierno provisional», que había determinado su depósito en las oficinas de Hacienda de la capital. Dado que esa medida había empezado a tener cumplimiento, se hallaban en dicha oficina «algunas cantidades selladas y rotuladas», mientras que grandes sumas de papel moneda continuaban aún en manos de C. A. Herrera, Las finanzas... p. 43. El autor cita como fuente la Gaceta Oficial, No. 6, Santo Domingo, 14 de septiembre de 1858. 16 Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares, Fondo Asuntos Exteriores, caja 54/5225, carpeta No. 7 (en adelante: AGA, AAEE, seguido de los números de caja y carpeta correspondientes), s. l., 25 de agosto de 1858. El documento es una minuta escrita en francés, en la cual aparece como destinatario el «general», sin más (la palabra «papeletas» aparece en español en el original). 15

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particulares, por haber tenido lugar el pronunciamiento contra las instituciones de Moca antes de que finalizara el plazo fijado para su amortización. Al resumir las diversas disposiciones adoptadas por su Gobierno en materia monetaria, recordó que había ordenado la amortización de los billetes de 150 y 200 pesos, y su sustitución en el curso público con los emitidos el 16 de agosto del año anterior. También indicó que «había decretado que fuesen retirados de la circulación los billetes del tipo de 100 pesos nacionales […], emitidos por el Gobierno del ex presidente Valverde» el 8 de agosto, puesto que los mismos «habían perjudicado gravemente los intereses del fisco». Tras el discurso de Santana, el Senado procedió al escrutinio de las actas electorales, que dieron la victoria a las candidaturas de aquel y del general Antonio Abad Alfau a la presidencia y vicepresidencia de la República, respectivamente, cargos de los cuales tomaron posesión el 31 de enero de 1859.17 El 5 de mayo de 1859 el Gobierno dominicano hizo público un decreto, en el que se estipulaba el arreglo de la cuestión suscitada por el papel moneda emitido durante la administración de Báez, el cual debía depositarse en la contaduría general «para ser canjeado por bonos o vales en moneda fuerte», a razón de un peso fuerte por cada 2,000 de aquella moneda.18 La respuesta colectiva de todo el cuerpo consular acreditado en Santo Domingo llegó el 9 de mayo, y en ella los representantes diplomáticos de Francia, Gran Bretaña, España y los Países Bajos expusieron al ministro de Relaciones Exteriores, Miguel Lavastida, lo siguiente: Qu’ils ont reçu de leurs nationaux respectifs d’unanimes réclamations contre le décret publié par le Gouvernement dominicain le 5 de ce mois et [sic] fixant à $32,000 papelettes le taux de l’once ou le remboursement contre des bons du papier monnaie émis par le Gouvernement du président Báez. [...]. Ayant confiance dans les promesses faites publiquement et à différentes reprises par l’administration actuelle; les soussignés pensaient pouvoir s’en rapporter à sa justice pour que cette question fut équitablement résolue. J. G. García, Compendio... vol. III, pp. 302-307. Ibídem, p. 310.

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Cet espoir a été déçu et contrairement à tous les principes de droit et d’équité le Gouvernement dominicain veut forcer ses créanciers à accepter une valeur insignifiante en paiement de ce qui leur est dû. Les lois en vigueur dans la République s’opposent à une semblable prétention qui établerait d’ailleurs un précédent inadmissible surtout dans un pays exposé à des continuelles révolutions. Pou ces motifs les soussignés [...] considèrent nul et sans valeur le décret publié le 5 de ce mois, en ce qui concerne à leurs nationaux. La République Dominicaine est responsable non seulement des papelettes émises par le Gouvernement de Mr. Báez, mais encore de tous les bons ou valés [sic] souscrits à cette époque et les soussignés après s’être constamment opposés à toutes les tentatives faites pour s’écarter de ce principe et avoir en même temps cherché à concilier les désirs du Gouvernement dominicain avec les justes intérêts de leurs nationaux n’ont plus devant le décret qui vient d’être publié d’autre alternative que de provoquer des mesures de nature à assurer le remboursement de ce qui est légitimement dû aux étrangers placés sous leur protection.19 Archivo General de la Nación, Santo Domingo, Fondo Relaciones Exteriores (en adelante: AGN, RREE), leg. 12, expte. 3, Saint André, Hood, Faraldo y León-Lavastida, Santo Domingo, 9 de mayo de 1859: «Que han recibido de sus respectivos nacionales reclamaciones unánimes contra el decreto publicado por el Gobierno dominicano el 5 de este mes, fijando a 32,000 pesos dominicanos el precio de la onza o el reembolso contra los bonos del papel moneda emitido por el Gobierno del presidente Báez […]. Habiéndose fiado de las promesas hechas públicamente y en diferentes ocasiones por la actual administración, los abajo firmantes pensaban que podían confiar en su justicia para que esta cuestión fuera resuelta equitativamente. Esta esperanza se ha visto defraudada y en contra de todos los principios de derecho y de equidad el Gobierno dominicano quiere forzar a sus acreedores a aceptar un valor insignificante en pago de lo que se les debe. Las leyes vigentes en la República se oponen a semejante pretensión, que establecería además un precedente inadmisible sobre todo en un país expuesto a continuas revoluciones. Por estos motivos, los abajo firmantes […] consideran nulo y sin valor el decreto publicado el 5 de este mes, en lo concerniente a sus nacionales. La República Dominicana es responsable no sólo de los billetes emitidos por el Gobierno del Sr. Báez, sino también de todos los bonos o vales suscritos en aquella época y los abajo firmantes, después de haberse opuesto constantemente a

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La dureza de la forma y, sobre todo, la claridad con que los cónsules expresaron su rotundo rechazo a aceptar la solución dada por el Gobierno de Santana al problema del papel moneda, llevaron a Lavastida a responderles en un tono igualmente duro. En su comunicación, fechada el 13 de mayo, el ministro de Relaciones Exteriores echó en cara a aquellos el tono de su nota, que tanto desdecía «de la moderación y templanza que las naciones cultas emplean en sus relaciones internacionales». Acto seguido, les reprochaba también su desconocimiento «del derecho público de la nación hasta el extremo inconcebible de declarar arbitrario, injusto, nulo, de ningún valor un acto del poder legislativo». Por último, Lavastida indicó a los agentes extranjeros que no había informado al resto del Gobierno de su escrito, persuadido como estaba de que los miembros del mismo «se sorprenderían penosamente con su lectura», sino que había decidido devolvérselo, confiando en que tal determinación fuese «considerada como una prueba valedera del vivísimo deseo» que abrigaba de que el incidente no llegara a ser «motivo de contestaciones» que, si no se evitaban a tiempo, podrían «conducir a desagradables polémicas». En caso de que los cónsules insistieran en formular una protesta, el ministro mostró su esperanza de que lo hiciesen en términos que no hirieran el decoro de su Gobierno, ni menoscabaran el honor y la independencia de la nación.20 Al día siguiente, pese al intento de Lavastida de que los diplomáticos reconsiderasen su postura, estos se limitaron a enviarle de nuevo la misma nota que les había sido devuelta, pidiéndole que la pusiera en conocimiento del Gobierno sin más demora, y añadiendo además una velada amenaza al insinuar que el asunto

todas las tentativas hechas para apartarse de este principio y al mismo tiempo haber intentado conciliar los deseos del Gobierno dominicano con los justos intereses de sus nacionales, ante el decreto que acaba de publicarse no tienen más alternativa que provocar medidas de naturaleza tal que aseguren el reembolso de lo que legítimamente se debe a los extranjeros puestos bajo su protección» (la traducción es nuestra). 20 AGN, RREE, leg. 13, expte. 12, Lavastida-cónsules de Francia, Gran Bretaña, España y Holanda, Santo Domingo, 13 de mayo de 1859 (es copia).

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podría acarrear serias consecuencias.21 Lavastida respondió a los cónsules que el Gobierno dominicano nunca se opondría a que en los casos en que creyesen «alteradas las cláusulas de los tratados o en circunstancias determinadas», elevaran «a conocimiento del ejecutivo protestas reverentes y respetuosas con el fin de favorecer los intereses de sus respectivos nacionales y mantener incólumes los convenios internacionales». Sin embargo, prosiguió el ministro con más firmeza quizás en la forma que en el fondo, jamás se prestaría a que por su conducto llegasen a manos del presidente de la República «notas o protestas que sobre ser irrespetuoso el tono» en que estaban redactadas, contuvieran ataques manifiestos al derecho público interno de la nación.22 En conclusión, Lavastida devolvió una vez más la nota que le habían remitido los representantes europeos, en lo que constituía una inusitada escalada de tensión entre el débil Gobierno dominicano y el cuerpo diplomático en pleno. Sin más esfuerzos de unos por rebajar, si no el tenor de sus exigencias, sí al menos el modo de presentarlas, ni del otro por acceder a algún tipo de negociación sobre el contenido de una medida que, si bien de carácter interno, no dejaba de afectar a los intereses de numerosos ciudadanos extranjeros residentes en la República Dominicana, se produjo una ruptura de las relaciones entre las dos partes enfrentadas. Esta forma de presión tan drástica fue comunicada el 18 de mayo a Lavastida por los cónsules, quienes le informaron de que su conducta para con ellos no les dejaba más alternativa que interrumpir sus relaciones oficiales con el Gobierno dominicano y regresar a Europa.23 Cabe asegurar que detrás de la firme postura adoptada por el ministro de Relaciones Exteriores se encontraba el propio Santana, sin cuya aprobación y respaldo Lavastida nunca habría osado hacer frente a los poderosos agentes europeos, y menos aún hasta el punto Ibídem, Saint André, Hood, Faraldo y León-ministro de Relaciones Exteriores, Santo Domingo, 14 de mayo de 1859 (es copia). 22 Ibídem, Lavastida-cónsules de Francia, Gran Bretaña, España y Holanda, Santo Domingo, 17 de mayo de 1859 (es copia). 23 Ibídem, leg. 12, expte. 3, Saint André, Hood, Faraldo y León-ministro de Relaciones Exteriores, Santo Domingo, 18 de mayo de 1859. 21

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de arriesgarse a una ruptura de relaciones diplomáticas con los Gobiernos representados por ellos. No obstante, esta apuesta tan fuerte no iba a salirle bien al Gobierno dominicano, sino más bien todo lo contrario, pues supuso una humillación que resultó en todo caso inútil, ya que condujo a una cesión incondicional ante los planteamientos esgrimidos por los cónsules. En un último intento de reconducir la situación, antes de que la crisis se tornara irreversible, Lavastida dirigió el 20 de mayo una nota de respuesta a los diplomáticos. En ella señalaba que el presidente de la República no era capaz de «comprender cómo y en virtud de qué autoridad» podían «considerar injusto y nulo» el decreto emitido por el poder legislativo, es decir, el poder en el que «reside actual y esencialmente la soberanía». El ministro llegó a afirmar que «si un Gobierno aceptara el principio de que los agentes extranjeros pueden interponer su veto respecto a las resoluciones soberanas del poder legislativo […], desde el instante mismo que esto hiciera hollaría los fueros de la nación cuyos destinos rige […] y miserablemente se suicidaría». Según Lavastida, el propio presidente estaba persuadido de que su proceder «no debía dar margen a ninguna desavenencia desagradable», sino que «por el contrario era el medio más adecuado para evitar todo linaje de disgustos». Después de esta defensa de la conducta que había seguido en todo el asunto, el ministro continuó su escrito en un tono más agresivo, y criticó el hecho de que los cónsules, en vez de seguir sus conciliadoras insinuaciones, insistiesen en no elevar una protesta razonada en la que no se menoscabara la soberanía nacional, teniendo en cuenta que el incidente no estaba «llamado por su naturaleza a llevar las cosas al extremo» al que aquellos querían llevarlas, porque la cuestión era «más de forma que de fondo». En estas palabras está la verdadera clave del incidente: el Gobierno dominicano solo reclamaba que las quejas contra el decreto se presentaran de un modo que respetase, más que el principio de no injerencia en las cuestiones internas de un Estado soberano, los usos y costumbres diplomáticos a la hora de expresar una protesta, con independencia del carácter de la misma. Por otra parte, Lavastida indicó que los representantes

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europeos no podían «declarar en la ocasión presente, sin la [...] venia de sus respectivos soberanos, suspensas, interrumpidas o rotas las relaciones oficiales» con la República Dominicana, y que «aun en la suposición de que estuvieran investidos de atribuciones diplomáticas» para ello, el incidente provocado no exigía «por su naturaleza la inmediata suspensión de las relaciones» y lo que es más, «en todo caso correspondería la iniciativa del paso al Gobierno de la República», que era el ofendido. El ministro concluyó su respuesta expresando su convencimiento de que los Gobiernos europeos, una vez informados de las causas que habían motivado el incidente actual, no podrían sino «aprobar el proceder y mesurada conducta del dominicano».24 Carlos Federico Pérez subraya que este conflicto diplomático, «evidentemente desproporcionado a sus causas», fue interpretado por «la naturaleza recelosa de Santana […] como manifestación de las animosidades europeas contra él, esta vez bajo el estímulo de intereses personales». En efecto, el mencionado autor señala también que al parecer los cónsules «eran parte del conflicto por sí mismos, ya que se decía que alguno de ellos» había aprovechado su amistad con Báez para hacerse con grandes sumas del papel moneda emitido por el Gobierno de aquel. José de la Cruz Castellanos, súbdito español que había sido nombrado representante del Gobierno dominicano en Londres y París, fue admitido en calidad de tal por el Gobierno británico en agosto de 1859. Antes de presentar sus credenciales, Castellanos formuló al secretario del Foreign Office, lord Russell, una queja «por la falta de respeto con que se había conducido su cónsul y por el escándalo ocasionado al suspender las relaciones oficiales sin estar autorizado para ello», razón por la cual pidió que se le amonestase y que se le sustituyera. Russell admitió que los cónsules se habían excedido, y después de expresar las simpatías de su Gobierno por la República Dominicana, pidió a Castellanos que aguardase hasta saber lo que se convenía con los otros países. Tal como afirma Pérez, la Ibídem, leg. 13, expte. 12, Lavastida-cónsules de Francia, Gran Bretaña, España y Holanda, Santo Domingo, 20 de mayo de 1859 (es copia).

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admisión de las credenciales de aquel por parte del gabinete de Londres significaba obviar la ruptura de relaciones «decretada caprichosamente por los cónsules».25 Por su parte, Felipe Alfau fue nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República Dominicana en Madrid, adonde llegó el 11 de julio de 1859. En su primer despacho desde la capital española, fechado el 22 de julio, Alfau refirió a Lavastida el contenido de su primera entrevista con el ministro de Estado, Calderón Collantes, a quien informó «del incidente provocado por los cónsules, haciéndole observar que la cuestión actual era de forma y no de fondo». Calderón le respondió que aún no había tenido tiempo de leer y estudiar las notas relativas a dicho asunto, ya que el cónsul de España en Santo Domingo acababa de llegar también en esos días, pero que si las cosas habían pasado en los términos que Alfau decía, podía asegurarle que el incidente tendría una solución satisfactoria.26 En una comunicación que dirigió al ministro de Relaciones Exteriores, el secretario de la legación dominicana en Madrid, cargo que desempeñaba el español Álvarez Peralta, incluyó la traducción francesa de la correspondencia a que dio lugar el incidente con los cónsules. Álvarez Peralta le indicó que esa traducción, así como su contestación «a un artículo del Journal du Havre, reproducido por el Pays, periódico de París […] fueron publicadas por La Patrie, periódico ministerial del Imperio». Sin embargo, dada «la cortesía del Gobierno español de atribuir la llegada» del cónsul Faraldo a motivos familiares, Alfau había decidido no publicar ni decir «nada en los diarios de Madrid concerniente al conflicto consular».27 Ello no impidió que la noticia apareciese en la prensa, y el 24 de agosto La América se hizo eco de la misma en su portada, y dedicó un extenso artículo a explicar los pormenores del asunto Carlos Federico Pérez, Historia diplomática de Santo Domingo (1492-1861), Santo Domingo, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1973, pp. 354-355. 26 E. Rodríguez Demorizi, Documentos para la historia de la República Dominicana, vol. IV, Academia Dominicana de la Historia, vol. LV, Santo Domingo, Editora del Caribe, 1981, pp. 199-200. 27 AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Álvarez de Peralta-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 24 de julio de 1859.

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del papel moneda.28 En otro despacho, fechado el 24 de agosto, el representante de la República Dominicana en Madrid informó a Lavastida de la reunión que había mantenido con O’Donnell, quien le anunció que Faraldo no volvería a ocupar el puesto de cónsul de España en Santo Domingo, lo que en su opinión significaba que el Gobierno español no había aprobado la conducta observada por aquel.29 El 12 de octubre, Alfau comunicó al ministro dominicano de Relaciones Exteriores «los términos del arreglo de la cuestión consular» a que había llegado Castellanos con el ejecutivo de Londres. Según dicho arreglo, Russell reconoció en primer lugar que «Hood y los demás cónsules se habían excedido de sus facultades al manifestar que consideraban nulo y sin valor el decreto del poder legislativo», que regularizaba «la desmonetización y tipo para la indemnización del papel moneda emitido» por el Gobierno de Báez. En el segundo punto del acuerdo, Russell declaró que «el referido cónsul iría de nuevo a Santo Domingo a protestar respetuosamente», y que el hecho de ir en un buque de guerra no significaba que llevase intenciones hostiles. Por último, y «en prueba de que las relaciones entrambos países no habían sufrido menoscabo», la reina Victoria recibiría a Castellanos en su carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República Dominicana en la capital británica. Castellanos también había expresado al agente del Gobierno dominicano en Madrid su confianza en que la solución que diera al conflicto consular el gabinete de París había de ser la misma que adoptase el de Londres. Sin embargo, Alfau fue convocado el día 11 a las diez de la noche para celebrar una conferencia con el ministro español de Estado, quien le manifestó que Walewski, ministro de Asuntos Extranjeros de Francia, le había dirigido «una nota en que le anunciaba que el Gobierno francés de acuerdo con el inglés había resuelto enviar sus respectivos cónsules a Santo Domingo en buques de guerra con orden expresa, no a los referidos cónsules, sino a los comandantes de los buques de pasar al Gobierno» dominicano La América, año III, No. 12, Madrid, 24 de agosto de 1859. E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 208-209.

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una nota, en la cual le pedirían que retirara el decreto que había originado el conflicto. Walewski invitaba al Gobierno español a tomar la misma medida, y el propio embajador de Francia en Madrid «le instaba para que aceptase ese acuerdo, pretextando que sin una resolución enérgica el Gobierno dominicano no accedería a nada». En tales circunstancias, Alfau hizo notar al ministro de Estado que «la resolución del Gobierno imperial difería no poco de la tomada por el británico, y que por lo tanto no era posible creer que lord J. Russell faltase a lo que de palabra y por escrito había ofrecido y dicho» a Castellanos. El representante de la República Dominicana le expresó, además, su extrañeza por el hecho de que los pasos que el mismo Calderón Collantes le «había ofrecido dar con los gabinetes de Francia e Inglaterra para orillar» la cuestión «en la medida de lo justo» no hubiesen producido ningún fruto. En último lugar, Alfau preguntó al ministro qué pensaba hacer el Gobierno español ante esa tesitura, a lo cual respondió lo siguiente: 1.º […] Que el paso que Francia e Inglaterra iban a dar, fuese o no violento, era de todo punto contrario al derecho de gentes; 2.º que el Gobierno de S. M. C. [su majestad católica] no tomaría parte en tales medidas; 3.º que ya había escrito a los representantes de España en París y Londres para que nuevamente y con más eficacia procurasen conseguir se adoptase una resolución que no lastimase los derechos de un pueblo por el cual S. M. C. se interesaba y […] 4.º que en todo caso contara el Gobierno dominicano que el de la reina mediaría si los de Francia e Inglaterra acudiesen a la violencia.30 Al concluir su despacho, Alfau insistió a Lavastida en que el honor nacional y el decoro del Gobierno dominicano no consentían que se cejara lo más mínimo en la línea de conducta que habían adoptado, pues era necesario demostrar a Francia y AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 12 de octubre de 1859.

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Gran Bretaña que aunque «débiles por carecer de medios para resistir», su fuerza residía en «la razón y el derecho». En el caso extremo de que la situación tomase proporciones hostiles, mediaran amenazas y/o enviasen «algún ultimátum, y sin olvidar de acudir a la mediación de los agentes españoles», siempre que España no tomara parte en el asunto, el ministro de Relaciones Exteriores debería formular «una protesta-memorándum», en el que se tendría que distinguir «la cuestión de forma (sobre la cual versa el debate) de la de fondo», ya que el Gobierno dominicano nunca se había negado a escuchar y atender las reclamaciones que le fuesen dirigidas «en el modo y forma» apropiados. Alfau sugirió también a Lavastida que propusiera un arbitraje para resolver el diferendo, y finalmente le recomendó que ganase tiempo, dando «largas al asunto».31 El representante del Gobierno dominicano en Madrid volvió a dirigirse al ministro de Relaciones Exteriores de la República, y le informó de que Álvarez Peralta, al leer los partes telegráficos enviados por los embajadores de España en París y Londres, que le enseñó el subsecretario de Estado, había comprobado que «eran unas mismas las instrucciones que llevaban los cónsules de Francia e Inglaterra». Por ello, con el fin de neutralizar los esfuerzos del Gobierno francés, dirigidos a conseguir que España se adhiriese «a sus injustificables miras», Alfau había remitido el día 14 una nota a Calderón Collantes acerca de la cuestión. Ese mismo día, ambos mantuvieron una nueva reunión, en la cual el ministro de Estado manifestó que deploraba que el cónsul de España hubiese comprometido a su Gobierno, al firmar «con los demás cónsules las notas consabidas», y que Francia y Gran Bretaña, «obrando como habían resuelto hacerlo, traspasaban todo principio de justicia». Sin embargo, Calderón le indicó que por el momento no podía anunciarle la resolución de su Gobierno sobre el particular, pues para ello debía consultar previamente con el Consejo de Ministros. Alfau señaló que el Gobierno español no podía «menos de estar perplejo acerca de la resolución» que había de tomar, ya que por una parte veía el derecho y la justicia que asistían a la República Dominicana, pero por otra se veía «comprometido por Ibídem (las palabras en cursiva aparecen subrayadas en el original).

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su cónsul a obrar de concierto con las demás potencias, adoptando medidas ajenas a su rectitud» y opuestas a «los intereses de su política en América».32 El ministro español de Estado hizo llegar a Alfau una nota en la que aludía, aunque sin mencionarlo directamente, a «un suceso reciente» que había «venido a alterar en parte las relaciones de cordialidad» que desde hacía «mucho tiempo existían entre los dos Gobiernos». Acto seguido, Calderón le expresó su «esperanza de que en breve» cesaría todo motivo de desavenencias, y le indicó que «los compromisos que en el asunto» al que se refería, de nuevo sin hacer mención expresa del mismo, ligaban al Gobierno español no habían sido obstáculo para que este continuara dando al de la República pruebas evidentes del interés que le inspiraba. El estilo casi críptico del mensaje enviado por el ministro de Estado hizo que el secretario de la legación dominicana en Madrid incluyese una serie de «advertencias» con relación a su contenido en la copia que remitió a Lavastida. En una de ellas le explicaba que «con la expresión en parte», Calderón quería significar que las relaciones no estaban «interrumpidas diplomáticamente hablando». Álvarez Peralta resaltó además el hecho de que en ese párrafo no se dijera que la República había cometido falta alguna, ni tampoco que el cónsul de España era el responsable del conflicto entre ambos países. Con respecto al «vocablo compromisos», aclaró el secretario que «el ministro español no podía […] tomar una resolución per se ipsum sin antes explorar la voluntad de los Gobiernos de Francia e Inglaterra acerca del modo» en que se debía «orillar la cuestión dominico-consular».33 Tras entrevistarse una vez más con Calderón, el agente de la República en Madrid informó a Lavastida de los puntos principales que habían abordado durante su encuentro, celebrado el 6 de noviembre. El primero de ellos era la actuación a seguir por Ibídem, 24 de octubre de 1859. Ibídem, Calderón Collantes-Alfau, Madrid, 24 de octubre de 1859 (es copia; las advertencias de Álvarez Peralta están fechadas el 25-X-1859. El texto en cursiva aparece en el documento escrito con unos caracteres diferentes para llamar la atención del ministro dominicano de Relaciones Exteriores, salvo las expresiones en parte y per se ipsum, que están subrayadas en el original).

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el nuevo cónsul de España en Santo Domingo, quien presentaría «una nota (firmada por él solo o colectivamente con sus demás colegas) en la cual no habría palabra alguna malsonante», que pudiese herir la susceptibilidad del Gobierno de la República. El otro punto consistía en que, una vez «dado el paso de pedirse» por parte del mencionado cónsul «la anulación o modificación del decreto del Senado, los ulteriores pasos para el arreglo definitivo» los daría el propio Alfau en la capital española.34 Mientras en Santo Domingo habían comenzado ya las negociaciones entre el Gobierno dominicano y los representantes de las potencias europeas, Alfau dirigió una importante comunicación al ministro de Relaciones Exteriores, fechada el 6 de diciembre. En ella, aquel le expuso las razones por las cuales el Gobierno español aún no lo había recibido en su carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, a diferencia de lo sucedido en Londres. En primer lugar, Alfau indicó al ministro que «Báez y Segovia habían propalado el rumor, el uno en Francia y el otro» en España, de que próximamente se iba a verificar un alzamiento en la República a favor del ex presidente, que la administración de Santana «no tenía elementos de estabilidad, y que sus hombres entrarían muy pronto en tratos con los angloamericanos». Según el agente de la República Dominicana, «el Gobierno francés, patrocinador por miras políticas de Báez y su partido», se había visto además «aguijoneado por los parciales informes» de un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Extranjeros, que era muy amigo del ex presidente y al parecer estaba «interesado […] en el negocio de las papeletas». Por todo ello, el ejecutivo de París no había querido ni desaprobar la conducta de su cónsul, ni recibir oficialmente a Castellanos, y lo que era aún peor, había «interpuesto toda su influencia […] con el de España» para que este «se apartase de toda política conciliadora y no conviniese en estipulación alguna» con el propio Alfau. Se trataba, en efecto, de un momento especialmente complicado para la política exterior española, ya que el gabinete de O’Donnell Ibídem, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 9 de noviembre de 1859.

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acababa de declarar la guerra a Marruecos, a lo que se unían las dificultades que Gran Bretaña intentaba suscitarle, dados sus intereses en el norte de África. Era pues lógico que el ejecutivo de Madrid no deseara «dar la menor sombra de disgusto a Francia, su aliada natural en caso de guerra con la Gran Bretaña», incluso aunque comprendiese que importaba mucho a sus intereses, completamente distintos de los de Francia en América, no consentir que se menoscabara la independencia y soberanía de la República Dominicana. Como consecuencia de todos los factores mencionados, Alfau juzgaba explicable que el Gobierno español no hubiera «podido tomar una resolución franca en consonancia con sus buenos deseos, con sus miras políticas y con los principios del derecho y la justicia», así como el hecho de que su conducta, si bien diferente de la de Francia, no por ello era idéntica a la de Gran Bretaña. Es más, en opinión de dicho agente, España habría tomado «la iniciativa para orillar buenamente el conflicto» consular, «si Inglaterra no le hubiese suscitado embarazos en la cuestión de Marruecos y si Francia», que tan a tiempo sabía «aprovecharse de las circunstancias para realizar sus miras políticas, no hubiera venido con su poderosa influencia a sembrar dudas […] en el ánimo» del Gobierno español. En la conclusión de su despacho, Alfau resumió del siguiente modo las garantías ofrecidas por Calderón Collantes el 3 de diciembre, fecha de la última reunión que había mantenido con él: 1.º Que la República podía contar con la benevolencia y protección de España. 2.º Que su Gobierno no daba mayor importancia al asunto de los cónsules. 3.º Que el nuevo cónsul español lleva instrucciones muy amplias para neutralizar cualquiera pretensión exagerada del de Francia.35

Ibídem, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 6 de diciembre de 1859 (las palabras en cursiva aparecen subrayadas en el original).

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El nuevo ministro dominicano de Relaciones Exteriores, Felipe Dávila Fernández de Castro, comunicó el 7 de diciembre a los representantes de la República en París y Madrid los últimos acontecimientos que habían tenido lugar en Santo Domingo. El relevo al frente del ministerio se produjo precisamente a raíz de la renuncia de Lavastida, quien se había mostrado «inconforme con el giro impreso al asunto».36 Ese giro vino dado por la llegada a la rada de Santo Domingo de tres buques de guerra, el 30 de noviembre, con los cónsules de Gran Bretaña y Francia a bordo. Los comandantes de dichos barcos se dirigieron al Gobierno dominicano para pedirle que «indemnizase a sus nacionales de la pérdida que habían sufrido», con ocasión del decreto sobre el papel moneda, y «añadieron que si se reconocían dichos perjuicios y se saludaban sus pabellones con 21 cañonazos», los cónsules desembarcarían para volver al ejercicio de sus funciones.37 La nota británica señalaba que un extranjero residente en un país solo podía «reconocer como legales los actos […] de la autoridad legítimamente constituida», y que no debía «fidelidad a ningún partido levantado en armas contra dicha autoridad, cuyos actos» debía «considerar como los legítimos actos del Estado» en tanto durase «su control sobre el país, considerándose como válidos dichos actos respecto de cualesquiera obligaciones pecuniarias» que hubiera podido «contraer esa autoridad con un extranjero». El escrito del ejecutivo londinense señaló a continuación que los diferentes Gobiernos dominicanos tenían por costumbre «hacer emisiones de papel moneda» con mucha frecuencia, y que «los extranjeros, aun cuando pudieran, no tendrían el derecho de cuestionar la validez de dichas emisiones. Del mismo modo, tampoco podrían ser obligados en las diarias transacciones del comercio, a […] aceptar o rechazar el dinero del país de acuerdo con sus apreciaciones sobre la posibilidad de éxito o fracaso de los partidos contendientes». Por esta razón, el Gobierno británico planteó que «todo extranjero, poseedor bona fide del papel moneda emitido por el […] Estado, debidamente constituido y reconocido como tal, en el C. F. Pérez, Historia diplomática... p. 362. E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 230-231.

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momento de la emisión, por los Gobiernos extranjeros», tenía derecho, cualesquiera que fuesen «los cambios políticos […] en el Gobierno del Estado, a la garantía de sus intereses». Por último, el comandante del buque informó al ejecutivo de Santo Domingo de que se había «abstenido […] de saludar la bandera de la República», dado que tenía instrucciones de no hacerlo hasta que aquel hubiera dado su «aquiescencia a la demanda» que le acababa de someter, y hubiese «saludado la bandera británica como demostración de regocijo por el feliz arribo a un buen entendido» con Gran Bretaña.38 En un tono conciliador, el Gobierno dominicano respondió a los comandantes de ambos barcos que «jamás se había negado a reconocer los perjuicios reales y probados que por cualquier medida de uno de los poderes del Estado se hubieren irrogado». Sin embargo, en cuanto al saludo, Dávila Fernández de Castro les indicó que «era uso y costumbre no hacerlo la plaza sino después de los buques», y tras el intercambio de varios mensajes consiguieron ponerse de acuerdo en torno al «principio de indemnizar las pérdidas reales», pero no acerca del saludo, ya que las autoridades dominicanas se negaban a hacerlo a menos que fueran obligados por la fuerza. Los comandantes insistieron repetidamente, haciendo entender que «dicho saludo era indispensable porque tenían órdenes de sus Gobiernos» de exigirlo, por lo que ante la posibilidad de una «ruptura con naciones tan poderosas», que «habría sido de fatales resultados tal vez para la existencia de la República», esta solo pudo resistir cuatro días, hasta que se vio obligada a ejecutar dicho saludo el 3 de diciembre, cuando «hubo de ceder a la fuerza protestando solemnemente» contra la violencia de que había sido objeto. Terminada así la crisis, los cónsules bajaron a tierra, ante lo cual el ministro de Relaciones Exteriores indicó a los representantes de la República Dominicana en Europa que, una vez restablecidas las buenas relaciones con Francia y Gran Bretaña, el ejecutivo de Santo Domingo abrigaba la esperanza de que la cuestión del papel moneda fuese arreglada de forma amigable. En su mencionado despacho del 7 de diciembre, Fernández de Castro aludió también a la conducta seguida por España «en tan amargas 38

C. F. Pérez, Historia diplomática... pp. 360-361 (las cursivas son nuestras).

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circunstancias», y la describió como «completamente opuesta» a la que habían mantenido Francia y Gran Bretaña. En efecto, según la narración del ministro, el buque Don Juan de Austria, a cuyo bordo venía el nuevo cónsul de España, llegó a Santo Domingo el 3 de diciembre y tras efectuar el saludo de rigor, «lejos de tomar una actitud hostil entró en el puerto», y cuando «presentó su reclamo lo hizo desnudo de exigencias incompatibles con el decoro» de la República. Fernández de Castro ponderó «esta conducta noble y mesurada» en contraste con la de las otras dos potencias europeas, y dio instrucciones a Alfau para que manifestase al ministro español de Estado la gratitud del Gobierno dominicano por ello.39 El comandante del Don Juan de Austria, Francisco Montero, se dirigió al presidente de la República Dominicana para comunicarle que el Gobierno español le había ordenado cerciorarse de si el de la República estaba dispuesto a atender el derecho que tenían «los súbditos españoles a recibir en cambio del papel moneda emitido» por Báez, del cual «eran poseedores de buena fe» cuando fue «declarado sin valor, una indemnización mayor» de la que se le señalaba, y que no podía «considerarse en manera alguna como una compensación». En la misma línea que la nota inglesa, la española subrayó que los diferentes ejecutivos de la República habían emitido papel moneda, y que de igual modo que los súbditos extranjeros no podían «oponerse a la validez de aquellas emisiones», tampoco podían estar sujetos «a las pérdidas que por consecuencia del triunfo de los partidos habrían de sufrir sino se respetase ese papel adquirido de buena fe». En este punto, el comandante del buque español estableció una clara diferencia entre la posición de los súbditos extranjeros y la de los nacionales que seguían «las luchas políticas de su país». Como consecuencia de ello, el Gobierno de España no podía admitir, y suponía que tampoco el de la República Dominicana, la anulación de «los actos de sus predecesores de una manera tan absoluta como lo haría si insistiese en llevar a cabo su decreto» del 5 de mayo. Con base en tales argumentos, el Gobierno español solicitó al dominicano que reconociera, con respecto a los extranjeros, «los compromisos» E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 231-232.

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del que lo había precedido, y los interpretase y sostuviese «tales como eran en el momento [en] que subió al poder». Es más, aquel le pidió también que «si intentase hacer una nueva emisión de papel moneda» para sustituir el de anteriores administraciones, lo hiciera, en lo referente a los ciudadanos extranjeros, «dando a su nuevo papel un valor igual al del papel» que amortizase, «según el valor que tenía antes de su amortización». Al concluir, Montero expresó la confianza del ejecutivo de Madrid en que el de Santo Domingo haría «justicia a las justas reclamaciones de los súbditos españoles», y como prueba de ello había enviado un cónsul general para reanudar las relaciones oficiales en el momento en que el Gobierno de la República asintiera a los principios expuestos en su nota. Por último, el representante de España acordaría con aquel el tipo de cambio que debería hacerse del papel moneda.40 Pese a la gratitud de las autoridades dominicanas hacia España por el tono moderado de sus comunicaciones, la segunda nota del comandante del Don Juan de Austria, dirigida esta vez al ministro de Relaciones Exteriores, revela que aquellas no se habían mostrado tan complacientes con la reclamación española como con las destempladas exigencias presentadas por Francia y Gran Bretaña. Así, Montero se quejó de que la respuesta recibida no satisficiese «en manera alguna a la reclamación» que tenía la orden de presentar, puesto que el Gobierno dominicano no reconocía «de una manera positiva el derecho de los poseedores de buena fe del papel moneda emitido por el ex presidente Báez a recobrar el valor íntegro que dicho papel tenía» cuando su desmonetización o amortización fue decretada. Sin el cumplimiento de esta condición, el cónsul de España no podía entrar en el ejercicio de sus funciones oficiales. Acto seguido, el comandante manifestó su sorpresa por el hecho de que, concedido ya a los jefes de los buques francés y británico lo que él reclamaba, le parecía que la contestación a su nota del día anterior habría debido ser idéntica a la segunda que recibieron aquellos.41 AGN, RREE, leg. 12, expte. 5, Montero-jefe del poder ejecutivo de la República Dominicana, río Ozama, 4 de diciembre de 1859. 41 Ibídem, Montero-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, río Ozama, 5 de diciembre de 1859. 40

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Ante esta protesta por la injusta discriminación sufrida, que premiaba los métodos coercitivos empleados por los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña frente a la mesura diplomática del ejecutivo de Madrid, Fernández de Castro tuvo que acceder a las peticiones de Montero. Este quedó tan satisfecho con la respuesta del ministro que le informó de que el nuevo cónsul de España, Mariano Álvarez, bajaría esa misma tarde a tierra para tomar posesión de su cargo.42 El último acto de la previsible rendición incondicional del Gobierno dominicano ante las tres potencias europeas tuvo lugar el 12 de diciembre de 1859, fecha en la que aquel y los cónsules de Francia, Gran Bretaña y España firmaron un protocolo por medio del cual se acordó lo siguiente: 1.º El Gobierno dominicano se obliga a recoger el papel moneda emitido por el ex presidente Báez dando en pago títulos de una renta de seis por ciento, que creará al efecto con la denominación de «Deuda Interior»; en las condiciones descritas a continuación. 2.º La deuda interior consistirá en títulos que llevarán el interés anual de un seis por ciento, pagadero por semestres, que vencerá en 1.º de enero y 1.º de julio de cada año.43 Tal como explica De la Rosa, el protocolo estipuló que el ejecutivo de Santo Domingo se comprometía a convertir el papel moneda de la administración Báez a una tasa de 500 pesos nacionales por un peso fuerte, «contra obligaciones de la deuda interior» establecida en el mencionado acuerdo, obligaciones que «debían ser amortizadas y podían ser recibidas por el Gobierno dominicano en compensación de los derechos de aduana». Asimismo, los bonos del Tesoro, de los que eran tenedores los súbditos extranjeros, así como «todas las deudas contraídas legítimamente frente a ellos por Ibídem. AGN, RREE, leg. 14, expte. 4, Santo Domingo, 12 de diciembre de 1859 (es copia; las cursivas son del documento).

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el ex presidente Báez, serían arreglados, convertidos y amortizados en las mismas condiciones y de igual forma».44 El 28 de diciembre, el Senado emitió un decreto por el que aprobaba todo lo estipulado en los ocho artículos del protocolo, y ordenaba que las referidas estipulaciones se hicieran extensivas, no solo a todos los extranjeros residentes en el territorio de la República, «sino también a los dominicanos poseedores de aquel papel moneda».45 El enfriamiento de las relaciones entre el Gobierno dominicano y los de Francia y Gran Bretaña fue inevitable, como se deduce del contenido de algunas comunicaciones dirigidas por Fernández de Castro a Alfau. En una de ellas, fechada el 14 de enero de 1860, el ministro le aseguró que no tenía ninguna duda de que «el único móvil de tan inmotivado atropellamiento de parte de dos naciones que se llaman cultas» había sido su interés de hacer pasar el territorio dominicano a manos de los haitianos. No contento con semejante afirmación, acusó a ambas potencias de algo aún más grave, puesto que según Fernández de Castro se había querido provocar a la República a una ruptura para proteger con ella el desembarco de los filibusteros que estaban en Curazao, armados ya y prontos a salir, esperando la oportuna ocasión de la invasión anglofrancesa. El ministro de Relaciones Exteriores se congratuló por el hecho de que la prudencia del ejecutivo dominicano hubiese «frustrado sus maquinaciones», y expresó su confianza en que la firmeza de carácter con que aquellos países encontrarían a los dominicanos en la desgracia, les haría conocer que era inútil intentar lo que no conseguirían sin «pasar por el oprobio de destruir una nación entera».46 En tales circunstancias, no resulta extraño que las miradas de Santana y su Gobierno se volvieran cada vez más hacia España en busca de la protección que tanto ansiaban, por lo que Fernández de Castro recomendó con repetida insistencia al enviado de la República en Madrid que agilizase al máximo las negociaciones A. de la Rosa, Las finanzas de Santo Domingo... p. 23. AGN, RREE, leg. 14, expte. 4, Santo Domingo, 28 de diciembre de 1859. El documento lleva la firma del presidente del Senado, Tomás Bobadilla, y del secretario, Pedro P. de Bonillas. 46 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 239-240. 44 45

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pendientes con el Gobierno español. De hecho, en su despacho del 23 de diciembre de 1859, el ministro le dio, para concluirlas, un plazo perentorio, pues no debía prolongar su estancia en aquella capital por espacio «mayor de un mes». En cualquier caso, fuera cual fuese el resultado de dicha negociación, Fernández de Castro no tuvo reparo alguno en subrayar, en la comunicación que remitió a Alfau el 7 de enero de 1860, que de entre los papeles que cada uno había «representado en el reciente drama», el de España había sido «el más noble».47 El ministro de Relaciones Exteriores también encargó al representante del Gobierno dominicano en Madrid, el 23 de diciembre de 1859, la contratación de un empréstito directamente o por medio de su colega de París, hasta la suma de 300,000 pesos fuertes. Fernández de Castro añadió en sus instrucciones a Alfau que no dejara de realizarlo por pequeña que fuese la cantidad conseguida, y le autorizó a ofrecer las garantías que estimara oportunas como respaldo del préstamo. Pocos meses más tarde, el 7 de marzo de 1860, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Ricart y Torres, repitió a aquel el mismo encargo que le había hecho su predecesor anteriormente, facultándolo, en esta ocasión, para contratar un empréstito hasta la cantidad de cinco millones de francos. Por último, el 20 de junio Ricart lo volvió a autorizar, en nombre del Gobierno de la República, a contraer un préstamo en Europa por la suma de uno a dos millones de pesos fuertes, sin indicarle las condiciones bajo las cuales debía llevarlo a cabo, a fin de que pudiese solicitarlo «con más probabilidades de buen éxito». Además, el ministro comunicó a Alfau que se había retirado la autorización a Castellanos para hacer lo propio.48 Estos sucesivos intentos de obtener recursos en el extranjero son sin duda muy reveladores de la pésima situación financiera en que volvía a encontrarse el Estado dominicano, o más bien, del déficit crónico que venía padeciendo, y que no hizo sino empeorar día tras día. El ejecutivo de Santana acudió otra vez al expediente habitualmente utilizado por todas las administraciones anteriores, Ibídem, pp. 235-237. Ibídem, pp. 236, 247-248 y 269-270.

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y se lanzó a una nueva carrera de emisiones monetarias, que fueron ya las últimas antes de consumarse la anexión de Santo Domingo a España.

4. Últimas emisiones monetarias antes de la anexión Tal como indica Carlos Federico Pérez, durante el último período de Santana en la presidencia de la República, la evolución interna del país estuvo más vinculada que nunca a sus relaciones internacionales, hasta el punto de que el «vertiginoso desarrollo» de los acontecimientos la condujo «hacia uno de sus momentos culminantes», como cabe denominar la anexión a España.49 Sin embargo, la praxis política del Estado dominicano no se vio tan afectada como para no recurrir a las tradicionales emisiones monetarias, con las que agravaba cada vez más la ya crítica situación de sus finanzas. Así se explica que tras el arreglo del conflicto consular, el año 1860 comenzase con una gran actividad en lo referente a la emisión de papel moneda, «pues el circulante se encontraba deteriorado, depreciado y se comprobaban además frecuentes falsificaciones». Por todo ello, el Senado aprobó un decreto el 4 de enero, con el cual autorizaba al ejecutivo a efectuar una nueva emisión de billetes por importe de 50,000 pesos fuertes. Durante la discusión de dicho decreto, «algunos senadores se opusieron a que fuera consignado en los billetes el valor de moneda fuerte», ya que consideraban, como subraya Herrera, «con razón, que sin respaldo de ninguna especie, sino únicamente la palabra oficial, que tantas veces había rodado por la bancarrota, el valor intrínseco de los mismos sería fijado por las necesidades del público» y muy en particular por las del comercio. No obstante, el Gobierno ordenó de inmediato la nueva emisión, que estuvo a punto de provocar un completo desastre, puesto que «la moneda metálica extranjera […] dejó de circular ante la llegada de estos billetes y hubo una protesta sorda en todas las esferas públicas». Así las cosas, el 26 de marzo C. F. Pérez, Historia diplomática... p. 342.

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el ejecutivo no tuvo otra alternativa que someter al Senado un proyecto de ley que derogaba el decreto anterior, por el cual se suspendió la circulación del papel moneda recién emitido, que debía ser recogido y amortizado.50 Por su parte, De la Rosa señala que la mencionada emisión dio lugar también a gran cantidad de falsificaciones, y pese a la medida que ordenaba a los tenedores de billetes del Tesoro depositarlos en las administraciones de Hacienda «contra recibos o bonos a consolidar ulteriormente», el volumen de moneda falsa alcanzó tales proporciones que hubo de aprobarse una ley especial contra los falsificadores. En ella quedaba establecida la pena de muerte para los mismos, así como la de trabajos forzados a perpetuidad para sus intermediarios, lo que da idea de la enorme magnitud del problema. De la Rosa sostiene que el propio Estado dominicano, con «sus procedimientos antieconómicos, […] había contribuido singularmente» a aumentarlo, ya que para emitir papel moneda, el Gobierno no se dirigía ya al cuerpo legislativo, sino que «este daba una especie de autorización general, en virtud de la cual se hacían las emisiones». De este modo tan peculiar, con la sola «declaración del ministro de Hacienda de que la caja pública estaba vacía y que faltaba dinero para hacer frente a los gastos del Estado, el poder ejecutivo permitía las emisiones», y según dicho autor fue así como se procedió en 1860.51 Sin embargo, el por entonces ministro de Hacienda, Pedro Ricart y Torres, solicitó autorización al Senado el 28 de marzo de ese año para emitir diez millones de pesos, con el pretexto de que iban a utilizarse para amortizar los billetes deteriorados por el uso. El Senado aprobó esta nueva emisión con la condición de que no pudiera «aumentarse el número, ni distraerse del objeto» para el que había sido autorizada. Tan solo Tomás Bobadilla, en opinión de Herrera, «trataba con certero juicio el problema de la circulación monetaria», sobre el cual planteó en el Senado claras advertencias e «interesantes proyectos, ceñidos todos a planes más racionales», que obviamente no encontraron el eco necesario C. A. Herrera, Las finanzas... pp. 49-50. A. de la Rosa, Las finanzas de Santo Domingo... pp. 24-25 (las cursivas son del autor).

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para haberse podido llevar a la práctica. Por el contrario, las emisiones continuaron, e incluso al menos una de ellas fue aprobada en una sesión secreta del Senado, celebrada el 19 de abril, en la cual se autorizó una nueva emisión de 10 millones de pesos. Santana comunicó al Senado el 17 de mayo que, dadas las graves circunstancias por las que atravesaba la República, el Gobierno se veía en la necesidad de disponer del papel moneda cuya emisión había autorizado la cámara en marzo, y solicitaba permiso para destinarlo a fines militares, debido a la movilización de tropas, en lugar de emplearlo para sustituir el que se encontraba en mal estado. En su respuesta, el Senado autorizó al Gobierno a poner en circulación 10 millones de pesos, y además a disponer de las sumas que considerase necesarias de los 10 millones que le había autorizado emitir por la resolución del 19 del mes anterior, es decir, la sesión secreta cuyo contenido no consta en el acta de ese día. Con esta última, y en el espacio de menos de un mes, se completó una emisión total de 20 millones de pesos.52 Debido a la llegada desde Venezuela a territorio dominicano de inmigrantes canarios, que huían de la difícil situación política reinante en dicho país, el Senado volvió a autorizar al ejecutivo para realizar cuantos gastos estimara convenientes con objeto de atender los costes derivados de esa coyuntura excepcional. En virtud de ello, el Gobierno aprobó el 13 de agosto otra emisión de 10 millones de pesos y, por último, una más de 8 millones de pesos, el 28 de diciembre.53 De este modo, si se exceptúa la fallida emisión de enero, mientras Santana negociaba la anexión a España, su Gobierno emitió casi 40 millones de pesos, «en cientos de miles de papeletas que dejaría como herencia al nuevo régimen español».54 Por si todo ello fuera poco, ya se ha indicado que uno de los últimos decretos emitidos por el Gobierno dominicano, pocos días antes de proclamarse la anexión, fue el que fijaba un tipo de cambio de 250 pesos nacionales por un peso fuerte, operación que debía realizarse en el plazo de un año. Tal como sostiene Herrera, C. A. Herrera, Las finanzas... pp. 50-52. Ibídem, p. 52. 54 F. Moya Pons, «Datos sobre la economía dominicana durante la Primera República», en T. Mejía-Ricart (ed.), La sociedad dominicana... pp. 13-39; véase p. 29. Para la obra de Mejía-Ricart, véase más arriba la nota No. 4. 52 53

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resulta obvio que el propósito de dicha medida era «entregar a la administración española que se haría cargo en breve de los problemas de la hacienda pública, un patrón o equivalencia para el canje» de los más de 100 millones de pesos en billetes que circulaban por entonces en la República Dominicana.55 Este regalo envenenado del Gobierno que había gestionado la anexión acabó por convertirse en un auténtico quebradero de cabeza para las autoridades españolas, las cuales se vieron desbordadas ante las dimensiones de un fraude tan descomunal, cometido por el propio Estado dominicano desde sus inicios. Un problema con raíces tan profundas habría requerido mucho tiempo para ser corregido, o al menos, para haber podido paliar sus perniciosos efectos parcialmente, pero tiempo fue justo lo que no tuvo España en Santo Domingo, de modo que las medidas adoptadas, con independencia de su mayor o menor grado de acierto, no surtieron el efecto deseado, tan necesario para sanear las finanzas dominicanas. Sin embargo, lo cierto es que el Gobierno español no valoró adecuadamente la verdadera importancia de la cuestión monetaria, ni la analizó en todas sus vertientes, cuando debió haberla medido con el máximo rigor, a fin de saber si disponía de los recursos necesarios para solucionarla con rapidez y eficacia. También debe tenerse en cuenta que las negociaciones que entabló Alfau en Madrid no iban encaminadas a la anexión del territorio dominicano a España, sino más bien a obtener su ayuda y protección, lo cual no incluía poner en marcha una administración de nueva planta en Santo Domingo. A lo sumo, el protectorado implica el establecimiento de una serie de compromisos, sobre todo de tipo militar, para la defensa del territorio protegido frente a las amenazas exteriores, y en algunas ocasiones contempla también ciertos aspectos de carácter político y económico, aunque generalmente muy limitados. En todo caso, si el ejecutivo de Madrid hubiera sido más prudente a la hora de aceptar la anexión, con todas las responsabilidades que esta suponía, por ejemplo en materia financiera y monetaria, entre muchas otras, es posible que no hubiese C. A. Herrera, Las finanzas... p. 53.

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actuado de la forma precipitada y poco reflexiva en que lo hizo, y con ello su decisión final quizás habría resultado muy diferente. No obstante, la urgencia de la situación financiera era solo una más de las numerosas preocupaciones del Gobierno dominicano, puesto que otros elementos externos venían periódicamente a complicar la ya de por sí inestable vida de la joven República. Entre los principales factores de desequilibrio se encontraban la permanente amenaza haitiana, y la no menos constante y peligrosa actividad de los Estados Unidos, cuyas gestiones diplomáticas para obtener algún establecimiento naval en la isla adquirieron un renovado ímpetu a partir de 1859. Todo ello compone un escenario lleno de intrigas, en las cuales tomaron parte, hasta su desenlace en 1861, en primer lugar los dos países que comparten la isla Española, Haití y la República Dominicana, así como las potencias mediadores en el conflicto entre ambas, Francia y Gran Bretaña. Completan el reparto de papeles principales las dos naciones más interesadas en el control de las Antillas: por un lado se encontraba España, que intentaba luchar para no perderlo, y por el otro, los Estados Unidos, que ya habían tomado conciencia de su necesidad de dominar un espacio de importancia tan grande para sus intereses geoestratégicos. La partida de ajedrez iniciada unos años antes estaba a punto de entrar en su fase final, de modo que todos buscaban situar bien sus piezas sobre el tablero para estar en las mejores condiciones de jugarla con posibilidades de ganar algo en ella. En tales circunstancias, no es de extrañar que los jugadores más débiles trataran de apoyarse en otros más fuertes con la esperanza de asegurarse así, si no la victoria, al menos un resultado final en el que no se vieran excesivamente perjudicados. Pues bien, un personaje de las características de Santana se introdujo en este complejo juego de política internacional, e incluso llegó a acelerar el ritmo de los acontecimientos, gracias a lo cual obtuvo su objetivo más ansiado: la ayuda de un poder extranjero para apuntalar el régimen autoritario en que ejercía su poder personal de forma omnímoda.

Capítulo II. El complejo panorama diplomático dominicano durante el conflicto consular de 1859

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a aguda interrupción del comercio dominicano, que se había agravado aún más por la absoluta desconfianza en la moneda circulante en el país, trajo como consecuencia que los ingresos de la hacienda pública, derivados casi exclusivamente de las aduanas, quedaran reducidos a una suma irrisoria, lo que llevó a los representantes de Gran Bretaña y Francia a proponer a sus Gobiernos la única salida posible que veían para este problema. Según dichos agentes, la República Dominicana no podría sostener su independencia durante mucho más tiempo a no ser que se pusiera bajo el protectorado de una nación extranjera, para lo que plantearon la opción de Cerdeña, después de haber descartado a España, en teoría porque no estaba capacitada para asumir esa carga, ni sería prudente que lo hiciera con dos colonias esclavistas tan próximas a la isla de Santo Domingo, lo que sin duda también confirma la rivalidad existente entre las diversas potencias con intereses en las Antillas. Por otra parte, el conflicto consular por el asunto del papel moneda dejó el campo libre a la actuación de los agentes norteamericanos, con el consiguiente recelo europeo hacia el resultado de las gestiones de aquellos, ante un Gobierno dominicano acosado por la penuria financiera y la suspensión de sus relaciones diplomáticas con los países más poderosos. En una coyuntura de fuertes transformaciones socioeconómicas y políticas a nivel continental y antillano, la viabilidad de la República Dominicana como nación seguía estando en juego. La permanente amenaza que representaba Haití para la

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independencia dominicana se vio reforzada, en cierto modo, con el respaldo del ex cónsul de Francia en Puerto Príncipe a las aspiraciones del régimen de Soulouque, empeñado en dominar toda la isla. Esta situación fue hábilmente presentada al Gobierno español por parte del dominicano, en solicitud de ayuda, la cual finalmente se hizo innecesaria tras la caída del emperador y la subsiguiente tregua. Por su lado, los agentes norteamericanos continuaron en pos de obtener alguna concesión territorial en la República Dominicana, bien fuese en Samaná, bien en otro punto que se considerase apropiado para establecer la ansiada base naval. Si el ejecutivo de Washington quería inaugurar una audaz política imperialista, no pudo hacer una mejor elección para el puesto de agente especial en Santo Domingo que la del general Cazneau, a pesar de lo cual su nombramiento se hizo con el acuerdo expreso de que la cuestión de la base naval debía dejarse en suspenso hasta que los problemas internos de los Estados Unidos alcanzasen una solución pacífica. Así pues, al menos por el momento, a los agentes norteamericanos solo les quedaba la opción de reactivar la firma de un tratado entre ambos países, como medio de lograr algún día ese objetivo tan deseado, e impedir al mismo tiempo el acercamiento de la República Dominicana a España.

1. El protectorado de Cerdeña sobre Santo Domingo: una opción inviable A comienzos de 1859 nada parecía presagiar las graves complicaciones que llevarían a la suspensión de las relaciones diplomáticas entre la República Dominicana y las tres principales potencias atlánticas europeas. El 31 de enero de ese año, Martin T. Hood, el cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, recibió un despacho del Foreign Office en respuesta a otro suyo, fechado el 22 de diciembre, en el que Hood afirmaba que tanto él como el cónsul de Francia opinaban que sería admisible poner la República Dominicana bajo el protectorado de Cerdeña. El conde de

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Malmesbury, secretario del Foreign Office en el gabinete tory del conde de Derby, quien ejerció como primer ministro hasta junio de 1859, le informó de que el Gobierno británico no lo consideraba apropiado, y que el ejecutivo de París estaba de acuerdo con la opinión que Londres había adoptado con respecto a la propuesta de ambos diplomáticos.1 En otra comunicación de carácter confidencial dirigida a Malmesbury, Hood le explicó las razones por las que había considerado conveniente sugerir dicho protectorado. En opinión del representante de Gran Bretaña en la República Dominicana, esta había ido decayendo progresivamente desde su independencia a pesar de ser uno de los territorios más fértiles y productivos de las Antillas, decadencia que él atribuía a circunstancias accidentales, sin relación con causa física alguna ni con las capacidades de la propia isla. Hood no dudó en asegurar que las frecuentes invasiones haitianas, origen de grandes pérdidas y de la destrucción de numerosas propiedades, habían sido una de las principales causas de dicha decadencia. Aun así, aquel también reconoció que existían otras causas, tales como las interminables disensiones internas, provocadas por hombres ambiciosos, y que resultaban en revoluciones destructivas y guerras civiles, así como en las intrigas de aventureros, procedentes principalmente de los Estados Unidos y en la, según sus palabras, vergonzosamente mala administración de los fondos públicos. Sin embargo, ninguna circunstancia había contribuido más a la ruina de la República Dominicana que la obstinada y, desde el principio desesperada, resistencia ofrecida por el ex presidente Báez a la voluntad nacional. Hood subrayó que dicha resistencia, de casi doce meses, y los efectos de esta sobre la actividad económica habían paralizado por completo la iniciativa comercial, provocando la suspensión total del trabajo y el consiguiente empobrecimiento general, hasta un grado tal que había hecho desaparecer el mercado de bienes importados ni existía producto alguno para la exportación.2 The National Archives, Londres, Foreign Office (en adelante: TNA, FO) 23/39, Malmesbury-Hood, Londres, 31 de enero de 1859 (minuta). 2 Ibídem, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 7 de enero de 1859. 1

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El cónsul de Gran Bretaña tampoco pudo dejar de mencionar que esa interrupción del comercio había sido agravada aún más por la absoluta falta de confianza en la moneda circulante del país, debido a las continuas, arbitrarias y extraordinarias emisiones de papel moneda. Como consecuencia del estado en que se encontraba el comercio, los ingresos de la hacienda pública, derivados casi exclusivamente de las aduanas, habían quedado reducidos a una suma muy pequeña, mientras que el gasto público, si bien no había aumentado, tampoco había disminuido a causa de los preparativos para la defensa, que Hood consideraba necesarios dada la proximidad del fin de la tregua con Haití. La renovación de la tregua y la continuada tranquilidad dentro de la República mejoraría sin duda la situación de la población, pero el país apenas se vería aliviado de sus apremiantes apuros pecuniarios, puesto que la mayor parte de sus ingresos sería consumida por la liquidación de las reclamaciones más urgentes, y cada año dejaría al Gobierno un creciente déficit que, en las circunstancias existentes en esos momentos, solo podía afrontarse por medio de nuevas emisiones monetarias, en perjuicio de todo el país.3 A juicio del agente de Gran Bretaña, la única salida posible a este problema sería un préstamo, que permitiese saldar las reclamaciones más apremiantes y amortizar el papel moneda en circulación, pero acto seguido aseguró que había poca o ninguna esperanza de obtenerlo, excepto en los Estados Unidos, por lo que según Hood el remedio sería peor que la enfermedad. Incluso llegó a expresar su temor a que si se consiguiera un préstamo, este solo serviría como incentivo para renovadas disensiones y revoluciones, en las que se derrocharía la suma total así obtenida. Por tanto, reducida a esta condición, la República Dominicana no podía sostener su independencia durante mucho más tiempo, e inevitablemente acabaría convirtiéndose en una provincia de otro Estado, a no ser que se pusiera bajo el protectorado de una nación que desease y pudiese tomar una carga semejante. La primera alternativa no satisfaría las miras políticas de Gran Bretaña y Francia, por lo que el establecimiento de un protectorado parecía convertirse en una absoluta

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Ibídem. Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 7 de enero de 1859.

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necesidad. Por otra parte, era innecesario entrar en la cuestión de si dicha solución sería vista con buenos ojos por los dominicanos, dados los ofrecimientos en tal sentido hechos por los sucesivos Gobiernos de la República a Gran Bretaña, Francia y España, tanto conjuntamente como por separado. Además de subrayar como un hecho indudable que esta era universalmente aceptada como la solución más deseable, pese a su corta experiencia en el país, el cónsul se mostró convencido de quesería recibida con alegría y gratitud por todos los partidos. No obstante lo más llamativo son las razones que alegaba para encomendar el protectorado a Cerdeña, ya que por razones políticas ni Gran Bretaña ni Francia habían juzgado oportuno hacerse cargo del mismo, mientras que a su entender España no tenía poder para hacerlo, ni sería prudente que lo hiciera con dos colonias esclavistas tan próximas a la isla de Santo Domingo. Por su parte, los Estados Unidos solo aceptarían el protectorado como medio para alcanzar un fin al que se oponía la política de Europa, y Haití no podría encargarse de ello ni aunque los dominicanos aceptasen una idea semejante, lo cual parecía desde luego poco menos que imposible. Tampoco sería aconsejable para los intereses francobritánicos que la influencia de cualquier gran potencia marítima europea se extendiera en esa parte del mundo, por lo que las posibilidades eran muy limitadas. Dinamarca y Suecia presentaban la gran objeción de las diferencias en cuanto a religión, costumbres, clima y lengua. Con Portugal la dificultad insuperable se encontraba en la supuesta antipatía nacional existente entre las razas española y portuguesa, mientras que el estado de tiranía en Nápoles hacía imposible esa alternativa. Holanda ofrecía algunas ventajas, pero no tantas como Bélgica o Cerdeña, y de estas dos la segunda parecía ser la mejor opción, si se la pudiera inducir a hacerse cargo del protectorado.4 En la conclusión de su despacho, Hood enumeró las numerosas cualidades del reino de Cerdeña, entre ellas su excelente administración pública, así como una pequeña pero muy respetable Armada, por lo que sin duda le sería ventajoso tener una base naval en aguas del Caribe, y un territorio al que podría enviar sus

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Ibídem. Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 7 de enero de 1859.

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excedentes de población sin necesidad de perderlos como súbditos. El diplomático señaló también que no estaba consciente de que un aumento de la influencia sarda en esa parte del mundo pudiera perjudicar a ninguna otra nación. Asimismo, reconoció que al principio sería necesario un gasto considerable para poner el país en condiciones de poder progresar, pero auguró que al cabo de unos pocos años la prosperidad del mismo sería tanta que permitiría cubrir toda la inversión hecha e incluso obtener un buen superávit en los ingresos. Las condiciones del protectorado deberían ser, en su opinión, más rigurosas que las del de las islas jónicas, y si después de un cierto tiempo pudiese acordarse de forma apropiada la conversión del protectorado en una colonia, esto sería quizás el único estímulo para que Cerdeña aceptara las costosas obligaciones del protectorado. Al mismo tiempo, esta medida sería una gran ventaja para los propios dominicanos, y contribuiría muy eficazmente a la riqueza directa del país y al beneficio indirecto de las naciones que comerciasen con él, particularmente Gran Bretaña. Por último, Hood señaló que el orgullo de los dominicanos, que no era inferior al de toda la raza española, no vería aceptable el protectorado de Cerdeña o de cualquier otro Estado pequeño si no iba acompañado del apoyo real o moral de las potencias mediadoras, así como del de España, que debería ser invitada a tomar parte directamente en la convención por medio de la cual se estableciera el protectorado, sobre todo teniendo en cuenta lo que expresaba el artículo segundo de su tratado con la República Dominicana. En una postdata, el cónsul de Gran Bretaña informó a Malmesbury de que había mostrado esta comunicación a su colega francés, quien le había prometido escribir a Walewski en el mismo sentido.5 En un despacho posterior, fechado el 22 de enero, Hood siguió insistiendo en su propuesta de protectorado a pesar de la revolución que había derrocado a Soulouque en Haití, pues consideraba que este hecho no alteraba en modo alguno la necesidad de poner la República Dominicana bajo la protección de una potencia europea. A su juicio, aunque dicha revolución podía producir una suspensión temporal o permanente de las hostilidades,

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Ibídem. Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 7 de enero de 1859.

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con o sin un tratado de paz y reconocimiento, lo que ayudaría con seguridad a mejorar las expectativas de la población, no pensaba que la situación del país pudiese mejorar tanto como para ofrecer la optimista esperanza de que podría mantener su independencia sin ayuda extranjera.6 En el rechazo de Gran Bretaña y Francia al establecimiento de un protectorado sardo en Santo Domingo, aparte de las razones puramente estratégicas que tuvieran ambos Gobiernos con respecto al equilibrio de poderes en las Antillas, pudo contribuir también la tensa situación prebélica existente en Europa. De hecho, en el verano de 1858, el primer ministro sardo, conde de Cavour, se había entrevistado con Napoleón III en Plombières, donde firmaron un pacto secreto, por medio del cual se pusieron de acuerdo para enfrentarse juntos a Austria, que dominaba una gran parte del norte de la península itálica. El reino de Cerdeña, cuyo principal territorio continental era el Piamonte, obtendría los territorios austríacos de Lombardía y el Véneto, así como los ducados de Parma y Módena, mientras que Francia sería recompensada con Saboya y Niza. A fin de permitir la intervención de aquel país sin que apareciese como agresor, Cavour debía provocar un ataque austríaco contra Cerdeña, mediante el fomento de la actividad revolucionaria en Lombardía. Finalmente, el conflicto bélico estalló en 1859, y en el mismo los Ejércitos francosardos derrotaron al austríaco. Tras una guerra bastante breve, durante la cual tuvieron lugar las célebres batallas de Magenta y Solferino, en junio de dicho año, los piamonteses se apoderaron de Lombardía, cedida por Austria a Napoleón III, quien la cedió a su vez a Cerdeña. En este contexto, es lógico pensar que la política exterior de Gran Bretaña y Francia tendería a extremar la prudencia, para minimizar así la posibilidad de que se produjeran nuevos focos de tensión en las relaciones internacionales. Por ello, cabe afirmar que no era el momento de ensayar en la República Dominicana la fórmula del protectorado, y mucho menos aún de contar con Cerdeña, que se encontraba al borde de una guerra de imprevisibles consecuencias.

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Ibídem, 22 de enero de 1859.

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2. Últimas secuelas de la matrícula de Segovia Otro asunto que ocupó también la atención del cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo fue la llamada matrícula de Segovia, que había sido mencionada por Santana en un discurso pronunciado el 5 de enero de 1859 ante el Senado, en el que se refirió a una memoria relativa a dicha cuestión que le había presentado el Ministerio de Relaciones Exteriores. Según el presidente, en esos momentos, «la mayor parte de los individuos que indebidamente fueron matriculados como súbditos españoles» habían vuelto a adoptar la nacionalidad dominicana y prestaban sus servicios a la República. El documento redactado por el ministro Lavastida no se andaba con rodeos a la hora de describir la conducta del por entonces cónsul de España en Santo Domingo, Antonio María Segovia, quien había querido injerirse en los negocios públicos dominicanos, pretensión «incompatible con la independencia nacional» que recibió «una repulsa absoluta» de Santana. La firme actitud mostrada por este ante el diplomático español, continúa la memoria, «como echaba por tierra el edificio de sus miras ambiciosas, enconó su ánimo de tal suerte que juró hacerse dueño de los destinos de la República, y árbitro de su administración interior». Por todo ello concibió el proyecto de derribarlo de la presidencia, poniendo en su lugar a Báez, para convertir la República Dominicana «en una como disimulada y vergonzante colonia de España».7 El intervencionismo del polémico cónsul originó también una petición de documentos en 1859 por parte del Gobierno norteamericano al representante de España en Washington, concretamente de unos originales relativos a las dificultades planteadas por Segovia ante un posible tratado entre la República Dominicana y Haití, que habían sido enviados por la Secretaría de Estado a dicha legación en

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Ibídem, 15 de enero de 1859. La Memoria acerca de las circunstancias y principales causas que provocaron los sucesos políticos ocurridos en la República desde el año de 1856 hasta el alzamiento nacional de julio de 1857, dirigida por el secretario, encargado del Despacho de las Relaciones Exteriores, al excelentísimo señor don Pedro Santana… está fechada en Santo Domingo el 30-XII-1858, y se publicó en 1859; véase pp. 2-3.

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agosto de 1856.8 Sin embargo, la cuestión de la matrícula era, con mucho, la que permanecía más viva, como lo demuestra un despacho dirigido en abril de 1859 al ministro de Estado por Tiburcio Faraldo, cónsul de España en Santo Domingo, quien se refirió a la real orden de 2 de diciembre de 1856, reproducida el 10 de noviembre del año siguiente. En ella, el Gobierno español mandaba que el consulado en Santo Domingo «procediese a la revisión de los asientos de matrícula, hechos en virtud del artículo 7.º del tratado de reconocimiento entre España y la República Dominicana». Debía excluirse de dicha matrícula a «todos aquellos individuos que no estuviesen comprendidos» en alguna de las tres clases que se prefijaban en las citadas reales órdenes. El agente diplomático señaló que sus antecesores, «tal vez por las azarosas circunstancias» que había atravesado la República desde aquella época o por otras causas, no pudieron cumplir dichas disposiciones, por lo que los asientos de matrícula seguían en la misma forma en que se encontraban en 1856.9 Según Faraldo, tras examinar los expedientes instruidos y una vez confrontados los documentos justificativos de nacionalidad, de acuerdo con las estipulaciones del Gobierno, el número de

Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, Madrid, fondo «Política», subfondo «Política Exterior», serie «República Dominicana», leg. H 2374 (en adelante: AMAE, H 2374), Lliddletot-Comyn, s. l., 14 de febrero de 1859. 9 Ibídem, Faraldo-ministro de Estado, Santo Domingo, 1 de abril de 1859. Mediante real orden fechada el 2 de diciembre de 1856, el ministro español de Estado dio al cónsul Segovia estas instrucciones: «El Gobierno [...] se ha servido resolver proceda V. S. a la revisión de los asientos de matrícula hechos en virtud del artículo 7.º del tratado de reconocimiento entre España y esa República Dominicana, excluyendo de la matrícula a todos aquellos individuos que no estén comprendidos en las tres clases siguientes: 1.ª Aquellos que hayan nacido en el territorio español de la península, o en cualquiera otro de los dominios españoles, y que habiendo residido en la República de Santo Domingo y adoptado la nacionalidad dominicana, quieran recobrar su nacionalidad primitiva. 2.ª Todos aquellos que habiendo nacido en España o en los referidos dominios españoles no hayan renunciado a su nacionalidad española. 3ª. A los hijos mayores de edad de los mencionados súbditos españoles (hayan, o no, estos fallecido) que opten por la nacionalidad española» (AGA, AAEE, 54/5224, No. 6). 8

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personas con derecho a ser matriculadas como súbditos españoles quedaba «reducido escasamente a la vigésima parte» de los 1,320 que figuraban en los registros consulares. La razón alegada por el cónsul para tan drástica disminución era que la mayor parte de los matriculados antes de las aclaraciones del Gobierno eran indudablemente de origen español, pero tanto ellos como sus padres habían nacido en el territorio de la República, por lo que no estaban comprendidos en la primera clase, es decir, en la de aquellos que habían «nacido en el territorio de la península o en cualquiera de los actuales dominios españoles». Además, Faraldo informó de que muchos de los que se habían matriculado como comprendidos en la tercera clase, tenían «justificada la nacionalidad de sus padres por la mera declaración de una o dos personas del país», prueba que no le parecía «suficiente para acreditar su origen». El cónsul indicó que figuraban también en la matrícula «algunas personas, que si bien nacidas en los actuales dominios españoles, renunciaron a su nacionalidad por haber admitido y desempeñado empleos y cargos de la República, después de haberse inscrito como súbditos» españoles, y a continuación planteó al ministro de Estado lo siguiente: Para excluir de los registros a todos los que no se hallan comprendidos en las tres clases que determina la real orden del 10 de noviembre de 1857 es indispensable o bien retirar todos los certificados de matrícula librados por mis antecesores, o declarar nulos por medio de un anuncio oficial, aquellos que se hubiesen expedido a personas no comprendidas en las tres clases ya mencionadas. Cualquiera que sea el medio que se adopte, envolverá siempre la censura indirecta de la conducta oficial observada por los agentes de S. M. C. que me precedieron en el desempeño de este consulado.10 Lo que Faraldo sugirió fue que, como habían transcurrido ya casi dos años desde la última aclaración, quizás el Gobierno español, «aun opinando de la misma manera que en 1857 en cuanto al fondo de Ibídem.

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la cuestión», creyera conveniente «por consideraciones políticas de actualidad, modificar aquellas disposiciones, a lo menos en cuanto a la manera de llevarlas a cabo». Por ello, el cónsul consideró necesario consultar al ministro «antes de publicar la exclusión de todas las personas» que figuraban «como súbditos españoles en los registros de matrícula, sin estar comprendidos» en ninguna de las tres clases que establecían las mencionadas normas.11 De este documento cabe extraer una serie de conclusiones, en primer lugar la clara manipulación de los criterios que debían adoptarse en la matriculación, a fin de permitir que muchos ciudadanos dominicanos pasasen a ser españoles de modo arbitrario y discrecional. Por otra parte, las últimas palabras de Faraldo en el sentido de recomendar alguna fórmula por medio de la cual se salvara la difícil situación en la que se encontraba, apelando a las circunstancias del momento, hacen pensar en la perspectiva de un acercamiento cada vez mayor entre ambos Gobiernos, que probablemente no quería ver ensombrecido por este problema. Resulta muy interesante ver cómo Alejandro Angulo Guridi trató conjuntamente la cuestión de la injerencia de Segovia en la política dominicana y la del protectorado en su periódico La República, en junio de 1859, lo que sin duda venía a subrayar la estrecha relación existente entre ambas. Angulo se sirvió del proyecto de protectorado que había presentado Segovia al Gobierno dominicano en 1856, para hacer una cerrada defensa de la soberanía de la República Dominicana frente a cualquier modificación de su estatus político en ese sentido. Así pues, el periodista publicó el texto que debía servir de base al tratado de dicho protectorado, con numerosas anotaciones. Ibídem. Para un estudio actualizado de la matrícula de Segovia: Amadeo Julián, «Rafael María Baralt. Su vida, obras y servicios prestados a la República Dominicana», en Clío, año 81, No. 183, enero-junio 2012, pp. 43-125; véase pp. 71-86. Asimismo, sobre los antecedentes de dicha cuestión: Luis Alfonso Escolano Giménez, «El comienzo de las relaciones diplomáticas entre España y la República Dominicana en 1855», en Revista Complutense de Historia de América, vol. 37, 2011, pp. 277-299; véase pp. 286-290.

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En el punto que establecía como nombre de la República el de Hispano-Dominicana, Angulo acotó que «la hoz protectora empezaría a funcionar cortando el árbol por su base, pues desde luego la República Dominicana dejaría de existir para que en su lugar se creara un cuerpo político mixto de español y dominicano», y añadió: «¡Véase, pues, con cuánta razón sospechamos del abuso con que el señor Segovia hizo correr la matrícula de españoles!». Al abordar el apartado en que se estipulaban las facultades del comisario regio nombrado por el Gobierno español, así como los requisitos que debía cumplir, el comentarista señaló que lo que en realidad se proponía era una «semicolonia», pues el mencionado comisario «sería el totum potum de la ex República Dominicana» y «tendría al presidente de la República […] en la condición de su prisionero». A su juicio, todas las medidas planteadas en estas bases apuntaban a un único objetivo, el de hacer «muy fácil barrer en un abrir y cerrar de ojos los miserables restos de la República, y dar un salto atrás». Dado que, excepto los cargos de presidente y vicepresidente de la República, senadores, diputados y ministros del Gobierno, que serían siempre ocupados por dominicanos, todos los demás empleos públicos podrían ser desempeñados por españoles, Angulo concluyó afirmando que «el aspecto general de la República sería el de un país conquistado», con lo que no dejaba lugar a dudas sobre su posición contraria a cualquier experimento de este tipo con España. En todo caso, añadió que el protectorado no se justificaba tampoco con el argumento de la amenaza haitiana, pues la República Dominicana había podido y podía resistir a sus enemigos, por lo menos a los que tenían «la franqueza de presentársele como tales»,12 en irónica alusión a las veladas intrigas de Segovia, y quizás también a otras no menos peligrosas para la independencia dominicana, como las de los cónsules de Francia y Gran Bretaña.

«Bases de un tratado de protectorado», en E. Rodríguez Demorizi, Relaciones domínico-españolas, 1844-1859, Academia Dominicana de la Historia, vol. III, Ciudad Trujillo, Montalvo, 1955, pp. 401-407; véase pp. 401-406. El documento y las notas de A. Angulo Guridi fueron publicados en el periódico La República, Santiago de los Caballeros, No. 16, 19-VI-1859.

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3. Las relaciones dominiconorteamericanas y su efecto sobre las potencias europeas

La permanente inquietud que suscitaba en los representantes diplomáticos europeos la intervención de los norteamericanos en los asuntos de la República Dominicana se hace patente en varias comunicaciones que dirigió Hood a Malmesbury. En una de ellas, fechada el 22 de enero, el cónsul de Gran Bretaña informó de la intención del Gobierno dominicano de enviar un agente a los Estados Unidos, pero reconoció que ignoraba con qué objeto. No obstante, aseguró que tanto Saint André como él mismo sostenían la opinión de que, cualquiera que fuese el objeto de dicha misión, debía ser opuesta a los intereses europeos, y que cualquier secretismo que se observara hacia ellos en esa materia solo contribuiría a confirmar sus sospechas. Hood afirmó también que el ministro de Relaciones Exteriores no admitiría tal intención, a pesar de lo cual creía que el asunto estaba ya tan avanzado que se había elegido a Antonio Madrigal para esa misión. Acto seguido explicó que se trataba del mismo agente enviado a los Estados Unidos por el Gobierno del ex presidente Valverde.13 Por su parte, Malmesbury remitió a Hood la copia de un despacho del embajador de Gran Bretaña en París relativo a los objetivos de la misión de Coen, otro enviado del Gobierno dominicano, aunque en este caso a Europa.14 El cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo volvió a referirse a Madrigal en su despacho del 7 de febrero, e informó de su partida ese mismo día con destino a los Estados Unidos. Pese a que se justificaba su viaje con el pretexto de que lo hacía tan solo en relación con actividades comerciales privadas, Hood aseguró que la naturaleza de sus negocios en la capital dominicana no le permitía creer semejante afirmación. Como consideraba lo más probable que el objeto de esa visita fuera la obtención de un préstamo en los Estados Unidos, y en tal caso era de temer que estuviese autorizado a dar una garantía territorial, también informó de todo ello al representante de Gran Bretaña en Washington.15 TNA, FO 23/39, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 22 de enero de 1859. Ibídem, Malmesbury-Hood, Londres, 2 de febrero de 1859 (minuta). 15 Ibídem, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 7 de febrero de 1859. 13 14

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Llama la atención que mientras Hood y Saint André sospechaban de los fines del viaje de Madrigal, lo mismo ocurría con Elliot, quien aseguró al secretario de Estado, Lewis Cass, tal como se señaló más arriba, que dicho viaje obedecía a la recomendación en ese sentido de una compañía francesa que había obtenido del Gobierno dominicano las concesiones necesarias para explotar todas las minas y otros recursos naturales del país. Según Welles, «la misión de Madrigal a Washington y la feliz coincidencia de la segunda misión de Cazneau a Santo Domingo, fueron utilizadas desde un principio por Santana como medio eficaz para convencer a las autoridades de las Antillas españolas de que los Estados Unidos estaban ávidos de adquirir las ventajas que España vacilaba tanto en aceptar».16 Tal como señala el mencionado autor, la maniobra surtió el efecto buscado, sobre todo como consecuencia de la llegada de Cazneau a Santo Domingo. Así, el 14 de julio de 1859, y ya en ausencia de los cónsules europeos, el representante de España en Saint Thomas, Federico Segundo, dirigió un despacho al ministro de Estado en el que le informaba de la presencia de Cazneau en la capital dominicana, donde ya había presentado sus credenciales al ministro Lavastida, según este mismo había anunciado en carta particular, si bien agregó que aún ignoraba el objeto de la misión del agente norteamericano. Segundo indicó además lo siguiente: Sobre este hecho, que puede llegar a tener bastante importancia, circulan versiones más o menos fundadas, siendo la más probable la de que el Sr. Cazneau insistirá en concluir definitivamente su antiguo tratado y, como consecuencia de él, continuará sus negociaciones relativas a la península y bahía de Samaná, donde los norteamericanos desean, desde hace años, establecer su estación naval. Se dice que a fin de conseguir este objeto, el señor Cazneau está autorizado para ofrecer al Gobierno dominicano un empréstito de dos millones de pesos. Sumner Welles, La viña de Naboth. La República Dominicana 1844-1924, 2.ª edición, Santo Domingo, Editora Taller, 1981, vol. I, p. 201.

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También se asegura que la idea de dicho agente al desembarcar primero en Puerto Plata pasando de allí a la capital de la República, ha sido con el fin de preparar la opinión pública en el interior del país neutralizando de este modo cualquiera oposición que pueda después encontrar en el Gobierno. Desgraciadamente el país se halla en el peor estado posible en todos conceptos: todo en él es nominal menos el desorden y la más completa confusión, y si Cazneau está realmente autorizado para dar dinero es de temer que no le sea muy difícil el obtener un pronto y para él favorable resultado en sus negociaciones.17 El cónsul de España en Saint Thomas advirtió así de que la precaria situación económica de la República Dominicana podría ser un factor muy a tener en cuenta por el régimen santanista a la hora de negociar algún tipo de acuerdo con Cazneau. Por supuesto, el Gobierno estadounidense tampoco lo ignoraba, pues había recibido información al respecto, como la que contenía el despacho que remitió Elliot a Cass el 21 de mayo, en el que señalaba que el tesoro estaba en completa bancarrota y «no había ninguna moneda metálica en circulación». El agente del ejecutivo de Washington afirmó además que toda la República se encontraba llena de papel moneda, el cual «en su intrínseca carencia de valor y en su rápida depreciación solo era comparable con el dinero continental» del tiempo de la revolución norteamericana.18 En efecto, como subraya Welles, «el comercio del Cibao, que había caído en manos de unos pocos comerciantes europeos, estaba paralizado», y los agricultores «descorazonados por sus tristes experiencias durante el Gobierno de Báez, se habían abstenido de sembrar sus campos». De hecho, durante el mes de mayo, «solamente un barco en lastre y una goleta con media carga entraron en el puerto» de Santo Domingo. Por otra parte, debido a la falta de un tratado de comercio entre los Estados Unidos y la República AMAE, H 2374, Segundo-ministro de Estado, Saint Thomas, 30 de junio de 1859. 18 S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, p. 191. 17

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Dominicana, los buques norteamericanos eran obligados a «pagar excesivos derechos de tonelaje en los puertos dominicanos». Como consecuencia de ello, pocos barcos estadounidenses los visitaban, de modo que los ciudadanos norteamericanos se veían «obligados a dar su carga a buques de bandera europea», y «los negocios con los Estados Unidos decrecían constantemente», hasta el punto de que a mediados de 1859 tan solo existía una casa comercial de ese país en toda la República Dominicana.19 Aunque las gestiones de Madrigal en Washington no habían dado ningún fruto concreto, su misión «intrigó al secretario Cass, quien se decidió de una vez a utilizar los servicios» que, sin vacilación, el general Cazneau había puesto a su disposición. Este era consciente de que, por ingenuos que fuesen los inversionistas norteamericanos, le resultaría muy difícil atraerlos hacia «un país con el cual el suyo no tenía ningún tratado». Cuando por fin en abril de 1859 fue nombrado agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana, Cazneau «recibió instrucciones de procurar un arreglo equitativo de las reclamaciones de ciertos ciudadanos americanos […]; pero al mismo tiempo se le dijo que estaba lejos de la intención» del Gobierno estadounidense «aprovechar los apuros de la República Dominicana para exigir un arreglo perentorio» de las mismas.20 Sin embargo, esas instrucciones tan concretas no fueron obstáculo para que el agente especial, al poco tiempo de su llegada, informara detenidamente de la grave situación creada por la crisis monetario-consular, defendiendo la actuación del Gobierno dominicano, cuya primera preocupación había sido «desembarazarse de esta equivocada inundación de papeletas». El general indicó que «la enorme cantidad de sus poseedores naturalmente deseaban colocarlas a la par con las primeras emisiones de la moneda nacional, que todos reconocían como dinero legítimo», y denunció que «los especuladores al por mayor» eran «los que más clamaron por esto». No obstante, fue aún más lejos en sus explicaciones del conflicto, al señalar Ibídem, pp. 191-192. Ibídem, pp. 194-195.

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que «la reincorporación» de la República Dominicana a Haití supondría «una segura muerte de sus esperanzas de crear una República libre y próspera en esta isla». Con relación a ello, Cazneau aseguró también que a pesar de que el Gobierno dominicano había firmado una tregua con el haitiano, aquel se encontraba «bajo una abrumadora amenaza», pues a su juicio el movimiento de descontento europeo daría «oportunidades en esa dirección o hacia la obligada restauración de Báez», y pronosticó que si los cónsules regresaban «fuertemente apoyados en sus demandas por sus respectivos Gobiernos», no veía cómo podría la República Dominicana mantener su independencia. Según el agente especial, la consideración de los infortunios que gravitaban sobre el futuro de ese país le había llevado a darle tanto espacio a la cuestión monetaria, ya que ningún representante de los Estados Unidos podía «ver con indiferencia total» lo que estaba pasando allí, pues se trataba de «la muerte inmediata o la renovada existencia del único Estado» independiente de las Antillas, cuyo problema estaba a punto de tener solución desfavorable.21 Con estas palabras, aparte de obviar la existencia de Haití como país también independiente, Cazneau intentaba espolear la atención de Washington sobre los asuntos dominicanos, con lo que desde el mismo comienzo de su segunda actuación diplomática rebasó los supuestos límites de su misión especial en Santo Domingo. En tales circunstancias, no es de extrañar que el cónsul de España en Saint Thomas, en una nueva comunicación que dirigió al ministro de Estado el 14 de julio, le informase de que «según las cartas y noticias recibidas» el día anterior desde la capital dominicana, nada se había «descubierto de positivo todavía respecto del verdadero objeto de la misión del general Cazneau». Sin embargo, el cónsul Segundo pudo señalar que aquel ya había «presentado dos reclamaciones de indemnización, fundadas en perjuicios causados» al capitán de un buque mercante de los Estados Unidos y a Alfonso Lockward, Documentos para la historia de las relaciones domínico-americanas, vol. I (1837-1860), Santo Domingo, Editora Corripio, 1987, pp. 333-335.

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un ciudadano del mismo país, pero acto seguido añadió que «aun suponiendo exacto el hecho», no era creíble que ese «envejecido y hasta poco importante asunto», fuese el único que hubiera motivado la misión de aquel agente, siendo más bien de presumir que solo fuese «un pretexto para ganar tiempo aprovechando las circunstancias» que se le pudieran presentar «favorables para obtener después las tan ansiadas concesiones relativas a la península y bahía de Samaná». En el mismo despacho se lee la contestación que se le dio a Segundo, el 8 de septiembre, en el sentido de que transmitiese cuantas noticias recibiera acerca de la misión de Cazneau.22 Tanto las gestiones de Madrigal en los Estados Unidos como la presencia de Cazneau en la República Dominicana suscitaron asimismo las sospechas del ejecutivo de Londres desde el momento en que tuvo conocimiento de las mismas. El cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, Martin T. Hood, ya en Londres tras haber abandonado su puesto junto a los representantes de Francia y España, remitió a Edmund Hammond, quien era subsecretario del Foreign Office, el extracto de una carta que le habían dirigido desde la capital dominicana, fechada el 5 de julio. En ella su corresponsal le informó de un artículo publicado en un periódico norteamericano, que anunciaba la llegada de Antonio Madrigal a Washington con el propósito de firmar un tratado con el Gobierno de los Estados Unidos, y solicitar al mismo tiempo un préstamo, tal como había adelantado el propio Hood en febrero. El artículo subrayaba que, si bien el Gobierno dominicano contaba con muchos recursos, se encontraba muy necesitado de un préstamo en aquellos momentos. El periódico llegó incluso a afirmar que el Gobierno estadounidense exigió que la península de Samaná le fuese dada en garantía, lo que Madrigal había aceptado, asegurando que su Gobierno no pondría ninguna objeción a tal propuesta. A continuación, el autor de la carta manifestó que esta era, sin duda, la causa segura de la llegada del general Cazneau a la capital dominicana, y concluyó AMAE, H 2374, Segundo-ministro de Estado, Saint Thomas, 14 de julio de 1859.

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advirtiendo que si no se daban algunos pasos enérgicos a tiempo, las partes interesadas obtendrían con toda probabilidad lo que llevaban mucho tiempo deseando y no habían conseguido anteriormente por medio de la injerencia.23 El propio representante de la República Dominicana en París y Londres, José de Castellanos, se encargó de atizar los recelos que el Gobierno británico sentía hacia las actividades poco claras de Cazneau en Santo Domingo. Castellanos alertó de ellas a Russell, secretario del Foreign Office tras la formación de un nuevo gabinete en Londres, el primero considerado verdaderamente liberal, encabezado por Palmerston, cuya profunda hostilidad hacia los Estados Unidos y su agresiva política exterior eran bien conocidas, por sus etapas anteriores al frente del Foreign Office. En el despacho que envió a Russell, fechado en París el 21 de julio, el agente del Gobierno dominicano indicó que las nuevas comunicaciones que le habían llegado exigían imperiosamente, no solo que se consolidaran las buenas relaciones entre ambos países, sino que el Gobierno británico protegiese al de la República Dominicana «en los graves particulares» que tenía «que someterle como de alta influencia para el equilibrio de la paz general entre las grandes potencias de Europa y de América». Concretamente, Castellanos se refirió a Cazneau como portador de una misión secreta que tenía que cumplir en nombre del Gobierno de los Estados Unidos. Por si acaso, le recordó que era la misma persona que en 1855 había estado allá con otra comisión del gabinete de Washington, como ya sabía el de Londres. Es más, el representante de la República Dominicana informó a Russell de que Cazneau había sido recibido por el Gobierno dominicano «para ser oído; y como ya se traslucía el principal motivo de su pretensión», el ejecutivo de Santo Domingo, que deseaba conservar «su independencia y soberanía armonizando siempre con las potencias europeas», deseaba aún «más que antes, la sombra y el favor» del Gobierno británico «para hacer fuertes sus principios en bien general», aunque añadió, con toda intención, que esos deseos se debilitarían si continuaban interrumpidas las relaciones amistosas entre ambos Gobiernos. TNA, FO 23/39, Hood-Hammond, Londres, 12 de agosto de 1859.

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Castellanos aseguró además que con respecto a este grave asunto tenía comunicaciones muy significativas, que urgía mucho poner en conocimiento del Gobierno británico, motivo por el cual insistió en ser recibido para la presentación de sus credenciales. No obstante, aquel también se valió de otros argumentos, tales como la buena disposición del Gobierno dominicano para permitir a la compañía inglesa de vapores trasatlánticos, la traslación de la estación de Saint Thomas a la bahía de Samaná, como lo intenta hacer hace tiempo, donde además de encontrar las inmensas conveniencias, que ofrece el mejor puerto, su salubridad, abundancia de maderas y de productos agrícolas, existe esa riqueza de minas de carbón de piedra, cuya explotación se empieza a promover.24 La prueba más evidente del interés de Gran Bretaña por lo que estaba ocurriendo en la República Dominicana viene dada por las informaciones que el ejecutivo de Londres recibía desde el propio escenario, adonde había destinado un buque de guerra. En su primer despacho, fechado el 22 de julio y remitido por el Almirantazgo británico al Foreign Office, el teniente Murray, comandante del Skipjack, informó de su llegada a Santo Domingo el día 12 de ese mes. Una vez allá había comunicado al capitán del puerto que su misión consistía en proteger los intereses de los súbditos británicos, en ausencia del cónsul. Aunque el capitán había insistido en preguntarle si tenía intención de visitar al Gobierno dominicano, Murray evitó darle una respuesta afirmativa, con el pretexto de que, debido al estado de las relaciones entre ambos países, necesitaba tomarse algún tiempo para pensar en ello. Sin embargo, al no haber sucedido nada que lo llevara a hacerlo, se había abstenido de mantener comunicación alguna con las autoridades, excepción hecha del propio capitán del puerto. Tras ponerse en contacto con David León, el antiguo vicecónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, lo encontró aún en su calidad de tal con respecto TNA, FO 23/40, Castellanos-Russell, París, 21 de julio de 1859.

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a Londres, y dispuesto a mantener correspondencia tanto con el Foreign Office como con el cónsul Hood, aunque por supuesto sin reconocimiento oficial por parte del Gobierno dominicano, con el cual no sostenía relación alguna. El comandante había recibido de él la ayuda necesaria, así como la mayor parte de la información que había obtenido sobre las personas a las que estaba encargado de investigar. Acto seguido pasó a referirse a Cazneau, de quien aseguró que había presentado, inmediatamente después de su llegada, las reclamaciones por el asunto de la goleta Charles Hill, pero que una vez hechas, no había vuelto a insistir en ellas hasta el 19 de julio, tiempo durante el cual el agente de los Estados Unidos había permanecido recluido en su casa. La explicación que dio Murray de este extraño comportamiento, con base en los rumores que corrían, fue que al parecer aquel estaba esperando recibir ciertos poderes o documentos desde Washington.25 El agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Jonathan Elliot, en sus conversaciones con el comandante del buque británico, le informó de sus razones para no unirse a la protesta y retirada de los cónsules de los países europeos. En primer lugar, aquel tenía la orden terminante de no arriar nunca la bandera, sino que, en el caso de que hubiera cualquier problema con el Gobierno dominicano, debería esperar la llegada de la asistencia necesaria. En segundo lugar, Elliot afirmó que se había anticipado a los cónsules en varias semanas al presentar ante dicho Gobierno las reclamaciones de los ciudadanos norteamericanos. El agente comercial le aseguró también que ningún ciudadano estadounidense se le había quejado por los mismos motivos denunciados en las reclamaciones planteadas por los cónsules. Con relación a Cazneau, aquel dijo a Murray que el general había sido enviado como agente especial, y que estaba esperando la llegada de un buque de guerra en apoyo de sus reclamaciones, el cual no abandonaría el puerto de la capital hasta que la cuestión se hubiera solucionado satisfactoriamente. Sin embargo, Elliot no esperaba que se pudiese alcanzar un acuerdo sin coacción, sino que Ibídem, teniente Murray-comodoro Kellett, Santo Domingo, 22 de julio de 1859 (es copia).

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preveía un aprieto con el Gobierno dominicano en cuanto llegara el barco. A continuación, Murray subrayó que el agente comercial no era una persona muy discreta, y que le había manifestado su molestia por haber sido reemplazado en la conducción del asunto por Cazneau, cuya misión, si tenía otros objetivos ocultos, al parecer Elliot no los debía conocer. Además, este había comentado al ex vicecónsul de Gran Bretaña que Washington consideraba más conveniente el nombramiento de un completo extraño para conducir un asunto tan desagradable que permitir a su agente permanente en Santo Domingo mezclarse con el mismo.26 Al final de su comunicación, el comandante del Skipjack refirió la llegada de una fragata de la Marina estadounidense, el 16 de julio, cuyo capitán traía el encargo de arreglar las diferencias con la República Dominicana. Murray advirtió que cada vez que Cazneau había visitado el barco con el agente comercial, el general se encerraba con el capitán mientras que Elliot se retiraba a la sala de guardia. Uno o dos días después de su llegada empezó a correr el rumor de que el buque había traído una suma de 400,000 dólares, destinados a excitar una revolución en el Cibao, al tiempo que insistían en sus reclamaciones para estorbar al Gobierno dominicano. Según el comandante británico, se decía que la gran mayoría de la población de esa provincia estaba deseando convertirla en un protectorado de los Estados Unidos. Aunque a su juicio tal cantidad de dinero era a todas luces increíble y totalmente desproporcionada para el fin que se le atribuía, la elección de Cazneau para esa misión llevaba a que la gente sospechase que había algún objetivo oculto por parte del Gobierno norteamericano. Ante tal situación, el ejecutivo de Santo Domingo manifestó su gran sorpresa por la actitud estadounidense de apoyo a unas reclamaciones que decía oír en esos momentos por primera vez. Uno de los últimos rumores que circularon por la capital era que la comisión de Cazneau había sido anulada por la de la fragata, pero que el general tenía intención de permanecer en la isla a título particular. Por último, Murray señaló que no había habido Ibídem (las palabras entire stranger aparecen subrayadas y entre signos de exclamación en el original).

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ningún barco británico en Santo Domingo desde su llegada, y expresó su convicción de que casi el único súbdito británico en ella era David León.27 Este hecho revela con claridad que las medidas adoptadas por el Gobierno dominicano para amortizar el papel moneda emitido por Báez no pudieron afectar a muchos súbditos de Gran Bretaña por la sencilla razón de que apenas los había, como subrayó el comandante, aparte del propio ex vicecónsul, quien se encontraba entre los perjudicados, según se verá más adelante. Por otro lado, llama la atención que buena parte de la información transmitida por Murray a sus superiores consistiera en meras suposiciones o estuviese basada en rumores, con lo que ello tiene de poco fiable. Sin duda, tal circunstancia permite hacerse una idea de las dificultades a las que se enfrentaban los diversos actores internacionales para disponer de datos suficientemente contrastados y veraces sobre lo que estaba ocurriendo en la República Dominicana. La vinculación de la cuestión monetaria y el subsiguiente conflicto consular con la misión de Cazneau se encuentra en una carta que el antiguo cónsul de Francia, Saint André, dirigió a Hood el 28 de julio. En ella, aquel escribe que la llegada de Cazneau a Santo Domingo daba una nueva importancia al incidente que había motivado la salida de los cónsules europeos, pues así se ponía de manifiesto cuál era la verdadera intención del Gobierno dominicano al no permitirles tan siquiera reclamar en favor de los intereses perjudicados de sus nacionales.28 También hizo lo mismo, aunque en un sentido diferente, el representante de la República Dominicana en París y Londres, José de Castellanos, que en un despacho remitido al ministro dominicano de Relaciones Exteriores señaló que había mencionado la misión de Cazneau para excitar «de algún modo la apatía con que procedía» lord Russell en una cuestión tan vital como la recepción oficial de sus credenciales por el Gobierno británico. Castellanos señaló a continuación que conociendo la importancia que adquiría «diariamente la República Ibídem. TNA, FO 23/39, Saint André-Hood, París, 28 de julio de 1859.

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Dominicana, por su preciosa situación geográfica, por razón de sus producciones, y sobre todo por las aspiraciones» que desplegaban «incesantemente […] los Estados Unidos por entrar en posesión de una parte de su territorio. Teniendo presente la oposición» que hacían las potencias europeas a que tuvieran efecto aquellas aspiraciones, él procuraría sacar todo el partido que pudiese «de las ventajas excepcionales de ese país, […] apoyado en el conocimiento» que tenía de cuanto había pasado con los Gobiernos de Francia, España y Gran Bretaña, cuando Cazneau quiso arrendar Samaná en 1854. Al concluir, el agente del ejecutivo de Santo Domingo expresó su esperanza en la ilustración de esos Gobiernos, así como su confianza en que se empeñarían en ayudar a crecer a la República Dominicana «hasta verla una potencia estable, rica y de gran utilidad para las naciones de ambos hemisferios».29 Sin embargo, los motivos de preocupación tanto para el Gobierno dominicano como para los Gobiernos europeos con respecto a los Estados Unidos no se limitaban a la misión de Cazneau, aunque esta fuera el más preocupante, dados los precedentes del personaje. El mismo agente diplomático, en otra de sus comunicaciones al ministro de Relaciones Exteriores, le informó de una noticia que había leído en la prensa respecto a la aprobación en Missouri de una ley en la cual se declaraba que «todos los negros que se encontrasen dentro del territorio del Estado en 1860» se considerarían esclavos del último dueño que hubieran tenido, y además prohibía «la emancipación para lo sucesivo». Castellanos indicó asimismo que se habían propuesto iguales medidas en los estados de Mississippi, Luisiana, Alabama, Carolina del Norte, Virginia y Maryland, entre otros, y que se había declarado «que ningún negro esclavo» por rico que fuese pudiera «emanciparse en la Luisiana y los estados mencionados» si pretendía quedarse en ellos. Ya en el terreno de las predicciones, el representante de la República Dominicana en París y Londres aventuró que los estados del norte, viendo que ese número AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 30 de julio de 1859.

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inmenso de negros libres había de emigrar hacia su territorio, se preparaban «para no admitirlos, negándoles los derechos de ciudadanía», como ya había hecho el estado de Indiana. Castellanos subrayó que «todas estas medidas, y las que para aprovechar la gran emigración» que iba a producirse ese año en el sur de los Estados Unidos, acababa de dar el presidente de Haití, al abrir las puertas de su territorio a los expulsados de la Unión americana, obligaban al ejecutivo de Santo Domingo a «meditar la manera de contrabalancear los males» que pudiesen «sobrevenir a la República Dominicana por esa masa enorme de negros libres que en breve» serían «otros tantos ciudadanos haitianos». Por último, el agente diplomático aseguró al ministro que llamaría la atención de los Gobiernos europeos al respecto, con base en las reflexiones que se desprendían de lo comprometido del conflicto, para que en vista de los males que amenazaban a la sociedad actual con tan raras disposiciones, procurasen armonizar con el Gobierno dominicano, «favoreciéndole y ayudándole a crecer y a hacerse rico y fuerte». Castellanos había dado cuenta de todo ello a Alfau, para que lo hiciera «así valer ante la corte de España, más interesada que las otras» en que se mantuviesen «las cosas en buen orden por las Antillas», donde aquella tenía aún muchos intereses que salvaguardar.30 Por su parte, el ya mencionado subsecretario del Foreign Office, Edmund Hammond, redactó una memoria tras entrevistarse con el representante de la República Dominicana, quien le había expuesto el deseo de su Gobierno de mantenerse en los mejores términos con Gran Bretaña y libres frente a los Estados Unidos. Castellanos le dijo que estaba en contacto con las compañías de vapores, a las que había ofrecido establecerse en Samaná, pues el Gobierno dominicano consideraba como la mejor garantía contra todo intento por parte norteamericana de poner un pie en ese punto que el mismo fuese previamente ocupado por las compañías inglesas. Con relación a su solicitud de que se sustituyera a Hood, el agente afirmó que al ejecutivo Ibídem, leg. 12, expte. 22, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 31 de julio de 1859.

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de Santo Domingo le gustaba el cónsul de Gran Bretaña, y lo consideraba inofensivo, pero creía que había sido manejado en la crisis por el de Francia. Pese a ello, su opinión a este respecto había cambiado tanto que estaba muy satisfecho con él, y había desistido de pedir que Hood no volviese a Santo Domingo. Aunque Castellanos dijo algo también contra el regreso de los cónsules en buques de guerra, Hammond le respondió que ese asunto era competencia de sus respectivos Gobiernos, pero en cualquier caso el tono general de la conversación fue bueno, y aquel quedó muy satisfecho ante la perspectiva de ser recibido en breve por la reina Victoria.31 El Gobierno británico contaba además con otras fuentes de información para mantenerse al corriente de lo que estaba sucediendo en la República Dominicana. Así, por ejemplo, el general Heneken, ciudadano dominicano de origen británico, era una especie de corresponsal ocasional del Foreign Office, del cual había sido agente secreto en Puerto Plata desde antes de la independencia dominicana, hasta que se establecieron relaciones diplomáticas entre Londres y Santo Domingo.32 En una de sus comunicaciones, con carácter confidencial, Heneken resaltó que la llegada de Cazneau tuvo lugar tan solo un mes después de que los cónsules europeos hubieran salido de Santo Domingo, como si fuese un movimiento concertado. El general informó al Foreign Office de que algún tiempo más tarde se habían unido a Cazneau su esposa y el coronel Fabens, de quien dijo que era uno de los subalternos del filibustero Walker. Heneken afirmó que no pretendía entrar en los motivos o circunstancias que llevaron al cuerpo consular a actuar como lo hizo en un asunto que quizás debería haber consultado con sus respectivos Gobiernos. Sin embargo, aquel no se ahorró el comentario de que la decisión de los cónsules había dejado el campo abierto a las intrigas norteamericanas, y el hecho era que Cazneau se TNA, FO 23/40, memoria presentada por Edmund Hammond sobre su entrevista con Castellanos, 20 de agosto de 1859. 32 Rufino Martínez, Diccionario biográfico-histórico dominicano (1821-1930), 3.ª edición [corregida por Diógenes Céspedes], Santo Domingo, Editora de Colores, 1998, pp. 511-514; véase p. 511. 31

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veía en esos momentos completamente libre a la hora de llevar adelante sus gestiones en la capital dominicana.33 Asimismo, en todos los planteamientos expuestos por dicho informante hay que tener siempre muy en cuenta su condición de firme partidario de Santana, de quien era buen amigo. Es más, durante la última presidencia de este, Heneken fue a Curazao y Saint Thomas «con el carácter de enviado especial para el arreglo de las deudas contraídas por la República» a lo largo de la administración de Báez.34 El informante del Foreign Office subrayó también que ya habían sido rechazados dos tratados entre los Estados Unidos y la República Dominicana a través de la actuación conjunta de Francia y Gran Bretaña, uno en 1854, negociado por el propio Cazneau, y el otro en 1856, negociado por Elliot. A su juicio, el objetivo del Gobierno norteamericano en aquella etapa era aparentemente poner un pie en el país, para facilitar la proyectada conquista de Cuba, pero Heneken mantenía desde hacía mucho tiempo la opinión, según él corroborada por los acontecimientos, de que los planes de Washington no solo iban en aumento de día en día sino que comprendían un área mucho más extensa. La agitación que se había producido en los Estados Unidos a favor del posible reinicio de la trata de esclavos tendía evidentemente a competir con, y a rechazar, toda la política británica en África, de lo cual él deducía que los intereses de los esclavistas norteamericanos contemplaban adquirir la absoluta posesión de todas las Antillas mayores, con el claro propósito de extender la esclavitud. Acto seguido, el general mencionó que en la República Dominicana solo vivía una miserable comunidad, que ocupaba una posición geográfica de la mayor importancia, con un territorio relativamente vasto, a merced de todas las tentaciones y engaños de un adversario astuto. Heneken aseguró incluso tener muy poca confianza en los miembros del Gobierno contra tales peligros, y aunque reconoció que la Constitución del país prohibía la enajenación de cualquier parte de su territorio, consideraba posible una repetición en la República Dominicana de las tácticas estadounidenses contra TNA, FO 23/40, Heneken-Wodehouse, Puerto Plata, 25 de agosto de 1859. R. Martínez, Diccionario biográfico-histórico... pp. 511-513.

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México. De hecho, por medio de mecanismos tales como un golpe de Estado, Santana podía ser inducido a convertirse en dictador, desafiando la Constitución, y el Gobierno llevado a acceder a cualquier tipo de arreglo que le fuera propuesto. En conclusión, Heneken tenía fuertes razones para sostener esta opinión, y esperaba que mereciese la atención del ejecutivo de Londres, cuyo tratado con la República Dominicana se encontraba ya próximo a su vencimiento. Por todo ello, y dado que había muy poco tiempo que perder, el general apremió al Foreign Office para que actuara, si decidía hacer algo al respecto.35 Otros informantes de los que dispuso el Gobierno británico eran las personas que desde Santo Domingo mantenían correspondencia con su ex cónsul en dicha ciudad, aunque es de suponer que muchas de esas comunicaciones le fuesen enviadas por el propio David León. En una de las cartas remitidas a Hood se volvió a indicar que la fragata de guerra estadounidense Sabine, según los rumores que corrían, traía a bordo 300,000 dólares en oro, una suma evidentemente destinada a tentar a alguien. La misma fuente informó de que un individuo recién llegado de Samaná aseguraba que varios comerciantes de Puerto Plata habían enviado personas allá para comprar tierras, por las que ofrecían elevadas cantidades, lo que confirmaba su opinión con respecto a las intenciones de los norteamericanos en ese punto. En otra misiva, su anónimo remitente señaló que resultaba bastante extraño que el Gobierno de los Estados Unidos, el cual ya tenía un agente en la capital dominicana, hubiera elegido a Cazneau para una misión de tan poca importancia como la de las reclamaciones. Con relación a la gran cantidad de oro que transportaba la Sabine, además de transmitir el rumor de que iba a darse en préstamo al partido político del Cibao, comunicó que durante su estancia en Washington, Valverde y Mallol, presidente y vicepresidente del Gobierno provisional de Santiago, habían llegado a un acuerdo con el Gobierno norteamericano por el cual las provincias del Cibao deberían declarar su independencia y ponerse bajo la protección de los Estados Unidos. Otros rumores que circulaban decían que el préstamo iba a ser TNA, FO 23/40, Heneken-Wodehouse, Puerto Plata, 25 de agosto de 1859.

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ofrecido al ejecutivo de Santo Domingo con la condición de que Samaná fuese dada como garantía, mientras que otros afirmaban que se trataba simplemente del renovado intento de hacer un tratado. El corresponsal concluyó que, en cualquier caso, el objeto real de la visita de la fragata a las aguas dominicanas con toda seguridad no podía ser tan solo el de sostener las reclamaciones por el asunto de la goleta Charles Hill y el papel moneda de un ciudadano estadounidense. Según el contenido de una de las cartas, el 27de julio llegó a Santo Domingo una fragata mercante norteamericana procedente de Nueva York con los siguientes pasajeros a bordo: Antonio Madrigal, quien después de una ausencia de cinco meses solo traía consigo una factura de provisiones muy pequeña; la esposa de Cazneau, que había traído una casa de madera y muebles, lo cual revelaba su intención de una estancia prolongada; y por último un tal «Mr. Fabin [sic]», quien decía ser coronel de las expediciones de Walker, que también transportaba un pequeño surtido de provisiones, consignado al cuñado de Madrigal. En opinión del informante, todo esto resultaba muy sospechoso porque no podía concebir cómo Madrigal, tras una ausencia tan larga, regresaba sin la carga que había ido a comprar y junto a semejantes compañeros de viaje. Dicha circunstancia, así como la llegada simultánea de la Sabine, le dieron pie para creer que estaba en marcha algo más que las reclamaciones por los casos ya mencionados. La Sabine zarpó el 30 de julio, supuestamente con destino a Curazao, pero había tomado una dirección diferente, por lo que en realidad debió dirigirse a Ocoa o a Samaná. El 3 de agosto el Senado se reunió en sesión extraordinaria, a la que asistieron todos sus miembros. Al poco de comenzar, Cazneau entró y permaneció con los senadores durante más de cuatro horas a puerta cerrada, después de lo cual circuló el rumor de que aquel había hecho una oferta por Samaná.36 En sus instrucciones a Hood, antes del regreso de este a Santo Domingo, el secretario del Foreign Office, John Russell, le indicó TNA, FO 23/39. Extractos de varias cartas remitidas a Hood desde Santo Domingo, fechadas en agosto de 1859. El tal míster Fabin no es otro que Fabens, el socio de Cazneau.

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que entre los asuntos sobre los que Castellanos había llamado su atención se encontraba la aprensión del Gobierno dominicano hacia los propósitos de los Estados Unidos. El representante de la República aludió a la llegada de Cazneau como indicio de la naturaleza de tales propósitos, e insistió en la importancia de un buen entendimiento entre Gran Bretaña y la República Dominicana, por el cual esta última se viera estimulada a sostenerse contra cualquier proyecto subversivo que amenazase su independencia. Además, Castellanos le había dicho que buena parte de la población negra norteamericana estaría tentada de buscar refugio en la isla de Santo Domingo, como consecuencia de las leyes tan severas que se habían aprobado en varios estados de la Unión. Russell también informó al cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo de la buena disposición del Gobierno dominicano, siempre según lo expuesto por su agente, en lo relativo al traslado de la escala de la compañía naviera británica desde Saint Thomas a Samaná, todo ello con el fin de contrarrestar cualquier intento por parte de los Estados Unidos de poner un pie en dicho punto. El secretario del Foreign Office prescribió a Hood que, a su llegada a Santo Domingo, averiguase en qué medida lo señalado por Castellanos estaba en concordancia con las instrucciones y deseos del Gobierno dominicano. En caso de que así fuera, el cónsul debía adoptar un lenguaje y una conducta tales que dejasen claro a aquel que el ejecutivo de Londres apreciaba su deseo de conservar su independencia, y que lamentaría mucho la aparición de cualquier circunstancia que pudiera llevarlo a un choque con los Estados Unidos. Russell le ordenó, además, abstenerse cuidadosamente de animar al Gobierno dominicano a que esperase ningún tipo de actuación por parte del británico, y menos aún por la fuerza, en nombre de la República Dominicana. Londres no buscaba adquirir una influencia exclusiva sobre la misma, sino que quería verla próspera y en paz con Haití, por lo cual le recomendaba que negociara con ese país, así como con los Estados Unidos, para evitar ofensas o sentimientos de envidia por cualquier demostración evidente de favor o preferencia hacia las naciones comerciales. Con este término cabe suponer que Russell se refería, en particular, a

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las potencias marítimas europeas, y más concretamente a Gran Bretaña y Francia. Por último, aquel señaló a Hood que, al reanudar sus funciones, el Gobierno británico deseaba que mantuviese buenas relaciones no solo con el de la República Dominicana, sino también con los representantes de las potencias extranjeras acreditados en ella. En lo referente a estos últimos, debía evitar con especial cuidado toda lucha por alcanzar una influencia superior, y con respecto al primero, si desafortunadamente surgiera cualquier diferencia, no debía llevar la discusión hasta el extremo, sino suspenderla, e informar al ministro de Relaciones Exteriores de que lo hacía así para consultar al ejecutivo de Londres sobre la misma.37 El secretario del Foreign Office adjuntó también, como anexos, las copias de dos despachos remitidos por el representante de Gran Bretaña en Washington, Lyons, que hacían referencia a la información sobre los intentos norteamericanos de apoderarse de Samaná por medio de un tratado. En el primero de ellos, Lyons indicó que el secretario de Estado, Lewis Cass, le había asegurado que nunca había oído nada ni de Madrigal, ni de ninguna otra negociación con la República Dominicana. No obstante, para corroborarlo, Cass llamó al jefe de negociado del departamento de Estado, y le preguntó si Madrigal o cualquier otro representante del Gobierno dominicano eran conocidos en dicho departamento, a lo cual el funcionario respondió que no, pues nunca había existido nada relativo a un tratado. Por lo que respecta a las negociaciones para garantizar un empréstito, u obtener la cesión de un territorio, el mencionado jefe afirmó que algo semejante era imposible. Cass dijo después que el Gobierno de los Estados Unidos no había reconocido formalmente a los de Haití y la República Dominicana, y que era cierto que un agente comercial llamado Cazneau se encontraba en Santo Domingo, pero que con toda seguridad no se ocupaba ni de negociar un tratado, ni de solicitar cesión territorial alguna. El embajador de Gran Bretaña en Washington hizo referencia en último lugar al informe enviado a Londres por Hood sobre estas cuestiones, y señaló que quizás podía tener su origen en un TNA, FO 140/4, Russell-Hood, Londres, 14 de octubre de 1859.

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intento del Gobierno dominicano para conseguir un préstamo de especuladores privados en el mercado norteamericano, por lo que haría averiguaciones sobre el asunto.38 Pocos días más tarde, Lyons volvió a dirigir una comunicación a Russell, en la cual advirtió que Cazneau había ido a la República Dominicana en calidad de agente especial del Gobierno de los Estados Unidos, y que sus funciones eran por ello cuasi diplomáticas, más que comerciales. Dicho agente consideraba que el representante de Gran Bretaña en Santo Domingo no debía relajar su vigilancia sobre los actos de Cazneau, pese a la tranquilizadora información que le había dado Cass. El propio Lyons explicó que el secretario de Estado solo podía hablar de lo que Cazneau estaba autorizado a hacer según sus instrucciones, y acto seguido añadió que los agentes de los Estados Unidos parecían ser algo propensos a actuar haciendo caso omiso de las órdenes de sus superiores de Washington.39 Este comentario del embajador de Gran Bretaña es muy acertado, al menos en el caso de Cazneau, quien, aunque tenía unas instrucciones concretas, no se ceñía a ellas en absoluto, sino que continuamente las sobrepasaba, tal como ha quedado ya de manifiesto en numerosas ocasiones. En este despacho, Lyons incluyó una copia de otro que le acababa de remitir el cónsul de Gran Bretaña en Nueva York, M. Archibald, el cual había hecho algunas pesquisas cerca de los principales financieros de esa ciudad, para averiguar si conocían alguna propuesta de préstamo planteada por el Gobierno dominicano. Dado que ninguno de ellos había oído hablar del asunto ni conocía a Madrigal, Archibald solicitó información a la casa Rassine, que normalmente era la que más se ocupaba del comercio con Santo Domingo. En ella le informaron de que mantenían una correspondencia constante con los miembros más destacados del Gobierno dominicano, los cuales según le dijeron eran comerciantes, y que si Madrigal, a quien conocían, hubiese ido a los Estados Unidos con objeto de conseguir un préstamo para dicho Gobierno, sin duda les habría entregado cartas de presentación. En la mencionada casa afirmaron además Ibídem, Lyons-Russell, Washington, 5 de septiembre de 1859 (es copia; se trata de un documento anexo al anterior, igual que los dos siguientes). 39 Ibídem, 13 de septiembre de 1859 (es copia). 38

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que Madrigal había ido por allí no hacía mucho tiempo, pero solo para comprar algunos emblemas masónicos y armas que quería llevar de vuelta a Santo Domingo. Finalmente, el cónsul de Gran Bretaña aseguró que en Rassine consideraban ridícula la idea de que el Gobierno dominicano fuera capaz de contratar un empréstito en el mercado de Nueva York.40 Estas comunicaciones revelan el interés del Gobierno británico por descubrir las intenciones de unos y otros, así como la dificultad a la que se enfrentaban todos los actores a la hora de fijar sus respectivas estrategias debido a la escasez de información fiable, y a lo confuso, cuando no contradictorio, de muchas de las noticias que se recibían con relación a la República Dominicana. En cualquier caso, la importancia que Londres concedía a lo que allá pudiese suceder queda bien demostrada tanto por las sucesivas gestiones que hizo el Foreign Office a fin de corroborar los datos que le llegaban, como por la permanencia de un buque de su Armada en Santo Domingo durante seis semanas, de modo que los intereses británicos en la República Dominicana recibieran toda la protección necesaria durante la ausencia del cónsul de Gran Bretaña.41

4. El conflicto consular y el agravamiento de la tensión entre la República Dominicana y las potencias europeas Sin embargo, las causas de la tensión en las relaciones entre las potencias europeas y la República Dominicana no se limitaban a las ya aludidas, sino que también estaba presente de forma palmaria la cuestión consular tras el abandono de Santo Domingo por parte de los agentes diplomáticos de Francia, Gran Bretaña y España como consecuencia del decreto sobre la amortización del papel moneda emitido por Báez. En una coyuntura tan compleja, José de la Cruz de Castellanos, ciudadano español residente en París, solicitó a su Gobierno «autorización para admitir el cargo de representante de la República Dominicana cerca de los Gobiernos Ibídem, Archibald-Lyons, Nueva York, 12 de septiembre de 1859 (es copia). TNA, FO 23/40, vicealmirante Stewart-secretario del Almirantazgo, Halifax (Nueva Escocia), 21 de septiembre de 1859 (es copia).

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de Francia e Inglaterra». El embajador de España en esa capital dirigió una recomendación al ministro de Estado, con el argumento de que en la República Dominicana existían «muchos intereses españoles y siendo el señor Castellanos una persona respetable, de conocida adhesión» a su país, era muy conveniente para España que se le confiasen los intereses de la República en Europa.42 En respuesta a su petición, el ministro de Estado, Calderón Collantes, transmitió a Castellanos la autorización del Gobierno español para aceptar dicho cargo.43 Aquel, tras recibir el 20 de junio los documentos que le acreditaban para el ejercicio de sus funciones, de manos de Alfau, procedió a presentarlos ese mismo día en el Ministerio francés de Asuntos Extranjeros, donde encontró una «respuesta no […] del todo anuente», por lo que creyó conveniente suspender del todo sus gestiones, a la espera de la resolución que adoptara al respecto el ministro dominicano de Relaciones Exteriores. Según la información que dieron a Castellanos, el Gobierno francés había dicho al dominicano que no tenía inconveniente en admitir el enviado extraordinario que nombrase, siempre que fuera súbdito de la República Dominicana. El diplomático aseguró entonces a su interlocutor que había dejado de ser español desde el momento en que aceptó el encargo de representar a la República Dominicana, pero que antes de hacerlo así había pedido el permiso necesario al Gobierno español, de modo que «desde ese momento debía entenderse que […] había adoptado la nacionalidad dominicana, pues no de otra manera podía representarla con los poderes que de ella había recibido». El jefe de política del Ministerio de Asuntos Extranjeros le propuso que hiciese cambiar sus credenciales de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario por las de encargado de negocios, porque así lo vería mejor el Gobierno francés, a lo que Castellanos respondió que no sería decoroso para él «representar a la República en Inglaterra como enviado extraordinario, y en Francia como encargado de negocios». AMAE, fondo «Tratados», subfondo «Negociaciones s. xix» (No. 171), serie «República Dominicana», subserie «Política Exterior, 1858-1861», leg. TR 111-005, Mon-ministro de Estado, París, 9 de mayo de 1859. 43 Ibídem, Calderón Collantes-Castellanos, Aranjuez, 16 de mayo de 1859 (minuta). 42

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Finalmente, el funcionario del ministerio convino en que se le admitiría la presentación de las credenciales», si el Gobierno dominicano aseguraba al francés que su enviado era súbdito de la República Dominicana, y si antes de ir a presentar sus credenciales ya lo hubiera hecho en Londres. La explicación del agente, por lo demás bastante benigna, era que al parecer en París no querían «dar entrada en el rango de los ministros plenipotenciarios a los representantes de las Repúblicas pequeñas», por consideración a los de las grandes potencias. Alfau, que estuvo presente en la reunión, trató de allanar la dificultad manifestando la urgencia que tenía el Gobierno dominicano en que se recibiese a su representante, «pero todo se consideró inútil, hasta esperar la respuesta afirmativa del Gobierno de la República». Por ello, en su despacho del 25 de junio, Castellanos pidió al ministro dominicano de Relaciones Exteriores que enviara al Gobierno francés una «respuesta lisa y llana, limitada a decir» que cuando se le nombró para representar a la República ya era «súbdito reconocido, declarado y tenido como tal en ella».44 En la misma comunicación, el diplomático acusó recibo de las reflexiones que el ministro le había hecho en la suya del 20 de mayo, sobre la necesidad de oponerse a los males que Báez intentase ocasionar a la República durante su permanencia en Europa, así como de los documentos relativos a la oposición de algunos cónsules al decreto por el que se amortizaba el papel moneda emitido por Báez. Además, Castellanos adjuntó un artículo que había hecho poner en el periódico El Amigo de la Religión, rebatiendo «cuanto había dicho La Presse, relativo al mal estado de las cosas en esa República». Por último, el representante del Gobierno dominicano le indicó que se había dirigido al secretario del Foreign Office, para informarle de la recepción de las credenciales que le acreditaban como agente de la República en Londres, y pedirle que fijara una fecha para poder presentárselas a la reina, aunque por el momento no había obtenido respuesta.45 AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 25 de junio de 1859. 45 Ibídem. 44

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Sin embargo, esta iba a tardar todavía porque, tras su llegada a Londres, Hood empezó a trasladar al Foreign Office una serie de documentos sobre la cuestión monetaria, como hizo en el despacho que remitió a Russell el 1 de julio, al que adjuntó una copia de la carta que le había dirigido el 6 de mayo un grupo de súbditos británicos residentes en Santo Domingo. Del mismo formaban parte el propio David León y su hijo, sumando en total siete firmantes, entre los cuales, junto a los dos apellidados León, había dos García y un Montás, miembro este último de una familia con larga tradición dominicana, y al igual que los otros de origen no anglosajón. En su escrito, los súbditos británicos informaron al cónsul del decreto que establecía la amortización del papel moneda emitido durante la administración del ex presidente Báez, a una tasa de 32,000 pesos de dicha emisión por una onza de oro, o de 2,000 por cada peso fuerte, mientras que el tipo de cambio normal era en esos momentos de 3,200 pesos del papel moneda de la República por onza, y de solo 1,200 cuando se prohibió la circulación del papel moneda Báez. Los firmantes declararon ser poseedores de una considerable cantidad de dinero en tal moneda, que procedía principalmente de ventas efectuadas cuando su valor no se había visto afectado aún por la coyuntura de la guerra civil. En su opinión, el mencionado decreto estipulaba arbitrariamente un valor nominal para el papel moneda, cuya liquidación era, además, onerosa para sus titulares. Por todo ello, consideraban que lo justo para ellos mismos así como para sus acreedores, era no aceptar una solución que les había sido impuesta tan violentamente, y que veían como un ataque directo contra sus propiedades, y al mismo tiempo contraria a todas las leyes de la equidad. Los afectados concluyeron por solicitarla intervención de Hood en el asunto, para que les proporcionase la protección a la que creían tener derecho como súbditos británicos.46 TNA, FO 23/39, Hood-Russell, Londres, 1 de julio de 1859. El primer documento anexo a este despacho es una copia de la carta dirigida a Hood por David León, Henry Ripley, Edmund S. A. Montás, D. León Jnr. [junior], Alexander [apellido ilegible], A. García y Moses García, fechada en Santo Domingo, el 6-V-1859.

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Cabe subrayar que tanto David León, sefardí nativo de Jamaica y vicecónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, como William Breffit, vicecónsul en Puerto Plata, de origen inglés, nombrados ambos en 1849, venían desempeñando tales cargos desde entonces sin recibir a cambio remuneración alguna, y su principal actividad era el comercio.47 Así pues, quizás no andaba muy desencaminado Cazneau cuando aseguró en una de sus comunicaciones a Cass, fechada el 2 de julio de 1859, que según se decía el cónsul y el vicecónsul de Gran Bretaña «habían realizado grandes negocios con este dinero», en alusión al papel moneda Báez, pero que en cambio los cónsules de Francia y España, «quienes no tenían intereses personales envueltos en el problema, habían actuado puramente por motivos políticos».48 En su despacho del 1 de julio, Hood remitió también a Russell un artículo, titulado «Juicio que ha formado el que suscribe sobre el arreglo que conviene hacer en la cuestión del papel emitido por Báez», acompañado de la traducción del mismo al inglés. Su autor, el senador Felipe Dávila Fernández de Castro, se declaraba convencido de que ese papel era «una propiedad como otra cualquiera de las garantizadas por la ley», y en consecuencia sus tenedores no podían «ser despojados de ella». Fernández de Castro fue más allá al asegurar incluso que «las autoridades del Cibao cuando prohibieron la circulación de dicho papel no pudieron tener en mira quebrantar la ley [...], sino solo tomar una medida entonces necesaria», y por ello opinaba que, pasadas aquellas circunstancias, el decreto del Gobierno de Santiago debía «estimarse como no escrito» en cuanto pudiera inferir perjuicio a los tenedores del papel. A su juicio, si dicho papel «entrase de nuevo en la circulación, se causaría una perturbación considerable en el crédito, perjudicial a sus mismos dueños», tenedores en esos momentos de la moneda nacional circulante, por lo que el papel de la emisión Báez debería ser definitivamente recogido, y sus dueños, indemnizados. El senador propuso que para hacer efectiva la indemnización se creara «un papel de deuda, llamada Deuda Ibídem, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 10 de enero de 1859. A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, p. 334.

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Interior con una renta de 3%; amortizable, en más o menos tiempo». Una vez estimado el papel de Báez al cambio que debía tener, dicho papel debía cambiarse por títulos de esa deuda a razón de un 50%, con objeto de abonar a los tenedores un 6% de su capital reconocido, hasta que se les amortizase el total del mismo. Por último, Fernández de Castro admitió que si bien no era justo enriquecer a los que tenían «ese papel mal habido», tampoco lo sería empobrecer a quienes lo tuviesen «con título legítimo y a cambios bajos», de modo que para aproximarse a un término medio equitativo sugirió que se fijara el tipo de cambio a 323 pesos por un peso fuerte.49 En otra comunicación, esta vez dirigida a un subsecretario del Foreign Office, Hood incluyó una carta que acababa de recibir de Heneken, a quien presentó como un íntimo amigo y apoyo político del general Santana, a cuyas órdenes había servido durante algún tiempo como coronel, además de ser ya bien conocido en el Foreign Office. Tras esta introducción del personaje, la carta de Heneken comienza con una denuncia de la conducta del ministro dominicano de Relaciones Exteriores, Lavastida, que en su opinión no tenía paralelo en la diplomacia, y con la que se había enajenado la buena voluntad y las simpatías de todos los Gobiernos que mantenían relaciones con la República. Según el autor de la misiva, no había nada ofensivo en la nota de los cónsules, y en defensa de ella echó mano de un argumento que debía parecerle más que suficiente, pues señaló que el mismo lenguaje fue empleado en época del anterior cónsul de Gran Bretaña, Robert Hermann Schomburgk, para oponerse a la ley contra la conspiración. En esta ocasión se trataba de un caso más extraño incluso, puesto que el conflicto se refería tan solo a lo que él denominó insignificantes asuntos monetarios. Es más, continuó, el país estaba en una situación favorable para recuperarse, y los ingresos del año en curso excederían los 500,000 pesos fuertes, puesto que se calculaban unos 540,000, mientras que los gastos rondarían como máximo los TNA, FO 23/39, Hood-Russell, Londres, 1 de julio de 1859. El segundo documento anexo al despacho es un artículo periodístico firmado por Felipe Dávila Fernández de Castro, del cual no consta la fecha, el lugar, ni el nombre del medio en que fue publicado (las cursivas son del original).

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325,000 pesos fuertes. Por lo tanto, no había necesidad de sacrificar los intereses políticos del país, y mucho menos los pecuniarios. Heneken concluyó reconociendo que siempre había visto a Lavastida como un yankee en el fondo, y aconsejó que el Gobierno británico no vacilase en este caso, sino que adoptase una posición digna y se mantuviera firme en ella. De hecho, a su juicio dicho ministro no merecía seguir teniendo voz en las cuestiones públicas.50 Así las cosas, no es de extrañar que Castellanos comunicara al ministro Lavastida que el secretario del Foreign Office le había dicho el 28 de junio que, tras haber suspendido el cónsul de Gran Bretaña «sus relaciones oficiales con el Gobierno dominicano», el ejecutivo de Londres no podía recibir las credenciales de Castellanos, «mientras no supiese lo que había motivado ese rompimiento». En su despacho de respuesta a Russell, le indicó que uno de los motivos que había tenido el Gobierno dominicano para haberse apresurado a enviarle las cartas credenciales era para que pudiese manifestar al Gobierno británico «lo inconducente del procedimiento» de Hood en el asunto. Por ello, prosiguió el diplomático, esperaba que si creía conveniente recibirlo a la presentación de sus credenciales o, en otro caso, oyera «las informaciones que estaba autorizado a darle, para el allanamiento de esas dificultades». Sin embargo, en un nuevo despacho Russell insistió a su vez en que, «subsistiendo las razones dadas anteriormente de no estar aún bien informado de cuanto» había pasado en el particular de los cónsules, tenía que decirle a su pesar que el Gobierno británico no podía recibirle. Castellanos informó también al ministro dominicano de Relaciones Exteriores de que había hecho traducir al inglés las notas que habían mediado entre los cónsules y Lavastida, traducción que publicó el periódico The Times el 14 de julio, para que pudiesen «todos fijarse en la ligereza» con que habían procedido aquellos. Además, comunicó a Felipe Dávila Fernández de Castro lo que estaba sucediendo, para que hiciera reproducir estas publicaciones en Holanda y Dinamarca, Ibídem, Hood-Edmund Hammond, Londres, 21 de julio de 1859. El documento anexo es: Heneken-Hood, Mines of Balmoral, 20 de junio de 1859.

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donde ostentaba la representación del Gobierno dominicano, y le adelantó la conducta que iba a seguir cuando le fuese posible tratar la cuestión, haciéndose firme en el asunto vital de pedir satisfacción por el poco respeto con que se habían conducido los cónsules, faltando a las formas exigidas por la buena cortesía, y nunca permitir que se entrara «antes en el terreno de las reclamaciones hechas» por ellos. Según el agente de la República Dominicana en París y Londres, Alfau mantendría en Madrid la misma actitud que él a este respecto.51 Pese a sus respuestas anteriores, Russell consideró oportuno dirigirse a Castellanos el 25 de julio para, después de reiterarle que el Gobierno británico no había decidido aún la línea a seguir con relación a las gestiones que precedieron a la retirada del cónsul de Gran Bretaña, proponerle que fuese a Inglaterra y diera sus explicaciones sobre el asunto, de acuerdo con las facultades que se le habían dado. El secretario del Foreign Office aseguró que estaría encantado de recibirlo a tal fin, pero siempre con la condición de que ello no prejuzgaba la cuestión de su final recepción como enviado de la República Dominicana en Londres. Russell le indicó que la misma debía depender necesariamente del parecer que su Gobierno, una vez informado de todas las circunstancias del caso, pudiese adoptar sobre los actos que habían ocasionado la interrupción de las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña y la República Dominicana.52 El 16 de agosto, desde Londres y tras su entrevista con el secretario del Foreign Office, Castellanos le escribió una nota resumiendo el contenido de la misma, que había tenido lugar el día 10, y en la que Russell «convino en que, no debió el cónsul» de Gran Bretaña «ir en su posición más allá de donde la cortesía le autorizaba». A la pregunta de si «tenía el cónsul las facultades diplomáticas necesarias para haber tomado el nombre de su Gobierno y haber establecido un conflicto en la República Dominicana, declarando interrumpidas sus relaciones», según AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 13 de julio de 1859. 52 TNA, FO 23/40, Russell-Castellanos, Londres, 25 de julio de 1859 (minuta). 51

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el representante de aquella, Russell convino también «en que no las tenía». Acto seguido, Castellanos afirmó que no tocaba al Gobierno de la República exigir demostración alguna, sino que correspondía al Gobierno británico hacerla, «por haberse traslimitado [sic] su cónsul en sus funciones», y expresó la convicción de que sería sin duda «conforme a la severidad que caracteriza todos los actos de tan ilustrado Gobierno». Por ello, «convendría a los intereses de ambos Gobiernos que se mandase otro cónsul [...], y con esta prudente medida llenaría la súplica que en ese particular «hacía el Gobierno dominicano, petición de la que Castellanos desistió pocos días más tarde. Por último, se habló también de que se pensaba en que volviesen los cónsules en buques de guerra de sus respectivos Gobiernos, para hacerse oír, y a continuación aquel preguntó qué ventajas les traería adoptar tal medida, respondiéndose que ninguna otra que la de hacer un gasto inútil. En efecto, a su juicio así era porque tan pronto como los cónsules presentaran sus reclamaciones con la cortesía y respeto debidos, el Gobierno dominicano explicaría a los Gobiernos cuyos nacionales se habían quejado de la monetización del papel Báez, las justas razones en que se había fundado para hacerlo a ese precio, y que para obtener semejante resultado no era necesario ocupar la Marina de Guerra.53 Si bien Castellanos parecía con sus palabras querer desincentivar las medidas de fuerza, al mismo tiempo las estaba provocando con su tajante reafirmación de la legalidad del decreto amortizador, sobre la que no cabía duda alguna ni, por tanto, era posible dar marcha atrás. En su respuesta al representante de la República Dominicana, el secretario del Foreign Office señaló que efectivamente estaba de acuerdo con él en que los cónsules se habían excedido en sus poderes al declarar nulo y sin valor alguno el decreto por el que se regulaba la tasa de cambio del papel moneda emitido por el Gobierno anterior. Sin embargo, no veía suficiente razón para recomendar al Gobierno británico el cambio de su cónsul en Santo Domingo, y por ello, Hood recibiría las instrucciones necesarias Ibídem, Castellanos-Russell, Londres, 16 de agosto de 1859.

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para regresar a su puesto junto a sus colegas dentro de pocas semanas. Con respecto a la recepción de Castellanos como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República Dominicana en Londres, Russell le manifestó que después de oír sus explicaciones, y habiendo acordado con el Gobierno francés que volviesen los cónsules a Santo Domingo, el ejecutivo británico no tenía razón para posponer más tiempo la recepción de sus credenciales por la reina.54 Resulta interesante constatar que el acuerdo que menciona el secretario del Foreign Office solo se refiere al gabinete de París, mientras que se obvió en esta cuestión al de Madrid, que al parecer se limitaría a secundar las decisiones adoptadas por los otros dos. Finalmente, Russell le anunció algunos días después que el acto de la recepción tendría lugar el 26 de agosto,55 con lo que terminaba, al menos por el momento, uno de los frentes de la crisis abierta entre la República Dominicana y las potencias europeas. Mientras tanto, el agente de la República no había perdido el tiempo durante su estadía en Londres, y con una carta de recomendación de la casa Rothschild, con la que le ligaban relaciones amistosas, se presentó al secretario de la compañía de vapores trasatlánticos, para que le informara de qué pensaban ellos sobre el traslado de la estación que tenían en Saint Thomas a Samaná, en vista de las ventajas de este lugar sobre aquel, y que Castellanos le expuso minuciosamente. El secretario de la compañía naviera le respondió que era un pensamiento que los había ocupado siempre, pero que presentaba «algunos graves inconvenientes» que no habían podido aún vencer. En cualquier caso, le dijo que hablaría al director de la Compañía del buen deseo del Gobierno de la República, cuando Castellanos «le formulase las ventajas que les ofrecía para halagarlos en el cambio, y que todo se tomaría en consideración». Por ello, tras resumirle el contenido de su entrevista con Russell, aquel solicitó al ministro dominicano de Relaciones Exteriores que le detallara qué conveniencias superiores a las que Ibídem, Russell-Castellanos, Londres, 20 de agosto de 1859 (minuta). Ibídem, 23 de agosto de 1859 (minuta).

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disfrutaban en Saint Thomas les ofrecía el Gobierno dominicano. Castellanos fue aún más allá, y le comunicó su opinión de que no sería difícil encontrar en Londres una casa que quisiera «hacer un préstamo a la República», una vez que hubiesen terminado «las diferencias suscitadas por los cónsules, y restablecídose la anterior armonía, y después de haber arreglado la paz» que debía hacerse entre Haití y la República Dominicana. Para ello, el representante de esta tendría que disponer de «los poderes necesarios, con las amplias y minuciosas instrucciones del caso, a fin de no encontrar embarazo por falta de explicaciones», e igualmente para lo relativo a la compañía naviera, de modo que pudiera «arreglar ese contrato sin embarazos». Castellanos concluyó su despacho indicando al ministro que su principal esfuerzo tras ser reconocido por los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia, sería tratar de conseguir que los mismos influyesen sobre Haití «para hacer un tratado de reconocimiento de la independencia de la República Dominicana y paz durable», por lo que también le pidió las instrucciones correspondientes, con objeto de lograr dicho fin. En su opinión, de ese tratado habían de depender todos los bienes que él esperaba proporcionarle a la República Dominicana.56 Todas estas iniciativas dan idea de las ambiciosas miras del agente diplomático a la hora de afrontar la misión que tenía por delante, cuando aún no había sido recibido para la presentación de sus credenciales, y en París ni siquiera se había aceptado su nombramiento. En el despacho que envió a Lavastida el 29 de agosto, Castellanos le puso al corriente de la respuesta de Russell del día 20, en la que el secretario del Foreign Office, tras reconocer la falta del cónsul de Gran Bretaña, había admitido la recepción de sus credenciales. Según la interpretación del representante de la República Dominicana, esto era «lo mismo que haber anulado cuanto hizo el cónsul, y restablecido las cosas al estado que tuvieron hasta el 9 de mayo», que era cuanto él le había pedido en sus comunicaciones escritas y de palabra. Después de describir la AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Londres, 16 de agosto de 1859.

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ceremonia de presentación de sus credenciales, Castellanos expresó su propósito de regresar a París para intentar ser recibido también por el Gobierno francés, y por último, se congratuló «por el triunfo […] obtenido en el conflicto que provocaron los cónsules extranjeros, tan justamente considerado» por el Gobierno británico, y tan prontamente resuelto a favor del dominicano. En ello había tenido mucha parte la actividad que desarrolló para no perder un instante, así como las influencias de sus buenos amigos, en particular el embajador de España en Londres, Francisco Javier de Istúriz, quien hizo de él «la más favorable recomendación» antes de su primera visita a Russell, y «otras mil circunstancias» que habían facilitado la terminación de un estado de cosas muy perjudicial para el comercio de la República Dominicana.57 Si bien es cierto que la solución distaba mucho de ser tan favorable para los intereses del Gobierno dominicano como la había pintado su representante en Londres, también lo es que el secretario del Foreign Office censuró la actuación del cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, como se deduce de la respuesta que este le dirigió el 29 de agosto. En ella, Hood expresó su profundo pesar por el hecho de que Russell hubiese encontrado necesario desaprobar cualquier aspecto de su gestión, y le aseguró que, profesando un sentimiento amistoso hacia los miembros del Gobierno dominicano, no tuvo la menor intención de alejarse de la cortesía y el respeto que era su deber observar para con un Gobierno extranjero, ni creyó que su conducta, en esta ocasión, podría haber sido considerada con otros ojos por el ejecutivo de Santo Domingo. Lo más interesante de su escrito, no obstante, es el argumento con el que intentó justificar su actuación, según el cual debido a una interpretación, evidentemente errónea, de las muy claras y repetidas instrucciones que había recibido de obrar en estrecho acuerdo con su colega francés, a menudo había seguido un curso que su propio juicio no aprobaba por completo. De hecho, en su descargo el cónsul llegó a afirmar que si en esta cuestión hubiera actuado solo y con independencia, no se habría dirigido al Gobierno dominicano en unos términos tan duros, ni habría cargado con la responsabilidad Ibídem, 29 de agosto de 1859.

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de suspender por su cuenta las relaciones oficiales o dejar su puesto al frente de la legación británica.58 Se tratara o no de una simple excusa, resulta muy revelador respecto a la verdadera naturaleza del caso, en el que las decisiones colegiadas de los cónsules quizás no fueran tan unánimes, e incluso se podría hablar de utilización del asunto por parte de alguno o algunos de ellos para sus propios fines, en razón de intereses particulares de carácter político y/o de otro tipo. En este sentido, también cabe recordar que Cazneau atribuyó una intencionalidad política al papel jugado en la cuestión por los representantes diplomáticos de Francia y España, mientras que el de Gran Bretaña habría sido, siempre según el agente especial norteamericano, el más perjudicado desde un punto de vista estrictamente económico. Una vez resuelto el conflicto con el Gobierno británico, al menos en apariencia, Castellanos respondió un despacho del ministro francés de Asuntos Extranjeros en el que este se había mostrado dispuesto a recibirlo como enviado extraordinario de la República Dominicana en París. Sin embargo, tan buena disposición no impidió que Castellanos se quejara por la actitud del cónsul de Francia en Santo Domingo, para lo cual se valió del reconocimiento que hizo el Foreign Office de que el representante de Gran Bretaña había faltado «a la forma respetuosa con que debió» plantear sus reclamaciones al Gobierno dominicano. Acto seguido, Castellanos añadió que si se había «declarado que un cónsul faltó», la falta era «de todos, porque la representación fue colectiva, y mucho mayor la del cónsul francés, porque fue él quien tomó la iniciativa, y la exposición fue redactada por él y en su propio idioma». Dicho esto, el agente dominicano fue más allá al considerar que «sería una rara anomalía que los cónsules de unos Gobiernos llegasen a Santo Domingo en actitud pacífica, y otros con carácter hostil, sin esperar por ello resultado alguno útil». No obstante, aquel trató de conciliar posturas, fundado en la idea de que el Gobierno francés era «el protector general de la paz del mundo, y de las naciones liberales», y solicitó al ministro que le comunicara la resolución escrita que TNA, FO 23/39, Hood-Russell, Londres, 29 de agosto de 1859.

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decidiese dar a dicha cuestión, para transmitirla a su Gobierno. Por último, casi de forma tangencial, el diplomático mencionó que la República Dominicana buscaba el apoyo y la protección de Francia «para poder conservar su soberanía nacional tan amenazada por muchos lados». Así pues, Castellanos manifestó al ministro de Asuntos Extranjeros su esperanza de que el ejecutivo de París restableciera las relaciones oficiales indebidamente interrumpidas por el cónsul de Francia y que, como consecuencia natural de ello, admitiese sus credenciales.59 En la comunicación que envió el 13 de septiembre al ministro dominicano de Relaciones Exteriores, Castellanos le informó de la incómoda situación en que se encontraba ante el gabinete parisino, pues había confiado en que no tendría más problemas una vez solucionadas las diferencias con el Gobierno británico, al creer que este obraba de acuerdo con el de Francia. Lo que ocurrió en realidad fue que el ministro de Asuntos Extranjeros le había asegurado a su vuelta de Londres que ambos países estaban «de acuerdo en cuanto a volver a mandar sus cónsules en buques de guerra a hacer sus reclamaciones; pero que no consideraba aún restablecidas las relaciones oficiales, y no lo estarían mientras su cónsul no estuviese instalado en Santo Domingo, satisfecho el pabellón francés, y saludado conforme a ordenanza». El enviado del Gobierno dominicano le expresó «con frases enérgicas y sentidas» la sorpresa con que le oía pronunciarse en aquellos términos, y le propuso que empezaran por hablar sobre el diferendo que había alejado a los cónsules de Santo Domingo. Entrando de lleno en la cuestión, se limitó «a no pasar de la forma indecorosa en que el cónsul francés se había expresado», y trató de que el ministro le respondiese «si era o no una falta haberse expresado en términos irrespetuosos, al establecer su reclamación, y si también lo era haber interrumpido las relaciones oficiales, por causa tan pequeña, introduciendo un grave conflicto entre ambos Gobiernos. Aunque aquel se resistía a calificar el hecho, Castellanos no quiso pasar de ahí, y lo forzó a decir «que veía que su cónsul había estado ligero en AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Asuntos Extranjeros de Francia, París, 10 de septiembre de 1859 (es copia).

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ambas cosas». Como el ministro no había querido llamarla falta, el agente dominicano le hizo ver que «una ligereza cualquiera» cometida por un empleado de ese carácter era «una grave falta, y falta que exigía una reparación conforme a los males que ella había inferido, y era la que […] pedía en nombre del ofendido Gobierno de la República».60 Para acentuar el contraste entre la actitud de una y otra potencia, el representante de la República Dominicana habló «de lo satisfecho que había salido del Gobierno inglés, cuyo ministro había reconocido al punto la falta de su cónsul, la cual sería reparada volviéndole a mandar a representar en términos respetuosos». Como aquel no encontraba razón para haber interrumpido las relaciones oficiales, subsanó el daño mediante el restablecimiento de las mismas. Además, Castellanos entregó al ministro francés de Asuntos Extranjeros una copia de la nota que le había pasado Russell, y le rogó que meditase «mucho acerca de la resolución que debería dar a esta cuestión, a fin de no contrastar de una manera tan marcada con lo resuelto por el Gobierno británico». A continuación, el diplomático señaló a Lavastida que pensaba oponerse al regreso del cónsul Saint André a Santo Domingo, por la conducta irregular que había observado allá también en otros asuntos, y esperaba que Francia les hiciera «completa justicia en todo». Por último, aquel se refirió al obstáculo puesto por el ejecutivo de París a su recepción, dado que no había llegado aún la respuesta del Gobierno dominicano a la cuestión planteada por el francés, en el sentido de que reconocería al enviado extraordinario siempre que este fuese ciudadano dominicano. Castellanos aseguró al ministro de Asuntos Extranjeros que estaba autorizado por su propio Gobierno para informarle de que, antes de recibir sus credenciales, había adoptado la nacionalidad dominicana, con un permiso previo del ejecutivo de Madrid. Por tal motivo, dicho ministro le preguntó si estaba naturalizado dominicano, a lo que Castellanos respondió que sí, por el hecho de haber renunciado Ibídem, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 13 de septiembre de 1859 (el texto en cursiva aparece subrayado en el original).

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a la nacionalidad española de la que gozaba, «con permiso de ese Gobierno y adoptado la dominicana sin cuyo requisito no podría llevar su representación y poderes».61 La susceptibilidad de Francia hacia esta cuestión meramente formal, además de tratarse de una maniobra con la cual ganar tiempo, parece asimismo dejar entrever un cierto recelo hacia la posibilidad de que España, por medio de uno de sus súbditos, pudiese jugar un papel cada vez más activo en la política exterior de la República Dominicana. La rivalidad de Gran Bretaña, Francia y España entre sí, y la de las tres potencias europeas frente a los Estados Unidos continuó siendo hábilmente utilizada en los meses siguientes por el Gobierno dominicano, con el fin de alcanzar sus propias metas. El 30 de septiembre Castellanos volvió a dirigirse al ministro dominicano de Relaciones Exteriores y le comunicó que el responsable del Quai d’Orsay aún no había respondido su nota del día 10, por lo que le había solicitado de nuevo que resolviera la cuestión consular en los mismos términos que el gabinete británico, y aceptase la presentación de sus credenciales. A continuación, el diplomático acusó a los enemigos del Gobierno dominicano de «hacerle por la prensa el mayor mal» que podían, sin cesar, por medio de «publicaciones malignas», y como prueba de ello le adjuntó un recorte del periódico Las Novedades, de Madrid, del 20 de septiembre. Castellanos pidió a Alfau que respondiera a ese escrito con la publicación de la nota que le había pasado Russell, «a fin de neutralizar el mal» que querían inferir a la República, pero no explicitó en ningún momento quiénes eran los que trataban de perjudicar al Gobierno dominicano.62 En su despacho del 15 de octubre, el agente del ejecutivo de Santo Domingo en París indicó a Lavastida que seguía sin recibir ninguna respuesta del ministro francés de Asuntos Extranjeros a sus dos comunicaciones anteriores, fechadas el 10 y el 20 de septiembre, respectivamente. Aunque consideraba imposible que el cónsul de Francia hubiera salido hacia Santo Domingo, si así hubiese sido y se presentase nuevamente al Gobierno de la Ibídem. Ibídem, 30 de septiembre de 1859.

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República, aconsejó a su inmediato superior que procediera de un modo compatible con la justicia que habían reclamado y con «el decoro sagrado de la nación dominicana». Según Castellanos, el cónsul de Gran Bretaña cambiaría los términos de su representación, y si ellos fuesen aceptables en opinión de Lavastida, su respuesta debería ser sencilla, limitándose a decir que dado que aquel no tenía carácter diplomático y teniendo el Gobierno de la República su representante diplomático en Londres, le había dado todas las instrucciones necesarias para que pudiera arreglar la cuestión. Por último, le recomendó que «si los cónsules extranjeros volviesen a representar colectivamente en términos admisibles», lo que a su juicio no era «de esperar, por no estar ninguno de los otros en el mismo caso» que el británico, debería acoger solamente la representación de este, dándole la respuesta indicada, y rechazar las otras, por no estar advertido por sus agentes diplomáticos en París y Madrid de haberse restablecido las relaciones oficiales. En efecto, Alfau le había avisado el 11 de septiembre de que en España él se encontraba en el mismo caso que el propio Castellanos en Francia.63 Todavía el 31 de diciembre de 1859, el representante de la República Dominicana en París insistió en que no creía que fuera obstáculo para la admisión de sus credenciales por parte del Gobierno francés la objeción que este había planteado sobre el asunto de la nacionalidad, pues había quedado fuera de toda duda que era dominicano desde que asumió el encargo de representar a la República. Sin embargo, la parte más interesante de este despacho es la dedicada a la información sobre las actividades en Francia de Báez, quien se movía «con sumo ahínco» para volver a Santo Domingo, tenía dinero y lo gastaba «en todos sentidos, procurando atraerse a todos» los que consideraba que podían favorecer sus proyectos. De ello alertó al ministro dominicano de Relaciones Exteriores, a fin de que lo tuviese «presente siempre para oponerle la misma resistencia», sobre todo en París, donde Báez quería mantener viva la idea de que podía volver a dominar la República, «difundiendo por todos los medios la decadencia» Ibídem, 15 de octubre de 1859.

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cada vez mayor que sufría el poder de Santana, según sus partidarios. Por esta razón, Castellanos consideraba indispensable subvencionar algunos periódicos, para que en ellos se hablara «constantemente del verdadero estado del país», y de lo que repugnaba «allí la dominación de Báez, hasta extinguir completamente sus incansables pretensiones». Acto seguido, aseguró que sin tales esfuerzos se perdía mucho terreno todos los días, algo que el diplomático veía más claro que el ministro en Santo Domingo, porque París era el centro desde donde se impulsaban todas las cosas buenas y malas que se reflejaban en los demás pueblos del mundo, de modo que en su opinión no había «cosa peor que […] callar y dejar hablar al maldiciente».64 Quien no guardó silencio, sino que estimó oportuno ponerse en contacto con los Gobiernos europeos, fue el propio Báez, que entregó al embajador de España en París una comunicación que este hizo llegar al ministro de Estado. Su objeto era solicitar que las potencias de Europa procurasen «impedir de alguna manera las medidas de violencia» a las que, según el ex presidente, se entregaba el Gobierno dominicano «en contravención a lo estipulado en el convenio» de junio de 1858, «relativo a la dimisión de la presidencia del mismo Báez», que se había negociado bajo los auspicios de los cónsules de España, Francia y Gran Bretaña. El representante del Gobierno español en París, quien ignoraba las circunstancias de este asunto, que además era de naturaleza delicada, se limitó a manifestar al ex presidente dominicano que transmitiría su escrito al ministro de Estado.65 En dicha misiva, Báez calificó a Santana como implacable enemigo suyo, lo acusó de estar «mal avenido siempre con la paz y el orden públicos», y afirmó que había condescendido con los que creían, aunque él nunca lo creyó, que su dimisión «pondría fin a las turbulencias» de su país. Dejó la presidencia bien persuadido de que se la entregaba a un hombre ambicioso, cuyo único pensamiento político había sido siempre, y lo era también en aquellos momentos, «la enajenación de una parte del territorio Ibídem, 31 de diciembre de 1859. AMAE, H 2374, Mon-ministro de Estado, París, 26 de agosto de 1859.

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dominicano». No obstante, al hacer este sacrificio y firmar la convención del 12 de junio, el ex presidente pensó que «si Santana intentaba sustraerse a las obligaciones de aquel compromiso procuraría estorbárselo la influencia de los tres agentes autores por decirlo así del documento citado», y por ello se preguntó que si las firmas de los cónsules europeos no significaban alguna garantía moral en aquel documento, qué otro significado podrían tener. Llevado de este convencimiento, y viendo cuán distintos de la intención de dichos agentes diplomáticos habían sido los resultados, se había decidido a denunciar a los tres Gobiernos la escandalosa manera en que Santana había violado y continuaba violando la estipulación. Según Báez, «seiscientas o más personas que voluntariamente o por coacción hubieron de ausentarse del país, pero que por la letra y espíritu del convenio debían quedar enteramente libres de volver a sus hogares», habían sido declaradas proscritas de hecho, mientras que a otros sujetos que allá quedaron al abrigo de la capitulación se les perseguía, como le había sucedido al general Cabral, quien se vio obligado a refugiarse en el consulado de Francia, desde donde huyó al extranjero. «Semejantes atentados, [...] la persecución política suscitada en forma de acusación contra ministros, senadores, y una multitud de personas de forma [sic], de arraigo, y de la mayor importancia en el país; y en fin, otros actos de tiranía», producían un cúmulo de males, y una efervescencia tal, que no solo anulaban el objeto de la convención, sino que conducirían «infaliblemente a nuevas discordias civiles y a la ruina de aquel país».66 El ex presidente de la República Dominicana señaló, en suma, que el hecho «de haber tenido origen el violado convenio en una intervención» de los tres cónsules; el desaire que de su infracción resultaba a estos y a sus Gobiernos; la conducta que con ellos mismos había observado posteriormente el Gobierno de Santana, así como la noticia cierta de que este andaba en tratos para vender la bahía de Samaná, eran datos que sin duda merecían ser tomados en la más seria consideración por los Gobiernos de España, Ibídem, Báez-ministro de Estado, París, 24 de agosto de 1859 (se trata de un documento adjunto al anterior).

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Francia y Gran Bretaña, puesto que en ello estaban empeñados «en cierta forma su decoro, su política general en América, y hasta la causa sagrada de la humanidad y de la justicia». Báez terminó su alegato a favor de una nueva injerencia extranjera en los asuntos dominicanos en nombre de «las numerosas y desgraciadas víctimas de la desleal conducta del general Santana», y expresó en forma altisonante que no podía «menos de invocar el auxilio y protección de las tres grandes naciones en cuya garantía moral confiaron aquellos desgraciados».67 Como consecuencia de esta comunicación, el Ministerio de Estado encargó un informe a su dirección política, en el que se explicaban las condiciones del acuerdo firmado por ambos generales y los tres cónsules mencionados. El jefe del negociado de América indicó que lo procedente en este asunto era acusar recibo a Báez de un modo lacónico y sencillo, dado que no podían asegurarse de la exactitud de sus asertos hasta que llegase a su destino el nuevo cónsul de España. Aun así, mientras tanto se podía preguntar por la vía habitual a los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña cuál era la conducta que pensaban seguir en el particular, y para dar a este paso un carácter confidencial, los embajadores de España en París y Londres, Mon e Istúriz, deberían hacer verbalmente las gestiones necesarias.68 Así se hizo el 24 de octubre, fecha en la que se acusó recibo de su escrito a Báez, y el 2 de noviembre, en que se transmitieron a los dos embajadores instrucciones al respecto. Mon informó de que Báez había dirigido al ministro francés de Asuntos Extranjeros una comunicación igual a la que remitió al ministro de Estado, pero que el Gobierno francés, ni la había contestado, ni había tomado el asunto en consideración. El embajador añadió que «la demanda del general Báez no podría ser resuelta sino después de oír los informes del cónsul de Francia en Santo Domingo», y que hasta ese momento la atención del ejecutivo de París se había limitado a promover el regreso del mismo a su destino. Sin embargo, según las explicaciones dadas por el Ibídem. Ibídem, informe de la dirección política del Ministerio de Estado, Madrid, 23 de septiembre de 1859.

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Ministerio de Asuntos Extranjeros, era poco probable que este se interesara en la pretensión del ex presidente. En efecto, contra ella se presentaban «a primera vista muchas objeciones; ya porque los términos del convenio de 12 de junio no serían tan explícitos» como Báez había pretendido hacer ver, ya porque las persecuciones contra sus partidarios podían «ser ocasionadas por hechos posteriores al convenio», y también porque el Gobierno francés quería evitar que se le acusara «de influir y de mezclarse en las cuestiones interiores de otros Estados».69 En la actitud de Francia, sin duda, tuvo asimismo mucho que ver la que adoptó el Gobierno británico. En efecto, tras recibir una carta de Báez, el secretario del Foreign Office solicitó un informe a Hood, en el que este aseguró que Santana había hecho todo lo que estaba en su mano para que aquellos opositores políticos suyos que habían permanecido en el país fuesen respetados; pero que el presidente de la República no podía impedir que los particulares se vengaran por los perjuicios, reales o imaginarios, que hubiesen sufrido. Es más, hasta el momento de su salida de Santo Domingo, el cónsul de Gran Bretaña no tuvo conocimiento de que existiera agitación política alguna, ni supo de ningún motivo serio que la justificase, excepto las medidas adoptadas con relación al papel moneda. La única parte de la misiva del ex presidente dominicano que parecía estar bien fundada era aquella en la que había afirmado que Santana estaba negociando la venta de la bahía de Samaná al Gobierno de los Estados Unidos. Hood creía firmemente que esto era cierto, y de hecho había comunicado al Foreign Office la información en su poder sobre el asunto. Pese a todo, no pensaba que hubiera en esos momentos ninguna circunstancia que justificase la intromisión del Gobierno británico, ni de ningún otro, en los problemas internos de la República Dominicana. Aun así, a su juicio la posible enajenación de Samaná reclamaba una seria atención por parte del gabinete londinense, si deseaba evitar que ese plan se llevara a cabo, lo que parecía algo inminente. Báez había basado su llamamiento Ibídem, Mon-ministro de Estado, París, 28 de noviembre de 1859.

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al Gobierno de Gran Bretaña en la supuesta obligación contraída por Hood al firmar el acuerdo del 12 de junio de 1858, argumento que este agente rechazó por considerarlo infundado, y mencionó que cuando su predecesor, en 1857, se quejó a Báez por su violación de los términos de la reconciliación con Santana, el entonces presidente negó que Schomburgk tuviese derecho a intervenir, aunque su firma había sido estampada en ese documento del mismo modo que la de Hood en la convención de 1858.70

5. El progresivo reacercamiento de la República Dominicana a España En las palabras del representante de Gran Bretaña en Santo Domingo no se aprecia, pues, una gran estima hacia la persona de Báez, lo que explica en buena medida la actitud adoptada hacia él por el Foreign Office y por el Ministerio francés de Asuntos Extranjeros, de común acuerdo, como habían venido haciendo en todo lo relativo a la República Dominicana. En el caso del Gobierno español puede afirmarse lo mismo, pero solo hasta cierto punto, pues no fue siempre así en todas y cada una de las cuestiones que se presentaron. El cónsul de España en la capital dominicana actuaba por lo general en sintonía con sus colegas de Francia y Gran Bretaña, como cuando determinó, de acuerdo con ellos, escribir al ministro plenipotenciario de España en Washington, participándole la salida para aquel punto de Madrigal.71 No obstante, parece claro que el nuevo cónsul, Tiburcio Faraldo, que tomó posesión de su cargo en marzo de 1859, desempeñó un papel algo más activo que su antecesor. El 22 de marzo, Faraldo informó al ministro de Estado de que en esa misma fecha debía embarcarse el senador Fernández de Castro con destino a Dinamarca, a fin de «arreglar definitivamente las diferencias suscitadas entre su Gobierno y el de aquel país, con motivo TNA, FO 23/39, Hood-Russell, Londres, 17 de septiembre de 1859. AMAE, fondo «Correspondencia», subfondo «Consulados», serie «República Dominicana», leg. H 2057 (en adelante: AMAE, H 2057), Del Castilloministro de Estado, Santo Domingo, 7 de febrero de 1859.

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de la reclamación presentada por el comodoro Mr. Christmas». El representante de España señaló que el Gobierno dominicano había resuelto dar este paso para neutralizar el efecto de los informes que aquel pudiera haber dado al ejecutivo danés, e incluso expresó su deseo de que, si Castro llegaba a Copenhague antes de haberse adoptado allí una resolución extrema, fuese posible un arreglo pacífico de las diferencias. Faraldo apostó también por que la República Dominicana no se viera «en la alternativa de conceder por la fuerza» lo que no había querido «otorgar de grado», y «presenciar impasible el bloqueo de sus puertos, y la paralización del escaso comercio» que ese país sostenía exclusivamente con las Antillas danesas.72 Lo cierto es que estas palabras más bien parecen escritas por el propio Gobierno dominicano, tal es el énfasis puesto en la defensa de su postura, que por un observador neutral. Si bien no puede deducirse como algo evidente, sí cabe apuntar una posible tendencia, en el sentido de un mayor acercamiento a los intereses dominicanos, que quizás quede más clara a la luz del despacho que envió al ministro de Estado el embajador de España en Copenhague, Gutiérrez de Terán, con motivo de la llegada de Castro a esa ciudad. En su explicación de los hechos que habían originado el conflicto, aquel señaló que tres barcos daneses fueron capturados durante el bloqueo de Puerto Plata establecido por Báez, y que según Fernández de Castro, «sujeto muy instruido», la razón parecía estar de parte de aquella República, puesto que el bloqueo había sido establecido en toda regla y publicado en la forma acostumbrada. Aunque la administración del presidente Santana no tuvo parte en el acto contra el cual reclamaba el Gobierno danés, «deseosa de facilitar el desenlace de estas dificultades», había autorizado a su enviado para que propusiera un arbitraje, y dejó a la voluntad del gabinete de Copenhague la designación de la potencia que lo hubiese de desempeñar. Esta era, pues, la razón principal por la que Gutiérrez de Terán llamó la atención del ministro, ya que tenía «entendido que en la lista de naciones Ibídem, Faraldo-ministro de Estado, Santo Domingo, 22 de marzo de 1859.

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amigas de la República Dominicana» que traía Castro para que el Gobierno danés pudiera elegir la que mejor le pareciese, España figuraba como una de las primeras. Por ello, el diplomático había considerado necesario ponerlo en conocimiento del ejecutivo español, a fin de saber cuál era su parecer a este respecto, y en qué términos debería expresarse él si España fuera elegida como mediadora entre ambos países. Sin embargo, quiso dejar claro que no se trataba de una necesidad perentoria de instrucciones para encargarse de la mediación, sino que tan solo buscaba «tener una especie de seguridad de que por parte de España» no habría inconveniente alguno llegado el caso, a pesar de lo cual no se abstuvo de pedir al ministro que le comunicase su opinión acerca del asunto lo antes posible.73 El ministro de Estado, Calderón Collantes, respondió a Gutiérrez de Terán que si el Gobierno de Dinamarca le indicara su propósito de someter la cuestión al fallo arbitral del ejecutivo de Madrid, debía manifestarle que no era de presumir que el mismo pusiese obstáculo a la aceptación de este encargo. Una vez que el Gobierno danés, de acuerdo con el dominicano, formulara con arreglo a los usos establecidos la demanda conveniente, se darían al agente de España en Copenhague las instrucciones oportunas teniendo en cuenta la naturaleza del asunto, sobre el que debía facilitar cuantos datos pudiese reunir.74 En esta misma línea de acercamiento progresivo entre los Gobiernos dominicano y español se encuentra la petición hecha por Lavastida al cónsul Faraldo, como consecuencia de los fallecimientos del arzobispo de Santo Domingo y de su obispo coadjutor en 1858 y 1857, respectivamente,75 tras los cuales la Iglesia dominicana había quedado «en estado de orfandad «y sujeta «a la administración extraña» del obispo de Curazao. El ministro de Relaciones Ibídem, Gutiérrez de Terán-ministro de Estado, Copenhague, 12 de mayo de 1859. 74 Ibídem, Calderón Collantes-embajador de España en Copenhague, Aranjuez, 23 de mayo de 1859 (minuta). 75 María Magdalena Guerrero Cano, Disciplina y laxitud: la Iglesia dominicana en la época de la anexión, Servicio de Publicaciones, Universidad de Cádiz, 1989, pp. 51-52. 73

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Exteriores habló a Faraldo de que el ejecutivo, deseoso de remediar esta situación, se había dirigido al papa en enero de 1859, con objeto de proponerle para el Arzobispado de Santo Domingo a Antonio María Cerezano, residente en Puerto Rico, «sujeto conocido por su saber y moralidad y por haber administrado la diócesis de aquella isla en sede vacante». Lavastida lamentó que aún no se hubiera recibido ninguna contestación, y añadió que el Gobierno dominicano estaba muy interesado en que la Santa Sede nombrase a Cerezano, por lo que deseaba «interponer en este asunto el influjo y valimiento» del gabinete de Madrid, a fin de que por medio de su embajador en Roma se obtuviera dicho fin.76 También es muy significativa la comunicación reservada que remitió Faraldo al ministro de Estado para informarle de la llegada a Santo Domingo del «viajero norteamericano míster Gage después de haber recorrido y estudiado detenidamente los distritos más feraces y las zonas más ricas en productos minerales del territorio dominicano». El cónsul indicó que aunque la opinión general atribuía a Gage «la representación de una empresa comercial de su país», algunos lo consideraban un emisario secreto de los Estados Unidos. En cualquier caso, lo cierto era que había dirigido al Gobierno dominicano una exposición en la que manifestó el deseo de llevar al territorio de la República una numerosa colonia de súbditos americanos. A dicha exposición acompañaba un extenso interrogatorio del que Faraldo incluyó una copia, y aseguró que la tendencia política que envolvían algunas de las preguntas contenidas en el mismo, sobre todo la segunda, la tercera y la cuarta, dejaban ver muy claramente la mano del ejecutivo de Washington. Según el diplomático, esta sospecha se veía confirmada por «haber traído míster Gage cartas de recomendación para el presidente Santana, suscritas por varios senadores y personas influyentes en el Gobierno de la Unión». Además, señaló que nada tenía de extraño que los Estados Unidos, «ambicionando y no pudiendo conseguir la adquisición de Cuba», quisieran poseer toda o parte de la isla de Santo Domingo, desde la que, AGA, 54/5225, No. 5, Lavastida-cónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 12 de mayo de 1859.

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«una vez apoderados directa o indirectamente del territorio dominicano, podrían sin grandes dificultades […] llevar a cabo sus planes de invasión» contra la colonia española. A pesar de todo, Faraldo no quiso parecer alarmista, y admitió la posibilidad de que el proyecto del aventurero norteamericano no ocultase ningún plan político, pero tratándose de los Estados Unidos, «cuya tendencia absorbedora» era bien conocida, las más ligeras suposiciones y «los temores menos fundados» se convertían en evidencia, cuando podían referirse de alguna manera al porvenir de Cuba. No obstante, lo más curioso de su despacho es cuando a continuación afirmó que Santana siempre había «manifestado marcada repulsión a todo» lo que procediera de los Estados Unidos, y no parecía dispuesto a proteger la inmigración norteamericana, tal como le aseguró el ministro de Relaciones Exteriores, quien añadió que «el Gobierno había acogido con frialdad las proposiciones de míster Gage».77 Si bien es cierto que Faraldo era, por así decir, un recién llegado al escenario dominicano, también lo es que debía contar con todos los antecedentes del caso, para lo que tenía a su disposición tanto los fondos del archivo consular, como la propia información que le hubiese podido facilitar personalmente su predecesor en el cargo. Por esta razón, cabe intuir que por debajo de lo que parece una interpretación en extremo benigna, o cuando menos ingenua, de la política exterior de Santana, existe cierta ambigüedad en la actitud que mantenía el representante del Gobierno español hacia el dominicano, al margen de los agentes de Francia y Gran Bretaña. Con respecto a las cuestiones planteadas por Gage, la primera preguntaba si «desearía el pueblo de Santo Domingo y su Gobierno que viniesen emigrados de los Estados Unidos a fijarse en la República como agricultores, mecánicos, comerciantes y trabajadores». Las siguientes, entre ellas las que más llamaron la atención del cónsul de España, eran: 2.ª ¿Se les concederían iguales privilegios que a los naturales del país? AMAE, H 2057, Faraldo-ministro de Estado, Santo Domingo, 23 de abril de 1859.

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3.ª ¿Se les concedería el derecho de votar para la nominación de los empleados públicos lo mismo que a los ciudadanos nativos? 4.ª ¿Se les permitiría ejercer cargos públicos lo mismo que a los dominicanos? 5.ª ¿Cuál inmigración se preferiría que viniese de los Estados Unidos, negros, de color, o blancos? 6.ª ¿Se les permitiría traer intereses al país, es decir, mercancías, utensilios de agricultura, máquinas de vapor, herramientas […], y cualquiera otra cosa necesaria?.78 Y así hasta un total de diecinueve preguntas, algunas de las cuales se referían a asuntos tales como derechos de importación y exportación, impuestos, servicio militar, derecho a «adquirir y poseer terrenos», libertad de culto y enseñanza, instrucción pública, libertad de expresión, y restricciones y monopolios existentes sobre el comercio y la industria.79 La sospecha que despertaron las actividades del viajero norteamericano se puso de relieve en la respuesta del ministro de Estado, quien aludió al temor de que la misión de Gage ocultara en efecto algún plan contra Cuba. Calderón encareció la importancia de que Faraldo continuase a la mira de las gestiones de aquel para dar cuenta al Gobierno español de su resultado, y comunicar lo que ocurriese al gobernador de Cuba si fuera necesario.80 Sin embargo, los proyectos de colonización estadounidenses no eran los únicos que preocupaban al representante de España en Santo Domingo, sino que también siguió de cerca los progresos del contrato firmado entre el Gobierno dominicano y una compañía anglofrancesa para la explotación de los bosques, las minas de carbón, oro y plata, el guano, etc. que se encontraran en el territorio de la República. Una vez vencidas «las dificultades que la empresa concesionaria oponía al anticipo de un millón de francos, condición esencialísima» por parte del Gobierno dominicano, la Ibídem (se trata de una copia, adjunta al documento anterior). Ibídem. 80 Ibídem, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, Aranjuez, 13 de junio de 1859 (minuta). 78 79

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negociación había terminado, y en un plazo breve se haría efectiva la cantidad estipulada. Faraldo indicó al ministro de Estado que, siendo pues un hecho consumado, omitía hacer reflexiones acerca de las ventajas y perjuicios que podrían «resultar a la República de una concesión tan lata» como la que acababa de obtener la mencionada compañía,81 palabras que dejan entrever un claro recelo por las posibles consecuencias de todo tipo, implícitas en un acuerdo de tales características. El mencionado contrato no llegó a buen puerto, dada la suspensión de las relaciones diplomáticas entre la República Dominicana y las potencias europeas tras la crisis por la cuestión monetaria. A pesar de ello, pronto volvieron a presentarse ocasiones para intentarlo de nuevo, como se deduce del contenido de un despacho de Castellanos al ministro dominicano de Relaciones Exteriores, en el que señaló que con motivo de las diferentes publicaciones que había hecho «poner en los periódicos de Europa para dar a conocer la importancia de la República Dominicana, por su situación geográfica», sus riquezas minerales, la feracidad de sus suelos, y la abundancia de sus maderas preciosas, habían acudido a él «muchos capitalistas, para imponerse de las facilidades» que el Gobierno dominicano ofrecería a aquellos que decidieran establecerse allí, «para emplear sus capitales en la explotación de esas minas, principalmente en las de carbón» de Samaná. No obstante, el diplomático solo había podido darles seguridades vagas que no podían dejar satisfecho a ninguno de los que con el mejor deseo buscaban hacer buenos negocios, porque todos le pedían muestras del carbón de Samaná, y como no disponía de ellas, tenía que aplazarlo para cuando las recibiese. Además, prometía ampliarles las noticias de las conveniencias que el ejecutivo estaba dispuesto a ofrecer, no solo a los que estuvieran interesados en explotar esas minas, sino también a los que fuesen a establecerse con sus familias como colonos agricultores e industriales. Por ello, Castellanos pidió al ministro que le enviara algunas muestras de carbón de piedra de dichas minas, con indicación de los terrenos que las rodeaban, y le especificase si eran de propiedad estatal o Ibídem, Faraldo-ministro de Estado, Santo Domingo, 17 de abril de 1859.

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particular, las conveniencias que el Gobierno proporcionaría a los inversores que quisieran explotarlas, así como toda la información que pudiese proporcionarle para satisfacer los deseos de quienes planearan radicarse en la República.82 Con todo, el principal punto en el que puede apreciarse un mayor distanciamiento entre la postura española y la francobritánica frente al Gobierno dominicano fueron sin duda las decisiones adoptadas en relación con el regreso de los cónsules a Santo Domingo. Saint André indicó a Hood que Faraldo le había informado de que el Gobierno español había aprobado su conducta plenamente, pese a lo cual, no queriendo exponerse de nuevo a los peligros personales que los amenazaban en Santo Domingo y que hicieron tan necesaria su salida conjunta de esa ciudad, había solicitado un cambio de destino. Si bien Saint André dijo comprender su deseo, pensaba que el ejecutivo español no le concedería lo que solicitaba antes de haber obtenido las satisfacciones a las que tenía derecho.83 Sin embargo, el cónsul de Francia en Santo Domingo se equivocó. En realidad, la actuación de Faraldo no solo no fue ratificada por su Gobierno con una adhesión incondicional a los planteamientos de Londres y París, sino que además nombró un nuevo cónsul y actuó de forma muy diferente al presentar su reclamación contra el decreto amortizador del papel moneda emitido por Báez. En efecto, las instrucciones remitidas por el Foreign Office al Almirantazgo estipulaban que el oficial al mando del buque que condujese a Hood a Santo Domingo no saludara la bandera dominicana a su entrada en aguas de la República. No obstante, si recibiese una respuesta expresiva de un completo consentimiento por parte del Gobierno dominicano a las exigencias de la nota, seguida de un saludo a la bandera británica, debía devolver el saludo y a continuación el cónsul desembarcaría. En todo caso, insistían las instrucciones, este no lo haría sin tal consentimiento previo, seguido por el saludo, y hasta que el cónsul desembarcara AGN, RREE, leg. 13, expte. 4, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 15 de noviembre de 1859. 83 TNA, FO 23/39, Saint André-Hood, París, 28 de julio de 1859. 82

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todas las comunicaciones con el Gobierno dominicano por parte del británico tenía que mantenerlas el oficial al mando del buque por sí solo. Si la respuesta del Gobierno dominicano no fuese plenamente satisfactoria, el oficial se remitiría al Almirantazgo para nuevas instrucciones, pero no tenía que aguardar en Santo Domingo hasta que llegaran, sino que debía dirigirse a Saint Thomas y desembarcar allí a Hood.84 Finalmente, el 3 de diciembre de 1859 el Gobierno dominicano se vio forzado a ceder ante las exigencias planteadas por los comandantes de los buques de guerra francés y británico en nombre de sus respectivos Gobiernos, y tras el saludo a las banderas de ambos países los dos cónsules bajaron a tierra ese mismo día. Hood se dirigió el 5 de diciembre al nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Fernández de Castro, expresándole su deseo de concluir lo antes posible un arreglo definitivo de los compromisos financieros contraídos por la pasada administración con los súbditos británicos, y le pidió que lo recibiese junto al representante de Francia.85 El día 10, Hood escribió al ministro una carta particular, redactada en español, a la que acompañaba una nota que le habían prometido los cónsules la noche anterior, en la que vería el gran deseo de estos de llegar a un arreglo, puesto que habían «duplicado el tipo y quitado un 25% de la parte» que se debía recibir en las administraciones. A continuación le recordó que, según le habían dicho ya, esta era la última modificación que podían admitir, por lo que esperaba que le fuera posible aceptarla y así reunirse de nuevo esa misma noche para redactar el protocolo. En caso contrario, prosiguió el agente de Gran Bretaña, sus esfuerzos habrían sido infructuosos y tendrían que dejar a otros el arreglo de una cuestión que tanto les había ocupado y enterado.86 En un documento oficial del Gobierno dominicano, fechado el 11 de diciembre, puede leerse que aunque el ejecutivo de la República no consideraba justo indemnizar el papel moneda TNA, FO 23/40, Foreign Office-Almirantazgo, Londres, 13 de octubre de 1859. 85 AGN, RREE, leg. 12, expte. 16, Hood-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 5 de diciembre de 1859. 86 Ibídem, 10 de diciembre de 1859. 84

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Báez, que había sido adquirido por sus tenedores a los tipos de 40, 50, 60 o 64,000 pesos la onza, a un cambio mayor de los 32 fijados por el decreto del Senado; y pese a que lo convenido en las notas cruzadas entre aquel y los comandantes de las fuerzas navales europeas había sido «solo indemnizar individualmente a los súbditos franceses, ingleses, y españoles de las pérdidas que probasen haber experimentado y a cubrir» las que «no alcanzase el mismo decreto», quiso autorizar a su ministro de Relaciones Exteriores para que, «en obsequio de la armonía que deseaba volviese a reinar entre las partes» en conflicto, propusiera «crear una renta que constituyese una deuda interior» a un interés del 5%, con la que recogería el mencionado papel, «no ya al tipo justo del decreto del Senado», sino a razón de 20,000 pesos la onza, es decir, «más de tres veces el del último curso que tuvo cuando se recogió». No obstante, los cónsules desconocieron esos principios de justicia y «propusieron a su vez el tipo de 4,800», pero como el Gobierno dominicano veía imposible «tomar en consideración tal propuesta, hizo un esfuerzo, en obsequio de su deseo de conciliar los pareceres, hasta 16,000», y accedió «a las demás exigencias de interés y plazo en que se había de amortizar la deuda». A pesar de «tan cuantiosas larguezas de parte» del ejecutivo dominicano, los cónsules «no creyeron poder proponer como último término más que el tipo de 8,000» pesos nacionales por onza de oro. El escrito señala también que en esta situación el Gobierno de la República creyó que no era digno de ella someterse a tales exigencias, y propuso como último término el tipo de 12,000 pesos nacionales por onza de oro, y aceptó las demás condiciones contenidas en «las bases del arreglo y su modificación posterior, con excepción de la de los vales dados en pagos legítimos por la administración anterior», cuyo reembolso harían al mismo tipo que el de dicho papel moneda. Pero esta rebaja tampoco fue suficiente para los diplomáticos europeos, que se negaron a todo acuerdo y desecharon una oferta que, más que en la justicia, estaba «basada en una abnegación del derecho» que asistía al Gobierno dominicano, «en obsequio de la conservación de las buenas relaciones con potencias cuya amistad» había tenido en tan alto aprecio. Por último, concluye el documento, los miembros del gabinete estaban convencidos de

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que los cónsules no podían «tener instrucciones para chocar tan de frente contra los principios de la más evidente justicia, ni hollar los del derecho internacional», por todo lo cual se remitirían a los Gobiernos de Francia, Gran Bretaña y España en reclamación de sus desconocidos derechos.87 Los términos en que está redactado el escrito resultan bien expresivos de la humillación a la que tuvo que someterse el Gobierno dominicano, y de la resistencia que trató de oponer frente a las pretensiones de los agentes europeos. El 12 de diciembre, Hood explicó a Russell que después de varias entrevistas con el ministro de Relaciones Exteriores, ese mismo día habían llegado a un ajuste final de la cuestión del papel moneda. Es también muy interesante constatar que, según el cónsul de Gran Bretaña, las conversaciones se habían desarrollado en el clima más amistoso y conciliador, al cual, así como a las grandes concesiones hechas por los representantes de los países europeos, debía atribuirse principalmente el feliz resultado de sus reclamaciones. Este se vio facilitado asimismo por la dimisión de Lavastida y el nombramiento en su lugar de Fernández de Castro, a quien el diplomático británico consideraba una persona moderada y culta. Solo al final de su despacho, Hood mencionó que el cónsul de España había llegado a Santo Domingo el día 3 y desembarcado el 5, después de lo cual se había unido a los de Francia y Gran Bretaña en sus entrevistas con el ministro.88 En una comunicación posterior, Hood informó con algo más de detalle sobre la llegada del nuevo agente de España, Mariano Álvarez, en un buque de dos cañones cuyo capitán no tenía instrucciones de exigir un saludo al cual además no habría podido responder. Por consiguiente, tras un intercambio de notas muy similares a las que habían pasado entre el capitán Moorman y el Gobierno dominicano, Álvarez desembarcó dos días más tarde. El representante de Gran Bretaña aprovechó también para elogiar la habilidad con que los comandantes de los buques de guerra francés y británico habían manejado la correspondencia Ibídem, expte. 3, Santo Domingo, 11 de diciembre de 1859 (minuta; no se indica a quién va dirigido el documento). 88 TNA, FO 23/39, Hood-Russell, Santo Domingo, 12 de diciembre de 1859. 87

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con el Gobierno dominicano. Hood aseguró incluso que a ello cabía atribuir no solo el éxito de su propia misión, sino que había sido igualmente de gran ayuda para que el arreglo de la cuestión monetaria resultara más sencillo de lo que habría sido en otra circunstancia.89 Es curioso que el Gobierno español enviase a su agente diplomático en un pequeño buque de guerra, pero este hecho admite la siguiente interpretación: dada la reducida potencia artillera del barco del que se trataba, sus cañones no podrían responder en caso de exigir el saludo de las baterías portuarias. Con ello, se salvaban las apariencias ante Francia y Gran Bretaña, so capa de la no disponibilidad de una embarcación de mayor porte, mientras que por otra parte se evitaba someter a la República Dominicana a una humillación como la que acababan de inferirle los buques de dichos países. Pese a la clara voluntad del cónsul de Gran Bretaña de minimizar las diferencias entre la actitud española y la francobritánica, estas tuvieron unos efectos que no se iban a hacer esperar mucho tiempo. Así, el 14 de diciembre, el mismo día en que había informado al secretario del Foreign Office de la satisfactoria solución alcanzada, Hood se dirigió al ministro dominicano de Relaciones Exteriores, lamentando tener que hacerlo tan poco tiempo después del feliz acuerdo por un motivo tan desagradable. A la vez que le expresó su convicción de que el Gobierno dominicano estaba animado de un sentimiento amistoso hacia su colega de Francia y hacia él mismo, y que no aprobaría ni permitiría que se cometiera ningún acto de violencia u ofensa contra ellos, debió sin embargo avisarle de los rumores que circulaban por la ciudad, que no parecían infundados. Según sus noticias, varios jóvenes, algunos de los cuales eran altos funcionarios del Gobierno, se habían reunido con objeto de decidir la forma y el momento de llevar a cabo un proyecto consistente en asesinarlos o algún otro acto violento grave. El diplomático dijo no sentir la menor alarma, pero como cualquier acto de esa naturaleza podría ser posteriormente atribuido al propio Gobierno dominicano, consideraba su deber transmitirle dicha información para que el Ibídem, 14 de diciembre de 1859.

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ejecutivo pudiese adoptar las medidas que estimara necesarias en tales circunstancias.90 Hood no tuvo más remedio que poner esta situación en conocimiento de Russell, al que indicó que cuando el Gobierno dominicano se sometió a las exigencias hechas por los capitanes de los buques, había cedido tan solo a un confuso sentimiento de temor; pero que, al desaparecer el aparente peligro, el miedo había cesado con él y ahora buscaban vengarse en el cónsul de Francia y en él mismo por ese temor que habían experimentado innecesariamente. Fuera como fuese, los miraban como si se hubieran impuesto sobre ellos, y en consecuencia intentaban vengarse, lo cual era un hecho que ya no admitía duda alguna. Es más, desde el momento de su desembarco habían recibido información acerca de las amenazas lanzadas y les llegaban advertencias de todas partes urgiéndoles a mantenerse en guardia. Aunque al principio no quisieron darles la menor importancia, más tarde se habían visto obligados a hacerlo, tras obtener un mejor conocimiento de la situación real del país. A juicio del representante de Gran Bretaña, el Gobierno dominicano había tenido que recurrir al terror para sostenerse, tal como demostraban las atrocidades que al parecer se habían cometido en los últimos meses. Los instrumentos ejecutores de ese terror estaban en la nómina de empleados del Gobierno y no solo habían dicho, sino que continuaban diciendo públicamente que era necesario acabar con ellos o envenenarlos. El hijo de un senador, colaborador muy cercano del presidente, se encontraba a la cabeza de este grupo, que tenía también entre sus miembros a los hijos de dos ministros cuyos nombres no citó, y fue solo después de conocer estas circunstancias, frente a los indicios que indirecta y continuamente se les ofrecían, cuando Saint André y el propio Hood se habían visto en la necesidad de escribir una carta al ministro de Relaciones Exteriores. Este se apresuró a verlos y, con el mal disimulado propósito de castigarlas, intentó que le revelasen los nombres de las personas que les habían dado esa información, AGN, RREE, leg. 12, expte. 16, Hood-Dávila Fernández de Castro, Santo Domingo, 14 de diciembre de 1859.

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a lo que ambos cónsules repusieron que, por una cuestión de seguridad personal, no podían acceder a su petición, pero en cambio le indicaron quiénes eran las personas de las que se decía que estaban a la cabeza de este grupo, y cuyos antecedentes justificaban plenamente tal suposición. En una segunda visita, Fernández de Castro insistió en su primera solicitud y, a partir de la conversación que mantuvo con cada agente por separado, los dos habían llegado muy particularmente a la conclusión de que el Gobierno necesitaba los servicios de las personas que habían mencionado, y que por ello no se atrevió ni se atrevería a hacer nada en el asunto. Esto quedaba probado además por el hecho de que aún seguían celebrándose reuniones con el objetivo que ya habían señalado al ministro. Respecto al futuro inmediato, Hood juzgó difícil decir lo que podría suceder, pues la presencia del buque de guerra británico apenas parecía ya producir efecto, y por último aseguró a su superior que las personas que hablaban de asesinato eran capaces de cualquier cosa, pensando que podían contar con el apoyo o al menos la indiferencia del Gobierno dominicano.91 Los agravios sufridos por una y otra parte como consecuencia de esta cuestión no tardaron en provocar un nuevo empeoramiento de las relaciones entre la República Dominicana y Gran Bretaña y Francia, tal como se puso de relieve en la comunicación que dirigió Fernández de Castro a su homólogo británico el 22 de diciembre. En ella, el primero se quejó de «las dolorosas circunstancias» que habían acompañado la llegada a Santo Domingo de los buques de guerra de las Marinas francesa y británica, con objeto de hacer una reclamación, y que le obligaban «al penoso deber de someter a la consideración» de los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia, en nombre del suyo, un memorándum que contenía los hechos que habían tenido lugar, así como las pruebas que los acreditaban. El ministro también manifestó a Russell el deseo del Gobierno dominicano de que se persuadiese de la sinceridad con que siempre había apetecido la amistad del de Gran Bretaña, y cuánto había sentido que «una equivocada inteligencia de sus TNA, FO 23/39, Hood-Russell,Santo Domingo, 19 de diciembre de 1859.

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intenciones» hubiera hecho «inútiles sus esfuerzos por mantenerle en aquella persuasión». Asimismo, Fernández de Castro esperaba que apreciase como una prueba de ese buen deseo el paso que había dado su Gobierno por la presente, «dirigida a justificar a la República de cualquier sombra que un erróneo concepto» hubiera hecho pesar sobre ella, así como la buena voluntad con que se habían prestado a todas las facilidades necesarias para «el arreglo de la cuestión principal felizmente terminada a satisfacción de unos y otros».92 Pese a estas palabras tan conciliadoras y propias del lenguaje diplomático, la verdadera opinión del ministro queda expuesta con meridiana claridad en un despacho que este remitió el día 23 de diciembre a Felipe Alfau, el agente de la República en Madrid. Sus términos no dejan espacio a la ambigüedad: «la dignidad lastimada» del Gobierno dominicano hacía preciso que aquel guardase, respecto a los embajadores de Francia y Gran Bretaña en la capital española, «por lo menos una reserva en sus relaciones diplomáticas, adecuada al profundo sentimiento que la humillación, tan gratuitamente inferida al pabellón dominicano», había causado en los miembros del ejecutivo de Santo Domingo. Por el contrario, Fernández de Castro recomendó a Alfau la mayor cordialidad con respecto al ministro español de Estado, y que le transmitiera que el Gobierno de la República había hecho «el más alto aprecio de la conducta noble y comedida» con que los agentes de España en aquellas aguas habían procedido en el cumplimiento de sus instrucciones. Según el ministro, dicha conducta tuvo un «mayor realce en la forma violenta y pocos miramientos», de que con sobrada razón se quejaban los dominicanos, «empleados por Francia e Inglaterra en sus reclamaciones a la República».93 Así pues, las repercusiones de los hechos que habían ocurrido estaban llamadas a pesar cada vez más en el ánimo del Gobierno dominicano, y sobre todo del propio Santana, a la hora de confiar en la buena voluntad de otros Gobiernos, que no dudaban TNA, FO 23/40, Dávila Fernández de Castro-Russell, Santo Domingo, 22 de diciembre de 1859. 93 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 235-236. 92

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en pisotear su orgullo y avasallarlo con una amenazadora exhibición de fuerza. Sin duda, este nuevo conflicto marcó un antes y un después en las relaciones de ambas potencias europeas con la República Dominicana, que se quedaba así aún más sola frente a Haití, y en la tesitura de tener que elegir entre España y los Estados Unidos para sostenerse, siendo la primera opción la que contaba con el beneplácito del presidente. Para negociar con el Gobierno español, aquel podía valerse de la presencia en Madrid de Alfau, quien contaba con unas extensas instrucciones que le daban amplio margen de maniobra. Según Rodríguez Demorizi, «las circunstancias políticas frente a Haití y el egoísmo y la falta de visión política de los estadistas españoles, desviaron de su curso salvador la bien orientada aspiración dominicana», formulada en la misión de Alfau.94 Con ello, Demorizi pretende establecer una diferencia entre el protectorado que debía solicitar Alfau, de acuerdo con las instrucciones del Gobierno dominicano, y la anexión, que según dicho autor habría sido la solución impuesta por las autoridades españolas, un planteamiento que, si bien debe matizarse, puesto que España no podía imponer, en el sentido estricto del término, esa modalidad, en lo fundamental es acertado. En efecto, los representantes de España en las Antillas, entre ellos el cónsul en Santo Domingo, consideraban la opción anexionista como la más favorable para los intereses españoles.

6. Las principales amenazas externas contra la República Dominicana: Haití y los Estados Unidos El antiguo cónsul de Francia en Puerto Príncipe, Maxime Raybaud, quien, desprovisto de investidura oficial, había regresado a Haití, desde allá se trasladó a Santo Domingo y dirigió el 3 de octubre de 1858 un escrito a Santana, que constituye un «estridente testimonio de la intervención descarada de un extranjero en la política interna de otro país». Carlos F. Pérez matiza E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... p. 11; véase la nota No. 8.

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su juicio al añadir que, innegablemente, «en parte, tal demasía tuvo mucho que ver con el hábito que habían creado los gobernantes dominicanos abrazados sin reservas a la consigna de una protección extranjera». El hecho es que Raybaud recomendó al presidente, con una mezcla de falso paternalismo y menosprecio hacia «las más elementales normas de respeto», que considerase las dos únicas alternativas que, en su opinión, se ofrecían a la República Dominicana: caer en manos de los Estados Unidos, o volver a la unión con Haití. No resulta necesario aclarar que «esta última disyuntiva era, desde luego, la que él creía más apropiada» para los dominicanos. Según sus propias palabras, Raybaud tan solo deseaba «buscar con miras de humanidad un arreglo […], para conciliar el honor y las pretensiones de los dos partidos, antes de las desgracias cuyo temor» había motivado su viaje a Santo Domingo. En esa alusión a las posibles desgracias que se derivaran del rechazo de su propuesta se advierte una velada amenaza, consistente en emplear «las ansias absorbentes de Soulouque en caso de nuevas veleidades pronorteamericanas» del Gobierno dominicano, como un instrumento de presión en contra del mismo. Sin embargo, Santana no se dejó impresionar y «reaccionó con la energía exigida por el inusitado entrometimiento» del súbdito francés, disponiendo su inmediata expulsión del país. Este incidente, no obstante, iba a tener importantes consecuencias, la primera de las cuales fue reanudar las gestiones encaminadas a obtener la ayuda de España, puesto que como subraya Pérez, «los españoles habían probado, con Segovia, ser los que tenían las manos más sueltas en los asuntos dominicanos». Además, aquellos estaban en cierto modo ligados a la República por un «cuasi compromiso en defensa del mantenimiento de la soberanía dominicana», a tenor de lo que establecía el artículo segundo del tratado dominicoespañol.95 En efecto, el ministro de Relaciones Exteriores, Miguel Lavastida, se dirigió el 21 de octubre de 1858 a su homólogo español para hacerle una sucinta relación del estado en que se encontraba la República Dominicana, así como de los acontecimientos políticos C. F. Pérez, Historia diplomática... pp. 345-346.

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que justificaban «el recelo de una nueva invasión» por parte de Haití. En su misiva, Lavastida se refirió al hecho de que Raybaud había hecho una descarada propaganda «en favor del enemigo», y lo acusó de actuar oficiosamente en nombre del Gobierno haitiano. A continuación, el ministro rechazó las afirmaciones vertidas por aquel en su carta a Santana, como la de que los países europeos consideraban que la República Dominicana había caído «en el último grado de miseria social», u otra en el sentido de que la fortuna pública estaba arruinada, pues si nada le debían a nadie, y lo que se debían a sí mismos era «tan poco que las rentas públicas de un año podrían cubrirlo», Lavastida se preguntó dónde estaba «la pretendida ruina de la fortuna pública». Con respecto a las «supuestas disensiones políticas» y «los odios incurables» a que aludía Raybaud, el ministro señaló «la reciente prueba que de su unión y fraternidad» habían dado los pueblos de la República, después de la salida de Báez. Sin embargo, lo más grave de todo era la libertad que se había tomado de anunciarles «el cansancio, el disgusto y hasta el arrepentimiento de las potencias mediadoras», ante lo que Lavastida volvió a preguntarse retóricamente quién lo había autorizado «para invocar su nombre suponiéndoles sentimientos» que ellas no habían expresado. Si bien no lo estimaba cierto, aquel denunció también que el ex cónsul de Francia en la capital haitiana pretendía hacerse creer autorizado, aunque secretamente, por alguna de dichas potencias, y era tal el atrevimiento de su lenguaje al dirigirse al presidente, que en efecto parecía estar desempeñando una misión secreta».96 El ministro de Relaciones Exteriores hizo también una crítica de la actuación de ambas naciones, que se habrían de «arrepentir algún día de haber presenciado en silencio» las «salvajes agresiones» haitianas, aunque acto seguido indicó que Soulouque era consciente de que llegaría el día en que esos países pusieran «un veto a sus excesos». Por esta razón, Raybaud había denunciado la supuesta intención del Gobierno dominicano de entregar el país a Vetilio Alfau Durán, «Don Miguel Lavastida: apuntes y documentos para su biografía», en Clío, año LI, No. 139, enero-diciembre 1982, pp. 97-125; véase pp. 109-114.

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los Estados Unidos, algo que Lavastida calificó como una «emponzoñada calumnia», con la que aquel solo pretendía «romper los lazos de buena amistad» existentes entre la República y las potencias mediadoras, e infundir temor y desconfianza en la población dominicana de origen africano. Para evitar toda susceptibilidad por parte de España, el ministro afirmó con rotundidad que «esa soñada anexión a los Estados Unidos» era lo más absurdo de todo lo que había escrito el ex cónsul en su libelo, puesto que con ellos no tenían «ningún lazo, conexión ni simpatía». A juicio de Lavastida, las propuestas de Raybaud en el sentido de que la República debía unirse a Haití, así como sus insinuaciones de que si lo hacían sin ofrecer resistencia, Soulouque perdonaría a los dominicanos, les concedería los empleos administrativos y judiciales, e incluso les permitiría hablar en su propia lengua, revelaban que conocía a fondo la intención del emperador haitiano. De todo ello extrajo el ministro la conclusión de que eran, «pues, de Soulouque las promesas […], y suyas por consiguiente las amenazas», y la de que era cierta la invasión, por lo que el papel que se lo anunciaba debía ser visto «como una declaración de guerra aplazada para la conclusión de la tregua» vigente de dos años, que vencía en febrero de 1859, aunque sin descartar la posibilidad de que no esperase hasta esa fecha. En tales circunstancias y tras conocer los planes de Raybaud de «llevar la propaganda […] a lo interior del país», Santana había ordenado su expulsión de la República, desde donde partió con destino a Haití, lo que sin duda venía a confirmar las sospechas de espionaje que pesaban sobre él, según Lavastida.97 El ministro de Relaciones Exteriores concluyó su comunicación haciendo un llamamiento al Gobierno español, con el argumento de que «los conatos de una invasión de Haití sobre el territorio dominicano» suponían «el más grande atentado y la más escandalosa vulneración» del artículo segundo del tratado que España y la República Dominicana habían firmado en 1855. Por medio de dicho artículo, la primera reconocía la independencia de la segunda con todos los territorios que la constituían en ese momento, o que la constituyeran en lo sucesivo, territorios Ibídem, pp. 115-118.

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que el Gobierno español deseaba y esperaba que se conservasen «siempre bajo el dominio de la raza que hoy los puebla», sin que pasaran «jamás, ni en todo ni en parte, a manos de razas extranjeras». Lavastida, fiel a su estilo, volvió a lanzar una serie de preguntas al respecto, tales como por qué pretendía Haití «atacar los derechos más sagrados» del pueblo dominicano, o con qué títulos querría «justificar su atroz irrupción sobre un territorio que solo a los dominicanos, y después de estos a la España, […] de facto y de jure» podía pertenecer. En opinión del ministro, Soulouque no reconocía el derecho, y solo cedería ante el uso de la fuerza, por lo que dirigió a su homólogo español una petición directa de ayuda «para rechazar la profana presencia del haitiano» invasor, y le manifestó su esperanza de que España se uniese «a las potencias mediadoras […], y con sus recursos inmediatos» impidiera que Soulouque perturbase la paz de aquellos países. Tras aludir a la conservación de Cuba y Puerto Rico en poder de España, Lavastida se refirió por último a la necesidad de obligar al emperador de Haití a reconocer y respetar «la integridad del territorio hispanodominicano», en expresión que el ministro utilizó de forma claramente intencionada. En caso contrario, y «si las potencias mediadoras en la contienda dominicohaitiana» no ejercían «inmediatamente sus buenos oficios para contener las agresiones de Soulouque», la guerra sería inevitable, con lo que el ministro planteó al Gobierno español la tesitura ante la que se encontraba la República en unos términos realmente inquietantes.98 En la misma fecha de la comunicación anterior, 21 de octubre de 1858, el agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Jonathan Elliot, informó al secretario de Estado norteamericano, Lewis Cass, de la situación provocada por la carta de Raybaud, al que acusó de haber impedido que los Estados Unidos auspiciaran un tratado de paz para la República Dominicana, y de haber excitado los sentimientos antinorteamericanos. Con ello había creado un estado de guerra civil, cuyo objetivo principal era poner la parte oriental de la isla bajo el dominio de los haitianos, Ibídem, pp. 118-120.

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para que así su amplia deuda con Francia estuviese mejor garantizada. A continuación, Elliot indicó que en las entrevistas que había mantenido con Santana, este le había expresado su firme deseo de que las relaciones entre ambos países se estrecharan cada vez más, lo que podría concretarse mediante la firma de un convenio, que ofrecería una gran cantidad de ventajas a los norteamericanos. Por otra parte, el agente señaló que el Gobierno dominicano acababa de firmar un contrato con una compañía anglofrancesa, por el que le cedía «el derecho de explotar todas las minas del país», a cambio de un millón de francos y de iniciar las operaciones dentro de un plazo máximo de tres años. El Estado dominicano recibiría además el 10% de la producción bruta de las minas que se encontraran en terrenos que fuesen de propiedad estatal, aunque todas las minas, «incluyendo las de propiedad privada», tan solo podrían ser explotadas con el consentimiento del Gobierno. Según Elliot, ello significaba que tales minas estaban a partir de ese momento abiertas a la empresa, por lo que si los Estados Unidos firmaran un simple tratado con la República Dominicana, el mismo serviría de garantía a los ciudadanos norteamericanos para cualquier inversión que decidieran hacer, y por la misma vía podrían concertar acuerdos para explotar la madera. Resulta interesante el hecho de que el mencionado agente enviase a Cass la obra, ya clásica entonces, de Antonio Sánchez Valverde, titulada Idea del valor de la isla Española, que había sido publicada en Madrid en 1785, de la cual subrayó que contenía unos datos muy exactos a ese respecto.99 En la conclusión de su despacho, casi como si no quisiera darle demasiada importancia, Elliot señaló que el Gobierno de la República le había comunicado que no era «posible ceder a una potencia extranjera la jurisdicción exclusiva de cualquier parte del territorio dominicano». No obstante, si el Gobierno estadounidense suscribía «un convenio con personas privadas o con empresas» que fueran propietarias, o que legalmente pudiesen llegar a serlo, «con miras a la obtención de un terreno para ser utilizado» por aquel, la República Dominicana no tendría A. Lockward, Documentos para la historia... pp. 313-315.

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ningún inconveniente en ello. Es más, incluso podría proporcionarles todas las facilidades que estuviesen a su alcance, «con tal de asegurar al Gobierno de Washington la posesión pacífica y garantizada de dicho terreno», durante el tiempo que lo desearan. El agente comercial confirmó, por tanto, que cualquier ciudadano norteamericano podía comprar tierras en aquel país, y después arrendarlas al Gobierno de los Estados Unidos, con la garantía de que no habría «interferencia por parte de las autoridades o de otras personas» en lo concerniente a la tenencia y uso de las mismas para fines comerciales o de cualquier otra índole, siempre que no pusieran en peligro la soberanía de la República.100 La trascendencia de esta posibilidad, en caso de ser cierta, se debe a que abriría una puerta que hasta entonces había permanecido cerrada, permitiendo así al ejecutivo de Washington poner un pie en Samaná o en cualquier otro punto del territorio dominicano. Una vez más, Santana jugaba a dos bandas, y aunque sus preferencias siguiesen estando en la opción que representaba España, no por ello descartaba completamente la alternativa de los Estados Unidos, con la que asimismo podría presionar de forma más o menos directa al siempre cauto y, en cierto modo, indeciso Gobierno español. El ministro español de Estado, Calderón Collantes, respondió la nota de Lavastida el 23 de febrero de 1859, y le manifestó los mejores deseos de prosperidad y bienestar de parte de la reina Isabel II. Calderón también mencionó que los recelos que podía haber abrigado el Gobierno dominicano, acerca de los propósitos de Soulouque contra la República, debían haber desaparecido por completo tras los últimos acontecimientos que habían tenido lugar en Haití, cuyo resultado había sido la caída del emperador y la proclamación de la República. En vista de ello, el ministro de Estado expresó su confianza en que el nuevo Gobierno haitiano, según todas las probabilidades, se apresuraría a «reconocer a Santo Domingo y a mantener las mejores relaciones con su Gobierno», después de lo cual se limitó a reiterar a su homólogo Ibídem, p. 315.

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la buena voluntad de España hacia la República Dominicana, y le indicó que nunca sería «indiferente a cualquier acontecimiento que de un modo directo o indirecto» pudiese afectar a su integridad y su independencia.101 En efecto, el final del régimen de Soulouque vino a cambiar el panorama de la isla de modo repentino, ya que en diciembre de 1858 estalló un movimiento revolucionario en la ciudad de Gonaïves, que se extendió por el resto del país y condujo a la rápida caída del imperio. Carlos F. Pérez explica este hecho como una consecuencia de los preparativos de guerra contra la República Dominicana en que, una vez más, se encontraba embarcado el emperador, quien no había renunciado a su objetivo pese a las derrotas sufridas en todas las campañas anteriores.102 Esta noticia fue comunicada oficialmente a las autoridades de la localidad fronteriza de Las Matas por el comandante de un puesto avanzado haitiano, al que el jefe militar de Las Caobas había enviado para realizar dicha misión, y en cuyo nombre les aseguró que los haitianos deseaban un arreglo con los dominicanos «sin más efusión de sangre». Por todo ello, en la proclama que publicó para anunciar dichos acontecimientos, el propio Santana consideraba el cambio de régimen que se había producido en Haití «como una garantía de tranquilidad para Santo Domingo».103 La tregua existente entre las dos naciones de la isla, que estaba a punto de vencer, fue prorrogada por otros cinco años, a instancias del nuevo presidente, Fabré Geffrard, «a causa del cansancio por la guerra» que había motivado, al menos en parte, el derrocamiento de Soulouque. Geffrard también pretendía con ello ajustarse a «la posición francesa de buscar la satisfacción de las aspiraciones haitianas por medios que no fueran los de la hostilidad directa». Así pues, en febrero de 1859, a través de los cónsules de las potencias mediadoras en Puerto Príncipe y Santo Domingo, Geffrard hizo llegar su iniciativa al ejecutivo del Gaspar Núñez de Arce, Santo Domingo, Madrid, Imprenta de Manuel Minuesa, 1865, pp. 55-56. 102 C. F. Pérez, Historia diplomática... p. 347. 103 La América, año III, No. 1, Madrid, 8 de marzo de 1859, p. 14. El autor de la información es Eugenio de Olavarría. 101

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país vecino, que la aceptó poco más tarde. Lavastida añadió la disposición por parte dominicana a convenir «un tratado definitivo sobre bases aceptables, y con relación a las insinuaciones francesas de paz señaló que la República, hasta ese momento, se había limitado a defender su independencia frente a las injustas agresiones haitianas».104 Tal como subraya Esteban de la Puente, en mala situación se habría visto el Gobierno español de no haberse producido el levantamiento contra el emperador de Haití, pero gracias a este hecho el temor de una invasión se alejó,105 por lo que en Madrid pudieron respirar más tranquilos, aunque no fuese por demasiado tiempo.

7. Nueva misión de Cazneau como agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana (1859-1860) El agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo remitió un despacho al secretario Cass el 21 de marzo de 1859, en el cual le aconsejó que no enviase ningún agente con el propósito de entablar una negociación destinada a la firma de un tratado con la República Dominicana. A su juicio, la presencia de un agente especial haría «suponer a los ignorantes» que los Estados Unidos buscaban apoderarse del país, además de que las circunstancias por las que este atravesaba obligarían al Gobierno dominicano a enviar un agente a Washington. Elliot explicó al secretario de Estado que tanto el contrato entre dicho Gobierno y una compañía anglofrancesa, como el intento de obtener un préstamo de cinco millones de dólares en Europa, se habían frustrado, y que, por otra parte, las cosechas del tabaco y de otros productos habían sido malas. Todo ello, unido a la gran miseria producida por la revolución, llevaría los dominicanos a abrir su país a los estadounidenses «como última esperanza». El mencionado agente 104 105

C. F. Pérez, Historia diplomática... p. 348. Esteban de la Puente García, «1861-1865. Anexión y abandono de Santo Domingo. Problemas críticos», en Revista de Indias, No. 89-90, 1962, pp. 411472; véase p. 414.

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señaló que por fin había llegado la hora en que los Estados Unidos podrían disponer en aquellas aguas de una buena estación para su flota, y de depósitos para sus vapores.106 A continuación, Elliot planteó una alternativa a la bahía de Samaná, ya que esta presentaba algunos inconvenientes, tales como la dificultad que tenían para salir de ella los buques veleros, es de suponer que por ausencia de viento, y lo inhóspito del paraje, que lo hacía «fatal para los extranjeros». En su lugar apostó por la bahía de Ocoa, situada a unas sesenta millas al oeste de la capital, y que el agente consideraba «una de las más perfectas» que jamás había visto. Según la detallada descripción que de la misma hizo el agente norteamericano, toda una escuadra podía anclar allí «con seguridad». Muy próxima a dicha bahía, hacia el oeste, se encontraba la de las Calderas, que en su opinión era también un buen puerto, y ambas estaban rodeadas de montañas ricas en madera de todo tipo. Por si esto fuera poco, a causa de su clima seco y excelente agua, no podía haber otro lugar más saludable donde los marineros enfermos pudieran recobrar la salud. En su calidad de investigador de posibles ubicaciones de la ansiada base naval de los Estados Unidos en la República Dominicana, Elliot recomendó a su Gobierno que enviase a Santo Domingo un pequeño vapor, al que acompañaría hasta Ocoa para ayudarle a procurarse toda la información correspondiente, eso sí, manteniendo oculto el propósito de la visita. De ese modo, cuando el Gobierno dominicano ofreciera al estadounidense la concesión de facilidades para su comercio y su flota, el punto que les interesaba ya estaría «asegurado a un costo muy reducido», algo que el agente estaba en condiciones de lograr, ya fuese mediante la adquisición en su propio nombre, y el arrendamiento del puerto elegido por 99 años «a una suma nominal, o bien, por medio del traspaso o la venta» al Gobierno norteamericano.107 Sin embargo, aún más deprisa que los planes de Elliot marchaban las gestiones de William L. Cazneau, quien no había desmayado «en su tenaz empeño de recabar en provecho del interés expansionista de los Estados Unidos […] estribaciones estratégicas en el 106 107

A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 318-319. Ibídem, pp. 319-320.

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territorio» dominicano. Tal como revela la esposa de aquel, Cora Montgomery, en su folleto titulado Our winter Eden: pen pictures of the tropics, es decir, Nuestro edén invernal: dibujos a pluma de los trópicos, en referencia a la hacienda que poseían en Santo Domingo, Cazneau, dado su interés por obtener «una estación naval o alguna otra concesión […] equivalente», se había unido a «varios dominicanos influyentes» con el compromiso mutuo de «no descansar hasta que hubieran asegurado un áncora de paz y esperanza para la República». En opinión del norteamericano, la mejor forma de alcanzar tal objetivo era «fundar un puerto libre y neutral en Samaná», algo en cierto modo semejante al puerto de Saint Thomas. Siempre según Montgomery, el proyecto de Cazneau fue sometido al ejecutivo de Washington y el presidente Buchanan «aprobó la idea», pero «pospuso la acción», ya que temía que «pudiera producirse una ruptura de la Unión». No obstante, después de varias entrevistas, la persuasiva vehemencia de Cazneau logró convencer al presidente cuando, al final de una de ellas, Buchanan pidió al general tejano que explicase al secretario de Estado sus propuestas «sobre el establecimiento de un nuevo centro de comercio americano, en forma de puerto libre», en Samaná.108 Después de conocer de qué se trataba, Cass preguntó a Cazneau «si la ejecución de su proyecto habría de ser obra de una empresa privada o si podía ser una medida nacional», a lo que este respondió que dicho proyecto «era factible […] en una u otra forma», así como en forma mixta. Visiblemente interesado por el asunto, el secretario de Estado quiso saber «si Cazneau tenía la intención de volver a Santo Domingo con ese negocio». Su respuesta fue afirmativa, y acto seguido señaló que estaba dispuesto a permanecer allá hasta que Samaná fuera un puerto libre, o la República Dominicana quedase «reducida a una dependencia española». Ante tal disyuntiva, el presidente exclamó: «¿Una nueva colonia para flanquear a Cuba?», Enrique Apolinar Henríquez, «Anotaciones del traductor», en Dexter Perkins, La cuestión de Santo Domingo 1849-1865 [1955], Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora Corripio, 1991, pp. 65-434; véase pp. 319-320. El folleto de Cora Montgomery Cazneau, Our winter Eden: pen pictures of the tropics, se publicó en Nueva York en fecha desconocida (el texto en cursiva corresponde a las citas del mismo, y la traducción es de Enrique Apolinar Henríquez).

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y añadió que los Estados Unidos apenas podían «admitir semejante posibilidad». Cuando Buchanan preguntó a Cazneau si «creía seriamente que España soñaba apropiarse» de la República Dominicana, este «le replicó que estaba firmemente convencido de que España tenía todas las cartas de ese juego en las manos, y que jugarlo o no dependía del humor» con que fuera «aceptado en Washington». Como consecuencia de unas noticias tan alarmantes, el 7 de abril de 1859 Cass nombró a Cazneau agente especial del Gobierno estadounidense en Santo Domingo, con el encargo de observar e informar sobre «el curso de los acontecimientos» políticos en aquel país.109 Tal como sostiene Charles C. Tansill, si el secretario de Estado norteamericano quería inaugurar una audaz política imperialista, no podía haber hecho una mejor elección para el mencionado puesto, a pesar de lo cual el nombramiento se hizo con el acuerdo expreso de que la cuestión de la base naval debía dejarse en suspenso hasta que los problemas internos de la Unión alcanzasen una solución pacífica. Mientras tanto, Cazneau tampoco podría adoptar ninguna iniciativa a título particular con relación a su idea de establecer un puerto libre en Samaná. A juicio de Cora Montgomery, ese acuerdo fue un error por ambas partes, del que Cazneau se arrepintió siempre. En sus instrucciones a aquel, Cass le indicó que debería familiarizarse con las condiciones en que se encontraba la República lo más rápidamente posible, y comunicar al departamento de Estado cada cierto tiempo toda la información útil que pudiera obtener allí. El secretario subrayó además que una de sus principales funciones sería informar sobre la situación y las posibilidades de estabilidad del Gobierno dominicano, así como acerca de las perspectivas del comercio y la producción del país, la seguridad y protección de los extranjeros, en particular de los ciudadanos estadounidenses, y por último, de cualquier asunto especial que exigiese la intervención del Gobierno norteamericano.110 Por otra parte, durante el mes de abril de 1859, Elliot envió una serie de despachos al secretario de Estado, en los que le Ibídem, pp. 320-321. Charles C. Tansill, The United States and Santo Domingo, 1798-1873: a chapter in Caribbean diplomacy, Baltimore, The Johns Hopkins Press, 1938, pp. 208-210. Véase C. Montgomery Cazneau, Our winter Eden... pp. 118-121.

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informó de la evolución de diferentes casos en los que se encontraban involucrados varios ciudadanos estadounidenses. El denominador común a todos ellos es que se trataba de asuntos en los que el Estado dominicano se negaba a atender las reclamaciones presentadas por dichos individuos contra supuestos abusos de poder de los que habían sido víctimas, cometidos generalmente durante la guerra, tanto por el Gobierno de Báez como por el de Santiago. En su comunicación del 26 de abril, tras referirse a uno de esos asuntos, el agente comercial en Santo Domingo solicitó a Cass el envío de un buque de guerra que apoyara sus «justos reclamos» ante el Gobierno dominicano y que, de no ser atendidos, bloquease aquel puerto. Elliot aseguró que no transcurrirían más de cuarenta y ocho horas sin que las autoridades dominicanas los resolvieran de forma satisfactoria, pero que si el ejecutivo de Washington hacía caso omiso de esta situación o no se tomaban las medidas correspondientes, los norteamericanos residentes en la República serían de nuevo «víctimas de robo o injusticia en la primera oportunidad» que se presentase. Según el mencionado agente, aunque pareciera absurdo, el Gobierno dominicano creía realmente que los Estados Unidos no le molestarían por temor a las llamadas «amistosas potencias aliadas de Europa».111 En un despacho posterior, fechado el 29 de abril, Elliot remitió a la Secretaría de Estado la copia de un convenio firmado entre la República Dominicana y una compañía francesa, por medio del cual aquella le cedía «la explotación integral del guano y de todas las minas de cualquier tipo […], así como la madera» de los terrenos pertenecientes al Estado, por un período de veinte años para el guano y la madera, y de cuarenta en lo referente a las minas. El agente llamó la atención de Cass sobre los contratistas, que eran «personas prominentes del Gobierno francés», el cual debería entregar al dominicano un millón de francos por el traspaso. A continuación, anunció que el Gobierno dominicano, siguiendo las orientaciones de los franceses, había enviado a Washington al señor Madrigal, con una carta en la que ponía de manifiesto la amistad existente entre la A. Lockward, Documentos para la historia... pp. 321-324 (las cursivas son del autor).

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República Dominicana y los Estados Unidos, «así como el deseo de concertar un tratado». No obstante, Elliot transmitió abiertamente sus sospechas al respecto, ya que al mismo tiempo se decía en Santo Domingo que el único objetivo de ese tratado era realzar el valor del convenio, e inducir así a los ciudadanos estadounidenses «a tomar parte en él, para ser luego trampeados». Además, su opinión sobre los dominicanos no era demasiado favorable, pues consideraba que no querrían trabajar, y nada podría persuadirlos a hacerlo. De hecho, la idea de los franceses era traer aprendices de África, pero el agente preveía el fracaso del contrato de explotación porque ninguno de ellos se sometería por mucho tiempo a trabajar en un país como aquel. Lo más interesante de su escrito vino cuando señaló que otra razón del interés de Francia en dicho proyecto venía de los treinta millones de dólares que Haití le adeudaba, motivo por el cual aquella deseaba que toda la isla estuviese «bajo el dominio de los haitianos», a fin de poder cobrar su deuda. Elliot también aconsejó a Washington que si quería «obtener una estación naval o un depósito de carbón» para sus vapores, podría «lograrlo mediante un contrato por cuarenta años, similar al concertado con los franceses», puesto que Santana disponía de poderes extraordinarios que le habían sido conferidos por la Constitución.112 El recién nombrado agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana llegó a la ciudad de Santo Domingo el 14 de junio de 1859, y tras presentar sus credenciales al ministro de Relaciones Exteriores mantuvo una primera entrevista con Santana, en la que vio confirmadas «la difícil posición y las sombrías perspectivas» de aquel país, según informó a Cass en la comunicación que le dirigió el 19 de junio. Pero Cazneau era, por decirlo así, inasequible al desaliento, y no dejó de exponer a su superior una serie de planes, a cual más disparatado, acerca de lo que se podría hacer para explotar una tierra tan rica. En primer lugar, el agente describió el valle de La Vega, que permitiría «desarrollar un espléndido sistema de comunicaciones internas», aunque también constituía «una apertura peligrosa», al ofrecer una fácil entrada «para invasiones provenientes de Haití». Dichas Ibídem, pp. 324-326.

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invasiones habían dejado «desolado, de mar a mar, un ancho cinturón de la frontera», el cual era un terreno de elevadas «laderas montañosas, ricas en minerales» y donde abundaban «la caoba y otras maderas preciosas». Además, las vertientes que descendían hacia la costa, tanto al norte como al sur de la isla, presentaban unas características muy «aptas para el cultivo de café, cacao, índigo y caña de azúcar». En los dos «extremos de dicha franja de terreno despoblado» había buenas bahías, pero la de Manzanillo mereció una atención especial a Cazneau, ya que servía como «puerta de entrada al valle de La Vega» y Haití poseía su orilla occidental, por lo que se trataba de «una amenaza permanente contra la independencia dominicana». El proyecto de aquel consistía en establecer un puerto libre en dicha bahía, ya que en su opinión era un lugar excelente desde los puntos de vista comercial y político, siempre que Haití y sus aliados europeos consintiesen en tal arreglo, lo que no parecía muy probable. Pese a ello, el agente especial refirió a Cass la idea que había planteado a Santana, según la cual, como la frontera era «una línea expuesta» y completamente indefensa, le aconsejó declararla «territorio neutral e invitar que vinieran a poblarla colonos de todas partes del mundo». Al mismo tiempo, por medio de una declaración formal de comercio libre y estricta neutralidad, tanto el puerto de Manzanillo como el territorio fronterizo quedarían bajo la protección de todas las potencias marítimas. Consciente quizás de lo atrevido de sus propuestas, Cazneau aseguró que «esta sugerencia de una línea neutral» a lo largo de la frontera la había hecho en calidad de amigo personal de Santana. No obstante, creía probable que si la misma fuera aceptada y puesta en práctica, el Gobierno norteamericano la consideraría apropiada para las necesidades comunes de ambos vecinos. Por otra parte, el agente resaltó el hecho de que también resultaría beneficioso para los Estados Unidos, «al contar con un puerto intermedio» a la entrada del golfo de México y del mar Caribe, y además «podría llegar a ser un medio de salvar al vejado remanente de la raza blanca» en aquella isla de su inminente destrucción. Ahora bien, Cazneau no ignoraba que los representantes de Francia, Gran Bretaña y España quizás se opondrían a tales

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planes, por las mismas razones que los habían llevado a interferir en contra de la cesión de Samaná, ya que esta «sería demasiado favorable al progreso americano». A pesar de todo, el agente consideraba que abrir un puerto libre en Manzanillo o en Samaná, «sería crear una plaza perfectamente independiente para el comercio americano», en un lugar donde tanto lo necesitaba y donde no existía nada parecido en esos momentos.113 La tenaz batalla de Cazneau por conseguir que los Estados Unidos pusieran un pie en la República Dominicana había vuelto a comenzar de nuevo e iba a prolongarse durante casi dos años, pero resulta evidente que sus posibilidades de éxito ya eran bastante reducidas en esos momentos y que cada vez lo serían más, pues el tiempo corría en su contra. Pese a la indiferencia con que el Gobierno norteamericano contemplaba las informaciones recibidas desde Santo Domingo, Cazneau intentó una y otra vez espolear el interés de Washington por una base naval en la República Dominicana, sin dar mucha importancia a las instrucciones que le había dado Cass de abstenerse de negociar cualquier clase de concesión territorial. En un despacho que envió al secretario de Estado norteamericano, el 2 de julio de 1859, Cazneau hizo algunas consideraciones interesantes sobre la situación política dominicana, eso sí, siempre en contra del partido de Báez, cuyo propósito según aquel era «dar el poder supremo a los negros». El agente señaló que los jefes de dicho partido estaban sin duda planeando una insurrección, y en caso de salir victoriosos habría «llegado a su final el predominio de los blancos en la República Dominicana», los cuales serían despojados «de sus propiedades y de su nacionalidad, si no de la vida misma». Frente a esa dramática posibilidad, Cazneau subrayó que tanto el Gobierno de Santana, como el Congreso y los altos tribunales estaban «llenos de blancos», pero que la vuelta de Báez al poder, o «la reanexión a Haití, tan poderosa y secretamente urgidas por Francia e Inglaterra, los dejaría fuera de tales cargos […], para reemplazarlos por negros» elegidos de entre «los grupos más amargamente opuestos a los intereses americanos». El Ibídem, pp. 327-332.

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agente también informó a Cass sobre el conflicto consular desatado a raíz de la cuestión monetaria, y le explicó que el cónsul y el vicecónsul de Gran Bretaña, según se decía, habían realizado grandes negocios con el dinero emitido por Báez, pero que los cónsules de Francia y España, en cambio, no tenían «intereses personales envueltos en el problema», sino que «habían actuado puramente por motivos políticos». Los tres cónsules, al parecer, apoyaban la anexión de la República Dominicana a Haití, de modo que su decisión de ausentarse del país «era adecuada para un inicio de la suspensión formal de relaciones». A Cazneau le resultaba doloroso ver al Gobierno dominicano «tan completamente subyugado por sus temores a una coalición europea aliada de Haití», razón por la cual sentía «la necesidad de relaciones más estrechas con los Estados Unidos». Aunque temía actuar de manera que pareciese que hacía concesiones a los intereses norteamericanos, el ejecutivo dominicano había resuelto «abrir al comercio exterior el puerto de Samaná en cuestión de uno o dos meses». El agente concluyó con sus habituales alabanzas hacia las supuestas bondades de la bahía de Samaná, donde se podría producir caña de azúcar, café, cacao y tabaco, entre otros productos, para la exportación. Según Cazneau, en cuanto la Marina estadounidense tuviera «igualdad de oportunidades frente a la competencia de los barcos europeos», ese comercio quedaría en sus manos.114 Sumner Welles indica que estos argumentos resultan muy convincentes, sobre todo si se considera que fueron dirigidos «a una administración del partido demócrata un año antes de estallar la guerra de Secesión», aunque por supuesto muchos de ellos presentaban una considerable dosis de invención o, cuando menos, de exageración. Era tanta la importancia que Cazneau daba, o pretendía que el Gobierno estadounidense diera, a su capacidad de influir en la situación interna dominicana, que no dudó en informar a Cass de que la intentona del partido baecista para hacerse con el poder había fracasado «como consecuencia de la llegada del comisionado americano». El 13 de diciembre de 1859 aquel Ibídem, pp. 332-336.

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llamó la atención del secretario de Estado sobre el hecho de que los principales miembros del gabinete y del Senado se mostraban «ansiosos de obtener de los Estados Unidos el reconocimiento de la República por medio de un tratado», y que Santana lo habría propuesto ya si no fuese por el temor que tenía de fracasar, pues ello acarrearía, en opinión del presidente, el desplome de la República.115 No parece probable que Cazneau se diera por vencido fácilmente, sino que tan solo habría pospuesto para mejor ocasión su proyecto de un establecimiento naval en la costa dominicana, pero también es cierto, tal como señala Enrique Apolinar Henríquez, que los obstáculos que había encontrado para llevarlo a cabo desviaron su pensamiento hacia otros objetivos que le debieron parecer, tal vez, más factibles. Si «la consideración pragmática predominó en su ánimo emprendedor sobre las dificultades […] de su gestión oficial», debió pensar que algo era mejor que nada. Así pues, en la mencionada comunicación el agente planteó a Cass que, siempre que los Estados Unidos estuvieran dispuestos «a reconocer a la República Dominicana, entonces sería posible, para él, negociar un tratado cuyas estipulaciones» abrirían «a las empresas americanas las puertas de todos los recursos del territorio dominicano». Cazneau añadió que sin «traspasar las fronteras de las leyes vigentes, ni violar las concesiones ya otorgadas a otras naciones», los ciudadanos estadounidenses podrían aprovechar las vastas capacidades de aquel país «casi tan libremente como si se tratara de su propio suelo».116 Welles, por su parte, considera extraño que «tales argumentos no indujeran al presidente Buchanan a concertar inmediatamente en cualesquiera términos que fuesen un tratado con la República Dominicana», en especial después de haber recibido una carta de Cora Montgomery.117 En efecto, Montgomery escribió al presidente de los Estados S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, pp. 195-196. E. A. Henríquez, «Anotaciones...», pp. 323-324 (el texto en cursiva corresponde a las citas que toma el autor de C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo... p. 211). 117 S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, p. 196. 115 116

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Unidos el 17 de octubre de 1859 para ponerlo al corriente de cuál era su percepción sobre los asuntos dominicanos, y comenzó por asegurarle que Santana se había visto fortalecido con la presencia de un agente de los Estados Unidos «durante la grave crisis» por la que atravesaba la República. La esposa de Cazneau describió el viaje de este atravesando el país desde Puerto Plata hasta la capital, en un recorrido que le había dado «la oportunidad de sacar del error a los que tenían la idea de que los Estados Unidos» deseaban anexionarse aquella isla, y calificó dicha idea como el «fantasma negro» de la población de color, cuyos jefes la esgrimían para atemorizarla siempre que planeaban una revuelta. Según el relato de Montgomery, los barcos y terratenientes norteamericanos, así como sus simpatizantes, «casi se habían desvanecido de la vista y de los pensamientos de los dominicanos» cuando el agente de Washington se presentó allí de nuevo. Sin embargo, también informó al presidente de que los estadounidenses por fin podrían usar libremente la bahía de Samaná, y con el pretexto de que algunos de ellos estaban interesados en tener acceso a las minas de lo que había resultado ser «una nueva California», aprovechó para mencionar que dichas concesiones se obtendrían tan pronto como él autorizara un tratado con esa República. Por si no hubiese quedado completamente claro el objeto de su carta, Montgomery rogó a Buchanan que atendiese su petición de «no dejar a la República Dominicana fuera de los límites del reconocimiento de los Estados Unidos».118 Resulta cuando menos curioso que alguien aparentemente sin función oficial alguna, pues era la esposa de un agente especial del Gobierno norteamericano, se dirigiera al presidente del mismo en unos términos tan directos con respecto a las cuestiones internacionales que constituían el objeto de la misión diplomática de su marido. José Luciano Franco se refiere al matrimonio Cazneau de forma poco elogiosa, pues describe al general como «un aventurero, sediento de oro, que se había distinguido por sus turbios manejos en Texas». Con relación a su cónyuge, el mencionado autor se limita a reproducir los comentarios que A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 339-340.

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John Bigelow escribió sobre ella, publicados por el Evening Post de Nueva York, el 21 de febrero de 1854, y en los que se hacía eco de «su fama ya ganada de filibustera». Bigelow «volvió a la carga sospechando que la señora de Cazneau» era la verdadera impulsora «del proyecto de ocupar la bahía de Samaná», y el 24 de mayo de dicho año denunció sus actividades en el mismo periódico con estas palabras: Bueno es que sepa el público algo más acerca de esta comisionada, la misma inexpugnable e inmaculada Clara [sic] Montgomery […], que en un tiempo fuera la editora del diario Sun, y compañera de armas de Beach el mayor, en cuya compañía visitó a Cuba y otras regiones del extranjero en tiempos pretéritos. Terminada esa acción se hizo seguidora del Ejército norteamericano en la guerra contra México.119 Esta historia tan peculiar, que hacía de ambos cónyuges unos consumados intrigantes, se completa con otro elemento no menos sorprendente. En este caso, el protagonista es el propio Bigelow, quien visitó Santo Domingo en 1854, y al descubrir que Montgomery era de religión católica, se convenció de que el papado actuaba «de acuerdo con ella con el fin de ayudar al imperialismo americano». De hecho, el autor de esta insólita teoría confesó muchos años después al senador Charles Sumner «su creencia de que las actividades políticas del romanismo» eran «la fuerza motriz que empujaba a la Unión a penetrar en el Caribe». En su opinión, dado que la Iglesia católica estaba enfrentada con Soulouque a causa del «derecho de investir a los sacerdotes y el nombramiento de sacerdotes de color», Cazneau había sido destinado a Santo Domingo «como representante de la Iglesia y del partido antihaitiano». Según Bigelow, la Iglesia de Roma José Luciano Franco, Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe, 17891854, Archivo General de la Nación (AGN), vol. CLIV, Santo Domingo, Editora Corripio, 2012, pp. 380-381. Las citas de John Bigelow están tomadas de C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo, 1798-1873, pero Franco no indica las páginas (las cursivas son del autor). La primera edición de esta obra se publicó en La Habana, en 1965.

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prefería ver la isla dominada por los Estados Unidos «más bien que por un Gobierno refractario a la religión católica», y por ello no le sorprendería que la presión ejercida sobre el ejecutivo de Washington para que se anexionase islas de las Antillas «en gran parte se debiera al interés de Roma». Se trata de una tesis absolutamente descabellada, que es rebatida de forma coherente por Franco, quien, lejos de extrañas confabulaciones, considera que la expansión de los Estados Unidos estaba impulsada por «los intereses económicos dominantes en el Gobierno norteamericano». En efecto, aquellos «se lanzaron en busca de materias primas baratas para su naciente industria, y de fáciles mercados para sus productos», lo que el mencionado autor ilustra gráficamente al concluir que, para «apoderarse de todas las riquezas» de esos países, los Estados Unidos se lanzaron «sobre el Caribe como el buitre sobre la presa».120 Alguien que tampoco mostraba simpatía alguna por Cazneau era Jonathan Elliot, quien cuando vio la posibilidad de desacreditar sus actividades en la República Dominicana o de contradecir sus opiniones acerca de la misma, lo hizo. Elliot remitió un despacho al secretario de Estado norteamericano el 21 de octubre de 1859, en el que le informó de que algunos estadounidenses habían comenzado recientemente a trabajar el oro cerca de Santiago, y que el contrato de explotación minera suscrito por el Gobierno dominicano con una compañía anglofrancesa había sido abandonado. Además, dicho Gobierno no había conseguido el préstamo que pretendía obtener en Europa, y acababa de sofocar una conspiración baecista, con el resultado de diez personas fusiladas y otras 300 expulsadas del país. Es comprensible que el agente comercial, dada la situación deplorable en que según él se encontraba aquella República, tanto económica como socialmente, considerase que los ciudadanos norteamericanos no podían invertir capital allí «con posibilidades de éxito y seguridad». En la conclusión de su escrito, Elliot indicó que tal estado de cosas parecía empeorar cada día más y más.121 Ibídem, pp. 382-383. A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 341-342.

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Esta visión tan negativa de la situación dominicana chocaba frontalmente con el tono entusiasta de los informes sobre la misma que Cazneau hacía llegar regularmente a Washington. No contento con echar un jarro de agua fría sobre las expectativas que había intentado crear su colega en el Gobierno de los Estados Unidos, en otra comunicación que dirigió a Cass, fechada el 17 de diciembre, el agente comercial pasó directamente al ataque. Así pues, Elliot señaló que Cazneau todavía se encontraba en Santo Domingo, pero que después de seis meses allí él ignoraba lo que había conseguido, ya que todo lo hacía «en secreto y cuidándose mucho» del propio Elliot. Más aún, este afirmó incluso que si no solucionaba pronto el asunto para el cual había sido enviado, Cazneau no lograría nada en el futuro, puesto que el Gobierno dominicano estaba totalmente bajo el control de británicos, franceses y, en particular, españoles, quienes se oponían a que la República Dominicana tuviera ningún trato, del tipo que fuese, con los Estados Unidos o sus ciudadanos.122 Sin embargo, subraya Tansill, cuanto más tiempo llevaba Cazneau en Santo Domingo, más impresionado se mostraba con la riqueza de recursos naturales de la isla y las posibilidades que esta ofrecía para que los norteamericanos llevaran a cabo rentables inversiones en ella.123 De hecho, el 30 de enero de 1860 el agente especial aseguró al secretario Cass que había detectado «un visible aumento de buena voluntad y confianza» hacia los Estados Unidos en todos los sentidos, y se prometía que el ejecutivo de Washington confirmaría en breve dicho estado de cosas mediante la firma de un tratado de reconocimiento con la República Dominicana. A continuación, criticó sin ambages a los enemigos del predominio norteamericano en las Antillas, por oponerse a toda medida que pusiera aquel país y sus intereses en la órbita del sistema comercial estadounidense en el Caribe, pese a que «todos los amigos del progreso» lo deseaban, aunque les resultase «honestamente difícil de manifestar». Con su habitual optimismo, Cazneau expresó su firme convicción de que el futuro de la República Dominicana iba Ibídem, pp. 344-345. C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo... p. 211.

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a depender en gran medida del Gobierno norteamericano, ya que este tenía la oportunidad de equipararla con los demás estados del continente, favoreciendo así que los ciudadanos estadounidenses llevaran allí sus capitales para dar nueva vida a un país que había sufrido tanto. En caso contrario, el mencionado agente preveía un horizonte muy oscuro en el que la República desaparecería, «convirtiéndose en una provincia negra» dentro de Haití, y basó sus temores en las «proposiciones secretas para un tratado con los haitianos, buscando ultimar la anexión», que habían sido presentadas al gabinete de Santana y estaban causando no poca ansiedad a sus principales miembros.124 En un despacho que envió al secretario de Estado el 22 de febrero de 1860, Cazneau consideraba altamente probable que en el plazo de solo un año la inversión permanente de los capitalistas y colonos de origen norteamericano, en una zona que calificó como la más salvaje y menos valorada de la República Dominicana, habría alcanzado la suma de un millón de dólares. Por otra parte, cabe resaltar que el agente especial no estaba solo en su promoción de las riquezas dominicanas, sino que habían ido apareciendo más divulgadores de las mismas, como el también estadounidense Wilshire S. Courtney, quien publicó en 1860 un interesante libro de viajes titulado The gold fields of St. Domingo, es decir, Los campos de oro de Santo Domingo. En esta obra, su autor afirma que la Española era un inmenso campo de oro desde un extremo al otro, con numerosas ventajas de toda clase, por lo que ofrecía unas enormes posibilidades de enriquecerse y, además, mucho más fácilmente que en la lejana California. En 1861 se publicó otro libro acerca de dicha isla, en concreto una guía de Haití, editada asimismo por un norteamericano, James Redpath, la cual describe con gran detalle las oportunidades que aguardaban al inmigrante que se estableciera en aquel país.125 A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 346-347. C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo... pp. 211-216. Véase Wilshire S. Courtney, The gold fields of St. Domingo: with a description of the agricultural, commercial and other advantages of Dominica.[sic]. And containing some account of its climate, seasons, soil, mountains and its principal cities, rivers, bays and harbors, Nueva York, A. P. Norton, 1860; y James Redpath (ed.), A guide to Hayti [sic], Boston, Haytian [sic] Bureau of Emigration, 1861.

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El Gobierno español había accedido a entablar una negociación con Alfau, y el 14 de febrero de 1860 el ministro plenipotenciario de la República Dominicana presentó por fin sus cartas credenciales a la reina Isabel II. En esas fechas Alfau tan solo pudo notificar al Gobierno dominicano que había sido recibido por la reina, así como la buena voluntad del ejecutivo de Madrid hacia sus propuestas, pues de momento no habían suscrito ningún acuerdo formal al respecto,126 pero mientras tanto en Santo Domingo corrían cada vez más rumores sobre las gestiones de Alfau. En efecto, el 4 de marzo Cazneau comunicó al secretario de Estado norteamericano que el Gobierno de la República había recibido información de Alfau en el sentido de que España accedía al plan de un protectorado para la República Dominicana. El agente especial señaló asimismo que el mencionado Alfau era hermano del vicepresidente, quien mostraba una «decidida predilección» por Francia y España, «y no vacilaría en convertir su país en una dependencia» de cualquiera de esas dos naciones, siempre que pudiera hacerse con todas las garantías. Los contactos que le habían transmitido esta información debían pertenecer a los círculos oficiales, dado que Cazneau subrayó que la misma era confidencial y venía «de fuentes tan altas y auténticas» que no podía dudarse «de lo avanzado del estado de las negociaciones para un protectorado europeo». Más adelante, el propio agente reveló la opinión de uno de los miembros del gabinete, que decía ser totalmente contrario a ese planteamiento, según el cual se llevarían aprendices indios y culíes asiáticos a la República Dominicana. Cazneau preveía que estos planes del grupo encabezado por el vicepresidente se ejecutarían sin encontrar oposición apreciable por parte de las masas, y añadió que el proyecto estaba siendo también «calurosamente acicateado por una pequeña, pero poderosa camarilla interesada en […] el protectorado europeo». Por último, el agente anunció a Cass que entre los norteamericanos que estaban solicitando concesiones mineras, así como acuerdos AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Felipe Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 24 de enero, 8 y 21 de febrero, y 24 de marzo de 1860.

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de colonización y otros privilegios del Gobierno dominicano, había dos personas de quienes se sospechaba que pertenecían a «una dudosa Asociación de Emigrantes de la […] bahía de Chesapeake». Aunque reconocía no tener pruebas contra ellos, Cazneau se limitó a reproducir sus propias declaraciones, en el sentido de que eran «los representantes de una poderosa orden recientemente organizada» con objeto de llevar a cabo una extensiva ocupación en Santo Domingo, para la que contemplaban el uso tanto de rifles como de arados. Sin duda, este «lenguaje desgraciado» enfriaba el propósito del Gobierno dominicano de abrir libremente el país a los estadounidenses, y lo peor de todo era que tales expresiones habían tenido lugar en casa del agente comercial de los Estados Unidos, en presencia de personas manifiestamente contrarias a un aumento de la influencia norteamericana en aquella República.127 Las alarmantes noticias que llegaban desde Santo Domingo surtieron en Washington un efecto tan decisivo, que el secretario de Estado escribió a su agente especial, el 30 de marzo, para asegurarle que el asunto del tratado con la República Dominicana se encontraba sometido en esos momentos a la consideración del presidente Buchanan. Cabe suponer el ánimo que esas palabras debieron infundir en Cazneau, quien no escatimó esfuerzo alguno para continuar promoviendo unas relaciones más estrechas entre los Estados Unidos y la República Dominicana.128 Enrique Apolinar Henríquez comenta la circunstancia de que Buchanan se había presentado a las elecciones de 1856 como candidato por el partido demócrata, cuyo programa contenía una defensa a ultranza de la doctrina Monroe y por tanto reclamaba «una vigorosa política exterior», de modo que la reacción del Gobierno norteamericano contra la posibilidad, cada vez más probable, de un protectorado europeo sobre un territorio de las Antillas no podía hacerse esperar.129 A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 348-350 (las cursivas son del autor). 128 C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo... p. 211. 129 E. A. Henríquez, «Anotaciones...», pp. 324-325 (el texto en cursiva corresponde a una cita que el autor toma de la obra de John B. Henderson Jr., American diplomatic questions, p. 133, de cuya edición no indica ningún dato). 127

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El 12 de mayo de 1860 Cazneau remitió un despacho a Cass, en el que le informaba de la aprobación por el Gobierno dominicano de un decreto que declaraba a Samaná «puerto habilitado para el comercio exterior», como reiteradamente le había anunciado en anteriores ocasiones. Volvió a insistir también en que, si los Estados Unidos en algún momento decidieran negociarlo, podrían obtener «la concesión de un depósito y estación de correo naval allí y ningún otro lugar podría encontrarse mejor que este en las Antillas». A pesar del tiempo transcurrido desde que llegó a la República Dominicana, y de los cambios sustanciales experimentados en la situación de la misma, el agente especial seguía empeñado en animar al ejecutivo de Washington a establecerse en la isla, bien en Samaná, bien en otros lugares, como la bahía de Manzanillo. Cazneau incluso ofreció nuevas alternativas en la costa meridional, y recordó los mencionados proyectos de colonización de «todo el sector fronterizo» con inmigrantes europeos y norteamericanos.130 En cualquier caso, el general tejano parecía no darse cuenta de que su tiempo y el de los Estados Unidos ya se habían agotado, toda vez que estaba a punto de comenzar una etapa completamente distinta, que desembocaría en la anexión de Santo Domingo a España.

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A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 350-351.

Capítulo III. La intervención de las potencias europeas en el conflicto dominico-haitiano a partir de la tregua de 1859

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n primer lugar, debe tenerse en cuenta las consecuencias de la violación de la tregua firmada en 1859 entre Haití y la República Dominicana por un período de cinco años, que dio paso a una mayor intervención de las potencias mediadoras (Francia y Gran Bretaña), a fin de resolver las diferencias de forma negociada y pacífica. Sin embargo, desde el primer momento se aprecia una cierta voluntad de apaciguamiento de las justas demandas del Gobierno dominicano, que denunciaba el intento del nuevo régimen encabezado por Geffrard de reunificar la isla, aunque supuestamente por medios indirectos, como el de favorecer el comercio clandestino entre los dos países. Lo que había comenzado por una queja contra ese estado de cosas pasó a ser una reclamación formal a través de los agentes mediadores, al constatarse que algunos dominicanos habían sido armados por el Gobierno haitiano para rebelarse contra Santana. Sin duda, la aparente equidistancia entre ambos contendientes mantenida por los cónsules de Gran Bretaña y Francia resulta cuando menos singular, toda vez que la República Dominicana había actuado siempre en defensa propia frente a los ataques haitianos, y en esta ocasión no se trataba de nada diferente. No obstante, siempre es muy difícil observar una perfecta equidistancia, y los cónsules en Puerto Príncipe de las dos potencias mediadoras aplaudieron la intención de Haití de entablar relaciones con la República Dominicana. Según el ejecutivo de Puerto Príncipe,

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las autoridades dominicanas se habían negado constantemente a admitir ningún enviado haitiano, lo que hacía imposible todo entendimiento con ellas. Era un intento más por repartir las responsabilidades, en un gesto sin duda de gran cinismo, puesto que parece claro que ambos representantes debían saber que Haití estaba dispuesto a todo tipo de subterfugios seudodiplomáticos, con tal de apoderarse del territorio dominicano, y por ende cabe pensar que pretendían salvaguardar una apariencia de exquisita neutralidad. De hecho, en Haití acababa de ser restablecida la Constitución de 1846, en la cual se establece el principio de que la isla es una e indivisible, y el propio Gobierno haitiano jamás en absoluto negó que deseara la restauración de esa unidad nacional perdida en 1844, después de que la República Dominicana proclamase su independencia. Por otro lado, resulta evidente que el papel cada vez más activo de Mariano Álvarez, cónsul de España en Santo Domingo, ayudó al Gobierno dominicano a contrarrestar, en gran medida, las presiones francobritánicas para que firmase un tratado de paz y reconocimiento con Haití, cuyos términos no dejaban de plantear serias dudas. Álvarez tuvo que defender la postura dominicana incluso contra el parecer de su propio colega en Puerto Príncipe, quien desde el comienzo del conflicto ocasionado por la violación de la tregua se identificó de tal modo con los planteamientos haitianos, que fue sustituido por otro diplomático más favorable a los intereses dominicanos y, por ende, españoles.

1. La mediación de Francia y Gran Bretaña: ¿tregua o paz definitiva? La mayor parte de los autores coincide en señalar que la presencia de un vecino agresivo, o cuando menos amenazador, como Haití, constituyó una fuente constante de problemas, temores, y también de pretextos para el Gobierno dominicano, a la hora de gestionar sus relaciones internacionales y sus

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demandas de ayuda externa. Hauch recuerda que a pesar de la llegada al poder en Puerto Príncipe del presidente Geffrard, en enero de 1859, y de la firma de una tregua de cinco años entre ambos países, «el miedo a Haití seguiría siendo la base de los ruegos de Santana durante los dos años siguientes»,1 hasta que por fin alcanzó su objetivo cuando proclamó la anexión de Santo Domingo a España, en 1861. Por otra parte, también es cierto que «la rivalidad con la nación haitiana» fue «uno de los fundamentos del nacionalismo dominicano», o al menos se puede afirmar que «la discursiva en torno a Haití fue un elemento nodal del pensamiento conservador» dominicano a lo largo de la segunda mitad del siglo xix. En general, «las percepciones sobre Haití tendieron a girar en torno a las depredaciones» cometidas por su Ejército, así como sobre «la usurpación» de una parte considerable del territorio dominicano, y las frecuentes guerras derivadas de la negativa del Estado haitiano a reconocer la independencia del otro Estado. En efecto, «la presencia de un enemigo al otro lado de la frontera sirvió como justificación para las opciones autoritarias de poder», toda vez que «la pérdida de la soberanía era el precio que se debía pagar, según esta concepción, a cambio de mantener aquellos rasgos culturales que se consideraban fundamentales para la pervivencia del colectivo dominicano». Para la mentalidad de los grupos más conservadores, «entre estos rasgos se encontraban, sobre todo, los que correspondían al legado hispánico: costumbres, lengua y religión», aparte de los aspectos de carácter étnico, en que «la herencia racial originaria de España, la blanca», se contraponía a la africanidad de Haití. Es cierto que esa «contraposición nacional con Haití se reactivaba» de forma recurrente, «en función de las perspectivas de plasmación del objetivo anexionista». Este era un recurso que permitía mantener la hegemonía ante las masas, conformes con la separación de los vecinos, y al mismo tiempo servía «como medio de perpetuación del poder social en condiciones de dominio extranjero directo».

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Charles C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores 1844-1882, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1996, p. 117.

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De hecho, «frente a la relativa ausencia explícita del discurso antihaitiano en los años inmediatamente previos», dicha funcionalidad se observa «en la reactualización de la amenaza haitiana por parte de los publicistas adictos» al régimen santanista, justo antes y en el momento de la anexión, con el objetivo de justificarla ante el pueblo dominicano.2 Algunos autores emplean argumentos más viscerales en su defensa de una determinada teoría, como es el caso de Jimenes Grullón, quien detecta en Santana un «desorbitado odio, de indudable origen racista y clasista», contra Haití. Este planteamiento resulta bastante discutible, ya que la contradicción existente no tenía causas principalmente sociológicas ni étnicas, sino más bien culturales y, sobre todo, de carácter político, pues el grupo que gobernaba la República Dominicana no estaba dispuesto a dejarse arrebatar la independencia de nuevo, como ya había ocurrido entre 1822 y 1844. Además, la teoría de Jimenes Grullón se contradice a sí misma al menos en un punto. En efecto, este autor considera que Haití, «al declarar su independencia, quiso evitar todo satelismo [sic]; y si bien poco a poco su burguesía no tuvo otro camino que incorporarse al sistema», los gobernantes dominicanos «siguieron viendo en ese afán decididamente anticolonial y antineocolonial, una seria amenaza a sus bienes y a su dominio». Dejando a un lado la cuestión de dar por sentada sin matices la existencia de una burguesía en Haití, que por supuesto es poco menos que imposible, cuando el autor afirma que ese odio tenía un origen clasista parece olvidar que, según su propio criterio, las personas que ostentaban el poder en la República Dominicana pertenecían también a la burguesía. En cualquier caso, lo cierto es que los sectores que ocupaban el estrato más alto de la sociedad dominicana compartían una serie de principios, independientemente de su adscripción partidista a Báez o a Santana, y uno de los principales era sin duda su postura frente a Haití. Así, por ejemplo, se comprende que el baecista general

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Raymundo González, M. Baud, P. L. San Miguel y Roberto Cassá (eds.), Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana (siglos xix y xx), Aranjuez; Santo Domingo, Doce Calles; Academia de Ciencias de la República Dominicana, 1999, pp. 23-26 (las cursivas son del autor).

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Sánchez declarase al cónsul de Francia en Puerto Príncipe, en febrero de 1861, que él y su grupo político se oponían al protectorado español, pero preferían todo a la dominación haitiana.3 Tal como afirma Cassá, entre los elementos que permiten explicar la pervivencia del anexionismo, y «su éxito en la articulación de los fines de la Primera República», desde un punto de vista más bien coyuntural, cabe mencionar en primer lugar la lucha contra Haití, que se tenía que mantener suscitando «posiciones de carácter nacional». A su juicio, estas «tendían a reforzar la vigencia del ideario anexionista», ya que se trataba de un «tradicionalismo nacionalista» que, al rechazar lo haitiano, «ensalzaba una perspectiva racista e hispanizante», lo que puede entenderse en términos semejantes a los de algunas posturas de Jimenes Grullón, pero más ceñidos a los aspectos políticos y culturales del problema. De hecho, aparte de calificar de nacional la naturaleza del conflicto de la República Dominicana con Haití, Cassá incluso reconoce en él un «contenido históricamente avanzado», si bien en aquella coyuntura «fortaleció las opciones retrógradas de los sectores dominantes», que se valieron del mismo para sus propios intereses, algo que parece fuera de toda duda.4 A la vista de esta última interpretación, que resulta mucho más matizada que la de Jimenes Grullón, resulta difícil sostener rotundamente que los prejuicios étnicos o el odio racista, aunque existieron en bastantes casos, fuesen el factor definitorio del enfrentamiento dominicohaitiano, cuyo carácter de lucha nacional se basaba en las diferencias fundamentales existentes entre ambos pueblos, que no eran única ni principalmente étnicas, sino sobre todo políticas y culturales. El fondo de esta polémica, no obstante, ha constituido y constituye el núcleo de un interesante y vivo debate historiográfico, que genera ramificaciones de todo tipo, tanto políticas y sociales, como económicas y culturales. Con estas breves líneas

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Juan Isidro Jimenes Grullón, Sociología política dominicana 1844-1966, vol. I (1844-1898), 2.ª edición, Santo Domingo, Editora Taller, 1976, pp. 100-101 y 108 (el texto en cursiva corresponde a la cita que introduce Jimenes Grullón de las palabras de Sánchez). Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 14.ª edición, Santo Domingo, Alfa & Omega, 1998, vol. II, pp. 63-64.

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tan solo se pretende un mero acercamiento a una cuestión del pasado histórico cuya complejidad requiere un estudio mucho más profundo, que aborde todos los aspectos del problema. Un nuevo capítulo de la ya larga crisis entre la República Dominicana y Haití tuvo lugar a partir de 1859. El 25 de febrero Saint André, el agente de Francia en Santo Domingo transmitió al ministro de Relaciones Exteriores un extracto del despacho que acababa de recibir de su colega de Puerto Príncipe, Mellinet, quien aseguraba que Geffrard había ofrecido espontáneamente a los cónsules de Gran Bretaña y Francia en dicha capital concluir una tregua de cinco años con la República Dominicana. El presidente de Haití también estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para restablecer las relaciones comerciales entre los dos pueblos. Mellinet expresó su convicción de que, por poco que los dominicanos se prestaran a las intenciones completamente pacíficas de sus vecinos, podría alcanzarse una reconciliación definitiva, que él por su parte veía como algo factible a partir de ese momento. Saint André manifestó al ministro su deseo de comunicar a Mellinet que el Gobierno dominicano estaba animado de los mismos sentimientos, y que tanto en Santo Domingo como en Puerto Príncipe se haría cuanto fuese posible para llegar a un arreglo definitivo, que los intereses de todos exigían.5 Poco después, Saint André informó al ministro de Asuntos Extranjeros de su país de que el Gobierno de la República no había aceptado la oferta de inmediato, sino que había manifestado algunas dudas acerca de cómo responder a la misma, y añadió que era necesario vivir en aquel país para comprenderlo. En efecto, si Geffrard proponía una tregua de cinco años, eso significaba que tenía miedo de los dominicanos, y por ello había que exigirle una suspensión de hostilidades, en vez de por cinco años, por diez. No obstante, al final Lavastida comunicó al cónsul de Francia que el ejecutivo de Santo Domingo aceptaba la proposición, respuesta que había transmitido a su homólogo en Puerto Príncipe. En cuanto a la posibilidad de alcanzar un tratado de paz y comercio,

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AGN, RREE, leg. 12, expte. 15, Saint André-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 25 de febrero de 1859.

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Saint André lo consideraba difícil, ya que en Santo Domingo no se querían a ningún precio relaciones comerciales por la frontera, ante el temor a una propaganda que tendría como resultado la desaparición de la nacionalidad dominicana. En cualquier caso, fuese o no seguida por un tratado, a su juicio la nueva tregua era ya en sí misma un resultado excesivamente favorable. Es muy ilustrativo también de las circunstancias de desconfianza reinantes en Santo Domingo el comentario que hizo el diplomático francés al final de su despacho, en el sentido de que el Gobierno dominicano había escrito a los representantes de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe. Aunque ignoraba el objeto de la misiva, achacaba el hecho a la manía existente en Santo Domingo, desde hacía algún tiempo, de no responder nunca directamente a los agentes de la mediación acreditados allá, un sistema con el que no sabía qué se esperaba ganar,6 pero que sin duda revela las malas relaciones entre ambos diplomáticos y el Gobierno dominicano. Como documentos anexos a su despacho, Saint André remitió al ministro una copia de la nueva comunicación que habían enviado desde Puerto Príncipe los cónsules Byron y Mellinet a sus colegas de Santo Domingo, así como una copia de la carta que había recibido de Lavastida. En la misma, el ministro aseguró a Saint André que la República Dominicana estaba «muy dispuesta a ajustar y convenir un tratado definitivo» con Haití, bajo bases que fuesen «aceptables y conformes a sus propios intereses», y al concluir le recordó que hasta entonces aquella no había hecho «más que defender su independencia nacional de las injustas agresiones» cometidas por Haití.7 Por lo que respecta a la misiva remitida por Byron y Mellinet, estos afirmaban que Geffrard había acogido de manera favorable el consejo que le habían dado de renovar, mediante un convenio formal entre los dos países, la tregua que acababa de expirar. En Archives du Ministère des Affaires Étrangères et Européennes, París (en adelante: AMAEE París), Correspondance politique, République Dominicaine, vol. No. 9, Saint André-ministro de Asuntos Extranjeros de Francia, Santo Domingo, 4 de marzo de 1859. 7 Ibídem, Lavastida-cónsul de Francia en Santo Domingo, Santo Domingo, 28 de febrero de 1859 (es copia). 6

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efecto, el presidente de Haití, según aquellos, solo les había propuesto un compromiso con Francia y Gran Bretaña de no reemprender las hostilidades antes de cinco años, por lo que le hicieron observar que esa promesa era suficiente desde el punto de vista de mantener la paz, pero que sería estéril con respecto a los intereses materiales de los habitantes de la isla. En todo caso, lo fundamental es que ambos agentes admitieron que su deseo de asegurar el reconocimiento de la nacionalidad dominicana se encontraba con el obstáculo que suponía el artículo cuarto de la Constitución de 1846, vigente en la nueva República, en el cual se estipulaba que la isla era una e indivisible. Por su parte, el Gobierno haitiano no creía poder transgredir la carta magna, o esa fue al menos la objeción que adujo para no concluir un tratado de paz, aunque los cónsules consideraban que la verdadera razón de esta negativa era la esperanza constantemente alimentada por los haitianos de una fusión más o menos próxima entre los dos pueblos. A falta de esta solución, que les parecía inútil continuar persiguiendo tras haber agotado todos los razonamientos capaces de hacerla adoptar, se felicitaron por encontrar en la nueva administración al menos unos sentimientos pacíficos, cuyo efecto sería el de alejar por mucho tiempo todo temor de ruptura, siempre que el Gobierno dominicano, penetrado de sus verdaderos intereses, secundara las intenciones del de Haití.8 Sin duda, la aparente equidistancia de los cónsules entre ambos contendientes resulta cuando menos singular, toda vez que la República Dominicana había actuado siempre en defensa propia frente a los ataques haitianos, tal como había subrayado con acierto el ministro Lavastida. En último lugar, Mellinet y Byron encargaron a sus colegas de Santo Domingo la segunda parte de la tarea que ellos habían comenzado como agentes de la mediación, y se refirieron a las condiciones de la tregua que debía firmarse. Estas eran que los dos países se comprometieran a no enajenar ninguna parte de su Ibídem, cónsules de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe-cónsules de Francia y Gran Bretaña en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 28 de febrero de 1859 (es copia).

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territorio en provecho de una nación extranjera; que los cónsules en Santo Domingo fuesen admitidos a la discusión y firma del convenio; que este no cambiaría en nada la posición ni los derechos respectivos de las partes contratantes; y como cláusula facultativa que los ciudadanos de ambos países serían recíprocamente autorizados durante la tregua a comerciar a uno y otro lado de la frontera, y a circular libremente por los territorios respectivos. Los dos diplomáticos señalaron también la necesidad de acelerar el arreglo, y expresaron que esta prueba del deseo sincero de Geffrard de reanudar relaciones con sus vecinos les hacía esperar que Santana se apresurase a aceptarlo, puesto que en su opinión, después de todo, dicho acuerdo interesaba aún más al Gobierno dominicano que al de Haití.9 En un despacho que remitió a Saint André, el ministro Walewski subrayó la diferencia de sentimientos de Geffrard hacia los dominicanos, con relación a los del emperador Soulouque, e indicó que la política del nuevo ejecutivo de Puerto Príncipe al parecer sería en lo sucesivo tan conciliadora como agresiva había sido la del anterior. En tal estado de cosas, el temor que manifestaba el Gobierno dominicano desde hacía algún tiempo de verse atacado sin cesar por los haitianos ya no tendría justificación, por lo que el ministro creía, pese a las dudas expresadas a este respecto por Saint André, que el ejecutivo de Santo Domingo no pondría obstáculos al restablecimiento de relaciones amistosas entre las dos partes de la isla.10 En abril de ese mismo año Hood, el cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, envió un despacho a lord Malmesbury, secretario del Foreign Office, en el que le informó de la aceptación de la tregua por parte del Gobierno dominicano. Sin embargo, tras las comunicaciones que él y su colega Saint André habían intercambiado con las autoridades de Santo Domingo, señaló que era inútil someterles ninguna proposición sin un reconocimiento, tácito o de cualquier otro tipo, de la independencia dominicana por parte de Haití. En la línea ya apuntada por el representante Ibídem. Ibídem, Walewski-Saint André, París, 30 de marzo de 1859 (minuta).

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de Francia, el de Gran Bretaña tampoco consideraba posible, en tales circunstancias, llegar a un arreglo que permitiera la libertad de paso a través de la frontera entre ambos países. Con respecto a la cuestión más delicada, relativa al compromiso recíproco de la República Dominicana y Haití de no ceder porción alguna de sus respectivos territorios a ninguna potencia extranjera, según Hood esta materia no había sido abordada todavía por los agentes diplomáticos europeos, puesto que no habían encontrado una ocasión apropiada para hacerlo con ciertas posibilidades de éxito.11 Sin embargo, el 4 de abril de 1860, cuando aún no había pasado ni un año desde la firma de la tregua, el Gobierno dominicano dirigió la primera reclamación a los cónsules de Francia y Gran Bretaña, debido al «tráfico escandaloso» que tenía lugar en las fronteras de Las Matas, con el apoyo y la protección del jefe haitiano de Las Caobas. El nuevo ministro de Relaciones Exteriores de la República, Pedro Ricart, informó también a los agentes europeos de que los dominicanos que explotaban sus cortes de caoba en la zona de Petit-Trou eran con frecuencia víctimas de invasiones, por parte de los haitianos, que entraban en el territorio dominicano para llevarse bueyes, caballos y todo lo que encontraban. Ricart comunicó estos hechos a fin de que el armisticio fuese «cumplido por parte del Gobierno haitiano con la misma religiosidad» con que lo hacía el de la República Dominicana, y añadió que entender por armisticio «simplemente la quietud de las armas», y que mientras tanto pudieran «hostilizarse las partes beligerantes por los demás medios» a su alcance, sería absurdo.12 En este mismo sentido el ministro de Relaciones Exteriores remitió un despacho a Alfau, el 19 de abril, en el que le comunicó que, por los informes que había recibido, el Gobierno dominicano estaba convencido de que el haitiano promovía y favorecía cuanto podía ese espíritu, que al principio solo era de tráfico. No obstante, el mismo había pasado a ser después «de sonsaca y proselitismo» de las poblaciones fronterizas, con objeto de hacerse amigos entre TNA, FO 23/39, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 11 de abril de 1859. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 33-34.

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los dominicanos, y así «facilitarse el medio de invadir» el territorio de Santo Domingo, «con más probabilidades de buen éxito» que hasta ese momento. Tales razones habían llevado al Gobierno dominicano a movilizar sus tropas, con Santana al frente, para poner fin a ese estado de cosas, de todo lo cual Ricart indicó al plenipotenciario de la República en Madrid que informara al Gobierno español.13 El 10 de junio Alfau respondió al ministro que había puesto en conocimiento del ministro de Estado todo lo ocurrido, y que este le había dado la seguridad de que España tomaría «una parte muy activa en el asunto de la mediación» con Haití.14 Ricart se dirigió de nuevo a Alfau el 21 de junio para comunicarle los últimos acontecimientos, y acusó al Gobierno haitiano de haber empezado abriendo «sus poblaciones a un tráfico ilícito» con las dominicanas, y preparados así los ánimos, de haberlas lanzado «por último a una rebelión contra su patria». Según el ministro, el mismo Gobierno haitiano había facilitado a los rebeldes los medios necesarios para llevar a cabo su plan, y en virtud de ello se quejó a los agentes de la mediación. Ricart explicó a su representante en Madrid que había caído en poder del Gobierno la correspondencia que el general Ramírez, jefe de la insurrección, «sostenía con las autoridades haitianas de las fronteras», que actuaban y le transmitían órdenes en nombre del Gobierno de Haití. Ante unas pruebas tan irrefutables de la mala fe de sus enemigos, nadie podría negar que el Gobierno dominicano estaba «en el derecho de considerar como rotas las hostilidades y de emprenderlas por consiguiente contra un Gobierno» que se había «hecho culpable de actos tan reprobados por la civilización y por el derecho de gentes». A pesar de ello, la República Dominicana se había abstenido de llevar a cabo ninguna acción de represalia, con el fin de hacer cuanto estuviese a su alcance para secundar las miras de las potencias mediadoras, de las que esperaba que sabrían «formar juicio del contraste» entre la postura dominicana y la de Haití. En su última nota a los agentes de la mediación, el ministro les había solicitado que pasaran a Puerto Príncipe para Ibídem, pp. 34-35. E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, p. 269.

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presentar las reclamaciones del Gobierno dominicano al haitiano, pedir reparación por los perjuicios ocasionados, y evitar la repetición de actos como los que acababan de ocurrir. Ricart se mostró convencido de que Haití se vería obligado por la mediación «a observar más estrictamente en lo sucesivo» las estipulaciones internacionales de la misma, y pidió otra vez a Alfau que diera a conocer estos hechos al Gobierno español, para los fines convenientes a los intereses de la República.15 Dos días más tarde, el ministro dominicano de Relaciones Exteriores remitió un despacho a los cónsules de Gran Bretaña y Francia, con motivo de la salida de Hood hacia Puerto Príncipe, en el que creyó que era su deber «hacer una recapitulación de los hechos» acontecidos tras la firma de la tregua en 1859. Así, Ricart señaló que «si bien el Gobierno haitiano, que había manifestado [...] la mejor voluntad al prestarse a los deseos de la mediación, renunció por de pronto a invadir» el territorio dominicano «a tambor batiente y banderas desplegadas, no por eso fue menos activo y eficaz el género de hostilidades que emprendió contra la República Dominicana». En efecto, el presidente de Haití se propuso llevar a cabo «sus fines de conquista y dominación [...] por caminos cubiertos, y que no habían practicado sus predecesores», y se valieron para ello de los propios merodeadores dominicanos, a los que se «consentía, protegía y estimulaba a continuar sus depredaciones» en la zona de Las Matas, San Juan y Neiba. Siempre según la versión del ministro, aprovechándose de los frecuentes contactos que se producían alrededor del tráfico ilegal de ganado, los agentes haitianos «hicieron de los mercados de aquellos contornos el foco de una predicación activa», en favor de las pretensiones de Haití sobre la República Dominicana. Además, con promesas y dinero, corrompieron la fidelidad de algunos oficiales dominicanos, entre ellos los generales Ramírez y Morillo, «quienes obedeciendo a las sugestiones haitianas» se sublevaron en sus puestos de mando. El Gobierno de la República, que no podía prever «tamaña perfidia» y estaba por ello desprevenido, logró sin embargo reprimir la insurrección y Ibídem, pp. 273-275.

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echar por tierra los planes enemigos. De los mismos existía plena constancia documental puesto que el general Alcantar, delegado del presidente Geffrard, había expedido en nombre de este despachos de general de división a Domingo Ramírez y de otros grados superiores a cinco oficiales más del Ejército dominicano. Ricart subrayó que este hecho por sí solo bastaba para acreditar la justicia con que su Gobierno se había quejado de la deslealtad del haitiano, al que acusó de ser el «único fautor de esos acontecimientos». A su juicio, «bastaría también para que Gran Bretaña y Francia se diesen por ofendidas, en presencia de actos con que tan abiertamente» se había violado una tregua negociada gracias a su mediación.16 Las bases que la República Dominicana planteó a los cónsules, para que Hood las presentase a su vez en nombre de esta a Haití «como fundamento esencial para la conservación del statu quo», eran las siguientes: 1.º Que los haitianos no puedan traspasar los puntos que ocupaban en la época en que se celebró la tregua. 2.º Que internen a todos los tránsfugas a una conveniente distancia de nuestras fronteras. 3.º Que se prohíba toda comunicación entre ambas partes a fin de que en lo sucesivo no se reproduzcan los hechos que acababan de tener lugar. 4.º Que el Gobierno haitiano destituya todas las autoridades que directa o indirectamente han fomentado la rebelión y muy particularmente al general Alcantar [...]. 5.º Que el Gobierno haitiano acuerde al nuestro una indemnización de $400,000 fuertes por los gastos que hasta hoy ha causado la movilización de las tropas [...] para sofocar la rebelión y los demás perjuicios ocasionados por ella. 6.º Que el Gobierno haitiano ordene la pronta vuelta a nuestro territorio de los individuos que fueron conducidos violentamente a Haití por el rebelde Ramírez [...], acordándoseles una justa indemnización. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 52-55.

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Tales eran las condiciones que el ejecutivo de Santo Domingo creyó de estricta justicia para el restablecimiento del estado de cosas anterior a los hechos, de modo que en lo sucesivo Haití respetara más los pactos y convenios internacionales.17 El representante de la República Dominicana en París, José de Castellanos, informó a Ricart de que el Gobierno francés había nombrado un nuevo cónsul en Puerto Príncipe, que iba autorizado para manifestar al presidente Geffrard la satisfacción con que dicho Gobierno vería que entre Haití y la República Dominicana «se hiciese un sólido arreglo de paz y mutuo comercio».18 Ello explica en buena medida que tras la llegada a la capital haitiana de Levrand, el recién nombrado agente de Francia, este y el cónsul de Gran Bretaña comunicaran, probablemente a sus colegas de Santo Domingo, la buena disposición de Haití para entenderse con las autoridades dominicanas. El acuerdo no versaría solo sobre los medios de consolidar la tregua existente y de prevenir de común acuerdo el retorno de los conflictos que tan desafortunadamente se habían producido en la frontera, sino también sobre las medidas apropiadas para que la población de las dos partes de la isla se aprovechara de las ventajas recíprocas que obtendrían con el intercambio de sus productos. Tanto en el tono general, como en algunos términos concretos se aprecia un cierto intento por parte de ambos diplomáticos de restar categoría a la nacionalidad dominicana, empleando palabras como autoridades, en lugar de Gobierno, o las dos partes de la isla, en lugar de los dos Estados, o las dos Repúblicas, por ejemplo. También llama la atención el uso de expresiones tales como los conflictos que tan desafortunadamente se habían producido, para referirse a la violación de la tregua por los haitianos, como si esta se hubiera producido por una simple fatalidad o un mero accidente.19 Ibídem, p. 55. AGN, RREE, leg. 14, expte. 13, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 15 de abril de 1860. 19 Ibídem, expte. 1. El documento es la copia de un despacho firmado por Levrand y Byron, del cual no constan destinatario, lugar ni fecha. Esta última debe ser en todo caso posterior a abril de 1860 (las cursivas son nuestras). 17 18

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Puesto que la equidistancia resulta siempre difícil de mantener, acto seguido los cónsules aplaudieron las intenciones del Gobierno de Haití, y añadieron que este les había indicado que las autoridades dominicanas se habían negado constantemente a admitir ningún enviado haitiano, lo que hacía imposible todo entendimiento con ellas. En un intento de repartir las responsabilidades, Levrand y Byron llegaron incluso a atribuir esa resistencia a la probable manifestación de sentimientos análogos por parte del Gobierno haitiano con respecto a una misión dominicana, a lo que se les respondió asegurando que por el contrario, esta habría recibido la acogida más cordial si se hubiera presentado. No es fácil encontrar mayor compendio de cinismo, ya que es evidente que ambos, o cuando menos Byron, debían saber que Haití estaba dispuesto a todo tipo de subterfugios seudodiplomáticos, con tal de apoderarse del territorio dominicano, por lo que solo cabe pensar que pretendían mantener una apariencia de exquisita neutralidad. A continuación, los dos agentes se preguntaron si, en presencia de tales disposiciones por parte del ejecutivo de Puerto Príncipe, el de Santo Domingo no asumiría sobre sí una grave responsabilidad en caso de persistir en su negativa a establecer relaciones con la parte del oeste, de las que cabría esperar al menos una mejora notable de la situación. Por último, al concluir señalaron a sus colegas que ahora les correspondía a ellos valorar el asunto y, si lo juzgaban razonable, hacérselo ver así al Gobierno dominicano, que comprendería sin duda que toda recriminación retrospectiva haría estériles los esfuerzos de las potencias mediadoras para garantizar por igual a las dos partes de la isla la paz y la prosperidad.20 En su respuesta al despacho que les había dirigido el 23 de junio, los cónsules de Gran Bretaña y Francia solicitaron al ministro dominicano de Relaciones Exteriores que entregase a Hood, antes de partir hacia Puerto Príncipe, los originales de los siguientes documentos: el nombramiento del general Ramírez como general de división de la República de Haití, fechado el 27 de abril de 1860; una carta del general Alcantar Ibídem.

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al general Ramírez, fechada el 2 de mayo del mismo año, en la que expresaba la satisfacción del presidente Geffrard; una carta de Alcantar a Ramírez, fechada el 9 de mayo de 1860, en que la cual le anunció el envío de municiones de guerra y dinero; y por último, otra carta de aquel a este, fechada el ­27 de abril de dicho año, que contenía instruccciones estratégicas.21 Tales eran los documentos que constituían las pruebas de la complicidad de los militares sublevados con, por lo menos, un importante mando del Ejército haitiano, quien era además persona de confianza del propio Geffrard. De toda la correspondencia intercambiada entre el ministro de Relaciones Exteriores y los cónsules, Ricart envió copia a Alfau porque consideraba «sumamente importante» que estuviera al corriente de la misma, para los fines que más tarde pudiesen convenir, y según el resultado de las operaciones que tenía encomendadas. Con este lenguaje tan hermético el ministro se refería sin duda a las negociaciones que el agente de la República Dominicana desarrollaba en Madrid, a fin de obtener algún tipo de protección por parte de España para la República. Ricart también le informó de que Hood había salido hacia Haití el 27 de junio, mientras que Santana continuaba al frente del Ejército en la frontera, a la espera del resultado definitivo de los pasos que diera la mediación. Por otra parte, el ministro indicó a Alfau que el 3 de julio había llegado a Santo Domingo un vapor español en el cual viajaba el general Joaquín Gutiérrez de Rubalcava, quien se dirigía a La Habana para tomar el mando del apostadero marítimo de ese puerto, y que después de hacer una visita al Gobierno dominicano había continuado su travesía.22 El 21 de julio Ricart acusó recibo de un despacho de su agente en Madrid, según el cual el ministro de Estado le había asegurado que el Gobierno español tomaría una parte muy activa en la mediación, lo que como era de esperar hacía que la República se prometiese «los más benéficos resultados de una participación Ibídem, Hood, Zeltner-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 24 de junio de 1860. 22 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol IV, pp. 283-284. 21

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eficaz» del mismo en este asunto. Por consiguiente, el ministro de Relaciones Exteriores expresó su ardiente deseo de que esa promesa del ministro de Estado se llevara a efecto, lo que sin embargo no tuvo lugar, pese a las palabras de Calderón Collantes en tal sentido. Ricart hizo asimismo mención, si bien solo brevemente, de la llegada de numerosos canarios que huían de Venezuela, donde la situación era cada vez más grave, de los cuales para esa fecha ya se encontraban en territorio dominicano en torno a 1,500, y aún se esperaban otros «tres buques más cargados». Esta circunstancia era bien vista por parte del Gobierno dominicano, que fomentaba «vigorosamente su inmigración» a la República Dominicana.23 El ministro Ricart también envió copia de su correspondencia con los cónsules al representante de la República en París y Londres, quien le respondió que en su última entrevista con Thouvenel, ministro francés de Asuntos Extranjeros, había manifestado a este todo lo que estaban sufriendo los dominicanos a causa de la violación de la tregua. Thouvenel indicó a Castellanos el interés del Gobierno francés en que el de Haití respetase los términos del convenio garantizado por Francia y Gran Bretaña, «y no solo de palabra», sino que el 19 de julio, en respuesta a dos escritos suyos, le había asegurado «que se disponía a exponer al Gobierno de Haití las manifestaciones convenientes a ese propósito». El ministro de Asuntos Extranjeros aconsejó al agente de la República Dominicana que hablara con el secretario del Foreign Office sobre esta cuestión, lo cual Castellanos no consideró procedente sin una orden expresa de Ricart, sobre todo si se tiene en cuenta que ya había escrito a Russell en dos ocasiones acerca de ella, y aún no había recibido respuesta alguna por su parte.24 Thouvenel dirigió un despacho sobre este asunto al cónsul de Francia en Santo Domingo, cargo que desempeñaba Zeltner desde abril de 1860. En el mismo, el ministro admitió que la captura de las correspondencias no dejaba «ninguna duda sobre la existencia de los amaños del Gobierno haitiano para fomentar Ibídem, p. 290. AGN, RREE, leg. 14, expte. 13, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 31 de julio de 1860.

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la subversión de la parte este de la isla», pese a «las disposiciones conciliadoras que había manifestado a su advenimiento al poder el general Geffrard respecto a la República Dominicana». Thouvenel subrayó que aquellas «autorizaban a pensar que no tomaría la iniciativa de un rompimiento», y lamentó la vía peligrosa en que acababa de entrar el presidente de Haití. Por ello, no se debían «perdonar medios para persuadirle» de que renunciase a tentativas cuyo único resultado sería «favorecer el establecimiento de los norteamericanos en Santo Domingo», con lo cual se comprometería la independencia de la isla entera. El ministro juzgaba que tal consideración era «bastante seria para influir en las determinaciones del Gobierno haitiano», y opinaba que este también tendría en cuenta «las representaciones que el compromiso contraído» con Francia y Gran Bretaña, «de observar escrupulosamente la tregua de cinco años», daba a estas el derecho de dirigirle. En último lugar, Thouvenel señaló que había dado instrucciones al cónsul de Francia en Puerto Príncipe para que diera en este sentido y de acuerdo con su colega británico todos los pasos que las circunstancias pudiesen exigir. Por su parte, Zeltner debía emplear su influencia para inclinar a Santana hacia unos sentimientos de moderación, que se habían «recomendado a ambas partes por sus intereses respectivos más esenciales».25 Plésance, ministro haitiano de Relaciones Exteriores, respondió a través de una carta enviada a los cónsules de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe las reclamaciones de la República Dominicana, presentadas primero por Hood en una entrevista, y posteriormente en dos comunicaciones de los agentes mediadores al ministro. Este comenzó por señalar que solo habían examinado los documentos en que se encontraban las quejas de la República Dominicana, así como sus extrañas reclamaciones, por consideración hacia las potencias mediadoras, y afirmó que AMAE, fondo «Política», subfondo «Política Exterior», serie «República Dominicana», leg. H 2375 (en adelante: AMAE H 2375), Thouvenel-Zeltner, París, 30 de julio de 1860. Este documento es una traducción enviada por Álvarez al ministro de Estado, adjunta a un despacho fechado en Santo Domingo, el 18-IX-1860 (el original se lo había facilitado el ministro dominicano de Relaciones Exteriores).

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la pretensión dominicana de imponer condiciones a Haití era inadmisible. Plésance señaló que la tregua había sido aceptada sin condiciones, y que la violación de la misma no podía tener más consecuencia que la reanudación de las hostilidades, pero sobre todo subrayó que tal acto solo daría lugar al ejercicio de un derecho contra Haití a un Gobierno que estuviese reconocido por el haitiano, algo que no ocurría en este caso. Es más, el ministro descalificó las acusaciones dominicanas al considerar que estaban basadas en presunciones y simples hipótesis, y denunció que las autoridades de Santo Domingo habían puesto mucho cuidado en invertir los papeles de cada cual, por lo que a continuación hizo un repaso de los hechos acontecidos desde febrero de 1859. Así, tras indicar que la verdadera causa de las reclamaciones era el temor del Gobierno dominicano a que las relaciones comerciales entre los habitantes de las regiones fronterizas les hiciesen desear volver a formar parte de Haití, rechazó las acusaciones de haber protegido el robo o ayudado a los rebeldes con dinero y municiones. Plésance no pudo por menos de reconocer que el Gobierno haitiano deseaba ardientemente el restablecimiento de la unidad nacional, eso sí, según aquel en interés de todas las poblaciones de la isla, aunque estaba convencido de que la reunificación del este a la República, para ser duradera y fecunda, debía llevarse a cabo por el deseo espontáneo de su población.26 Con respecto al general Ramírez, que había pedido apoyo al Gobierno de Haití, este hecho se puso de inmediato en conocimiento de los representantes de Francia y Gran Bretaña, y se denegó a Ramírez la ayuda solicitada. Que los rebeldes tuvieran armas, y que estas incluso procediesen de Haití, no significaba que se las hubiera entregado el Gobierno de ese país, sino que ellos mismos las podían haber comprado, a cambio de sus animales o de cualquier otro producto, en los mercados fronterizos, puesto que las autoridades haitianas no imponían más reglas que las del libre comercio. Las cartas del general Alcantar, por Ibídem, Plésance-cónsules de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe, Puerto Príncipe, 2 de agosto de 1860. Este documento es una copia adjunta al despacho enviado por Álvarez al ministro de Estado, con fecha en Santo Domingo, el 3-IX-1860 (las cursivas son nuestras).

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su parte, solo probaban que este, bajo la influencia de motivos eminentemente personales y alejándose de la línea de conducta trazada por el Gobierno de Haití a sus agentes, había simpatizado con la rebelión de sus amigos del este, lo que cabía explicar por su origen y sus lazos de parentesco con muchas personas de esa parte. El Gobierno haitiano, pues, se desmarcó completamente de la actuación de Alcantar, declarando que nunca había encargado a este ni a ningún otro de sus agentes hacer promesas, o ayudar a los sublevados de la frontera. En su conclusión, el ministro de Relaciones Exteriores de Haití señaló que del contenido de la nota de las autoridades dominicanas parecía deducirse que estas consideraban que la tregua ya había dejado de existir. Además, la vuelta al anterior estado de cosas y el mantenimiento del statu quo se supeditaba a que se aceptara una petición de reparaciones muy extrañas e ilegítimas que el ejecutivo haitiano no podría admitir, pese a lo cual se ratificaba en el respeto de la tregua, aunque reservándose el derecho a rechazar cualquier ataque dominicano que pudiera producirse. Al final de su misiva, Plésance anunció a los cónsules que su Gobierno acogería, cualesquiera que fuesen las circunstancias, a todos aquellos habitantes del este que creyeran deber buscar asilo en el territorio de Haití, donde se les garantizaba una generosa hospitalidad.27 Esto, por supuesto, no entraba en el espíritu de la tregua entre ambos países, sino que más bien parecía dirigido a atizar los posibles focos de rebeldía existentes en la República Dominicana, dándoles la seguridad de que podían contar con un refugio seguro en caso de necesitarlo. Es decir, todo lo contrario de las supuestas relaciones de buena vecindad a las que, teóricamente al menos, debían aspirar dos Gobiernos que habían firmado una tregua y estaban por ello en paz, aunque fuese solo de manera temporal. Los representantes de Francia y Gran Bretaña en Santo Domingo transmitieron a Ricart una copia de la respuesta del Gobierno haitiano a los agentes mediadores en Puerto Príncipe con relación a los hechos que Hood y Zeltner calificaron sin ambages como constitutivos de una violación de la tregua existente. En Ibídem (las cursivas son nuestras).

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tales circunstancias, ambos diplomáticos no pudieron ocultar la penosa impresión que esa respuesta había producido tanto a sus colegas como a ellos mismos, y lamentaron que el viaje de Hood no hubiera producido un resultado satisfactorio más inmediato para la República Dominicana. En todo caso, Hood y Zeltner expresaron su confianza en que, como todo el asunto había sido sometido al juicio de las potencias mediadoras, en un plazo breve se le daría una solución completamente favorable a los intereses dominicanos.28 El 3 de septiembre el ministro de Relaciones Exteriores remitió a Alfau un despacho, al que adjuntó copia de los últimos documentos relativos a las gestiones de la mediación con Haití, entre ellos la nota dirigida a los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña por el de la República Dominicana, tras recibir la respuesta de Haití a sus reclamaciones. Ricart pidió a su agente en Madrid que diese conocimiento de todo ello al ministro de Estado, y le indicó que sería sumamente conveniente plantear a este la hipótesis de que los ejecutivos de París y Londres, contra las fundadas esperanzas dominicanas, «se negaran a obligar a Haití a acceder» a sus justas pretensiones. Ante la posibilidad de que esto ocurriese, y juzgando que la dignidad de la República y sus intereses «le exigirían imperiosamente desentenderse de la mediación para poder proveer enérgica y eficazmente a su salud y conservación», el Gobierno dominicano deseaba saber si podría contar con el auxilio de España y hasta qué punto.29 A fin de cuentas, esta pregunta no resultaba tan descabellada, sobre todo teniendo en cuenta que la República Dominicana, en su memorándum del 4 de septiembre a los Gobiernos francés y británico, aparte de refutar la contestación haitiana, se limitó a pedir a las potencias mediadoras que obligaran al ejecutivo de Puerto Príncipe «a respetar lo pactado» en la tregua, y a satisfacer los seis puntos de su reclamación.30 En otra comunicación dirigida a Alfau, Ricart le reiteró la firme resolución del Gobierno AGN, RREE, leg. 14, expte. 1, Zeltner, Hood-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 27 de agosto de 1860. 29 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol IV, pp. 303-304. 30 E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... p. 72. 28

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dominicano de llevar este asunto tan lejos como lo exigían la dignidad de la República y la conservación de su independencia. Acto seguido, el ministro de Relaciones Exteriores le manifestó que los miembros del gabinete esperaban mucho, cualquiera que fuese el aspecto que tomaran las cosas, «de la actitud franca, benévola y protectora» de España hacia la República Dominicana.31 Ricart volvió a escribir el 15 de septiembre a los cónsules de Gran Bretaña y Francia en Santo Domingo, para denunciar nuevas incursiones de ciudadanos de Haití dentro del territorio dominicano, unas en el sur de la frontera con el objetivo de sacar considerables partidas de caoba, y otras en el norte para apacentar sus ganados. Asimismo, les informó de que había ordenado a los jefes de fronteras que intimasen a aquellos a regresar a su país en un plazo breve, pasado el cual se emplearía «la fuerza de las armas tanto para desalojarlos» de los lugares que ocupaban, «como para impedir las transgresiones sucesivas». El ministro estimó conveniente poner esta circunstancia en conocimiento de los agentes de la mediación «por los ulteriores resultados posibles», y además les adjuntó la proclama fechada el 12 de agosto que el general Legros, quien la firmaba como delegado del Gobierno haitiano, había hecho llegar a las poblaciones dominicanas fronterizas del sur. La misma venía a confirmar el «plan siniestro» que el ejecutivo de Santo Domingo atribuía al de Puerto Príncipe contra la tranquilidad y la independencia de la República, en nombre de la unidad nacional e indivisibilidad de la isla. Ricart subrayó una vez más el contraste entre dichos actos y «la conducta leal» del Gobierno dominicano, por lo que en su opinión «todo comentario sería superfluo». En efecto, al concluir, el ministro afirmó que la justicia y la razón que asistían a su Gobierno eran «tan evidentes, que ni aun con el auxilio de los más sutiles sofismas se podrían revocar en duda», en clara alusión a los hábiles subterfugios empleados por la diplomacia de Haití en su respuesta a los mediadores internacionales.32 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol IV, p. 306. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 75-76 (las cursivas son del original).

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Por otro lado, en una circular que envió el 20 de septiembre a Castellanos y Alfau, Ricart precisó que el general Legros, gobernador de Las Caobas, y quien intentaba «seducir» a las poblaciones dominicanas de la frontera, era hermano del ministro haitiano del Interior, hecho que constituía a todas luces un agravante, puesto que hacía de aquel alguien con contactos en las más altas esferas del Estado. Por todo ello, el ministro de Relaciones Exteriores transmitió a sus agentes el deseo del Gobierno dominicano de que comunicasen este detalle a los ejecutivos ante los cuales ejercían sus funciones, cuando les informaran del nuevo incidente.33 Debido a la ausencia de Alfau, que se encontraba fuera de Madrid desde mediados de septiembre, fue el secretario de la legación dominicana en Madrid, Álvarez de Peralta, quien el 24 de octubre acusó recibo de los documentos remitidos por Ricart en sus despachos anteriores. El propio Peralta había dado noticia del contenido de los mismos al subsecretario de Estado, quien le reiteró la seguridad de que España tenía «a empeño mantener incólumes la independencia de la República y la integridad de su territorio». Sin embargo, el alto funcionario no había podido decirle «por el momento cuál sería la determinación ostensible» que el Gobierno español tomaría «respecto a la actitud embozadamente hostil del Gobierno haitiano», dado que el ministro de Estado, Calderón Collantes, se encontraba muy enfermo. No obstante, Peralta insistió sobre este particular en otra entrevista con el subsecretario, a fin de que «un negocio tan vital para la República y de trascendencia política para España» se resolviese «pronta y satisfactoriamente». Dada su insistencia, aquel le pidió un memorándum en el que se relataran de forma breve los últimos hechos que habían ocurrido «provocados por Haití», y en el que debía precisarse lo que el Gobierno dominicano pedía al español acerca de esta cuestión. Todo ello tenía por objeto que el subsecretario, a su vez, pudiese presentar una relación pormenorizada del asunto al general O’Donnell, quien ocupaba de forma interina la cartera de Estado.34 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol IV, p. 307. Ibídem, pp. 315-316 (las cursivas son del original).

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El cónsul de Francia en Santo Domingo se dirigió al ministro de Relaciones Exteriores para exponerle que acababa de recibir una carta de los agentes de la mediación en Puerto Príncipe, relativa al deseo de que parecía estar animado el presidente Geffrard «de terminar de una manera definitiva» la lucha existente entre los dos países de la isla. Zeltner reconoció que la intención de las potencias mediadoras, desde hacía mucho tiempo, era «transformar la tregua existente, en un tratado de paz y de comercio, que implicaría naturalmente en primer lugar, el reconocimiento del Estado dominicano», por parte de Haití. Dichas noticias daban «más peso a la opinión» que desde su llegada a la República Dominicana, había expresado acerca de este asunto, tanto a Santana, como a los diferentes miembros del Gobierno. En efecto, continuó el agente, no contento con dar a los cónsules en Puerto Príncipe, «las seguridades más formales de su intención, en cuanto a restablecer entre los dos países, relaciones de amistad y de buena vecindad», Geffrard había manifestado su deseo de entenderse inmediatamente sobre este asunto con los enviados del Gobierno dominicano. Zeltner subrayó las numerosas ventajas que reportaría un tratado entre ambos países. A su juicio, la principal sería acabar con un enfrentamiento cuyo desenlace era por lo menos dudoso, y «hacer estériles los efectos de una propaganda» que inspiraba tantos temores al Gobierno dominicano. Según el diplomático francés, las penas impuestas a los habitantes de las fronteras, convictos del tráfico y de las relaciones con los haitianos, revelaban a la vez los temores que estas comunicaciones hacían concebir de cara al futuro, «y la impotencia del Gobierno para conjurarlas». Además, los intereses comerciales de las provincias limítrofes estaban, desde hacía ya demasiado tiempo, gravemente dañados por la guerra, como para que el Gobierno no hiciese todos los esfuerzos posibles por devolver a estas poblaciones la salida natural de sus productos. Por otra parte, una considerable porción del territorio dominicano estaba en poder de los haitianos, quienes tendrían que retirarse «a sus antiguas fronteras» una vez que se hubiera concluido el tratado.35 AMAE, H 2375, Zeltner-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, [Santo Domingo, 25 de noviembre de 1860]. Este documento es una traducción firmada por Gómez Molinero, vicecónsul de España en

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Por si todos estos argumentos no resultasen suficientes, Zeltner añadió, en forma de no muy disimulada amenaza, que a fin de cuentas, «no aprovechar las intenciones» del presidente de Haití era, en su opinión, exponer la República Dominicana «a un porvenir no lejano tal vez, de nuevas agresiones». Acto seguido, añadió que no trataba de prever cuál sería el sucesor de Geffrard, pero que el ministro conocía la existencia en Haití de «un partido numeroso, enemigo implacable de la raza española», el cual no soñaba sino con la unidad de la isla, partido que había incitado las frecuentes invasiones, rechazadas, eso sí, por el las armas dominicanas. Sin embargo, ese peligro mantenía el país continuamente en agitación, ya que le había impuesto y le seguiría imponiendo aún más «sacrificios en hombres y dinero, superiores a sus fuerzas», e incluso era capaz de conducirlo «fatalmente, a una crisis peligrosa» para su propia existencia política. Por último, el representante de Francia aseguró a Ricart que la convicción de las ventajas que podría obtener la República Dominicana de un tratado de paz con Haití era la que había llevado a su Gobierno a encargarle que insistiera a Santana, para que enviase una misión dominicana a Puerto Príncipe, o recibiera un enviado de Haití.36 Las relaciones entre Francia y la República Dominicana no atravesaban por su mejor momento, como se deduce del contenido de un despacho remitido el 5 de diciembre por Dávila Fernández de Castro, ministro interino de Relaciones Exteriores por ausencia de Ricart, a Castellanos, en el que respondía al enviado por este el 30 de octubre. Fernández de Castro se refirió en su misiva a «las aparentes satisfacciones dadas» por Geffrard a las explicaciones que el cónsul de Francia en Puerto Príncipe le había pedido sobre el asunto de las quejas dominicanas, según señaló Thouvenel al agente de la República en París. En opinión del ministro interino, el Gobierno francés y sus representantes en los dos países hacían «más honor al Gobierno de Haití que el merecido», al suponer Santo Domingo, s. l, s. f. (la fecha que aquí se indica aparece consignada en el documento original: AGN, RREE, leg. 14, expte. 6). 36 Ibídem.

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«sinceras sus protestas de inocencia en las repetidas agresiones» que sus funcionarios habían cometido y continuaban cometiendo contra la República Dominicana. Es más, dicho Gobierno tenía también «igual indulgente creencia sobre la verdad» de las ofertas de paz que hacía Haití a sus vecinos. Sin embargo, pese a estas duras palabras, el ministro de Relaciones Exteriores afirmó a continuación que en la nota que Zeltner le había hecho llegar poco antes se hacían al Gobierno dominicano «por primera vez las proposiciones de paz de una manera seria y basada en principios de justicia que la hacían aceptable». Por este motivo, y siempre bajo dichas condiciones, Fernández de Castro autorizó a Castellanos a decir al ministro francés de Asuntos Extranjeros que el ejecutivo de Santo Domingo estaba dispuesto a hacer cuanto fuese compatible con la dignidad de la República para que los deseos manifestados por el cónsul Zeltner se llevaran a efecto.37 En este mismo sentido, resulta también muy interesante, e ilustrativa del estado de ánimo del Gobierno dominicano hacia las potencias mediadoras, la respuesta del ministro de Relaciones Exteriores, fechada el 16 de diciembre, a la última comunicación que le había dirigido el agente diplomático de Francia. Fernández de Castro comenzó manifestándole el sentimiento con que el ejecutivo de Santo Domingo había visto que, al hacerle por primera vez esa proposición de una manera que resultaba aceptable, en referencia a la oferta de Geffrard, se hubiera creído «necesario emplear tantos argumentos, persuasivos». Con toda razón, el ministro repuso que la República había pasado diecisiete años en combate para conquistar esa paz que se le proponía, sin que un solo ataque por su parte hubiese desmentido la intención inofensiva de los dominicanos, para quienes el estado de guerra con Haití había sido «un perpetuo estado de tregua», porque nunca habían «hecho uso de las armas sin haber sido antes invadidos». Fernández de Castro recalcó el hecho de que se trataba de la primera vez que se hacía a la República una oferta de paz seria y digna de tomarse en cuenta, puesto que hasta entonces no se le había expresado esa disposición pacífica de parte del Gobierno haitiano, y al no ser ella la E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... p. 79.

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que por espíritu de conquista alimentaba la guerra, «tampoco le tocaba a ella solicitar la paz que no turbaba». Por último, sin ocultar una reacción algo airada a los términos del despacho de Zeltner, y al tiempo que le agradeció sus esfuerzos para demostrar al ejecutivo dominicano «las ventajas de una paz fundada en principio de justicia» como la que proponía, el ministro le espetó que en opinión de su Gobierno tales esfuerzos eran innecesarios. En efecto, el mismo estaba dispuesto a hacer cuanto exigiese el interés del pueblo dominicano, y solo esperaba que se confirmaran esas proposiciones, para cooperar por su parte a la realización del pensamiento que se le había presentado, si por primera vez tenía algo de sincero y leal. La coda del documento no deja lugar a dudas sobre las intenciones del ejecutivo de Santana. En efecto, Fernández de Castro advirtió al cónsul de Francia que si, como representante de una de las naciones mediadoras, confiaba tan poco en la eficacia de su influjo que lo consideraba «insuficiente para impedir esas nuevas agresiones», los dominicanos esperarían «entre tanto con las armas en la mano dispuestos a rechazarlas».38 En una entrevista que mantuvieron Santana y su ministro de Relaciones Exteriores con Zeltner, aquel expresó la buena disposición del Gobierno dominicano para nombrar un agente especial que se entendiera con otro, designado por el Gobierno haitiano, «sobre el arreglo de una paz definitiva» entre los dos países. Las negociaciones se establecerían precisamente en el sentido que Francia había propuesto a la República por medio de su agente en Santo Domingo, y en un lugar neutral.39 En esa misma línea, Castellanos debía hacer comprender al ministro Thouvenel que el Gobierno de la República Dominicana había «probado su buena disposición por hacer la paz» con Haití, y esperaba lógicamente poder acoger las proposiciones que le llegasen si, como era natural, las mismas se ajustaban a la conveniencia de ambos Gobiernos.40 Ibídem, pp. 80-81. TNA, FO 23/43, Fernández de Castro-cónsul de Francia en Santo Domingo, Santo Domingo, 21 de diciembre de 1860 (es una copia remitida por Hood al secretario del Foreign Office, el 20-I-1861). 40 AGN, RREE, leg. 15, expte. 7, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 15 de enero de 1861. 38 39

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Por su parte, el 9 de enero de 1861, el representante de la República Dominicana en Madrid informó a Fernández de Castro de que no había tenido tiempo de hablar con O’Donnell sobre la nota de Zeltner, pero que sí lo había hecho con el subsecretario de Estado, quien le dijo que el cónsul de España en Santo Domingo ya había aconsejado al Gobierno de la República que se dieran «largas a este negocio», y que el ejecutivo español aprobaba este consejo. Alfau reafirmó este mismo punto de vista y señaló que el Gobierno dominicano debería aparentar que no desestimaba las proposiciones hechas por el cónsul de Francia en nombre de Haití, «y que sin contraer compromisos escritos y formales», dejase «ver deseos de celebrar un convenio de paz» que pusiera fin a la enemistad de ambos pueblos. Con gran acierto diplomático, Alfau juzgaba que esta conducta era muy necesaria, porque el Gobierno dominicano no debía responder «con marcado desaire a la oficiosidad del agente francés, ni menos aparecer» que aceptaba o deseaba «aceptar, sin reflexión y examen, proposiciones» de las que dependía el porvenir de la República. Mientras tanto se ganaba tiempo, que era lo que en aquellos momentos más se necesitaba, para la feliz solución de los asuntos que él estaba gestionando en España, es decir, la concesión por parte de esta de algún tipo de protección a Santo Domingo.41 En todo caso, y como si todo siguiese un curso normal, el ministro dominicano de Relaciones Exteriores dio instrucciones a Castellanos, el 19 de febrero de 1861, de que recordara a los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia la resolución definitiva acerca del reclamo que les habían hecho contra el Gobierno haitiano. Fernández de Castro llegó incluso a afirmar, en unos términos bastante ambiguos, que debían activarse las diligencias necesarias para obtener justicia, antes de que hubiera «de hacerse por otra nueva tentativa». Poco tiempo después pareció despejarse el enigmático sentido de esas palabras del ministro. Así, en una comunicación del 5 de marzo, Fernández de Castro hizo saber al todavía representante de la República en Madrid que el Gobierno E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 336-337 (las cursivas son del original).

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haitiano «faltando de nuevo a la fe prometida», había «seducido con dinero y promesas» al expulso general Sánchez, que se dirigía a Haití con ánimo, según decía en su proclama, de entrar en el territorio dominicano por la frontera haitiana. Mientras tanto, siempre según el ministro, el Gobierno del país vecino se preparaba para una invasión que supuestamente no se haría esperar, eventualidad ante la que el de la República estaba atento, aguardando los acontecimientos. Para terminar, Fernández de Castro indicó que sería bueno que el Gobierno francés estuviese prevenido de ese nuevo atentado, aunque fuera indirectamente, con lo que quizás insinuaba la conveniencia de que la noticia se publicase en la prensa, o de que alguien la hiciera circular desde Madrid, pero sin carácter oficial. El objeto de esta maniobra diplomática era, a fin de cuentas, que en París se hicieran «una idea del grado de buena fe» con que el ejecutivo de Puerto Príncipe había hecho «sus pretendidas proposiciones de paz».42 Resulta evidente que el estilo de la diplomacia llevada a cabo por Fernández de Castro era más agresivo que el de Ricart, ya que incluso llegó a poner en circulación un bulo como el de que los haitianos habían comprado a Sánchez, eso sí, tratando de que la supuesta noticia no pareciese procedente de fuentes oficiales, para evitar comprometerse. En otro despacho que envió a Alfau en la misma fecha, el ministro de Relaciones Exteriores subrayó el hecho de que el ejecutivo de Santo Domingo había contestado a la propuesta del cónsul de Francia, de conformidad con los deseos expresados por el agente de la República Dominicana en Madrid, incluso antes de tener conocimiento de ellos. Además, según se deduce de las palabras de Fernández de Castro, esa actitud de reserva quedaba plenamente justificada, porque los haitianos habían dado «bien pronto, pruebas de su mala fe», y para demostrarlo adjuntó la copia de un oficio de la gobernación provincial de Santiago en el que se daban los datos de una nueva invasión, ante la que no obstante parecían estar muy tranquilos. Esto puede explicarse debido al regreso del titular E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión…, pp. 83-84 (las cursivas son nuestras).

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del Ministerio de Relaciones Exteriores, tras una estancia de cerca de cinco meses en La Habana, acompañado del cónsul Mariano Álvarez, quienes venían ya dispuestos a dar el paso de proclamar inmediatamente la anexión de Santo Domingo a España, tal como se hizo el 18 de marzo de 1861. Ese día, Ricart informó del acontecimiento a los representantes de Gran Bretaña y Francia en Santo Domingo, y les agradeció sus buenos oficios en las diferencias que habían tenido lugar entre los Gobiernos dominicano y haitiano,43 pero al mismo tiempo les dejó claro que ya no los necesitaban. En efecto, la entrada en juego de España hizo que la balanza se desequilibrara en favor de una solución para la que no hacía falta recurrir a las potencias mediadoras, sino que las mismas podían ser más bien un estorbo para la realización de dicho plan. El comienzo de esta nueva etapa, caracterizada por una intervención más activa de la diplomacia española en los asuntos de la República Dominicana, y particularmente en la cuestión dominicohaitiana, se produjo a raíz de la llegada a Santo Domingo del nuevo cónsul de España, Mariano Álvarez, en diciembre de 1859.

2. Papel de España en la cuestión dominicohaitiana y aumento de la rivalidad entre las potencias europeas

Álvarez puso en antecedentes al ministro de Estado sobre la conflictiva zona fronteriza entre la República Dominicana y Haití, dándole algunos datos de carácter histórico. Muchas tierras que según los antiguos límites deberían pertenecer a la República se encontraban en poder de Haití, a pesar de haber sido reconquistadas por los dominicanos, quienes habían tenido que abandonarlas «por ser la población en su mayor parte haitiana y muy costosa y difícil su conservación». En este caso se encontraban las poblaciones de San Miguel, Hincha y Las Caobas, entre otras. Con relación a los pueblos más próximos a las fronteras del sur, que eran Las Matas, San Juan y Neiba, el agente señaló que su principal riqueza era el ganado vacuno, que escaseaba bastante en Haití. Ibídem, pp. 85-86.

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Ello había dado lugar a que, en los catorce meses transcurridos desde que se pactó la tregua, se hubiera desarrollado «un comercio fraudulento a despecho de las órdenes terminantes» del Gobierno dominicano, entre los habitantes fronterizos de ambas Repúblicas. Al principio este tráfico era insignificante, pero había ido tomando grandes proporciones, hasta tal punto que los que lo ejercían ya no se contentaban con llevar a Haití animales, la mayor parte de ellos robados según el cónsul, sino todos sus productos, como cera, cueros y resina, que antes solían vender en Azua, para cambiarlos por otras mercancías.44 Respecto a la cuestión más candente en aquellos momentos entre los dos países, Álvarez aseguró que el Gobierno de Haití había ordenado a las autoridades fronterizas que patrocinasen y fomentasen dicho fraude, de modo que los haitianos compraban sus productos a precios elevados, y para atraerlos aún más les vendían lo más barato posible todo lo que necesitaran. Pero para el diplomático español eso no era lo peor, sino que el mal estaba en la propaganda que hacían, valiéndose de esas relaciones, para convencerlos de «la gran conveniencia de unirse a ellos», puesto que sus intereses y origen eran los mismos. Tales ideas, a su juicio, servían «para agitar la terrible cuestión de raza», y preparaban el campo para cuando invadiesen el territorio dominicano, a fin de hallar poderosos auxiliares en los que habían sido siempre sus más encarnizados enemigos. Álvarez se hizo eco también de los rumores acerca de que Haití había aumentado el contingente de su Ejército y había comprado armas de pistón, cuyo manejo estaban enseñándoles instructores franceses, por lo que no era difícil que buscaran algún pretexto y rompiesen la tregua existente. Por último, el cónsul llamó la atención de Calderón Collantes sobre el hecho de que esa constante amenaza era muy perjudicial para el Gobierno dominicano, que si bien estaba dispuesto a rechazar al enemigo, no podía «calmar la ansiedad pública». Esta situación provocaba que muchas personas se asociaran al partido de la Unión, bastante numeroso en el Cibao y Puerto Plata, y que AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 4 de mayo de 1860.

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formasen «coro con los de la capital para reconvenir» al ejecutivo por no aceptar las proposiciones de los estadounidenses, ya que debido a su ignorancia algunos les hacían creer que aquellos «darían la seguridad y harían rico al país». Con el argumento de que todo ello podría perjudicar también a Cuba y a Puerto Rico, Álvarez lo puso en conocimiento del ministro para que el Gobierno español decidiera lo más conveniente al respecto y se precavieran de tan graves males.45 Esta situación de conflicto dio origen a que el Gobierno dominicano se quejara, y no sin fundamento según el cónsul de España, de que los agentes de la mediación le habían dirigido una nota diciéndole que todo acto de hostilidad por su parte respecto a Haití «sería muy severamente apreciado por las potencias mediadoras». En consecuencia, le recomendaron que persistiese «en la vía de conciliación leal», como la única que permitía esperar un feliz resultado. Esta semirreprimenda, como la denominó Álvarez, al parecer se había producido por una queja de Haití, después de que una patrulla dominicana fuera a un rancho situado dentro del territorio de la República, a perseguir ladrones de ganado. El diplomático español aseguró que los agentes de la mediación se limitaban a transmitir las reclamaciones del ejecutivo de Santo Domingo a sus colegas de Puerto Príncipe sin comentario alguno, lo que no le parecía suficiente para impedir la propaganda haitiana, que había perturbado ya la tranquilidad de los pueblos fronterizos. Álvarez se explicaba «la apatía de los agentes de la mediación por la cosa pública en Santo Domingo», y el interés que a su juicio empezaban a manifestar por Haití, dado que Gran Bretaña «vería con placer a todas las Antillas negras», y si los haitianos se apoderasen otra vez de Santo Domingo, Francia no lo consideraría ninguna calamidad. Entretanto, los norteamericanos continuaban trabajando, y esperaban «obtener por el estado de las cosas, algunas ventajas favorables a sus conocidos proyectos», por lo que de nuevo el cónsul se refirió a la necesidad de prevenir a tiempo los males que en último caso amenazarían a las posesiones de España en las Antillas. En el enterado que figura en el Ibídem.

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exterior del despacho se reiteraban las instrucciones que el ministro de Estado había dado a Álvarez, en el sentido de que ofreciera la mediación del Gobierno español en las diferencias entre los dos países, lo que se hizo por medio de una orden fechada el 10 de julio.46 La animosidad del representante de España hacia sus colegas fue en aumento, y cuando comunicó la noticia de que la correspondencia que sostenían los generales Ramírez y Alcantar había sido felizmente interceptada por las fuerzas leales al presidente Santana, no pudo evitar un comentario que la dejaba traslucir a las claras. En efecto, Álvarez afirmó que por más que les pesara a los agentes de la mediación, ya no podía negarse que Geffrard y su Gobierno eran los autores de la rebelión. Dichas comunicaciones oficiales confirmaban que la sublevación hacía tiempo que se estaba fomentando «por los que sin respeto alguno a las dos grandes potencias» que se decían mediadoras, habían «infringido la tregua de un modo tan criminal y escandaloso». Estos términos tan contundentes no hacían sino caldear aún más un ambiente ya muy tenso de por sí, a lo que contribuyó también la llegada a Santo Domingo del contraalmirante Pénaud, comandante en jefe de la división naval francesa de las Antillas. La visita sirvió de pretexto, según el cónsul de España, para que el de Gran Bretaña difundiese «con incalificable intención el rumor» de que tan pronto como llegase, el mencionado marino exigiría al Gobierno que el general Santana se retirase de las fronteras. Como es natural, este rumor los tenía alarmados, por las experiencias pasadas de que siempre que los haitianos invadían la República, aparecía un buque francés en aguas dominicanas. El jefe de la escuadra francesa fondeó en la rada de Santo Domingo el 8 de junio, y mantuvo una entrevista con los miembros del ejecutivo, que le expusieron francamente la situación de la República. Cuando ya se creía que iba a poner «rumbo hacia Haití para reprimir la insolencia de Geffrard y sus negros», como era de justicia e interesaba al honor de las potencias mediadoras, «toda vez que se le había probado la criminal propaganda» que hacían en las fronteras, partió para

Ibídem, 4 de junio de 1860.

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la isla de Guadalupe.47 La ironía empleada por Álvarez en todo el despacho no deja lugar a dudas sobre su distanciamiento cada vez mayor con respecto a la postura que mantenían Zeltner y Hood en la cuestión dominicohaitiana. Más aún, el diplomático también informó de que se habían recibido nuevas comunicaciones, según las cuales Ramírez había enviado varias familias dominicanas presas a las cárceles de Haití, donde permanecieron trece días, a las que no habían liberado hasta que fracasó la sublevación, e incluso mantenían otras todavía encarceladas. Como el Gobierno había participado el asunto a los agentes de la mediación, estos dirigieron el 15 de junio una nota al ministro de Relaciones Exteriores que Álvarez prefirió no calificar. En ella decían, «con un aplomo envidiable», que no podían admitir que el Gobierno haitiano pudiese cometer tales actos después de haber acordado con los agentes de la mediación las obligaciones que le imponía la tregua, a lo que el cónsul solo añadió: «Esto no necesita comentarios». Acto seguido señaló que toda mediación suponía una acción conciliadora entre dos extremos, y que lamentablemente ese no era el carácter dominante en la actividad mediadora de los representantes de Francia y Gran Bretaña, «ante cuya imparcialidad debían estrellarse las infracciones que cometiese cualquiera de las dos Repúblicas». Álvarez recordó que los dominicanos nunca habían invadido el territorio de Haití, y aseguró que si Santana no hacía una excursión hasta el mismo Puerto Príncipe, era «solo por respeto a las potencias mediadoras». En este río revuelto, la ganancia era, como cabía esperar, para Cazneau y sus partidarios, ya que el hecho de estar todo el país en pie de guerra lo empobrecía, al paralizarse los cortes de maderas y las labores del campo, lo que les daba ocasión de hacer propaganda. Así, aquellos decían que «las intrigas de los cónsules ya por sus odios y venganzas personales ya por otras causas políticas», eran las que impedían que la República pudiera alcanzar la paz y prosperidad que sin duda tendría, si no se le estuviesen creando dificultades a cada instante «con dañada intención». El agente de España subrayó que estas apreciaciones, aunque fueran hechas por un partido enemigo, no carecían Ibídem, 18 de junio de 1860.

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de fundamento si se estudiaba la historia de los sucesos pasados, y antes de concluir su misiva llamó la atención del ministro de Estado sobre un punto de la mayor importancia. Siempre que los dominicanos se movilizaban contra Haití, quedaba desguarnecida y casi abandonada la bahía de Samaná, y por lo tanto expuesta a ser ocupada con cualquier pretexto, circunstancia de la que había advertido también al ejecutivo de Santo Domingo.48 Pocos días más tarde Álvarez se refirió de nuevo al contraalmirante Pénaud, a quien había visitado a bordo de la fragata francesa Bellone, donde fue recibido conforme a ordenanza y con suma amabilidad por su parte. Sin embargo, cuando contaba con ser correspondido como era costumbre en tales casos, vio que no se le daba esta prueba de atención, algo que lamentó no precisamente por su persona, sino por el puesto oficial que ocupaba como representante de España. Este, tras eximir en su mayor parte al contraalmirante de dicha falta de cortesía, la atribuyó principalmente al cónsul de Gran Bretaña, quien desde la partida de Saint André influía en todos los actos del consulado de Francia. Hood se irritaba «por el apoyo desinteresado y sincero» que, en cumplimiento de su deber, Álvarez prestaba al Gobierno dominicano, cuya marcha el representante de Gran Bretaña entorpecía de forma incesante para crearle dificultades, «sin más que por resentimientos personales indignos» de figurar en un despacho. Siempre de acuerdo con la versión del agente de España, estas cuestiones, «que nunca deberían entrar en el terreno de la política», habían influido y continuaban influyendo extraordinariamente en los negocios de la República, a la que con frecuencia se le creaban obstáculos, que quizás no lo serían para otro Gobierno más experimentado y con hombres de otro carácter. Por último, Álvarez aseguró que cada día estaba más convencido de que la política de los agentes diplomáticos de Gran Bretaña en las naciones hispanoamericanas, y en particular en la República Dominicana, era «si cabe más perjudicial a los intereses de las mismas, que las absurdas pretensiones invasoras» de los Estados Unidos».49 Ibídem. Ibídem, 21 de junio de 1860.

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En su respuesta a las últimas comunicaciones, Calderón Collantes aprobó que el cónsul en Santo Domingo le participara lo acontecido con el contraalmirante, pero expresó su deseo de que estos asuntos no alterasen «la exquisita circunspección» con que debía proceder en el ejercicio de su cargo, para no excitar la rivalidad de sus colegas. A juicio del Gobierno español, la influencia que Álvarez ejerciera sobre el dominicano y el apoyo que le prestase debían ser reservados, de modo que no pudieran comprometerse por hacer «ostentación o gala de ellos». Así, el ministro le recomendó que en cuantos actos y en cuantas conversaciones resultase oportuno, expresara el vivo interés de España por la República Dominicana, y afirmase también que no aspiraba a ejercer sobre ella un protectorado que excluyera «sus relaciones francas y espontáneas con los demás Gobiernos». Era cierto que el ejecutivo de Madrid haría cuanto fuese propio de la fraternidad entre España y la República para la seguridad e independencia de esta, pero «siempre desinteresadamente y sin otro móvil que el mantenimiento de los lazos» que la seguían uniendo con su antigua metrópoli. Respecto al conflicto dominicohaitiano, Calderón insistió en la conveniencia de que España fuera admitida a la mediación entre las dos Repúblicas, lo que Álvarez debía procurar eficazmente, de acuerdo con su colega de Puerto Príncipe. El ministro explicó esta medida al señalar que, como la mediación francobritánica no había producido «resultado alguno favorable, más bien que por otra cosa por circunstancias especiales en sus agentes», el influjo de estos debía ser «contrarrestado por una política más conciliadora y amiga de la República Dominicana». En todo caso, y aunque esto no fuera así, lo exigiría el interés de España «por su buen nombre en América, tanto para acrecentar su influencia en esos países, cuanto para utilizarla en provecho de los intereses de sus naturales y de los españoles, aun confundidos en ellos».50 Lo cierto es que, por una u otra razón, no consta que Álvarez cumpliera esta orden superior, por lo que España no formó parte de la mediación en ningún momento. Cabe especular AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, San Ildefonso, 22 de julio de 1860 (hay dos despachos diferentes dirigidos a Álvarez, ambos de la misma fecha).

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con la posibilidad de que el cónsul y el Gobierno dominicano considerasen más útil mantener su propio canal de comunicación, al margen de los agentes de las potencias mediadoras, con vistas, además, a seguir dando los pasos que los condujeron finalmente a la solución anexionista. Calderón también se dirigió a Pablo de Urrutia, agente de España en la capital haitiana, para señalarle que el Gobierno español había procurado siempre, para el mantenimiento de sus estrechas relaciones con los Estados americanos, así como para la protección de sus colonias, interponer su mediación en las cuestiones sostenidas entre ellos o con los Gobiernos europeos. Con respecto a la ruptura de la tregua, el ministro le informó de que el ejecutivo de Madrid, en su deseo de que el cónsul de España en Santo Domingo interviniera en ese negocio para beneficio de la República Dominicana, le había encargado que «procurase obtener la mediación de España en la cuestión a título igual» que Francia y Gran Bretaña. Calderón comunicó a su agente en Puerto Príncipe que ya había advertido a Álvarez que procediera siempre de acuerdo con él, para que así el propio Urrutia pudiese contribuir por su parte a que el Gobierno haitiano accediera a los deseos del dominicano. En conclusión, se trataba de que los esfuerzos y las influencias de ambos diplomáticos se concertasen «para este caso especialmente y para cuantos incidentes fuere necesario tratar a la vez» en los dos países de la isla.51 Estas consideraciones, que parecen simplemente de sentido común, no fueron sin embargo tan sencillas de llevar a la práctica, ya que la diferencia de criterio con relación a la crisis fronteriza no se produjo tan solo entre el cónsul de España en Santo Domingo, y los de Francia y Gran Bretaña, sino también entre aquel y su colega de Puerto Príncipe. En efecto, este aseguró al ministro de Estado que en la República Dominicana se inventaban y se abultaban excesivamente las noticias con fines particulares, y que los malcontentos, pero sin precisar quiénes eran estos, excitaban a la población con un «pernicioso objeto». Según Urrutia, algunos AMAE, H 2375, Calderón Collantes-cónsul de España en Puerto Príncipe, San Ildefonso, 22 de julio de 1860 (minuta).

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individuos de ambos lados de la frontera debían estar «iniciados e interesados en las funestas consecuencias» a las que podría conducir el trastorno que se derivaba «de la inobservancia de las órdenes superiores y las leyes vigentes».52 Anteriormente, el representante de España en la capital haitiana ya había asegurado a Álvarez que, si bien el Gobierno de Haití conservaba «ideas de fusión de ambas Repúblicas en una», no había tratado ni trataría de «violentar las aspiraciones que pudiese haber respecto de la unión». Por ello, no se intentaría hostilizar a los dominicanos, no ya seriamente, sino «tampoco por medio de amenazas o diversiones con tal objeto», porque bastante que hacer le daban los descontentos con el cambio del sistema de gobierno que había tenido lugar a comienzos de 1859.53 Quizás estos eran los mismos descontentos a quienes Urrutia hizo referencia en su comunicación al ministro de Estado, aunque también cabe suponer que se trata de un término genérico, sin mayor concreción en uno y otro caso, con el que aludía tan solo a los grupos de delincuentes y/o rebeldes que pululaban por la frontera entre los dos países. El agente de España en Puerto Príncipe trató de rebatir, punto por punto, lo que Álvarez había expuesto al ministro de Estado en su despacho del 4 de mayo. Los habitantes de la frontera de la República Dominicana iban a Haití a comprar distintos productos, llevando para pagar a cambio ganado y otros efectos, pero si ese comercio era fraudulento, como afirmaba el cónsul de España en Santo Domingo, a las autoridades dominicanas competía contenerlo y reprimirlo. Urrutia no podía aceptar como cierto que el Gobierno de Haití hubiese dado instrucciones a sus empleados de la frontera para que fomentaran el fraude, aunque no negaba que se tolerase, como sucedía en todas partes, considerando sobre todo el deseo que tenían los haitianos de formar una sola República en la isla. No obstante, entre eso y dar instrucciones había mucha diferencia, a juicio Ibídem, Urrutia-ministro de Estado, Puerto Príncipe, 23 de junio de 1860. AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, Urrutia-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 5 de mayo de 1860.

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de Urrutia, quien tachó de «presunción mal apoyada o vaga» la afirmación hecha por Álvarez de que, para atraerse a los dominicanos, se les pagaba el ganado y los demás efectos que aquellos introducían en Haití a un precio elevado, y se les vendía lo más barato posible. Es más, con respecto a las noticias que se propagaban acerca de los preparativos de una invasión, el diplomático español negó categóricamente que algo así se estuviera haciendo en ese país, y que el Gobierno haitiano pensase «en semejante extravagancia», dado que el presidente había licenciado a todos los soldados que llevaban más de diez años en el servicio militar activo. En cuanto a la compra de fusiles, Urrutia había verificado que una partida iba destinada a la Guardia Nacional de la capital, y que la otra, compuesta de carabinas con bayonetas, era para el batallón de tiradores de Haití, denominado así a imitación de los de Vincennes, el cual tendría como máximo 600 hombres, cuyo instructor era efectivamente un oficial francés.54 Al menos, este último detalle de la información de Álvarez resultó verídico, ya que todo lo demás era completamente falso, de acuerdo con lo que sostenía su colega destinado en Puerto Príncipe. Según Urrutia, no había nada más en dicho asunto, y aseguró al representante de España en Santo Domingo que el Gobierno haitiano no buscaba «rodeos ni quimeras para romper la tregua». Aquel se permitió incluso aconsejar al ejecutivo de Santo Domingo que procurase contener el fraude que se hacía por sus fronteras, «y castigar a los propagandistas de noticias e ideas subversivas, pero sin oponerse al comercio y tráfico legal, bajo pretextos frívolos». Además, las autoridades dominicanas debían convencerse de que el contingente del Ejército haitiano, en lugar de aumentar como se pensaba, cada vez se reducía más, pues todo el anhelo del presidente Geffrard era que la población se dedicara con preferencia a la agricultura. Por último, con respecto a la intercesión de los cónsules de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe, la respuesta había sido que si algunos dominicanos se refugiaban en territorio haitiano por causas políticas, no podían sino admitirlos. Sin embargo, en lo demás, Haití respetaba «lealmente el objeto y Ibídem, 23 de junio de 1860.

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motivos de la tregua [...], sin mira alguna de agresión contra los dominicanos», a quienes tampoco se podía negar la libre acción del tráfico.55 Esta defensa cerrada del Gobierno haitiano, con los mismos argumentos que el mismo empleó para responder a los agentes de la mediación incluso después de que Hood fuese a Santo Domingo con las pruebas de la relación entre los sublevados y, al menos, un general del Ejército de Haití, llevan a pensar en un planteamiento acrítico de la cuestión por parte de Urrutia. O bien, en otras posibilidades, como por ejemplo cierto temor o un excesivo involucramiento del tipo que fuera con las autoridades haitianas, ninguna de las cuales deja en buen lugar su gestión al frente del consulado de España en Puerto Príncipe. El diplomático español reiteró su peculiar postura todavía en varias ocasiones más. Así, por ejemplo, comunicó a su colega de Santo Domingo la llegada a la capital haitiana de algunos dominicanos, empujados más bien por la miseria dominante en las regiones fronterizas, que por efecto de su inclinación al Gobierno haitiano, pues pese a la abundancia de ganado existente en ellas no había salida para el mismo en su país. Aprovechó, de paso, para arremeter contra el Gobierno de la República Dominicana, porque parecía temer que «el roce y concurso consiguiente de los vecinos de ambas fronteras», influyese y reprodujese en los dominicanos la idea de la antigua unión. Al menos, el representante de España en Puerto Príncipe reconoció que era bien evidente que los dominicanos habían aceptado la separación «con decidida satisfacción y buena voluntad», pero añadió que tal desenlace tuvo lugar no obstante los muchos años «que hacía se habían unido y vivido pacíficamente bajo un solo Gobierno». Lo curioso de estas afirmaciones es que parecen querer decir algo más de lo que dicen, como cuando acto seguido Urrutia expresó su opinión de que, seguramente, no pasaba «por la imaginación de esos habitantes, el deseo de volver a unirse con los haitianos, de cuya antipatía dieron suficientes y cruentas pruebas a las tropas de este país», en 1855 y 1856. A continuación, insistió en la teoría de Ibídem.

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que si algunos díscolos y malcontentos con la situación en Haití se atrevían incluso a tomar la voz de la mayoría, que no era tal, el Gobierno dominicano no debería manifestar tanta pusilanimidad, porque era dar demasiada importancia a la política, así como al orden de cosas reinante en Haití. El colmo del cinismo llegó cuando el agente señaló la necesidad de que el Gobierno dominicano procurase que los productos del país tuvieran «una salida regular», ya que de ese modo no se vería «a sus habitantes hechos unos harapos», que era lo que sucedía en la frontera. Las quejas, según él injustas, contra el Gobierno haitiano, estaban motivadas por «la filantrópica caridad» de que eran objeto «aquellos infelices, incapaces de distinguir las condiciones y los sentimientos» que interesaban a los partidos. El ejecutivo de Santo Domingo, sin dificultad alguna, podía levantar «las medidas restrictivas referentes a [...] la libertad del tráfico [...], y obtendría seguramente las ventajas relativas a su nueva posición, ganando las voluntades y la confianza de sus súbditos, en lugar de manifestarse tan temeroso, enajenando las simpatías de todos». Tras esta retahíla de despropósitos, Urrutia dio por sentado que la tregua había sido solicitada por el Gobierno dominicano, y concedida por el haitiano «con la mejor voluntad por el término de cinco años», cuando en realidad, como ya se ha visto, ocurrió justo al contrario. Este error de bulto era tan absolutamente tergiversador que solo cabría atribuirlo a un interés desmedido por cantar la supuesta generosidad sin límites del ejecutivo de Puerto Príncipe. Por último, en el delirio de un respaldo tan absurdo como impropio de un diplomático con respecto al Gobierno ante el que estaba acreditado, aseguró que los haitianos, al «dar buena acogida al infeliz» que se refugiaba en su país, cumplían con el deber que les imponían su religión y la política, pero sin especificar cuál. Por otra parte, también el comerciante hacía lo que debía al vender sus géneros a todo el que le pagaba, una obviedad que remató con algo más discutible o difícil de probar: que el Gobierno de Haití, en lugar de excitar a la rebelión, había ordenado que a todo dominicano o haitiano que tratase de vender una res se le exigiera el documento legal de su procedencia.56 Ibídem, 7 de julio de 1860.

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Este cúmulo de desatinos culminó en los últimos despachos que envió el hasta ese momento cónsul de España en Puerto Príncipe al ministro de Estado, en el primero de los cuales se refirió a la violación de la tregua como a «las desagradables discordias» suscitadas por el Gobierno de la República Dominicana contra el de Haití. Las razones que mencionó para ello fueron, como siempre, «las rencillas» de los dominicanos frente a Haití, «renovadas con los viajes frecuentes a este país de algunos traficantes», por lo que el ejecutivo de Santo Domingo había presentado sus quejas a los mediadores de la tregua, simplemente, en venganza de dicho tráfico. Sin embargo, con la nota que el ministro haitiano de Relaciones Exteriores les pasó, y con las «contestaciones satisfactorias» que les había dado en diversas ocasiones, aquellos debían haberse convencido de que no era el Gobierno haitiano el que turbaba la paz establecida por la tregua, ni tampoco el que buscaba «quimeras para romperla». Por ello, concluyó Urrutia, todo lo demás que se atribuía a las autoridades fronterizas haitianas era «exagerado advertidamente y con intención», maniobra en la que de manera más o menos consciente estaba incluyendo a su colega Álvarez, a no ser que lo considerase un ingenuo que se dejaba manipular, lo cual habría sido incluso peor.57 Dos días más tarde informó al ministro de que, como consecuencia de las comunicaciones del agente de España en la República Dominicana al capitán general de Cuba, estaba recorriendo las costas de la isla un buque de guerra español, cuyo comandante se había puesto en contacto con él a su llegada a Puerto Príncipe. Después, el barco continuó viaje rumbo a Santo Domingo, «con el único fin de prestar alguna fuerza moral al Gobierno de aquella República, con la presencia del pabellón español». A pesar de esta visita, Urrutia mantuvo esa defensa acérrima del Gobierno haitiano que le caracterizaba, e incluso dio un paso más en ella al asegurar que los dominicanos eran, «con su conducta poco discreta», los que habían «quebrantado el principio y objeto de la tregua, violando el territorio haitiano por una partida armada». Por si no AMAE, H 2375, Urrutia-ministro de Estado, Puerto Príncipe, 7 de julio de 1860.

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hubiese quedado suficientemente claro, el cónsul insistió en que el Gobierno de Haití no había tratado ni trataba «de la menor violencia contra los derechos de la República Dominicana», y sin más, trajo a colación que Geffrard estaba de visita por el país, con el único objeto de inculcar a los labradores y demás habitantes que la riqueza del mismo consistía en el cultivo de las tierras.58 Como cantor de las bondades del presidente de Haití, Urrutia no tenía rival, y como portavoz de sus campañas de propaganda tampoco, pero ya solo le quedaba rendir un postrer servicio a la causa de Geffrard, con una fidelidad verdaderamente encomiable, y digna de mejor causa, pues su misión en Puerto Príncipe estaba a punto de finalizar. En efecto, en su último despacho oficial al ministro de Estado, Urrutia adjuntó una copia de la orden del día que el comandante de los distritos de Mirabalais y Las Caobas había publicado, por disposición del presidente, relativa a las dificultades con la República Dominicana, debidas al fraude que se hacía por sus fronteras. Según el todavía cónsul, de dicha disposición se infería claramente que el Gobierno haitiano, al que por otra parte le había costado la cantidad de 1,250,000 reales de vellón anuales, en cada uno de los años que Santo Domingo había estado unido a Haití, según la liquidación que acababa de verificarse, no trataba de «seducir a los dominicanos, ni de violar la tregua existente [...], ni tampoco de aumentar sus obligaciones con deudas ajenas», pues tenía «muy bastante con las suyas».59 En tales circunstancias no resulta extraño que Urrutia fuese relevado de su cargo, que quedó ocupado de forma interina por el segundo de la legación diplomática española en Puerto Príncipe, Jaime Salceda de Escalante, quien ya en una de las primeras comunicaciones que dirigió a su colega de Santo Domingo dio pruebas de un estilo muy diferente. Así pues, en respuesta a un despacho de este fechado el 18 de junio, lo cual permite hacerse una idea de la casi nula coordinación existente hasta ese momento entre ambos consulados, Escalante le aseguró que vigilaría muy de Ibídem, 9 de julio de 1860. AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, Urrutia-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 3 de agosto de 1860 (se trata de un traslado del despacho que remitió en esa misma fecha al ministro de Estado).

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cerca las operaciones del Gobierno de Haití, con relación a sus proyectos contra la República Dominicana.60 Posteriormente, el hasta entonces vicecónsul pasó a ocupar en propiedad el puesto de cónsul de España en Puerto Príncipe.61 Por su parte, el agente de la República Dominicana en Madrid no perdió la ocasión de exponer con tintes dramáticos al ministro de Estado la situación producida por el intento de sublevación en la frontera, y subrayó que Haití no había «perdido la esperanza de enseñorearse del suelo dominicano». Reconoció que la tregua vigente no le permitía de momento «tentar fortuna por medio de las armas», sobre todo teniendo en cuenta que cada vez que había invadido el territorio de la República, sus tropas habían sido completamente derrotadas, pero a su juicio no sería de extrañar que echara mano «de otros medios para alcanzar sus imaginarios fines». Alfau enumeró los principales datos de los que disponía, resaltando en primer lugar el hecho de que todos los oficiales y generales del Ejército dominicano a los que el Gobierno haitiano había seducido eran «individuos [...] de color», lo cual no parece especialmente significativo, dado el alto número de militares dominicanos de esa condición. Tras informar de que su Gobierno había reprimido la naciente rebelión, quiso dejar claro que, con todo, la situación de Santo Domingo era más grave que nunca, ya que Haití empleaba «medios traidores, repartiendo a manos llenas oro entre los individuos de su raza» que vivían en la República Dominicana. El representante de esta recurrió a un argumento que sabía infalible para despertar la inquietud del ejecutivo de Madrid, y presentó como un peligro inminente el que según él estaba en todas partes, es decir, una guerra de razas, algo que hacía saltar todas las alarmas por la proximidad de Cuba y Puerto Rico. Alfau reiteró que esos «temores nada exagerados» no podían disminuirlos los buenos oficios de las dos potencias mediadoras, porque aparte de «otras razones de obvia y fácil comprensión», con lo que parecía insinuar una parcialidad prohaitiana, la solicitud de dichas potencias no había sido, «ni con mucho, eficaz y provechosa para la República». Por ello, Ibídem, Salceda de Escalante-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 12 de septiembre de 1860. 61 Ibídem, 25 de octubre de 1860. 60

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puso todos los hechos en conocimiento de Calderón Collantes, a fin de que este le dijese cuál iba a ser la actitud de España respecto a la cuestión dominicohaitiana, a lo que en respuesta se le dio confidencialmente conocimiento de las instrucciones comunicadas a los cónsules en Santo Domingo y Puerto Príncipe.62 El primero de ellos remitió una comunicación al ministro de Estado en la que le informó del resultado de las gestiones de Hood en Puerto Príncipe, y con respecto a la contestación dada por el Gobierno haitiano al cónsul de Gran Bretaña, Álvarez manifestó que del análisis de la misma se desprendían graves consideraciones. En primer lugar mencionó que las justas quejas de los dominicanos eran calificadas de «pretensiones inadmisibles», aunque no se negaba «la propaganda y levantamiento de las fronteras promovido por Alcantar», ni se desmentían los documentos originales cogidos a los traidores, que Hood les había presentado. Sin embargo, se resistían no solo a hacer justicia, como solía hacerse en tales casos, sino que se negaban a reparar el daño inferido a la República. Por ello, consideró que este era «el desaire más completo» que podía hacerse a las grandes potencias negociadoras de la tregua, y que revelaba «bien a las claras lo poco en que los negros de Haití» respetaban los compromisos que les imponía la mediación. Además, añadió que el general Alcantar conservaba sus grados y empleos, y decía públicamente que si llegaban a molestarle presentaría las instrucciones que había recibido de su Gobierno. Según el agente de España, tan atrevido lenguaje se explicaba al considerar que los haitianos habían confesado en su nota, «sin el menor rebozo», que solo aguardaban «una ocasión favorable para por la persuasión», pues no tenían «el suficiente descaro de decir que por medio de las armas», conseguir con el tiempo el dominio de toda la isla. Por su parte, el cónsul de Francia y en particular el de Gran Bretaña le aseguraron que habían escrito ya a sus respectivos Gobiernos, y habían calificado la conducta de Haití de la manera que esta se merecía, así como el contenido de su nota.63 AMAE, H 2375, Alfau-ministro de Estado, Madrid, 2 de agosto de 1860 (las palabras en cursiva están subrayadas en el original). 63 Ibídem, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 3 de septiembre de 1860. 62

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En cuanto a las instrucciones recibidas de dicho ministro, para que procurase eficazmente ser admitido a la mediación entre los dos países, Álvarez pasó a exponerle el estado en que se encontraba «tan delicada cuestión» en aquellos momentos. Según el cónsul de España, el Gobierno dominicano había considerado la nota haitiana «como una prueba más, no solo de la mala fe de aquella República, sino de la ineficacia de la mediación», de modo que el ministro de Relaciones Exteriores se había dirigido a ambos Gobiernos, por medio de su representante en París y Londres, para que comprendieran la justicia con que reclamaba. También les pedía que concretasen las medidas que la mediación estaba obligada a adoptar para satisfacer sus reclamaciones, y aunque así lo esperaba de estas potencias, si la República Dominicana veía que nada se hacía por ella, estaba resuelta a renunciar a una mediación que nunca le había reportado beneficio alguno. Por último, el diplomático español indicó que al mismo tiempo que se gestionaba ese asunto en París y Londres, el plenipotenciario dominicano en Madrid recibiría instrucciones para saber del Gobierno español si los auxilios de buques y pertrechos, ofrecidos por el gobernador de Cuba a la República, el ejecutivo de Santo Domingo podía «considerarlos como subsistentes en cualquier época y circunstancia». Cabe afirmar que esta neutralidad era solo una apariencia, pues Álvarez estaba detrás de todas las gestiones del Gobierno dominicano, animándolas e influyendo en ellas. De hecho, cuando añadió que los dominicanos consideraban dichos auxilios, y el hecho de prestarlos España, «como mejor y más positiva garantía para imponer a los haitianos en caso de necesidad», estaba expresando sin duda sus propias ideas al respecto. Así pues, ante tales circunstancias, esperaría la resolución de las dos grandes potencias para formar parte de la mediación, en lo que a su juicio no habría dificultad alguna por parte de Santo Domingo, e informaría de todo al cónsul de España en Puerto Príncipe.64 Con ello, Álvarez simplemente estaba dando largas a la cuestión, para dar tiempo a que el camino ya emprendido hacia la anexión se pudiera consolidar cada vez más, hasta convertirse en una posibilidad real. Ibídem.

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Estos extremos pueden deducirse, aunque de manera más o menos indirecta, del contenido de otro despacho de la misma fecha que el anterior. En efecto, Álvarez contestó al ministro de Estado que «la prudencia y circunspección» que observaba en todos sus actos era tal, ya en las relaciones con sus colegas, ya en lo referente al Gobierno de la República, que al tacto con que se conducía «sin hacer ostentación alguna de influencia», debía «la muy completa» que ejercía no solo en el ánimo del presidente Santana, sino en todos los individuos de su administración. Es más, desde su llegada a Santo Domingo siempre les había hecho entender que los auxilios y protección que España les concediese eran y seguirían siendo nobles y completamente desinteresados. En un arranque de sinceridad que dejaba claro el tenor del personaje, el cónsul aseguró que a sus esfuerzos se debía también la línea de conducta que había hecho seguir a todos los ministros con los demás agentes diplomáticos, hacia quienes manifestaban al principio un apartamiento que «nunca podría producir un resultado favorable para la República». Gracias a este cambio de actitud, dichos agentes se mostraban exentos de prevención y miraban ya con más confianza la marcha del Gobierno dominicano, «de cuyos actos, aun de los más insignificantes, estaban recelosos», pero sin que por esto debiera creerse que aumentaban su influencia. Antes de concluir, Álvarez hizo ver al ministro cómo comprendiendo anticipadamente la circunspección que este le había recomendado, él mismo ya había procurado y procuraría seguirla siempre,65 de lo que resulta fácil deducir que el cónsul era una persona muy pagada de sí misma, que se preciaba de su gran habilidad y astucia. Al menos en algunos aspectos, la información que proporcionó el representante de España en Santo Domingo al ministro era lo suficientemente veraz y completa como para permitirle hacerse una idea bastante aproximada de la situación interna de la República Dominicana, por ejemplo en lo relativo a su aspecto político y a sus partidos. Resulta interesante tener en cuenta que Álvarez, quizás en su afán por atraer la atención del Gobierno Ibídem.

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español, admitió que nunca había estado el Cibao tan dividido como en aquellos momentos por los diferentes partidos existentes, e incluso afirmó que en Santiago había «algunos demagogos que por tal de derrocar» la administración de Santana preferirían haitianizarse. Como es obvio, el partido haitiano representaba un peligro que lo hacía bastante temible, puesto que «en caso de conflicto contaría con la asistencia de Haití y daría que hacer mucho al Gobierno».66 Poco antes de salir hacia El Seibo, Santana y el agente de España mantuvieron una entrevista en la que, al hablar de Haití, de la mediación y de la tregua, el presidente le había dicho que si las potencias mediadoras continuaban obrando como hasta entonces, «y no [se] imponían a los haitianos, consideraría rota la tregua y obraría como mejor le conviniese». Santana pidió a Álvarez que hiciera presente al ministro de Estado, «en interés de Cuba y Puerto Rico, que los negros» crecían en población y riqueza, y que debía tenerse en cuenta «que cuando Bolívar se encontraba mal parado en Venezuela perseguido por las tropas reales debió su salvación a los batallones negros que le envió Boyer». Por último, le había asegurado que «estaba resuelto a sostener el orden, y que si llegaba a alterarse la tranquilidad bien fuese por los manejos haitianos, bien por los demás partidos, caería al momento sobre los perturbadores y haría con ellos un ejemplar [sic]».67 Debido a la marcha de Álvarez a La Habana, quedó interinamente al frente de la legación de España en Santo Domingo el vicecónsul, Eugenio Gómez Molinero, quien remitió al ministro de Estado copia de una comunicación de los cónsules de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe a sus colegas de Santo Domingo. Dicha copia se la había facilitado reservadamente el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, y de ella se podía «deducir consecuencias claras y precisas acerca de la política» que Francia y Gran Bretaña sostenían y trataban de desarrollar cada día más AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 18 de septiembre de 1860. 67 AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 21 de septiembre de 1860. La referencia de Álvarez a Boyer se trata de un error, pues como es bien conocido, en realidad el presidente haitiano que ayudó a Bolívar fue Alexandre Pétion. 66

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en aquella región, una política poco conveniente para la parte española de la isla, a juicio de Gómez Molinero. Según este, «de la historia de ambas Repúblicas, mejor dicho, de ambas razas», se deducía asimismo que no era posible «amalgama y comunidad de intereses entre ellas». Así pues, lo más prudente sería que España procurase entorpecer o evitar que se llevara a efecto todo cuanto Haití propusiese con tal objeto, «instigada por influencias extrañas», en clara referencia a las potencias mediadoras. La absorción de una de esas pequeñas nacionalidades por la que se hiciera más poderosa de las dos era, en opinión del diplomático, el fin natural y lógico, tal como se desprendía «de su historia, posición geográfica y elementos respectivos de subsistencia bajo distintos aspectos». Mientras que la parte española era superior a la haitiana en muchos elementos, esta era «sin embargo superior en uno de ellos: la población», por lo que su aumento considerable y la posesión de la parte más pequeña de la isla habían hecho que Haití propendiese siempre a la invasión. Era pues necesario robustecer en este sentido a Santo Domingo, como se estaba haciendo, pero la inmigración era lenta, sobre todo para los fines que se apetecían, y las tendencias haitianas no eran las que menos recelo debían causar a España. Esas tendencias, unidas a «las miras del yankee», tenían «harto trabajada la nacionalidad dominicana», según lo confesaba ella misma, ansiosa como estaba «de fijar su suerte y su seguridad». En último lugar, Gómez Molinero señaló que se le había informado confidencialmente de que existían en el consulado de Francia «instrucciones para proponer un tratado de reconocimiento entre las dos Repúblicas», y concluyó que tal vez el documento del que adjuntaba copia al ministro de Estado fueran «los preliminares para llevarlo a cabo».68 Como puede observarse, la República Dominicana era un verdadero nido de intrigas, rumores y conspiraciones de uno u otro cariz, algo que el Gobierno español no ignoraba en absoluto, de ahí la reserva que tenía para intervenir más directamente en ella, pese a la continua insistencia en tal sentido por parte de sus representantes en Santo Domingo. Ibídem, Gómez Molinero-ministro de Estado, Santo Domingo, 20 de noviembre de 1860.

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Un observador interesado, pero al mismo tiempo neutral, de las gestiones de las potencias mediadoras y de España, era William L. Cazneau, el agente especial de los Estados Unidos en Santo Domingo, quien en un despacho enviado el 17 de noviembre de 1860 al secretario de Estado norteamericano se refirió a la cuestión fronteriza dominicohaitiana. El agente puso de relieve el hecho cierto de que la línea divisoria entre ambos países era un asunto aún pendiente de discusión, y que se temía que fuese «ajustado en términos territoriales adversos para los dominicanos». A continuación, Cazneau indicó que se le había informado confidencialmente, al igual que a Gómez Molinero, lo que demuestra el permanente doble juego de la diplomacia dominicana, de que Francia insistía en que se firmara un tratado con Haití, y que incluso se esperaba una fuerza naval en Santo Domingo para respaldar esa demanda. Por último, el agente se hizo eco de los rumores según los cuales ese tratado era «el preludio de una anexión» forzosa a Haití, algo de lo que en secreto nadie dudaba. Por ello, la participación de España en el asunto, y las acciones que pudiese adoptar al respecto en un futuro inmediato, eran motivo de «ansiosa y confusa incertidumbre» para todos los miembros del Gobierno dominicano.69 Cabe deducir, pues, que el criterio expresado por el vicecónsul Molinero, coincidente en este punto con el del propio Cazneau, reflejaba un verdadero estado de opinión que aquel compartía y, a su vez, transmitió al ejecutivo de Madrid. Ante tal ofensiva diplomática, los agentes de España en las dos capitales de la isla estaban plenamente de acuerdo, como subrayó Escalante a su colega de Santo Domingo, con el cual coincidía en que los haitianos no desesperaban de «poder un día dominar toda la isla», algo que consideraban «obra del tiempo y la persuasión». Así, al menos, se lo había manifestado a aquél el propio presidente Geffrard, quien añadió que «nunca lo intentaría por medio de las armas». El cónsul señaló también que, sin embargo, para la tranquilidad de España y la de la República Dominicana, bastaba con hacer una breve reseña de la situación de Haití, de la cual se A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, p. 364.

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desprendía que los haitianos tenían en esos momentos «bastante que hacer en su pequeño Estado, para dedicar su atención en la obra [...] de dominar el vecino».70 Esta afirmación significaba quitar mucho hierro a la amenaza que constituía Haití para la independencia dominicana, con tanta frecuencia esgrimida por el ejecutivo de Santo Domingo ante el de Madrid para obtener la ayuda que le había solicitado, y que este administraba con demasiada prudencia para los intereses de la camarilla santanista. En una comunicación que dirigió al ministro de Estado, Escalante le hizo partícipe de estos mismos análisis, «respecto a la mala fe» del Gobierno haitiano hacia sus vecinos, e indicó que entre la idea que tenía de «lograr un día hacer de las dos, una República», y la realización de la misma se interponía un obstáculo, invencible a su juicio. Este era «el estado cada día más triste de la República haitiana, y la terrible cuestión de raza, siempre palpitante, y que como un fantasma» se levantaba ante el Gobierno a cada paso que quería dar en la vía del progreso, pues la raza negra acusaba a los mulatos «de hacer pacto común con los blancos con objeto de entregarlos a ellos». Según el representante de España, los negros eran estúpidos y supersticiosos, pero también numerosos y obcecados, y en su idea no los detenían ni los recientes sangrientos castigos. Por ello, aquel concluyó que quien gobernaba «un país pequeño y sin recursos, con tan poco risueña perspectiva», no era probable que pudiese «dominar a sus vecinos, cuando a duras penas» lo conseguía con sus propios ciudadanos, pese a lo cual no estaría menos vigilante para mantenerse al corriente de lo que pudiera ocurrir.71 En todo este asunto se pone de manifiesto que la visión de Escalante desde Puerto Príncipe resultaba más matizada que las de Álvarez y Molinero en Santo Domingo, cuyo principal objetivo era hacer reaccionar al Gobierno español, aunque para ello fuese necesario recurrir a una considerable dosis de exageración en sus análisis sobre la realidad de la isla. AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, Salceda de Escalante-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 6 de diciembre de 1860. 71 AMAE, H 2375, Salceda de Escalante-ministro de Estado, Puerto Príncipe, 8 de diciembre de 1860. 70

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Esta prudencia vuelve a observarse en la respuesta del cónsul de España en la capital haitiana a un despacho de su colega de la República Dominicana, y de la que aquel adjuntó una copia en su comunicación al ministro de Estado del 8 de diciembre. Escalante consideraba a Geffrard «el hombre más capaz de su partido», pero sin embargo su mando era estéril, y el país yacía en una inercia que le desesperaba, algo que a pesar de sus heroicos esfuerzos no podía remediar. En opinión de Escalante el motivo era muy obvio, pues el país estaba compuesto de dos castas, cuyo odio era proverbial, y por ello, desde que el Gobierno de Geffrard había subido al poder, aunque lo creía capaz de mejorar el país, no se atrevía ni tenía tiempo para ello, «siempre en guardia contra su feroz enemigo». Por tal razón, el diplomático estaba convencido de que dicho Gobierno, mientras durase su mando, arrastraría «una vida penosa y llena de ansiedad». Además, añadió que había puesto todo su empeño en granjearse la simpatía y amistad del presidente y los ministros, y que sus deseos habían sido colmados más allá de sus aspiraciones, siendo en esos momentos su posición «más ventajosa que las de los cónsules de Francia e Inglaterra». Así las cosas, Escalante no dudó en decir al representante de España en Santo Domingo que cuando creyera oportuno formar parte de la mediación, se lo comunicase, y no encontraría dificultad alguna por parte del Gobierno haitiano, pero acto seguido afirmó que lo consideraba, al menos por el momento, «de todo punto inútil y sin resultado».72 Es difícil discernir en qué medida el cónsul expresaba su verdadero criterio a este respecto, o simplemente trataba de resultar políticamente correcto a los ojos de su colega, que era al fin y al cabo quien decidía los tempos de la diplomacia española en la isla, dada la importancia geoestratégica que tenía la República Dominicana para España, y sus crecientes vínculos con ella. El responsable de la legación española en Santo Domingo regresó de La Habana el 8 de diciembre, y junto a su despacho de esa misma fecha remitió al ministro de Estado una copia de la nota Ibídem, Salceda de Escalante-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 8 de diciembre de 1860 (es copia).

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que el cónsul de Francia acababa de dirigir al Gobierno dominicano, que confirmaba lo que le había expuesto Gómez Molinero en su última comunicación. Álvarez señaló que, una vez leída con detenimiento la mencionada nota, se deducían de ella algunas consideraciones «harto graves», ya que el agente de Francia empleaba cuantos recursos había podido «allegar para arrojar sobre la República Dominicana, el peso de las consecuencias que en adelante sobrevinieran en tan delicada cuestión». A su juicio, el documento de Zeltner traslucía además «la idea de eximirse como agente de la mediación y de la tregua existente de la responsabilidad de los acontecimientos futuros». De este modo, «si la siempre invasora Haití intentase apelar a la suerte de las armas contra su vecina», estaba «en situación de decir a Santo Domingo [...], que por parte de la mediación se habían gastado todos los medios». Así pues, la República Dominicana sería la única «causante de los males que le pudieran sobrevenir». Según el representante de España en Santo Domingo, esta inesperada proposición de paz, era «no solo perjudicial a la República Dominicana sino muy particularmente» a los intereses y política del ejecutivo de Madrid en esa Antilla. Acto seguido, subrayó como un hecho indudable que si el tratado de paz se llevase a cabo «desaparecería muy pronto la raza hispanoamericana del suelo de Santo Domingo», puesto que la población negra de Haití era «más de tres veces mayor que la total dominicana». Álvarez daba por seguro que los haitianos, puestos en contacto con los negros y mulatos de Santo Domingo, ejercerían una propaganda tan activa, que estos, que «por un milagro» se lanzaban «al combate para defender la República, o más claramente hablando a los blancos» que la dirigían, cesarían en su entusiasmo.73 Resulta sin duda muy revelador el peculiar concepto que tenía el diplomático acerca de la nacionalidad dominicana, y cómo lo manipulaba en función de los intereses de cada momento, aunque en este caso al menos reconoció que quien ejercía el poder en Santo Domingo era una pequeña minoría blanca, con la cual aquel se identificaba plenamente. Ibídem, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 8 de diciembre de 1860.

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Álvarez trajo también a colación las consecuencias que de esto se derivarían para la seguridad de Cuba y Puerto Rico, que dejaba colegir al ministro, y añadió que como Francia tenía en Haití una colonia que le producía «sin gasto alguno una fuerte contribución anual», en referencia al pago acordado tras la independencia, naturalmente tendía a protegerla. Por otra parte, Gran Bretaña tampoco dejaría de apoyar un tratado favorable a «su tendencia de convertir en señores de las Antillas a la repugnante raza negra», aseveración que no merece mayor comentario, pues el tenor de la misma habla por sí solo. Además, «aunque ya era tiempo de que los agentes de la mediación [...] dijesen algo», después del viaje del cónsul de Gran Bretaña a Puerto Príncipe, y en vista de la respuesta que los haitianos les dieron, no se había adelantado nada al Gobierno dominicano acerca de sus justas reclamaciones, lo que según el representante de España demostraba la ineficacia de dicha mediación. Además, este se felicitó por el firme propósito del ejecutivo de Madrid de aumentar la población española en la República, «como medio de neutralizar la influencia de otras razas», lo cual indicaba que había comprendido una de las más perentorias necesidades de la nacionalidad dominicana. Álvarez informó al ministro de que los miembros del Gobierno, a quienes había visto el mismo día de su llegada, le habían manifestado «su propósito de no acceder a la pretensión del agente francés», idea en la que por supuesto aquel los apoyaba. Por último, el cónsul aseguró que no perdonaría medio alguno para arrancar a Santana de su hacienda de El Seibo, donde se encontraba desde hacía tiempo, a fin de que con su presencia diese mayor autoridad al ejecutivo. En cuanto el presidente llegara a la capital, Álvarez le aconsejaría que, «con las formas más suaves y usando de las fuertes razones que nadie como él mismo» podía alegar en contra del tratado, se excusara de acceder a él.74 Desde este momento, la guerra sorda existente entre los agentes de la mediación y el diplomático español no hizo sino aumentar, sobre todo a medida que se aproximaba la ocasión propicia para llevar a cabo un plan cuyos últimos detalles habían estado Ibídem.

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negociando Álvarez y Ricart con el gobernador de Cuba, durante su estancia en La Habana. En efecto, Serrano estaba al corriente de todo lo que sucedía en la República Dominicana, ya que la legación española en Santo Domingo lo mantenía permanentemente informado al respecto, e incluso se le empezaron a trasladar copias de los despachos que dicha legación enviaba al ministro de Estado. Por fin, Santana regresó a la capital el 18 de diciembre y al día siguiente mantuvo una larga entrevista con Álvarez, en la que le repitió como siempre que su único deseo era que España «bien por el protectorado o la anexión» asegurase el porvenir de Santo Domingo. En cuanto al tratado propuesto por el Gobierno francés entre la República Dominicana y Haití, el presidente dijo que no se negarían a escuchar las proposiciones que les hicieran, pero que no podría llevarse a cabo porque las exigencias de Haití serían tales que habría que «desecharlas como inadmisibles». Aquel también indicó al cónsul que podía garantizar al Gobierno español, «de una manera terminante [...] la seguridad de los altos intereses» que le estaban confiados. Una vez conseguido su objetivo más perentorio, que era alejar el peligro de un acuerdo con Haití, el cual eliminaría uno de los argumentos tradicionalmente esgrimidos por los anexionistas, y conforme había convenido con Serrano, Álvarez salió hacia La Habana el 20 de diciembre para esperar allí la respuesta del ejecutivo de Madrid al asunto de la anexión. En cualquier caso, volvería a Santo Domingo a primeros de enero, acompañado ya por el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, aunque no hubiera conseguido su empréstito, que era el pretexto de la visita de Ricart a Cuba, y que de forma un tanto absurda se mantenía incluso ante el propio Gobierno español. Para mayor tranquilidad de este, el agente comunicó al ministro de Estado que durante su breve ausencia Santana no abandonaría la capital, y que el vicecónsul quedaba encargado del despacho de los asuntos corrientes,75 como si en aquellos momentos no estuviera ocurriendo nada de particular que hiciese necesaria su permanencia en Santo Domingo. Ibídem, 20 de diciembre de 1860.

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En definitiva, las gestiones se encontraban en pleno proceso de realización, y Álvarez no podía faltar a la conclusión de las mismas, dado que había sido uno de sus principales promotores ante Serrano y el ejecutivo de Madrid, por un lado, y el Gobierno dominicano, por el otro, único al que no hacía falta convencer, pues ya lo estaba de antemano. Mientras tanto, en Madrid los acontecimientos se seguían no solo desde la distancia, con el retraso que esta imponía, sino con una demora que quizás pueda justificarse por la poca atención prestada a un asunto que, al fin y al cabo, no interesaba demasiado en algunos círculos oficiales, por lo que su resolución no parecía urgente. Sólo así cabe explicar que, tras solicitarse un informe al negociado de América de la Dirección Política del Ministerio de Estado sobre la respuesta que se debía dar a un despacho de Gómez Molinero del 20 de noviembre, informe que se emitió el 22 de diciembre, la contestación oficial al mismo no fuera enviada hasta el 28 de enero. Además, el oficial del negociado al que se encargó dar su parecer se limitó a afirmar que poco podría decir acerca de la conducta que España debía seguir con la República Dominicana y Haití, puesto que el Gobierno español había hecho y estaba haciendo, por su parte, «lo posible para conservar la independencia de la primera […] contra los ataques de los negros haitianos». En definitiva, lo único que planteó el analista del Ministerio de Estado era que los cónsules de España en ambos países se atuviesen en su conducta a este principio. Por lo tanto, se les debía dar orden de que continuaran como hasta entonces, «mirando siempre por los intereses españoles, y obrando en todo» como se les tenía prevenido, de acuerdo con el cónsul en el otro país, y con las autoridades de Cuba y Puerto Rico. El objetivo era, pues, «mantener la integridad de la República Dominicana, y desbaratar de consuno, los planes» que tendiesen a que la raza española pudiera ser un día absorbida por la negra. Estas instrucciones, plagadas de lugares comunes que volvían a repetirse una vez más, finalmente fueron remitidas a los respectivos agentes,76 Ibídem, informe de la Dirección Política del Ministerio de Estado, Madrid, 22 de diciembre de 1860 (la fecha de envío de la respuesta a los cónsules de España en Santo Domingo y Puerto Príncipe figura al pie del documento).

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simple trámite que se pospuso por más de un mes desde la redacción de un informe tan obvio como inútil. Se puede considerar, sin embargo, que la desidia que mostraron los funcionarios del mencionado ministerio a la hora de responder un simple despacho consular, no basta para comprender la actitud general del Gobierno español ante lo que estaba sucediendo en la isla de Santo Domingo. En definitiva, la complejidad de la situación venía dada en buena medida por una necesaria discreción, pues lo último que deseaba España era enfrentarse abiertamente con Gran Bretaña y, sobre todo, con Francia, con cuya alianza estratégica había contado en acciones anteriores, como la guerra de Marruecos, y con la que incluso colaboraba en esos momentos en Cochinchina. Por otra parte, las gestiones que llevaban a cabo paralelamente en La Habana Álvarez, Ricart y Serrano complicaban aún más la ya de por sí enrevesada cuestión dominicohaitiana, que se mezclaba con dichas negociaciones, a las que había que añadir, por último, las entabladas por Alfau con el ejecutivo de Madrid. Estas se habían visto claramente entorpecidas por la enfermedad de Calderón Collantes, cuya ausencia también puede ayudar a entender la tesitura por la que atravesaba la diplomacia española, sobre todo si se tiene en cuenta que su sustituto era el propio O’Donnell, quien no podía dedicarse en exclusiva a dirigir la política exterior. Todo ello dio como resultado, pues, los titubeos, las demoras y la descoordinación que caracterizaron la actuación del Gobierno español en los meses previos a la anexión, mientras que Álvarez estaba demasiado ocupado con sus viajes y sus gestiones, entre Santo Domingo y La Habana, como para dar unas pautas de comportamiento al vicecónsul. No obstante, el papel jugado por estos agentes resulta muy importante para seguir la evolución de los hechos sobre el terreno, aunque siempre con la necesaria prevención que merecen sus análisis, tan a menudo impregnados de filias y fobias personales y/o políticas, o del simple deseo de resultar agradables a los ojos de sus superiores.

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Así, por ejemplo, el cónsul de España en Puerto Príncipe consideró que las apreciaciones de su colega en la capital dominicana eran justas y exactas, con respecto a las miras que tenía el Gobierno haitiano «con su suspicaz política, deseando obtener la amistad de sus vecinos». Según Escalante, esto se lo había confesado el propio Geffrard, quien le habló sobre sus esperanzas para el futuro, como resultado del convenio que proponía a los dominicanos. En efecto, el presidente le dijo en una entrevista: «¡¡Que era un error el creer que la raza española de Santo Domingo, y la de Haití, nunca podrían unirse y hermanarse, y que para probarlo, solo quería concluir un tratado de amistad entre los dos pueblos, y que antes de dos años compondrían uno solo!!». Sin embargo, lo que más había sorprendido a Escalante fue darse cuenta en esos momentos «de la protección y concurso que los cónsules de la mediación» prestaban «con empeño a este nuevo sesgo político de la suspicacia del Gobierno Geffrard». El diplomático declaró su sorpresa porque hacía poco tiempo que el representante de Gran Bretaña, en una conversación privada, le había hablado «de la raza haitiana con el más alto desprecio [...], y considerando como imposible la unión a la de Santo Domingo, que aunque desmoralizada, consideraba más capaz, y de noble origen en su mayor parte». A juicio de Escalante, aquel tenía que haber recibido después instrucciones de otra especie, pues más recientemente le había dicho: «¡Que no comprendía por qué los dominicanos no aceptarían un tratado amistoso con Haití, cuyo beneficio sería común a los dos pueblos, que al fin tienen un mismo origen, y mucha semejanza y analogía entre sí!». Desde ese mismo instante, el agente de España comprendió que «la política inglesa con su característico rasgo de doblez, y [...] egoísmo», se proponía «sacar partido de las relaciones entre sí de las dos Repúblicas, con perjuicio manifiesto, no solo de España», a la que sinceramente detestaba, sino también de la raza española en América. Con respecto al representante de Francia, obraba sin duda por instrucciones de su Gobierno, pues personalmente odiaba «con bastante justicia» al Gobierno haitiano, y sus relaciones con él eran «pocas y excesivamente frías».77 AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, Salceda de Escalante-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 5 de enero de 1861.

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Llama la atención que Escalante subrayase el hecho de que los cónsules de Gran Bretaña y Francia actuaban de acuerdo con las instrucciones de sus respectivos Gobiernos, y que las mismas pudieran cambiar en un momento determinado según sus propios intereses, lo cual forma parte elemental de la política exterior de un Estado moderno, salvo quizás de la de España, dado el tenor de este comentario. Resulta asimismo interesante la importancia que Escalante concedió a cuestiones tan subjetivas como el desprecio o el odio que al parecer sentían uno y otro cónsul, como si tales sentimientos personales fuesen los que debieran marcar las líneas de actuación de un diplomático con respecto al Gobierno ante el cual se encuentra acreditado en representación del suyo propio. En respuesta al despacho de Álvarez del 8 de diciembre de 1860, el ministro de Estado aseguró que era consciente de «los grandes inconvenientes que traería a los españoles establecidos en esa isla la celebración de un tratado con Haití», en los términos propuestos por el agente de Francia. Acto seguido, Calderón se limitó a asumir punto por punto todos los argumentos de Álvarez contra ese tratado, «porque sin duda alguna llegaría una época, no muy lejana», en que el mismo produciría «la absorción de la raza blanca por la negra, mucho más numerosa», lo cual privaría a España «de todo medio de acción e influencia en aquella parte de América». Estas causas, así como las «acertadas reflexiones» de Álvarez, llevaron al ejecutivo de Madrid a recomendarle que aprovechase las buenas disposiciones de los miembros del Gobierno dominicano, de las cuales seguramente participaría Santana, para procurar por los medios más convenientes que no se firmara dicho tratado. De este modo, siempre según el ministro, se evitarían las desagradables consecuencias que, en caso de ajustarse, «habían de sobrevenir a los intereses de los españoles» residentes en la República Dominicana.78 Esa percepción del tratado como algo negativo bajo cualquier aspecto era justo lo que deseaba el cónsul de España en Santo Domingo, que se vio así con las manos libres para continuar Ibídem, 54/5224, No. 10, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 14 de febrero de 1861.

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adelante con su proyecto, ya que lo consideraba el medio más conveniente para impedir el tratado y el cúmulo de desgracias que al parecer este traería consigo. Por lo que respecta al Gobierno dominicano, Álvarez no iba a encontrar muchas dificultades para convencerlo de que rechazase el tratado, ya que a la predisposición favorable a todo lo que recomendara el agente de España vino a coadyuvar una información transmitida por el representante de la República en Curazao, R. de Lima. En efecto, este comunicó al ministro dominicano de Relaciones Exteriores que, a través de un pasajero llegado desde Haití, había tenido conocimiento de que el Ejército de dicho país contaba en esos momentos con una fuerza de 4,000 hombres de línea, cuya instrucción se había confiado a oficiales franceses de acuerdo con el emperador. Además, tenían dos vapores de guerra, todo ello con el fin de prepararse para las hostilidades, que debían romperse tan pronto como finalizase la tregua. De Lima subrayó también «la influencia de muchísimos dominicanos asilados» en Haití, a los cuales el mismo presidente mantenía, para «por su conducto entrar en manejos en el interior de la República Dominicana». Según el cónsul, el plan concebido por Geffrard era «insurreccionar el país por medio de un movimiento interior, apoyándolo en las fronteras». Sin embargo, aunque el presidente confiaba en ella, Francia no se encontraba muy dispuesta en su favor, debido a un tratado de comercio que el ejecutivo de Puerto Príncipe no había aceptado, por lo que naturalmente el de París estaba resentido de su proceder. De Lima recalcó que estos informes procedían de fuentes que él juzgaba seguras,79 con lo cual la excusa que quizás necesitaba el Gobierno dominicano para dar largas al asunto del tratado le venía servida, y precisamente en el momento más oportuno para sus intereses. No obstante, en Puerto Príncipe continuaban las gestiones en pro del tratado, y el agente de Francia en esa ciudad, Levrand, se dirigió el 21 de febrero a Édouard Thouvenel, ministro de AGN, RREE, leg. 15, expte. 2, De Lima-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Curazao, 8 de diciembre de 1860 (se trata de un duplicado).

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Asuntos Extranjeros de su país, para ponerlo al corriente de las mismas. El cónsul de Gran Bretaña y Levrand habían consultado al ministro haitiano de Relaciones Exteriores, ante la posibilidad de que Santana rechazase Puerto Príncipe como lugar de las negociaciones, si no convendría al Gobierno de Haití evitar toda pérdida de tiempo, y señalar lo antes posible la ciudad que le pareciera más apropiada. Sin embargo, el ministro Plésance les comunicó que el ejecutivo de Puerto Príncipe había recibido noticias muy graves desde la parte oriental de la isla, según las cuales Santana quería entregar su país a España, y era inminente un levantamiento general contra semejante traición, acerca de todo lo cual les iba a escribir y les enviaría dos proclamas de los patriotas dominicanos. Los diplomáticos replicaron a Plésance que las cartas de sus colegas de Santo Domingo eran de fecha más reciente que las proclamas. Estos, lejos de compartir tales temores, proseguían con el acto de reconciliación proyectado, y se felicitaban de haber obtenido de Santana las promesas más formales de facilitar su realización nombrando plenipotenciarios, una vez que lo hubiese hecho Haití. Levrand y Byron dijeron además al ministro que, si los enemigos de Santana lo acusaban de haber vendido su país al extranjero, los de Geffrard afirmaban que el próximo viaje de este a las provincias fronterizas, con el pretexto de dar a conocer allí al presidente, tenía en realidad por objeto favorecer e incluso provocar una sublevación en el país vecino. Los agentes estaban convencidos de que dicha acusación era falsa, como les había asegurado Plésance, pero que a pesar de ello resultaba indispensable no dar, en ese momento, el menor motivo de sospecha sobre la buena fe del Gobierno haitiano, por lo que esperaban que Geffrard pospusiese el viaje proyectado. El ministro consideró lamentable que un jefe de Estado no pudiera visitar a sus administrados, y que se estaba calumniando a su Gobierno, pero aseguró que trasladaría al presidente las observaciones de los cónsules.80 A continuación, Levrand leyó a Plésance parte de una carta particular enviada por Zeltner desde Santo Domingo, fechada el 21 de enero, según la cual el presidente dominicano le había E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 146-148.

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avisado de una insurrección planeada por un tal Sánchez en el norte de la República, con la ayuda del Gobierno haitiano, de lo que tenía pruebas. Santana le repitió que los representantes de Francia y Gran Bretaña en Puerto Príncipe estaban siendo engañados por Haití, y que este país no tenía ninguna idea seria de paz con la República Dominicana. Zeltner pidió a su colega que le informase de lo que supiera al respecto, por medio de una carta que pudiese mostrar a Santana, ya que ante todo había que destruir esas ideas, sin lo cual no se llegaría a terminar la cuestión del tratado. Entonces, Levrand añadió al ministro Plésance que Sánchez, quien en efecto se encontraba en Haití, había ido a verlo con un pretexto bastante torpe. El cónsul de Francia le pidió noticias de Santo Domingo, y aquel le respondió que su país estaba vendido a los españoles, y que esta traición era un hecho consumado, lo que Levrand desmintió con un rotundo es falso. Sánchez también le dijo que había visitado a Geffrard, pero que no habían hablado de política, cosa que no le había preguntado Levrand, quien sí le habló en cambio sobre la posible unión de la República Dominicana con Haití, como consecuencia de un ataque extranjero. A esta cuestión Sánchez respondió que los dominicanos no querían el protectorado de España, pero que preferían cualquier otra cosa antes que la dominación haitiana. Por su parte, Byron también puso en conocimiento del ministro las informaciones que le había facilitado su colega de Santo Domingo sobre el mencionado individuo, al que se refirió como un hombre de nada, un intrigante sin crédito ni influencia, que sin duda había ido a Haití para explotar en su propio provecho la credulidad de las autoridades haitianas. Según Levrand, el malestar de Plésance era bien visible, pese a lo cual en su opinión este era más clarividente que los demás ministros y el presidente con respecto a los tránsfugas dominicanos. Por último, tras el relato detallado de lo que Levrand denominó incidente, el diplomático indicó a Thouvenel que se había convenido con Plésance en esperar una nueva comunicación del Gobierno dominicano expresando el deseo de que se eligiera otro lugar diferente de Santo Domingo y Puerto Príncipe para la negociación del tratado.81 Ibídem, pp. 148-149. Rodríguez Demorizi afirma en la nota No. 32 de la p. 148 lo siguiente: «Estas palabras de Sánchez –que no dejan de honrarle– son

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En estas circunstancias de incertidumbre cada vez mayor por ambas partes, el agente de España en Puerto Príncipe informó a su homólogo de Santo Domingo de que Geffrard se disponía a marchar hacia la frontera, a principios de marzo. Aunque la idea ostensible era «reconocer las fortificaciones de Haití en esa parte», el presidente iría acompañado de los generales dominicanos Sánchez, Troncoso y otros. Escalante no dudaba de que existía «la intención decidida de intentar alguna nueva insurrección en ese país», por lo que convenía prevenir al Gobierno dominicano de que tomase las disposiciones necesarias para impedirla, en caso de que tuviera lugar. El cónsul aseguró que, por su parte, iba a hacer un último esfuerzo para que la expedición no se llevase a efecto, y que aún tenía la esperanza de poder conseguirlo.82 Aunque por el momento la expedición de Sánchez no tuvo lugar, el Gobierno de Haití, conocedor de los rumores que circulaban sobre la anexión de Santo Domingo a España, y en un último intento por evitarla, comunicó a Escalante el 15 de marzo que estaba «dispuesto a reconocer la República Dominicana», así como la «integridad de su territorio». Cuando el 22 de marzo el Gobierno haitiano dirigió esta proposición al de la República, por medio de los agentes de la mediación, ya era demasiado tarde para impedir nada. Al mismo tiempo, el ejecutivo de Puerto Príncipe rogó a Escalante que, «en nombre de España, formase parte de la mediación a fin de dar al tratado con la República un carácter solemne, sólido, y estable». Así pues, el diplomático, que al igual que todo el mundo en Haití ignoraba aún que la anexión ya había sido proclamada, solicitó al representante de España en Santo Domingo que le dijera si debía aceptar la oferta, bien significativas. Valen por una autorizada y concluyente justificación de la anexión. Por el peligro haitiano, por preferirlo todo a la dominación haitiana, fue consumada la anexión». En la nota No. 33 de la misma página añade, con relación al juicio de Hood sobre Sánchez: «El concepto no puede ser más injusto. Sánchez dio muestras de ser hombre desinteresado y generoso, incapaz de las ideas utilitarias de que se le acusa en esta carta» (las cursivas son del autor). 82 AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, Salceda de Escalante-cónsul de España en Santo Domingo, Puerto Príncipe, 22 de febrero de 1861.

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o abstenerse hasta nueva orden, cuestión a la que se le respondió el 17 de abril, casi un mes después de haberse producido aquel hecho.83 En un despacho del 21 de marzo, Álvarez comunicó al cónsul de España en Puerto Príncipe la noticia de la anexión del territorio dominicano a su antigua metrópoli, acontecimiento que este, a su vez, dio a conocer oficialmente al Gobierno haitiano. Además, Escalante había creído necesario manifestar al mismo «en términos enérgicos, pero políticos, la imprudencia que cometería llevando a cabo la loca empresa» que anunciaban los periódicos, «de ir a atacar la frontera; probándole hasta la evidencia que de las graves consecuencias que de tal calaverada pudieran resultar para este pobre país, el Gobierno de Haití [...] sería responsable a la faz del mundo». El agente de España expresó la convicción de que, tras recibir su nota, el ejecutivo de Puerto Príncipe iría con tiento en su decisión, so pena de que lo pondría «en un grave compromiso retirando el pabellón» y pidiendo su pasaporte, y añadió que ya había indicado a aquel confidencialmente lo que esto querría decir. Por otra parte, Escalante informó a Álvarez de que aún no había llegado a la capital haitiana el canciller del consulado de Francia en Santo Domingo, pero que si se verificara la visita no lo perdería de vista, ni a sus manejos. Finalmente, suponiendo que la legación española en esa ciudad cesaba en su misión, pidió al ex cónsul que le dijese cuál era la autoridad que quedaba constituida, y con la que debería entenderse en lo sucesivo. Como dato de última hora, señaló que se publicaba por las calles a son de tambor una proclama contra la anexión, motivo por el que había dirigido al Gobierno haitiano una nota de protesta. En cualquier caso, Escalante hizo ver a Álvarez que sería bueno que se reforzara la vigilancia de la frontera, aunque a su juicio los haitianos hacían «mucho ruido para nada probablemente».84 El hasta esos momentos agente de la República Dominicana en Madrid informó el 24 de abril a Santana, quien ya le había comunicado la noticia de la reincorporación de Santo Domingo a Ibídem, 22 de marzo de 1861. Ibídem, 8 de abril de 1861.

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España, que el general haitiano Dupuy se encontraba en Madrid. Este había llegado para suplicar al Gobierno español que mediase en los asuntos pendientes entre los dos países de la isla, lo que Alfau comentó, no sin cierto alivio, al decir que había llegado tarde, puesto que Haití nada tendría «ya que ver con Santo Domingo, sino con España», y sentenció que era un cuidado menos para los dominicanos. El antiguo agente añadió además que la prensa inglesa y francesa se habían «desatado [...] sin freno ni medida» contra la anexión, pero acto seguido matizó que Francia no se oponía a la misma, y que Gran Bretaña no había pasado por el momento ninguna nota de protesta. En cualquier caso, concluyó Alfau, se opusiera o no aquella, los deseos del Gobierno dominicano se verían satisfechos, porque aparte de «ser perfecto el derecho de Santo Domingo para declarar» que quería «formar parte integrante de los dominios de España», esta adoptaba resoluciones propias, y era muy celosa de su honor para consentir que nadie lo menoscabase.85 En suma, las condiciones que habían permitido llegar al extremo de que un Estado independiente retrocediera voluntariamente su soberanía a la antigua metrópoli, aunque se tratase de la obra de un grupo muy reducido que detentaba el poder, fueron un conjunto de elementos heterogéneos. Entre ellos, la amenaza haitiana, tanto si era un mero pretexto como si era la realidad, fue hábilmente manejada por los artífices del proyecto anexionista para obtener sus fines, pero «la permanente situación de tensión derivada» de aquella no fue el único problema que se exacerbó en los años previos a la reincorporación de Santo Domingo a España. En efecto, tal como subraya Franco Pichardo, «el no menos permanente conflicto político entre Báez y Santana, el desorden administrativo que abrió paso a la corrupción, más las desquiciadas emisiones monetarias», que hacia 1861 ascendían ya a 33, liquidaron toda posibilidad de mejora de la economía dominicana.86 AGN, RREE, leg. 15, expte. 6, Alfau-Santana, Madrid, 24 de abril de 1861. Franklin Franco Pichardo, Historia del pueblo dominicano, 2.ª edición, Santo Domingo, Sociedad Editorial Dominicana, 1993, pp. 261-262.

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A todo esto hay que agregar otros factores, como la permanente y más o menos velada presencia del expansionismo norteamericano, y las a menudo tormentosas relaciones con las potencias europeas, en particular Francia y Gran Bretaña, así como los intercambios comerciales que mantenía la República Dominicana con otros países. Moya Pons llama la atención sobre la posibilidad de que los Estados Unidos aprovecharan la debilidad del Gobierno dominicano para introducir grupos de aventureros que se apoderasen del país, tal como ya había hecho Walker en Nicaragua, y como hacían temer también algunos incidentes que tuvieron lugar en el territorio dominicano.87 Resulta por lo tanto necesario abordar el análisis pormenorizado de los principales frentes que mantuvo abiertos la República Dominicana en el período inmediatamente anterior a la anexión, para comprender mejor el proceso por medio del cual esta se fue articulando de forma progresiva como respuesta a la crisis estructural en que estaba sumido dicho país.

F. Moya Pons, Manual de historia dominicana, 10.ª edición, Santo Domingo, Corripio, 1995, pp. 334-335.

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Capítulo IV. Influencia de la crisis económica dominicana en la articulación del proyecto anexionista

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esulta evidente la influencia que tuvo en todo el proceso preanexionista la siempre difícil situación económica de la República Dominicana, cuyas autoridades aún no habían llevado a cabo lo estipulado con relación al papel moneda de la administración Báez, pese a haber emitido una cantidad muy considerable de este, algo que durante las discusiones para el arreglo de la cuestión dijeron que era impracticable. Los proyectos de inversionistas estadounidenses siempre fueron una gran causa de preocupación para los agentes europeos, dada la necesidad acuciante del Gobierno dominicano de obtener recursos. Las implicaciones entre la amenaza haitiana y el peligro norteamericano fueron puestas de relieve por Hood, cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo, según el cual la independencia dominicana corría un riesgo inminente, más por parte de los Estados Unidos que de Haití. El diplomático estaba convencido de que cuando los dominicanos no pudiesen resistir las hostilidades directas o indirectas de los haitianos, se echarían en brazos de los norteamericanos, y para evitar dicha contingencia volvió a proponer a su Gobierno, como también hizo el cónsul de Francia, el protectorado de una potencia europea sobre la República Dominicana En este sentido, por ejemplo, el Foreign Office propuso como posible solución al conflicto dominicohaitiano, siempre de acuerdo con el Ministerio francés de Asuntos Extranjeros, una especie de pacto federal entre las dos naciones de la isla,

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por el cual ambas se comprometerían a no ceder parte alguna de su territorio a una tercera potencia. Otra de las opciones para hacer frente a las intrigas norteamericanas, esta vez planteada por el propio Hood, era la reunificación de toda la isla bajo un único poder, que sería el de Haití, aunque aquel no lo dijese explícitamente. Tales propuestas quizás respondieran a los intereses de Francia y Gran Bretaña, pero no podían ser bien acogidas por el Gobierno dominicano, ni tampoco por los de España o los Estados Unidos, con lo que la rivalidad entre todos ellos se encontraba en su punto álgido. En tales circunstancias, mientras unos y otros trataban de obtener ventajas comerciales, o establecer nuevas rutas de navegación que tocaran en la costa dominicana, la presencia española se hizo visible en otro orden, ya que no en el comercial, donde seguía ausente casi por completo, con la llegada de una considerable inmigración de canarios. Los rumores cada vez más extendidos de algún tipo de acuerdo entre el Gobierno dominicano y España, suscitados sobre todo a raíz de la visita a Santo Domingo del general español Peláez de Campomanes, unidos a dicha inmigración, fueron vistos con gran recelo tanto por una parte de la población dominicana, como por los agentes de las otras potencias. En cualquier caso, Santana se decantó definitivamente por alguna forma de unión con España, bien fuese mediante el protectorado, bien por medio de la anexión, pese a que varios miembros de su Gobierno habían venido defendiendo desde bastante tiempo atrás la opción de los Estados Unidos, lo cual constituye sin duda un éxito casi personal del cónsul Álvarez. En efecto, su decidida actuación al fomentar el acercamiento de la República Dominicana a España, en medio de un juego tan complejo de intereses internacionales enfrentados, permite comprender en buena medida el desenlace de dicho proceso en la anexión, de la cual el mencionado diplomático fue el más firme defensor y principal intermediario ante las autoridades españolas, tanto de La Habana como de Madrid.

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1. La situación económica de la República Dominicana hasta 1861 Roberto Cassá sostiene que una de las principales consecuencias, en el plano político, de la crisis permanente que padeció la economía dominicana a lo largo del período de la Primera República, fue «el mantenimiento de la vigencia social de la ideología anexionista», aunque esta funcionara a menudo de forma encubierta, porque así convenía a los grupos en el poder. De acuerdo con el mencionado autor, se comprende que el anexionismo fuese visto como la panacea por una clase dominante «temerosa del retorno a la dominación haitiana, incapaz de promover el crecimiento económico», y «detentadora de un poder clasista con sentido regresivo». Así pues, «la prosperidad que ella misma no podía forjarse pensaba obtenerla mediante una alianza histórica con una potencia colonial», que diera cabida a sus propios intereses de clase «en un nuevo esquema político, por el cual cedía a dicha potencia la soberanía», a condición de que se le respetasen privilegios, cargos y funciones. Como afirma Cassá, el proyecto tardó diecisiete años en hacerse realidad principalmente debido a «la forma en que se manifestó la lucha de influencias entre Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y España», y su interés por el mantenimiento de la independencia dominicana, como medio de conservar el statu quo en el Caribe. Aunque los Estados Unidos tuvieron importantes pretensiones de apoderarse de la República Dominicana, se encontraron siempre con la oposición de los otros tres países. Gran Bretaña, por su parte, era partidaria de la independencia para seguir disfrutando de la «supremacía económica y comercial sobre el país», ya que la misma «se basaba en relaciones de comercio que no requerían la dominación política directa», sobre las que esta podría tener incluso efectos contraproducentes. Francia mantuvo en general una política muy similar a la de Gran Bretaña, con la que se unió cuando lo estimó conveniente para hacer frente al expansionismo norteamericano. Por último, a juicio de Cassá, España era la más interesada en un dominio directo sobre Santo

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Domingo, lo cual explica «la materialización final del proyecto anexionista de las clases poderosas del país en torno a dicha potencia». Esta no contaba, a diferencia de Gran Bretaña y Francia, con los mecanismos económicos apropiados para generar un nuevo esquema de dominación, que no implicara el final de la soberanía nacional dominicana. En efecto, los proyectos expansivos españoles necesitaban un retorno al colonialismo para llevarse a cabo, «aun cuando en América ya era vieja la política basada en el neocolonialismo». Además, por medio del control sobre el territorio dominicano, España pretendía fortalecer su posición en Cuba y Puerto Rico, que eran cada vez más objeto de pretensiones por parte de los Estados Unidos, de modo que «el interés especial de España» hacia Santo Domingo se definía en abierta oposición al interés, también especial, de aquellos.1 El momento propicio para dar el paso definitivo se produjo como consecuencia del estallido de la guerra de Secesión norteamericana, a partir de la cual se modificó el equilibrio de las fuerzas presentes en el tablero de las Antillas. A ello se unió también un cierto giro de la política británica, que se hizo más abierta a las aventuras del imperialismo francés en América, cuyo principal ejemplo fue la actitud que asumió el ejecutivo de Londres hacia la expedición a México, patrocinada por Napoleón III. Se puede decir que, aunque ya conocía el interés de Francia por controlar ese país, a medida que se desarrollaron los acontecimientos en el continente americano, y sobre todo en los Estados Unidos, llegó incluso a «empujar tácitamente ese plan». En efecto, Gran Bretaña mostró su deseo de cooperar con Francia para obligar al Gobierno mexicano a que respetase los intereses de sus respectivos súbditos, y en concreto, para alcanzar un acuerdo en las reclamaciones de estos frente a aquel. Hauch subraya con acierto que el Foreign Office era consciente de que, «una vez que Napoleón entrase en México, sería sumamente difícil, a no ser por la fuerza», convencerlo para que saliera de allá. Esa actitud tolerante de Gran Bretaña con respecto a las ambiciones francesas fue la misma que desplegó en relación con España, puesto que tras dejar de lado la

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R. Cassá, Historia social y económica... vol. II, pp. 62-67.

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oposición directa a la expansión norteamericana y francesa, ya no necesitaba utilizar a España como ariete en contra de sus antiguas competidoras.2 Por tanto, España aprovechó esta coyuntura para apoderarse de Santo Domingo, contando con «la neutralidad explícita de Francia e Inglaterra, e incluso con el apoyo disimulado de la primera»,3 en el marco de la alianza estratégica hispanofrancesa, establecida a partir del comienzo de los Gobiernos moderados en España, en 1844. Este proceso abarcó varios años, que cabe circunscribir al período 1859-61, durante el cual los diferentes factores en juego, fundamentalmente políticos, diplomáticos y económicos, fueron encajando hasta desembocar en la anexión de Santo Domingo a España, en marzo de 1861. En un contexto económico como el de la República Dominicana, no ya solo de estancamiento sino de «descapitalización creciente y constante», era imposible que se diesen las condiciones necesarias para la aparición de una burguesía, aunque solo se tratara de burguesía comercial. De hecho, los grandes comerciantes que había en Santo Domingo eran «miembros de burguesías comerciales extranjeras», y actuaban como agentes de estas. Dado el régimen de producción precapitalista existente en la República no puede hablarse de una burguesía comercial dominicana, y autores como Bosch consideran que dentro de ese sistema productivo solo podían formarse «pequeños burgueses, especialmente en la actividad comercial». Sin embargo, tal concepto sociológico no es equiparable a lo que este término significaba en la Europa o los Estados Unidos de aquella época. Al describir la actividad comercial ejercida por este grupo, dicho autor la caracteriza, en lo relativo al comercio nacional, como «un comercio pobre, en el cual los mejores establecimientos no pasaban de ser pulperías grandes». Por lo que respecta al comercio internacional, el grupo de los exportadores e importadores trabajaba con un capital procedente de las burguesías comerciales extranjeras, a las que ellos representaban, de tal manera

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C. C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores... pp. 123-125 R. Cassá, Historia social y económica... vol. II, p. 67.

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que los beneficios acumulados iban a parar a las burguesías de sus países de origen, o a aquellas para las que trabajasen en cada momento. En cualquier caso, Bosch resalta el hecho de que la burguesía que vendía al pueblo dominicano lo que este consumía, y le compraba lo que producía, «estaba situada en el extranjero», y la República Dominicana no disponía tan siquiera de un establecimiento bancario para administrar sus finanzas. Así, debido a la inexistencia de una entidad de este tipo, «el Gobierno emitía moneda sobre la base del dinero extranjero que cobraba en impuestos de aduana», supliéndose pues la falta de un banco con el dinero introducido por los comerciantes de tabaco y maderas, dinero que se cambiaba por el papel moneda que emitía el Estado dominicano.4 En diciembre de 1859, tras el regreso de los cónsules europeos, la situación de crisis económica de la República Dominicana seguía siendo muy grave, pese a lo cual el interés de las distintas potencias en ella no había decaído, o al menos no del todo. Entre los más entusiastas se encontraba, como siempre, el agente especial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Cazneau. Este, en una comunicación dirigida al secretario de Estado Cass el 13 de diciembre, señaló que el Gobierno dominicano había luchado duramente para evitar una deuda interior, a excepción de la existente «en forma del papel moneda de circulación nacional». Además, como ya había hecho en anteriores ocasiones y volvería a hacer más tarde, Cazneau aseguró al secretario que «los principales miembros del gabinete y del Senado» se mostraban ansiosos por firmar un tratado de reconocimiento con los Estados Unidos. Según el agente, Santana lo propondría de inmediato si no fuera por su temor enfermizo a un fracaso, que firmemente creía que se daría, y en cuyo caso «podría precipitar la ruina de la República». Aun así, insistió en que en esos momentos los dominicanos harían un tratado que pondría todos los recursos de su territorio como invitación abierta para que las empresas norteamericanas fuesen a explotarlos, sin ir en sus estipulaciones más allá de lo J. Bosch, Composición social dominicana. Historia e interpretación, 20.ª edición, Santo Domingo, Alfa & Omega, 1999, pp. 270-272.

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concedido a través de las leyes, u otorgado a otras naciones. Cazneau concluyó indicando que «la vastísima capacidad» de la República Dominicana podría ponerse casi gratuitamente en manos de ciudadanos estadounidenses, en pie de igualdad con los propios dominicanos.5 Más adelante, en mayo de 1860, aquel recordó a Cass que al llegar había encontrado el comercio norteamericano con la República en una extrema depresión, ya que los comerciantes de los Estados Unidos no podían «competir con el doble pago de impuestos de importación y de costos portuarios», y además contra una tarifa desfavorable, que no precisó. Por estos motivos, todos ellos estaban abandonando el comercio en favor de franceses, británicos y daneses, a quienes se les aseguraban «ventajas preponderantes mediante tratados formales». En tales circunstancias, Cazneau afirmó que había intentado «convencer al Gobierno dominicano de los incalculables beneficios» que podría reportar a la República «un libre y activo intercambio con los Estados Unidos», que era el país que podía «suministrarle los hombres, el dinero y las maquinarias indispensables» para la explotación de sus recursos. El agente especial consideraba que ese desarrollo era el único medio con que se sostendría el Gobierno dominicano de forma permanente, y aunque reconoció que había tenido que vencer «muchos temores antiamericanos y prejuicios», podía asegurar que habían sido eliminados. Así pues, gracias a un decreto del 9 de mayo de 1860, los norteamericanos, sus productos y su comercio debían recibir las mismas ventajas que las naciones más favorecidas, y Cazneau adjuntó al secretario de Estado una copia de esa norma, que colocaba por fin en pie de igualdad a los barcos de todos los países. A continuación, subrayó el hecho de que la República Dominicana había suscrito tratados «con todas las potencias comerciales de cierta importancia», salvo con los Estados Unidos, por lo que los norteamericanos eran los verdaderamente interesados en esta medida, ya que les beneficiaba más que a nadie, y así también lo habían entendido los autores de la misma. Sin duda, siempre a juicio del mencionado agente,

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A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 342-343.

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tanto la ampliación de las facilidades portuarias, con la apertura de Samaná al comercio exterior, como el «cabal establecimiento del comercio americano sobre bases de igualdad» con el que disfrutaban las naciones más favorecidas, debería dar por resultado el acaparamiento de una gran parte del comercio dominicano en manos estadounidenses.6 Por su parte, el agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Jonathan Elliot, siempre más crítico y realista, envió un despacho a Cass el 20 de julio de 1860 en el que le indicaba que, en los últimos meses, solo habían arribado al puerto de Santo Domingo cuatro embarcaciones norteamericanas, y una al de Puerto Plata. Además, le comunicó que de los diez estadounidenses que habían llegado a la República Dominicana desde el primero de enero de ese año, con la esperanza de encontrar trabajo en ella, siete ya habían regresado a su país. Por último, se refirió al precio de los alimentos en los mercados dominicanos, que era excesivamente elevado, por lo que existía «una miseria espantosa».7 La carestía de los productos de primera necesidad, por su relación con la tendencia inflacionista de la economía dominicana, remite a uno de los aspectos estructurales de la crisis, el de la cuestión financiera, la cual llevaba arrastrándose desde muchos años atrás y se había visto agravada sobre todo a partir de la emisión del llamado papel moneda Báez. En todo caso, este no era el único problema, ni siquiera quizás el mayor de todos los que afectaban a la situación económica de la República, como puso de manifiesto en abril de 1859 el cónsul de Francia en Santo Domingo, al afirmar que desde un punto de vista tanto comercial como político, el país estaba en una situación deplorable, y que desgraciadamente no cabía esperar ninguna mejora. Con relación al tabaco, único producto dominicano de exportación exceptuando la madera, aseguró que ese año escasearía enormemente, debido a una gran sequía que había destruido todos los plantones de este cultivo, de modo que lo que se cosechara bastaría como máximo para cubrir

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Ibídem, pp. 350-351. Ibídem, pp. 352-353.

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las necesidades del consumo local. De hecho, aunque en un principio se había calculado recoger alrededor de 80,000 quintales, lo que representaría un valor sobre el terreno de 1,280,000 pesos fuertes, en esos momentos no se contaba con obtener más que la octava parte de dicha cantidad. Así las cosas, las importaciones se hacían imposibles, puesto que sin tabaco no había dinero con que pagarlas, e incluso el propio Gobierno dominicano se vería en un gran problema por la pérdida de sus únicos ingresos, los derechos aduaneros. En este sentido, Saint André señaló que el ejecutivo de Santo Domingo aún tenía la posibilidad de hacer nuevas emisiones de papel moneda, y aunque ciertamente había recurrido sin cesar a este medio cómodo de saldar sus gastos, era un recurso que acabaría por faltarle también, como consecuencia del abuso que había hecho del mismo. A pesar de todo, según el diplomático francés, durante el último semestre de 1858 se presentaron en Santo Domingo quince barcos de su país que habían sido fletados para cargar caoba, una cifra inusitada que se explica por el temor a una invasión haitiana, lo que empujó a los comerciantes a exportar la mayor cantidad posible de mercancías. Esa pequeña animación había desaparecido y probablemente ya no se repetiría, pues aunque no volvieran los tiempos de Soulouque, el estado del país y la convicción que todo el mundo tenía de que el final de su existencia política estaba próximo había detenido toda actividad, y las pocas personas que poseían aún algún capital no se atrevían a invertirlo. Por último, Saint André insistió en que estos temores le parecían muy fundados y reconoció que en la República reinaba una gran miseria, que no se debía tan solo a la sequía que había echado a perder la cosecha del tabaco, sino incluso en mayor medida a un desánimo general que se había extendido por todos los campos.8 Tal como se deduce del contenido de una reclamación presentada contra el Gobierno dominicano, en torno a abril de 1859 al menos un barco mercante francés había arribado al puerto de AMAEE París, Correspondance consulaire et commerciale, République Dominicaine, vols. No. 2-3, Saint André-Walewski, Santo Domingo, 2 de abril de 1859.

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Santo Domingo. La reclamación se produjo a raíz del envío de dos capitanes franceses por parte del cónsul, con lo que probablemente el número de embarcaciones de ese país atracadas en el puerto fuese mayor, a hacer un peritaje a bordo de un bergantín de Burdeos, momento en el cual fueron insultados por empleados del puerto que se opusieron a que aquellos embarcaran.9 Aunque la presencia de al menos un barco, así como la de los mencionados capitanes, no sea suficiente para determinar la mayor o menor intensidad del tráfico mercantil entre Francia y la República Dominicana, este dato permite constatar la existencia en 1859 de cierta actividad comercial, por mínima que fuese, entre ambos países. Algunos meses más tarde, el por entonces recién llegado representante de España en Santo Domingo se refirió también a la cuestión financiera de la República, y lo hizo además en unos términos que revelaban a las claras la gravedad de la situación, por lo que no cabe acusarlo de haber pasado por alto un asunto tan serio. En una entrevista con el ministro de Relaciones Exteriores, este le había dicho que el Gobierno dominicano no trataba «en manera alguna de disgustar a las potencias» europeas, de modo que, a pesar de sus apuros financieros, el ejecutivo no había aceptado el préstamo de medio millón de pesos fuertes que le ofrecían algunos norteamericanos. Álvarez hizo una breve exposición sobre la hacienda del país, cuyas rentas eran las de aduanas, puertos y papel sellado, e indicó que los ingresos de la aduana de Puerto Plata bastaban para cubrir los gastos del presupuesto nacional, pese a lo cual en vez de haber superávit, había déficit, «debido a la escandalosa corrupción de los empleados». El ministro se lamentó de que por el atraso del país no tenía de quién valerse para poner orden, una disculpa bien original a juicio del agente de España, quien expresó que en tales circunstancias este problema nunca tendría remedio. A ello se sumaba que todas las transacciones se hacían en papel, lo que producía «un agio inmoral y

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AMAEE París, Correspondance politique, République Dominicaine, vol. No. 9, abril de 1859 (se trata de un borrador, en el que no se especifica la fecha, ni a quién se dirige la reclamación).

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hasta repugnante», de manera que mientras esa moneda no desapareciese completamente del mercado, y la hacienda no se corrigiera del cáncer que la devoraba, toda esperanza de mejora sería ilusoria.10 Álvarez volvió a tratar de esta cuestión muy poco tiempo después, a raíz de la aprobación por el Senado Consultor de un decreto que autorizaba al Gobierno para hacer una emisión de 50,000 pesos fuertes, con base «en varios considerandos acerca de las causas del déficit» que pesaba sobre la hacienda dominicana. El diplomático español trató de explicar esta medida por cuanto el ejecutivo de Santo Domingo, apurado «por no tener con qué cubrir las perentorias atenciones del momento», había acudido a este recurso para salir del paso. Acto seguido, añadió que el sistema de aumentar la deuda no solo dificultaba su extinción, sino que creaba mayores complicaciones para el futuro, de todo lo cual resultaba que esta nueva emisión no solo empeoraba el estado de la hacienda, sino que dificultaba más y más para el porvenir que el Gobierno pudiese retirar del mercado el papel moneda en circulación. Álvarez insistió en la idea de que mientras esto no sucediera y se moralizara la administración, cosas casi imposible la primera, y de muy difícil realización la segunda, no podría «caminar con desahogo el erario» público, como ya había indicado con anterioridad.11 La memoria titulada «Santo Domingo o la República Dominicana», que el cónsul de España en Santo Domingo envió al ministro de Estado el 20 de abril de 1860, contiene algunos datos muy interesantes sobre los aspectos financieros de la economía de ese país, aunque no sea posible establecer con precisión su grado de fiabilidad. Según la información proporcionada en la memoria, se recaudaban al año alrededor de 400,000 pesos fuertes, el valor de las importaciones era de en torno a 1,500,000 pesos fuertes, y el de las exportaciones aproximadamente el mismo. Álvarez subrayó el hecho de que no existía deuda exterior, pero que en AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 6 de enero de 1860. 11 Ibídem, 21 de enero de 1860. 10

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su lugar había «un cáncer de deuda interior en papel circulante para todas las transacciones y necesidades de la vida de muy bajo y fluctuante valor».12 En la misma fecha, el representante de España dio la noticia de que, debido al deterioro en que se encontraba el papel moneda circulante en la República, por efecto de su malísima calidad, lo que causaba graves pérdidas a los tenedores, el Gobierno dominicano había aprobado una nueva emisión por valor de 10 millones de pesos nacionales. Con estos billetes se pretendía sustituir los que estaban en circulación, que serían recogidos e inutilizados. Aunque Álvarez consideraba que la medida era al parecer justa, reconoció que también daba lugar a la sospecha, y que cabía la duda de que se abusara de ella. En este sentido, se hizo eco de que algunos la consideraban como un pretexto para emitir más papel, por lo que el diplomático señaló que si el Gobierno no practicaba la operación de tal manera que quedasen satisfechos hasta los más desconfiados, habría «una baja en los valores con grave perjuicio del público en general».13 Los peores presagios acerca de los abusos que podrían producirse se cumplieron, y Álvarez, tan favorable al Gobierno dominicano en muchos asuntos, llegó incluso a advertir a Santana sobre las consecuencias de un acuerdo de la comisión encargada de fijar el precio del papel moneda. En efecto, a finales de septiembre aquella había modificado el valor del peso dominicano desde los 250 por cada peso fuerte, en que estaba fijado desde hacía tiempo, hasta los 300 pesos nacionales, por lo que el cónsul llamó la atención del presidente sobre lo perjudicial de este acuerdo, y «la inoportunidad y poco tacto» con que se había adoptado. A su juicio, «el público y más que todo las clases pobres» eran los que iban a sufrir las consecuencias del mismo, ya que el comercio, «árbitro de alterar a su antojo los precios de sus mercaderías», al ver que el propio Gobierno desacreditaba el papel moneda sería el primero en despreciarlo. Además, Álvarez E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 87-100; véase p. 89. AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 20 de abril de 1860.

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mencionó otro mal muy grave, toda vez que en Saint Thomas y en La Habana, donde creían que la República caminaba por una vía de progreso, serían los primeros en desconfiar de todo negocio con Santo Domingo. Dado que en Europa el valor del papel era el barómetro por el que se conocía el estado del crédito y la prosperidad de un país, cuando los Gobiernos europeos vieran que se había aumentado el valor del peso dirían, y con fundamento, que los informes del agente de España habían sido exagerados, o que la operación se había hecho «con el objeto de hacer una especulación de mala ley». Álvarez admitió que no sabría qué contestar, cuando tanto los otros cónsules como él mismo habían informado de que en esos momentos las propiedades rústicas y urbanas habían visto duplicado su valor, que la inmigración daba los mejores resultados y que la República prosperaba, a pesar de lo cual su crédito iba en decadencia. Por último, aquel aseguró a Santana que su objetivo era «mejorar la condición del país y asegurar su independencia», motivo por el cual le pidió que se revocase un acuerdo tan perjudicial bajo todos los conceptos,14 en una actuación cuando menos sorprendente, y que por supuesto desbordaba el límite de sus estrictas competencias. La influencia del representante de España en los asuntos públicos dominicanos era tal, que el mismo día de su carta la comisión se volvió a reunir por convocatoria extraordinaria del gobernador político, quien hizo notar a los miembros de la misma, según reza el anuncio oficial, que se había «cometido un error» en el acuerdo «relativo al precio fijado a la onza de oro en papel moneda». Por esa supuesta razón, la tasa de cambio para las operaciones del mes de octubre quedó fijada definitivamente en 4,000 pesos dominicanos por cada onza de oro. Resulta muy llamativa la presencia en esta comisión, aparte del ya mencionado gobernador político de la provincia de Santo Domingo, del alcalde de la capital y del administrador de Hacienda, la de dos comerciantes, Ricart y Pou, que si bien eran dominicanos, descendían de españoles,

Ibídem, Álvarez-Santana, Santo Domingo, 1 de octubre de 1860 (es copia).

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ambos de origen catalán,15 que se habían instalado en la República Dominicana muchos años atrás. Álvarez informó al ministro de Estado de que la medida que había adoptado la comisión en primer lugar, «aumentando el número de pesos nacionales en equivalencia» de la onza de oro, desvirtuaba aún más el papel moneda del país, y era «contraria a todos los principios políticos y económicos». Dado que habría producido lamentables consecuencias en los mercados de los que se abastecía la República, creando fundada desconfianza, el diplomático indicó con toda naturalidad que había juzgado «preciso atajar tales consecuencias y evitarlas». Por ello, se apresuró a exponerlas al Gobierno dominicano, y le manifestó también que escribía en el acto a Santana para que el acuerdo fuera revocado. La idea de rectificar dicha medida fue de Álvarez, a quien le había parecido que hacerla aparecer simplemente como equivocada era el medio más prudente para desvirtuar el objeto de la misma, que «sin duda alguna sería el de alguna especulación del momento». Esta conducta, lejos de ser desaprobada, se vio respaldada por el Ministerio de Estado, encabezado entonces por O’Donnell como consecuencia de la enfermedad de su titular, lo que permite hacerse una idea de los derroteros tan claramente intervencionistas emprendidos ya por el ejecutivo de Madrid con respecto al de Santo Domingo.16 Por otra parte, en vísperas de la salida del ministro Ricart con destino a La Habana, el presidente de la República lo autorizó a contratar un empréstito, el cual era conveniente que se celebrase en esa ciudad, u otra de los dominios españoles, a fin de que se estrecharan cada vez más los lazos entre ambos países. El documento facultaba también a Ricart para ofrecer en garantía del pago de la renta que fuese estipulada, la de las aduanas de la República.17 Ibídem, Impreso oficial del Gobierno dominicano, fechado en Santo Domingo, el 1 de octubre de 1860, y firmado por: «El gobernador político, Valverde. El alcalde constitucional, F. Marcano. El administrador de Hacienda, R. Hernández. F. Ricart. F. Pou. El secretario, J. Antonio Bonilla y España». 16 Ibídem, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 13 de octubre de 1860. 17 AMAE, H 2375, Santana-Pedro Ricart y Torres, ministro de Hacienda de la República Dominicana, Santo Domingo, 11 de octubre de 1860 (es copia). 15

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No se trataba, por supuesto, del primer intento del Gobierno dominicano de obtener algún préstamo, aunque en este caso sorprende que a la vez que se estaba gestionando la anexión, se pensara seriamente en la posibilidad de negociar un empréstito en Cuba, de modo que más bien parece una especie de subterfugio con el que disimular los verdaderos objetivos del viaje de aquel. El encargo que se hizo en varias ocasiones al agente de la República en Madrid en el sentido de contratar un préstamo no había tenido éxito. De hecho, el propio Alfau comunicó a su colega de París que tenía instrucciones de obtener uno por valor de cinco millones de francos, y al no poder conseguirlo en España le consultó qué probabilidades habría de hacerlo en Francia. Por su parte, Castellanos señaló al ministro de Relaciones Exteriores que era muy difícil alcanzar un empréstito, incluso pequeño como ese, debido a la desconfianza reinante en los círculos financieros parisinos sobre la tranquilidad de la República, como consecuencia del peligro en que la creían constantemente, por no estar en completa paz con Haití. El representante de la República Dominicana en la capital francesa llegó a asegurar que, cuando se firmara esa paz, la casa Rothschild «facilitaría al Gobierno del general Santana todo el dinero que necesitase para el engrandecimiento de la nación dominicana». Castellanos propuso también otra fórmula para pedir el préstamo, consistente en suscripciones particulares, según el ejemplo de lo que hacían Gobiernos como el de la Santa Sede, para lo que en su opinión bastaba con emitir bonos a un interés del 6%, de una deuda pública creada a tal efecto. Aun sí, el diplomático era consciente de la necesidad de hacer palpables las garantías ofrecidas para la seguridad del pago del capital y de los intereses correspondientes, y de este modo podría encontrarse el dinero que se quisiera, sin problemas, y sin caer en manos de ningún especulador. Para ello, convendría que el Gobierno dominicano hiciese un registro de todos los terrenos pertenecientes al Estado, a fin de entregarlo a los prestamistas, para que estos vieran la importancia de la fianza, ya que dichos terrenos «se podrían dar en hipoteca y seguridad del pago».18 AGN, RREE, leg. 14, expte. 13, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 15 de abril de 1860.

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En todo caso, la ingenuidad, o por lo menos la excesiva buena voluntad de Castellanos, se basaba en su desconocimiento casi absoluto del país cuyo Gobierno representaba ante los de París y Londres, lo que explica en gran medida la poca adecuación de sus propuestas a la realidad dominicana de aquellos momentos. El agente del ejecutivo de Santo Domingo consideraba que la primera necesidad que este debía abordar era la colonización del territorio dominicano con familias europeas, lo cual debería hacer tan pronto como tuviese fondos suficientes para atender a esos gastos. A juicio de Castellanos, el plan debería basarse en las concesiones más generosas, para que los prestamistas supieran que la hipoteca que se les ofrecía se robustecería a medida que fuesen entrando personas en el país para dedicarse a la explotación de unas tierras que deberían ofrecerse a un precio módico, y con grandes facilidades de pago. De cualquier modo, era necesario contar con los años que tenían que transcurrir para que la inmigración comenzara a dar sus frutos, con cuya renta se deberían pagar los intereses de la suma pedida, a fin de pagar con ella misma los primeros años de esos intereses, razón por la cual le parecía muy mínima la cantidad de cinco millones de francos. En opinión del diplomático, el Gobierno dominicano no debía temer endeudarse mucho, si iba a emplear ese dinero en el aumento de la riqueza de aquella, a pesar de lo cual sostuvo que «había muchas cosas que hacer antes que promover un empréstito», pues casi no sería necesario pedirlo si tales cosas estuviesen ya trabajadas. Así, Castellanos insistió en la idea de que los capitalistas jamás invertirían su dinero en la República Dominicana mientras les dominara la idea de que los haitianos podría apoderarse de ella, un temor que también obstaculizaba sus intentos de favorecer la emigración hacia allí, de modo que debía empezarse por hacer la paz con Haití. En segundo lugar, el Gobierno tenía que dar a conocer el valor de las tierras de propiedad estatal, así como la riqueza mineral y vegetal de las mismas, su fertilidad, facilidades de riego y canalización, el precio de venta a los colonos que pretendiesen adquirirlas, y demás conveniencias que se les ofrecieran. El representante de

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la República Dominicana recomendó también al Gobierno de esta que bajase lo máximo posible los aranceles, para prevenir el contrabando, y resaltó que la posición geográfica excepcional de la isla hacía que el comercio entre Europa y América necesitara «elegirla como centro de depósito». Por último, como ya había señalado aquel, el ejecutivo de Santo Domingo debía emitir deuda pública con hipoteca de todos los bienes del Estado y, una vez hecho esto, anunciar que quería dinero para invertirlo en recoger el papel moneda y no volver a emitirlo nunca más, y en colonizar su territorio con todos los inmigrantes que deseasen instalarse en él. Otros destinos en los cuales debería invertirse el capital obtenido eran el aumento de la Marina de guerra dominicana, la regularización del Ejército y la canalización de los numerosos ríos del país. El Gobierno también tenía que mejorar las vías de comunicación, con especial énfasis en los caminos vecinales, y construir incluso líneas de ferrocarril allí donde la abundancia de las producciones lo hiciera más necesario; organizar la enseñanza pública; ayudar a los agricultores e industriales; y reformar la administración de justicia. Según Castellanos, con este programa completo de fomento, unido a la ventajosísima posición geográfica de la República Dominicana, la feracidad de sus tierras, su clima, sus riquezas naturales, «sus innúmeros y abrigados puertos, y las preciosas producciones agrícolas de su latitud», ninguna nación del mundo «marcharía más breve a su completo engrandecimiento», y para ella siempre habría dinero.19

2. La inmigración española en la República Dominicana La escasez de población era sin duda uno de los problemas que aquejaban a la República Dominicana desde su nacimiento, por lo que atraer inmigrantes a su territorio constituía una necesidad prioritaria para el desarrollo económico del país. El cónsul de España en Santo Domingo se hizo eco de esta cuestión Ibídem (las palabras en cursiva aparecen subrayadas en el original).

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en un despacho que dirigió al ministro de Estado, quien en sus instrucciones del 30 de septiembre de 1859 le había alertado sobre la posibilidad de que las disposiciones recientemente adoptadas en los Estados Unidos sobre las personas de color influyesen en el aumento de la población de Haití. A juicio de Álvarez, por más medidas que se dictaran en dicho país sobre negros libertos, estas no podrían aumentar notablemente la población de Haití, toda vez que los emancipados de los estados del sur se iban al oeste o al norte de la Unión, y algunos otros a Nassau, Jamaica y Liberia, pero no a Haití, ya que despreciaban a sus habitantes. De hecho, el agente de España pensaba que en ese país no habría más de 600 negros procedentes de los Estados Unidos, los cuales hablaban distinto idioma, eran religiosos y trabajadores, cualidades que no podían «hermanarse con la holganza y vicios de los haitianos», que habían dejado «bastante semilla cuando dominaron en Santo Domingo». Álvarez indicó que a pesar de esas leyes, los negros de la Unión no habían contribuido a aumentar la población de Haití, sino que por el contrario esta había disminuido desde la independencia, ya que cuando los haitianos se emanciparon eran 800,000, y en esos momentos no pasaban de 520,000, lo cual atribuyó a la elevada tasa de mortalidad infantil. No obstante, el diplomático informó a Calderón de los rumores que corrían acerca de que unos supuestos comisionados franceses iban a llevar a Haití desde los Estados Unidos «un número considerable de negros», puesto que consideró que se trataba de un asunto que merecía ser tenido en cuenta por el Ministerio de Estado.20 En su memoria del 20 de abril de 1860, Álvarez consignó que la población de la República Dominicana ascendía a un total de 186,700 habitantes, distribuidos entre las cinco provincias del país del siguiente modo:

AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 6 de enero de 1860.

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Tabla No. 1. Población de la República Dominicana en 186021

Provincia

Extensión (en millas cuadradas)

Población (total provincial)

Población (capital)

Santo Domingo

3,826

85,000

8,000

Azua de Compostela Santa Cruz del Seibo Santiago de los Caballeros Concepción de La Vega

4,419

15,200

1,600

3,709

20,000

1,500

3,462

33,500

7,000

2,584

33,000

3,600

18,000

186,700

Total nacional

Sin embargo, el cónsul añadió que algunas fuentes hacían subir el total de la población dominicana hasta los 250,000 habitantes, de los cuales un 80% eran «de origen africano y europeo entremezclado, y el resto españoles y criollos». Con respecto a la localización de los diversos grupos étnicos, en la provincia de Santo Domingo era donde había más negros, que procedían de las antiguas haciendas de los españoles. Mientras tanto, según Álvarez, estaban formadas por los que en la República Dominicana llamaban «blancos»: en el Cibao, las poblaciones de Moca, San José de las Matas, San Francisco de Macorís, y desde Santiago a Guayubín o Dajabón, junto a la frontera con Haití; en el este, El Seibo, Sabana de la Mar, San José de los Llanos y Bayaguana; y en el sur, Baní. Por su parte, en Neiba, al suroeste, eran «indios», término con el que aún hoy se denomina en la República Dominicana a las personas mulatas de piel más clara. Todas estas clasificaciones, como es obvio, carecen por completo del más mínimo rigor científico, pero resultan interesantes por la preocupación que revelan en su afán de establecer alguna tipología dentro de una población tan heterogénea como imposible de delimitar en grupos cerrados. Lo mismo cabe señalar sobre determinadas afirmaciones pintorescas, que no por ello dejan de ser ciertas, 21

E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... p. 87.

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pero sin más valor para una memoria de estas características que el puramente cultural, como la de que «un negro dominicano al hablar de los de Haití», decía «negros haitianos», y en cambio se autodenominaba español y blanco.22 El primer grupo importante de inmigrantes llegó a la República Dominicana de una forma bastante accidentada, y no en las mejores circunstancias, ya que se trataba de personas procedentes de Venezuela que huían de la guerra civil que había estallado en ese país, y de la que eran víctimas muchas veces por el mero hecho de ser súbditos españoles. En diversas comunicaciones enviadas desde La Guaira al ministro dominicano de Relaciones Exteriores por un tal Manuel Pereyra, de quien no constan más datos sobre su actividad o cargo en dicho país, pero que era al parecer de origen dominicano, se señalan algunas características de esta improvisada emigración. Así, en respuesta a una nota de ese ministerio, del 6 de marzo, en la que se aceptaba su proposición de introducir en la República Dominicana, cierto número de isleños canarios que deseaban abandonar Venezuela, Pereyra manifestó al ministro Fernández de Castro que lo que le movía en este asunto era «menos el lucro», que el poder prestar un servicio a su patria. En definitiva, había un negocio por medio, y ello también explica que Pereyra urgiera a Fernández de Castro la realización del proyecto, ya que el éxito del mismo dependía en gran medida «de tener listo el buque conductor», para que no hubiese inconvenientes ni dilaciones. En efecto, dado que el principal motivo que influía en el ánimo de los canarios para dejar Venezuela, era «su estado de convulsión política», a medida que se aminoraba esta, iba siendo «menos viva también la determinación» de salir de aquel país. Pereyra informó al ministro de que el convenio de inmigración podría incluir personas de ambos sexos y niños, y comprendería tanto a los mencionados canarios, como a individuos de cualquier otra nacionalidad que desearan establecerse en la República Dominicana, siempre que fuesen de buena conducta, lo cual se acreditaría con la correspondiente certificación.23 Ibídem, pp. 87-88. AGN, RREE, leg. 14, expte. 5, Manuel Pereyra-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, La Guaira, s. f.

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En otra misiva, Pereyra comunicó a Fernández de Castro la salida de una goleta del Estado dominicano que llevaba a bordo 40 hombres, acompañados de sus familias, los cuales sumaban en total 159 inmigrantes, un grupo compuesto por tanto de personas de todas las edades, al que Pereyra describió como «una inmigración de primera clase». La cantidad de los inmigrantes fue mayor al final, puesto que a última hora se habían embarcado otros, cuyo número e identidad no consignó aquel en el listado que hizo llegar al ministro, por lo cual se limitó a pedirle que los hiciera anotar a su llegada a Santo Domingo.24 Sin duda, esto da una idea bastante clara de la improvisación con la que se estaban haciendo las gestiones para reclutar a los inmigrantes, lo que no podía garantizar el escrupuloso cumplimiento de los requisitos exigidos a estos. No es de extrañar, pues, que el cónsul de España en la capital dominicana transmitiera al ministro de Relaciones Exteriores las quejas de su homólogo de La Guaira, acerca de que los capitanes de buques dominicanos que zarpaban desde ese puerto para el de Santo Domingo con inmigrantes canarios los recibían a bordo sin exigirles el pasaporte que acreditase su nacionalidad. En opinión de Álvarez, «esta voluntaria negligencia» estaba en abierta contradicción con las normas que sobre el particular les tenía encargadas el Gobierno español, hacía nulos los requisitos consulares, y la estadística era imposible. Además, tampoco podía saberse si entre los inmigrantes llegaban súbditos españoles de los que habían tomado parte en las luchas internas de Venezuela. En caso de producirse tal circunstancia, el consulado de España en Santo Domingo les retiraría su protección y reclamaría al Gobierno dominicano que los vigilara, para que «nunca pudiesen repetir tan punibles actos».25 Estas quejas no surtieron el efecto deseado, como se deduce de otra nota que remitió Álvarez al ministro de Relaciones Exteriores, en la cual volvió a referirse a las justas reclamaciones del cónsul de España en La Guaira por la misma falta, que seguían cometiendo Ibídem. En este documento tampoco figura la fecha. Ibídem, Álvarez-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 8 de agosto de 1860.

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los capitanes de los barcos tanto dominicanos como extranjeros. Sin embargo, ya no solo se trataba de esto, sino que Álvarez exigió al ministro que los mencionados capitanes dominicanos no admitieran bajo ningún pretexto a los súbditos de Venezuela, «revolucionarios de oficio». Según el agente de España, estos iban a Santo Domingo con objeto de infiltrar en el pueblo dominicano, y muy particularmente «en la raza negra y de color», las ideas que habían puesto a Venezuela «en el rango de las tribus salvajes». De hecho, gracias a su influjo moral, Álvarez había conseguido que nueve miembros del partido federalista procedentes de Venezuela y Curazao, entre ellos un jefe de importancia y un español, perturbador profesional según el cónsul, se embarcasen hacia este último punto, tras amenazarlos con que si no lo hacían así, pediría su expulsión de la República Dominicana.26 El 11 de mayo de 1860 llegó a Santo Domingo desde Venezuela el primer grupo, compuesto por 76 inmigrantes, de los cuales 70 eran canarios, todos ellos agricultores, que según el representante de España habían sido bien recibidos por la población de esa ciudad. Las autoridades se esforzaban en cumplir con lo estipulado en sus respectivos contratos, les habían dado alojamiento y manutención, e iban a entregarles tierras fértiles para que comenzaran de inmediato a trabajar en las mismas. Álvarez indicó al ministro de Estado que él, por su parte, les prestaba la protección a la que tenían derecho como españoles, y le anunció que se esperaba un nuevo grupo de inmigrantes desde La Guaira, en respuesta a lo cual se le dieron órdenes de seguir ayudando en todo lo posible a esos súbditos españoles, así como a los que llegaran más adelante.27 En otro despacho, el diplomático comunicó a Calderón Collantes que varios isleños ya habían «desmontado y roturado trozos de estos magníficos terrenos y hecho sus plantaciones», y se prometió de antemano el éxito de unas explotaciones gracias a las cuales aquellos obtendrían abundantes frutos.28 Ibídem, 7 de septiembre de 1860. AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 16 de mayo de 1860. 28 AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 21 de junio de 1860. 26 27

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El 10 de julio fondearon en el puerto de la capital dominicana dos goletas procedentes de La Guaira, que llevaban a bordo 160 adultos y 87 niños. El día 13 hizo lo propio una fragata francesa, con 108 de los primeros, y 76 de los segundos; el 19 arribaron otros dos barcos, uno de Mayagüez y el otro de San Juan de Puerto Rico, que transportaban 56 personas en total, también procedentes de Venezuela. Para entonces, Álvarez calculaba ya en 1,200 el número de inmigrantes que habían llegado a la República Dominicana, aunque todavía estaba ocupado en formar un listado completo de los mismos. El Gobierno dominicano fomentaba por todos los medios a su alcance dicha inmigración, lo que el cónsul estimaba como un acto de humanidad que aquel ejercía «con paternal desvelo», un proceder que sin duda contrastaba notablemente con el de los venezolanos. En esas fechas, gracias al trabajo de los inmigrantes, se había desmontado un terreno considerable y se estaban haciendo grandes plantaciones de café, caña y otras semillas en la ribera izquierda del río Ozama, junto a Santo Domingo. Álvarez subrayó el hecho de que, a pesar de estar en verano y de las duras labores agrícolas, entre los canarios recién llegados no había habido hasta ese momento más que cuatro defunciones, cifra que aquel no solo no consideró muy elevada, sino que a su juicio constituía una prueba de que el clima de la isla era más sano de lo que se pensaba, y en particular favorable a los isleños.29 El Senado Consultor, en respuesta a una nota oficial del vicepresidente de la República, por la que este solicitaba a la cámara legislativa que votase una suma destinada a sufragar los gastos ocasionados al erario por la inmigración de los canarios al territorio dominicano, acordó el 17 de julio autorizar al ejecutivo para hacer todos los gastos necesarios a tal efecto. La única condición que puso el Senado fue que se le rindieran cuentas en su momento «a fin de legalizar la erogación», dado que el cuerpo legislativo no podía aprobar de otro modo sumas que correspondían a los presupuestos generales del Estado.30 AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 20 de julio de 1860. 30 Ibídem, Manuel Joaquín Delmonte-vicepresidente de la República, encargado del poder ejecutivo, Santo Domingo, 17 de julio de 1860 (es una copia adjunta al documento anterior, validada por Álvarez). 29

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En estas palabras, detrás del supuesto argumento legal, podría quizás entreverse cierta resistencia por parte del Senado a prestar su plena conformidad con el procedimiento, y sobre todo con la finalidad del gasto, pues la separación de poderes era una mera ficción, y el respeto a la legalidad solo se utilizaba como pretexto cuando resultaba conveniente. Lo cierto es que el presidente del Senado era el conocido pronorteamericano Manuel Joaquín Delmonte, quien no debía de ver con demasiada satisfacción la creciente presencia de España en los asuntos internos de la República Dominicana, y tampoco esta inmigración, que parecía un instrumento más al servicio de la política proespañola que había emprendido el Gobierno de Santana. En cualquier caso, fuera o no así, Álvarez no comentó nada al respecto, pese a enviar al ministro de Estado una copia de la comunicación con la que Delmonte respondió al vicepresidente Alfau. En un panfleto destinado a los isleños residentes en Venezuela, impreso en Santo Domingo, los canarios llegados a la isla se declaraban muy agradecidos por los favores y protección que habían recibido del Gobierno dominicano, motivo por el cual se sentían obligados a dirigirse a sus compatriotas, para aconsejarles que eligiesen la República Dominicana como patria adoptiva. El tono propagandístico era tan exageradamente descarado que les aseguraban que, en vez de arrepentirse, tendrían como los que ya habían llegado allí, razones poderosas para confesar que en Santo Domingo habían encontrado «la tierra de promisión». En ella encontrarían terrenos muy fértiles que cultivar, si querían trabajar por cuenta propia, pero si preferían no aceptar los que el Gobierno les ofreciera, les sobrarían proposiciones ventajosas particulares de los agricultores y hacendados. Incluso les animaban a que, por pequeños que fuesen los ofrecimientos que les hicieran los agentes del Gobierno dominicano en Venezuela, no se intimidasen, en la seguridad de que al llegar allí encontrarían mucho más de lo que esperaban. Una prueba de la veracidad de sus palabras era la resolución que habían tomado de instalarse también en ese país aquellos que «creyeron hallar en Puerto Rico, mayores ventajas que las que suponían encontrar en Santo

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Domingo». Su alegato concluyó con lo que era a todas luces una auténtica consigna publicitaria, que decía lo siguiente: «¡Emigrad a Santo Domingo y tendréis un porvenir dichoso!».31 No obstante, la realidad se encargó de desmentir con bastante rapidez estas perspectivas tan halagüeñas, al menos en buena medida. El 20 de julio, el agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo informó al secretario de Estado norteamericano de que ya habían llegado alrededor de 1,000 inmigrantes desde Venezuela y Puerto Rico, y de que aún estaba por hacerlo otra gran cantidad. Elliot calificó a estos canarios como «el grupo de gente más miserable» que había visto en su vida, y señaló que dos tercios de todo el grupo no tenían más que la ropa que traían puesta. Mientras tanto, el agente especial del Gobierno estadounidense, en una comunicación que dirigió el 31 de julio al secretario Cass, mantuvo que el proyecto de protectorado español sobre la República Dominicana parecía estar en activo proceso de realización en esos momentos. Una de las pruebas que Cazneau adujo para respaldar su aserto era precisamente la llegada de 1,500 inmigrantes españoles, así como el hecho de que el Gobierno dominicano hubiese contratado tres barcos más, que deberían arribar a Santo Domingo en breve, llenos de súbditos españoles. Estos iban a establecerse de forma permanente en territorio dominicano, bajo la protección de la bandera de España, y el mencionado agente añadió que todas las tierras propiedad de la República se habían entregado a su uso y ocupación. Por otra parte, el movimiento se desarrollaba de manera sistemática y con tranquilidad, lo cual demostraba por sí mismo cuán cuidadosos habían sido los preparativos, según Cazneau, quien indicó que muchas de las tierras distribuidas a los inmigrantes habían sido adquiridas recientemente por el Gobierno con ese fin. El agente de los Estados Unidos se refirió también a la llegada, el 28 de julio, de un barco de guerra español que transportaba cerca de cien inmigrantes, descritos por un miembro del ejecutivo de Santo Domingo como Ibídem, «A los isleños residentes en Venezuela», Santo Domingo, 18 de julio de 1860. Se trata de un impreso a cuyo pie aparecen los nombres de treinta personas, todos varones, tras de los cuales se indica que «siguen muchas firmas».

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«individuos de la mejor clase, ingenieros, maestros y profesionales competentes destinados a ocupar posiciones influyentes» en el seno de la sociedad dominicana.32 Sin embargo, Cazneau expuso al secretario de Estado que la política de transferir una gran parte del suelo dominicano a inmigrantes españoles contaba con «celosos, aunque cautos» adversarios, pues se temía que el gran objetivo ulterior fuera «la introducción del sistema de servidumbre de obreros culíes», sobre el modelo establecido por Francia, Gran Bretaña y España en sus colonias vecinas. Los supuestos enemigos de esa política preveían que probablemente se producirían «choques entre los patronos españoles de culíes y las autoridades» dominicanas, lo que daría a España un pretexto para intervenir con fuertes medidas en defensa de sus súbditos. El agente especial del Gobierno estadounidense mencionó que se temía asimismo que la posición de superioridad otorgada a España no solo podría destruir la independencia de la República, sino también estorbar seriamente sus relaciones con los Estados Unidos, en las que los liberales dominicanos fundaban sus esperanzas de regeneración del país. En cuanto a los partidarios de la dominación española, estos argüían que como la República estaba «aislada de las simpatías y comunicaciones» con las demás naciones de América, no tenía «otra alternativa que la de entregarse sin reservas en brazos» de España, la cual no podía fallar en tratarlos con generosidad. Según estos defensores del protectorado, si en Santo Domingo se lograse adoptar el sistema de trabajadores culíes, la isla se convertiría «en un fuerte eslabón de seguridad entre Cuba y Puerto Rico», lo que serviría para mantener esos tres territorios «fuera de las garras de los Estados Unidos». Otro argumento que esgrimían los partidarios de estas medidas era que, «en vista de los recelos raciales», el único sistema laboral seguro y provechoso para los capitalistas era el empleo de la mano de obra de los culíes, contratados por súbditos europeos que actuarían bajo la protección de sus respectivas banderas. Así pues, un suministro continuo de culíes podría mantener la prosperidad económica de las Antillas, al tiempo que introduciría un A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 352-354.

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factor de equilibrio entre las razas blanca y negra. En suma, estas eran las razones de aquellos miembros del Gobierno dominicano que deseaban unir Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico en un destino común, basado en los siguientes principios: la dominación europea, la igualdad entre las razas, y un sistema laboral en el cual los Estados Unidos no pudiesen tomar parte, de tal modo que no les interesara adquirir ninguna de dichas islas. Cazneau volvió a demostrar un optimismo inagotable al afirmar que, aunque no se sabía a ciencia cierta hasta qué punto las decisiones de Santana lo llevarían «hacia una completa sujeción al dominio español», estaba convencido de que, incluso en esos momentos, el presidente de la República haría un gran esfuerzo para sostener la independencia dominicana. El agente intentó de nuevo que el Gobierno norteamericano adoptara un papel más activo en el asunto, y manifestó a Cass que Santana se vería reforzado por medio del oportuno reconocimiento de esa independencia, así como con alguna demostración pública de «cordial interés» por parte del ejecutivo de Washington.33 Los problemas expuestos por Cazneau no eran del todo exagerados, tal como se deduce de una nota que envió el cónsul de España al ministro de Relaciones Exteriores, a quien comunicó una información que le había transmitido su agente secreto en Puerto Plata, por medio de una carta fechada el 29 de agosto. El mismo señaló que, «al ver los enemigos del actual estado de cosas» que continuaba la inmigración de canarios, propalaban «rumores subversivos» que atribuían al Gobierno dominicano la intención de restablecer la esclavitud con el apoyo de España, y embriagaban a la clase inferior del pueblo para que hiciera circular «tan alarmantes noticias». El informante de Álvarez en Puerto Plata añadió que como tenía entendido que iban a enviarse a aquella comarca más isleños canarios, era muy importante que el Gobierno recomendase a las autoridades estrechar la vigilancia.34 Ibídem, pp. 354-356. AGN, RREE, leg. 14, expte. 5, Álvarez-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 12 de septiembre de 1860.

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Otro suceso relacionado con la llegada de los inmigrantes españoles tuvo como protagonista al agente comercial de los Estados Unidos, de quien Álvarez aseguró que abusaba de las bebidas alcohólicas. Esta circunstancia perturbaba en tales términos la razón de Elliot, que una noche salió al balcón de su casa, «y con palabras descompuestas y a grandes voces» había excitado a los negros a rebelarse, «diciendo que el Gobierno fomentaba la inmigración blanca para hacerlos esclavos». Una vez que tuvo conocimiento de este hecho, Santana ordenó al ministro de Relaciones Exteriores, en presencia del diplomático español, que dirigiera un despacho al ejecutivo de Washington para pedir el relevo del agente comercial de los Estados Unidos, «por perturbador de la tranquilidad pública». Álvarez leyó también una misiva que Cazneau había remitido al Gobierno dominicano, en la que se ofreció a informar al suyo, y desaprobaba y lamentaba el suceso. El cónsul aseveró por último que, si bien «los negros y demás raza de color» que acudían a oír los repetidos escándalos de Elliot cuando estaba ebrio no daban valor alguno a sus palabras, era sin embargo altamente perjudicial que escuchasen discursos que pudieran provocar «cuestiones de raza», algo que por el momento no existía en ese país.35 Los representantes de Gran Bretaña y Francia también se hicieron eco de la llegada de los diversos grupos de inmigrantes españoles a la República Dominicana en sus despachos. Así, Hood comunicó al responsable del Foreign Office que el buque de guerra Velasco había arribado a Santo Domingo con 68 inmigrantes a bordo, entre ellos varios oficiales e ingenieros militares, de los cuales se decía que iban pagados por el Gobierno español, mientras que el resto eran, al parecer, mecánicos. El diplomático indicó que estas personas habían sido enviadas por Felipe Alfau, el agente de la República Dominicana en Madrid, bajo algún acuerdo secreto con el Gobierno español, y que se esperaba muy pronto la llegada de un número mucho mayor. Con respecto a los otros 2,000 españoles, principalmente canarios, Hood dijo que habían elegido AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 31 de agosto de 1860.

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la República Dominicana en vez de otros países más próximos a Venezuela, como consecuencia de las ventajosas proposiciones que les había hecho el Gobierno dominicano, que también mandó barcos para llevarlos gratis a Santo Domingo. Además, prosiguió el agente de Gran Bretaña, se esperaba que llegasen tantos más, que el éxodo español desde Venezuela casi parecería que estaba organizado con arreglo a un plan, y como la mayor parte había escogido establecerse en ese país, cabía esperar que hubiera una preponderancia muy grande del elemento español, ya considerable, en la escasa población de la República. Hood señaló que casi todos los recién llegados habían encontrado trabajo en la capital o en el campo, y que sabía por una fuente de confianza que existía la intención de formar asentamientos de inmigrantes españoles en torno a la bahía de Samaná. Por otro lado, los oficiales a los que se refirió al principio de su despacho habían comenzado a publicar un periódico, como órgano de los intereses españoles en la República Dominicana, pero en los dos únicos números aparecidos hasta ese momento no había encontrado ningún artículo de especial relevancia. En la conclusión de su escrito, el cónsul de Gran Bretaña manifestó que le era imposible formarse opinión alguna con respecto a la importancia que debería darse a estos acontecimientos, por lo que se había limitado a hacer un simple informe de los hechos y datos que había podido obtener hasta entonces.36 En cualquier caso, ello no obsta para que de sus palabras pueda extraerse una velada advertencia sobre el cariz cada vez más preocupante que, a ojos de Hood, estaba tomando la situación dominicana. Para entrever cuál era el perfil de la inmigración procedente de España, resulta interesante constatar, a través de los anuncios particulares publicados en la Gaceta Oficial de Santo Domingo, la presencia en esa ciudad de nuevos negocios regentados por españoles. Por ejemplo, cabe mencionar a dos encuadernadores, Manuel J. García y Fermín Pascual, que hasta que encontraran un local más apropiado se habían instalado en una de las estancias del edificio de la imprenta nacional, donde contaban con un TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 27 de agosto de 1860.

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«rico surtido de pieles, papeles, cartones, instrumentos de dorar y demás utensilios». Aunque no se indica el origen de los propietarios, la reciente apertura de su establecimiento, así como las características del mismo, no dejan lugar a dudas de que se trata de dos inmigrantes españoles, menos aún teniendo en cuenta el hecho de que ocupaban dependencias de una institución pública, lo que demuestra un trato muy favorable. Algo semejante podría decirse de Juan José Menas, quien también acababa de llegar a la capital, y ofrecía «sus servicios al público dominicano en su profesión de peluquero». Sin embargo, el anuncio más claro es el de Juan Bautista Gómez, «maestro carpintero y ebanista de Madrid», que asimismo había abierto recientemente su negocio en la ciudad de Santo Domingo.37 Estos tres casos permiten quizás ilustrar la tipología predominante entre los españoles recién llegados a la República Dominicana, cuyos oficios, si bien eran distintos, se inscribían en actividades comerciales de carácter principalmente urbano, que era sin duda el ámbito donde los mismos podrían encontrar una mayor acogida. Por su parte, el representante de Francia en Santo Domingo se refirió igualmente a la cuestión migratoria, la cual situó en el contexto de la justa preocupación del Gobierno dominicano por el precio cada vez más elevado que alcanzaban día a día los artículos de consumo básico en el mercado de la capital. Dado que la única causa de ello era la falta de mano de obra, se había esforzado en remediarla mediante el asentamiento en su territorio de una inmigración que se dedicara especialmente a la agricultura. Así pues, Zeltner estableció una clara diferencia entre los artesanos, que debía enviar el agente de la República Dominicana en Madrid, y los campesinos, que llegaban desde las islas Canarias, aunque no de forma directa, sino procedentes de otros lugares. En efecto, el permanente estado de revolución en Venezuela había hecho que más de 6,000 familias isleñas hubiesen abandonado ya ese país para repartirse por las Antillas, de las cuales más de 2,000 personas habían desembarcado en Santo Domingo. Según el diplomático, a diferencia de lo afirmado por Elliot, la mayor TNA, FO 23/42, Gaceta Oficial, No. 104, Santo Domingo, 18 de agosto de 1860.

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parte de los inmigrantes llevaba un pequeño capital, y algunos tenían incluso varios miles de pesos, dinero que unido al trabajo incesante de esta raza de labradores infatigables no podía tardar en dar resultados satisfactorios a la República Dominicana. No obstante, en esos momentos el precio de los productos había aumentado considerablemente, y la repugnancia de los inmigrantes a cambiar las monedas que poseían por el papel tan depreciado del Gobierno había hecho que la tasa de cambio se hubiera elevado de una manera excesiva. Zeltner comunicó al ministro francés de Asuntos Extranjeros que casi cada semana tenían lugar nuevas llegadas, y que si las fiebres del país no hiciesen tantos estragos, una gran parte de ellos se habría repartido ya por el campo para comenzar los desmontes,38 lo cual sin duda contrasta enormemente con las triunfalistas palabras de Álvarez a este respecto. Con relación al grupo expedido por Alfau desde la península, se había observado con cierto asombro la llegada en el convoy de un teniente coronel de Infantería, dos capitanes, y algunos otros oficiales, enviados para formar al Ejército dominicano en la táctica europea. Esos oficiales conservaban sus respectivas graduaciones en sus regimientos de Puerto Rico o Cuba, y se los consideraba en servicio. Lo más interesante, sin embargo, fue la apreciación crítica del agente de Francia acerca de que su primer afán, que calificó de extraordinario por tratarse de militares, hubiera sido fundar un periódico y polemizar de forma bastante viva con una hoja quincenal redactada por algunos jóvenes de la ciudad. Estos no dejaban de exaltar, con la exageración particular de su raza, los progresos y el bienestar de la República Dominicana. El periódico español se había propuesto la fácil tarea de disipar su error y, a juicio de Zeltner, era de lamentar que no hubiese puesto en ello más prudencia y tacto, de modo que había despertado por la virulencia de sus artículos el instinto de odio contra la antigua metrópoli, lo que junto al sentimiento de envidia que anima siempre a los criollos contra las naciones de Europa había producido AMAEE París, Correspondance consulaire et commerciale, République Dominicaine, vols. No. 2-3, Zeltner-ministro de Asuntos Extranjeros, Santo Domingo, 18 de septiembre de 1860.

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ya tristes resultados. En efecto, el Gobierno, como creía ver en la emigración española un apoyo sólido y quería mantenerlo a toda costa, había prohibido la publicación de la revista Quincena Literaria. Con ello, al dejar que los redactores del periódico español ganaran el pleito, los había expuesto a la animosidad de la juventud del país, que no había dejado pasar por alto esta circunstancia sin extender en las provincias rumores de lo más nefastos. Se aseguraba que varios distritos, entre otros el de Baní, habían expresado abiertamente sus miedos, y se temía que volviesen sus simpatías hacia los haitianos, quienes no desaprovecharían ninguna ocasión que se les ofreciera. El cónsul de España se había apresurado a aconsejar a sus compatriotas que entrasen en una vía más apropiada para crearse simpatías entre la población del país, pero hasta entonces sus consejos habían sido rechazados, y todo parecía indicar que los redactores del periódico El Eco iban a continuar con su deplorable sistema. No obstante, se esperaban órdenes de La Habana que pusieran fin a las imprudencias de estos militares y restableciesen las buenas relaciones que Álvarez había conseguido entablar, gracias a su esfuerzo, con el Gobierno y los habitantes de la República.39 Estas palabras reflejan un claro aprecio por parte de Zeltner hacia la labor desarrollada por el diplomático español, y de ellas podría deducirse que, o bien los recelos de Álvarez frente a su colega de Francia eran infundados, o bien la situación entre ambos había cambiado de forma muy considerable. El agente de la República Dominicana en París transmitió al ministro de Relaciones Exteriores algunas noticias que habían aparecido en la prensa norteamericana sobre otro movimiento migratorio. The New York Herald, en su edición del 30 de octubre de 1860, se hizo eco de las aspiraciones que tenía Haití de acoger a todos los negros libres de los Estados Unidos. Dicho diario reprodujo además un artículo del 1 de octubre de 1860, publicado en un periódico de Nueva Orleans, que confirmaba el mencionado plan con el anuncio de la salida, el 1 de noviembre, de un vapor que conduciría la emigración a Puerto Príncipe. Tras leer estas Ibídem.

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noticias, Castellanos las puso de inmediato en conocimiento de los ejecutivos de Londres y París, e incluso escribió a O’Donnell, a título personal, para explicarle el peligro que corrían todas las Antillas de quedar «ennegrecidas en breve tiempo», si no se remediaba el problema de la emigración a Haití. Por lo que respecta a Alfau, este había comenzado a hacer gestiones para ver cómo podían contrarrestar esa emigración «con otra mayor de blancos para oponer la fuerza con la fuerza». El representante del Gobierno dominicano en París se dirigió también al capitán general de Cuba, a quien pidió que escribiera a los cónsules de España en Nueva Orleans y Puerto Príncipe para que le enviasen todas las noticias que pudieran recoger sobre la emigración de negros libres a Haití, y las comunicasen asimismo a su homólogo de Santo Domingo, quien, por su parte, las transmitiría al Gobierno dominicano. Según Castellanos, en esos momentos era más necesario que nunca tomar medidas muy serias y actitudes enérgicas, puesto que del engrandecimiento de Haití se derivarían gravísimos peligros para la República Dominicana.40 Sin embargo, los problemas más preocupantes con respecto a la inmigración no procedían del exterior del territorio dominicano, sino más bien del interior del mismo, según le fue comunicado al ejecutivo de Madrid. Así se deduce del contenido de un despacho que el cónsul de España en Santo Domingo remitió el 18 de septiembre al ministro de Estado, en el cual le informó de que, con motivo de la inmigración canaria, se había tratado de perturbar el orden en Puerto Plata,41 tal como ponían de relieve las noticias recibidas desde allá, pero también desde otras partes del país. En efecto, J. M. Gautier, un comerciante español que actuaba como agente secreto de Álvarez en el Cibao, describió la situación reinante en Puerto Plata, donde desde que se supo «la ostensible protección» que España daba a la República y la llegada de los inmigrantes canarios, se habían tergiversado los hechos, al extremo de que hubo varios motines que causaron una seria AGN, RREE, leg. 14, expte. 13, Castellanos-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, París, 30 de noviembre de 1860. 41 AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Comyn-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 8 de noviembre de 1860. 40

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alarma. Las demostraciones hostiles que habían tenido lugar «fueron de carácter tan grave y tan público», que el comandante de armas de dicha población se vio obligado a intervenir por medio de un bando en el cual llamaba al orden. Gautier aseguró que Puerto Plata era un nido de norteamericanos, «la mayor parte sin ocupación conocida y de todos ignorado el objeto de su residencia allí», aunque en su opinión «los principales motores de la propaganda contra la protección española» habían sido hombres de alguna influencia, entre ellos el vicecónsul de Gran Bretaña en esa ciudad. Por otra parte, en Santiago la inmigración de españoles había encontrado igualmente un eco muy poco favorable, y mucho menos el proyecto de protectorado. La provincia de La Vega estaba también «muy descontenta con la inmigración», y en la fiesta del Santo Cerro, que se celebra cada 24 de septiembre en honor a la Virgen de las Mercedes, hubo «manifestaciones muy pronunciadas» en contra de ese movimiento migratorio. Aunque el comerciante reconoció que a su llegada a Santiago, en fecha desconocida, «había ya alguna efervescencia», la visita del brigadier Peláez a la República Dominicana la había aumentado a un grado que tenía inquietos a todos los españoles allí residentes. De hecho, ya no se hablaba «con embargo y mesura como antes», y la idea de que España pretendía esclavizar el país, malignamente comentada, se había extendido incluso hasta las aldeas más pequeñas.42 En definitiva, la presencia de los inmigrantes canarios no era por sí sola, en absoluto, la principal causa de la agitación, sino los planes cada vez más evidentes del Gobierno dominicano de llegar a algún arreglo con el de España, que era sin duda lo que provocaba el rechazo de una gran parte de la población, sobre todo por temor al retorno de la esclavitud. No obstante, la inmigración canaria resultó fallida por otras causas, como subrayó el representante de Francia en Santo Domingo, quien lamentó tener que constatar el completo fracaso de la misma. Los estímulos que la administración había dado a Ibídem, 54/5225, No. 8, Gautier-Álvarez, Santiago de los Caballeros, 4 de octubre de 1860.

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los canarios, las ayudas incluso que aquella había distribuido a los más necesitados, no habían podido combatir la terrible influencia de las fiebres del país, y se contaban ya más de 1,000 muertos sobre una población de en torno a 3,000 inmigrantes. Los que sobrevivían estaban tan atemorizados por la insalubridad de la isla, que unos regresaban a Venezuela si podían liberarse frente al Gobierno dominicano de los adelantos que habían recibido, o se embarcaban clandestinamente, y otros acudían a los diversos consulados en demanda de auxilio. De hecho, varias familias habían pedido a Zeltner que las enviara a las islas de Guadalupe o Martinica, por lo que el objetivo gubernamental se había frustrado, y ya se planteaba la cuestión de renovar estas tentativas de inmigración en Francia o Italia. Se había hablado incluso de la posibilidad de contratar negros de la costa africana, o culíes indios o chinos, y el diplomático expresó sus dudas sobre si estas dos últimas clases de inmigrantes soportarían el clima, pero tenía la firme convicción de que dejar a los europeos poner el pie en territorio dominicano era exponerlos a una muerte segura. Ricart, el ministro de Hacienda, que se había hecho notar por su ardor en atraer la inmigración a la República, estaba a punto de volver de su misión, después del completo fracaso de la misma, según se aseguraba, puesto que el empréstito que pretendía contratar en La Habana había sido rechazado, a pesar de que el cónsul de España se había trasladado con él a Cuba para apoyar su solicitud. En opinión de Zeltner, era probable que a su regreso, Ricart continuase sus esfuerzos colonizadores, y quisiera reanudar relaciones con un tal Méndez, judío, tendentes a montar una nueva compañía destinada de antemano al mismo resultado que la primera, de las que sin embargo el cónsul no facilitó dato alguno.43 En realidad, el tiempo de dicha compañía, o de cualquier otra, ya había pasado, porque las negociaciones del préstamo podían haber fracasado, pero las que de verdad importaban al Gobierno dominicano seguían en marcha. En todo caso, es AMAEE París, Correspondance consulaire et commerciale, République Dominicaine, vols. No. 2-3, Zeltner-ministro de Asuntos Extranjeros, Santo Domingo, 30 de diciembre de 1860.

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interesante analizar algunos de los aspectos más destacados de las relaciones exteriores de la República Dominicana, desde el punto de vista económico y comercial, así como las rivalidades y recelos que las riquezas de este país despertaban en unos y otros. La anexión estuvo claramente motivada, entre otras razones, por la crítica situación económica dominicana, que en buena medida no pudo mejorarse como consecuencia de los obstáculos que encontraron muchos de los proyectos que se fueron sucediendo en los meses anteriores a marzo de 1861, bloqueados por esas mismas rivalidades.

3. Las relaciones comerciales dominicanas antes de la anexión

Una de las principales razones de la rivalidad existente entre las potencias europeas, así como entre estas y los Estados Unidos, eran los importantes recursos naturales con que contaba la República Dominicana, además de algunos de sus productos de exportación, entre los que destacaba sobre todo el tabaco y, en menor medida, la ganadería. En este sentido, llama la atención la respuesta que dio el representante de Gran Bretaña en Santo Domingo a una circular del Foreign Office, en la que se pedía a los agentes consulares británicos información sobre la madera de construcción naval, apta para los astilleros de la Marina británica, que hubiese en los países donde se encontraban destinados. A tal efecto, Hood redactó una memoria con los mejores datos que había podido adquirir sobre esa materia, pero reconoció que la misma era completamente nueva en la República Dominicana. Por ello, lo que hizo no fue más que darla muy escasa, y no demasiado fiable, información derivada de las observaciones superficiales que habían hecho durante su recorrido por el país algunos viajeros, cuya atención no se había dirigido en particular sobre este asunto. El diplomático añadió que, en cualquier caso, si el Almirantazgo consideraba que dicha cuestión tenía suficiente importancia, se podía hacer un estudio más a fondo con un coste no muy elevado,

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y ofreció también la posibilidad de enviar a Londres muestras de las diferentes maderas para que se experimentara con ellas.44 En respuesta a una nueva circular del mismo tipo, Hood informó a Russell de que en la República Dominicana no se cultivaba maíz ni ningún otro grano con fines comerciales.45 Uno de los apartados de la memoria presentada al ministro de Estado por el cónsul de España en la capital dominicana, en abril de 1860, abordaba precisamente la agricultura, la industria y el comercio de exportación e importación, y en el mismo se refirió a la distribución por regiones de las principales fuentes de riqueza. En las provincias del sur, el comercio giraba sobre todo alrededor de la madera; en El Seibo, al este, la ganadería era la actividad económica por excelencia; mientras que en el Cibao, por su parte, el tabaco era el producto de exportación más importante. Según los datos de Álvarez, este era de excelente calidad y de él se cosechaban, dependiendo del año, entre 60,000 y 80,000 quintales castellanos, con un valor aproximado de 650,000 a 700,000 pesos fuertes, sin contar el de consumo interno del país. El tabaco que se exportaba era comprado en su mayor parte por comerciantes de Hamburgo, Bremen y otros puntos de Alemania, pero también se exportaba algo a Puerto Rico, Saint Thomas y Curazao. La principal madera de exportación era la caoba, de calidad superior a la de Cuba y Honduras, y cuyo precio variaba según el peso de la madera y la forma de sus vetas, de modo que una pieza podía venderse por 300 pesos fuertes, y otra de igual tamaño por solo 50. El agente puso de relieve uno de los problemas más graves a que se enfrentaba esta práctica depredadora de los recursos forestales, puesto que la explotación de la madera preciosa con fines comerciales no podría hacerse cuando se acabase la que estaba junto a los ríos, toda vez que su conducción por tierra era imposible debido al excesivo precio de los transportes. Un producto que tenía asimismo una importancia considerable era la cera de abeja, que había adquirido bastante incremento, hasta el punto de que en el año 1859 se exportaron 630,000 libras, con un valor TNA, FO 23/39, Hood-Malmesbury, Santo Domingo, 11 de abril de 1859. TNA, FO 23/42, Hood-Russell, Santo Domingo, 9 de enero de 1860.

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de venta en el extranjero calculado en 250,000 pesos fuertes. Se exportaban, principalmente al mercado norteamericano, grandes cantidades de miel, cuyo precio según su calidad era de entre 60 y 80 centavos el galón. También se exportaba ganado y madera de espinillo, palo santo, mora, guayacán y palo brasil, así como algunos otros productos, aunque ya a una escala mucho más reducida, entre ellos azúcar y almidón. Por lo que respecta a las importaciones, estas consistían en harinas de los Estados Unidos y toda clase de mercancías de Europa. Álvarez subrayó el hecho de que en la República la caña de azúcar crecía por sí sola, y los cafetales producían su fruto de forma espontánea, por lo que una vez sembrado no había más que recolectarlo en su momento, y el maíz se daba sin cultivo. Pese a ello, tales artículos se importaban del extranjero, incluidos los ladrillos, que se podrían fabricar al lado de Santo Domingo, en los hornos de los antiguos tejares españoles. En suma, a juicio del diplomático no existía un país en que la naturaleza ofreciese tantos recursos, y sus habitantes vivieran de un modo tan miserable, pues admitió que había algunas cosas relativamente caras, como un buen caballo de montar, que costaba 150 pesos fuertes. Con relación al comercio existente con España o sus colonias, había empezado a exportarse ganado a Cuba, y si alguna empresa de La Habana «dedicase un vapor a este tráfico, exportaría todos los años cuatro mil reses vacunas», cuya carne era mejor que la del «ganado flaco de Florida», que los norteamericanos estaban cobrando a precios fabulosos.46 Al enviar su memoria al gobernador de Cuba, Álvarez le indicó que había tenido conocimiento de una orden del Ministerio de Marina al comandante del apostadero de La Habana, para reconocer los criaderos de carbón mineral de la bahía de Samaná. Por ello, le parecía muy conveniente que los comisionados que iban a realizar esos estudios «inspeccionasen los soberbios bosques de construcción naval» que existían allí, así como «sus feraces terrenos, el río Yuna y los puntos más a propósito para fortificar la entrada de la bahía». El representante de España en Santo Domingo señaló también que los comerciantes cubanos deberían explotar E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 88-89 y 97.

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dichas minas, a las cuales se refirió como «un manantial de riqueza», ya que dispondrían así de grandes reservas y no tendrían que comprar tan importante artículo a las compañías inglesas. Por último, Álvarez llegó incluso a recomendar a Serrano que, si las necesidades del servicio lo permitieran, sería conveniente que formase parte de la comisión alguno de los ingenieros de minas que tenía el Gobierno en aquella isla, y se refirió más en concreto a uno de los hijos del ministro Fernández de Castro. El cónsul ya había comenzado a tejer, para entonces, unas estrechas relaciones con ciertos miembros del Gobierno dominicano, como se deduce de esta recomendación, lo que le permitía ganar una mayor influencia sobre el mencionado alto funcionario. Por otra parte, Álvarez comunicó al ministro de Estado que no solo los Estados Unidos se interesaban por Samaná, sino que Francia y Gran Bretaña, debido a «la escasez y carestía de maderas para surtir a los arsenales», intentaban explotar los bosques de esa bahía. De hecho, el ministro francés de Marina se había informado, por medio del representante de la República Dominicana en París, «acerca de la posibilidad de exportar maderas de las costas de Samaná, y si el Gobierno dominicano accedería a ello».47 Sin embargo, tanto el agente de Gran Bretaña como el de Francia se ocupaban asimismo de otros artículos de exportación. El primero, deseando fomentar la industria, que se encontraba tan descuidada en todos sus ramos, había intentado convencer al Gobierno dominicano de que estableciera premios o recompensas para todos aquellos que cultivasen en sus parcelas artículos de exportación, tales como café, azúcar, tabaco y, muy en especial, algodón. La idea había sido favorablemente recibida, pero Hood advirtió al Foreign Office de que la falta de dinero se revelaría como un serio obstáculo para ponerla en práctica.48 Por su parte, Zeltner informó al ministro francés de Asuntos Extranjeros de que el ejecutivo de Santo Domingo acababa de AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 30 de abril de 1860. En este despacho Álvarez trasladó al ministro parte de una comunicación que había dirigido al gobernador de Cuba. 48 TNA, FO 23/41, Hood-Edmund Hammond, Santo Domingo, 4 de abril de 47

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promulgar un decreto sobre la exportación de ganado. En su opinión, el momento parecía mal escogido para favorecer la salida de los animales, ya que la carne había alcanzado un precio insólito. Era de esperar, continuó el diplomático, que no hubieran guiado al Gobierno los intereses particulares, porque desafortunadamente en esa administración, en la que casi todos los ministros tenían un comercio, a menudo incluso de muy poca importancia, no faltaban ejemplos de que un decreto hubiese prohibido o permitido determinada operación comercial en provecho de uno de los funcionarios. Más tarde, una vez realizado el beneficio, otro decreto volvía a poner las cosas en el mismo estado que antes. El decreto en cuestión autorizaba la exportación solo a los puertos neutrales o amigos, lo que Zeltner veía como una continuación de la política de Santana, cuyos esfuerzos tendían a aislar completamente a Haití, y a impedir incluso las relaciones comerciales entre los dos países. El cónsul consideraba que el presidente sostenía este sistema prohibitivo, con las armas en la mano, sin preocuparse del perjuicio que ello causaba a los intereses de los dominicanos, que encontrarían fáciles y ventajosas salidas para sus productos en las provincias haitianas.49 En efecto, es posible que esos intereses particulares existieran, y que fuesen los del representante de España en Santo Domingo, quien insistió muchas veces en su idea de que si el comercio de Cuba «dedicase algunos buques a la exportación de ganado vacuno y de cerda, comestibles y maderas de tantas clases», que abundaban en la República Dominicana, obtendría beneficios seguros. Por otra parte, el Gobierno dominicano acababa de ofrecer a la compañía naviera de La Habana a la que pagaba una subvención por el vapor que mensualmente tocaba en Puerto Plata, otra suma igual para que uno de sus barcos hiciera escala en Santo Domingo, lo que sería muy útil para las comunicaciones entre ambas islas, según Álvarez. Este, en su habitual línea de autocomplacencia, resaltó el hecho de que desde que existía 49

AMAEE París, Correspondance consulaire et commerciale, République Dominicaine, vols. No. 2-3, Zeltner-ministro de Asuntos Extranjeros, Santo Domingo, 27 de mayo de 1860.

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el consulado de España en la capital dominicana, ningún año había habido tanto movimiento marítimo como en los primeros seis meses de 1860, lo que se debía a sus excitaciones a los comerciantes de esa ciudad.50 El 14 de julio fondeó en el puerto de Santo Domingo el buque de guerra español Don Juan de Austria, cuyo comandante tenía el encargo de trasladarse a la bahía de Samaná para practicar allí un reconocimiento en los criaderos de carbón mineral y en los bosques, que tenían «tan buenas maderas de construcción naval a la orilla del agua». El agente de España acudió al ministro de Guerra y Marina, e hizo que este ordenase inmediatamente una excavación de 50 toneladas, así como que profundizaran el terreno lo más posible, con el fin de que a la llegada del barco a Samaná el carbón estuviese ya dispuesto. El estilo autoritario desplegado por Álvarez en su trato con dicho ministro resulta, cuando menos, sorprendente, tanto como la naturalidad con que parecía ejercerlo, y el descaro con que lo expresó en su despacho a Calderón Collantes, de quien por cierto no consta que le llamara la atención sobre esta manera de conducirse con el Gobierno dominicano. El diplomático estimaba que no solo por motivos políticos, sino por su interés para el fomento de la Armada española, era muy necesario que dicha bahía fuese reconocida detenida y científicamente, tanto para no depender de los extranjeros en el suministro de carbón, como para conseguir las mejores maderas de construcción, «en particular curvas», que tanta falta hacían en los astilleros españoles. El Gobierno dominicano dejaría cortar cuanta madera se quisiera a la persona que viniese autorizada para ello, sin exigir precio alguno, aunque debe sobreentenderse que Álvarez se refería a alguien dependiente de las autoridades españolas. Por último, aquel indicó al ministro de Estado que el capitán general de Cuba había aprobado su proceder, y le había manifestado que se estaba ocupando detenidamente de la solución que debía darse a las graves cuestiones presentes en la República Dominicana,51 pero no concretó más. AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 2 de julio de 1860. 51 Ibídem, 20 de julio de 1860 (la palabra «curvas» aparece subrayada en el original). 50

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Cabe afirmar que el general Serrano comenzó en esos momentos a involucrarse en la situación dominicana, a instancias del cónsul, que actuó siempre como acicate para potenciar cada vez más la intervención de España en los asuntos internos de Santo Domingo, y muy concretamente la del gobernador de Cuba, cuyo apoyo era imprescindible para el éxito de cualquier plan. Por lo que respecta a la anunciada línea de vapores, Álvarez contó con la colaboración de los hermanos Ginebra, comerciantes españoles establecidos en Puerto Plata, que habían contribuido mucho en todo lo necesario para llevar a cabo su idea de que un barco español estableciera la comunicación entre las islas de Santo Domingo y Cuba. Los mencionados hermanos Ginebra remitieron el itinerario de la nueva línea al agente diplomático, quien había conseguido, por su parte, que el Gobierno dominicano diese a la misma una subvención de 400 pesos fuertes, así como la exención de derechos de puerto por entrada y salida para el vapor Cuba.52 El recorrido de este era el siguiente: zarpaba de La Habana con destino a Saint Thomas, y hacía escala en Nuevitas, Gibara, Baracoa, Santiago de Cuba, Santo Domingo, Mayagüez y San Juan de Puerto Rico. A su regreso desde Saint Thomas hacia la capital cubana, el barco tenía exactamente las mismas escalas.53 En este itinerario llama la atención sobre todo la significativa ausencia de la ciudad de Puerto Príncipe, o de cualquier otra escala en las costas de Haití. Finalmente, el Don Juan de Austria no hizo la prevista expedición a Samaná por algún motivo, pero el asunto seguía en pie, como recordó Álvarez al gobernador de Cuba, a quien avisó de que el Gobierno dominicano ya había puesto a su disposición 50 toneladas de carbón, extraídas de los yacimientos de esa bahía. Sin embargo, el cónsul hubo de reconocer que el mineral no era de tan buena calidad como el que se encontraba a las orillas del río Yuna, aunque podría servir para verificar un ensayo cuando

Ibídem, 1 de agosto de 1860. Ibídem. Se trata de un documento en el que se consigna el itinerario del vapor Cuba, fechado en Santo Domingo el 6 de agosto de 1860, y firmado por Mariano Álvarez.

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Serrano enviase algún buque de la Armada española a tal efecto.54 En definitiva, tanto si se llegó a realizar esta prueba como si no, lo cierto es que el carbón de Samaná nunca fue explotado, de lo que se deduce que efectivamente su calidad no lo hacía apto para las necesidades de la navegación a vapor. En cualquier caso, el buen estado de las relaciones entre el Gobierno dominicano y los representantes europeos no era aprovechado solo por Álvarez, sino también por su colega de Gran Bretaña, quien se había valido de esa situación favorable para hacer ver al ejecutivo de Santo Domingo la conveniencia de poner a todos los extranjeros en pie de igualdad en cuanto a los beneficios concedidos. Ello implicaba, como es obvio, eliminar la distinción que dicho Gobierno hacía a favor de las naciones con las que tenía tratados comerciales, y que siempre había sido esgrimida por los agentes norteamericanos como una razón lógica para desear tener un tratado con la República Dominicana.55 Por fin, Hood pudo informar al Foreign Office del éxito de sus esfuerzos para convencer al Gobierno dominicano de lo desventajoso de la mencionada política, que desde un punto de vista pecuniario, teniendo en cuenta el limitado número de barcos afectados, le reportaba como máximo un aumento insignificante de sus ingresos. Mientras tanto, desde el plano político suponía una continua amenaza contra la independencia de la República, ya que servía como pretexto, y además bien fundado, para que los Estados Unidos, que eran casi los únicos perjudicados por esta discriminación, insistiesen en obtener un tratado que los pusiera en igualdad de condiciones con los otros países. El peligro radicaba en que los norteamericanos habían procurado, invariablemente, introducir en los proyectos que planteaban al Gobierno cláusulas tendentes a poner la República Dominicana, tarde o temprano, en sus manos. No obstante, tras mucha vacilación, el ejecutivo adoptó al final la medida que le venía recomendando el agente de Gran AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 21 de agosto de 1860. El documento es un traslado al ministro del despacho que Álvarez remitió en esa misma fecha a Serrano. 55 TNA, FO 23/41, Hood-Edmund Hammond, Santo Domingo, 4 de abril de 1860. 54

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Bretaña, quien incluyó en su despacho a Russell una copia del decreto aprobado por el Senado el 8 de mayo. En este se declaraba que los buques de las naciones con las que la República no había celebrado tratados quedaban asimilados en el pago de «los derechos de importación, exportación, toneladas, faro y todos los demás» concernientes al comercio, a los de las naciones más favorecidas. A juicio de Hood, el artículo segundo del decreto era políticamente objetable, puesto que en el mismo se excluía de esas ventajas a los buques de aquellas naciones que transcurrido un año desde su publicación, «no hubieran acordado a los de la República Dominicana igual beneficio». Pese a sus intentos, el diplomático no pudo conseguir una ligera modificación que había propuesto, en el sentido de sustituir la absoluta limitación a un año que contenía el mencionado artículo, por una frase en la que el Gobierno se reservase el derecho de establecer tal limitación si lo consideraba oportuno.56 Por otra parte, el tratado de comercio dominicobritánico expiraba en septiembre de 1860, tras diez años en vigor, pero en él no se especificaba un período de aviso previo a su finalización. Aunque por regla general este era de doce meses, como el plazo de vencimiento estaba ya muy próximo, apenas quedaba tiempo para dar aviso alguno antes de que llegase esa fecha. Por ello, el secretario del Foreign Office dio las instrucciones pertinentes a Hood para evitar dudas o incluso la rescisión del tratado. Dichas instrucciones iban en el sentido de proponer al Gobierno dominicano que se consignara, por medio de una declaración o de un intercambio de notas, que cualquiera de las partes podría dar a la otra, en la fecha de expiración o con posterioridad a la misma, el correspondiente aviso de doce meses. Por último, Russell aclaró que las partes contratantes serían, por supuesto, libres de hacer en cualquier momento modificaciones al tratado, de mutuo acuerdo.57 En su respuesta al Foreign Office, el cónsul informó de que había presentado al ministro de Relaciones Exteriores el borrador de declaración, de acuerdo con el modelo propuesto por Russell, Ibídem, Hood-Russell, Santo Domingo, 19 de mayo de 1860. Ibídem, Russell-Hood, Londres, 29 de mayo de 1860 (minuta).

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que Ricart le prometió someter a su Gobierno. Poco tiempo después, Hood se marchó a Puerto Príncipe, y a su regreso encontró que no se había hecho nada sobre esta cuestión, por lo que tuvo que presionar al ministro para que la agilizase. Por fin, el 7 de septiembre la declaración fue debidamente firmada por Ricart y el propio representante de Gran Bretaña, sin ninguna modificación. Sin embargo, Hood señaló al mismo tiempo que no se había obtenido la sanción previa del Senado, a pesar de que el ministro había alegado como excusa para el retraso en la firma de la declaración, que esta debía ser sometida antes a dicho cuerpo legislativo. Es más, Santana había aludido a la finalización del tratado por primera vez en enero de 1859, y posteriormente, en marzo de 1860, se buscó la opinión de los otros agentes sobre la interpretación del artículo décimo del tratado dominicobritánico, relativo a la duración del mismo, pero no se había intentado obtener el parecer de Hood al respecto. Cuando, por indicación de Russell, el diplomático planteó el asunto al Gobierno dominicano, la conducta de este había estado marcada por una gran vacilación. Tales circunstancias, unidas a las, a su juicio, conocidas doblez y mala fe de los dominicanos, llevaban a Hood a extraer conclusiones desfavorables con respecto a las futuras intenciones del ejecutivo de Santo Domingo, que en más de una ocasión no había dudado en dar marcha atrás a sus propios actos. Por todo ello, la impresión del cónsul era que aquel consideraba la declaración recién firmada como un instrumento apropiado para mantener vigente el tratado en tanto esto satisficiera sus objetivos, y rescindirlo cuando el mismo interfiriese con cualquiera de sus proyectos, utilizando como pretexto el rechazo del Senado a sancionar la declaración. Hood admitió que quizás esta conjetura no fuera correcta, pero en todo caso expresó sus dudas sobre si la declaración sería suficiente para impedir que el Gobierno dominicano tomase tal rumbo más adelante. En Londres estos temores no debieron de parecer muy sólidos, ya que Russell consideró adecuada dicha declaración, tal cual estaba, para los fines que se habían buscado al proponerla al Gobierno dominicano.58 Ibídem, Hood-Russell, Santo Domingo, 10 de septiembre de 1860.

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No obstante, el representante de Gran Bretaña acabó por desechar sus propias dudas sobre los sentimientos del Gobierno dominicano con respecto al asunto, y afirmó que las mismas eran bastante infundadas, toda vez que el ejecutivo había sometido la declaración al Senado, y este la había aprobado en todos sus puntos.59 Con esta hábil maniobra, el gabinete de Santana desactivó los recelos que una actuación diferente podría haber despertado en el Gobierno británico, y convenció incluso a Hood, cuya aparente confianza era tan ajena a sus anteriores conclusiones, derivadas de las supuestas doblez y mala fe de los dominicanos, que resulta difícil de creer. Las relaciones políticas y comerciales de la República Dominicana con las potencias europeas y los Estados Unidos siguieron desarrollándose, pues, dentro de una relativa tranquilidad, hasta muy poco antes de la anexión, pese a los continuos rumores que hablaban de algún arreglo, cada vez más probable, entre Madrid y Santo Domingo. En esta línea de normalidad se inscribe, por ejemplo, un despacho en el que Zeltner envió al ministro francés de Asuntos Extranjeros una relación de los barcos de su país que tomaban parte en el comercio de importación y exportación con el puerto de Santo Domingo. Para justificar su imposibilidad de cumplir con la disposición establecida de dirigir al ministro un cuadro general de ese comercio, el agente explicó que todos los miembros del Gobierno dominicano y los altos funcionarios eran comerciantes, o incluso simples tenderos, y como su primera preocupación era quedar exentos del pago de aranceles, no les interesaba que la administración publicara estadística alguna. Zeltner indicó que la mayor parte, por no decir la totalidad, de las embarcaciones que arribaban a Santo Domingo lo hacían desde el este. En general, se trataba de buques que abastecían a Saint Thomas del carbón necesario para los paquebotes ingleses, y algunas veces también de barcos que transportaban bueyes desde la costa de África a las colonias francesas de las Antillas, y que iban después a Saint Thomas a buscar un cargamento para la vuelta. Sólo había un buque francés que navegaba de forma habitual directamente desde Europa, en Ibídem, 16 de octubre de 1860.

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concreto desde El Havre, el Alexandre. A este panorama debían añadirse dos o tres goletas norteamericanas, que se encargaban del abastecimiento de víveres, mientras que todas las demás mercancías consumidas en la República procedían de Saint Thomas, donde eran cargadas en pequeñas goletas dominicanas, holandesas de Curazao, o españolas, de las cuales la mayor no superaba las 80 toneladas. Algunas embarcaciones inglesas de dimensiones aún más pequeñas iban desde Jamaica y las islas Turcas a la costa septentrional de la República Dominicana.60 Por otra parte, el diplomático francés subrayó que los dos únicos puertos de una relativa importancia comercial eran los de Santo Domingo y Puerto Plata, y señaló también que algunos barcos descargaban en Samaná, desde donde las mercancías tenían que remontar el río Yuna para repartirse por el Cibao, navegación que era peligrosa y muy malsana debido a las fiebres, que diezmaban incluso a la población ribereña. Si no fuese por estos obstáculos, según Zeltner, la región que tenía por cabeza la ciudad de Santiago, y por puerto principal el de Puerto Plata, estaría llamada a un brillante porvenir, ya que era la única donde se producía tabaco, del cual se exportaban grandes cantidades a Alemania. El cónsul lamentó que las comunicaciones fueran tan difíciles en ese triste país, pues en caso contrario habría podido obtener, en una corta exploración, informaciones detalladas sobre el cultivo y el comercio del tabaco y del ganado en aquella parte de la República Dominicana. En cuanto al resto del país, este no producía nada, o mejor dicho, los habitantes no cultivaban nada más que lo estrictamente necesario para su subsistencia, es decir, maíz, plátanos, ñame y arroz. El ñame alcanzaba en la bahía de Samaná un tamaño verdaderamente colosal, y no era extraño ver allá tubérculos de 40 libras de peso, aunque los más normales pesaban entre cuatro y cinco libras. Además, la calidad de los mismos era mejor en esa provincia que en las otras. Acto seguido, Zeltner pasó a referirse a los bosques de caoba y guayacán, fuente de riqueza casi inagotable que la naturaleza había puesto en manos de una raza que AMAEE París, Correspondance consulaire et commerciale, République Dominicaine, vols. No. 2-3, Zeltner-ministro de Asuntos Extranjeros, Santo Domingo, 20 de febrero de 1861.

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no la merecía. El representante de Francia justificó esta opinión tan subjetiva en que los dominicanos, no teniendo más ocupación que la de cortar y vender esos magníficos árboles, se dedicaban a robar los bienes del vecino, y a desguarnecer la isla de sus mejores plantaciones por un lamentable sistema de talas, que tardaría siglos en poder llegar a recuperarse. Los dominicanos encontraban también en sus bosques enormes cantidades de colmenas, que les proporcionaban cera y miel, de la cual una gran parte se exportaba a Inglaterra y Alemania. En la isla se podía encontrar asimismo, en estado silvestre, la yuca, que era de una variedad diferente de la yuca de la costa americana, y a partir de la cual se fabricaba un almidón que servía desafortunadamente demasiado a menudo para mezclarlo con la harina de trigo, debido al precio excesivo de esta, que no dejaba suficientes beneficios a los panaderos.61 Con respecto al comercio en sí mismo, el cargamento de los barcos era sobre todo madera de caoba, árbol que alcanzaba unas dimensiones enormes, cuyas mejores variedades se exportaban a Liverpool, y las más ordinarias a los mercados de Francia, Alemania y los Estados Unidos. Muchos buques también cargaban alguna cantidad de otras clases de madera, que se empleaban para hacer andamios y apuntalamientos en la construcción. La navegación francesa había adquirido durante el año 1860, según los datos de Zeltner, una considerable importancia, con 16 embarcaciones, que sumaban una capacidad total de 3,564.53 toneladas. Estas habían ido a Santo Domingo a buscar sus cargamentos con unas condiciones de flete relativamente ventajosas, ya que la tonelada se pagaba a 80 francos, cuando en el continente solo se podrían obtener 68 o 70, y en las colonias francesas incluso menos. Un único buque fue despachado con dirección a Marsella, mientras que todos los demás tenían como puerto de destino El Havre. El cuadro general de los barcos franceses elaborado por el agente presenta algunos datos de gran interés para conocer las principales características del tráfico comercial francodominicano, como por ejemplo sus respectivos puertos de amarre; su origen y destino; su tonelaje; su fecha de salida; y, sobre todo, la naturaleza de su carga. Ibídem.

61

62

Ibídem.

El Havre

Tocopa

Caen

Sophie César

El Havre

El Havre

Alexandre

Sainte Françoise

Nantes

Zèbre

Dunkerque

El Havre

Céara

Maurice

Puerto de amarre

Nombre del barco

206.17

145.89

281.18

254.34

219.22

201.68

250

Tonelaje

St. Thomas

Guadalupe

Guadalupe

El Havre

Marsella

El Havre

El Havre

Puerto de origen

El Havre

Marsella

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

Puerto de destino

madera

madera

madera

madera

madera

madera

madera

Carga

Tabla No. 2. Cuadro de las embarcaciones francesas que zarparon del puerto de Santo Domingo durante 186062

2 julio

10 mayo

23 marzo

10 marzo

21 febrero

1 febrero

10 enero

Fecha de salida

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Puerto de amarre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

Burdeos

El Havre

El Havre

Nombre del barco

Elisabeth

Marie Félicité

Alexandre

Zoé

[...]

Achille

Elisa Prosper

St. Paul

Malakoff

Tabla No. 2 (Continuación)

159.10

299.57

203.74

307.85

239.29

179

219.22

174

214.18

Tonelaje

St. Thomas

St. Thomas

St. Thomas

St. Thomas

St. Thomas

St. Thomas

Pointe à Pitre Pointe à Pitre

La Guaira

Puerto de origen

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

El Havre

Puerto de destino

madera

madera

madera

madera

madera

madera

madera

madera

madera

Carga

29 diciembre

7 diciembre

13 noviembre

6 noviembre

27 octubre

8 octubre

19 septiembre

28 agosto

11 agosto

Fecha de salida

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La rivalidad internacional por la República Dominicana... 277

Lo que resulta más llamativo en el conjunto de los datos del cuadro, aparte de lo que resaltó el propio Zeltner, es el gran número de buques cuyo puerto de amarre era El Havre, 12 de un total de 16, mientras que los 4 restantes se repartían entre los puertos de Nantes, Caen, Dunkerque y Burdeos. Todos ellos, como cabía imaginar, están situados en la costa atlántica francesa. El motivo de esta concentración de las embarcaciones en El Havre, bien por ser este su puerto de amarre o su puerto de destino, o bien ambas cosas, circunstancia esta última que se daba en 11 de los 16 buques, se explica porque El Havre es el puerto importante más próximo a París, adonde iba destinada la mayor parte de su mercancía. Por otra parte, los barcos registrados tenían un tonelaje bastante similar, pues aunque oscilaban entre las 145.89 toneladas del Sainte Françoise, que era el de menor capacidad, y las 307.85 del Achille, la mayoría de ellos, concretamente once, superaban las 200 toneladas pero no llegaban a las 300. El apartado en el que se encuentra sin duda la mayor heterogeneidad es el relativo al puerto de origen de las embarcaciones, ya que si bien hay un número considerable procedente de Saint Thomas, 7 en total, otros 3 procedían directamente de El Havre, y 4 de las Antillas francesas, que son cifras también significativas. Las fechas de salida de los distintos buques se reparten de forma bastante homogénea a lo largo del año, con la única excepción de los meses de abril y junio, en que no zarpó ninguno, una homogeneidad que se explica por las características de su carga, que al no depender de una cosecha estaba disponible en cualquier momento. Por último, como ya señaló el diplomático, las exportaciones de la República Dominicana a Francia consistían exclusivamente en la madera, sobre todo de caoba, por lo que se trataba de un comercio basado en un recurso limitado, sin posibilidades de mantenerse de forma indefinida, dado el largo periodo de tiempo necesario para su regeneración. Más adelante, Zeltner envió al ministro francés de Asuntos Extranjeros una reseña sobre el cultivo del tabaco en el Cibao, cuya cosecha de ese año parecía que iba a ser muy buena, según sus informaciones. El tabaco destinado a la exportación era, en

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primer lugar, clasificado por categorías, y después envuelto en hojas de palma, formando un bloque cuyo peso medio era de entre 45 y 55 kg. Su forma más habitual era la de una especie de cilindro truncado, al que se denominaba serón. De este modo, el comprador podía fácilmente, sin estropear el envoltorio, levantando una hoja de la parte de arriba, examinar la calidad de la mercancía. El cónsul indicó que se esperaba cosechar unos 20 o 30,000 quintales más que en el año anterior, y las previsiones de producción total ascendían a 100,000 quintales, y aunque no era posible todavía establecer el precio del tabaco, obtuvo de un negociante los precios alcanzados durante la última campaña, distribuidos en cuatro categorías. El serón o quintal de primera calidad valía de 12 a 13 pesos fuertes; el de segunda, de 9 a 11; el de tercera, entre 7 y 9; y el de cuarta, al que se llamaba tripas, que estaba compuesto solamente de hojas cortas y servía para fabricar el interior del cigarro, costaba entre 5 y 6 pesos fuertes. Zeltner explicó que este era el precio del tabaco en origen, por lo que debían añadírsele unos gastos que podían aumentar el valor de cada serón en 4 o 5 pesos fuertes, y que se cargaban siempre al comprador. Tales gastos eran los siguientes: en primer lugar el embalaje en hojas de palma, que costaba 50 centavos; a continuación, el transporte de los serones al puerto de embarque, que era Puerto Plata, costaba en 1860 dos pesos fuertes. En último lugar, otros gastos, como los de peso, embarque, inspección y reparación de los envoltorios deteriorados durante el viaje, ascendían a un peso fuerte, lo que sumado a los gastos anteriores suponía en total 3.5 pesos fuertes por serón. El representante de Francia en Santo Domingo aventuró que si la República Dominicana continuaba en paz, y en el Cibao no se llegaban a exaltar los ánimos hasta el punto de que estallase un levantamiento contra el Gobierno, la cosecha de 1861, que debía estar en plena actividad para mayo, sería una de las mejores que hubiera habido nunca.63 La normalidad, como se deduce de las últimas palabras de Zeltner, era cada vez más un espejismo, pese a lo cual en una fecha tan tardía como el 5 de abril de 1861, el agente de la República Ibídem, 4 de marzo de 1861.

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en París se dirigió a Russell para comunicarle que el Gobierno dominicano había juzgado necesaria la instalación de un cónsul en Londres. Este debería proteger los intereses comerciales de los súbditos dominicanos residentes en esa ciudad, que eran numerosos, según Castellanos, quien acto seguido informó al secretario del Foreign Office de que Alexander Bell era la persona nombrada por el ejecutivo de Santo Domingo para ocupar dicho puesto.64 Es decir, el propio Gobierno dominicano mantuvo la ficción por medio de estas actuaciones rutinarias, que aparentaban un desarrollo normal de sus relaciones con los demás países, hasta muy pocos días antes de proclamarse la anexión.

4. Los proyectos de inversionistas norteamericanos entre 1859 y 1861 Los diversos proyectos norteamericanos, todos ellos frustrados por la intervención europea, principalmente, merecen un análisis más específico, por cuanto si hubiesen tenido éxito, quizás habrían podido producir un cambio en la actitud del Gobierno dominicano frente a la salida que se había propuesto dar a la crisis dominicana. En efecto, bien por la mejora de las condiciones económicas del país, como consecuencia del desarrollo aportado por dichos proyectos, bien porque estos hubieran desembocado, como temían las potencias europeas y buena parte de los dominicanos, en la ocupación estadounidense del país, ambas hipótesis habrían impedido su anexión a España. El cónsul de España en Santo Domingo, durante el primer mes desde su toma de posesión, el 5 de diciembre de 1859, se dedicó exclusivamente a enterarse de cuanto pudiese tener relación con Cazneau, y «sus trabajos respecto a la cesión a los Estados Unidos de la península y bahía de Samaná». Lo más significativo, por la rivalidad que reflejaba entre todas las partes con intereses en la República Dominicana, y la desconfianza que la misma provocaba, es lo que Álvarez dijo de la actitud de sus colegas de TNA, FO 23/44, Castellanos-Russell, París, 5 de abril de 1861.

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Francia y Gran Bretaña, quienes mantenían una cierta reserva con respecto a ese asunto. El diplomático transmitió a Calderón Collantes el resultado de sus investigaciones, según las cuales, cuando los buques de guerra de Francia y Gran Bretaña se presentaron en Santo Domingo y exigieron el saludo en la forma prescrita por los Gobiernos de ambos países, la irritación había sido grande. Los partidarios de los Estados Unidos aprovecharon esta coyuntura para agitar a la población y decir que «antes que sufrir tal humillación querían ser americanos», por lo que el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Fernández de Castro, salió a la calle para calmar los ánimos y poner fin a esas manifestaciones de descontento. Con relación a Cazneau, Álvarez indicó que era un abogado de Nueva Orleans, de origen francés, que se había establecido en las afueras de la ciudad con su esposa, Cora Montgomery. Esta, por su parte, había escrito en un periódico de Nueva York que era contraria a la dominación de España en Cuba, por lo que Álvarez la acusó de ser enemiga del nombre español. Las relaciones entre Cazneau y el agente comercial de los Estados Unidos no solo no eran buenas, sino que Elliot decía públicamente que aquel era un filibustero, y que las reclamaciones que debía hacer al Gobierno dominicano por perjuicios causados a ciudadanos estadounidenses las descuidaba para llevar a cabo sus proyectos personales. Es más, Elliot llegó a asegurar que le habían informado desde Washington que iban a retirar a Cazneau sus poderes, porque no daba resultados, y que el Gobierno norteamericano enviaría un buque de guerra a Santo Domingo en febrero para reclamar sobre los asuntos pendientes. Sin embargo, con independencia de lo que ocurriera al final, el representante de España consideraba que la presencia de Cazneau en la República Dominicana no tenía más objeto que «esperar una ocasión favorable a sus designios», de las que con tanta frecuencia se presentaban en ese país, y por ello no lo perdería de vista. Todo lo que descubriese sobre las gestiones del agente especial de los Estados Unidos, y mereciera tenerse en cuenta, lo comunicaría al ministro de Estado, al embajador de España en Washington y al gobernador de Cuba.65 AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 6 de enero de 1860.

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La rivalidad internacional por la República Dominicana... 281

Por otro lado, en la primera oportunidad que tuvo, el 18 de diciembre de 1859, Álvarez introdujo en una entrevista con Santana el tema de Cazneau, lo que demuestra la preocupación con que veía cada paso que daba el norteamericano. En primer lugar, el presidente de la República le manifestó su gratitud por la manera en que se había presentado a negociar, y le aseguró que «jamás haría la menor cesión de terreno a los Estados Unidos», por lo que el cónsul aprovechó para advertirle de «lo que esperaba a la raza de color en Santo Domingo si esto sucediese». En efecto, aquel hizo ver a Santana el porvenir desgraciado del país si los norteamericanos pisaban la isla, algo que le causó una honda impresión. Entonces, el presidente se lamentó de la poca protección que se dispensaba a la República Dominicana, y manifestó además que se sentía cansado de estar al frente del Gobierno. Al despedirse de Álvarez, Santana le recomendó muy en particular al vicepresidente Alfau. El diplomático español habló también sobre los proyectos de los Estados Unidos con el ministro de Relaciones Exteriores, quien le dijo que desde que ocupaba el cargo, Cazneau no se le había presentado ni una sola vez, y que no tenía ningún asunto pendiente con él. Por último, Fernández de Castro comentó a Álvarez que los principios de su Gobierno eran tales en lo referente a los Estados Unidos, que aunque hacía falta un individuo para completar el gabinete, no se quería incluir en él a Delmonte porque estaba considerado como «afecto a la Unión». Pese a estas expresiones tan tranquilizadoras por parte del ministro, Álvarez no se fiaba de la sinceridad de las mismas, y confirmó a Calderón que redoblaría su vigilancia al respecto.66 Entre las cuestiones abordadas por el representante de España en Santo Domingo, hay dos que merecen un particular análisis, y que están estrechamente relacionadas entre sí. La mención que hizo Álvarez de la actitud reservada que había advertido en sus colegas de Francia y Gran Bretaña, podría llevar a pensar en un hipotético alejamiento de ambas naciones frente a la postura clara de oposición a la presencia estadounidense en la República Dominicana, abanderada por España. Este alejamiento Ibídem.

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podría explicarse bien por no querer enfrentarse al ejecutivo de Washington, bien por recelo a que España volviese a adquirir demasiada preponderancia en los asuntos internos dominicanos, como había ocurrido durante la etapa del cónsul Segovia. La segunda cuestión en la que cabe hacer hincapié es la importancia concedida por el Gobierno dominicano a la forma en que España había enviado a su agente, a diferencia de lo ocurrido con la llegada de los buques británico y francés, y que permitió un entendimiento bastante rápido de Álvarez con el ejecutivo de Santo Domingo. Así pues, la actitud de Hood y Saint André frente a su colega de España podría estar relacionada con el hecho de que este, a su llegada a la capital dominicana, no hubiera planteado las reclamaciones en los mismos términos que ellos, pese al acuerdo que habían alcanzado los tres países europeos en tal sentido. Sin embargo, estas hipótesis no deben hacer perder de vista la real y constante preocupación de los cónsules de Gran Bretaña y Francia por cerrar el paso a toda tentativa norteamericana de penetración en la República Dominicana, desde tiempo atrás. Incluso durante su estancia en Europa, tras retirarse conjuntamente de Santo Domingo, siguieron con atención lo que estaba teniendo lugar en la isla, como se puede apreciar, por ejemplo, en una nota de Saint André motivada por las noticias que había recibido desde Saint Thomas y Santo Domingo. En efecto, le informaban en varias cartas de la llegada de Cazneau a la capital dominicana poco después de la partida de los agentes europeos, y de que aquel se encontraba en tratos con el Gobierno dominicano para la cesión de la bahía de Samaná. Saint André señaló que Santana y su gabinete solo pensaban en vender la República, con la vista puesta en una mera especulación personal, porque se preocupaban muy poco de la opinión general del país y aún menos de la suerte que les estaría reservada a sus administrados. A su juicio, los intentos de adquirir un empréstito en Europa pretendían simplemente desviar la atención, y justificar las gestiones que se estaban llevando a cabo en esos momentos, ya que el Gobierno dominicano tenía un agente en los Estados Unidos desde hacía bastante tiempo, que trabajaba con ese mismo objetivo. Acto seguido, el

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diplomático aseguró que existía una aversión instintiva contra los estadounidenses entre la población dominicana, pero que esta se encontraba en tal estado de miseria que quizás se sometería, sin decir nada, a un trato del que tan solo se iba a aprovechar media docena de personas.67 Aunque Cazneau hubiese ido a Santo Domingo con una misión de carácter oficial, más bien parecía que actuaba en nombre de una compañía privada, según las cartas que había recibido Saint André, quien añadió que después de su primera estancia en Santo Domingo, el general norteamericano había sido ayudante de campo del filibustero Walker. En cuanto a Samaná, el representante de Francia subrayó la enorme importancia de ese punto para los filibusteros, ya que Cuba estaba a media jornada del mismo, y Puerto Rico a cuatro horas. Por todo ello, si los Gobiernos de las potencias europeas no querían que la República Dominicana cayera en poder de los Estados Unidos, era el momento de preocuparse y hacer algo. Evidentemente, no podría impedirse la firma de un acuerdo del tipo que se estaba planteando, pero en opinión de Saint André sí sería posible oponerse a su ejecución, puesto que el tratado dominicoespañol prohibía a la República ceder parte alguna de su territorio. De un acuerdo como ese solo podrían beneficiarse Santana, Lavastida, Delmonte y algunos más, pero en el Cibao, continuó el cónsul, se sentía tal odio hacia Santana y su entorno, que quizás también se echarían en brazos de los norteamericanos para librarse así del salvaje despotismo del presidente. No obstante, estas tendencias eran pasajeras y desaparecerían por completo cuando se los convenciese de que no todo le estaba permitido impunemente al Gobierno de Santana. En ese caso, renacería la confianza de las masas, que obligarían a la administración a cambiar su política o a abandonar el poder. Según Saint André, no se podía obtener nada de los dominicanos si no era empleando con ellos una energía extrema, de modo que el único remedio que cabía aplicar en tal situación sería quizás entenderse AMAEE París, Correspondance politique, République Dominicaine, vol. No. 9, nota de Saint André, fechada en París, el 22 de julio de 1859, cuyo destinatario no figura.

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con los ejecutivos de Londres y Madrid, y enviar de inmediato a Santo Domingo las fuerzas necesarias para hacerles comprender que no se podía insultar impunemente a sus agentes. El agente no olvidó mencionar los intereses de los extranjeros establecidos en la República, que tampoco debían ser sacrificados arbitrariamente, y con gran optimismo, se mostró convencido de que esta medida tan drástica daría un valor seguro a la intervención de los representantes de las potencias europeas. Como consecuencia del fracaso que iba a experimentar el Gobierno de Santana, lo más probable era que el pueblo manifestase una aversión unánime contra toda anexión yankee. Por último, el mismo Santana cedería, para conservar su posición, y entonces los almirantes y los cónsules estarían en condiciones de oponerse a cualquier cesión territorial, con base en el texto del tratado español.68 No puede pasarse por alto, pues, que el motivo fundamental de la demostración de fuerza de los diplomáticos europeos, al menos en su origen, como se deduce de la nota de Saint André, fueron las gestiones de Cazneau en Santo Domingo y el temor a que los Estados Unidos ocupasen Samaná o cualquier otro punto, aprovechando la ausencia de aquellos. Por su parte, el agente de Gran Bretaña comunicó a Russell que, tras su regreso a la capital dominicana, había sabido que Cazneau había estado animando a los pocos norteamericanos establecidos en ella a agrandar y arreglar su lugar de culto y su cementerio, ya que esperaba en breve la llegada del coronel Fabens, acompañado de su familia y un gran número de ciudadanos estadounidenses. En circunstancias normales esta información no sería relevante, pero Hood recordó que tanto Cazneau como Fabens habían servido con Walker en todas sus expediciones filibusteras, y que había habido y continuaba habiendo comunicaciones constantes, llevadas con el máximo secreto y misterio, entre Cazneau e importantes miembros de la administración de Santana. El representante de Gran Bretaña también se refirió a unas palabras del ministro dominicano de Relaciones Exteriores, quien precisamente había comentado a los cónsules que en Santo Domingo no ocurría nada de carácter Ibídem.

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público o político sin permiso del Gobierno, por lo que concedió gran importancia a unos hechos que en otra coyuntura no la tendrían. A continuación, Hood se preguntó si, so capa de trabajadores o colonos, la introducción de esas personas no podría tener por objeto una repetición en la República Dominicana de las escenas vividas en Centroamérica, con Cazneau o Fabens en lugar de Walker. De hecho, ya habían fracasado en otras tentativas, y no era posible saber a qué recurrirían en esos momentos para alcanzar su tan deseado objetivo. Es más, independientemente de cuáles fueran las profesiones de dichos individuos, los hechos del pasado permitían al diplomático afirmar que no había falta de disposición, al menos entre algunos miembros del ejecutivo de Santo Domingo, para vender la independencia de la República a los norteamericanos, con la esperanza de quedarse con el dinero, y mitigar así cualquier pena que pudiesen sentir en un destierro que, como bien sabían, les esperaba por fuerza.69 Así pues, Saint André y Hood veían como una hipótesis muy probable la venta, en sentido literal, de la independencia de la República Dominicana, en julio de 1859 y enero de 1860, respectivamente, con lo que la situación no parecía haber mejorado mucho en ese lapso de tiempo, pese a la llegada de los cónsules respaldados por sus respectivas Marinas de guerra. Sin embargo, la información que dio el de Gran Bretaña no era muy precisa en todos sus extremos, porque el mismo día en que Hood escribió su despacho, el agente de España informó a Calderón Collantes de que el 5 de enero había arribado a Santo Domingo un barco procedente de Nueva York, a bordo del cual venía el coronel Fabens. Este ya había estado en la República después de la retirada de los cónsules europeos, tal como recordó Álvarez, quien consideraba que el regreso del coronel no podía tener otro objeto que el de «gestionar a favor de los proyectos de la Unión», por lo cual el diplomático español aseguró que procuraría destruir sus trabajos.70 TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 7 de enero de 1860. Se refiere al famoso filibustero norteamericano William Walker, quien se hizo con el control de Nicaragua entre 1855 y 1857. 70 AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 7 de enero de 1860. 69

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La actuación del representante de España estuvo marcada, desde el comienzo, por un seguimiento exhaustivo de cualquier proyecto que tuviera origen en los ciudadanos de los Estados Unidos. Poco después de la llegada de Fabens se produjo, a finales de enero, la de otros cinco norteamericanos, que formaban parte de un grupo de obreros que había pedido Lavastida. En realidad se esperaban 27 hombres más, pero estos no quisieron embarcar porque a la salida del barco corría en Nueva York la noticia de que Santo Domingo estaba bloqueado por fuerzas navales de España, Gran Bretaña y Francia. En casa del agente comercial de los Estados Unidos, Álvarez habló con uno de ellos, que se sentía engañado por Lavastida, pues querían que el Gobierno dominicano permitiese a los inmigrantes «venir con armas para defender su propiedad», en caso de que esta no fuera respetada. El cónsul pensó entonces que quien hablaba de esa forma era algo más que un mecánico y se lo hizo ver así, a lo que el hombre respondió francamente, pues reconoció que no era un obrero, sino que representaba a otras personas de su país, que había estado en México, y que le gustaba más la profesión de las armas que trabajar en las minas o en el campo. Aparte de este pequeño grupo, en Puerto Plata se estaba esperando otro de 70 individuos, lo que Álvarez atribuyó a un proyecto para introducir en la isla, bajo la apariencia de pacíficos obreros, aventureros que sirviesen, cuando hubiera ya un número suficiente, para provocar un conflicto con cualquier pretexto. Tras ello, darían un golpe con el apoyo de sus partidarios dominicanos, dado que por medio de las gestiones de Cazneau no conseguían lo que tanto deseaban. El diplomático español, por su parte, previno a los miembros del Gobierno dominicano del peligro a que se exponían al permitir estas cosas, y aunque siempre le contestaban que no harían nada que disgustase a España, Álvarez repuso que esas «introducciones de americanos» en modo alguno podían ser del agrado del ejecutivo de Madrid. Al mismo tiempo, circulaba entre los comerciantes el rumor de que el Gobierno dominicano intentaba contratar un empréstito en los Estados Unidos, circunstancia que aprovechó el agente para hablar de ese asunto con los ministros, quienes le aseguraron que,

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a pesar de su escasez de recursos para atender las necesidades más básicas, no pensaban contratar ningún préstamo. Mientras tanto, Santana seguía en El Seibo, con lo que sus ministros pasaban a ser los únicos responsables ante la población de las eventualidades que pudieran ocurrir. En último lugar, Álvarez subrayó el interés que tenía para las Antillas españolas «conservar a todo trance» la amenazada nacionalidad dominicana, ya que por el momento no podía hacerse otra cosa en un país que ansiaba «siempre» volver a ser regido por España. Estas palabras no plantean muchas dudas acerca de los pasos que se iban a dar más adelante. Las gestiones del representante de España contra el empréstito norteamericano fueron aprobadas por Calderón Collantes, quien además encargó a aquel que continuase informando al ejecutivo de Madrid de cuanto ocurriera en la República Dominicana.71 Hood también se mantuvo muy activo en este sentido, y en una comunicación que remitió al secretario del Foreign Office incluyó un ejemplar de la Revista Dominicana, que se había empezado a publicar a comienzos de 1860, y que el cónsul calificó como órgano semioficial del Gobierno. El ministro de Relaciones Exteriores había admitido, en conversación con Hood y su colega de Francia, que pese a la existencia de una prensa libre, no se permitía publicar ningún artículo sin el previo consentimiento del Gobierno. Aprovechando la ocasión, los dos diplomáticos le propusieron publicar, en la Gaceta Oficial o en la Revista Dominicana, artículos en los que se mostraran las mentiras de la propaganda estadounidense, y al mismo tiempo, se dejase clara la oposición del Gobierno dominicano a las abiertas y evidentes intrigas que llevaban a cabo Cazneau y sus amigos. Ante esta proposición, Fernández de Castro simplemente respondió que el ejecutivo de Santo Domingo se expondría así a serias reclamaciones del de Washington, y que no sería capaz de impedir el conflicto que ello lógicamente provocaría. Como ya había señalado en anteriores despachos, Hood insistió en que los miembros de la administración estaban decididamente a favor de los Estados Unidos, y su único objetivo era repartirse cualquier cantidad de dinero que pudieran obtener del Gobierno Ibídem, 6 de febrero de 1860.

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de ese país, sin preocuparse por los intereses o sentimientos del pueblo. El agente coincidió con la apreciación de Saint André, al afirmar que los dominicanos se oponían de forma clara a una influencia hegemónica de los Estados Unidos en la República. Hood también compartía, en lo esencial, el análisis de su colega español sobre las causas de la permanencia del presidente Santana en El Seibo. Sin el visto bueno de este no se podía adoptar medida alguna relacionada con los asuntos públicos, por lo que según el representante de Gran Bretaña, Santana parecía tratar así de ocultar sus verdaderas intenciones, para que en el futuro no se le responsabilizase de lo que el vicepresidente o los ministros pudieran hacer contra la independencia de la República.72 En un interesante despacho dirigido al secretario del Foreign Office, Hood trató de nuevo sobre la presencia de Cazneau y Fabens, quienes continuaban actuando intensamente a favor de la anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos, esfuerzo en el que, sin duda, eran ayudados por los principales miembros del Gobierno. Esta repetida acusación chocaba frontalmente, por su rotundidad, con la relativa desconfianza de Álvarez, quien nunca llegó a formular una denuncia tan grave, sino que se limitó a expresar una serie de consideraciones acerca de la posible complicidad del ejecutivo de Santo Domingo con los norteamericanos en algunos asuntos, pero nada más. El cónsul de Gran Bretaña también informó a Russell sobre el ya mencionado grupo de supuestos trabajadores, a los que el Gobierno dominicano había pagado el viaje hasta Santo Domingo, y especificó que algunos de ellos habían estado a las órdenes de Walker. Desde su llegada se habían dedicado a distribuir panfletos, que por el momento eran solo de carácter religioso, aunque en opinión de Hood, con el pretexto de convertir a los dominicanos al protestantismo, dichos folletos estaban claramente destinados a facilitar más adelante la circulación de un tipo de publicación muy diferente. El diplomático se refirió a las personas de la misma clase cuya llegada se esperaba, no solo en la capital, sino también en Puerto Plata y Samaná, las cuales suponía que, como sus compañeros, TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 22 de enero de 1860.

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estarían armadas con revólveres y rifles. Acto seguido, indicó que estos norteamericanos, que a su juicio podrían ser llamados propiamente filibusteros, habían hecho circular el diario The New York Herald del 14 de enero de 1860, que incluía algunos artículos sobre Santo Domingo, en los que se presentaba a los Gobiernos europeos como hostiles a los dominicanos. Estos, de acuerdo con el periódico, no tenían más que ponerse en manos de los Estados Unidos para obtener protección, sin la cual el país y su raza blanca caerían inevitablemente en poder de los negros de Haití. Ante tal disyuntiva, Hood dudaba qué sería lo peor, pero afirmó que al calificar como blancos a unos hombres que, según el cónsul, no podían cometer ningún error con respecto a su propio color, resultaba evidente que el objeto de esta política era, reservándose naturalmente la posibilidad de considerarlos negros en el futuro, por un lado halagar a los dominicanos, y por otro buscar simpatías para su causa en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, esto proporcionaba al Gobierno dominicano la excusa de un peligro imaginario, para vender el país. En efecto, el agente subrayó que los miembros de la administración Santana utilizaban además cualquier pretexto para alcanzar este fin. Así, por ejemplo, habían llegado incluso a poner en circulación una noticia según la cual Maxime Raybaud, el ex cónsul de Francia en Puerto Príncipe, iba a presentarse en Santo Domingo con una misión hostil al Gobierno dominicano. Puesto que en su última visita, en septiembre de 1858, los esfuerzos de aquel se habían dirigido a efectuar la anexión de la República a Haití, el Gobierno dominicano, a la vez que se permitía la pequeña satisfacción de amenazar con no recibirlo, utilizaba el asunto como un motivo más para poner el país bajo la protección norteamericana.73 Mientras tanto, las autoridades de Santo Domingo aún no habían llevado a cabo lo estipulado con relación al papel moneda, pese a haber emitido una cantidad muy considerable de este, algo que durante las discusiones para el arreglo de la cuestión del papel moneda Báez dijeron que era impracticable. Sin embargo, Hood y sus colegas no habían considerado apropiado de Ibídem, 6 de febrero de 1860.

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momento presentar ninguna queja ante el Gobierno dominicano a este respecto, y esta moderada conducta por parte de los representantes europeos demostraba cuán infundadas eran las acusaciones lanzadas contra ellos en The New York Herald. Estas observaciones confirmaban completamente, en opinión de Hood, todo lo que él había venido advirtiendo acerca de las intrigas americanas, y las mismas dejaban pocas esperanzas de que la República Dominicana pudiese continuar mucho más tiempo como un Estado independiente. Por ello, al final de su despacho, el cónsul expuso que, para impedir que la isla entera cayera en manos de los Estados Unidos, él mismo y su colega de Francia pensaban que el único medio posible de oponerse a tal eventualidad sería el establecimiento inmediato de un protectorado europeo. Junto a esta idea, que ambos habían expuesto ya a sus respectivos Gobiernos en diciembre de 1858, la otra alternativa que planteó Hood fue la reunificación de toda la isla bajo un único poder, que no podía ser otro sino el de Haití, como es obvio, aunque aquel se cuidara de decirlo explícitamente. Dado el acuerdo que había entre los dos diplomáticos, Saint André también dirigió un despacho a París sobre este mismo asunto.74 De todo ello puede extraerse la conclusión de que lo que preocupaba en realidad a Hood y su colega de Francia era cerrar el paso a los norteamericanos, aunque para ello fuese necesario acabar con la independencia dominicana, bien de forma transitoria, a través del protectorado, bien de manera definitiva, con una unión más o menos forzosa entre los dos estados de la isla. En esta ocasión, a diferencia de la anterior, en que propusieron Cerdeña como la mejor opción, los agentes de Gran Bretaña y Francia se abstuvieron de expresar qué país les parecía más apropiado para ejercer un protectorado sobre la República, quizás para no entrar en conflictos de intereses intraeuropeos, que escapaban claramente a su competencia. Tras una ausencia de dos meses, Santana regresó a Santo Domingo el 27 de febrero, y al día siguiente mantuvo una entrevista con el representante del Gobierno español, a la que asistió también Ibídem.

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el vicepresidente Alfau. Álvarez llevó la conversación sobre los norteamericanos, y dijo al presidente que «su propaganda cada día más activa pondría al fin en peligro la nacionalidad de la República». Santana le contestó que todas sus simpatías eran hacia España, que comprendía el objetivo al que se dirigían los Estados Unidos, y que no haría nada que pudiera disgustar al ejecutivo de Madrid. Sin embargo, no todos tenían su temple y había muchos hombres pusilánimes que escuchaban a los norteamericanos y se hacían partidarios suyos por temor a las invasiones de Haití y a otras cosas, creyendo que con ello podrían salvar sus vidas y haciendas, constantemente amenazadas. El presidente aseguró que no temía a los haitianos, y que les daría un escarmiento si se presentasen, pero como «ni él, ni su popularidad ni el tiempo de su presidencia» eran eternos, podría ser que algún día se encontrara en diferente situación, y Santana dijo al cónsul que en ese caso no podría responder de lo que ocurriese. Tanto el presidente como el vicepresidente le aseguraron que deseaban estrechar sus lazos de amistad con España, de la cual se consideraban hijos, y recibir una protección directa que les garantizara su nacionalidad frente a los muchos enemigos que constantemente los molestaban. Álvarez se limitó a transmitir al ministro de Estado las palabras textuales de Santana y Alfau, y solo añadió como comentario que las creía «dictadas por un espíritu de patriotismo y amor por la madre patria», que no existía en otras muchas personas que se ocupaban allí de la cosa pública.75 Es decir, en el mismo momento en que los diplomáticos francés y británico proponían, como solución a la amenaza representada por los Estados Unidos, el protectorado de una potencia europea sobre la República Dominicana, el Gobierno de esta ya había elegido cuál iba a ser el país encargado de darle tal protección directa frente a sus enemigos. Hood no tardó en dar noticia al secretario del Foreign Office del cambio de actitud que tanto él como Saint André habían advertido en el Gobierno dominicano con respecto a los AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 6 de marzo de 1860.

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norteamericanos. De hecho, al menos por el momento, todos sus proyectos habían sido completamente abandonados y todas las propuestas de los agentes estadounidenses, relativas a cuestiones comerciales y de otra naturaleza, que implicasen monopolios, habían sido rechazadas de plano por el ejecutivo de Santo Domingo. Este había declarado además su intención de no firmar ningún contrato con ciudadanos norteamericanos. Por su parte, Ricart, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, en una reunión con los representantes de Francia y Gran Bretaña, al tiempo que negó cualquier intención previa de alcanzar acuerdos inadecuados con los agentes de los Estados Unidos, les aseguró que el Gobierno estaba en esos momentos resuelto a no hacer nada en favor de las pretensiones norteamericanas. El ministro habló incluso de la necesidad de no tomar ninguna medida que pudiera poner en peligro la independencia de la República, política que consideraba indispensable para conservar y fortalecer las buenas relaciones que el Gobierno dominicano deseaba mantener siempre con Gran Bretaña y Francia. Hood y Saint André tenían pruebas que corroboraban la sinceridad del ejecutivo de Santo Domingo en el hecho de que los agentes de los Estados Unidos exigían el arreglo inmediato de viejas reclamaciones, que ni siquiera habían mencionado durante los años anteriores. Otro hecho que iba en la misma dirección era que aquellos no se privaban de criticar abiertamente a los dos cónsules europeos, a quienes atribuían toda la responsabilidad por el fracaso de sus planes. Llama la atención la ausencia de la más mínima alusión al papel desempeñado por el diplomático español, aparte de que en la entrevista con Ricart estuviesen tan solo el británico y el francés, ya que en la oposición a los norteamericanos la actividad de Álvarez no fue menos eficaz que la de Hood y Saint André, sino más bien al contrario. Por otra parte, el agente de Gran Bretaña adjuntó en su despacho a Russell una carta privada que había enviado al entonces ministro de Relaciones Exteriores, Fernández de Castro, quien no le había respondido, a pesar de lo cual Hood pensaba que dicha carta había sido uno de los medios que coadyuvaron a que el Gobierno dominicano cambiara de política.76 TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 22 de marzo de 1860.

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En su misiva, el diplomático recordó a Fernández de Castro que la ausencia de todo intento por parte del Gobierno dominicano para neutralizar la propaganda pública e indisimulada de los agentes estadounidenses, mientras que se habían adoptado las más severas medidas contra quienes habían intentado una propaganda similar a favor de los haitianos, podría hacer pensar que el ejecutivo no solo no se oponía, sino que en realidad favorecía esa propaganda. En más de una ocasión, Hood había recomendado al ministro, si no podían tomarse otras medidas más rigurosas, publicar en la parte no oficial de la Gaceta, artículos que demostraran la imposibilidad del dominio norteamericano en ese país, donde toda la población, quizás con media docena de excepciones, estaba compuesta de personas de color. Estas, subrayó el representante de Gran Bretaña, bajo las leyes de los Estados Unidos, no tenían absolutamente ningún derecho político o social, ya que ni siquiera les estaba reconocida la condición de ciudadanos. El ministro le había planteado como objeción el temor de que, al seguir su consejo, se producirían complicaciones con el ejecutivo de Washington, y que ello además abriría la puerta a una discusión en la prensa, que sería perjudicial para los intereses de la República, pero Hood creía que el primer temor no era admisible como excusa. Con respecto al segundo, este evidentemente era infundado ya que, como el mismo Castro había admitido, aunque la prensa era libre en teoría, sin duda el Gobierno no permitiría la publicación de artículos favorables a los haitianos, dado que ponían en peligro la independencia del país, y tenía el mismo derecho a hacerlo cuando aquella era amenazada por los norteamericanos. No obstante, el cónsul le propuso otro medio a través del cual la responsabilidad del ejecutivo no se vería expuesta, aun en el caso de que pudiese haber alguna responsabilidad en el hecho de defender la nacionalidad e independencia de la República, a no ser por la escasez e insuficiencia de las medidas adoptadas en esa defensa. Así pues, la idea de Hood consistía en hacer lo mismo que los periódicos ingleses, que estaban llenos de artículos, algunos de ellos editoriales, otros oficiales, e incluso otros copiados de los periódicos estadounidenses, que demostraban el lugar al que se veía

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relegada la raza de color por parte de toda la población blanca de ese país. En opinión del diplomático británico, no podía haber ninguna ofensa en republicar tales artículos en la Gaceta, y de hecho, consideraba que quizás fuera una medida paliativa muy débil e inadecuada frente al enorme mal que amenazaba a la República. Sin embargo, Hood esperaba que la misma contribuyese a eliminar la impresión desfavorable de que el Gobierno dominicano estaba bien dispuesto hacia las pretensiones norteamericanas, una impresión a la cual las apariencias daban un peso extraordinario, y que era además la predominante tanto en la propia isla como en Europa. Junto a la carta que dirigió de forma particular al entonces ministro de Relaciones Exteriores, el agente incluyó varios números del Times que contenían los artículos a los cuales había aludido. Por último, Hood justificó su escrito con un solo argumento: el gran interés que siempre se había tomado por el bienestar y la independencia de la República, y más en particular de la raza que habitaba en ella. Según el representante de Gran Bretaña, este asunto había ocupado gran parte de su atención, así como la de sus colegas, por lo que la carta de Hood era el resultado no solo de esa preocupación compartida, sino también de una opinión perfectamente unánime entre ellos.77 Resulta curioso que Hood no mencionara tan siquiera si al final se publicó algún artículo de los que había hecho llegar al ministro, lo que parece indicar que no fue así, de modo que es muy poco probable que la misiva del agente de Gran Bretaña tuviese tanta importancia como quiso concederle su autor, quizás en un rasgo de inmodestia, o incluso de ingenuidad. Debía de haber otras razones bastante más sólidas que esa carta para explicar un cambio de tal naturaleza. En el mismo despacho en que adjuntó a Russell copia de dicha carta, el cónsul de Gran Bretaña señaló que si bien el Gobierno dominicano era sincero en las manifestaciones de esta nueva actitud, los únicos miembros del gabinete Santana en quienes se podía Ibídem, Hood-Felipe Dávila Fernández de Castro, Santo Domingo, 18 de febrero de 1860 (es copia; este documento figura como anexo No. 4 del documento anterior).

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confiar eran el presidente, el vicepresidente, y los ministros Ricart y Felipe Fernández de Castro. A su juicio, los ministros Lavastida y Jacinto Castro, así como el presidente y todos los miembros del Senado estaban a favor de los Estados Unidos. Además, Hood informó a Russell de que era un hecho, admitido ya por el propio Santana, que todos los actos que habían producido serias dificultades con las naciones europeas, incluida la arbitraria medida relativa al papel moneda, fueron causados por la directa intervención o por la influencia indirecta de esas personas, a fin de crear tales dificultades y complicaciones, que obligasen al presidente y a los demás ministros a ceder a sus proyectos americanos. Una vez que tal conducta se vio desvelada gracias a la actuación de los agentes europeos, y por temor a la reacción de Santana, todos ellos se habían apresurado a hacer las paces con él, sacrificando temporalmente sus opiniones, y por medio de una mera apariencia de total acuerdo en sus opiniones. Hood desconfiaba de que esta mejora de la situación en el Gobierno dominicano fuese permanente, ya que en su opinión duraría hasta que el partido proestadounidense dejara de temer el efecto de la vigilancia europea. Por otro lado, el interés pecuniario que influía en ellos haría también su parte, y tarde o temprano vencería los escrúpulos de los otros miembros del ejecutivo.78 Este pesimismo del que hizo gala el diplomático británico no era compartido por todos sus colegas, en concreto por el español, quien ya tenía entre manos un plan para contrarrestar el peligro que tanto temían los representantes europeos, con razones de mayor o menor entidad, según cada caso. En efecto, Álvarez continuó su labor de seguimiento de las actividades de los ciudadanos estadounidenses en la República Dominicana, e informó al ministro de Estado de que Fabens había salido con dirección a Puerto Plata para desde allí dirigirse a Nueva York, adonde iba por su familia, ya que había decidido establecerse en Santo Domingo. Durante su estadía en la capital siempre había permanecido en compañía de Cazneau y estaba en estrechas relaciones con los hermanos Delmonte y otros propagandistas, para apoyar en todo Ibídem, Hood-Russell, Santo Domingo, 22 de marzo de 1860.

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momento las pretensiones de los norteamericanos. Sin embargo, no por ello había descuidado sus propios intereses, puesto que había obtenido del Gobierno la concesión del edificio de la aduana vieja, para almacenar en él maquinaria moderna y otros artefactos a su regreso de los Estados Unidos, que sería en mayo.79 Por su parte, el Gobierno español estaba satisfecho de los progresos que el cónsul había hecho en sus relaciones con el ejecutivo dominicano, entre cuyos primeros resultados se encontraba el arreglo de la cuestión del papel moneda Báez. Además, le instruyó para que hiciera comprender a ese Gobierno cuáles eran «sus verdaderos intereses, y los de toda la raza española en general», y le asegurase que el ejecutivo de Madrid seguiría en lo sucesivo dándole pruebas evidentes de cuán grande era su deseo de prosperidad para la República Dominicana.80 Esta nota meramente formal, firmada por el subsecretario de Estado, y en la que no figuraban instrucciones de particular relevancia, fue recibida por Álvarez, con el alto nivel de autoestima que le era característico, como un verdadero espaldarazo a su gestión. En efecto, en respuesta a dicha nota, el agente manifestó a Calderón Collantes que esa «benévola demostración» por parte del Gobierno español le obligaba aún más a redoblar su vigilancia para continuar evitando las intrigas de los norteamericanos. No obstante, lo más llamativo del despacho fue cuando Álvarez afirmó que se había nombrado a Pedro Ricart para ocupar el Ministerio de Relaciones Exteriores por influencia suya, y que gracias a ello tenía la casi completa seguridad de que los proyectos de la Unión no se llevarían a cabo. Aunque es probable que, una vez más, como en el caso de Hood, se tratara de un exceso de confianza en su propia capacidad para influir en el desarrollo de los acontecimientos, cabe ver una mayor veracidad en esta hipótesis, como factor desencadenante del cambio de política del ejecutivo dominicano, que en la del diplomático británico. La prueba de ello son los numerosos casos en que la intervención del agente de España AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 22 de marzo de 1860. 80 AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Comyn-Álvarez, Madrid, 10 de febrero de 1860. 79

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dio como resultado que se frustrasen los planes de los ciudadanos estadounidenses. Así, por ejemplo, Álvarez indicó al ministro de Estado que la proposición de la compañía Whitehurst de Baltimore había sido desechada, al igual que la de Rolff & Persuhn de Nueva York. Es más, mientras Ricart continuara desempeñando la cartera de Relaciones Exteriores, este se había comprometido a mostrar al representante de España cuantas proposiciones le presentasen, y a desechar todas las que envolvieran «el pensamiento de destruir la integridad del territorio» dominicano, tal como acababa de demostrarle. A pesar de la negativa del Gobierno a la propuesta de canalización del río Yuna, Cazneau no se había dado por vencido, y para obtenerla, como sabía que aquel estaba buscando fondos para retirar del mercado el papel moneda, le había ofrecido una letra de 200,000 pesos fuertes, a sesenta días, y a un 6% de interés. Eso sí, bajo la expresa condición de que se le concediese la citada canalización, así como la facultad de establecer líneas de ferrocarril desde el Yuna hasta las poblaciones que juzgara convenientes. Esta oferta también había sido rechazada, pero era otra prueba de que en los Estados Unidos no se abandonaba un instante, sino que cada día era más firme la idea de apoderarse de esa isla, y que Cazneau aprovechaba cualquier medio u ocasión para «tentar la pobreza» del Gobierno dominicano, algo que según Álvarez era muy peligroso.81 El cónsul de España en Santo Domingo volvió a referirse a las propuestas de las compañías norteamericanas, para señalar que cuanta más resistencia encontraban, mayor era su tenacidad, e informó al ministro de Estado de que habían dado un nuevo giro a la oferta de 200,000 pesos fuertes. En efecto, un tal Jeager acababa de presentar, en nombre de Whitehurst & Co., una solicitud para fundar un banco mercantil por veintiún años y había ofrecido un empréstito al Gobierno dominicano, pero siempre a cambio de concesiones para invadir esa «tierra de promisión», en palabras de Álvarez, así como la bahía de Samaná, que era su «sueño dorado». Ricart había dicho al diplomático que, no obstante lo ventajoso AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 22 de marzo de 1860.

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que sería para el Gobierno firmar este contrato, que no vacilaría en aceptar de cualquier potencia europea «para salir de apuros», haría que fuese desechado como lo habían sido los demás, y el agente de España indicó que así lo esperaba de la lealtad del ministro. Sin embargo, la «pertinacia de los Estados Unidos y la activa propaganda de sus agentes» le hacían desconfiar de todo y de todos, por lo que aseguró a Calderón que redoblaría su celo, y con ello esperaba poder destruir sus proyectos.82 El ministro le respondió que siguiera contrarrestando los proyectos de los ciudadanos norteamericanos, si bien le recomendó que se condujese en este asunto con la mayor prudencia, a fin de «no estimular la presión» que el Gobierno de los Estados Unidos pretendía ejercer sobre el de la República Dominicana.83 Álvarez transmitió a Calderón la respuesta que Ricart, como consecuencia de lo prometido a aquel, había dado a la última proposición de préstamo hecha por Jeager. En ella, el ministro le indicó que había comunicado al Gobierno dominicano sus proposiciones de que se le concediera la explotación del guano y la navegación exclusiva del río Yuna, así como el establecimiento de un banco y un empréstito de 200,000 pesos fuertes, además de la facultad de trabajar las minas de carbón que hubiese en la bahía de Samaná y a orillas del Yuna. Sin embargo, el ejecutivo de Santo Domingo no podía tomarlas en consideración, dado que tenía en Europa un comisionado expresamente autorizado «para negociar los mismos puntos» sobre los que versaban las ofertas de Jeager, por lo que no estaba en condiciones de adquirir otros compromisos a ese respecto. Debido al rechazo del Gobierno dominicano, Jeager salió con dirección a Santiago de Cuba, a bordo de una goleta que era propiedad del senador Delmonte, a quien el diplomático español volvió a referirse como un decidido partidario de la Unión. En el mismo barco iba también Persuhn, socio de la compañía Rolff & Persuhn de Nueva York, que no había dejado de gestionar, pero sin resultado alguno, sobre su pretendida línea Ibídem, 23 de marzo de 1860. AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 9 de junio de 1860.

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de vapores entre Nueva York y Santo Domingo. Jeager, con quien Álvarez había hablado muchas veces, le dijo al despedirse que volvería pronto con nuevas propuestas, y que «no perdía la esperanza de llevar a cabo sus proyectos», pues había visitado algunas partes de la isla, conocía el gran partido mercantil que de ella podía sacarse y contaba con el apoyo del Gobierno norteamericano. Al final de su despacho, el representante de España insistió en que emplearía la mayor vigilancia y haría «la oposición más enérgica», para que esas ofertas no pudieran llevarse a cabo nunca.84 Las noticias sobre el peligro que corría la independencia dominicana procedían de fuentes muy diversas y el cónsul de Haití en Londres también se hizo eco de la intención del ejecutivo de Washington de procurar obtener la cesión de un territorio considerable en la República Dominicana, y así se lo comunicó al secretario del Foreign Office. Este a su vez dirigió un despacho al embajador de Gran Bretaña en París para ponerlo al corriente de ello, y le pidió que le informase de qué instrucciones iba a dar el Gobierno francés a su agente en Santo Domingo. Russell hizo llegar a Hood la opinión del ejecutivo de Francia al respecto y le ordenó que actuara de acuerdo con su colega de dicho país, a fin de disuadir al Gobierno dominicano de la idea de enajenar parte alguna de su territorio en favor de los Estados Unidos, si tuviesen buenas razones para suponer que aquel estaba contemplando semejante posibilidad.85 Álvarez siguió en todo momento muy de cerca los pasos de los norteamericanos, y dio noticia al ministro de Estado de que el 22 de mayo habían llegado a Santo Domingo, procedentes de Nueva York, el coronel Fabens, su esposa e hijos, así como algunos otros ciudadanos estadounidenses, entre ellos un maquinista, un mineralogista y un horticultor. El valor del cargamento que estos traían consigo era de 16,000 pesos fuertes «en artículos de comer y arder, muebles y maquinaria». Además, habían traído 100 faroles para el alumbrado público de la capital, por encargo del Gobierno, pues no lo había aún, e incluso «una araña y un telón de boca» que 84 85

AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 4 de abril de 1860. TNA, FO 23/41, Russell-Hood, Londres, 7 de abril de 1860 (minuta).

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Cazneau había regalado a la Sociedad de Amantes de las Letras para atraerse a sus jóvenes miembros, quienes estaban haciendo un teatro, y cuya inexperiencia trataba así de fascinar, según el diplomático español. Casi cualquier cosa era objeto de sospechas en el ambiente enrarecido que se respiraba en la República Dominicana por entonces, o al menos así lo parecía a ojos de un observador tan suspicaz como Álvarez. Este mencionó asimismo que los recién llegados pensaban hacer funcionar una máquina para lavar el oro en el río Haina, cerca de Santo Domingo. Otras mercancías que traían aquellos eran carros pequeños, que no existían en el país, carretones para el muelle y muchos artículos más, muy útiles y desconocidos en la República Dominicana en esa época. El representante de España consideró oportuno referir detalladamente a Calderón todo el cargamento del barco, para que aquel comprendiera que Cazneau, Fabens y sus compañeros no perdonaban medio alguno a fin de lograr sus objetivos.86 Por supuesto, Álvarez tampoco perdía ocasión de frustrar todos y cada uno de los proyectos presentados por los norteamericanos, con independencia de su carácter o de lo beneficiosos que pudiesen resultar para el desarrollo de la precaria economía dominicana. Por ejemplo, tras señalar que el Gobierno dominicano le manifestaba constantemente su deseo de estrechar en todos los conceptos sus relaciones con España, para salvarse de haitianos y norteamericanos, el cónsul aprovechó para comunicar al ministro de Estado que estos últimos siempre importunaban al ejecutivo de Santo Domingo con alguna proposición. En efecto, Fabens le había propuesto firmar un contrato para limpiar y dar más profundidad al río Ozama, pero Álvarez anunció que se opondría a que dichos trabajos se llevaran a cabo. Incluso el propio Cazneau decía que como no adelantaba nada, se iría a los Estados Unidos al mes siguiente, por lo que el agente indicó a Calderón Collantes que si no se trataba de una estratagema y así lo hacía, inmediatamente lo pondría en conocimiento del embajador de España en Washington.87 AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 25 de mayo de 1860. 87 Ibídem, 20 de julio de 1860. 86

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Las implicaciones entre la amenaza haitiana y el peligro norteamericano fueron puestas de relieve desde Puerto Príncipe por Hood, quien aseguró al secretario del Foreign Office que, al decirle en ocasiones anteriores que la independencia de la República Dominicana corría un riesgo inminente, se refería más a los Estados Unidos que a Haití. El diplomático estaba convencido de que cuando los dominicanos no pudiesen resistir las hostilidades directas o indirectas de los haitianos, se lanzarían en seguida en manos de los norteamericanos, cuyos agentes esperaban ansiosamente esa contingencia para quizás llevar a efecto sus planes sin perder un momento. De este modo, cuando los Gobiernos europeos fueran informados de las circunstancias, la ocupación de Santo Domingo por los Estados Unidos ya se habría convertido en un hecho consumado. Por todo ello, Hood encareció a Russell la urgencia de que el ejecutivo de Londres, de acuerdo con el de París, tomase las medidas más enérgicas para mostrar su descontento hacia la conducta del Gobierno haitiano y asegurase así el respeto debido a la tregua. En caso de no hacerse de la manera en que el representante de Gran Bretaña recomendaba, se podía esperar con toda seguridad que Haití pronto volvería a cometer nuevos actos hostiles que conducirían a los dominicanos, en el empobrecido y débil estado en que se encontraban, a salvarse de una dominación haitiana que les era odiosa mediante la entrega de su país a los norteamericanos.88 No se podía decir más claro, el peligro se retroalimentaba y por ello era necesario cortar ese círculo vicioso de una vez por todas, a fin de evitar las consecuencias que tanto temían las potencias europeas. Lo cierto es que se trataba de dos amenazas muy diferentes, pues la representada por los Estados Unidos nunca tuvo un carácter armado, al contrario de la haitiana, pese a lo cual unos y otros ponían en circulación rumores según sus propios intereses. Así ocurrió cuando el 29 de julio de 1860 una corbeta de la Marina de guerra norteamericana fondeó en el puerto de Santo Domingo, hecho al que los partidarios de los Estados Unidos dieron gran importancia, y el cual aprovecharon para propalar noticias alarmantes, según Álvarez. Este TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Puerto Príncipe, 7 de julio de 1860.

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incluso previno al vicepresidente, en ausencia de Santana, «para que estuviese dispuesto a contestar de un modo digno» si se le hacía alguna exigencia inconveniente, pero sus precauciones, como el mismo cónsul de España reconoció, fueron inútiles, pues el comandante de dicho buque le manifestó que procedía de Cartagena y se dirigía a Pensacola. Por lo tanto, no había nada que temer, ya que se trataba de una mera escala de un barco de guerra durante su travesía por el Caribe. Es más, el mencionado oficial ni siquiera fue a visitar a Cazneau, a quien molestó bastante saber que en cambio aquel sí había cumplimentado a Álvarez.89 El juego de alianzas y rivalidades era constante, y daba lugar a extrañas combinaciones, como las que advirtió el agente de España durante la ausencia de sus colegas de Francia y Gran Bretaña. El 31 de agosto, Álvarez hizo saber a estos que personas de toda su confianza le habían dado noticia de que varios súbditos franceses habían visitado a Cazneau, con frecuencia y contra su costumbre, por lo que creyó conveniente avisarlos, ya que consideraba que tales entrevistas podían ser tal vez perjudiciales para los intereses encomendados a su vigilancia. Es decir, aunque el diplomático español solía trabajar por su cuenta, cuando lo estimaba oportuno también acudía a la colaboración, más o menos directa, de Zeltner y Hood, como en este caso, lo cual Álvarez explicó al ministro de Estado con el argumento de que los norteamericanos trabajaban sin cesar «para adquirir prosélitos». Además, la necesidad de llamar la atención de sus colegas era mayor aún, dado que los individuos a los que se refería eran, unos, partidarios de Haití, otros del ex presidente Báez, y todos ellos enemigos de la administración Santana.90 Lo que resulta poco menos que imposible es saber qué acuerdos podrían alcanzar unas personas de filiaciones tan contrapuestas, pues los que eran favorables a los Estados Unidos nada tenían en común con los que defendían la unión con Haití ni con los baecistas, quienes, al menos por entonces, estaban buscando la protección de alguna potencia europea. AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 1 de agosto de 1860. 90 Ibídem, 3 de septiembre de 1860. 89

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En este sentido, es muy interesante la reseña que hizo Álvarez acerca de la situación política en el Cibao, región que a su juicio nunca había estado tan dividida como en esos momentos, por los distintos partidos existentes, sobre todo en Santiago, donde había «algunos demagogos» que con tal de derrocar al Gobierno preferirían haitianizarse. Los partidos a los que aludió el representante de España eran, en primer lugar, el santanista, que estaba compuesto por «todos los amantes del orden y la gente de los campos», y en segundo, el de los baecistas y julistas, que aunque hacían causa común para atacar al Gobierno, desconfiaban entre sí y nada adelantarían mientras viviera Santana. A continuación estaban los llamados yankees, que según Álvarez eran un partido con el que se podía acabar fácilmente, purgando a Santiago y Puerto Plata de algunos fervorosos partidarios de los norteamericanos, que «con sus doctrinas fascinadoras» se atraían a los descontentos. En opinión del cónsul, la gente de los campos y en particular los habitantes acomodados eran más españoles que dominicanos, por lo que concluyó que si había «sentimientos de yanquismo allí», era entre cierta clase de personas que se creían cultas porque sabían decir cuatro palabras en inglés o habían pasado un par de meses en los Estados Unidos. Por último, Álvarez se refirió al partido haitiano, que consideraba «bastante temible porque en caso de conflicto contaría con la asistencia de Haití y daría que hacer mucho al Gobierno», mientras que en Puerto Plata, población eminentemente comercial y habitada por un gran número de extranjeros, aunque prevalecía el partido americano, este era más reservado en su propaganda que el de Santiago.91 En cualquier caso, pese al reiterado fracaso de sus proyectos, los ciudadanos estadounidenses seguían intentándolo una y otra vez, sin dejarse arredrar por unas circunstancias tan adversas. El agente que Álvarez tenía en Puerto Plata le informó el 17 de septiembre de que acababa de arribar a esa ciudad una goleta procedente de Nueva York, con cuatro pasajeros a bordo, provistos de herramientas, que al parecer se dirigían a la sierra con objeto de trabajar en las minas de oro, y que eran los mismos que habían Ibídem, 18 de septiembre de 1860.

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intentado explotarlas anteriormente. Estos hombres esperaban en breve la llegada de otro barco con más trabajadores. En vista de ello, el diplomático llamó la atención del ministro de Relaciones Exteriores sobre esa noticia, que revelaba bien a las claras que los norteamericanos se consideraban con derecho a explotar sin permiso alguno el territorio dominicano, por lo que le pidió que su Gobierno dictase alguna medida enérgica que pusiera coto a tales «desmanes». Álvarez comunicó también al ministro español de Estado que los ciudadanos estadounidenses, siempre perseverantes en su idea política, no dejaban de «gestionar sobre proposiciones mercantiles, industriales y de otras especies», como la de establecer cátedras. En ellas enseñarían «la teoría y esencia del gobierno representativo» a los jóvenes, para hacer de ellos buenos políticos, todo lo cual tenía por fin, según el representante de España, introducirse en la República Dominicana y hacer prosélitos. De este modo preparaban el terreno para conseguir, pasado algún tiempo, añadir un estado más a la Unión y una estrella más a su bandera, a través de los mismos medios que habían empleado ya en otras ocasiones,92 como por ejemplo durante la anexión de Texas. Por su parte, el ministro de Relaciones Exteriores tranquilizó a Álvarez al asegurarle que se habían expedido por el Gobierno dominicano, sin demora alguna, las órdenes más terminantes para impedir la explotación de dichas minas de oro.93 Una vez más, los planes de los norteamericanos que iban a la República Dominicana en busca de fortuna se vieron frustrados, entre otras razones, por el celo del cónsul de España en Santo Domingo. Sin embargo, continuaron produciéndose nuevos intentos, lo que no es de extrañar, pues la prensa de los Estados Unidos publicaba artículos en los que se presentaba la República Dominicana como un país lleno de riquezas, las cuales solo aguardaban a que alguien fuese a beneficiarse de ellas. Por ejemplo, en una reseña sobre el ya mencionado libro de Wilshire S. Courtney, The gold fields of St. Domingo, o Los campos de oro de Santo Domingo, se Ibídem, 29 de septiembre de 1860. AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Ricart-cónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 29 de septiembre de 1860.

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afirmaba que pocas personas conocían algo de la historia y recursos de esta isla, que era definida como una de las más hermosas y fértiles del mundo. El articulista indicó además que, de vez en cuando, los periódicos informaban de cambios en el Gobierno o de otras noticias generales, pero que casi nadie conocía la verdadera condición del país, sus habitantes, recursos y comercio. A juicio de aquel, el libro recién publicado era muy interesante, porque daba gran cantidad de información con respecto a los habitantes y recursos de esa «joya del mar», y en particular de la parte dominicana. Courtney escribió en su obra que un vasto campo, desconocido hasta entonces, se había abierto en ese país a la industria norteamericana. En efecto, las minas de oro, tan extensas y productivas como fueron las de California en sus mejores días, y de las que se habían extraído millones de dólares sin más herramientas que las manos de los indios, estaban libres para todos los que quisieran ir a trabajarlas. Por lo que respecta a la población, en The gold fields of St. Domingo podía leerse que los habitantes de la República Dominicana, donde se encontraban las principales minas de oro, eran en su mayor parte blancos, y no solo eran propicios a la inmigración procedente de los Estados Unidos, sino que favorecerían cualquier empresa que propendiese al desarrollo de sus recursos. De hecho, estas minas habían atraído una considerable atención entre norteamericanos de toda clase, y algunos hombres emprendedores ya estaban ocupados en explotarlas.94 No obstante, la cuestión que despertó más recelos, por el evidente peligro que representaba para la soberanía e integridad del territorio dominicano, fue la actividad que tenía lugar en la pequeña isla de Alto Velo, que se encuentra muy próxima a la costa suroeste de la República. Hood recibió la noticia de que a finales de agosto habían sido vistos junto al islote dos barcos estadounidenses, los cuales al parecer estaban cargando guano, y también supo que a principios de ese mes ya habían llegado a Baltimore dos cargamentos de la misma sustancia, desde Alto Velo y otra AMAE, H 2057. Se trata de un artículo sin fecha ni lugar de publicación, recortado y acompañado de su traducción.

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isla adyacente, la Beata. El cónsul de Gran Bretaña comunicó esta información a los de Francia y España, quienes coincidieron con él en que sería apropiado preguntar al Gobierno dominicano si se les había otorgado alguna concesión o privilegio, o si los buques norteamericanos estaban cargando allí de conformidad con las leyes dominicanas. Hood lo hizo así mediante una carta que remitió al ejecutivo de Santo Domingo, a la que aún no había recibido respuesta, pese a lo cual el ministro de Relaciones Exteriores le aseguró que dichos barcos estaban cargando sin permiso alguno, y en contra de las leyes de la República, por lo que el Gobierno tenía intención de enviar un buque para advertirles de su infracción. El agente transmitió estos hechos asimismo al oficial naval superior de Jamaica, y como es natural al propio secretario del Foreign Office.95 La importancia de un islote tan pequeño y remoto venía dada, además de por ser parte integrante del territorio dominicano, por su indiscutible valor económico, según ponen de manifiesto las cantidades de guano exportadas en las décadas de 1860 y 1870, cuando se pasó de 219 y 262 toneladas en 1869 y 1870, respectivamente, a 2,743 y 5,748 toneladas en 1871 y 1872. Alto Velo fue de nuevo causa de un conflicto entre la República Dominicana y los Estados Unidos, en 1869, a cuenta de las concesiones que había hecho el Gobierno español a varias personas, tras la anexión de Santo Domingo, concesiones que más tarde quedaron anuladas por las autoridades dominicanas, una vez restablecida la independencia de la República.96 Álvarez, por su parte, también se dirigió al ministro de Relaciones Exteriores con objeto de indicarle que había fundamento para creer que los que estaban al frente de esa especulación fraudulenta eran al parecer los mismos que habían propuesto la TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 20 de septiembre de 1860. José Lee Borges, «República Dominicana: de la Restauración a los primeros pasos de la “verdadera” influencia estadounidense, 1865-1880», en Revista Mexicana del Caribe, No. 10, Universidad Autónoma de Quintana Roo, 2000, pp. 108-148; véase pp. 126-127. El autor cita como fuente de estas cifras el Boletín Oficial de la República Dominicana, año 5, No. 285, Santo Domingo, 30 de octubre de 1878.

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navegación del Yuna y la exportación del guano. El diplomático español llamó la atención de Ricart sobre la gravedad de tales hechos, que le hacían recordar que Jeager, cuando el Gobierno dominicano se negó a sus proposiciones, le había dicho que lo que en ese momento no querían hacer «por buenas» más adelante lo harían «por fuerza». En último lugar, Álvarez pidió al ministro que le hiciese saber qué medidas pensaba tomar su Gobierno contra lo que aquel consideraba desmanes de los norteamericanos, quienes, si se les dejara continuar, terminarían por construir «sus casas de madera en la Beata y luego disputarían la propiedad del territorio» de dicha isla.97 En su respuesta al representante de España, Ricart le dio noticia de que el ejecutivo de Santo Domingo ya había mandado a Alto Velo una goleta de guerra, cuyo comandante llevaba instrucciones de «prohibir a todo trance ese comercio fraudulento».98 El ministro de Relaciones Exteriores contestó también la nota de Hood, en el mismo sentido que lo había hecho de palabra, y le confirmó que el Gobierno dominicano no había «consentido por ningún convenio, permiso o privilegio» la explotación del guano, sino que había visto con la mayor sorpresa el atentado cometido contra su soberanía sobre la mencionada isla. Sin embargo, el cónsul de Gran Bretaña no dejó de subrayar en un despacho enviado a Russell que el ejecutivo de Santo Domingo solo tomó cartas en el asunto después de la llegada de un buque español que había pasado junto a Alto Velo, por medio del cual se supo que los barcos estadounidenses ya habían abandonado ese lugar.99 Hood tampoco perdió de vista las otras cuestiones suscitadas por la presencia de los norteamericanos en la República, como la de las minas de oro, y atribuyó a su influencia las órdenes dadas por el Gobierno dominicano de impedir que aquellos fuesen autorizados a hacer excavaciones en tierras de propiedad pública. AGN, RREE, leg. 14, expte. 5, Álvarez-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 16 de septiembre de 1860. 98 AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Ricart-cónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 2 de octubre de 1860 (el texto en cursiva corresponde al texto entrecomillado por el propio Álvarez en su despacho). 99 TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 4 de octubre de 1860. 97

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Por otra parte, el agente se refirió a Cazneau, que había adquirido una gran extensión de tierra cerca de San Cristóbal, y estaba en tratos para comprar una finca aún más grande, en la que estaban las ruinas de la ciudad de Buenaventura, donde se creía que existían minas de oro. El dueño de esta finca era un ciudadano dominicano, a quien el Gobierno se había dirigido para que le diese una opción de compra preferente, en caso de que quisiera venderla.100 Con respecto a los temores suscitados en torno a la posibilidad de que el Gobierno de la República cediese parte del territorio dominicano a los Estados Unidos, el secretario del Foreign Office comunicó a Hood, tras haber consultado sobre ese asunto con el ejecutivo de París, cuál era el mejor modo de alejar los males que preveía el diplomático. El remedio no era otro que el de conseguir, mediante su capacidad de influencia, el establecimiento de una especie de pacto federal entre Haití y la República Dominicana, a través del cual ambos se comprometerían a no enajenar parte alguna de sus respectivos territorios, y también inducirlos a consentir una delimitación apropiada de la frontera entre los dos países. Russell anunció además a Hood que iba a remitir un despacho en este mismo sentido al cónsul de Gran Bretaña en Puerto Príncipe, y que su colega de Francia recibiría instrucciones similares, por lo que debía actuar con él en su esfuerzo por llevar a cabo esta política.101 Lo cierto es que dicha política no se ajustaba a los intereses que estaban en juego, y menos aún utilizando un término tan ambiguo como el de pacto federal, que no podía sino despertar los recelos, no solo del Gobierno dominicano, sino también del español y del norteamericano, y con razones sobradamente justificadas para ello en los tres casos. En efecto, parecía apoyarse una solución al peligro real de penetración de los Estados Unidos en la República Dominicana mediante una reunificación encubierta de la isla, lo que no iba a ser aceptado por ninguna de las tres partes mencionadas, dado que ello cerraba el paso a los norteamericanos, y podía Ibídem, 5 de octubre de 1860. Ibídem, Russell-Hood, Londres, 16 de octubre de 1860 (minuta).

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significar una amenaza para las colonias españolas. Huelga decir que el Gobierno dominicano, y con él la inmensa mayoría de los habitantes de ese país, preferían cualquier otra dominación a la de Haití, por lo que la negativa del ejecutivo de Santo Domingo a un planteamiento de semejante naturaleza estaba de antemano más que garantizada. El punto de vista estadounidense sobre la complicada cuestión de Alto Velo denota precisamente la disparidad de percepciones que existía entre unos y otros. Así, el 13 de octubre Cazneau dirigió al secretario de Estado una comunicación al respecto, en la que comenzó por señalar que «la tutela española sobre la República Dominicana» era ya un hecho admitido por todos. Es más, dicha tutela estaba empezando a pesar gravemente sobre los intereses norteamericanos, como se había comprobado en el caso del guano, extraído de un «pequeño lugar estéril», que nunca había sido ocupado por nadie, y que de hecho se consideraba inhabitable, hasta que los trabajadores estadounidenses se establecieron allí. Los emisarios enviados por el Gobierno dominicano regresaron con la información de que esos hombres «habían tomado plena posesión» del islote, y aunque los conminaron a arriar la bandera norteamericana y abandonar sus trabajos, se negaron a ello con el argumento de que estaban desarrollando una actividad legal, bajo las garantías del Congreso de los Estados Unidos. A juicio de Cazneau, los norteamericanos de Alto Velo se limitaban a «utilizar para beneficio general de la humanidad los recursos» existentes en una isla desierta, que todo el mundo había descuidado hasta entonces como algo sin valor. El agente subrayó que el capital y la mano de obra necesarios para poner en explotación las insospechadas posibilidades de la isla habían sido obra tan solo de quienes estaban en posesión de la misma en esos momentos. No obstante, continuó el agente, en contra de la actitud adoptada por esos ciudadanos estadounidenses, el ministro de Relaciones Exteriores insistió en que Alto Velo era «considerada como una dependencia de la República», pese a que estaba «a más de tres leguas de la costa continental [sic]». El ejecutivo dominicano había asegurado que la distancia desde aquel islote al de la Beata era menor, lo que

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al parecer no sirvió como título legítimo de propiedad a Cazneau, según el cual el Gobierno había recibido una explicación completa del alcance de una ley aprobada por el Congreso norteamericano, relativa al descubrimiento y explotación del guano. El ejecutivo de Washington se reservaba el derecho a poner fin a la ocupación de los puntos donde se realizara tal actividad, cuando se recibiesen las justas representaciones de una nación amiga, o cuando así lo estimara conveniente por las circunstancias propias de cada caso. Ante esta explicación, el Gobierno de la República manifestó una actitud más amistosa, que sin embargo se vio alterada inmediatamente por las «contraindicaciones de los oficiales españoles delegados por Madrid para manipular» a dicho Gobierno. A pesar de todo, el agente especial de los Estados Unidos había obtenido un compromiso «medio renuente» por parte del ministro de Relaciones Exteriores, y mientras se mantuviesen abiertas las diferentes posibilidades por las que podía optar aún el Gobierno dominicano, a no hacer nada con respecto a los norteamericanos de Alto Velo. En cualquier caso, Cazneau consideraba que estas complicaciones ponían los intereses estadounidenses en un peligro inminente, por lo que había llamado la atención del cónsul de su país en La Habana sobre la conveniencia de mandar un buque a aquella isla. Por último, el agente expresó a Cass su esperanza de que, bajo la presión de las circunstancias existentes, el ejecutivo de Washington aprobara tal medida,102 que quizás aquel veía como su última oportunidad para impedir lo que ya parecía obvio a ojos de todo el mundo: la entrega de Santo Domingo a España. Es decir, en el río revuelto de la compleja coyuntura dominicana, Cazneau pensaba que podría obtener, por fin, alguna ganancia tanto para sí mismo como para su país, pero para ello necesitaba la presencia de una fuerza que lo respaldase ante sus rivales europeos, incluso más que ante el propio Gobierno de la República, que en realidad solo pretendía entregarse al mejor postor. En sus comunicaciones con los cónsules de España, Gran Bretaña y Francia, el ministro de Relaciones Exteriores los mantuvo al corriente de los pasos que iba dando su Gobierno con A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 358-360.

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relación a Alto Velo. Tras el regreso del buque enviado a esa isla, Ricart les informó de que los individuos que allí se encontraban habían abierto caminos y construido viviendas, todo ello con el fin de explotar el guano que la cubría, como ya estaban haciendo. Así pues, el ministro señaló que se trataba de un hecho contrario a las leyes internacionales, puesto que el derecho de la República a la soberanía de Alto Velo y Beata era incontestable, tanto por su posición geográfica, que las situaba dentro de la jurisdicción legal del territorio dominicano, cuanto porque las leyes las habían comprendido como parte integrante de la provincia de Azua. En consecuencia de lo anterior, el ejecutivo de Santo Domingo consideró este hecho «como una injustificable violación de su territorio», lo que le ponía en aptitud de tomar cuantas medidas creyera convenientes para reivindicar sus derechos. En virtud de todo ello, y pese a lo que Cazneau había indicado al secretario de Estado de su país, el Gobierno dominicano decidió «mandar inmediatamente las fuerzas necesarias para intimar el desalojo» de la isla de Alto Velo a los que la ocupaban, «y si fuese necesario recurrir a las armas para conseguir ese objeto». Ricart manifestó el deseo de su Gobierno de que esta conducta, dictada por la necesidad de defender sus derechos, fuera conforme a lo que la conveniencia general exigía. Por ello, el ministro esperaba encontrar en «la amistosa correspondencia» de las naciones representadas por los agentes europeos todo el apoyo que la justa causa dominicana pudiese necesitar, en caso de que esta hallara una oposición superior a sus fuerzas. Por último, Ricart se refirió al interés constante de los diplomáticos por proteger a la República de agresiones como la que en esos momentos trataba de rechazar el Gobierno dominicano, motivo que lo había llevado a darles conocimiento de ella, con la confianza de que sus respectivos Gobiernos sabrían apreciar la gravedad de lo que estaba sucediendo en Alto Velo.103 AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Ricart-cónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 15 de octubre de 1860. Existe copia de una comunicación casi idéntica y de la misma fecha, dirigida a Hood, adjunta al siguiente documento: TNA FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 20 de octubre de 1860.

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El ministro dominicano de Relaciones Exteriores adjuntó a su nota anterior una copia del informe presentado por el comandante y los oficiales de la goleta de guerra Merced, que el día 4 de octubre llegaron a la isla ocupada, donde encontraron un grupo de hombres y un bergantín norteamericano, con la mitad de su carga a bordo. Según los marinos dominicanos, en la playa había guano suficiente para cargar dos buques más, y los que bajaron a tierra vieron que los estadounidenses incluso habían abierto un pozo. Por otro lado, el número de carretillas y la cantidad de provisiones que estaban allí depositadas, indicaban que, o bien el trabajo debía continuar por mucho tiempo, o bien en el interior de la isla se encontraba un mayor número de hombres.104 En su respuesta a Ricart, el representante de España en Santo Domingo subrayó los fundamentos que aquel había alegado para considerar indisputable el derecho de la República Dominicana a las islas de Alto Velo y Beata, y por tanto «lo inconveniente e ilegal de la conducta de los americanos». Álvarez también aseguró al ministro que el Gobierno español trataría, sin duda, de cooperar en cuanto le fuese posible a una política que tuviera por base «contrariar y oponerse a las miras interesadas de la Unión», que tan ostensiblemente empezaban a manifestarse.105 Resulta evidente que hechos como estos eran los que más convenían al cónsul y al Gobierno dominicano para estimular al ejecutivo de Madrid a dar, de una vez por todas, los pasos tendentes a establecer el protectorado, o a anexionarse Santo Domingo. Por su parte, Hood envió al secretario del Foreign Office una copia de la carta de Ricart, y señaló que la ley del Congreso de los Estados Unidos a la que se habían remitido los trabajadores de la isla debía de ser la del 18 de agosto de 1856, por la cual se autorizaba al Gobierno de ese país a proteger a los norteamericanos que descubriesen depósitos de guano. Dicha ley estipulaba que cuando un ciudadano de los Estados Unidos hubiera descubierto, o descubriese en el futuro, un depósito de guano en cualquier Ibídem. AGN, RREE, leg. 14, expte. 5, Álvarez-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 15 de octubre de 1860.

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isla, roca o cayo que no estuviera dentro de la jurisdicción legal de ningún otro Gobierno, ni ocupada por los ciudadanos de ningún otro Estado, y tomase pacífica posesión del mismo, este pudiera ser considerado, a discreción del presidente, como perteneciente a los Estados Unidos. Sin embargo, el agente de Gran Bretaña afirmó que no parecía que dicha ley fuese aplicable al caso en cuestión, dado que otra ley, promulgada por el ejecutivo de Santo Domingo el 25 de abril de 1855, declaró que las islas de Alto Velo y Beata formaban parte del territorio de la República. Hood indicó a Russell que, aunque ambas estaban deshabitadas, eran frecuentadas a menudo por pescadores dominicanos, y le informó de que el Gobierno había enviado ya una pequeña expedición militar para obligar a los norteamericanos a evacuar la isla. Al concluir su despacho, el diplomático recordó el hecho de que un ciudadano estadounidense había solicitado al Gobierno dominicano el monopolio de la exportación del guano de Beata y Alto Velo, lo cual fue rechazado, y Hood coincidió con Álvarez en que al parecer era esa misma persona la que había tomado posesión de la isla. En cualquier caso, los cargamentos de guano destinados a los Estados Unidos habían sido consignados a la compañía Patterson & Murguiondo, de Baltimore.106 El ministro interino de Relaciones Exteriores comunicó a los representantes de los países extranjeros en Santo Domingo el resultado de la operación de desalojo de Alto Velo, que había sido completamente favorable para los intereses dominicanos. En efecto, la expedición cumplió su encargo sin mayores dificultades, y tras la llegada de la misma al puerto de la capital, el Gobierno de la República puso a disposición del agente comercial de los Estados Unidos tanto las personas que se encontraban en el islote, como las herramientas que utilizaban para la explotación del guano. No obstante, Fernández de Castro precisó que el ejecutivo se reservaba el derecho de reclamar a quien correspondiera «el pago de los valores sustraídos».107 Hood mencionó en una nota TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 20 de octubre de 1860. AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Fernández de Castro-vicecónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 31 de octubre de 1860.

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dirigida al secretario del Foreign Office que cuando la expedición llegó a la isla había en ella 12 hombres, a los cuales condujo hasta Santo Domingo junto con sus tiendas, carros, mulos y demás instrumentos de trabajo, y que aquellos no habían opuesto resistencia alguna. El cónsul de Gran Bretaña señaló además que en esos momentos no había ningún barco estadounidense en Alto Velo, y que el último había ido a Jamaica con un cargamento de guano.108 El 17 de noviembre, Cazneau dio noticia al secretario de Estado de lo que había sucedido con relación al desalojo de los trabajadores norteamericanos. En primer lugar, el agente subrayó que el Gobierno dominicano, «después de cierta vacilación», había decidido «aceptar de lleno la política dictada por sus protectores españoles», y de hecho aquel relacionó la visita hecha a Santana por el general Peláez de Campomanes, jefe de Estado Mayor del Ejército de Cuba, con la salida de la expedición hacia Alto Velo. Cuando se ordenó a los estadounidenses que se encontraban en la isla que recogiesen sus pertenencias en veinticuatro horas, estos dijeron a los oficiales dominicanos que el gerente, capitán Kimball, estaba ausente, por lo que no podrían abandonar el lugar hasta su vuelta, debido a la falta del único barco de que disponían. El comandante de la goleta Merced les contestó que sus instrucciones eran perentorias, pero que en ausencia de otro medio, los transportarían entre las dos embarcaciones que habían llevado a las fuerzas dominicanas. Aunque los norteamericanos pidieron permiso para que al menos uno de ellos se quedara en Alto Velo, encargado de vigilar la propiedad de la empresa hasta que Kimball volviese, e informarle de lo que había ocurrido, el comandante denegó esta petición, y el grupo entero, con todas las pertenencias que pudieron cargar, llegó a Santo Domingo el 27 de octubre. Con autorización del oficial al mando, se dejó una carta a Kimball para que a su regreso al islote supiera dónde estaban los hombres que había dejado trabajando allá. Por fin, el 15 de noviembre apareció el capitán en su barco, que ancló fuera del puerto, aunque después entró en el mismo por consejo del agente comercial de los Estados Unidos, a pesar de que TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 31 de octubre de 1860.

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temía que esto originase complicaciones, ya que «los miembros hispanófilos del gabinete dominicano estaban inclinados a confiscarle» el barco. Kimball explicó entonces que él era uno de los primeros exploradores de guano en las islas del Caribe, y que había frecuentado Alto Velo entre 1842 y 1860, hasta que dio comienzo a su ocupación, y ni en todas esas visitas, ni en los siete meses que llevaban en el islote había encontrado nunca un solo dominicano en él, excepto en una sola ocasión, hecho al que no dio mayor importancia. En cambio, el capitán aseguró que en la Beata encontraba habitualmente haitianos, a los cuales vio siempre en posesión de aquella isla sin que nadie se lo impidiera, y que, de hecho, las únicas autoridades que se habían personado en Alto Velo para conocer el objeto de sus trabajos fueron las de Haití, que no le pusieron ninguna objeción. Así pues, Kimball dedujo de todo ello que Haití no admitía la jurisdicción dominicana sobre la Beata, que está más cerca de la costa, y que independientemente de a quién perteneciese, parecía que «el ejercicio pleno y exclusivo de la soberanía» era ejercido por los haitianos. Por lo tanto, esa tolerancia le hizo suponer que podía tomar posesión de Alto Velo de facto, como habitante del islote, incluso aunque este perteneciera a algún Estado, de modo que el caso debería considerarse, según Cazneau, «como una entrada involuntaria dentro del territorio dominicano», y se le podía encontrar un arreglo sin mucha dificultad. El agente insistió en dar una última vuelta de tuerca a algo que estaba muy claro, y añadió que Alto Velo y Beata, así como todo el territorio situado frente a dichas islas, eran un área despoblada donde merodeaban los haitianos en busca de pasto, que la República Dominicana reclamaba por estar dentro de los límites de la antigua colonia española. Sin embargo, como es natural, Haití negaba tales derechos con el argumento de que la antigua frontera había sido borrada para siempre por la fusión de ambos pueblos en una sola nación, circunstancia que el agente norteamericano aprovechó para recordar que la línea divisoria entre los dos países era, todavía en esos momentos, un asunto pendiente de discusión.109 A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 359-364.

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Con respecto a la reclamación, no consta si fue presentada finalmente, pero existe un borrador de la misma en la que el ministro dominicano de Relaciones Exteriores daba a conocer al secretario de Estado norteamericano la extracción de guano que había hecho Kimball, por cuenta de la casa Patterson y Murguiondo, en el territorio de la República. Aunque el capitán pretendía excusarse con el pretexto de una ley estadounidense, no era acorde con la dignidad de un Estado soberano «entrar en discusión con un particular sobre la interpretación de las leyes de su país», ni se ofendería menos la dignidad de los Estados Unidos al suponer que una ley norteamericana hubiese autorizado el despojo de la propiedad ajena. Con este motivo, el ejecutivo de Santo Domingo reclamaba ante el de Washington por la extracción ilegal de más de 1,500 toneladas de guano de Alto Velo, que había perjudicado a la República en una suma que no figura en el escrito. Por ello, el Gobierno dominicano solicitaba al de los Estados Unidos la indemnización por el perjuicio que le había hecho «un súbdito americano bajo la protección de una ley también americana». En caso de que su reclamación no fuera atendida, las autoridades dominicanas se cobrarían la suma correspondiente, «ya ordenando el secuestro de cualquier propiedad de los señores Patterson y Murguiondo», donde quiera que se encontrase, ya «imponiendo un derecho doble a todo buque americano» que anclara en los puertos de la República, hasta conseguir esa cantidad.110 Como es lógico, Álvarez también puso el asunto de Alto Velo en conocimiento del representante de España en Washington, Gabriel García Tassara, quien en su contestación a aquel se limitó a remitirle una copia del despacho que había dirigido al gobernador de Cuba, ya que era todo cuanto podía decir a ese respecto. Tassara partió del principio de que tanto por la seguridad de Cuba como por otras razones de peso, España ya debía «aspirar seriamente a la posesión no solo de Santo Domingo sino también más tarde a la de otros puntos importantes del golfo» de México, y coincidió con Serrano en advertir que las cosas estaban «a punto AGN, RREE, leg. 14, expte. 8, ¿Fernández de Castro-secretario de Estado de los Estados Unidos? (se trata de un borrador sin fecha, firma ni destinatario).

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de precipitarse». A juicio del agente, la incorporación de Santo Domingo a España era una de esas cuestiones que cambiaban de repente la posición española en América, y envolvía en efecto el peligro de una guerra con los Estados Unidos. Como este país tenía «la misma ambición», su Gobierno estaba provocando a España desde hacía mucho tiempo, con los medios que empleaba para realizarla. Sin embargo, Tassara subrayó que la coyuntura norteamericana no debía hacer a España confiarse demasiado, toda vez que la discordia que amenazaba con destruir la Unión aún no había tomado un carácter tal que le imposibilitase «retroceder en el mal camino», sino que su misma situación «la impulsaría con mayor facilidad a una empresa tan conforme con su política». De hecho, el diplomático consideraba tan cierta esa posibilidad, que incluso cuando dichas cuestiones interiores estaban muy lejos de la gravedad que habían alcanzado en ese momento, él ya había indicado al Gobierno español la tendencia de muchos políticos norteamericanos «a buscar una diversión» en una guerra extranjera. Tassara pensaba que quizás más adelante les sería imposible hacerlo, pero que por entonces la situación era tal que, en vez de sorprenderlos en la hora de la debilidad, España se exponía a provocarles una reacción que retardase esa hora. En esas circunstancias, ningún paso tan grave estaría más «justificado a los ojos de la verdadera política» que una acción inmediata y formal del ejecutivo de Washington, o de sus agentes, «para apoderarse de la isla o de algún punto cuya importancia pudiera ser decisiva» en el futuro. Por último, el plenipotenciario de España reconoció que ignoraba en qué medida tenía ese carácter la ocupación de Alto Velo por una compañía estadounidense, pero insistió en la idea de que la política española en América debía seguir siendo de expectativa y aplazamiento, ya que la cuestión de Santo Domingo era muy grande no solo para América, sino también para Europa.111 Estas consideraciones no dejaban de ser, en cierto modo, un jarro de agua fría sobre los planes de acelerar al máximo las gestiones necesarias para obtener el visto bueno al protectorado o la AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, García Tassara-capitán general de Cuba, Washington, 20 de noviembre de 1860 (es copia).

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anexión por parte del Gobierno español, con cuyo objeto Ricart y Álvarez se encontraban en La Habana, y a las que Serrano había dado oídos. Como al parecer ninguno de ellos estaba dispuesto a posponer por mucho tiempo esos proyectos, el resultado de las advertencias hechas por Tassara fue una mayor prudencia, pero no una ralentización del ritmo con el que se llevaban a cabo los preparativos de los mismos. En cualquier caso, tras conocer la operación de desalojo de Alto Velo, el representante de España en Washington no modificó su criterio con respecto a lo que había señalado en su comunicación al gobernador de Cuba. Según Tassara, las circunstancias en que se encontraban los Estados Unidos daban aún más fuerza a las razones que lo habían llevado a expresarse en tal sentido.112 Un mes y medio más tarde, Tassara informó al cónsul de España en Santo Domingo de que en los Estados Unidos se había intentado sacar partido del asunto de Alto Velo como maniobra de distracción ante la coyuntura en la que se encontraba ese país. Acto seguido, el diplomático sostuvo que, aunque no podía decir con certeza cuál iba a ser la conducta del Gobierno norteamericano, todo hacía pensar que por el momento no fijaría su atención en el mencionado asunto.113 Pese a que a principios de marzo la decisión de proclamar la anexión ya estaba prácticamente tomada, Álvarez recordó al ministro de Estado que en un despacho anterior, al referirse a las disensiones en el seno de los Estados Unidos, le había expuesto que eso no sería motivo para que los norteamericanos desistiesen de sus pretensiones sobre la República Dominicana. En opinión del agente de España en Santo Domingo sucedería más bien lo contrario, ya que si el norte y el sur se separaban, ambos «trabajarían con más ahínco para introducirse» en la isla, lo cual parecía haberse confirmado, tal como pasó a demostrar Álvarez a continuación. En efecto, este indicó que A. P. Patterson, de cuya llegada a la capital dominicana se creía, con cierto fundamento, que «tenía por Ibídem, García Tassara-cónsul de España en Santo Domingo, Washington, 10 de diciembre de 1860. 113 Ibídem, 20 de enero de 1861. 112

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objeto hacer alguna reclamación sobre el negocio del guano» de Alto Velo, había traído instrucciones del ejecutivo de Washington para Cazneau. El 1 de marzo de 1861, Patterson, Fabens y el propio Cazneau ofrecieron al presidente de la República un empréstito de entre 600,000 y 700,000 pesos fuertes, a un interés módico, y reintegrable a largo plazo, con la condición de que el Gobierno les hiciera concesiones especiales para la navegación del Yuna. Además, debía darles permiso para construir un astillero, e introducir en el país inmigrantes norteamericanos pagados por los Estados Unidos, a fin de que cultivasen la tierra y trabajasen en los establecimientos que querían fundar. Aquellos solicitaron también que se les entregaran terrenos para explotar las minas de carbón, en la bahía de Samaná y a orillas del Yuna, lugares que acababan de visitar por tierra Cazneau y Fabens, haciendo ver que iban a otros pueblos para no llamar la atención, «pero sin haberse por eso descuidado en el tránsito de hacer una activa propaganda». Al consultarle Santana sobre esa cuestión, el cónsul le recomendó que «no los desahuciase completamente, que les admitiese el escrito que ofrecían presentarle con las proposiciones; que los tratase con suma consideración, sin exasperarlos con una negativa repentina», puesto que para ello, que sería la conclusión, siempre estaba a tiempo.114 En otro orden de cosas, y con el tono más alarmista, Álvarez transmitió al ministro una noticia sin confirmar, según la cual en todas las ciudades de los Estados Unidos había agentes para promover la inmigración negra hacia Haití. Con base en lo que tal vez no eran más que rumores, el diplomático subrayó que dicha inmigración estaba empezando a tomar unas proporciones muy graves para el porvenir inmediato de Santo Domingo y de las Antillas españolas. De hecho, desde el 2 de enero al 8 de febrero de 1861, el agente de Nueva York había enviado a Haití más de 3,000 negros y mulatos, «que más instruidos que los haitianos y muchos de ellos ricos», iban como ciudadanos norteamericanos «a aumentar la población y riqueza de la República negra». Desde otras ciudades AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 4 de marzo de 1861.

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de los Estados Unidos había ido asimismo un número considerable, por lo que se trataba de un verdadero negocio, cuyo agente general, John Brown, trabajaba «con otros negrófilos en provecho de la Unión», que veía «con gusto salir de los compromisos» que le producía esa raza, para que fuera a crearlos en un país que tanto codiciaban. Por si no hubiese bastado con todo lo anterior, al concluir su despacho Álvarez recalcó que ello probaría al ministro de Estado que, «lejos de mitigarse las pretensiones americanas y los peligros de Haití», ambos eran cada día más serios, por lo que reclamaban una solución rápida y decidida.115 No cabe duda de que, fuera cual fuera la entidad de estas, como de las anteriores, iniciativas norteamericanas, las mismas se convertían así, una vez más, en el mejor acicate para espolear la renuente actitud del Gobierno español ante la disyuntiva que tenía de aceptar o rechazar la anexión de Santo Domingo. La amenaza que representaban los Estados Unidos era, pues, doble, ya que en el caso de que España interviniese en la República Dominicana, correría el peligro de provocar una reacción contraria por parte de aquellos, pero por otra parte si no tomaba la iniciativa, podrían adelantársele los norteamericanos. Este círculo vicioso solo pareció romperse cuando estalló la guerra de Secesión, por lo que era el momento oportuno para llevar a cabo un proyecto largamente acariciado por el Gobierno dominicano y el cónsul de España en Santo Domingo, y que a partir de finales de 1860 también fue apoyado por el gobernador de Cuba, lo cual resultó decisivo para concluir dicho proceso con éxito. En todo caso, la repetida utilización del pretexto norteamericano puede hacer perder de vista otros obstáculos, que también podrían haber dificultado el éxito de los planes anexionistas. En este sentido, se debe hacer mención de tres principales tipos de problemas, el primero de los cuales, en el plano interno dominicano, es la oposición cada vez mayor a la anexión que surgió en el seno de algunos sectores políticos y sociales, a medida que aquella fue tomando cuerpo. En cuanto a las potencias europeas, existe una diferencia clara entre los recelos con los que Ibídem.

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Francia y Gran Bretaña seguían el curso de los acontecimientos, y las reticencias o dudas que mantenía el Gobierno español a la hora de dar un paso cuya trascendencia era evidente, y cuyas consecuencias eran poco menos que imprevisibles. La última pata del trípode es, como resulta obvio, la rivalidad euronorteamericana, de la que el Gobierno dominicano había sabido aprovecharse para sus propios fines, jugando a varias cartas según le conviniera en cada momento, pero esta situación también tenía sus riesgos, dado que el juego no podría prolongarse indefinidamente. Ante tal cúmulo de intereses en juego, posturas contrapuestas, e incertidumbres de todo género, resulta necesario establecer con claridad cuáles fueron las pautas de actuación más importantes que guiaron la política adoptada por los diferentes actores, para comprender la coyuntura dominicana e internacional inmediatamente anterior a la anexión. Así se tendrá una perspectiva cabal de los hechos que condujeron a ese desenlace, en el que intervinieron factores muy numerosos, cuya diferente relevancia en el desarrollo del proceso es imprescindible discernir, de manera que sea posible señalar cuáles de ellos fueron verdaderamente determinantes, y cuáles solo coadyuvaron en un sentido u otro. Para comprender la anexión, debe tenerse en cuenta la gran dependencia de la política exterior española con respecto a la francesa, las buenas relaciones existentes entre los ejecutivos de París y Londres, así como las evidentes rivalidades que había al mismo tiempo entre los tres países europeos, y las de estos con los Estados Unidos. Había llegado la hora, pues, de optar con claridad, desde dentro de la República Dominicana para hacer frente tanto a la amenaza haitiana como a la oposición interna, y desde fuera de ella para poner freno a las aspiraciones de los diversos rivales.

Capítulo V. Las relaciones exteriores de la República Dominicana en vísperas de su anexión a España

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l denominado conflicto consular supuso un claro distanciamiento del ejecutivo de Santo Domingo respecto a los de Londres y París, y en la tesitura de tener que elegir entre España y los Estados Unidos para sostenerse, Santana optó por España, para lo cual se sirvió en parte de la misión que había confiado en mayo de 1859 al general Alfau. Este propuso al Gobierno español que ayudara al dominicano a conservar su independencia y a asegurar la integridad de su territorio, mediante el envío de armas, instructores militares y una inmigración de artesanos, a cambio de lo cual la República Dominicana se comprometía a no ajustar tratados de alianza con potencia alguna ni arrendar ningún punto de su territorio a cualquier otro Gobierno. Asimismo, se ofrecía a España como garantía material del pago de su ayuda la posibilidad de construir un astillero en Samaná. Muchas de estas peticiones fueron atendidas, pero con la especial insistencia por parte del ejecutivo O’Donnell de que las gestiones de Alfau debían mantenerse en secreto, o aparecer con carácter privado, con el fin de no despertar las suspicacias de Francia y Gran Bretaña. El Gobierno dominicano obtendría con ello el establecimiento de una especie de protectorado, aunque de forma encubierta. Los cónsules de Francia y Gran Bretaña en Santo Domingo comunicaron a sus respectivos Gobiernos una sospecha que albergaban desde hacía mucho tiempo en el sentido de que España estaba dispuesta a aceptar el protectorado sobre la República

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Dominicana. Según el agente de Gran Bretaña, semejante proyecto sería bastante ventajoso, aunque el mismo no resultara, por lo menos al principio, muy atractivo para una gran parte de los dominicanos. Así pues, no se observa en ambos diplomáticos la menor crítica hacia el mencionado proyecto, pero la situación cambió de signo radicalmente cuando el Foreign Office comunicó a su representante que el Gobierno británico consideraba que tal oferta implicaría a España en una guerra con los Estados Unidos. Ya no eran necesarios más argumentos para oponerse a un posible protectorado español en la República Dominicana, dado que la guerra era el principal obstáculo para el comercio, y la libertad para ejercerlo era a su vez el interés primordial que debía salvaguardar a toda costa la diplomacia británica. El grado de desencuentro llegó a tal extremo que, en enero de 1861, cuando ya se podía advertir una gran agitación debido a los rumores de anexión cada vez más fuertes que circulaban por todo el país, los cónsules de Gran Bretaña y Francia pidieron explicaciones al Gobierno dominicano sobre el asunto. Los términos de su escrito no podían ser más claros: tras las gestiones llevadas a cabo por Gran Bretaña y Francia para conservar la independencia dominicana, esas potencias no sabrían interpretar favorablemente ningún acto que tendiera a modificarla o destruirla, y que ocurriese a sus espaldas. Pero el ejecutivo de Santo Domingo se sentía lo suficientemente fuerte con el respaldo de España, por lo que respondió de forma destemplada a dicha exigencia, y negó haber firmado ningún tratado con España, con lo que no estaba faltando a la verdad, ya que aún no existía acuerdo formal, y ello le permitió desactivar una posible oposición a sus proyectos.

1. La misión del general Alfau ante el Gobierno español (1859-1861) Las instrucciones que el ministro Lavastida entregó a Alfau en nombre del presidente de la República, fechadas el 20 de mayo de 1859, señalaban que su misión tenía por objeto la firma

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de una serie de tratados y convenios. En primer lugar, un tratado de alianza entre la República Dominicana y España, por el cual aquella pretendía que el Gobierno español garantizara la integridad del territorio dominicano, cuyos límites eran los que establecía la Constitución de la República, tal como fueron reconocidos por el tratado de Aranjuez, firmado en 1777. España debía garantizar también la independencia y soberanía dominicanas, comprometiéndose a auxiliar y ayudar a la República en toda eventualidad de guerra, así como a mediar en cualquier dificultad que pudiese ocurrir entre el Gobierno dominicano y los Gobiernos de otras potencias. Por último, Santana pretendía obtener el envío de oficiales del Ejército español para la formación e instrucción del dominicano, e incluso que se autorizara a los soldados licenciados de las Antillas a establecerse en la República Dominicana para ejercer los oficios que supiesen, dedicarse a la agricultura o engancharse en el Ejército dominicano. A cambio de estas concesiones, el Gobierno dominicano ofrecía las siguientes contrapartidas: no celebrar «tratados de alianza, ni convenios especiales de guerra […] con ninguna otra nación», no firmar tratados contrarios a la política y a los intereses de España, no arrendar puertos o bahías, ni hacer «concesiones temporales de terrenos, bosques, minas» y ríos a ningún otro Gobierno. Además, a los oficiales y sargentos instructores enviados a la República Dominicana se les daría el grado de ascenso inmediato, y a los soldados españoles licenciados que quisieran dedicarse a la agricultura se los establecería «en terrenos pingües en los puntos más sanos dándoselos en propiedad perpetua». Las instrucciones asimismo autorizaban a Alfau «para estipular todas aquellas concesiones que a su juicio» no lastimasen las libertades de la República Dominicana.1 Lavastida recomendó al enviado del Gobierno dominicano que «para encaminar con más acierto las negociaciones» no perdiera de vista que España parecía «tener por principio el no injerirse directa o indirectamente en la marcha política de ningún otro Estado», y que no quería, «con razón merecer el dictado de 1

E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 183-185.

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invasora». Por ello, y por unir a la República Dominicana «con la monarquía española, los vínculos indisolubles de origen, lengua, religión y costumbres», el presidente deseaba llevar a cabo «esta íntima y firmísima alianza», que otras razones de alta política también aconsejaban y demandaban imperiosamente. Acto seguido, el ministro subrayó que «el espíritu filibustero, […] tan en boga» en los Estados Unidos, era y debía ser tanto para la República Dominicana como para España «motivo constante de preocupación y alarma», y que la alianza dominicoespañola al tiempo que haría desvanecer cualquier pretensión extranjera, serviría a la República como «escudo contra el filibusterismo». Por si todo ello fuese poco, Lavastida señaló además que a la sombra de dicha alianza renacería la calma, la agricultura y el comercio tomarían vuelo, y el Estado dominicano entraría «por las vías de los justos progresos». Finalmente, aseguró que esa alianza no sería menos provechosa para España, y que los dominicanos y los españoles siempre habían vivido «en perfecta armonía sin odios ni rencores».2 Por otra parte, Alfau tenía instrucciones para acordar también con el Gobierno español tratados de carácter consular y postal, así como sendos convenios en materia de inmigración y de líneas de vapores correo. Con respecto al de inmigración, interesaba a la República Dominicana que España se comprometiera «a enviar a sus expensas un número de familias cuyo límite» se dejaba a la prudencia del propio Alfau. El ministro indicó que la República no estaba «en aptitud de satisfacer los gastos de una inmigración numerosa», pero que podía reconocer como deuda nacional la suma que el Gobierno español desembolsase, bajo una serie de bases y condiciones a convenir. El enviado dominicano mantuvo su primera entrevista con el ministro español de Estado, Calderón Collantes, el 13 de julio, poco después de llegar a Madrid. En ella, Alfau se había limitado a «insinuar, sin entrar en pormenores», el objeto de su misión, y el ministro le había manifestado que tanto la reina como su Gobierno deseaban «vivamente que las 2

Ibídem, pp. 185-186.

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Repúblicas americanas» prosperasen a la sombra de sus propias instituciones políticas. Además, aquellas, «y muy particularmente Santo Domingo», debían persuadirse de que España cooperaría «en la medida de sus facultades a conservar su independencia y a asegurar su bienestar y progreso».3 El día 19 el agente del Gobierno dominicano se dirigió de nuevo a Calderón para recordarle su promesa de celebrar con él una nueva conferencia antes de marcharse a La Granja de San Ildefonso, donde se encontraba la reina. Dada la urgencia del caso, por la necesidad no ya de resolver, sino de «preparar siquiera el despacho de los negocios» que lo habían llevado a España, Alfau solicitó al ministro que él mismo efectuara su presentación a la reina con la mayor brevedad posible. Por otra parte, le pidió también que, en «lo tocante a las negociaciones», ambos conviniesen «en sus bases», quedando los detalles a cargo de las personas que designara Calderón, hasta su regreso del viaje que este debía hacer por razones de salud. Para tratar de presionar al ministro, Alfau le expresó el «íntimo convencimiento» que tenía de que su encargo diplomático versaba sobre asuntos vitales para la República Dominicana, «y acaso más aún para su antigua y muy amada metrópoli».4 El 23 de julio, el enviado de la República en Madrid remitió un despacho a Lavastida, acusando recibo del que acababa de recibir, fechado el 22 de junio, en el que el ministro de Relaciones Exteriores le había informado de la llegada a Santo Domingo de Cazneau, con credenciales del Gobierno estadounidense. Alfau, quien ya conocía la noticia, confesó que la misma lo «traía algo desasosegado y no poco caviloso», debido al recelo que debían abrigar de que los Gobiernos europeos, amigos de la República Dominicana, y muy particularmente el de España, interpretasen la presencia de aquel en Santo Domingo, «llevados de engañosas apariencias y abultadas estas por Báez y consortes, como una amenaza a sus intereses políticos en América», o incluso «como un Ibídem, pp. 186-188 y 199. AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Alfau-ministro de Estado, Madrid, 19 de julio de 1859 (es copia).

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escudo» que buscaban «para poder hacer frente a la complicación internacional provocada» por el conflicto consular, y «como una muestra ostensible de simpatía hacia los yanquees». En consecuencia, y teniendo además en cuenta que ni Santana, ni el propio Lavastida, «ni los demás miembros del gabinete, ni el pueblo dominicano» abrigaban «mira alguna favorable a las insidiosas aspiraciones de la política» norteamericana, Alfau se atrevió a suplicar al ministro que diera «largas a las negociaciones» que Cazneau estuviese encargado de llevar a cabo, hasta que él viera claramente el resultado de las que le habían sido encomendadas en Madrid.5 Es más, el agente de la República Dominicana llegó a asegurar que no era siquiera posible imaginar que el Gobierno español firmase convenio alguno con el dominicano, y «mucho menos de la índole» de los que él mismo estaba encargado de proponer y ajustar, si veía al ejecutivo de Santo Domingo entrar en tratos, aunque fueran de paz y amistad, «con sus naturales enemigos». En tales circunstancias, «el recelo de España sería natural, su desconfianza fundada», y su disgusto completamente excusable. Por último, Alfau apoyó sus afirmaciones con el argumento de «los sinsabores» que siempre habían producido a la República Dominicana las gestiones de los Estados Unidos, sin olvidar que Báez y sus partidarios, «con el fin de medrar y ganarse las simpatías» de Francia, España y Gran Bretaña, propalaban que tanto Santana como su Gobierno servirían de instrumento para que los norteamericanos se apoderasen de Samaná. En su respuesta al enviado dominicano en Madrid, fechada el 22 de agosto de 1859, Lavastida le comunicó que todavía ignoraba el carácter diplomático de la misión confiada a Cazneau, aunque se decía que había sido «nuevamente acreditado para proponer la celebración de un tratado». Si ello fuera cierto, el ministro señaló que tan solo podía atribuir el silencio de aquel al hecho de que hubiese «creído más conveniente reservar su pretensión» hasta después de ver el aspecto que tomaban las cuestiones internacionales que tenía pendientes la República, y sobre todo la provocada por los cónsules. A juicio de Lavastida,

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E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 204-205 (las cursivas son del original, excepto las del término yanquees).

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quizás el agente de los Estados Unidos había supuesto que en caso de algunas complicaciones con las potencias europeas podría «obtener el fin de su misión». Sin embargo, el ministro no aclaró si en realidad Cazneau tenía motivos fundados para albergar tal esperanza, sino que se limitó a concluir el asunto de forma un tanto vaga, ya que nada seguro podía decir a Alfau con respecto a ese particular. Lavastida recomendó a su agente que diese los pasos necesarios para que en los principales periódicos de España se hablara «con frecuencia de la República Dominicana, haciéndola mentar muy repetidas veces, para llamar la atención sobre ella, a fin de crearle el nombre» que se merecía ante esos pueblos amigos.6 Resulta interesante constatar, en este sentido, que el periódico La América publicó un artículo sobre el asunto consular en el que, a modo de introducción, se hacía referencia a la República Dominicana como «un país muy poco conocido» entre los españoles, tanto «en su pasado como en sus condiciones presentes». Según el periódico, dicho país tenía una gran importancia por lo especial «de su posición geográfica, de la naturaleza de su población y de los nobles recuerdos de su antigua dependencia» con respecto a España, recuerdos de tal significación que no los compartía con ninguna otra de las antiguas posesiones españolas. Acerca del incidente de los cónsules, La América consideraba que por fortuna se trataba de una mera «cuestión de forma», y no «de fondo», y antes de pasar a explicarla subrayó que lo que interesaba a la publicación era «establecer con perfecta evidencia la importancia de las estrechas relaciones» entre España y la República Dominicana, «por el influjo que esta alianza» había de ejercer en la conservación de Cuba y Puerto Rico, «y en el respeto de la bandera española en los mares de occidente».7 Dada la imposibilidad de celebrar una nueva entrevista con el ministro de Estado antes de que este partiese hacia La Granja de San Ildefonso, Alfau envió a aquel lugar al secretario de la legación dominicana en Madrid, Álvarez de Peralta, para que

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Ibídem, pp. 201-205. La América, año III, No. 12, Madrid, 24 de agosto de 1859, p. 1 (las cursivas son de la revista).

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se reuniera con Calderón Collantes, de modo que el 28 de julio ambos mantuvieron una conferencia en la que Peralta propuso al Gobierno español lo siguiente: a) Que por parte de España se otorgaría: 1.º Promesa solemne de conservar y ayudar a conservar la independencia de la República, así como de asegurar la integridad de su territorio. 2.º Mediación de España con exclusión de cualquiera otra potencia amiga, en las dificultades que puedan ocurrir entre la República y otras naciones, eso es, que sea S. M. C. el único árbitro en los asuntos internacionales de la República. 3.º Intervención y protección de S. M. C. en cualquiera eventualidad en que la independencia de la República, o la integridad de su territorio puedan estar amenazadas. 4.º Que S. M. C. dé a la República los medios necesarios para fortificar aquellos puntos marítimos que más exciten la codicia […], por ejemplo las bahías de Samaná y de Manzanillo, así como el armamento que pueda necesitarse para guarnecer las plazas y puntos fortificados. Todo ello a título de pagar la República su costo en los términos que se convengan […]. b) En cambio, por parte de la República Dominicana se otorgaba: 1.º Promesa solemne a S. M. C. de no ajustar tratados de alianza con ningún otro soberano o potencia. 2.º Hacer a España todas aquellas concesiones que puedan servir de garantía material a los nuevos compromisos que se contraen entre S. M. C. y la República, por ejemplo, un astillero en Samaná. 3.º Concesión por tiempo determinado a España para que explote las maderas que puedan necesitarse en el astillero de Samaná. 4.º La República se compromete a no arrendar puertos o bahías, y a no hacer concesiones temporales de terrenos, bosques, minas y vías fluviales a ningún otro Gobierno, y

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fiada en la hidalguía y buena fe de su antigua metrópoli, aceptará todos los compromisos que S. M. C. tenga a bien proponer. 5.º Por último, las sumas que hayan de abonarse por armamento, construcción de fortificaciones o por cualquiera otro concepto, constituirá una deuda de la República con España, deuda que no pagará intereses y que se amortizará en los términos que se convenga. Y para ello se tendrá en cuenta, que aunque la República no tiene más que una deuda interior de unos 400,000 pesos fuertes, su tesoro está actualmente exhausto, por haber tenido que hacer frente a una multitud de compromisos contraídos por las dos últimas administraciones.8 Si bien la mayor parte de estas propuestas venían estipuladas por las instrucciones que Alfau había recibido, o se derivaban directamente de ellas, existen algunas que no aparecían en las mismas, o al menos no de una forma explícita, como en el caso de los puntos tercero y cuarto del primer apartado, y los puntos segundo, tercero y quinto del segundo apartado. De la Gándara escribe que el ministro de Estado respondió a los tres primeros puntos articulados como estipulaciones del Gobierno español, que este deseaba favorecer a la República por tener España un alto interés político en que aquella conservase su independencia, y con respecto al cuarto punto, «no se llegó a ninguna afirmación concreta y definitiva». Por lo que se refiere a los compromisos que contraería la República Dominicana con España, «solo se habló del relativo a la concesión de un astillero en Samaná, oponiendo el ministro dificultades para aceptarlo». Álvarez de Peralta informó a Alfau del resultado de su entrevista con Calderón, y el emisario del Gobierno dominicano se dirigió al ministro el 30 de julio, resumiendo el contenido de la misma. En su despacho, aquel insistió en que el Gobierno español «resolviera de una vez y completamente sobre los puntos relativos a

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José de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra de Santo Domingo [1884], facsímil de la 1.ª edición: Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1975, vol. I, pp. 115-117 (las cursivas son del autor).

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garantía de independencia, integridad del territorio, mediación e intervención», volvió a reclamar «recursos y medios para fortificar los puntos marítimos de la República», y los demás aspectos de la base número cuatro del primer apartado, razonando asimismo «la conveniencia de que España aceptara» las números dos y tres del segundo. Por otro lado, Alfau recordó a Calderón que no se trataba de la primera vez que Santana había solicitado a España «esa alianza íntima que a un tiempo garantizase a Santo Domingo su independencia y la integridad de su territorio, y a España la tranquila posesión de sus colonias» antillanas, y se remontó hasta las gestiones de 1846 y 1854, lamentando acto seguido que en ninguna de ellas se hubiera logrado nada. Finalmente, el enviado de la República Dominicana subrayó el afán de su presidente por identificarla con España, en la seguridad de que «solo íntimamente unidas podían cada cual y juntas hacer frente a la invasión tenaz y formidable de la raza angloamericana». Según De la Gándara, esta nota «planteaba ya categóricamente la cuestión», al defender «la necesidad de que entre España y Santo Domingo se estableciese una alianza» lo más estrecha posible.9 Debido a la ausencia del ministro de Estado, el 9 de agosto Alfau se entrevistó con el general O’Donnell, presidente del Consejo de Ministros, quien también se encargaba de forma interina de la cartera de Estado. El agente de la República Dominicana enfatizó «lo mucho que importaba a los intereses internacionales» de aquella y de España, así como a la política de ambos países, que se procediera «a estudiar y convenir las bases de las negociaciones» objeto de su misión diplomática. O’Donnell se escudó en la ausencia de Calderón para no «tomar sobre sí la responsabilidad» de llegar a un acuerdo con Alfau en asuntos de tanta importancia, y pospuso la cuestión hasta final de mes, cuando el ministro ya habría regresado a Madrid. En ese momento el Gobierno «se ocuparía exclusivamente de los diferentes puntos» de la negociación propuesta por el ejecutivo de Santo Domingo a través de su enviado. Este aprovechó la ocasión para hablar a O’Donnell de las riquezas que encerraba el suelo de la República Dominicana,

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Ibídem, pp. 117-118.

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llamar su atención acerca de la importancia de Santo Domingo por la posición geográfica que ocupaba, y «ponerle al corriente de los hombres y de las cosas» de aquel país, en particular «de las tendencias y miras» de la administración de Santana. Alfau consideraba todo ello necesario porque los enemigos de la misma habían propagado el rumor de que «muy pronto estallaría una revolución» en la República a favor de Báez, y que por lo tanto ningún Gobierno, «y mayormente el de España entraría en tratos de importancia» con el dominicano, «si hubiese el menor asomo de revolución próxima» allí. El agente diplomático estaba seguro de que «precisamente por saber esto, y para hacer a su patria todo el mal posible», Báez, con la ayuda de los franceses, procuraba «propalar esos falsos rumores creyendo, y no sin razón, que así lograría dificultar la realización» de los planes del Gobierno dominicano. De hecho, Alfau atribuía sobre todo a las «especies vertidas en los periódicos», el que «el precavido» Gobierno español no hubiera «tomado con más calor (oficialmente hablando) y convenido sin levantar mano las negociaciones» que él estaba encargado de proponerle. No obstante, las noticias que se recibían de Santo Domingo tanto en España como en otros países europeos eran tranquilizadoras para los intereses del Gobierno de Santana y su representante en Madrid, tal como le confirmó Lavastida en una comunicación del 23 de septiembre. En ella, el ministro informó a Alfau de lo que había ocurrido en la República Dominicana desde el día 7 del mismo mes, resumiéndolo de forma muy expresiva con estas palabras: «La facción de Azua murió en su cuna»,10 en referencia a la fracasada intentona cuyo principal cabecilla fue Matías de Vargas. En respuesta a Lavastida, el representante del Gobierno dominicano en Madrid reafirmó la idea de que el triunfo del Gobierno sobre los revoltosos era una prueba de que el partido de Báez no tenía raíces en el país. Además, Alfau volvió a mencionar el hecho de que en Europa «corría válida la voz de que en breve» el ex presidente subiría de nuevo al poder, y añadió que E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 208-211 (las cursivas son del autor).

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a ese rumor, que él había procurado desmentir, debía atribuirse el empeño de Francia en desconocer la justicia que asistía a la República Dominicana, «esperanzada acaso con las falaces promesas» de Báez.11 Alfau dirigió una nota al ministro español de Estado, fechada el 19 de septiembre de 1859, en la que resumía el resultado de las conferencias que había mantenido con él e insistía, sobre todo, en la necesidad de concretar y determinar lo estipulado acerca del cuarto punto. Siendo este uno de los que habían quedado pendientes, el agente de la República Dominicana propuso a Calderón las siguientes bases de convenio: el Gobierno dominicano necesitaba y pedía al español: 2,000 «carabinas Minié con sus baleros»; 150,000 cápsulas correspondientes a dichas carabinas; 2,000 «correajes completos, con mochilas […]; doce piezas de campaña del último modelo […], con sus correspondientes cureñas y utensilios»; y por último 200 sables de caballería de la fábrica de Toledo.12 Según Alfau, el Gobierno dominicano necesitaba este armamento para formar el núcleo de un Ejército permanente, y solicitó que el coste del mismo fuese el de fábrica. Su transporte hasta Santo Domingo correría por cuenta de la República Dominicana desde cualquier puerto de España adonde el ejecutivo de Madrid lo llevara, preferentemente Alicante o La Coruña. Con respecto al punto relativo a la fortificación y artillamiento de Manzanillo y Samaná, «puertos ambos muy cercanos a Cuba, y que a los intereses de España y Santo Domingo» importaba mucho «conservar y asegurar», el diplomático dominicano alertó que en ninguno de ellos había fortificaciones formales. Aquel se valió de tal circunstancia para subrayar la necesidad de estudiar dichos puntos y pedir al Gobierno español que facilitase al de la República dos ingenieros que hicieran los planos y presupuestos de las obras. Una vez hechos estos reconocimientos y presupuestos, el Gobierno dominicano pediría un préstamo a España para cubrir el importe total de los mismos, cuyo pago así como el de las armas y municiones se haría del mismo modo: a razón de un 10% anual. Para hacer AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 24 de octubre de 1859. 12 J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 121-122. 11

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frente a sus compromisos financieros, la República Dominicana hipotecaría, al pago de las sumas que resultasen de los mencionados convenios, «los bienes nacionales, consistentes en fincas urbanas y rústicas», y el 10% de las rentas de aduanas, advirtiendo en este sentido que los únicos puertos de importación y exportación eran Santo Domingo y Puerto Plata. Alfau también pedía en su escrito «mayores facilidades para la emigración» e indicó, de forma un tanto vaga, algo «sobre los compromisos que gustosamente» habría contraído el Gobierno dominicano con el español, pero no tomados en cuenta por este. Sin embargo, sobre lo que insistió de un modo más tenaz y resuelto fue acerca del cuarto punto, según De la Gándara porque en esas pretensiones «se cifraba el interés esencial que Santana perseguía al anudar y activar estos tratos» con España, y que según dicho autor se reducía a que esta lo ayudara para mantenerse en el poder.13 La respuesta de Calderón se limitó a expresar su confianza en que Alfau se hubiese convencido de cuán grande era el deseo que tenía España de que se consolidara la independencia de la República Dominicana y se desarrollaran su prosperidad y bienestar. No obstante, el ministro añadió ya al final de su despacho que tan pronto como se hubiesen restablecido las relaciones entre ambos países, el agente dominicano sería «reconocido oficialmente», y recibiría «por escrito una respuesta» satisfactoria a las demandas que estaba encargado de presentar al Gobierno español. El texto en cursiva se encuentra en la copia que envió el secretario de la legación dominicana en Madrid, Álvarez de Peralta, al ministro dominicano de Relaciones Exteriores, a la que adjuntó una serie de advertencias, entre ellas una referente a esas palabras. Peralta las interpretaba como «una promesa formal y escrita de que próximamente» se elevarían «a convenios auténticos las negociaciones estipuladas», que por el momento no habían tenido un carácter oficial. De dichas negociaciones se mantenía informado al propio Lavastida privadamente, excepto de una que se había llevado a cabo de forma extraoficial, relativa al tratado consular.14 Ibídem, pp. 117 y 122-123. AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Calderón Collantes-Alfau, Madrid, 24 de octubre de 1859. Las advertencias de Álvarez Peralta están fechadas el 25-X-1859 (es copia; las cursivas son del original).

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En efecto, Alfau había comunicado en septiembre al ministro de Estado su condición de plenipotenciario para ajustar con España un convenio consular que fijara «con claridad los derechos, atribuciones, privilegios, prerrogativas e inmunidades de los respectivos agentes consulares». Todo ello con el fin de «conseguir la más amplia protección de los súbditos de ambos Estados en sus personas e intereses». La Dirección Comercial del Ministerio de Estado emitió un informe en el que se consideraba conveniente entablar la negociación que deseaba iniciar el representante de la República Dominicana. En opinión de su autor, Díaz del Moral, el convenio consular que constituía el objeto de la misma «podría servir de norma, una vez ajustado, para negociar otros análogos» con las demás Repúblicas hispanoamericanas, que regularizasen la situación de los cónsules de España en aquellos países. Además, sobre este particular se aseguraba que la mayor parte de los Gobiernos americanos no reconocían «reglas fijas y uniformes» que evitaran la ocasión de conflictos. Por estos motivos parecía «conveniente aprovechar todos los medios» que se ofrecieran para introducir en América la jurisprudencia que observaba el Ministerio español de Estado en lo relativo a consulados. De hecho, Díaz del Moral redactó incluso un proyecto de tratado que sometió a la aprobación del ministro, con el fin de que, en su caso, le fuese remitido a Alfau para que manifestara al respecto lo que estimase oportuno.15 El 23 de octubre de 1859, el ministro dominicano de Relaciones Exteriores escribió a Alfau que el Gobierno de la República había aceptado el ofrecimiento de ayuda hecho por el de España «en todas sus condiciones», y le manifestó la esperanza de aquel «por las buenas disposiciones» que mostraba el ejecutivo español. Lavastida expresó también su deseo de que se aprovechara «la ocasión tan favorable» que se presentaba «para estrechar» las relaciones entre la República Dominicana y España, y se refirió al nombramiento del general Serrano como gobernador de Cuba, AMAE, fondo «Tratados», subfondo «Proyectos de tratados bilaterales», serie «República Dominicana», subserie «Consulares», leg. TR 456-002, Alfau-ministro de Estado, Madrid, 21 de septiembre de 1859; Informe de la Dirección Comercial del Ministerio de Estado, Madrid, 13 de octubre de 1859.

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del que bastaban «sus honrosos precedentes» para felicitarse «por la adquisición de un buen vecino y amigo». El ministro no dejó de recordar a Alfau que entre sus encargos estaba el de hacer llegar a Santo Domingo «algunos sargentos instructores para el Ejército», y le recomendó que «valiéndose de la introducción» que tenía con Serrano, acordase con este el envío de cuatro sargentos retirados del Ejército de Cuba o Puerto Rico. Asimismo, Lavastida le reiteró «el pensamiento de una inmigración española protegida por ese Gobierno», que tanto interesaba a la República Dominicana como a España, por razones de alta conveniencia que sin embargo no precisó. Por último, el ministro mencionó que Cazneau, después de su gestión sobre el asunto de la goleta Charles Hill, se había quedado quieto, sin que hasta ese momento hubiera dado ningún paso más cerca del Gobierno dominicano, aunque seguía viviendo en su quinta de San Carlos, a las afueras de Santo Domingo.16 Pocos días más tarde, Alfau, por su parte, se dirigió a Lavastida para informarle del resultado de una entrevista que había mantenido con el ministro español de Estado, el 6 de noviembre. En ella, este aseguró al enviado del Gobierno dominicano que, dejando aparte el conflicto suscitado por los cónsules, todas las demás negociaciones comprendidas en su misión oficial estaban aceptadas por el ejecutivo de Madrid. De hecho, Calderón Collantes añadió que tan pronto como «se allanase la dificultad consular», se haría entre ambos «el cambio de notas, para el caso, con las formalidades de costumbre», requisito previo para la presentación de las credenciales de Alfau.17 No obstante, Alfau tuvo que esperar aún hasta el 14 de febrero de 1860 para ser recibido por la reina, en su calidad de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República Dominicana en Madrid. Mientras tanto, Alfau desarrolló una intensa actividad, como se deduce de la correspondencia que mantenía con Lavastida. Así, el 24 de noviembre este le indicó su satisfacción por las buenas disposiciones del Gobierno español en E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 211-213. AGN, RREE, leg. 13, expte. 3, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 9 de noviembre de 1859.

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favor del dominicano, pese a lo cual no dejó de transmitirle «la pena» del mismo por el hecho de que todavía no se lo hubiera admitido como representante oficial de la República. En su despacho, el ministro se refirió también a una información que había hecho llegar Alfau al vicepresidente, respecto a la posibilidad de contratar algunos trabajadores con destino a Santo Domingo. En ese sentido, Lavastida lo autorizó para que contratase «veinte individuos de diferentes artes y oficios, entre ellos algunos carpinteros de ribera», que tanto se necesitaban en el país como consecuencia del progreso de su Marina mercante, debido a la prohibición de que los buques extranjeros cargaran en las costas dominicanas. Responder a las diversas proposiciones que le llegaban también formaba parte de las actividades del agente de la República Dominicana en Madrid, que recibió por ejemplo una carta de Alejandro Mogilnicki, ofreciéndose a establecer en aquel país «el ramo de Correo y Postas con la misma perfección» con que funcionaba en la península ibérica. A fin de obtener dicho encargo, Mogilnicki solicitó «la inmediata y eficaz protección» de Alfau, así como su mediación ante el Gobierno de la República Dominicana, con la que esperaba obtener un resultado favorable para sus aspiraciones. A Alfau también le fue propuesto el establecimiento de un colegio en Santo Domingo, asunto sobre el que pensaba interrogar personalmente al individuo que le había enviado el proyecto, por su utilidad e interés, a fin de saber los elementos con que contaba para llevarlo a cabo, así como las exigencias que para el caso haría a la República Dominicana. En cualquier caso, como dicho proyecto, «por su vastísima importancia, […] exigiría algunos sacrificios permanentes» que él no estaba autorizado a ofrecer, solicitó al ministro de Relaciones Exteriores que el Gobierno dominicano le facilitase con toda premura las instrucciones convenientes para la resolución del mismo.18 En una comunicación dirigida a Lavastida, el representante de la República en España le informó de que ya había «comenzado a dar los pasos necesarios para la contratación» de los maestros de oficios que el ministro le había indicado. Una de las primeras personas contratadas por Alfau fue Antonio Martínez del Romero, E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 225-226, 233-334 y 287.

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quien aceptó el sueldo mensual de 50 pesos fuertes. Por otra parte, el Gobierno dominicano aprobó la intención de su agente en Madrid de fletar un buque en el puerto de Alicante para llevar a Santo Domingo «el armamento y otros efectos de la República». Al acusar recibo de esa comunicación del ministro de Relaciones Exteriores, Alfau le señaló también que el mismo barco transportaría «en calidad de pasajeros inmigrantes algunos individuos, maestros y oficiales de artes y oficios».19 A tal fin se encontraba en tratos con un armador de ese puerto, «que pedía 35 pesos fuertes por pasajero, siendo los objetos medidos por toneladas, para calcular el precio de su transporte». En su opinión, se podría pagar al armador el importe de todo con madera de caoba, al precio que esta tuviese en el mercado dominicano cuando el buque llegara a Santo Domingo.20 El 9 de junio, Alfau remitió un extenso despacho al nuevo ministro dominicano de Relaciones Exteriores, Pedro Ricart y Torres, a quien informó de la marcha de las negociaciones pendientes con el Gobierno español. Estas se habían visto interrumpidas, o cuando menos ralentizadas, en primer lugar cuando Francia e Inglaterra procuraron, con motivo del conflicto consular, que la República se malquistara con España. Poco después había estallado la guerra con Marruecos, y tras firmarse la paz con ese país «estuvo a punto de encenderse la guerra civil», debido a la sublevación del general Ortega. A todo ello había que añadir la situación política de Europa, por lo que se comprendía que por fuerza las negociaciones no hubiesen podido llevarse a cabo con la prontitud apetecible, aparte de que, «aun sin esos estorbos, los asuntos diplomáticos, por lo general, exigen tiempo para encaminarlos a buen fin y paciencia para su logro». Después de este largo preámbulo, el representante de la República Dominicana por fin AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 8 de enero y 26 de mayo de 1860. 20 Mª. M. Guerrero Cano, «Expediciones a Santo Domingo. El fracaso de un proyecto de colonización (1860-1862)», en Mª. M. Guerrero Cano, Sociedad, política e Iglesia en el Santo Domingo colonial 1861-1865, Academia Dominicana de la Historia, vol. LXXXVII, Santo Domingo, Editora Búho, 2010, pp. 285318; véase p. 293. 19

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anunció a Ricart que a finales de junio iba a salir de Cádiz un buque español, que llevaría a Santo Domingo «parte del material de guerra» que se le había pedido, varios oficiales para la instrucción del Ejército dominicano, así como los maestros de oficios y artesanos que había contratado. Lo más importante era que este barco había sido puesto a su disposición por el Gobierno español de forma gratuita, de modo que el Gobierno dominicano solo tendría que abonar al comandante del mismo los gastos de manutención de la gente que enviaba. En este sentido, Alfau recomendó que el pago de dicha cantidad se hiciera inmediatamente efectivo a la llegada del buque. Dado que no disponía de fondos suficientes para hacer un anticipo a las personas contratadas por él, había acudido al Gobierno español para que le proporcionase «algún dinero a título de préstamo», suma que intentaría incluir como parte de la deuda que la República Dominicana iba a contraer con España. Por otro lado, el sueldo de los oficiales sería pagado por las cajas reales de La Habana, también como un anticipo que hacía el Gobierno español al dominicano. En último lugar, el agente manifestó al ministro que «estas promesas y ofrecimientos por su naturaleza y alcance político» exigían «la mayor reserva y sigilo» por parte de la República. De hecho, Alfau le aseguró que tenía fundados motivos para sospechar que Francia y Gran Bretaña daban pasos con el fin de «saber a punto fijo» cuál era el objeto de su misión en Madrid, y cuáles las disposiciones de España hacia la República Dominicana. Por todo ello, era absolutamente necesario para el éxito de las negociaciones que se le habían encomendado que «ni el pueblo, ni los agentes extranjeros» supieran «nada de fijo acerca de los pasos» que él estaba dando allí, ni mucho menos de las concesiones que España hacía a la República. Entre dichas concesiones, algunas de las más considerables fueron sin duda las cantidades de dinero prestadas a Alfau. Este informó a Ricart de que el ejecutivo de Madrid le había entregado 2,000 pesos fuertes, «a título de devolución», para atender a los gastos que se originarían con el envío de los maestros, artesanos y oficiales del Ejército español que marchaban a Santo Domingo.21 21

AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 9 y 26 de junio de 1860.

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En efecto, con objeto de facilitar el transporte de estos, en junio de 1860 se adelantaron al representante del Gobierno dominicano 40,000 reales, cantidad de la que se remitió un recibo al agente de España en Santo Domingo, quien debía archivarlo en el consulado para que en su día pudiera «reclamarse de ese Gobierno el reembolso» de la misma. En enero de 1861 se repitió la operación, por lo que se hizo llegar al cónsul Álvarez otro recibo, también por un importe de 40,000 reales, que se habían anticipado a Alfau con idéntico fin, suma que sería reintegrada por el Ministerio de Hacienda de la República Dominicana cuando el Gobierno español así lo requiriese. Por lo que respecta al material bélico, compuesto de las piezas de artillería, municiones, armas y demás pertrechos de guerra destinados a la República Dominicana, su importe total ascendió a 271,500 reales con 80 céntimos, que el agente de España en Santo Domingo reclamaría en su momento al Gobierno de aquel país.22 De este modo, la suma total adeudada por la República Dominicana a España, por los mencionados conceptos, era de 351,500 reales con 80 céntimos. Por otro lado, en una comunicación dirigida al ministro de Relaciones Exteriores, Alfau se refirió de nuevo al asunto de los instructores militares, asegurándole que eran varios y de todas las ramas los oficiales que se disponían a ir a la República, y precisó que tres de ellos saldrían ya a primeros de julio de Cádiz. Según el representante dominicano en Madrid «muchos más irían» en ese mismo viaje, si el plazo no fuese demasiado corto para cumplimentar todos los trámites burocráticos necesarios a tal fin. No obstante, aquel comunicó a Ricart que otro buque zarparía a mediados de dicho mes con un buen número de oficiales a bordo. Además, el Gobierno español había acordado con él dar órdenes al capitán general de Cuba para que facilitase al Gobierno de la República todo cuanto le fuera necesario para la instrucción de su Ejército, y lo mismo se iba a ordenar a Echagüe, quien acababa de ser nombrado capitán general de Puerto Rico. Dos días más tarde, AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 27 de junio de 1860; y Comyn-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, Zaragoza, 7 de octubre de 1860; No. 10, Comyn-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 15 de enero de 1861.

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Alfau volvió a abordar otra vez una cuestión que resultaba no poco embarazosa para España, cuyo ejecutivo, por convenir así a su política internacional, deseaba «no herir la vidriosa susceptibilidad de las dos potencias» que habían intervenido en los negocios políticos de Santo Domingo. Por todo ello quería, y hasta cierto punto era una condición que le había impuesto, «que ni oficial ni privadamente» se dijera que el Gobierno español prestaba a la República auxilios de guerra y le facilitaba oficiales de su Ejército para la creación e instrucción del dominicano. Convenía, pues, a las «ulteriores negociaciones» de la República Dominicana con España que corriese la voz de que, en primer lugar, el material de guerra que se enviaba había sido comprado por el propio Alfau en fábricas españolas, y en segundo, que los oficiales que iban y seguirían yendo en adelante a Santo Domingo, lo hacían «motu propio, en virtud de convenios celebrados» entre ellos y el agente dominicano en Madrid.23 Algunos de los oficiales que solicitaron un año de licencia para pasar a la isla de Santo Domingo lo hicieron «con objeto de arreglar asuntos propios», según la fórmula utilizada en al menos tres casos: los del capitán de Caballería Miguel Pastorfido, el teniente de la misma arma Saturio Andrade, y el teniente de Infantería Ramón de Mur.24 Antes que aquellos, llegaron a la República Dominicana los tres oficiales anunciados por Alfau, junto a los componentes del primer grupo que viajó a bordo del vapor Velasco, entre los cuales algunos «iban para trabajar a sueldo del Gobierno» dominicano, mientras que los demás «especularían por su cuenta y riesgo en los oficios que conocían». A pesar de ello, el representante de la República en Madrid consideraba que «sería conveniente dar a algunos una ayuda, hasta que lograran establecerse honradamente». El ya mencionado Martínez del Romero ejerció como jefe durante la travesía. Con respecto a los instructores militares que formaban AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Madrid, 23 y 25 de junio de 1860. 24 AMAE, H 2057, subsecretario del Ministerio de Guerra-ministro de Estado, Madrid, 22 y 27 de agosto de 1860. Se trata de los traslados de las distintas licencias otorgadas por el ministro de Guerra. 23

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parte del contingente, se trataba del comandante primer jefe de batallón Francisco Catalá, y de los capitanes José María Gafas y Federico Llinás, todos ellos oficiales de Infantería. Puesto que «cada uno llevaba cobrada una paga de adelanto y posteriormente cobrarían el sueldo que les correspondiera por su empleo» de las cajas de La Habana, «el Gobierno dominicano solo tendría que abonarles la diferencia hasta el empleo superior inmediato que se les había concedido». El armamento que fue en el buque eran algunas cajas de fusiles de percusión, piezas de artillería de montaña y piezas de repuesto. El 7 de julio Alfau envió al ministro de Relaciones Exteriores la lista de emigrantes, así como algunos contratos que había firmado con varios operarios, y una nota de los anticipos hechos a los colonos. El Velasco zarpó por fin el 10 de julio del puerto de Cádiz, y en esos momentos el agente dominicano ya estaba preparando el envío de un segundo contingente de colonos y militares, que iría en otro vapor de la Armada española, el Princesa de Asturias.25 La relación de los civiles que se embarcaron en el Velasco da una idea aproximada del carácter de esta emigración, formada por 41 hombres y 17 mujeres, esposas de algunos de los anteriores, excepto en dos casos. El resto eran los hijos de aquellos y un individuo del que no se facilitaba ningún dato, hasta completar la cifra de 78 personas, si bien la suma total que aparece consignada en la lista es de 80, quizás por algún error a la hora de realizar el cálculo.26 No obstante, Mariano Álvarez, cónsul de España en Santo Domingo, señaló que el Velasco había arribado a dicho puerto el 28 de julio de 1860, con 85 individuos de ambos sexos a bordo, «entre ellos varios oficiales del Ejército español», que eran los tres ya mencionados, más el hermano de uno de ellos, así como 285 fusiles.27 Todavía quedaba pendiente de remitirse a Santo Domingo una buena parte del material de guerra, por ejemplo Mª. M. Guerrero Cano, «Expediciones a Santo Domingo...», pp. 294-295. AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Alfau-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Cádiz, 7 de julio de 1860. 27 Archivo General de Indias, Sevilla, leg. Cuba 2266 (en adelante: AGI, Cuba 2266), pieza No. 1, doc. No. 32, Álvarez-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 28 de julio de 1860. 25 26

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«seis obuses lisos de montaña con su correspondiente material», otros 715 fusiles y una remesa de 500 carabinas rayadas, para completar así el número de 1,000, según establecía la real disposición del 23 de mayo de 1860.28 Dado que finalmente la segunda expedición se retrasó, la misma no salió de Cádiz hasta el 31 de enero de 1861 a bordo de la urca Santa María, facilitada también por el Gobierno español.29 De acuerdo con un despacho dirigido al gobernador de Cuba por Gómez Molinero, el vicecónsul de España en la capital dominicana, este grupo, que estaba integrado por 111 emigrantes en total, junto a cuatro oficiales del Ejército español, desembarcó en Santo Domingo el 9 de marzo.30 Álvarez de Peralta, el secretario de la legación dominicana en España, se dirigió el 24 de octubre de 1860 al ministro de Relaciones Exteriores de la República para informarle de la marcha de las negociaciones con el ejecutivo de Madrid. Peralta, que actuaba en nombre de Alfau debido a la ausencia de este, se había presentado en el Ministerio de Guerra «para activar el despacho de los negocios militares aún pendientes de resolución definitiva». Allí había conseguido que fueran nombrados en comisión de servicio los oficiales de Infantería y Caballería que debían ir a Santo Domingo para la organización e instrucción del Ejército dominicano. El secretario subrayó acto seguido que el resultado de las negociaciones en curso, pese a ser «tan provechoso para la República», no podía ser completo todavía, a causa del cúmulo de negocios que pesaba sobre el Gobierno español. Este se veía obligado a fijar su atención no solo en la política europea, sino también en los desmanes que se estaban cometiendo contra sus súbditos en México y Venezuela. Por último, Peralta hizo hincapié en que el ejecutivo de Madrid estaba persuadido de lo mucho que importaba a los intereses de España favorecer a la República, y aseguró que las pruebas materiales que daba para demostrar sus AGA, AAEE, 54/5224, No. 9, Comyn-cónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 2 de julio de 1860. 29 Mª. M. Guerrero Cano, «Expediciones a Santo Domingo...», p. 297. 30 AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 30, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 10 de marzo de 1861. 28

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buenos deseos eran «una garantía de lo que más adelante» haría «en obsequio de Santo Domingo». En otra de sus comunicaciones al ministro de Relaciones Exteriores, el secretario de la legación dominicana anunció el hecho de que el coronel Francisco Fort, quien había participado durante la guerra de África en la toma de Tetuán, al mando de los voluntarios catalanes, marchó en septiembre a la República Dominicana como instructor militar.31 Poco más tarde, en noviembre, un numeroso grupo de oficiales fue autorizado a pasar a Santo Domingo, «de conformidad con lo estipulado verbalmente» entre el Gobierno español y la legación de la República en Madrid. Se trataba en total de dos capitanes, siete tenientes y tres alféreces de Caballería, y cuatro tenientes de Infantería. Ya en el campo de sus competencias más estrictas, Alfau indicó a Ricart en una comunicación fechada el 2 de julio de 1860, que con objeto de multiplicar las relaciones de la República «con todos los puertos de España», y garantizar en ellos los intereses dominicanos, según fueran desarrollándose, había llegado el momento de proceder al nombramiento de los cónsules y vicecónsules que se necesitaban en dichos puertos. A este respecto, Rodríguez Demorizi considera que tales designaciones de cónsules dominicanos eran «testimonios de que la idea de la anexión no había aflorado aún».32 A pesar de ello, resulta cuando menos sorprendente que en fechas tan próximas a proclamarse la anexión de Santo Domingo a España, Alfau continuara actuando como si las circunstancias de su misión no hubiesen cambiado en absoluto. Por lo tanto, cabe preguntarse hasta qué punto estaba informado aquel de los pasos que se habían dado y se iban a dar en la isla, por parte de los Gobiernos dominicano y español, aunque por supuesto tratase además de mantener una apariencia de normalidad en sus funciones para no acentuar las sospechas de los representantes de Francia y Gran Bretaña. AGN, RREE, leg. 14, expte. 12, Álvarez de Peralta-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, 21 de septiembre y 24 de octubre de 1860. 32 E. Rodríguez Demorizi, Documentos... vol. IV, pp. 318-321 y 277-280; véase la nota No. 7 en la p. 280. 31

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En definitiva, puede afirmarse que la misión confiada a Alfau se vio finalmente sobrepasada por los acontecimientos que, al mismo tiempo, estaban teniendo lugar en Santo Domingo. Con ellos se ponía fin a una misión diplomática, y a la actuación de Alfau en su calidad de jefe de la misma, que si bien no alcanzó el resultado planteado en un primer momento por el propio Gobierno dominicano, ni por su agente en Madrid, había supuesto el comienzo de un acercamiento cada vez más intenso entre la República Dominicana y España. En efecto, las posibilidades de que se hubiera producido la anexión habrían sido considerablemente menores en caso de que las gestiones de Alfau no hubiesen encontrado una acogida tan favorable por parte de las autoridades españolas. La presión de la coyuntura internacional, en particular la permanente amenaza haitiana, pero sin olvidar la de los norteamericanos, fue hábilmente utilizada por el ejecutivo de Santo Domingo. Sin duda, esta contribuyó en gran medida a alterar el desenlace del proceso negociador llevado a cabo por Alfau en Madrid, y sobre todo como consecuencia de la actuación desarrollada paralelamente en La Habana por Ricart y Serrano.

2. Actitud franco-británica ante la creciente influencia de España en la República Dominicana Los cónsules de Francia y Gran Bretaña en Santo Domingo, Saint André y Hood, habían venido considerando necesario el establecimiento de un protectorado europeo sobre la República Dominicana desde tiempo atrás, ya que ni siquiera una paz definitiva con Haití serviría, en su opinión, para remediar el estado deplorable en que se encontraba el país.33 Sin embargo, lo cierto es que cuando Santana comenzó a dar las primeras muestras de su preferencia por España a la hora de convertir en realidad dicho proyecto, la reacción del agente de Gran Bretaña ante tal posibilidad no se hizo esperar. De hecho, AMAEE París, Correspondance politique, République Dominicaine, vol. No. 9, Saint André-Walewski, Santo Domingo, 7 de febrero de 1859.

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cuando el Gobierno dominicano decidió saludar con veintiún cañonazos la bandera de España, «con motivo de la victoria conseguida por las armas españolas en Tetuán»,34 Hood se apresuró a informar de ello al secretario del Foreign Office, lord Russell, y calificó este acto como algo insólito, adornado con favorables expresiones de simpatía por la madre patria. A juicio del diplomático, se trataba de una prueba evidente de la vuelta del ejecutivo de Santo Domingo a una disposición más amistosa hacia las naciones europeas. Hood le comunicó además que el presidente Santana había dirigido una carta de felicitación a la reina de España con el mismo motivo. Por último, aquel preguntó Russell si, dado que tanto Gran Bretaña como Francia tenían la calidad de nación más favorecida por sus respectivos tratados con la República Dominicana, debía requerir del Gobierno de esta parecidas muestras de regocijo en el futuro, con ocasión de las victorias que obtuviese el Ejército británico. El representante de Gran Bretaña señaló que su colega francés también había consultado esta cuestión a su Gobierno. Por supuesto, el Foreign Office consideró ridículo exigir a un Estado neutral que se alegrara por los triunfos de otro país en la guerra,35 ya que la insensatez de semejante planteamiento no podía pasar inadvertida en Londres. Este asunto, aunque anecdótico en apariencia, da una idea del grado que habían alcanzado los recelos hacia España, sobre todo por parte de Hood, quien se escudaba a menudo en Saint André, como hizo en este caso, para justificar una actitud a todas luces absurda. Por su parte, el cónsul de España en Santo Domingo, Mariano Álvarez, subrayó con el mayor énfasis la importancia del hecho en su respuesta a una nota de Pedro Ricart, ministro de Relaciones Exteriores de la República, y le indicó que comunicaría inmediatamente al ministro de Estado la «prueba espontánea de españolismo» que el Gobierno dominicano había dado en esos momentos a la madre patria. Es más, el cónsul aseguró que toda la nación AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Ricart y Torres-cónsul de España en Santo Domingo, 6 de marzo de 1860. 35 TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 12 de marzo de 1860. 34

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española, cuando tuviese conocimiento de «tan grande demostración», la aplaudiría con júbilo, al ver que cada día se estrechaban «más y más sus relaciones con sus antiguos hijos».36 Por si esto no hubiera sido suficiente, al poco tiempo, cuando llegaron a la capital dominicana las noticias de las nuevas victorias alcanzadas por las tropas españolas en África, y de los preliminares de paz que se habían ajustado como consecuencia de esos triunfos, el ministro de Relaciones Exteriores volvió a felicitar a Álvarez. Ricart le aseguró que Santo Domingo, «nación libre y soberana», tomaba una parte tan viva en todo lo que contribuyese «al engrandecimiento y gloria de la España, como cuando no era más que una de sus más fieles colonias».37 El tono entusiasta de estas palabras no dejaba lugar a dudas acerca del estado en el que se encontraban las relaciones hispanodominicanas. Así se deduce igualmente del contenido de un despacho que dirigió el agente de España en Santo Domingo al ministro de Estado, Saturnino Calderón Collantes, en el que aparte de transmitir la felicitación del Gobierno de la República al de España, le indicó que «tan sinceras muestras de adhesión y simpatía» aumentaban cada vez más. Según Álvarez, el motivo de aquellas era la esperanza que tenían en que el ejecutivo de Madrid les prestase su «ayuda y protección», un espíritu que el diplomático procuraba sostener, por considerarlo muy «favorable a los intereses españoles en las Antillas».38 En tales circunstancias Hood se sintió alarmado, y tras reiterar al secretario del Foreign Office que el cambio operado en la política del Gobierno dominicano hacia los Estados Unidos no podía verse como permanente, debido a la situación en la que se encontraba la República, le recordó la necesidad de un protectorado europeo sobre la misma. Aunque el representante de Gran Bretaña ya se la había señalado a Russell en una comunicación del 6 de febrero, no había mencionado que tanto él mismo como AGN, RREE, leg. 14, expte. 5, Álvarez-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 6 de marzo de 1860. 37 AGA, AAEE, 54/5225, No. 6, Ricart y Torres-cónsul de España en Santo Domingo, 23 de abril de 1860. 38 AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 4 de mayo de 1860. 36

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su colega francés pensaban que España podría estar dispuesta a ejercer ese protectorado. Dicha opinión, que se fundaba en la conducta observada por los agentes españoles, era todavía demasiado vaga para haber informado entonces acerca de ella, pero como aparentemente las circunstancias tendían a confirmar ese extremo, los dos cónsules creyeron que debían comunicarlo sin demora a sus respectivos Gobiernos. Acto seguido, Hood subrayó que podría parecer que existía un obstáculo insuperable en el hecho de que la esclavitud estuviera prohibida en la isla de Santo Domingo. Sin embargo, no había duda de que, a ojos de España, cualquier eventualidad derivada de la condición anómala de una colonia libre situada entre, y casi a la vista de, dos colonias esclavistas importantes, sería preferible a las seguras consecuencias de una ocupación norteamericana de la isla, o incluso de una anexión de la República Dominicana a Haití. Es más, según el agente de Gran Bretaña, al parecer la idea de recuperar esta antigua colonia no era nueva, puesto que el tratado dominicoespañol contenía una cláusula en la cual España expresaba su esperanza de que ninguna parte del territorio dominicano pasase nunca a manos de raza extranjera alguna. No obstante, todos los diplomáticos españoles, actuando sin duda de acuerdo con las instrucciones, o al menos la inspiración, de su Gobierno, parecían haber trabajado bajo la impresión de que semejante proyecto sería inaceptable para los ejecutivos de Londres y París, lo que explicaría hasta cierto punto su enorme reserva. Dado que los últimos informes de Hood y Saint André eran en apariencia muy contradictorios, y para evitar que los mismos llevaran a sus Gobiernos a conclusiones erróneas, ambos consideraron necesario reiterar la opinión que ya habían expresado con respecto al protectorado europeo, y manifestar que en esos momentos lo veían igual de urgente.39 En este despacho no se aprecia, al menos de forma explícita, oposición alguna por parte de los representantes de Francia y Gran Bretaña a la posibilidad de un protectorado español sobre la República Dominicana. La misma impresión se extrae también de TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 4 de abril de 1860 (el adjetivo «extranjera» aparece subrayado en el original).

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otra comunicación remitida al Foreign Office por Hood, en la que este adujo como prueba de la nueva política del Gobierno dominicano hacia los norteamericanos, el rechazo de la tentadora oferta de un gran préstamo que aquellos le habían ofrecido, a cambio de ciertos privilegios en minas y navegación. El cónsul señaló una vez más que si bien esa conducta parecía indicar un cambio tan completo como para creer que sería permanente, no se podía confiar en ello debido a la pobreza del país, que estaba muy endeudado, no tenía crédito ni comercio y le hacía falta dinero, y la única mano que ofrecía algo era una que prestaba para quedarse todo en el futuro. Por esta razón, Hood volvió a advertir de que llegaría la hora en que la necesidad, o la esperanza de sórdidas ganancias, acabarían conduciendo a los dominicanos a cometer un acto contra la independencia de la República. Esta fuerte convicción era la que había inducido a Saint André y al propio Hood a insistir en sus opiniones, ya expresadas anteriormente, relativas a la conveniencia de un protectorado. Además, los dos agentes tenían razones para pensar que el Gobierno español, en esos momentos, se encontraba recopilando datos que demostrasen la utilidad y la necesidad de poseer la isla de Santo Domingo para la preservación de Cuba y Puerto Rico. Por ello, ambos diplomáticos decidieron comunicar una sospecha que albergaban desde hacía mucho tiempo, pero de la que hasta entonces no habían tenido pruebas suficientes, en el sentido de que España estaba dispuesta a aceptar el protectorado sobre la República Dominicana. Al final de su escrito, Hood indicó que un proyecto semejante, en caso de poder llevarse a cabo, sería de lo más ventajoso, aunque el mismo no resultara, por lo menos al principio, muy atractivo para una gran parte de los habitantes del país.40 Así pues, en los dos despachos del representante de Gran Bretaña en Santo Domingo no se observa la menor crítica hacia el mencionado proyecto, sino más bien todo lo contrario, junto con un interés evidente en justificarse por la tardanza en informar acerca de las gestiones encaminadas al establecimiento de lo que parecía ser un protectorado español. Sin embargo, la situación Ibídem, Hood-Hammond, Santo Domingo, 4 de abril de 1860.

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tardó muy poco tiempo en cambiar de signo de forma radical. En efecto, fue suficiente para ello una breve respuesta del secretario del Foreign Office a Hood, en la cual le comunicó que el Gobierno británico consideraba que tal oferta de parte de España la envolvería probablemente en una guerra con los Estados Unidos, y subrayó incluso la necesidad de que el Gobierno español sopesara si podría hacer frente a ese peligro.41 No hacían falta, pues, más argumentos para oponerse a un posible protectorado de España sobre la República Dominicana, dado que la guerra era el principal obstáculo para el comercio, y la libertad para ejercerlo era a su vez el interés primordial que debía salvaguardar a toda costa la diplomacia británica. El cónsul que actuaba en Santo Domingo en defensa de esos intereses pasó, por lo tanto, a ejercer una crítica cada vez mayor contra la preeminente posición alcanzada por su colega español en todos los ámbitos de la realidad política, social y económica de la República Dominicana. No obstante, mientras que el vapor de la Marina británica Esmeralda visitó el puerto de Santo Domingo el 11 de abril de 1860, y el día 17 hizo lo propio el bergantín de guerra francés Mercure, en los cinco meses que Álvarez llevaba en el desempeño de sus funciones aún no se había presentado ningún buque de la Armada española en aquellas aguas.42 Es decir, pese a la creciente influencia del agente de España sobre el ejecutivo de Santo Domingo, la realidad es que el de Madrid no parecía haber tomado una parte muy activa en todo este proceso, política que comenzó a experimentar un giro cuando por fin el 3 de julio fondeó en la rada de la capital dominicana el vapor Pizarro. A bordo del mismo viajaba el nuevo jefe del apostadero naval de La Habana, Joaquín Gutiérrez de Rubalcava, quien no pudo reunirse con Santana, que continuaba todavía en la frontera al frente de las tropas, pero mantuvo dos entrevistas con el vicepresidente Alfau. En ellas, según Álvarez, el general Rubalcava dejó satisfechos a sus interlocutores, pues les había Ibídem, Russell-Hood, Londres, 16 de mayo de 1860 (minuta). AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 20 de abril de 1860.

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hablado de todo lo que concernía a la situación de la República, «tocando los negocios pendientes con exquisita habilidad», así como con la prudencia y circunspección que imponía este tipo de cuestiones. Por otra parte, y en vista de cuanto le había expuesto el diplomático español, Rubalcava convino con él en la necesidad de dar «una solución a las dos cuestiones haitiana y americana», que constituían una amenaza para «la existencia de la República». El jefe de la escuadra quedó en informar de todo al gobernador de Cuba, hacia donde se dirigía; aprobó «la marcha política» de Álvarez con el ejecutivo presidido por Santana, y tras una breve escala de menos de veinticuatro horas en territorio dominicano reemprendió su travesía rumbo a La Habana.43 Santana regresó a Santo Domingo a comienzos de agosto, después de organizar la defensa de la frontera con Haití, y su llegada proporcionó una nueva ocasión para que el representante de España desplegase una intensa actividad, la cual puso de relieve el decisivo papel que jugaba ya en la evolución de la política interna dominicana. Álvarez comunicó al ministro de Estado que se intentaba por parte del Ejército investir a Santana con la dictadura, y que «para combatir tan perjudicial proyecto» había hecho entender con toda seriedad al vicepresidente y al resto del Gobierno que él se oponía a semejante disparate, ya que provocaría una guerra civil e incluso la caída de Santana. Alfau, los ministros, el presidente del Senado y otras autoridades superiores fueron a ver al cónsul de España, y convinieron con este en todas sus apreciaciones «respecto a las fatales consecuencias» que traería consigo una dictadura, por lo que habían trabajado «sin descanso para que el plan no se llevara a efecto». Así pues, las tropas y milicias fueron despachadas inmediatamente hacia sus respectivos municipios. Álvarez se entrevistó con el propio presidente, a quien alertó de los peligros a los que se exponían tanto él como la República si tal cosa se realizase, y «usando un lenguaje bastante enérgico» le hizo entender que no contara para nada con su apoyo si el proyecto de la dictadura llegaba a ponerse en marcha. Al oír estas palabras, Santana dio a Álvarez toda clase de seguridades, y le dijo que él Ibídem, 4 de julio de 1860.

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se oponía al mencionado plan y que esperaba todo de España, sin cuyo apoyo pensaba que no podía funcionar la cosa pública. El presidente le manifestó también que los pueblos estaban «cansados de la mala administración de justicia y de otros abusos en los demás ramos», y que por ello querían investirlo de una autoridad absoluta, al creer que de ese modo «se pondría coto a tales desmanes». El agente respondió a Santana que «el remedio era peor que la enfermedad», y que con la decidida protección de España y los esfuerzos de todos el país podría organizarse sólidamente «por las vías pacíficas y constitucionales», sin necesidad de recurrir a «medios tan violentos como reprobados». Al despedirse, el presidente aseguró a Álvarez que no se haría nada «sin participación y consentimiento» del Gobierno español, hacia el cual se mostraba muy agradecido, tal como señaló el diplomático,44 pero sin dar más explicaciones acerca de los motivos por los que Santana sentía dicho agradecimiento. Pese a que se trataba de una clara injerencia en los asuntos internos de otro país, el ministro de Estado dio su aprobación a la conducta de Álvarez. Es más, Calderón insistió en la conveniencia de que el agente siguiese influyendo para que los poderes de la República Dominicana se ejercieran «dentro de los límites de la legalidad», siempre que fuese «compatible con la seguridad de aquella», y le advirtió de que esa influencia no debía percibirse, para no excitar «la rivalidad de los demás cónsules de las naciones amigas». El ministro también hizo saber a Álvarez que España protegería a la República Dominicana y contribuiría a que aumentara la población española en la misma, «como medio seguro de promover su prosperidad y de asegurar su independencia». Por último, Calderón subrayó la importancia de que el Gobierno dominicano pensase en «la creación de medios permanentes para atender al sostenimiento de las atenciones públicas», y encargó al representante de España en Santo Domingo que se ocupara del estudio de aquellos, y expresara su opinión sobre el particular al ejecutivo de Madrid.45 Ibídem, 12 de agosto de 1860. Ibídem, Calderón Collantes-cónsul de España en Santo Domingo, Barcelona, 22 de septiembre de 1860 (minuta).

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Finalmente, el asunto de la dictadura se resolvió sin quebrantar el marco de la legalidad, por muy defectuosa que esta fuese, de modo que el Gobierno dominicano cumplió con lo estipulado en el último precepto de la atribución 22 del artículo 35 de la Constitución. Así, el Gobierno dio cuenta ante el Senado del uso que el presidente había hecho de las facultades extraordinarias que dicho artículo atribuía al poder ejecutivo, y que por este le habían sido delegadas «para llevar a cabo la obra de pacificación del país y la reorganización de las comunes fronterizas del sur». El mensaje a los senadores no podía ser más optimista, ya que según el Gobierno, la República Dominicana gozaba de perfecta tranquilidad, pese a lo cual aún subsistían los elementos deletéreos que habían venido minando su reposo desde hacía mucho tiempo. Por ello, y en el estado de progreso rápido en que se encontraba el país, era «preciso a toda costa conservarle ese reposo para desarrollar en él los gérmenes de riqueza» que tenía, y el mensaje gubernamental al Senado no dejaba lugar a dudas sobre el mejor modo, a su juicio, de conseguirlo: Mientras el partido parricida, que ha mandado sus espurios hijos a traernos al Yaque la bandera haitiana pueda levantar la cabeza; mientras un enemigo ambicioso se mantenga en acecho para robarnos nuestra independencia el pueblo dominicano ha menester hacer el sacrificio de aquella parte de sus libertades políticas que ha previsto la Constitución en la atribución 22 del artículo 35 y robustecer con ese sacrificio la autoridad que vigile por la conservación de esas mismas libertades; sin eso se realizaría al fin el plan de sus enemigos. Ellos están convencidos de que somos bastante fuertes para no dejarnos vencer; pero se prometen nuestra ruina a fuerza de disturbios; y ese maquiavélico sistema tendría un completo éxito si el Gobierno y el Senado no adoptasen a toda costa la única medida salvadora que puede evitarlo. El uso que el general Libertador ha hecho de las facultades extraordinarias que se le delegaron nos da a conocer cuán digno es de que se reitere en su persona igual confianza:

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reservando el uso de dichas facultades para cuando ejerza en persona el mando como presidente de la República […]. El Senado […] no podrá menos, sin duda, de prestar su acuerdo para la delegación en la persona del Libertador de las facultades que le permitan tomar todas las medidas que sean necesarias para el mantenimiento del orden y el afianzamiento de la seguridad pública.46 Álvarez informó al ministro español de Estado de que había procurado «dar la solución más prudente sin salir del círculo constitucional, en unión con el Gobierno y el Senado, al negocio inesperado» de la dictadura. Lo más llamativo es la afirmación del cónsul en el sentido de que el ejecutivo había dirigido la anterior comunicación al Senado «con su anuencia». La cámara legislativa, por su parte, que fue convocada en virtud de un decreto del 16 de agosto para ocuparse de este asunto, había remitido al Gobierno un proyecto de decreto que concedía al presidente, durante el período constitucional vigente, la prerrogativa de tomar todas aquellas medidas que creyera indispensables para la conservación de la República. Es decir, el Senado se limitó a acatar los deseos que el ejecutivo había expresado a través del mencionado mensaje, como cabía esperar, con el pretexto legal que le proporcionaban «los términos prescritos por el artículo 35, atribución 22 del pacto fundamental». Álvarez aseguró al ministro que el proyecto sería aceptado tal como estaba, porque su influencia era completa, y tanto Santana como el vicepresidente Alfau, los ministros y senadores solo deseaban en esos momentos coadyuvar a la idea, fuese cual fuese, que el ejecutivo de Madrid tratara de llevar adelante en la República Dominicana.47 Los planes del Gobierno español se vieron claramente reactivados a partir del final de la guerra de Marruecos, en marzo de 1860, ya que esta victoria le permitió dedicar más atención a su política Ibídem, «Declaración oficial dirigida por el Gobierno de la República Dominicana al Senado Consultor», Santo Domingo, 16 de agosto de 1860 (es copia y lleva la firma de Álvarez). 47 Ibídem, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 21 de agosto de 1860. 46

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exterior, y en particular a la República Dominicana. Por ello, resulta muy acertada una apreciación de James W. Cortada, según la cual la rivalidad entre los Estados Unidos y España aumentó en toda el área caribeña, así como en el resto de América, al mismo tiempo que España superaba las debilidades que se había visto obligada a afrontar durante los años anteriores, guerras civiles incluidas. De hecho, este autor considera que la confluencia de los problemas europeos y americanos en las décadas de 1850 y 1860 fue tan profunda que su intensidad es incomparable con la de las dos décadas anteriores.48 En efecto, el desenlace de la guerra de Marruecos dio a España la seguridad necesaria en sí misma para comenzar a actuar de forma más decidida en el ámbito internacional, lo que fue advertido también por Buchanan, el representante de Gran Bretaña en Madrid, quien se lo hizo ver así al secretario del Foreign Office. El agente de Gran Bretaña pensaba que los españoles tenían una opinión muy errónea del poder estadounidense, y a ello se unía el hecho de que su triunfo en la campaña marroquí los llevaba a hacer un cálculo exagerado de los recursos militares con los que contaban. Así pues, y siempre a juicio de Buchanan, España ofendería a los norteamericanos, quienes en tal caso invadirían Cuba.49 Los acontecimientos tendían a precipitarse cada vez más y, en un despacho que dirigió a Russell, Hood se hizo eco de ellos, en particular de la llegada de nuevos grupos de inmigrantes españoles, que venían a sumarse a los ya establecidos con anterioridad en territorio dominicano y que, como estos, también eran canarios que huían de Venezuela. Sin embargo, el diplomático británico aseguró que no había ocurrido nada que le permitiera formarse una opinión correcta en cuanto a si España albergaba alguna visión interesada con respecto a la República, lo que resulta cuando James W. Cortada, Two nations over time. Spain and the United States, 17761977, Colección Contributions in American History, No. 74, Westport (Connecticut); Londres, Greenwood Press, 1978, pp. 69-77. 49 J. W. Cortada, Spain and the American Civil War: relations at mid-century, 18551868, Serie Transactions of the American Philosophical Society, vol. 70, parte 4, Filadelfia, The American Philosophical Society, 1980, pp. 32-33. El autor cita el despacho Buchanan-Russell, Madrid, 8-V-1860. 48

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menos sorprendente, después de haber informado acerca de un hipotético proyecto de protectorado sobre la misma. En cualquier caso, Hood se refirió, acto seguido, a una serie de circunstancias que indicarían la existencia de algún tipo de acuerdo secreto entre España y la República Dominicana. En primer lugar, comunicó que el 30 de septiembre había arribado al puerto de Santo Domingo, procedente de Cuba, un vapor español de guerra que debía zarpar de nuevo el 8 de octubre, y a bordo del cual viajaría a La Habana el ministro de Relaciones Exteriores, con el objeto aparente de procurar obtener un préstamo. No obstante, como el cónsul de España había manifestado su intención de acompañarlo, por cambiar de aires y por el placer del viaje, que Álvarez emprendía sin permiso de su Gobierno, todo ello hacía pensar a Hood que algún asunto de carácter político llevaba a Ricart a la sede de la más alta autoridad española en las Antillas. Por otra parte, el 2 de octubre llegó a Santo Domingo el general Peláez, quien tras desembarcar en Puerto Plata se había dirigido por tierra hasta la capital. Peláez dijo al agente de Gran Bretaña que iba directamente a Puerto Rico, pero que había cambiado de ruta para pasar por la República Dominicana, aunque poco más tarde Hood oyó que aquel regresaba a La Habana con Ricart y Álvarez, quien había sido ascendido a encargado de negocios y cónsul general de España en Santo Domingo. En último lugar, el representante de Gran Bretaña señaló que según sus informaciones, como consecuencia de la presunta interferencia española en los asuntos dominicanos, en Santiago y Puerto Plata reinaba un gran descontento, sobre todo entre los negros, que pensaban, o se les había hecho pensar, que la intención del Gobierno era entregar el país a España y restablecer la esclavitud.50 En otra comunicación remitida al secretario del Foreign Office, Hood le informó de que el 22 de octubre había zarpado hacia La Habana el vapor Don Juan de Austria, a bordo del cual viajaban el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, el cónsul Álvarez, el general Peláez, jefe de Estado Mayor del Ejército de Cuba, y el capitán español Gafas. Algunos días antes de la salida TNA, FO 23/41, Hood-Russell, Santo Domingo, 5 de octubre de 1860.

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del buque, todos ellos, acompañados por el vicepresidente de la República y el ministro de la Guerra, fueron a Los Llanos para entrevistarse con Santana, quien había ido hasta allá desde su hacienda de El Seibo. A pesar de esto, el Gobierno dominicano aseguraba que el objetivo del viaje de Ricart era simplemente obtener un préstamo en Cuba, que el cónsul de España iba a La Habana en viaje de recreo, y que los demás se marchaban por una mera coincidencia,51 debido a la oportunidad que les brindaba la salida del barco.

3. El papel de los Estados Unidos en la coyuntura dominicana preanexionista

El agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Jonathan Elliot, también facilitó a su Gobierno algunos datos interesantes acerca de lo que estaba ocurriendo en la República Dominicana. El 20 de agosto, aquel envió un despacho a Lewis Cass, secretario de Estado norteamericano, al que adjuntó un ejemplar del periódico publicado en Santo Domingo por oficiales del Ejército español, El Correo de Santo Domingo, en el que marcó algunos párrafos sobre los cuales quería llamar su atención. El primero de ellos se refería a la próxima llegada al puerto de la capital dominicana de la fragata española Blanca, con un teniente coronel y algunos oficiales de Artillería, Ingenieros, Infantería y Caballería, mientras que el segundo contenía «un ataque contra las Repúblicas e insultos contra los Estados Unidos». Además, según el representante de España, el nombramiento del ministro dominicano de Relaciones Exteriores había sido autorizado por la reina Isabel II, de lo que Elliot dedujo que la República estaba ya claramente bajo el poder de España. En una comunicación de la misma fecha que la anterior, el agente comercial se defendió de las acusaciones que el Gobierno dominicano había lanzado contra él para solicitar su traslado, con el argumento de que todo se debía a los ataques vertidos contra los Estados Unidos en el Ibídem, 31 de octubre de 1860.

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mencionado periódico. A juicio de Elliot, los españoles estaban volviendo otra vez a lo mismo, en referencia a los hechos de 1856, cuando la agencia comercial y la bandera norteamericana «fueron groseramente insultados». Por último, el agente mencionó las palabras de alguien que había dicho «que no viviría en un país que estuviese gobernado por España», lo cual «fue suficiente para que se le enviase su pasaporte invitándolo a abandonar de inmediato el país». Este incidente sirvió a Elliot para afirmar que en esos momentos nadie se atrevía a hablar, ni tan siquiera en su propia casa, ya que él se había limitado a comentar que «una repetición de las escenas del 56» no sería pasada por alto de nuevo, y ello llegó a conocimiento del Gobierno dominicano. Aunque el agente comercial dijo no saber de qué se le acusaba, sí tenía claro que William Cazneau, el agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana, era enemigo suyo y estaba involucrado en el asunto,52 lo que da una buena idea de la gran complejidad de la situación reinante en la República Dominicana en aquellos momentos. En su edición del 5 de agosto, El Correo de Santo Domingo, cuyo principal responsable era el ya mencionado capitán español José María Gafas, publicó un editorial que «se refería a los Estados Unidos como el refugio de todos los criminales del mundo entero», lo cual dio lugar a que Elliot continuara criticando «sin tacto la política de Santana». En cuanto a sus sospechas sobre Cazneau, el agente comercial estaba en lo cierto, pues aquel escribió a Cass el 10 de septiembre para informarle, desde luego con cierta dosis de exageración, de que Elliot había contraído «tal hábito de intemperancia» que no podía «desempeñar dignamente su puesto». Según Cazneau, el agente comercial había lanzado «arengas sediciosas desde su balcón, en los tonos más estentóreos, incitando a la gente de color» contra el Gobierno dominicano y «ofreciendo guiar a los negros a matar a los isleños de Canarias» llegados desde Venezuela, ya que Elliot les aseguraba que estos pretendían esclavizarlos. El autor norteamericano Sumner Welles sostiene que, a juicio de Cazneau, cualquier 52

A. Lockward, Documentos para la historia... vol. I, pp. 356-357.

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persona que expresase «sus simpatías hacia la raza de color […] no servía para desempeñar el puesto de representante consular de los Estados Unidos». Más interesante aún resulta la afirmación de dicho autor en el sentido de que el secretario Cass compartía la opinión de Cazneau, y apoya su aserto en el hecho de que pocos días antes de dimitir, aquel designó como sustituto de Elliot a William Richmond, que era un protegido del senador por Luisiana, John Slidell. Sin embargo, sus vínculos con los confederados hicieron que el presidente Lincoln revocara el nombramiento de Richmond, antes de que este partiese hacia Santo Domingo. La clara animadversión de Welles por Cazneau, quien desde luego no era un modelo de prudencia diplomática, al igual que Elliot, lo lleva a afirmar que durante los meses anteriores a la anexión el agente especial de los Estados Unidos en la República Dominicana, «aunque bien enterado de los que se maquinaba», no parecía «haber hecho nada para contrarrestar esos planes». El mencionado autor explica esta conducta con el argumento de que ello podría deberse al retiro del secretario Cass del Departamento de Estado, en diciembre de 1860, aunque considera que el general tejano estaría «más sobrecogido por la conmoción a punto de estallar en los Estados Unidos y juzgó conveniente para sus intereses particulares permanecer en contacto íntimo con Santana». No obstante, el propio Welles recoge una de las comunicaciones que el agente especial dirigió a Washington sobre «la anexión española que se aproximaba», fechada el 11 de enero de 1861. En ella, Cazneau advirtió al Gobierno estadounidense de que «cuatro quintas partes de los dominicanos sin distinción de clase o color» estaban «aturdidas ante la perspectiva de volver bajo el yugo de España», palabras que no dejan lugar a dudas acerca de la postura del agente de los Estados Unidos, ni tampoco sobre la seriedad de la situación dominicana en esos momentos. Welles, a pesar de todo, insiste en acusar a Cazneau de tener otros asuntos que solicitaban su atención, como por ejemplo, los negocios de Joseph W. Fabens, con quien llegaría a estar en el futuro «íntimamente aliado», los cuales ocupaban buena parte de su tiempo.53 S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, pp. 202-204.

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En cualquier caso, y aun siendo ciertas muchas de sus apreciaciones, Welles intenta justificar, a todas luces, la pasividad del ejecutivo de Washington, con el pretexto de que este no contaba con los suficientes datos para hacerse cargo de la gravedad de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la República Dominicana. Sin embargo, el agente especial de los Estados Unidos en Santo Domingo proporcionó suficiente información a su Gobierno para que este fuera capaz de adoptar las decisiones que estimase más oportunas en cada caso. Así, por ejemplo, en un despacho del 13 de octubre de 1860, cuando el proceso anexionista no se encontraba aún tan avanzado en su desarrollo, Cazneau comunicó al secretario de Estado que el ministro dominicano de Relaciones Exteriores y Hacienda iba a «negociar un préstamo de medio millón de dólares» en Cuba, con la garantía de España. A juicio del agente, de la obtención de dicho empréstito dependía «la futura independencia de la República Dominicana, y con ello la seguridad o la expoliación de los intereses» norteamericanos en aquel país. Independientemente de lo acertado o no de su interpretación de los hechos, Cazneau dio noticia de todo, tal como se le había hecho saber por parte del ejecutivo de Santo Domingo. Ahora bien, el agente llamó la atención de Cass, y con la mayor alarma posible, sobre un supuesto cambio que se había operado a partir de septiembre. En efecto, hasta entonces «la preservación de la nacionalidad dominicana» pareció buscarse en el pleno reconocimiento de la misma por parte de los Estados Unidos, mientras que desde septiembre «tres cuartas partes del gabinete y del Senado» se habían convertido en «simpatizantes de la dominación española». Es más, Cazneau aseguró al secretario de Estado que las masas no coincidían «en este sentir», sino que «la población blanca de Santiago y de La Vega» murmuraba «ominosamente de una guerra civil», pese a lo cual admitió que el partido español contaba con las fuerzas necesarias, que llegarían desde Cuba, para «suprimir cualquier intento de tal clase». Por si el tono de estas palabras no fuese ya lo bastante alarmista, en otra comunicación que envió a Cass, fechada el 17 de noviembre, el agente

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especial señaló que para poner en marcha el acuerdo alcanzado con España, Santana estaba «formalmente investido […] de la dictadura», aunque solo con carácter temporal. Además, aquel indicó que «la promesa de apoyo militar hecha por España, con ayuda pecuniaria inmediata, a través de un préstamo de medio millón de dólares», había decidido «el curso a tomar», así como la decisión del Senado de «sancionar la investidura de poderes extraordinarios» al general Santana. El agente subrayó que, en caso de que el préstamo no se hiciera efectivo en una fecha próxima, o de que España se alarmase y retrocediese «en sus compromisos», o de que «el amargo y bien extendido descontento de las masas ante la reincorporación a sus antiguos dominadores españoles» desembocara en una revolución, se produciría «un cambio instantáneo del programa». Con gran optimismo, Cazneau consideró que la República Dominicana volvería entonces a implorar «el amistoso reconocimiento de los Estados Unidos», y propondría de nuevo un puerto libre en Samaná o Manzanillo, como estímulo para que el Gobierno norteamericano estableciese «relaciones mediante la firma de tratados». En todo caso, y a menos que se produjera alguna de esas contingencias, lo que daría «nuevos lineamientos a los asuntos», la República Dominicana, «cobijada bajo la corona española», se hundiría tranquilamente «en la forma de una colonia […] de culíes bajo el gobierno absoluto de la madre patria», y con «el pensamiento de una última alternativa de cesión a Francia». Según el agente, los oficiales españoles habían asegurado al ejecutivo de Santo Domingo que los Estados Unidos se verían obligados en breve a «abandonar la doctrina de Monroe», y afirmaban ostentosamente en sus círculos sociales que España estaba «buscando una oportunidad para reprimir las pretensiones» norteamericanas en el Caribe.54 Parece evidente que muchas de las afirmaciones de Cazneau son muy exageradas, o cuando menos, no están lo suficientemente fundamentadas como para juzgarlas merecedoras de todo crédito, pero ello no obsta para que el Gobierno de los Estados Unidos las tuviese en cuenta, más aún dado el preocupante tenor de tales noticias. A. Lockward, Documentos para la historia... vol I, pp. 358-361.

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Como es lógico, además de los agentes comercial y especial de los Estados Unidos en Santo Domingo, también enviaban sus informes al ejecutivo de Washington los representantes de este en Madrid y La Habana. Así, Thomas Savage, vicecónsul general de los Estados Unidos en esta última, remitió a Cass varias comunicaciones, fechadas entre agosto y noviembre de 1860, en las que anunciaba que el Gobierno español había autorizado al capitán general de Cuba a facilitar a Santana «armas y equipo para defenderse de los haitianos», así como un préstamo. Hauch señala que esta autorización de O’Donnell venía prácticamente a ratificar las acciones que Serrano había ejecutado ya, toda vez que «desde agosto de 1860, si creemos a la oficina consular norteamericana en La Habana, se estaban introduciendo en la República Dominicana hombres y materiales de Cuba y Puerto Rico».55 Sin embargo, tan alarmantes informaciones no obtuvieron respuesta alguna por parte del secretario de Estado, y Tansill afirma con ironía que los intereses norteamericanos fueron confiados a la sensible compasión de un régimen que había dado pruebas inequívocas de su hostilidad profundamente arraigada hacia todo lo americano,56 en clara alusión a España. Lo cierto es que si el Gobierno de los Estados Unidos omitió dar instrucciones a Cazneau acerca de la actitud que debía asumir con respecto al protectorado español, no faltan razones de orden interno que expliquen «esa momentánea negligencia», relacionadas con la inminencia de un cada vez más probable conflicto bélico entre los estados del norte y los del sur. En efecto, la campaña electoral norteamericana se encontraba en su máximo apogeo, de modo que «el interés predominante de los partidos políticos», que pasaba por alcanzar el triunfo en las presidenciales, había «paralizado toda maniobra o acción de la tendencia expansionista del destino manifiesto» que los distrajese de la lucha por el poder. Tras ganar las primarias del partido republicano a William H. Seward, Abraham Lincoln debía enfrentarse C. C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores... pp. 117-119. C. C. Tansill, The United States and Santo Domingo... p. 212.

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al candidato de los demócratas del norte, el imperialista Stephen A. Douglas, así como al de los demócratas esclavistas del sur, John C. Breckinridge, por lo que «las próximas actividades de la política expansiva» quedaron supeditadas a esta coyuntura. No obstante, cuando tomó posesión como nuevo presidente de los Estados Unidos, en marzo de 1861, Lincoln nombró secretario de Estado a Seward, el «más grande abogado y profeta de la expansión territorial que jamás haya ocupado» ese puesto, en palabras de John Holladay Latané. Este autor también sostiene que, en 1860, Seward había vislumbrado en «las convulsiones que estaban despedazando a las Repúblicas hispanoamericanas, y en su rápida decadencia y disolución, la etapa preparatoria de su reorganización como miembros iguales y autónomos de los Estados Unidos». Una de las primeras decisiones que adoptó fue comunicar a Cazneau, el 11 de marzo de 1861, que «considerase terminadas sus funciones oficiales y regresara a los Estados Unidos», medida con la que aquel no estaba «abandonando el interés» norteamericano en la República Dominicana, sino más bien todo lo contrario. De hecho, ese mismo día, Seward «redactó las instrucciones destinadas a orientar la misión de un nuevo agente especial», que debería sustituir a Cazneau.57 Por su parte, el representante de España en Washington, Gabriel García Tassara, indicó al capitán general de Cuba que no podía decirle nada seguro «sobre las verdaderas disposiciones» del Gobierno de los Estados Unidos. Acto seguido, el plenipotenciario añadió que había llegado a la capital norteamericana una correspondencia de Puerto Plata, en la que se anunciaba «en los términos más positivos» que el protectorado español era «una cosa decidida». A pesar del clima de excitación reinante en esos momentos, se había hablado del asunto en varios círculos y Tassara consideraba indudable, por lo que allí se había dicho sobre los planes de España en la República E. A. Henríquez, «Anotaciones...», pp. 299-302. El autor sigue en parte a Henry Merritt Wriston, Executive agents in American foreign relations, pp. 458459, y a John Holladay Latané, A history of American foreign policy, p. 418, pero no indica la fecha ni el lugar de publicación de estas obras (las cursivas son del autor).

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Dominicana, que tal cuestión había llamado la atención del ejecutivo de Washington y tal vez influía ya en el estado de cosas de aquel país. A juicio del diplomático, era posible que se hubieran pedido o se pidieran al respecto explicaciones al Gobierno español, por medio del agente de los Estados Unidos en Madrid, pero afirmó que a él no se le había comentado nada sobre ese particular.58

4. Las últimas interferencias franco-británicas antes de proclamarse la anexión

Además de los Estados Unidos, el único país que podría haberse opuesto abiertamente al protectorado español, y con mayor motivo aún a la anexión de Santo Domingo, era sin duda Gran Bretaña, en cuyo caso la reacción a los proyectos de España en la República Dominicana responde a razones de una índole más compleja de analizar. El 5 de enero de 1861 Hood hizo referencia a varios despachos enviados a Russell durante el año 1860, en los que le había informado acerca de las circunstancias que tendían a mostrar que España intentaba establecer su protectorado sobre la República Dominicana, u obtener una cesión total de la isla. Sin embargo, el cónsul de Gran Bretaña aseguró que allí se observaba tanto misterio y secretismo, que le era casi imposible obtener alguna información veraz sobre el asunto, pero en ausencia de la misma expuso al secretario del Foreign Office una serie de acontecimientos ocurridos recientemente, que parecían confirmar su opinión. En este sentido, pasó a señalar que Álvarez había regresado a Santo Domingo el 8 de diciembre, a bordo el vapor español Cuba, y después de permanecer tan solo unas horas en tierra, durante las cuales estuvo en comunicación con el Gobierno dominicano, se dirigió en el mismo barco a Puerto Rico y Saint Thomas. El 20 del mismo mes el representante de AGA, AAEE, 54/5225, No. 9, García Tassara-capitán general de Cuba, Washington, 20 de noviembre de 1860.

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España volvió a Santo Domingo, y tras una escala de pocas horas en ese puerto había salido de nuevo hacia La Habana, desde donde se esperaba que llegase en cualquier momento. El 14 de diciembre un buque español de guerra, procedente de Cádiz, desembarcó gran cantidad de rifles, mosquetes, cañones y munición para el Gobierno de la República.59 En otro orden de cosas, Hood informó a Russell de que a lo largo del mes de diciembre, el ejecutivo había convocado en la capital a todos los generales que estaban en las diversas provincias del país, tanto en el servicio activo como en la reserva. Después de comunicarse con ellos se les permitió volver a sus casas, excepto al general Mella, que había sido detenido la noche anterior y se encontraba bajo arresto. Entre los convocados estaban los generales Valverde y Mallol, quienes, junto con Mella, fueron la parte principal del Gobierno durante la revolución de julio de 1857. El diplomático británico subrayó que los oficiales que habían llegado para ponerse al servicio del Gobierno dominicano llevaban el uniforme y la escarapela del Ejército español, y se refirió también a una noticia según la cual el ministro Ricart había obtenido un préstamo de medio millón de dólares españoles en Cuba. No obstante, lo más relevante del despacho de Hood fueron dos rumores comunicados por este, que habían circulado en Santo Domingo y parecían provenir de una fuente fidedigna. El primero de ellos decía que se había firmado una convención para establecer un protectorado español, a las nueve de la noche del 20 de diciembre, el día en que llegó Álvarez desde Saint Thomas, y que el texto de ese acuerdo se había enviado a España en un barco que salió aquella misma noche. De acuerdo con el otro rumor, en dicho tratado se contemplaba una cesión absoluta de la República a España, y se estipulaba que Santana sería nombrado capitán general. El agente de Gran Bretaña indicó que la opinión general era que España había determinado apoderarse de la isla, y que para lograr ese objetivo se estaban gastando o prometiendo grandes sumas de dinero.60 TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 5 de enero de 1861. Ibídem.

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Hood también comunicó a Russell que, durante un reciente viaje por el país, había notado en todas partes un sentimiento muy fuerte contra los españoles, y que la excitación se había llevado tan lejos que estaba seguro de que la menor excusa serviría para provocar el estallido de una insurrección, de las características más alarmantes. El cónsul de Gran Bretaña había estado intentando descubrir qué intereses llevaban a España a entrometerse en la política dominicana, pero no pudo encontrar nada más que consecuencias de una naturaleza muy seria para ella. Por consiguiente, aquel se había visto obligado a buscar en otra parte una explicación de tan anómala conducta, y pensaba que había encontrado algún indicio a este respecto. Así, tanto del lenguaje y del comportamiento de su colega francés, quien según Hood siempre tenía a punto alguna excusa creíble para los actos de las autoridades españolas, como del carácter de algunas instrucciones de su Gobierno que había visto, aquel dedujo que España no actuaba en este asunto como protagonista, sino como un agente. A juicio del representante de Gran Bretaña, existía algún acuerdo secreto entre Francia y España por el cual, después de que esta obtuviera la posesión de la República Dominicana, la transferiría a Francia, momento en el que la bahía de Samaná se fortificaría, con lo que se convertiría en la llave de las Antillas y el golfo de México. Hood comentó que no era un proyecto nuevo, sino que años atrás ya se había intentado hacer algo similar, pero fracasó. Sin embargo, y a pesar de todo lo que llevaba expuesto, al final de su despacho el diplomático confesó con franqueza que solo se trataba de meras conjeturas, dado que era absolutamente imposible llegar a una conclusión en la cual se pudiera tener plena confianza.61 Estas últimas palabras de Hood no dejan lugar a dudas sobre la enorme confusión existente poco más de dos meses antes de la fecha en que se proclamó la anexión de Santo Domingo a España. La coincidencia entre aquel y Cazneau acerca de la versión relativa a un supuesto pacto hispanofrancés revela asimismo que las rivalidades operaban en numerosas direcciones, incluso de manera Ibídem.

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entrecruzada, a menudo fruto de unos rumores que se difundían sin fundamento sólido, y que alarmaban lógicamente a los diversos Gobiernos con intereses en juego. No obstante, en Londres se consideró que la mencionada conjetura era muy probable, y que podría resultar necesario dar algunos pasos para frustrarla, toda vez que esos planes se veían por entonces como un verdadero misterio. Por todo ello, el representante de Gran Bretaña en Madrid podría pedir información al respecto.62 No resulta, pues, extraño que el Foreign Office también estimase necesario preguntar a Hood si había alguna verdad en la noticia de que España estaba suministrando armas a la República Dominicana.63 El motivo de dicha consulta fue una conversación con el agente de Haití en Londres, durante la cual este se refirió a los rumores que le habían llegado en tal sentido y sugirió al Foreign Office la conveniencia de preguntar a Hood sobre el asunto, algo que Russell ordenó hacer.64 En cualquier caso, es posible que esa consulta no llegara a efectuarse nunca, ya que en torno a los mismos días se recibió en la capital británica la anterior comunicación del cónsul, en la que este anunciaba el envío de material bélico a Santo Domingo por parte de España. Precisamente con referencia al contenido de su despacho del 5 de enero, Hood convenció a Zeltner para dirigir junto a él, como agentes de la mediación, una carta al Gobierno de esta última, en la que le pedían información acerca de los rumores que circulaban con respecto a España y la República. El representante de Gran Bretaña envió a Russell una copia de esa carta, con la confianza de que su superior la considerase escrita con el espíritu más amistoso, pese a lo cual admitió que la cuestión era muy desagradable. En su respuesta, Dávila Fernández de Castro, quien sustituía interinamente a Ricart al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores, negó la existencia de cualquier tratado entre ambos países y al mismo tiempo, según Hood, había aprovechado la oportunidad Ibídem. Se trata de un apunte, sin firma, que lleva la fecha 12 de febrero de 1861. 63 Ibídem, Russell-Hood, Londres, 31 de enero de 1861 (minuta). 64 Ibídem. Es un apunte, sin firma, fechado el 26 de enero de 1861. 62

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para mostrar su disgusto, expresándose en los términos más ofensivos. El diplomático también remitió a Londres una copia de dicha respuesta, en la que subrayó con tinta roja las partes sobre las cuales quería llamar la atención del secretario del Foreign Office.65 El texto de la misiva que Hood y Zeltner dirigieron al ministro dominicano de Relaciones Exteriores es en realidad un cumplido ejemplo de la más descarada intromisión en los asuntos internos de otro Estado. Debido al rumor que se difundía en la ciudad de Santo Domingo sobre un tratado secreto que habría sido firmado recientemente entre el Gobierno dominicano y el agente del Gobierno español, y que al parecer conllevaba la cesión del territorio de la República, en vez del protectorado del que se había hablado primero, Hood y Zeltner se consideraban obligados a pedir algunas aclaraciones. Estas eran aún más necesarias teniendo en cuenta el estado de efervescencia existente en las diversas provincias de la República, al que probablemente se debían atribuir las detenciones que acababan de producirse, así como la convocatoria de los jefes militares en la capital. Aunque los cónsules aseguraron que no pretendían inmiscuirse en los asuntos del país, añadieron que tras las gestiones llevadas a cabo por Gran Bretaña y Francia para conservar la independencia dominicana, esas potencias no sabrían interpretar favorablemente ningún acto que tendiera a modificarla o destruirla, y que ocurriese a sus espaldas. En conclusión, Hood y Zeltner solicitaron al ministro las explicaciones oportunas, con el fin de poder transmitirlas a sus respectivos Gobiernos.66 La nota de respuesta de Fernández de Castro no estaba redactada en los términos más ofensivos, tal como había señalado el representante de Gran Bretaña, pero sí con un planteamiento claramente destinado a frenar en seco la injerencia de aquel y su colega francés, empleando para ello un estilo duro, que ponía de manifiesto el respaldo con que contaba. El ministro indicó Ibídem, Hood-Russell, Santo Domingo, 20 de enero de 1861. Ibídem, Hood y Zeltner-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 14 de enero de 1861 (es copia).

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que «los rumores» habían hecho «el mismo desaire que de costumbre a los que llevados de un celo excesivo» los habían «acogido», y que el Gobierno de la República no había firmado tratado alguno, ni con quien los diplomáticos europeos llamaban «agente español», al que Fernández de Castro dijo en tono irónico no conocer, «ni con ningún otro representante» de España. Tan solo con estas palabras ya «quedaría contestada la carta», pero el ministro quiso «desvanecer por una parte las equivocaciones» que contenía, «y por otra manifestar su sorpresa» por el hecho de que se hubiera querido «hallar fundamento a aquellos rumores en la prisión de un dominicano». En cuanto a este último extremo, Fernández de Castro puntualizó que en todas partes tenían lugar «esas medidas precautorias», aconsejadas por la previsión, cuando con ellas podía «evitarse el mal mayor» que viniese «de una propaganda indiscreta», por más absurdos que fueran sus fundamentos. El ministro recordó a Hood y Zeltner que ellos mismos habían sido testigos de otras muchas detenciones, que desgraciadamente había hecho necesarias el estado de intranquilidad en que se encontraba el país, y subrayó que «nunca sin embargo» había «parecido llamar su atención semejante medida». Fernández de Castro negó que esta hubiese «excitado los rumores» a los que se refería la nota de los cónsules, «sino que por el contrario esos rumores, o mejor dicho la causa que los produjo», había hecho necesaria la medida. A juicio del ministro, «la suposición de que el llamamiento momentáneo» de algunos jefes militares hubiera corroborado dichos rumores se basaba también en un «deleznable fundamento», porque aparte de que era «frecuente en todo Gobierno hacer esos llamamientos» cuando conviniese, parecía que los justificaba la propia existencia de tales rumores, «y más aún de la propaganda» que los originaba. No obstante, en la última parte aparece lo más llamativo del escrito de Fernández de Castro, quien recurrió en ella a un pretexto cuya eficacia conocía bien, y explotaba aún mejor, tal como el temor a la amenaza representada por los Estados Unidos, que era con mucho la más peligrosa para la independencia de la República y para los intereses europeos en ese país:

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S. S. S. S. han padecido una notable equivocación en suponer como verdad que las diversas provincias de la República se hallan en un estado de efervescencia. El infrascrito puede asegurar a S. S. S. S. que no hay una en que se haya turbado el orden ni por un solo momento. Los propagandistas [...], que saben aprovecharse de la visita de un almirante amigo, para propalar que trae a su bordo una revolución, han sido los únicos que se han aprovechado también de las circunstancias presentes, en que ven al Gobierno trabajando por atender a la seguridad del país, para desarrollar el elemento del filibusterismo, propalar ideas absurdas de esclavitud, y echar algunos vivas a su ídolo, la República de la Unión; pero la acción pronta y enérgica del Gobierno les ha obligado a limitar a eso sus estériles esfuerzos. El mismo resultado tendrán también los que de nuevo se intenten sin duda, para explotar el efecto de la nota a que contesta el infrascrito; porque ese y no otro es el de esas gestiones que como la presente no pueden menos que producir, aunque sin intención, embarazos al Gobierno en los momentos en que, para dar vado a los que ya tuviera, necesitaría más de la cooperación de sus amigos.67 Hood y Zeltner respondieron al ministro que sus aclaraciones probaban que no existía ningún tratado con España que afectara a la independencia de la República Dominicana, y les permitían, pensaban, creer que no se tenía la intención de entrar con esa potencia en arreglo alguno sobre tal asunto. Aunque durante su viaje a las provincias del norte el agente de Gran Bretaña hubiera observado una efervescencia extraordinaria, que no negaban ni siquiera las autoridades con las cuales había hablado de ello, Hood y Zeltner querían creer que el primero se había confundido a este respecto, y que la República gozaba de la más perfecta tranquilidad. Sin embargo, ambos diplomáticos manifestaron a Castro Ibídem, Dávila Fernández de Castro-cónsules de Gran Bretaña y Francia en Santo Domingo, Santo Domingo, 17 de enero de 1861 (es copia; los textos en cursiva aparecen subrayados en el original).

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que el último párrafo de su carta, así como varias expresiones que contenía la misma, les habían causado una verdadera sorpresa, pero no creyeron oportuno responderlas, sino que dejaron a sus Gobiernos la tarea de apreciarlas.68 Dicho párrafo sugería la posibilidad de que las sospechas británicas y francesas contribuyesen a fomentar, aunque fuera involuntariamente, la actividad de aquellos grupos favorables a los norteamericanos, con lo que una vez más Fernández de Castro demostraba una gran astucia, no exenta de agresividad. Pese a todo, de sus palabras no puede deducirse ofensa alguna, dado que el ministro no estaba acusando a Hood y Zeltner de provocar los movimientos de protesta, sino que tan solo se limitó a advertirles de las posibles consecuencias que podría tener el escrito en cuestión, cuando el Gobierno dominicano más necesitaba de la ayuda europea. Debe reconocerse la habilidad del argumento empleado por Fernández de Castro, pues aunque sin duda este ocultó parte de la información, al obviar las negociaciones de la República con España, tampoco estaba faltando a la verdad, ya que aún no existía ningún acuerdo formal, y ante todo le permitió desactivar una posible oposición a los proyectos de su Gobierno. El agente de Gran Bretaña en Santo Domingo se refirió de nuevo a los términos impropios empleados por Fernández de Castro, en un despacho remitido a Russell, a quien informó de que el ministro les había asegurado que su carta no pretendía ser hostil. Según Fernández de Castro, el tono y expresiones de aquella no justificaban la impresión de Hood y Zeltner de que era ofensiva. Si bien la opinión de los cónsules seguía siendo la misma, estos consideraron que sería descortés dudar de las seguridades que les había dado el ministro, y por lo tanto decidieron olvidar el asunto.69 No obstante, la situación era tan tensa que los problemas iban a tardar poco tiempo en aparecer otra vez, y en esta ocasión fue a cuenta de un decreto publicado por el Gobierno dominicano, Ibídem, Hood y Zeltner-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 18 de enero de 1861 (es copia). 69 Ibídem, Hood-Russell, Santo Domingo, 1 de febrero de 1861. 68

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que estipulaba que ningún matrimonio por la vía civil se consideraría válido sin la celebración de la correspondiente ceremonia religiosa. Esta disposición se refería a los matrimonios en los cuales uno o ambos contrayentes fuesen católicos, pero no estipulaba nada para el matrimonio entre protestantes o entre personas que profesaran cualquier otra religión, y en el preámbulo figuraba la declaración de que la Constitución reconocía la religión católica como la única y exclusiva del Estado. Sin embargo, a juicio de Hood esta última afirmación no era correcta, porque la ley fundamental solo decía que la religión católica era la religión del Estado, lo que no excluía las demás religiones, y el tratado entre Gran Bretaña y la República Dominicana preveía expresamente la total libertad de conciencia y ejercicio de credos religiosos. Tal como subrayó el representante del ejecutivo de Londres, en el caso de los católicos la necesidad de una ceremonia religiosa no suponía una gran dificultad, pero cuando uno de los contrayentes no era católico se planteaban las mayores dificultades, puesto que los sacerdotes se negaban rotundamente a celebrar el matrimonio a no ser que ambas partes fuesen católicas. El contrato civil se había reconocido hasta ese momento como la prueba legal del matrimonio, y ello evitaba a los no católicos los obstáculos que ahora se les ponían. Según Hood, el decreto interfería con los derechos de los súbditos británicos, por lo que pidió instrucciones al secretario del Foreign Office para saber cómo actuar frente a semejante medida, que había causado una sorpresa general, no solo debido a la materia de que trataba, sino también por su forma. El diplomático llamó la atención de Russell sobre el hecho de que Santana hubiera aprovechado sus poderes extraordinarios para emitir tal decreto, acerca del cual el presidente no había consultado al Senado. Hood calificó este paso como de lo más insólito, y bastante innecesario en apariencia, ya que en su opinión el Senado era una cámara servil, cuya existencia solo se permitía para que legalizase los decretos del Gobierno de turno.70 Ibídem, 12 de febrero de 1861 (los términos «única y exclusiva» aparecen subrayados en el original).

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Además, el agente de Gran Bretaña calificó el decreto de innecesario en sí mismo, dado que el matrimonio era la excepción a la regla en aquel país, pues los dominicanos de toda clase, desde los miembros más altos del Gobierno, preferían vivir en público concubinato a unirse con una mujer por medio del matrimonio. De hecho, incluso en los casos en que se había celebrado el matrimonio, la decencia era tan poco respetada que los hombres introducían en su casa a sus concubinas, quienes vivían en perfecta armonía con las esposas legítimas. Hood afirmó de manera taxativa que como el mencionado decreto no tenía finalidad alguna, solo podía atribuir su publicación al deseo de Santana de ganarse el favor de las autoridades españolas, mediante la imitación del fanatismo de España, o a un deseo de exteriorizar el sentimiento tan poco amistoso que el Gobierno dominicano había mostrado últimamente hacia Gran Bretaña.71 El cónsul de Gran Bretaña señaló que esa hostilidad no era solo hacia él, sino también hacia su colega de Francia. Al no especificar ningún otro motivo, debe entenderse que se refería a la polémica suscitada por la nota conjunta que ambos habían dirigido al ministro de Relaciones Exteriores, con respecto al protectorado o la cesión de Santo Domingo a España. En cambio, Hood dio a Russell abundantes detalles sobre un nuevo incidente que confirmaba dicho clima, y que en ausencia de cualquier cuestión pendiente con el Gobierno dominicano que pudiera haber producido un sentimiento desagradable, y puesto que su relación con el presidente era muy cordial, resultaba algo bastante inexplicable. Por ello, una vez más, el representante de Gran Bretaña atribuyó las dificultades que tenía con el ejecutivo de Santo Domingo al deseo de este de demostrar su amistad hacia España por medio de una manifestación de hostilidad hacia los agentes de Gran Bretaña y Francia. A continuación, Hood pasó a relatar lo sucedido cuando un individuo apellidado Golibart, que estaba en la cárcel y decía ser un oficial del Ejército de Nicaragua, solicitó su ayuda, por lo que el diplomático mencionó el asunto en una entrevista con Fernández de Castro, quien negó todas las declaraciones hechas Ibídem.

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por Golibart. Es más, el ministro lo acusó de ser un espía al servicio de Haití, y dijo a Hood que aquel era un filibustero cubano que no tenía derecho a su protección. Sin embargo, las afirmaciones de Fernández de Castro no se apoyaban en prueba alguna, según el agente de Gran Bretaña, quien le pidió que hiciese averiguaciones sobre el particular. Cuando el ministro preguntó a Hood si quería que él remitiera alguna comunicación oficial al Gobierno dominicano con respecto a esa cuestión, el cónsul le respondió que no era necesario por el momento, y que debía considerar los pasos que había dado como extraoficiales. Al dar noticia de todo ello a Russell, aquel le aseguró que solo había sido una conversación amistosa, en la que se limitó a pedir información a Fernández de Castro, y mientras cada cual buscaba más detalles y pruebas, el asunto quedaba pendiente para continuarse ya después con carácter oficial. En el ínterin, Golibart fue expulsado del país sin juicio de ninguna clase, pero como no podía dirigirse oficialmente al ministro sobre esta cuestión ni deseaba hacerlo, pues no saldría nada bueno de tal forma de proceder, Hood pensó en ir a casa de aquel para expresarle su sorpresa por el hecho de que no le hubiese avisado de la salida de Golibart. El representante de Gran Bretaña escribió también una nota privada que llevó consigo para dejarla en el domicilio de Fernández de Castro, en caso de que no se encontrara allí.72 Por otra parte, Hood informó a Russell acerca de sus relaciones anteriores con quien más tarde llegó a ser ministro, que pertenecía a una respetable familia española, y era hijo de un antiguo intendente de la isla. Fernández de Castro era además un hombre de muy buenos modales y estaba bien informado, por lo cual el diplomático no había dudado en recibirlo en su casa, ante la ausencia absoluta de vida social, pese a la circunstancia de tener una pequeña tienda de comestibles, y aunque se le acusaba de estar involucrado en una bancarrota fraudulenta en España. Si bien por aquel entonces no parecía que la acusación tuviese fundamento, el propio Álvarez admitió que había alguna verdad Ibídem, 5 de marzo de 1861 (el adjetivo «extraoficiales» aparece subrayado en el original).

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en ello. El agente de Gran Bretaña hizo aún más que recibir en su casa a Fernández de Castro, ya que en atención a las dificultades pecuniarias de este, lo invitó a comer todos los días durante más de un año. No obstante, tras ser nombrado ministro se produjo un cambio considerable en sus relaciones con el cónsul, quien no dejó que esto influyera en su conducta hacia Fernández de Castro, la cual siguió siendo tan cordial como antes e incluso más respetuosa. En ese estado de las relaciones entre ambos fue cuando Hood pasó a visitar al ministro, pero no encontró a nadie en su domicilio, por lo que introdujo la mencionada nota por debajo de la puerta, sin pensar que tal hecho pudiera ser interpretado como una falta de respeto hacia el hombre que antes se había permitido con él unas libertades mucho mayores. Hood recibió al día siguiente un despacho de Fernández de Castro, en el cual le exigía en términos no muy amables una explicación de esta circunstancia. El representante de Gran Bretaña fue de inmediato a ver a Santana, a quien explicó lo ocurrido con la esperanza de que se alegraría de poder arreglar un asunto tan nimio de manera amistosa, pero no había encontrado en él ninguna intención de hacer nada semejante, aunque su conversación se desarrolló en el tono más cordial. Hood vio entonces que la cuestión de la nota era un mero pretexto y que, como ya se había intentado con su colega de Francia, existía un deseo evidente de plantear una queja contra él, para lo cual y en ausencia de cualquier otro motivo se había aprovechado este incidente. El mismo Zeltner juzgaba que la conducta del ejecutivo de Santo Domingo hacia él y hacia Hood era lo suficientemente seria como para justificar que también aquel llamase la atención de su Gobierno, ya que ambos diplomáticos estaban de acuerdo en pensar que el asunto podía, en cualquier momento, derivar en un conflicto, no obstante todos los esfuerzos que hacían para evitarlo.73 Basta leer la rotunda desautorización del Foreign Office a la línea de conducta adoptada por el agente de Gran Bretaña, para hacerse una idea de la errónea apreciación que este tenía Ibídem. Para la carta de Hood a Fernández de Castro véase también: AGN, RREE, leg. 15, expte. 9, No. 2.

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de muchos aspectos de la realidad dominicana, en lo cual sin duda influía mucho el reducido ámbito donde se desarrollaban sus actividades de carácter oficial y personal. Así, Russell se vio obligado a desaprobar completamente la intromisión de Hood en el caso Golibart, e incluso le reprochó haber actuado con muy poco juicio al aceptar la causa de una persona en cuyo nombre no tenía razón alguna para intervenir, dado que no se trataba de un súbdito británico. Es más, sus discusiones posteriores con el ministro dominicano de Relaciones Exteriores habían continuado en un tono y un espíritu bien calculados para suscitar la duda de hasta qué punto podían confiársele tranquilamente los intereses del Gobierno británico.74 La trascendencia de la polémica creada en torno a lo que parecía tan solo un incidente menor se puso de relieve en el rechazo del agente a la invitación para asistir a los actos conmemorativos de la independencia de la República, aunque lamentase profundamente no poder dar al país ese signo externo de su amistad hacia el mismo. Hood aprovechó también la ocasión para pedir a Fernández de Castro que transmitiera al presidente sus mejores deseos de prosperidad para la República Dominicana, así como para su tranquilidad interna y la completa conservación de su independencia,75 unas palabras con las que aquel parecía denunciar sutilmente los pasos que se estaban dando. El cónsul de Gran Bretaña incluyó en un despacho que remitió a Russell una copia del mensaje pronunciado por Santana el 27 de febrero de 1861, con motivo del aniversario de la independencia dominicana, en el cual había hecho referencia a las proposiciones presentadas por Zeltner respecto a una convención con Haití, mientras Hood se encontraba ausente de la capital. A juicio de este, se hizo de tal manera como para dar a entender que Gran Bretaña y Francia ya no actuaban de acuerdo en dicha cuestión. Por ello, el diplomático británico consideró oportuno dirigir una carta al Gobierno dominicano sobre el particular, en Ibídem, Russell-Hood, Londres, 13 de abril de 1861 (minuta). AGN, RREE, leg. 15, expte. 9, No. 5, Hood-ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, Santo Domingo, 26 de febrero de 1861.

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la que le explicaba lo que había ocurrido y la razón por la cual la misiva de Zeltner no iba acompañada de otra suya. En esa comunicación, Hood hizo también algunos comentarios al ministro de Relaciones Exteriores sobre la ausencia en el mensaje presidencial de toda mención de Gran Bretaña, pese a que incluso los Estados de menor importancia habían sido presentados en un lugar prominente. Por último, el agente señaló a Russell que, como la República Dominicana ya había dejado de existir, solo se refería a este asunto para demostrar que tenía razón cuando le expuso en sus últimos despachos que el Gobierno dominicano deseaba manifestar un sentimiento de hostilidad hacia Gran Bretaña.76 Con la consumación del proceso iniciado algunos meses atrás, el régimen santanista obtenía por fin el respaldo de una potencia extranjera para mantenerse en el poder frente a sus enemigos tanto internos como externos, un objetivo que había tratado de alcanzar desde el mismo comienzo de la independencia dominicana frente a Haití, en 1844. Dicho logro por parte del ejecutivo de Santo Domingo, pese a las reticencias de todo tipo que tal medida despertaba entre los diversos países con intereses en el área antillana, pone de relieve la inteligencia con que Santana y su Gobierno supieron jugar la baza de la rivalidad internacional en beneficio propio, aun a costa de renunciar a la soberanía dominicana. Ante la irrupción del hecho, más o menos previsto y anunciado, de la anexión de Santo Domingo a España, cabe analizar cuáles fueron los principales pasos dados por las autoridades españolas y dominicanas, que permitieron tal desenlace en un espacio de tiempo relativamente breve.

TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 21 de marzo de 1861.

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Capítulo VI. Los preparativos inmediatos de la anexión

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l camino directo hacia la anexión fue emprendido en abril de 1860 cuando, por primera vez, Santana escribió a Isabel II para expresarle que diecisiete años de inquietud continua habían enseñado a los dominicanos que su situación política los condenaría a pasar por las mismas pruebas por las que pasaban los demás países hispanoamericanos. Con ello, el presidente parecía reconocer que los principales problemas que aquejaban a la República eran de carácter interno, tanto políticos como económicos, aunque acto seguido añadió que quizás también podrían ser absorbidos por alguna nación poderosa que codiciara el territorio de la República, en clara alusión a los Estados Unidos. No obstante, el peso de la negociación, siempre bajo la guía del agente de España en Santo Domingo, fue llevado por el general Serrano, en su calidad de gobernador de Cuba. Entre las dos posibilidades que se encontraban sobre la mesa, el protectorado y la anexión, se eligió la segunda por considerar que la primera solo comportaría gastos sin ningún beneficio a cambio. Las instrucciones del ejecutivo de Madrid, a pesar de no rechazar esa opción, insistían en diciembre de 1860 en la absoluta necesidad de posponerla, al menos durante un año, con el fin de evitar en la medida de lo posible un enfrentamiento armado con los Estados Unidos, que se encontraban entonces al borde de la guerra civil. La realidad es que el temor de las autoridades dominicanas a un estallido revolucionario, que sería probablemente

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apoyado desde Haití, donde se encontraban algunos importantes opositores al régimen de Santana, llevó a este a acelerar el proceso a partir de comienzos de 1861, cuando se conoció en Santo Domingo que el Gobierno español no se oponía a la anexión, sino que tan solo pedía un aplazamiento de la misma.

1. Últimas gestiones de Santana en busca del protectorado o de la anexión

Cabe explicar este cierto desinterés del gabinete O’Donnell por el hecho de que las condiciones propuestas por Alfau para la firma de un convenio resultaban excesivamente ambiciosas por parte del ejecutivo de Santo Domingo, y poco atractivas para el Gobierno español, hasta el punto de que González Tablas las tilda incluso de «vergonzosas». A juicio de este autor, era necesario que Santana y Alfau tuviesen un concepto muy pobre del gabinete de Madrid, para haberse atrevido a presentar tales proposiciones como base de un acuerdo entre ambos países. Esa valoración coincide con la que expresó ante el Senado, el 30 de marzo de 1865, el entonces ministro de Ultramar, quien confesó haberse ruborizado «al leer que se hiciera a España la proposición, no de la anexión, sino la del protectorado», y aseguró que no había visto «condiciones más humillantes […] jamás en la historia de los tratados». El ministro Seijas Lozano subrayó que «una nación que no tenía medios de vivir de ninguna manera» se acogía a España para que esta le diese recursos y riquezas, obligándola «además a mantener su integridad e independencia constantemente». Seijas señaló que ningún país contraía obligaciones tan extensas sin obtener a cambio beneficios importantes, y terminó preguntando cuáles se ofrecían a España, para responderse que «ningunos; absolutamente ningunos». En cualquier caso, tal como indica González Tablas, el ejecutivo de Madrid no se ofendió por ello, sino que accedió a las peticiones de la República. En efecto, O’Donnell expuso que tras «un maduro examen» había cambiado de opinión, y convenido con

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sus compañeros del ejecutivo en aconsejar la reincorporación de Santo Domingo a España, por lo que aceptaba toda «la responsabilidad de esta medida», cuya génesis explicó en el Senado con posterioridad a su realización. Según el presidente del Consejo de Ministros, desde un año y medio antes de la fecha en que se produjo la anexión, la República Dominicana «manifestaba que no tenía los medios para defenderse, que expiraba el plazo y la tregua de cinco años» pactada con Haití, y temían ser sus víctimas. Aunque en un primer momento el Gobierno español no pensó en admitir la anexión, al mismo tiempo quiso ver si era posible que la República Dominicana existiera por sí, de modo que le proporcionó armas y municiones, así como oficiales para dar una organización a sus tropas, y cañones, pese a lo cual «la República dijo que no podía continuar».1 Con gran acierto, González Tablas critica el hecho de que el ministerio O’Donnell enviase «todos esos socorros a los dominicanos, sin que la España constitucional, representativa, supiera nada por la voz de sus procuradores en las Cámaras, ni de que tal cosa se hacía, ni menos al precio que se concedía tanto favor». Dicho autor sostiene que este modo de proceder fue la causa de que «la cuestión de Santo Domingo no fuera tomada como nacional, sino como dijo el marqués de Miraflores el sueño de un partido». Lo cierto es que Santana y sus cómplices recibían tales recursos, a su vez, sin que la masa común del pueblo tuviese conciencia del precio al que se los daban, un secretismo que José Gabriel García considera la causa de que entre los dominicanos «la anexión no fuera considerada como una simple evolución política, sino como un acto de traición». En cualquier caso, el mencionado autor afirma que a medida que se profundiza en la trama urdida para llevar a cabo la anexión, y en los medios puestos en juego con ese fin, resulta más patente que con ella se consumó «el engaño hecho a dos naciones por sus Gobiernos respectivos». García está, pues, de

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Ramón González Tablas, Historia de la dominación y última guerra de España en Santo Domingo, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1974, pp. 56-57 (esta obra fue publicada por primera vez en 1870, en el periódico madrileño La Correspondencia Universal).

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acuerdo con González Tablas al lamentar «que tomara tal giro un asunto que tantas vidas preciosas, tantas lágrimas y tantos tesoros» costó a España y a la República Dominicana.2 En apoyo de la tesis de la traición cabe resaltar el creciente distanciamiento de algunas figuras que habían permanecido fieles a Santana durante muchos años, como es el caso del general Mella, quien incluso fue a Madrid en 1854 como enviado extraordinario, para solicitar el reconocimiento diplomático de la República Dominicana por parte de España. Así, las gestiones secretas que realizaba Santana con las autoridades españolas «en pro de la anexión originaron la ruptura definitiva» entre el presidente y Mella, quien estaba al corriente de las mismas, hasta el punto de que en enero de 1860 las contradicciones políticas entre ambos le obligaron a exiliarse. Mella regresó a la República Dominicana antes de su anexión a España, pero las bases de esta ya estaban suscritas. Aunque todos los pasos que dio Santana en 1860 y 1861 se dirigieron a «presentar su traición como un acto espontáneo del pueblo dominicano», para no despertar las sospechas de las demás potencias, la aceptación de ese hecho en el interior del país distaba mucho de ser unánime. Fue precisamente en una reunión de jefes militares, convocada por el presidente de la República el 1 de enero de 1861, cuando Mella se expresó abiertamente en contra de la anexión, con lo que reafirmaba «su ruptura definitiva» con Santana.3 Algunos días más tarde, Lavastida, ministro de Guerra y Marina, informó al comandante de armas de Samaná de que las autoridades de Santiago habían denunciado que Mella «suscitaba la desunión, y por medio de infernales propagandas trataba de desquiciar el orden público y trastornarlo todo». Estas acusaciones fueron motivo suficiente para su arresto mientras se encontraba aún en la capital, desde donde, tras permanecer en la cárcel hasta que se proclamó la anexión, partió de nuevo al exilio. Según el ministro, otros jefes militares que habían acudido a la capital para Ibídem, pp. 57 y 413-414. Véase en el apéndice la serie de artículos escritos por J. G. García sobre la obra de González Tablas, y publicados en la revista El Maestro a lo largo de 1885 (las cursivas son del autor). 3 Filiberto Cruz Sánchez, Mella: biografía política, 3.ª edición, Santo Domingo, Comisión Permanente de Efemérides Patrias, 2000, pp. 121-123. 2

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entrevistarse con el presidente, como por ejemplo los generales Valverde y Mallol, regresaron inmediatamente a Santiago, «muy satisfechos» con las explicaciones del Gobierno, y «dispuestos a ser un fuerte apoyo y sostén» del mismo.4 La anexión de Santo Domingo a España fue llevada a cabo por los grupos conservadores, integrados por terratenientes y comerciantes, importadores y exportadores, pero recibió igualmente el aplauso de «amplios núcleos de la pequeña burguesía capitaleña y sureña»,5 por lo que no puede afirmarse en absoluto que ese acto no contara con ningún respaldo social. De estas consideraciones y acontecimientos surgen algunas preguntas inevitables: ¿cómo fue posible que la solución anexionista acabara imponiéndose con relativa facilidad y rapidez frente a las intrigas de los agentes extranjeros, y a la oposición más o menos abierta o disimulada de muchos dominicanos? ¿Cuáles son las razones que explican el cambio de la postura mantenida tradicionalmente por el Gobierno español, para que de una forma tan repentina este aceptase la anexión de Santo Domingo, pese a sus reticencias iniciales? Debe por ello tratarse de responder a cuestiones de muy diversa índole, tanto de orden propiamente interno de cada país, como de carácter geoestratégico, internacional y colonial. La primera gestión realizada directamente por Santana fue escribir a la reina Isabel II, en abril de 1860, para manifestarle que diecisiete años de «inquietud continua» habían enseñado a los dominicanos que su situación política los condenaría a pasar por las mismas pruebas por las que estaban pasando los demás países hispanoamericanos. A esto añadió el presidente, con toda intención: «Si antes no somos arrebatados por algún Estado poderoso que nos codicie», en clara alusión a los Estados Unidos. Semejante situación destruía «toda esperanza de aprovechar las riquezas naturales de nuestro suelo, que tanto prometerían en circunstancias más

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E. Rodríguez Demorizi, «Noticia biográfica de Mella», en Homenaje a Mella, Academia Dominicana de la Historia, vol. XVIII, Santo Domingo, Editora del Caribe, 1964, pp. 139-155; véase p. 148, apéndice I. El documento que se cita está fechado en Santo Domingo, el 7-I-1861. F. J. Franco Pichardo, Historia de las ideas políticas en la República Dominicana (contribución a su estudio), 3.ª edición, Santo Domingo, Editora Nacional, p. 54.

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favorables», y obligaban al Gobierno de la República «a buscar mejor porvenir en un orden de cosas más estable y duradero». Santana puso de relieve que el origen, el idioma, la religión, las costumbres y las simpatías de los dominicanos los inclinaban a «desear encontrar esa estabilidad en una más perfecta unión» con la que fue su metrópoli, y aventuró que seguramente no se presentaría «jamás mejor oportunidad» que la que ofrecían aquellas circunstancias. El presidente también mencionó que los sentimientos de amor hacia España, «debilitados» tiempo atrás «por los arteros manejos del agente que interpretando a su conveniencia las intenciones» del Gobierno español, sembró la desconfianza, habían «revivido gracias a la conducta noble y generosa» de Álvarez, y a la lealtad con que el Gobierno dominicano había sabido despertarlos. Sin más rodeos, Santana pasó a plantear a la reina que era «el momento oportuno para estrechar más los lazos» que unían a ambos pueblos. Su argumento fue preguntarse qué ocurriría si se dejaba pasar la oportunidad, y «viniese una de esas convulsiones políticas» a las que estaban tan expuestas los países nuevos. Es más, si la República Dominicana fuera amenazada por Haití, y los Estados Unidos, de los que el presidente no hizo mención en ningún momento, quisieran aprovechar tal coyuntura, «cuál sería entonces el resultado de esa reunión de circunstancias». Para espolear el interés del ejecutivo de Madrid en la mayor medida posible, Santana concluyó su misiva con las siguientes palabras: Sus funestas consecuencias que serían un mal grave para la Antilla dominicana, no lo serían menos para las dos españolas que la tocan por sus extremos y deben sin duda llamar la atención de ambos Gobiernos. Si el de España, pues, tiene como me persuado interés en evitarlos, yo y la gran mayoría de la nación, estamos dispuestos a adoptar la medida que sea conveniente para asegurar la felicidad del pueblo dominicano y los intereses de España, en sus posesiones americanas.6

AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 3, Santana-reina de España, Santo Domingo, 27 de abril de 1860 (es copia).

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A fin de reforzar el efecto de esta gestión, Álvarez informó al ministro de Estado de que Santana le había dado a leer la carta dirigida a la reina, cuyo contenido era muy exacto, según el cónsul, y reflejaba con verdad el estado de la República y los peligros que la amenazaban, por lo que sus apreciaciones debían tenerse muy en cuenta. El presidente le había dicho al despedirse que España era a la que más interesaba que se conservase la República Dominicana, y que Alfau estaba en Madrid para hacer todo lo que el Gobierno español quisiera, pero que si no hacían nada para salvarla, «más tarde o más temprano entre haitianos y americanos» aquella se perdería sin remedio. Álvarez añadió que tanto Santana como el vicepresidente Alfau, el ministro Ricart y los demás miembros del ejecutivo, «fieles a los compromisos contraídos con España», esperaban con ansia el resultado de las negociaciones de Alfau en Madrid, y que dicho resultado les garantizase la seguridad y estabilidad que tanto anhelaban. Con ello, se atraería «a una sola bandera a los partidarios de la Unión», pues casi todos lo eran porque creían que los Estados Unidos «los salvarían de los haitianos, asegurándoles sus propiedades y el bienestar de sus familias».7 Este apoyo a los planteamientos del presidente de la República fue también suscrito por el propio general Serrano, quien se convirtió muy pronto en una pieza clave de las negociaciones, que adquirieron cada vez más el carácter de un juego a dos bandas entre Santo Domingo y La Habana, quedando relegada a un segundo plano la misión de Alfau. En un despacho remitido a Calderón Collantes, el gobernador de Cuba subrayó que las cuestiones de las que trataba Álvarez eran «de la más alta importancia para los intereses generales» de España, «y en particular para los comerciales» de Cuba, de ahí «el empeño grande» que debía ponerse en alejar de toda influencia sobre el Gobierno dominicano a los agentes de los Estados Unidos. Estos, «ya bajo la capa de negociantes particulares, ya tentando la pobreza del país con ofertas pecuniarias», o bien con ambos pretextos, solo pretendían «poner el pie en esa 7

AMAE, H 2057, Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 4 de mayo de 1860.

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codiciada bahía de Samaná, cuyos feracísimos contornos» encerraban magníficos recursos, que podían «aprovechar con ventaja sobre otros países» el comercio y la navegación españoles. En último lugar, Serrano se felicitó por el hecho de que los hombres que gobernaban la República Dominicana estuvieran «animados de las más favorables disposiciones para el logro de tan importante objeto», y comunicó al ministro de Estado que se proponía «estudiar detenidamente» todo lo relacionado con esa interesante cuestión.8 En cualquier caso, la máxima autoridad de Cuba ya había comenzado a tomar cartas en el asunto, y lo hizo de forma directa, por medio de las «cordiales y amistosas relaciones» que cultivó con el vicepresidente de la República, a quien expresó el deseo de que las gestiones de su hermano obtuviesen el resultado satisfactorio que se esperaba de ellas. No obstante, ambos pretendían estrechar por su cuenta, aún más, «los vínculos […] indisolubles» existentes entre los dos países, y Serrano encontró «muy acertado el propósito» de Alfau de reorganizar el Ejército dominicano, por lo que había transmitido al Estado Mayor su petición de que se enviaran allá varios instructores desde Cuba. Asimismo, el gobernador de esta isla alentó al vicepresidente Alfau «en su designio de rechazar el filibusterismo, especie de pirateo» que tomaba «diferentes disfraces», y que dondequiera que asomaba la cabeza era el mayor enemigo de la raza española.9 En su respuesta a Serrano, el ministro de Estado le aseguró que el Gobierno español miraba con gran interés cuanto se refería a la República Dominicana, y le dio instrucciones para que, una vez puesto de acuerdo con Álvarez, analizase cuidadosamente los medios de contrarrestar la influencia de los Estados Unidos en ese país. El ejecutivo de Madrid había facilitado al representante de la República en España los pertrechos solicitados, le había auxiliado además con una cantidad de dinero para el envío inmediato de los mismos, y estaba «dispuesto a prestar todo su apoyo al Gobierno dominicano» para que organizase su Ejército con oficiales españoles. Calderón se refirió también a la desgraciada situación de los AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 4, Serrano-ministro de Estado, La Habana, 12 de mayo de 1860 (minuta). 9 Ibídem, doc. No. 6, Serrano-Antonio Abad Alfau, La Habana, 14 de junio de 1860 (minuta). 8

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súbditos españoles residentes en Venezuela, que daría por resultado el establecimiento en territorio dominicano de muchos de ellos, los cuales servirían «de base a una colonización» muy conveniente, a fin de que la influencia de España descansara sobre sólidos fundamentos. El ministro consideró muy provechoso que algunos sargentos licenciados del Ejército de Cuba se trasladasen a Santo Domingo, si voluntariamente quisieran hacerlo, y autorizó al gobernador a enviar a la República Dominicana algunos buques de guerra que visitasen «las costas de la isla, tanto en la parte de Haití, como en la dominicana». Dichos barcos coadyuvarían con su presencia a los fines que el Gobierno español se proponía, e impedirían, «imponiendo respeto a los haitianos, que la guerra civil o extranjera» estorbara la marcha política que Santana se proponía seguir.10 Serrano actuaba, en buena medida, sin consultar con las autoridades de la metrópoli o, cuando menos, antes de recibir respuesta alguna de las mismas, como parece deducirse del contenido de los despachos anteriores. Así, cuando el ministro de Estado le manifestó su opinión favorable respecto al envío de instructores militares desde Cuba, el gobernador ya había comenzado a dar los pasos necesarios para atender la solicitud de la República Dominicana. Es más, Serrano tomó la decisión de mandar un buque de guerra a aguas dominicanas, en virtud de las comunicaciones que había recibido del cónsul de España en Santo Domingo, y por otras noticias relativas a la situación de aquel país, donde podría prestar un buen servicio a los intereses españoles, antes de ser autorizado para ello desde Madrid. En efecto, el 25 de junio Serrano ordenó al comandante general de Marina del apostadero de La Habana que el vapor Don Juan de Austria se trasladase a las costas de la isla de Santo Domingo,11 e indicó al vicepresidente Alfau que cuando recibió su carta privada del 5 de junio, ya había decidido enviar allá el mencionado barco de guerra.12 Ibídem, doc. No. 7, Calderón Collantes-capitán general de Cuba, Madrid, 27 de junio de 1860. 11 Ibídem, doc. No. 8, Serrano-comandante general de Marina del apostadero de La Habana, La Habana, 25 de junio de 1860 (minuta). 12 Ibídem, doc. No. 12, Serrano-vicepresidente de la República Dominicana, La Habana, 25 de junio de 1860 (minuta). 10

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La implicación cada vez mayor del gobernador de Cuba en la situación dominicana se pone de relieve igualmente en un despacho que envió al plenipotenciario de España en Washington, a quien señaló que hasta entonces los dominicanos habían resistido las tentaciones de los agentes de los Estados Unidos, que los asediaban «con ofertas de auxilios de dinero». Según Serrano, aquellos decían que si se los abandonaba, antes que «el baldón de ser dominados por los negros» serían «cualquier cosa; hasta yankees», por más que les repugnara, en vista de lo cual, y «convencido de la gran trascendencia de la cuestión», había determinado por el momento enviar un vapor que les diese alguna fuerza moral. Además, el gobernador escribió a Alfau para alentarle en su designio de repeler toda agresión, viniera de donde viniera, y le prometió «auxilios más eficaces en virtud de demanda suya clara y precisa», si llegasen a producirse los extremos que se temían, y le explicó que esos auxilios serían de buques, armas y municiones, según lo permitieran las circunstancias. «En cuanto al envío de tropas de desembarco», Serrano no se comprometió a nada con el ejecutivo de Santo Domingo, mientras no recibiese autorización del Gobierno de Madrid, al que haría ver el gran interés que debía poner en todo lo referente a la República Dominicana. El capitán general de Cuba estaba convencido de que la política de España en aquellas regiones había de concentrarse en esa cuestión, y en hacer frente a los norteamericanos, pues consideraba que todo lo demás era secundario. A juicio de Serrano, el influjo de España, «preponderante y exclusivo en Santo Domingo, bien por un protectorado, por alianzas u ocupación o cualquier otro medio» que proporcionaran las circunstancias, era «indispensable para la seguridad y el porvenir» de sus posesiones trasatlánticas, y así se lo diría al Gobierno español.13 Por su parte, el ejecutivo de Madrid ya había empezado a tomar las primeras medidas, y el ministro de Guerra autorizó oficialmente al gobernador de Cuba a conceder el pase a la República 13

Ibídem, doc. No. 14, Serrano-enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de España en Washington, La Habana, 30 de junio de 1860 (minuta; este despacho fue redactado en cifra).

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Dominicana «de los oficiales y sargentos» del Ejército de aquella isla que lo solicitasen, siempre que no excedieran de «un número proporcionado». Tales individuos debían «continuar figurando en los escalafones de ese Ejército, aunque proveyéndose sus vacantes, y disfrutar el sueldo entero de América», que abonarían las cajas de La Habana. Hasta ese momento, desde la península solo se habían enviado cuatro oficiales para la organización del Ejército dominicano, por lo que un número «tan corto» resultaba insuficiente para cumplir «el indicado objeto». El ministro de la Guerra facultó también a Serrano para «facilitar a la República Dominicana el posible armamento, sin desatender las necesidades propias», y formando relaciones valoradas de los efectos» que se entregasen, a fin de que en el momento oportuno pudiera reclamarse al Gobierno dominicano «el pago de su justo importe». La justificación que el ministro alegó de todas estas ayudas era que el enfrentamiento entre los dos estados de la isla de Santo Domingo no podía ser, en absoluto, «indiferente a la política española, y mucho menos cuando ya por la tendencia natural de las cosas», Haití parecía «el apoyo moral y efectivo posible de los Estados Unidos». El dominio de estos en dicha isla llegaría a ser peligroso para España, y al mismo tiempo la República Dominicana aspiraba «no solo a interesar en su favor» la influencia española, «sino a obtener todos aquellos recursos materiales» que consideraba necesarios, y se le pudiesen proporcionar «dentro del límite trazado por el derecho internacional». Así, «sin faltar de ningún modo a los deberes» impuestos por el mismo, según lo exigían «la buena fe y la conveniencia de evitar complicaciones», el ejecutivo de Madrid había accedido a las gestiones realizadas por el representante dominicano.14 Resulta llamativo que se relacionara la coyuntura interna de los Estados Unidos con el argumento de que Haití constituyese una base para dicho país en la isla Española, por cuanto no era Ministro de Guerra-capitán general de Cuba, Madrid, 4 de julio de 1860. Documento conservado en el Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid, y recogido por Manuela Morán Rubio en La anexión de Santo Domingo a España (1861-1865), tesis doctoral presentada en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Complutense de Madrid, en 1973, vol. II, pp. 140-141.

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posible prever en qué medida abolicionistas y esclavistas podrían imponer sus respectivos criterios sin que estallara un conflicto interno, tal como finalmente sucedió. Lo más interesante es la consideración de que el peligro para la soberanía dominicana proviniese tan solo de una hipotética, y a la vez poco probable, conjunción haitianoestadounidense, en lugar del interior de la República, donde existían numerosas personas, incluso dentro de su propio Gobierno, muy favorables a la influencia norteamericana. Otra de las decisiones más importantes adoptadas por el Gobierno español fue la de que el recién nombrado comandante del apostadero de La Habana, Joaquín Gutiérrez de Rubalcava, hiciese escala en Santo Domingo durante su travesía hacia Cuba, para llevar a cabo la comisión que le había encomendado el ministro de Marina, el 5 de junio. El general Gutiérrez de Rubalcava acababa de distinguirse en los episodios navales de la reciente guerra de África, mientras era capitán general de Cádiz. En un informe dirigido al ministro de Marina, Rubalcava señaló que tras recalar en la capital dominicana el 3 de julio, Álvarez lo había puesto al corriente de «algunos particulares indispensables» para la entrevista que deseaba mantener con el vicepresidente de la República. Esta se llevó a cabo «bajo un carácter de prudente reserva para no llamar la atención de los cónsules de otras potencias y de la misma población». A lo largo de la reunión, que tuvo lugar hasta una hora bien adelantada, el marino español consiguió cumplidamente el objetivo que se había propuesto, que era adquirir todos los datos y detalles de mayor interés para el ejecutivo de Madrid, de acuerdo con los fines indicados en la real orden del 5 de junio. Es más, Rubalcava subrayó la credibilidad de la información que había obtenido durante su visita a Santo Domingo con las siguientes palabras: Tanto de esta larga conferencia como de la que volví a tener con el mismo vicepresidente el día inmediato 4 a [sic] presencia de los tres ministros de la República […]; de la lectura de alguna correspondencia oficial que me entregaron, y sobre todo por las noticias verídicas que me suministró

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el cónsul de S. M., cuyas recomendables circunstancias le han colocado naturalmente y sin violencia en situación sumamente ventajosa cerca del Gobierno de Santo Domingo que le comunica y consulta sus proyectos y determinaciones, he formado el concepto de que los datos que he adquirido […] son exactos y verdaderos.15 Según este escrito, la mayor parte de sus habitantes se enorgullecían «en llamarse españoles», incluidos los hombres que habían «figurado a la cabeza de los diversos partidos» que se disputaban el poder. Los dominicanos comparaban «aquellos tiempos de prosperidad, riqueza y bienestar que disfrutaron» durante la etapa colonial, «con la desgracia, miseria y desventura» que los rodeaban. De este modo, a juicio de Rubalcava, no podía «menos de palparse su sinceridad y buena fe al expresar la parte más notable y numerosa de la población» su deseo de volver, a toda costa, «al dominio de los españoles», o de ser protegidos por su Gobierno. De hecho, no era la primera vez que el ejecutivo de la República deliberaba «sobre enarbolar el pabellón español y ponerse a disposición de España aun sin su anuencia», y en tal sentido el militar indicó que hoy mismo esta es la idea culminante que abrigan, que me ha sido explícitamente manifestada por el vicepresidente Abad Alfau y los ministros de que dejo hecha mención, notándose su abatimiento al expresarles que mi misión no era otra que entregar el pliego de que era portador, enterarme de algunos particulares y dar cuenta al Gobierno de S. M. que no me había facultado para otra clase de conferencias o estipulaciones, ni yo podía inculcarles otra cosa que la seguridad de que el Gobierno español no solo no miraba con indiferencia la desgracia de los dominicanos, sino que Archivo Histórico Nacional, Madrid (en adelante: AHN), Ultramar, Santo Domingo, leg. 3526/1, doc. No. 1, Gutiérrez de Rubalcava-ministro de Marina, La Habana, 10 de julio de 1860. El documento es un traslado desde el Ministerio de Marina al de Guerra y Ultramar, fechado el 24-VIII-1860, que la Dirección General de Ultramar trasladó al Ministerio de Estado el 16-IX-1860.

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estaba dispuesto a dispensarles todo el apoyo y protección que fuera dable a fin de contribuir a su seguridad y prosperidad sucesiva de que tanto necesitan.16 Los miembros del Gobierno pasaron después a explicar a Rubalcava sus temores de que «tal vez resultara infructuoso el apoyo y protección» que España les prestase, si no era de la manera eficaz que exigía el peligro creciente que los rodeaba. El marino añadió que dichos temores tenían sobrado fundamento, y eran en su opinión dignos de tomarse en consideración, toda vez que el estado de la República Dominicana era cada día más crítico, porque aparte de la lucha que sostenía constantemente con Haití, tenía que enfrentarse «con otro enemigo más formidable», aunque apareciese desarmado. El mismo iba «minando poco a poco el ánimo de los habitantes», en especial de los del Cibao y puntos inmediatos a Samaná, captándose su voluntad y adhesión para aprovechar «la primera oportunidad favorable de fijar la planta» firmemente en aquel territorio, de una manera que pareciera hasta justificable a ojos de las potencias europeas. Como es obvio, ese enemigo temible eran los norteamericanos, quienes desde hacía años no perdonaban medio ni desperdiciaban ocasión para granjearse la voluntad y cariño de los dominicanos sencillos con su frecuente trato, sus halagadoras promesas, los efectos que introducen cediéndolos a precios ínfimos para mejorar la navegación, el comercio, la industria, la agricultura y hasta para estimularlos a la necesidad del lujo y las comodidades de la vida que hasta ahora habían desconocido.17 Según Rubalcava, no se podía dudar del éxito que, tarde o temprano, obtendría «tan estudiado sistema», que nadie había «combatido ni contrarrestado suficientemente» para destruir sus fines. De este modo, aunque todos los dominicanos tuviesen «el corazón español», y no hubieran perdido la esperanza de que Ibídem. Ibídem.

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algún día España les prestase su apoyo, al ver que pasaban los años sin conseguirlo, lo considerarían quizás como un signo de indiferencia. Así pues, al comparar esa actitud con la conducta aparente de los Estados Unidos, los dominicanos acabarían por perder «la especial inclinación» que sentían hacia España, «y por recibir humildemente el yugo yankee con todas sus consecuencias». En último lugar, el militar hizo un recuento de «las fuerzas y elementos de vida» con que contaba el Gobierno dominicano, de acuerdo con el cual la República podía disponer en caso necesario de 30,000 a 35,000 hombres, un número excesivo comparado con el de su población, que no llegaba a los 600,000 habitantes, pero que era posible, pues no hacía falta «armar, equipar ni instruir y siendo muy económico alimentar semejante Ejército». Además, el prestigio de Santana era tan grande que bastaba una insinuación suya para que le siguieran al combate todos aquellos que tuviesen un arma, aunque en el estado normal se calculaba que mantenían solamente un Ejército de 2,000 hombres, que tampoco contaban con uniforme ni armamento bueno ni completo. Por otro lado, la fuerza marítima de guerra se distribuía entre Puerto Plata y Santo Domingo, tenía encomendado el servicio de correos entre los puertos de la República, y estaba formada por cuatro goletas, cada una de las cuales llevaba a bordo tres piezas de artillería de pequeño calibre.18 Con respecto a lo que Rubalcava denominó elementos de vida, el Gobierno dominicano solo contaba con los derechos de aduana que recaudaba, así como con los de puertos y patentes de comercio. Sin tener establecida ninguna contribución, tales recursos le proporcionaban «un ingreso anual aproximado de 400,000 pesos fuertes», con cuya renta bien administrada los miembros del ejecutivo consideraban que bastaría para cubrir las necesidades de la República. El jefe del apostadero de La Habana lamentó que el producto de un país que encerraba en sí quizás «mayores elementos de riqueza que otro alguno por su asombrosa fertilidad y extensión de territorio» fuera tan mezquino, y que su comercio, pese a que debía y podía ser muy animado y lucrativo, estuviese Ibídem.

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«reducido a la más completa nulidad». Rubalcava concluyó con el deseo expresado por dicho Gobierno de que hiciera partícipe de su vivo interés al ejecutivo de Madrid, para que este evitase los males que amenazaban a la República Dominicana: Sobre todo el de pasar un día quizás no muy lejano al dominio de los angloamericanos, tanto más cuanto que el origen, el idioma, las costumbres, las simpatías, la sangre en fin de sus moradores es española y nadie como España puede con más derecho y más justicia estipulada en los tratados tender una mano eficazmente protectora a los desgraciados habitantes de Santo Domingo.19 Al final del informe, el militar también manifestó al ministro de Marina su satisfacción por el hecho de que el general Serrano le hubiera expuesto las mismas ideas durante una entrevista que había mantenido con él sobre este asunto.20 El tono entusiasta de las afirmaciones de Rubalcava se pone claramente de relieve en sus últimas palabras, con las que demuestra que la opinión de las más altas autoridades de Cuba era ya sin duda partidaria de una intervención decidida de España en la República Dominicana. Sin embargo, los datos consignados por aquel en su informe no eran fiables en absoluto, puesto que junto a cifras completamente falsas como la de los 600,000 habitantes, frente a los 186,700 o, a lo sumo, 250,000 que recogió Álvarez en su informe del 20 de abril de 1860,21 se pintaba una situación financiera desde luego también muy alejada de la realidad. La favorable postura de Serrano hacia la solicitud del Gobierno dominicano queda clara en un despacho que remitió al ministro de Estado, en el cual le expresó la convicción que tenía, incluso antes de llegar a Cuba, «de que nada de lo que pasara en Santo Domingo podía ser indiferente al interés de la España». Por ello, Ibídem. Ibídem. 21 E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 87-100; véase p. 87. 19

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desde su llegada a La Habana había cultivado muy amistosas relaciones con el vicepresidente Alfau, que estaba al frente del poder ejecutivo, y en cuyas comunicaciones rebosaba «el sentimiento más caluroso de españolismo». A juicio de Serrano, en la apurada situación en que se encontraba la República Dominicana, era «verdaderamente terrible y exacto por demás el dilema» que proponía Alfau en uno de sus despachos: «Los negros o los americanos», de modo que cualquiera de esos dos extremos sería «funesto para los intereses generales de España y la seguridad» de Cuba. De ahí el gran interés que las autoridades españolas debían tener a la hora de «salvar aquella nacionalidad del doble peligro» que la amenazaba, aun cuando tuvieran que arriesgar algo para conseguirlo. El gobernador de Cuba subrayó que si los dominicanos sucumbían, «aquella isla, que casi toca con una de las extremidades de Cuba, que se encuentra enclavada entre esta y Puerto Rico como el eslabón de una interrumpida cadena, sería dentro de poco un puesto avanzado» contra las mismas, «y desde luego el cuartel general del filibusterismo». Por ello, Serrano insistió una vez más en su idea de que era allá donde debían concentrarse todos los esfuerzos de España, y donde debía fijarse su política en América, para garantizar así la existencia de la República Dominicana, ya que esta identificaba su propia supervivencia con el destino de las posesiones españolas en dicho continente. De hecho, en otra misiva dirigida también a Calderón Collantes, relativa a México, el gobernador de Cuba le aconsejó «la más absoluta neutralidad en los asuntos interiores de las Repúblicas hispanoamericanas», precisamente con objeto de que España, «desentendiéndose de todas las demás cuestiones», se centrara en la dominicana. La conclusión de este despacho no dejaba lugar a ninguna duda sobre las intenciones de Serrano: Tiempo vendrá en que recobrándose España de su anterior decadencia, y ahora está en camino de ello, adquiera por la misma fuerza de las cosas el influjo que el porvenir le tiene sin duda reservado en los negocios del continente americano: pero en lo presente lo que le aconsejan sus verdaderos

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intereses es una política que pueda formularse en muy pocas palabras, a saber: hacer frente a los Estados Unidos que es el enemigo que hemos de encontrar en todas partes y apercibirnos para luchar con ellos en su día, desentendernos de los negocios de Méjico y costa firme y proteger a Santo Domingo. El gobernador de Cuba se mantendría atento a cuanto ocurriese en la vecina República, y si se produjera una terrible crisis en que peligrase su nacionalidad, haría «todos los esfuerzos posibles para evitar una catástrofe» de fatales consecuencias para España. Por lo tanto, Serrano consultó al ministro de Estado si, llegado el caso, le estaría permitido «enviar tropas de desembarco, tomar una actitud resuelta y ayudar» en todos los conceptos a la República Dominicana, aun a riesgo de una guerra con los Estados Unidos.22 Estas palabras revelan que su determinación de intervenir en los asuntos de dicho país era total, pese al grave peligro que representaba un hipotético enfrentamiento con los norteamericanos, quienes aunque enfrascados en sus pugnas internas, no debían dejar de ser tenidos en cuenta, dado su cada vez mayor poder político, económico y militar. En cambio, la opinión del ejecutivo de Madrid era muy distinta de la de Serrano, tal como subraya acertadamente Cortada, quien sostiene que O’Donnell no permitió que un exceso de confianza perturbara su línea de pensamiento, cuando menos hasta la segunda mitad de 1860.23 Sin embargo, Serrano no estaba solo ni actuaba por completo al margen de lo que le comunicaban los demás agentes españoles en América, y muy en particular, como es lógico, los diplomáticos acreditados en Santo Domingo y Washington, con quienes mantuvo un fluido intercambio de información durante toda la etapa previa a la anexión. Es más, el nivel de acuerdo entre los tres personajes era muy alto, hasta el punto de que sin tal coincidencia de AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 17, Serrano-ministro de Estado, La Habana, 12 de julio de 1860 (minuta). 23 J. W. Cortada, Spain and the American Civil War... p. 33. 22

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pareceres quizás no podrían explicarse muchas de las decisiones adoptadas por la máxima autoridad española en las Antillas a lo largo del proceso que culminó en marzo de 1861. En este sentido, el plenipotenciario de España en Washington indicó a Serrano que las últimas noticias sobre la República Dominicana eran solo las ya sabidas acerca de la permanencia y prosecución de los planes de Cazneau en la isla, y le aseguró que «el asunto no había vuelto a llamar la atención entre tantos otros de la misma especie». Según García Tassara, lo más probable era que el tiempo restante de la administración Buchanan transcurriese entre intrigase incertidumbres, pero no descartó la posibilidad de que el ejecutivo de Santo Domingo hiciera en un momento dado concesiones tales, sin precisar a quién, que «determinasen la actitud y comprometiesen» al de Washington. A juicio del representante de España en la capital norteamericana, en este supuesto podrían suceder dos cosas: una, la más probable, la [...] formación de un tratado cualesquiera que fuesen los términos y estipulaciones, en cuyo caso la cuestión vendría aquí; y aquí y en Europa sería resuelta por la diplomacia. Otra mucho menos verosímil, pero que podría haber motivo para recelar en circunstancias dadas: el inmediato y formal apoderamiento de algún punto importante por una fuerza angloamericana con el consentimiento de los mismos dominicanos, pues de otra manera sería muy difícil de suponer.24 Aunque Serrano, ante esa coyuntura, obraría sin duda con arreglo a las instrucciones que tuviera del Gobierno español, García Tassara le recomendó que, «dada una acción también inmediata» por parte de España, debería evitarse hasta el último extremo un conflicto armado, limitándose la misma por el momento a la AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 37, García Tassara-capitán general de Cuba, Washington, 3 de agosto de 1860 (es copia).

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ocupación de otro punto. Entre estas dos situaciones hipotéticas había un estado de cosas consistente en la continua obstinación del Gobierno dominicano por los agentes angloamericanos, así como en el riesgo de que de la amenaza y del halago alternativa y eficazmente empleados pueda pasarse a invasiones y ocupaciones simuladas, pero verdaderas en aquellas costas o en aquel territorio hechas indirectamente bajo diferentes pretextos como ya ha sucedido más de una vez en algunos puntos de la otra América.25 Con estas palabras, el diplomático español no hacía sino estimular los ya de por sí enormes recelos del gobernador de Cuba hacia los Estados Unidos. García Tassara añadió que para impedirlo, si fuese posible, estaban «los hábiles y firmes esfuerzos» de Serrano con el ejecutivo de Santo Domingo, que apoyado «en mayor justicia» y con ayuda de los recursos y auxilios que se le pudieran proporcionar, haría comprender a Washington que si se precipitaba en resoluciones extremas no sería impunemente. Por último, el agente subrayó que su opinión «sobre la importancia de esta cuestión» era la misma que la del gobernador, así como sobre la necesidad de impedir que los Estados Unidos se extendiesen a otras regiones de América, y de ir colocándose poco a poco «en una actitud cada vez más firme» con respecto al Gobierno de dicho país. Sin embargo, García Tassara no debía tenerlas todas consigo, pues consideraba que en la cuestión dominicana, cualquiera que hubiese de ser su curso, existía la ventaja de que la política de Francia y Gran Bretaña era «todavía más decidida» que en otras, de modo que él por su parte aprovecharía esa circunstancia, tal como ya lo había hecho en 1858.26 No obstante, la situación había evolucionado bastante desde entonces, en la misma dirección ya iniciada algunos años atrás, cuando comenzó a cambiar la política británica hacia los Estados Unidos. El ejecutivo de Londres «no llegaba a tanto como solicitar Ibídem. Ibídem.

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que España abandonara sus posesiones» antillanas, con el fin de evitar así el estallido de una guerra en el Caribe, pues prefería que Cuba y Puerto Rico «siguiesen en manos españolas y no se traspasaran a los Estados Unidos», pero «admitía que también había espacio para ellos» en América.27 Con respecto a Francia, es muy poco probable que este país estuviese dispuesto a involucrarse en un conflicto contra los Estados Unidos sin contar con el apoyo expreso de Gran Bretaña, a no ser que viera gravemente amenazados sus propios intereses en aquella área, lo que desde luego no ocurría en el caso de la República Dominicana. O’Donnell era consciente del riesgo que se corría en las Antillas si se actuaba con precipitación o demasiado abiertamente, y si bien aprobó el envío de un vapor de guerra a aguas dominicanas, y que Serrano emplease todos los medios disponibles para proteger a la República Dominicana, le ordenó hacerlo de forma discreta. El objetivo era evitar que dicha ayuda se atribuyera a un «propósito deliberado de intervenir en aquellas contiendas y de decidirlas en favor de Santo Domingo»,28 con lo que el Gobierno español trataba de aparentar neutralidad no solo ante los Estados Unidos, sino también frente a Gran Bretaña y Francia, consideradas como valedoras de Haití. En cualquier caso, es evidente que el ejecutivo de Madrid estaba al tanto de las verdaderas intenciones del gobernador de Cuba, cuyo ímpetu trataba por lo menos de moderar. Así se deduce de la respuesta de Calderón Collantes a un despacho de Serrano, del 10 de agosto, en el que este manifestó que mientras le llegaban las instrucciones que había pedido sobre cómo actuar si las circunstancias «exigiesen un auxilio directo» de España a la República Dominicana, seguiría mirando con el mismo interés tan importante cuestión. El ministro de Estado se remitió a una comunicación del 7 de julio, en la que se había puesto en conocimiento de Serrano cuáles eran las miras del Gobierno C. C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores... p. 125. AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 38, O’Donnell-capitán general de Cuba, San Ildefonso, 7 de agosto de 1860.

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español acerca del particular, y afirmó que no era conveniente pensar por el momento en la anexión de la República a España. Sin embargo, Calderón admitió que era preciso «ir preparando lentamente todos los elementos necesarios» para el caso de que conviniera llevar a cabo ese proyecto, y por ello el Gobierno español había favorecido y continuaría fomentando la emigración a Santo Domingo, y había proporcionado al Gobierno dominicano medios para organizar su Ejército. Según el ministro, la población española, reforzada por los nuevos colonos, acabaría por ejercer una influencia decisiva en los destinos de ese país, y comprometería a España «a proteger aquel suelo como parte integrante de la monarquía», sin que ningún país, a no ser los Estados Unidos, pudiera «ofenderse o alarmarse por tal protección». En definitiva, la línea a seguir por el ejecutivo de Madrid consistía en lo siguiente: Aumentar, pues, la población española, crear nuevos intereses españoles y con ellos nuevos vínculos que liguen cada día más a Santo Domingo con España, vigilar las costas de la República y proporcionarle todos los medios necesarios para la seguridad y defensa de su territorio, tal es la política adoptada por este ministerio, y que ha sido aprobada por S. M. hace bastante tiempo.29 En último lugar, Calderón insistió en que «ceder a la loable impaciencia de los dominicanos», o al propio anhelo de recobrar parte de los antiguos territorios de España, aunque fuese por asegurar la conservación de los que se habían salvado hasta entonces, significaría «comprometer el éxito de los planes mejor concebidos». Mientras estos se realizaban, las relaciones entre los dos países deberían ser cada día más activas, y los intereses que las mismas crearan serían un nuevo estímulo para que España no permitiese jamás la absorción de la República Dominicana,

Ibídem, doc. No. 66, Calderón Collantes-capitán general de Cuba, Madrid, 8 de septiembre de 1860.

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ni por Haití, ni por «otra potencia más fuerte»,30 en una clara alusión a los Estados Unidos. Estas palabras del ministro de Estado traslucen pues la indisimulada intención del ejecutivo de Madrid de acabar anexionando Santo Domingo a España, pero no en esos momentos, sino más adelante, y por medio del mismo sistema que habían utilizado los Estados Unidos para apoderarse de Texas: a través de una política de penetración pacífica. Como es lógico, el propio gobernador de Cuba deseaba que los proyectos que pretendían ponerse en marcha en la República Dominicana se mantuvieran en secreto, porque su éxito dependía de ello en buena medida. En efecto, en una misiva dirigida al plenipotenciario de España en Washington, Serrano acusó a algunos periódicos norteamericanos de tener mala intención, porque publicaban «las más absurdas y falsas aserciones» con respecto a las miras del Gobierno español hacia las Repúblicas que habían formado parte de sus dominios. A juicio de Serrano, los mismos que propalaban tales invenciones sabían también que España no quería, ni le convenía, pensar siquiera en restablecer un poder que había quedado ya «relegado a la categoría de los hechos históricos». Acto seguido, aquel añadió que como con relación a México y Venezuela se mezclaba también el nombre de Santo Domingo, y se afirmaba que España iba a ocuparlo; que ya estaba en Samaná; o que había mandado allá hombres y recursos, creía conveniente manifestar a García Tassara que tales afirmaciones eran completamente falsas. De hecho, lo cierto era que entre el Gobierno español y el de la República Dominicana existían las buenas relaciones derivadas «de la vecindad y de la identidad de origen, religión, lengua y costumbres». Es más, si algunos españoles autorizados por el Gobierno de S. M. se han trasladado a aquel territorio [...], si millares de canarios arrojados por las sangrientas luchas que destrozan a Venezuela, han ido allá en busca de un honrado trabajo [...], no se deduce de esto en buena lógica que la España vaya apoderándose subrepticiamente de Santo Domingo, como Ibídem.

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se ha dicho en los periódicos de los Estados Unidos. Esto cuando más probará, y es cosa muy natural, que los dominicanos prefieran la inmigración española a cualquiera otra, pero no hay que deducir de semejante hecho el designio de una ocupación o protectorado que ni aun ha pasado por la mente del Gobierno de S. M.31 Este notable ejemplo de cinismo diplomático por parte de Serrano parecía destinado más bien a instruir al representante de España en la capital norteamericana acerca del modo en que debía tratar de rebatir las informaciones, cada vez más numerosas y alarmantes, que iban apareciendo día tras día en una buena parte de la prensa de ese país. A pesar de ello, ya no era posible ocultar por mucho más tiempo los manejos entre el gobernador de Cuba y el ejecutivo de Santo Domingo, y tal como señala Cortada, la siguiente fase crítica de las relaciones hispanoestadounidenses comenzó en octubre de 1860,32 en coincidencia con la visita de Peláez de Campomanes a la República Dominicana. El viaje del brigadier, que ocupaba en Cuba el puesto de jefe de Estado Mayor, solo por debajo del propio Serrano, convenció definitivamente a este de la conveniencia de la anexión de Santo Domingo a España, y le hizo incrementar su presión sobre las autoridades metropolitanas, con el ya consabido argumento de la defensa de Cuba y Puerto Rico.

2. Fases y fundamentos de la negociación entre Santo Domingo y La Habana Aunque no existe constancia de que la carta de Santana a Isabel II obtuviese respuesta alguna, sin duda la invocación directa de aquel a la reina produjo un rápido efecto, de modo que en junio «las seguridades conseguidas por Alfau» en Madrid estaban Ibídem, pieza No. 2, doc. No. 29, Serrano-enviado extraordinario, ministro plenipotenciario de España en Washington, La Habana, 16 de octubre de 1860 (minuta; las palabras en cursiva aparecen subrayadas en el original). 32 J. W. Cortada, Spain and the American Civil War... p. 33. 31

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ya en proceso de realización, y los acontecimientos se habían acelerado en gran medida.33 Prueba de ello fueron el envío a Santo Domingo de los primeros colonos, militares y pertrechos desde la península, así como la visita del general Rubalcava a la capital dominicana, pero los siguientes pasos iban a darse de una forma muy particular, por medio de una negociación entre las autoridades de Cuba y el ejecutivo de Santana. Por supuesto, en esta combinación de personajes no debe dejar de tenerse en cuenta al cónsul de España en Santo Domingo, cuya importancia no hizo sino crecer a lo largo de todo el proceso, tal como subraya Jaime de Jesús Domínguez, quien afirma que «su capacidad no puede ser puesta en duda». Este autor considera, asimismo, que Álvarez y Serrano fueron «las dos principales figuras hispánicas en el ámbito antillano que más diligenciaron la anexión de la República Dominicana a España», como por otra parte es lógico pensar. Domínguez califica a Álvarez de «decidido partidario» de la misma, «tanto por fines patrióticos, como por la comprensión de que si los planes se veían coronados por el éxito, vendrían las recompensas y promociones de aquellos que habían participado en las maniobras diplomáticas», algo que él sabía hacer «en la sombra con mucha sutileza».34 En este sentido, el papel del agente de España en Santo Domingo se reforzó gracias a su buena sintonía con Serrano, con quien estaba permanentemente en contacto para mantenerlo informado de todas las cuestiones de relevancia. Por ejemplo, Álvarez transmitió al gobernador de Cuba su malestar por la conducta del capitán de Infantería José María Gafas, quien recién llegado a la República Dominicana se había lanzado a publicar un periódico sin el previo permiso del consulado de España, que no lo hubiera concedido sin antes consultar a Serrano acerca de su conveniencia. El diplomático hizo algunas observaciones a Gafas que no le agradaron, pues trataba de discutir sin comprender que cuanto aquel hacía y decía era en virtud de las instrucciones del S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, pp. 198-199. J. de Js. Domínguez, La anexión de la República Dominicana a España, Colección Historia y Sociedad, No. 34, Santo Domingo, Editora de la UASD, 1979, p. 56.

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Gobierno español. Álvarez aseguró que no pretendía «constituirse en fiscal de imprenta, pero la publicación de un periódico español en Santo Domingo sin la intervención del consulado» en lo que fuera a escribirse, podía «dar ocasión a graves compromisos». Puso como ejemplo que no les habría permitido publicar «la noticia de la próxima llegada de la fragata Blanca ni ninguna otra que pudiera despertar los celos de los americanos», como había sucedido con Elliot. En efecto, al leer este anuncio y otras indicaciones del periódico, el agente comercial de los Estados Unidos había «escandalizado de un modo tan inconveniente», que el Gobierno dominicano trató de pedir su relevo en el puesto. A continuación, el cónsul enfatizó el tacto que se necesitaba para escribir en las Repúblicas americanas. El redactor del periódico tuvo la poca modestia de decir que se merecía la bondadosa acogida que le había dispensado el ejecutivo de Santo Domingo, por lo que podía comprenderse desde luego que «la circunspección y cordura» no iban a ser las principales notas distintivas de esa publicación. Como el capitán Gafas había acudido al gobernador de Cuba en solicitud del permiso, Álvarez afirmó que consideraba útil el periódico, pero que si se le concedía, fuese revisado por el consulado antes de entrar el número en prensa, por si contenía alguna cosa que pudiera ser perjudicial para las graves cuestiones que debían ventilarse en América. Por último, el representante de España pidió a Serrano que hiciese entender a los miembros de la comisión activa del servicio sus deberes con respecto al consulado, como súbditos españoles en el extranjero, para que en el futuro no tuviese que volver a molestarlo con asuntos de esa naturaleza. El gobernador de Cuba, lejos de considerar que Álvarez se había extralimitado, o que exageraba la trascendencia del hecho, le manifestó que estaba totalmente de acuerdo con tales apreciaciones. A su juicio, el consulado debía impedir que ningún español publicara periódicos que pudiesen comprometer, con su carácter político, los intereses de España, por lo que ordenó la salida de Gafas de Santo Domingo, y prohibió a los militares allí enviados por el ejecutivo de Madrid dedicarse a publicaciones políticas. Serrano

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dispuso el nombramiento de un jefe «prudente y entendido» que desempeñara la comisión indicada y diese «fuerza, autoridad y prestigio al consulado» de España, jefe a quien se encargaría además de que «toda publicación política hecha por ciudadano español» fuera sometida previamente al examen y la censura de dicho consulado.35 De hecho, Domínguez indica que cuando el gobernador de Cuba envió a su segundo a la República Dominicana, lo hizo en primer lugar con la misión de zanjar el problema surgido entre los militares que publicaban El Correo de Santo Domingo y Álvarez. El segundo objetivo de esa visita era «averiguar la cantidad de oficiales que se necesitaban en la República Dominicana» para que la misión militar tuviese éxito, y «la última y principal tarea: estudiar sobre el terreno si existían condiciones favorables» para realizar la anexión. A finales de septiembre Peláez de Campomanes desembarcó en Puerto Plata, desde donde se dirigió por tierra hacia Santo Domingo, acompañado por el general Mella, quien según dicho autor pretendía descubrir las intenciones que habían llevado allá al alto oficial español.36 Peláez mantuvo una entrevista con Santana, en la que este le dijo que «sus deseos y el de todos los hombres de bien […] eran que Santo Domingo se anexionase a España, lo que él estaba dispuesto a llevar a cabo con tal que se asegurase el porvenir de aquellos que habían combatido y cooperado al sostenimiento de la nacionalidad». En opinión del presidente, correspondía al Gobierno español dar a esto una pronta solución, y entre tanto esperaba que España no lo abandonara «en la obra de conservar el orden y salvar al país de las intrigas y propaganda de los americanos, y haitianos». Santana también manifestó al brigadier que enviaba a La Habana al ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores, Ricart y Torres, a fin de contratar un empréstito y conferenciar con el gobernador de Cuba «sobre asuntos de mutuo interés para las posesiones» de España y la República Dominicana. Por otra parte, AGI, Cuba 2266, pieza No. 1, doc. No. 49, Álvarez-capitán general de Cuba, Santo Domingo, 9 de agosto de 1860. La respuesta de Serrano figura escrita al margen, y está fechada en La Habana, el 15-IX-1860. 36 J. de Js. Domínguez, La anexión... p. 57. 35

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Álvarez comunicó al ministro de Estado su intención de viajar a La Habana junto a Peláez y Ricart para informar a Serrano, y así cumplir con los deberes de su delicado puesto.37 Tras la entrevista entre Peláez y Santana, que tuvo lugar el 12 de octubre en el pueblo de San José de los Llanos, por no encontrase el segundo en la capital sino en El Seibo, el vicepresidente de la República se dirigió a Serrano con la decisión de provocar en él una respuesta lo más rápida posible, tal como revelan las siguientes palabras: Nuestra situación aislada nos ofrece hoy una triste alternativa: «Santo Domingo será haitiano o yankee». Si haitiano, después que toda esta sociedad sea pasada a cuchillo, se establecerá en medio de las Antillas un foco de anarquía y de escándalo que acaso sirva de apoyo al pensamiento que desde muy atrás trae cierta potencia, de africanizar estos países para sacar mejores ventajas de sus posesiones de allende: si americano, nadie mejor que V. E. puede conjeturar las consecuencias.38 Es decir, una vez más el Gobierno dominicano echó mano de la amenaza haitiana y estadounidense, y añadió además una velada alusión a Gran Bretaña y su política antiesclavista. Acto seguido, Alfau pasó a señalar sin más rodeos que, «comprendiendo, pues, los peligros» que corría la República Dominicana, Santana y él, «de acuerdo con todo el gabinete, seguros de que la voluntad del pueblo» les acompañaba, habían optado resueltamente por incorporarse a la monarquía española. El vicepresidente confiaba en que «esta importantísima determinación» no sorprendiese a Serrano, si se detenía por un instante a pensar que sus padres fueron españoles, y que ellos mismos habían nacido bajo la bandera AMAE, fondo «Tratados», subfondo «Negociaciones s. xix (No. 171)», serie «República Dominicana», subserie «Política Exterior», leg. TR 111-006 (en adelante: AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006), Álvarezministro de Estado, Santo Domingo, 18 de octubre de 1860. 38 AGI, Cuba 2266, pieza No. 2, doc. No. 26, Antonio A. Alfau-capitán general de Cuba, Santo Domingo, 20 de octubre de 1860 (es copia). 37

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española. Por consiguiente, Alfau afirmó que, decidido como estaba que Santo Domingo volviera a ser una parte integrante de España, no restaba «más que la inmediata e instantánea cooperación» del gobernador de Cuba, y concluyó su misiva de este modo tan expeditivo y directo: La ocasión es oportuna. Diferir la realización de este propósito, aplazar las cosas, vacilar siquiera, será acercarnos los conflictos que prevemos. Mande pues V. E. sin pérdida de momentos el contingente de fuerzas que crea necesarias; pero sobre todo esperamos que a la mayor brevedad nos remita V. E. un vapor de mayor porte que el D. Juan de Austria que cale poca agua y que traiga cuando menos dos compañías de cazadores que haremos colocar en tierra bajo cualquier pretexto. En este vapor nos avisará V. E. para qué día debemos esperar los buques que traigan la expedición para estar preparados en todos los puntos en que se combine el desembarque.39 El propio Peláez, en el informe que redactó tras su estancia en la República Dominicana, país donde permaneció durante cerca de un mes, apoyó las tesis expuestas por el vicepresidente, sobre todo en lo relativo al gran apoyo popular con que contaba el proyecto de anexionar Santo Domingo a España. En opinión del brigadier, el cónsul de España ejercía una influencia sin límites sobre los habitantes y el Gobierno dominicano, toda vez que Alfau le había dicho, en presencia de Álvarez, que «si ellos hacían algo malo quien tenía la culpa era el cónsul español en razón a que ellos no hacían más que lo que él quería». Peláez afirmó que «de esta cordialidad y afectuosas relaciones había renacido el antiguo deseo de su reincorporación a España; […] manifestado oficialmente en varias ocasiones y que todos los dominicanos» esperaban que se realizase de un momento a otro, al ver que el Gobierno español les remitía armas y pertrechos, así como jefes y oficiales para instruir a sus tropas. A lo largo del recorrido que hizo por el interior Ibídem.

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del país, Peláez había recibido la visita de casi todas las personas notables de las poblaciones por las que pasaba, y en la capital se había «puesto en contacto con personas de todas clases y razas». Esos intercambios le llevaron a convencerse de que si se consultara «el voto universal sobre la incorporación de la isla a España» no habría tal vez ni siquiera 1,500 votos en contra, que serían los de los agentes de los haitianos y de los Estados Unidos, y cuando más algún enemigo de la administración Santana, «partidario de Báez por afección o intereses». Según el jefe de Estado Mayor del Ejército de Cuba, las autoridades y el pueblo dominicanos esperaban y deseaban esa unión, puesto que «todos están convencidos del gran peligro que corren de ser degollados por los haitianos o absorbidos o extrañados al fin de su país, que aman con idolatría, por los norteamericanos como les ha sucedido a los tejanos». Esta clara exageración de la amenaza existente, sobre todo por parte de Haití, justifica la pregunta de si Peláez creía realmente lo que estaba escribiendo al respecto, porque así se lo habían hecho creer, o si tan solo pretendía añadir más dramatismo a la situación dominicana, cuya gravedad debía enfatizarse para obtener los fines pretendidos. También resulta llamativo el empleo del término idolatría, para referirse al amor que sentían por su país quienes al mismo tiempo habían pensado en renunciar a la independencia nacional. Por otro lado, el brigadier expuso con franqueza al Gobierno dominicano el objeto de su comisión sobre los oficiales españoles destinados en la República, lo que más bien parece un mero pretexto formal de su viaje, y se cercioró del número y la clase de los oficiales que podrían necesitarse allí más adelante. Peláez subrayó que incluso el cónsul de Cerdeña se había «arrojado a ofrecer la protección de su país» a la República Dominicana, lo que venía a demostrar que todo el mundo era consciente de que había llegado la hora decisiva, y en la conclusión de su informe aseguró lo siguiente: Santo Domingo no puede existir sin el apoyo de una potencia que asegure su tranquilidad y desarrolle su riqueza; por más que el Gobierno dominicano haga; por más colonos canarios

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que introduzca en el país […], por más que se agite y afane, si la nación española no la recibe como una de sus provincias según se ofrece, en un término que no puede ser largo, Santo Domingo será haitiano o yankee. A la España toca decidir […] si ha de ser lo uno o lo otro. Nadie desconoce la importancia geográfica de esta isla prescindiendo de su situación respecto al continente, es en nuestras manos el eslabón que enlaza y fortifica nuestras posesiones de Cuba y Puerto Rico o el ariete que las destruya y pulverice en poder extranjero.40 Sin embargo, pese a que Peláez «regresó a La Habana materialmente cargado de impresiones optimistas, de ideas y propósitos de color de rosa relativos a la anexión»,41 la realidad era, por supuesto, muy diferente de la reflejada por el brigadier en su informe, en particular con respecto a la supuesta unanimidad de los dominicanos ante esa cuestión. Así, al menos, se deduce de varias comunicaciones de los agentes secretos que tenía en la región del Cibao el consulado de España en Santo Domingo, como la enviada desde Santiago por J. M. Gautier, quien se refirió a la sensación que había causado en Puerto Plata y en la capital del Cibao la llegada de Peláez, que fue «comentada al antojo de los descontentos». Estos le atribuyeron una significación que había «puesto sobre sí a la gente de color», a la cual se hizo entender que España, de acuerdo con el Gobierno dominicano, intentaría restablecer la esclavitud, un bulo que podía acarrear «consecuencias funestas», dado que traía consigo un agravante. Este consistía en el rumor de que Santana estaba descontento, pues todo estaría haciéndose contra su voluntad. Gautier consideraba que era preciso «agregar esta otra mentira a fin de exasperar a los negros y a la vez a las gentes del campo», que solo tenían fe en lo que el presidente determinaba. El agente indicó E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 101-116; véase pp. 111113. El informe de Peláez está fechado el 8-XI-1860, y se encuentra en: AHN, Ultramar, Santo Domingo, leg. 3526/2. 41 Joaquín Navarro Méndez, «Anexión y abandono de Santo Domingo (18611865)», en Revista de Historia Militar, año 42, No. 84, 1998, pp. 163-196; véase p. 172. 40

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que los generales Valverde y Mallol desaprobaban el proyecto de protectorado, y Juan Julia, Juan Francisco Espaillat y otros lo comentaban irónicamente, mientras que Alejandro Angulo Guridi y Benigno Filomeno de Rojas eran «yankees consumados», ya que habían vivido durante mucho tiempo en los Estados Unidos. El primero estaba «muy contenido», pues sabía que el Gobierno lo vigilaba de cerca, y el segundo era «el más perjudicial» de todos, porque emitía epigramas y conceptos que, de forma disimulada, hacían la propaganda. A juicio de Gautier, sería muy conveniente interceptar la correspondencia de Rojas con Melitón Valverde, quien era senador por Santiago, porque la misma corroboraría sus afirmaciones. Además, le habían dicho con mucha reserva que el comerciante santiaguero Máximo Grullón tenía en su poder una carta de Melitón Valverde, en la que este aconsejaba «la propaganda contra los españoles», y se le había asegurado que del senador era de quien llegaban «las noticias más desfavorables». Por último, el agente secreto señaló que él mismo se había ofrecido a algunos españoles para escribir al cónsul, con objeto de pedirle que los hiciera representar en Santiago y Puerto Plata. Ello sería, en su opinión, un freno muy fuerte para los que procuraban entorpecer impunemente los planes que el ejecutivo de Santo Domingo, en unión y asistido por Álvarez, deseaba realizar, y a la vez un motivo menos para la alarma general que todos experimentaban.42 En otra carta que remitió al vicecónsul de España en Santo Domingo, Gautier se hizo eco de lo que se decía en torno al viaje de Álvarez y el ministro de Relaciones Exteriores a La Habana, que se atribuyó a la contratación de un préstamo de tres millones de pesos para amortizar el papel moneda circulante. De este modo, el Gobierno español conseguiría «mayor ascendiente e influencia sobre el de la República». Las diversas versiones al respecto coincidían en que «se hacía el sacrificio del empréstito para hacer plausible el pretexto de gravar la integridad del territorio de la península de Samaná a favor de España, y que esta lo había exigido en garantía tanto por aquella suma, como por los demás gastos» AGA, AAEE, 54/5225, No. 8, J. M. Gautier-Mariano Álvarez, Santiago de los Caballeros, 4 de octubre de 1860.

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que sufragaba por cuenta de la República. Por otra parte, la visita a Santiago de Manuel de Jesús Galván, secretario personal del presidente, causó sensación, y «todos los ávidos de novedades vieron en él un enviado gubernativo para estudiar la situación y abrir concepto sobre las disposiciones políticas» de esa provincia. Otro tanto sucedió con la llegada del coronel Fort, que fue un nuevo motivo de comentarios, porque nadie ignoraba que había obtenido permiso de la reina de España para pasar a Santo Domingo con 400 voluntarios catalanes, ni que en breve llegarían al país 2,000 navarros mandados por un general del Ejército español. Según el agente del consulado, todo esto parecía allá «más alarmante que útil», mientras que la gaceta del Gobierno guardaba «completo silencio sobre todo», lo que era otro motivo de disgusto, porque lo achacaban «a desconfianza o a un estudiado desprecio» hacia la provincia de Santiago. Los ánimos estaban tan exasperados que todo hacía temer que con el tiempo el Cibao se uniría a cualquier partido para derrocar al régimen santanista, ya fuese yankee-haitiano, ya cibaeño-haitiano, «ya en fin siete julistas» y baecistas. A juicio de Gautier, este último grupo sería siempre «el más de temer por hallarse heridas en su susceptibilidad y resentidas muchas personas de influencia», pertenecientes a uno u otro partido.43 Las noticias facilitadas por este agente revelan con claridad el estado de ebullición en que se encontraba el Cibao, y más concretamente la ciudad de Santiago, así como la enorme confusión que rodeaba la presencia de los militares españoles en territorio dominicano, que sin duda era vista con gran recelo por una buena parte de la población. Hacia finales de año, Gautier informó al vicecónsul Gómez Molinero de que Geffrard intentaba invadir la República, y que se suponía que atacaría por el Cibao, y le aseguró que si la invasión llegaba a producirse, encontraría ahí «sus más hábiles, activos y valerosos sostenedores». El agente aventuró incluso que no sería extraño que pronto hubiera otro san Bartolomé con los españoles, 43

Ibídem, J. M. Gautier-Eugenio Gómez Molinero, vicecónsul de España en Santo Domingo, Santiago de los Caballeros, 27 de noviembre de 1860 (las cursivas son del original).

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en referencia a la famosa noche del 24 de agosto de 1572, en que se desencadenó una matanza contra los hugonotes franceses, una alusión en la cual también cabe reconocer el origen familiar del propio Gautier. Acto seguido, este añadió un dato de gran importancia: No es de poca significación lo que sucede aquí desde que se supieron esas noticias; muchos temen y una gran parte desea una invasión, fundándose aquellos para suponerla y estos para desearla que es la última ocasión que la suerte le brinda al haitiano para lograr sus planes de conquista, pues que más tarde después de la llegada de las tropas españolas que se esperan, será inútil intentarlo.44 En tales circunstancias, el agente subrayó que los españoles estaban en peligro, ya que se adivinaba claramente todo lo que podría sucederles en caso de conflicto, y siempre serían ellos los más perjudicados. En otro orden de cosas, Gautier señaló al vicecónsul la conveniencia de que hiciese al Gobierno «alguna indicación sobre el silencio» que mantenía la Gaceta, dado que todo el mundo se quejaba de no saber nada de lo que estaba pasando, y parecía muy extraño que los periódicos de ultramar contuvieran más información que el único que había en la República. De hecho, en uno de los últimos números de La América había aparecido «un artículo (comunicado o copiado) fulminante» con Santana y el Gobierno español, «sobre la presunta venta de Samaná a estos», es decir, a los españoles. Lo que el agente calificó como una mera intriga de periódico se había «comentado muchísimo» en Santiago, donde el papel corrió de mano en mano, y puesto que la Gaceta no había desmentido nada, todos creían cierta la noticia. En conclusión, Gautier advirtió a Molinero que la alarma era grande y que no convenía mantener ese estado de cosas por más tiempo, e insistió en que veía el asunto «mal parado y el descontento muy generalizado».45 Ibídem, 10 de diciembre de 1860 (las palabras en cursiva aparecen subrayadas en el original). 45 Ibídem. 44

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No se podía decir más claro, y aunque es verdad que en algunos aspectos el agente exageraba mucho los riesgos existentes, por ejemplo en lo relativo a la suerte que podían correr los españoles si Haití invadiese la República, en lo fundamental daba una idea bastante aproximada de la realidad que se vivió en los meses anteriores a la anexión. Resulta particularmente llamativa la ansiedad provocada por el secretismo con el que se llevaron a cabo las negociaciones previas a la misma, así como la importancia de la prensa en cuanto a la creación de un cierto estado de opinión, que por muy limitado que fuera se volvió contra el Gobierno por su afán de ocultar las gestiones que realizaba con España. En Puerto Plata también había agentes secretos del consulado español, en este caso los hermanos Ginebra, que se dedicaban al comercio, igual que Gautier. De una de las misivas que dirigieron a Álvarez se deduce que la situación no era allá tan grave como en Santiago, pues según dichos agentes los rumores que se habían extendido anteriormente por Puerto Plata eran «mucho mayores y en grande escala en Santiago, y con ideas de carácter más hostil no tan solo para los españoles sino para los blancos en general». Esto vino a confirmar los temores expresados por Gautier, ya que el partido haitiano y algunos opositores al Gobierno de la República habían puesto en circulación que el 6 de enero se iba a izar la bandera española en Santiago, y de no haber tomado medidas las autoridades, «las masas se habrían sublevado». A juicio de los Ginebra, pese a que en esos momentos la agitación ya no era tan grande, se mantenía la alarma, y el peligro sería casi inevitable si no se frenaba a los agitadores, hasta el punto de que si estallase una revuelta era de prever que los españoles serían los peor parados, en la misma línea de lo ya expresado por Gautier desde Santiago. En opinión de estos agentes, los dos partidos mencionados consideraban a España la responsable de haber puesto al ejecutivo de Santo Domingo «en tan falsa posición», de modo que los descontentos tenían «por blanco la política española» en la República Dominicana.46 46

Ibídem, hermanos Ginebra-Mariano Álvarez, Puerto Plata, 3 de enero de 1861.

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Sin embargo, algunos días más tarde la situación no solo no había mejorado, sino que había seguido empeorando, tal como escribieron al cónsul los hermanos Ginebra, quienes le advirtieron que las noticias del interior del país no eran nada satisfactorias, mientras que en Puerto Plata no se había dejado de hablar sobre la política de España con respecto a la República.47 Es posible que todas estas informaciones nunca llegaran a conocimiento de las autoridades superiores, en Cuba, Puerto Rico o la metrópoli, pero sí lo hicieron al menos otras, como la que remitió a Serrano el coronel Francisco Fort. Este le hizo saber que había sido recibido en Puerto Plata «con muestras señaladas de deferencia» hacia España, si bien a continuación le comunicó que los españoles residentes en esa ciudad habían visto, «con la mayor indignación […] circular proclamas incendiarias predisponiendo los ánimos de la gente de color en contra de la España». Sin embargo, el coronel participó a Serrano que las autoridades estaban vigilantes, y que teniendo noticia de que se esperaba en breve en la aduana «una caja o tirada de las mismas», le habían asegurado que su administrador se encontraba ya sobre aviso, para destruirlas de inmediato. Por otro lado, Fort señaló que en los pueblos por los que había pasado de camino a Santo Domingo, aunque especialmente en Santiago y La Vega, también fue recibido con idéntica deferencia, y le manifestaron el disgusto tan profundo que les causaba ver a los agentes norteamericanos dedicarse a hacer propaganda. Según el militar, el país se hallaba, «generalmente hablando, en buen sentido e inmejorable espíritu en favor de España», a pesar de lo cual admitió que «la sola y aun muy remota posibilidad de volver a su esclavitud» podría servir a la larga para «soliviantar los ánimos de los habitantes del campo», que en su totalidad eran de color. Por ello, «cualesquiera que fuesen las miras» del Gobierno español con relación a la República Dominicana, Fort aconsejó que las mismas se llevaran a efecto lo antes posible, para no dar así lugar a que surgieran nuevas complicaciones, como era muy de temerse, y «variase su espíritu tan favorable hoy para España, Ibídem, 14 de enero de 1861.

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como entusiasta […] el de sus autoridades». Con referencia a la amenaza haitiana, el coronel manifestó a Serrano que si bien había paz en la apariencia, el país vecino contaba con dos vapores de guerra tripulados en su totalidad por franceses blancos, capitanes y oficiales incluidos. Por último, Fort aseguró que en Santo Domingo no se sabía nada acerca del embarque de los 800 colonos catalanes, que probablemente eran esos voluntarios de los que había dado noticia Gautier. A juicio del militar, como la venida tan solo de esta gente, mejoraría indudablemente las condiciones del país, si como es de esperarse se les socorriera convenientemente o cual soldados hasta que se hallasen en estado de ganarse el sustento o establecerse cada cual en su oficio y sin dejar de serlo; no debería en mi concepto perderse esto de vista, procurando su embarque lo más [sic] antes posible, para en el caso de que no lo hubiesen aún verificado, y, removiendo cuantos obstáculos pueda hoy haber para su más pronto arribo; puesto que, con él se asegura el éxito que a no dudarlo hubo de proponerse a mi salida de España el […] ministro de la Guerra y presidente del Consejo de Ministros.48 La existencia de esos supuestos colonos, pese a que finalmente no llegaran a embarcar con destino a la República Dominicana, prueba que algunas de las noticias que circulaban por el Cibao no eran del todo infundadas, y que cuando menos los planes iniciales del Gobierno español pretendían contar con un fuerte contingente de población española en aquel país. Tales rumores, como es lógico, contribuyeron a incrementar el malestar de una gran parte de la población, en particular del Cibao, pero las posturas contrarias a la política cada vez más evidente de acercamiento a España no venían tan solo de dicha región, sino que también aparecieron en otros sectores de la sociedad dominicana. En efecto, el presidente del Senado, Tomás Bobadilla, escribió a Santana el AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 47, coronel Francisco Fort-capitán general de Cuba, Santo Domingo, 4 de diciembre de 1860 (es copia).

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9 de octubre para expresarle su temor de que «pudiera caer en algún lazo de la política», en referencia a los proyectos que tramaba el Gobierno dominicano con las autoridades de Cuba, mientras Peláez se encontraba ya en Santo Domingo. Por su parte, el presidente respondió «indignado» a Bobadilla desde El Seibo, el día 23, «que no debía ocuparse de eso con tanta eficacia, porque ahí estaba la representación nacional, que desde el año 1844 venía salvando al país en cuantas circunstancias críticas se le habían presentado». Con tono igualmente sarcástico, Santana aseguró que esa representación, es decir, el Senado, «obraría con la misma cordura, en el caso de que él pudiera dar un mal paso, así como acababa de librar a la nación del descrédito rechazando el proyecto de ley sobre represión del robo» que el Gobierno le había sometido.49 Estas palabras revelan el mal estado de las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo de la República, tal como comunicó a su Gobierno el cónsul de Francia en Santo Domingo, el 10 de octubre de 1860, al señalar que se decía que él mismo, de acuerdo con el cónsul de Gran Bretaña, había «hecho una oposición violenta al proyecto de protectorado». Incluso llegó a afirmarse que ambos habían ido a ver al presidente para convencerlo, y después de negar este extremo, argumentando que estaba enfermo desde hacía un mes y no podía viajar, indicó que los partidarios de España, «obligados a rendirse a la evidencia», se habían «volcado sobre el Senado y algunos funcionarios». Estos poseían pequeños comercios y ello los ligaba «más íntimamente con los Estados Unidos», sospecha en la cual, a juicio de Zeltner, habían estado «más cerca de la realidad», como corrobora Domínguez, quien señala que los senadores consideraban que sus intereses comerciales saldrían perjudicados si la República Dominicana se anexionara a España. Por ello, al buscar a alguien que fuese capaz de dirigir un movimiento contra la anexión pensaron en el general Sánchez. Así pues, Tomás Bobadilla y Manuel Joaquín Delmonte enviaron a Manuel Rodríguez Objío a Saint Thomas, donde se encontraba exiliado el general, con objeto J. G. García, Compendio... vol. III, pp. 354-355 (las cursivas corresponden al texto transcrito por el autor, que no cita la fuente).

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de darle a conocer los planes de Santana, y que viera «lo que él podía hacer para contrarrestarlos», tal como afirmó más tarde el propio enviado.50 En apoyo de esta postura mayoritariamente contraria a la anexión, por parte de la cámara legislativa dominicana, cabe reseñar también la actuación de los hermanos Manuel María y Melitón Valverde, senadores ambos, quienes una vez proclamada la anexión redactaron una protesta que sin embargo no llegó a circular. Es cierto que tanto estos dos, que llegaron a formar parte de la comisión de Hacienda durante la etapa de la administración española, como los ya mencionados Bobadilla y Delmonte, quienes ocuparon asimismo puestos relevantes en el régimen anexionista, acabaron por ceder ante el hecho consumado, pero sin apoyarlo de forma entusiasta. En efecto, Rufino Martínez considera que a Bobadilla se le notaba tibieza, y no era «el fogoso afrancesado» de 1844, sino que parecía más bien estar en el movimiento anexionista como alguien que se dejaba llevar por la corriente dominante de su propio partido, el santanista, del cual había sido un destacado miembro desde la independencia.51 En cualquier caso, es cierto que las negociaciones se desarrollaron de forma secreta, lo que deja poco lugar a dudas acerca de que no se contaba con el respaldo de toda la población, de modo que puede interpretarse que uno de los motivos alegados para la anexión, la amenaza haitiana, era tan solo un pretexto. En la hipótesis de haber existido un peligro arrollador, es posible, y hasta cierto punto lógico, que el presidente hubiera hecho públicas sus gestiones con España, «presentándose como el mandatario que preocupado por salvar a su pueblo del [...] vecino invasor», recurría a la ayuda de grandes naciones. Esto podría incluso haberle servido de propaganda J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 103-104. El autor cita como fuentes la «Correspondencia de los cónsules de Francia en Santo Domingo, años 18601863», conservada en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia; y la obra de Manuel Rodríguez Objío, Relaciones, Archivo General de la Nación, vol. No. VIII, Ciudad Trujillo, Montalvo, 1951, pero no indica la página. 51 R. Martínez, Diccionario biográfico-histórico... pp. 63, 351 y 538-539. 50

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política en beneficio propio, pero en cambio todo se mantuvo «en gran secreto, señal inequívoca de que se tenía vergüenza y temor por lo que se estaba gestando». Independientemente de que los motivos esgrimidos fuesen sinceros o no, y pese a la gravedad de la situación, «nunca imperaron condiciones de tan extremado peligro como para apelar al supremo y desesperado recurso de la pérdida voluntaria de la soberanía a cambio de una protección extranjera». Así pues, Pedro Troncoso Sánchez sostiene que «el dilema: España o Haití, fue una idea forzada en la mente de Santana», a lo que Domínguez añade que el presidente utilizó la revuelta de Ramírez y Taveras para justificar la anexión, dado que «agrandó pequeños problemas surgidos en la zona fronteriza hasta convertirlos en acontecimientos nacionales».52 Aunque buena parte de estos hechos parecen indudables, ello no implica sin embargo llegar necesariamente a la conclusión de que la amenaza que representaba Haití para la independencia dominicana fuese poco menos que un simple invento de la camarilla santanista para justificar su actuación. Puede concluirse, pues, que si bien existía un peligro objetivo, el grupo santanista lo utilizaba de un modo u otro, en general magnificándolo, según sus propios intereses y las circunstancias de cada coyuntura. A pesar de que no se puede conocer con exactitud lo que Santana pensaba respecto a la cuestión haitiana, por lo que no debe descartarse rotundamente su influencia como un factor de peso, y real, no solo circunstancial, en las negociaciones con las autoridades españolas, existe una cierta coincidencia en torno a la honradez personal del presidente. De hecho, el cónsul de Francia en Santo Domingo así lo reconocía en un despacho que envió al ministro de Asuntos Extranjeros de su país, el 17 de octubre de 1860, al señalar que Santana no era de aquellos que contribuían «con exigencias a arruinar el tesoro público». Zeltner aseguró que mientras el presidente vivía con extrema J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 64-65. Domínguez cita a Pedro Troncoso Sánchez, Estudios de historia política dominicana, Colección Pensamiento Dominicano, Santo Domingo, Julio D. Postigo e Hijos, 1968, pero no indica la página.

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sencillez, los ministros y altos funcionarios, un «círculo bastante reducido», no desperdiciaban ocasión alguna para enriquecerse, y que las frecuentes ausencias de Santana, quien pasaba «la mitad del año en sus hatos», les daban «grandes facilidades para sus negocios». Esto mismo puede decirse con respecto a los senadores, cuyas actividades comerciales los hacían mucho más proclives a otras combinaciones, sobre todo con los Estados Unidos, según había expuesto ya el propio Zeltner a su Gobierno en la misiva mencionada anteriormente. En cuanto a la sinceridad de los sentimientos proespañoles del presidente dominicano, resulta muy difícil valorar un aspecto tan subjetivo, si bien es cierto, como subraya Hugo Tolentino Dipp, que aquel fue afrancesado en 1844 y 1849, cuando abogó por un protectorado de Francia, y proestadounidense en 1854 y 1856, cuando quiso vender Samaná a los Estados Unidos. Dicho autor considera que el cónsul Segovia provocó la caída de Santana, en 1856, porque no lo encontraba «nada españolizante», y concluye que «este españolismo del caudillo oriental en 1861, fue producto de la conveniencia política, no de un sentimiento genuino».53 No obstante, este juicio puede rebatirse, o al menos matizarse, con el argumento de que Santana también llevó a cabo, de forma repetida, numerosas gestiones diplomáticas en busca de un acercamiento a España, y que las mismas solo obtuvieron una respuesta suficientemente positiva para sus aspiraciones por parte del ejecutivo O’Donnell. Por ello, resulta necesario examinar los intereses del grupo anexionista desde una perspectiva que permita comprender las razones que llevaron al Gobierno de la República a poner en marcha un proceso mediante el cual se destruyó la independencia dominicana, para dar paso a una nueva situación político-administrativa de tintes claramente colonialistas. Uno de los documentos en que pueden apreciarse con mayor claridad los principales objetivos del sector criollo partidario de la anexión es la exposición que presentó el ministro dominicano de Ibídem, pp. 65-67. El autor se apoya parcialmente en Hugo Tolentino Dipp, La traición de Pedro Santana, Santo Domingo, Impresos Brenty, 1968, pero no indica las páginas.

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Relaciones Exteriores al capitán general de Cuba. En ella, Ricart le manifestó su confianza en que el ejecutivo de Madrid adoptase con prontitud la resolución que creyera más «oportuna para poner a cubierto de una vez para siempre los intereses de España en Santo Domingo». Con objeto de poner a esta bajo la protección de aquella, el ministro propuso en nombre de su Gobierno «las bases con que semejante unión podría realizarse», de tal modo que si la misma se hiciese por medio de anexión, el presidente de la República solicitaría lo siguiente: Primero: que se conserve la libertad individual sin que jamás pueda restablecerse la esclavitud en el territorio dominicano. Segundo: que la República Dominicana sea considerada como una provincia de España, y disfrute como tal de los mismos derechos. Tercero: que se utilicen los servicios del mayor número posible de aquellos hombres que los han prestado importantes a la patria desde 1844, especialmente en el Ejército [...]. Cuarto: que como una de las primeras medidas mande S. M. amortizar el papel actualmente circulante en la República. Quinto: que reconozca como válidos los actos de los Gobiernos que se han sucedido en la República Dominicana desde su nacimiento en 1844. En caso de que la anexión no conviniera a la política de España, y esta «prefiriese el protectorado», Santana pediría: Primero: que S. M. C. garantizase la integridad del territorio de la República [...]. Segundo: que asimismo garantice S. M. C. la independencia y soberanía de la nación dominicana, y le facilite armamentos, pertrechos, buques de guerra y tropas, si las necesitare, en el caso que la República sea amenazada por una invasión u otra, como igualmente interponer sus buenos oficios, autoridad e influencia en cualquiera dificultad que pueda ocurrir entre el Gobierno dominicano y los de otras potencias.

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Tercero: que S. M. consienta que vengan de la península, Cuba o Puerto Rico, sargentos y oficiales del Ejército para la formación e instrucción del dominicano. Cuarto: que S. M. consienta en que se establezca una corriente de inmigración de las islas Canarias o de otros puntos de la península, costeada por ella misma, reconociendo la República una deuda nacional por la suma a que ascienda esta operación.54 Como contrapartida, el Gobierno dominicano se comprometía, en primer lugar, a no celebrar «tratados de alianza ni convenios especiales de guerra ofensiva y defensiva sino de acuerdo con España», y en segundo, a no firmar tratados con ninguna otra nación, que fueran contrarios a la política y a los intereses españoles. En tercer lugar, se comprometía a no arrendar puertos ni bahías, y a no hacer «concesiones temporales de ellos ni de terrenos, bosques, minas y vías fluviales a ningún otro Gobierno»; en cuarto, se daría a los oficiales instuctores, a su llegada a la República y si así lo deseaba el ejecutivo de Madrid, el grado de ascenso inmediato. Por último, los puertos y bosques de la República quedarían abiertos para el servicio de la Marina española. Pese a plantear las dos alternativas señaladas, el ministro de Relaciones Exteriores no ocultó que el deseo preferente, tanto de Santana y su Gobierno como de «la mayoría de la nación dominicana», era que España «admitiese la anexión como medio más útil y provechoso para ambos países». Ricart utilizó incluso el argumento de «su igualdad de origen, de usos, costumbres, de religión y de sentimientos», lo que según aquel facilitaría el perfecto enlace entre ellos,55 un argumento que si bien resulta bastante discutible, no por ello dejaría de encontrar eco en el Gobierno español.

Ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana-capitán general de Cuba, La Habana, 8 de noviembre de 1860. Documento conservado en el Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid, y recogido por M. Morán Rubio en La anexión de Santo Domingo... vol. II, pp. 152-157; véase pp. 152-154. 55 Ibídem, pp. 154-155. 54

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Por su parte, el cónsul de España en Santo Domingo dirigió al ministro de Estado un escrito muy importante a la hora de conocer los factores que el grupo santanista, así como los propios agentes y autoridades españoles en las Antillas, consideraban necesario poner de relieve para persuadir al ejecutivo de Madrid sobre la conveniencia de la anexión. En sus observaciones, Álvarez señaló los puntos principales que debían tenerse en cuenta para adoptar la resolución más adecuada con respecto a Santo Domingo, entre los que cabe subrayar los siguientes: Por el tratado existente con España la República Dominicana no puede en cierta manera ceder ni enajenar la más pequeña parte de su territorio. [...] Comprenden con fundamento los dominicanos que no tienen ni tendrán nunca elementos de gobierno, por falta de personas, de capacidades, y porque las autoridades carecen de fuerza moral; son una familia en que los lazos de parentesco, amistad y compadrazgo impiden crear una administración sólida y vigorosa. Dada la supuesta «imposibilidad de gobernarse» que afectaba a los dominicanos, el diplomático sostuvo que la única garantía de gobierno que tenía la República era Santana, y aseguró que cuando este faltara no habría «un hombre de completa popularidad y acción» que lo sustituyese y encabezara un partido capaz de gobernar el país. A juicio de Álvarez, en tal situación de ausencia de un liderazgo fuerte «sobrevendrían las luchas intestinas», cuyo resultado no sería otro que la caída de la República en poder de los norteamericanos o de los haitianos. Con estas premisas, ya bien conocidas, el representante de España llegó a la parte esencial de su propuesta, que consistía en proponer lo que denominó la «solución más lógica, equitativa y conveniente para ambos países». Según Álvarez, el protectorado era «difícil acordarlo y determinar los límites hasta donde» podría extenderse, pues «para que fuese eficaz su acción, la intervención tenía que ser completa: además impondría cargas y sacrificios», que no

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resultarían compensados por «las ventajas que pudieran obtenerse» a cambio. Por otra parte, «las dificultades para otorgarlo no serían pocas y habría que contar con Francia e Inglaterra», si bien daba por seguro que «esta última potencia crearía obstáculos». Frente a los inconvenientes del protectorado, el cónsul indicó que «la anexión es más fácil y conveniente y hoy por hoy ya sabemos cómo se hace para figurarla espontánea. Si este carácter deben tener en general actos de esta naturaleza, la de Santo Domingo a España sería real y positivamente más libre, más deseada y más espontánea que ninguna otra».56 Estas palabras no dejan lugar a dudas sobre la decidida apuesta de Álvarez en favor de una de las dos opciones en juego, y del mecanismo más apropiado para llevarla a cabo, seguramente con base en algunos casos de anexiones anteriores y contemporáneas, como la de Texas a los Estados Unidos, o las de Saboya y Niza a Francia. En cuanto a las ventajas que tenía para España este procedimiento, el agente las dividió en políticas y comerciales. Las primeras eran: 1.ª Asegurar de este modo a Cuba y Puerto Rico hoy amenazadas con las eventualidades de esta República. 2.ª Extender y consolidar nuestra influencia en estas regiones previniéndonos para ulteriores miras. 3.ª Con la posesión de las minas de carbón de Samaná nos emanciparíamos de Inglaterra bajo este concepto en América. Si esta potencia nos cierra el mercado de este combustible, ¿cómo alimentaríamos nuestras escuadras en estos mares cuando nuestros carbones hoy día no bastan para el consumo de todo el que necesita la península? Es cierto que si se pidiese esta bahía la cedería la República, pero habría que fortificarla y al cabo sería una posesión en territorio que no era [sic] de nuestra pertenencia. 4.ª Mayor preponderancia como nación marítima poseyendo las tres grandes Antillas, desde ellas mandaríamos no AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, La Habana, 12 de noviembre de 1860.

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solo con [sic] el golfo de Méjico, sino en la América del Centro y la del Sur; impondríamos a la Unión más que en la actualidad y cuando llegue el momento de encontrarnos frente a frente, lo que será tarde o temprano, nuestra posición sería tan ventajosa que tal vez la dominaríamos moral y políticamente. Con respecto a las ventajas que calificó como comerciales, Álvarez consideraba que la anexión de Santo Domingo permitiría a España «enlazar el comercio de Cuba y Puerto Rico con la nueva posesión», y aumentar la Marina mercante española con un mercado más. En Santo Domingo podían encontrarse también «maderas de construcción inmejorables, en gran cantidad y de fácil extracción por los grandes ríos que atraviesan la isla»; minas de oro y demás metales, así como otras de carbón, estas últimas situadas en Yuna y Samaná. El nuevo territorio produciría además un considerable «aumento de productos coloniales» para el comercio español, entre ellos tabaco, café, azúcar y cera, y la anexión llamaría a multitud de españoles que vagaban por las inseguras Repúblicas del centro y sur de América. Asimismo, se incrementaría la inversión de capitales en Santo Domingo, al ver allí tanta seguridad como en Cuba y Puerto Rico, y un campo propicio para sus especulaciones, ya que «además de los terrenos feracísimos, les brindaría el primer desarrollo de una naciente colonia». El diplomático aludió igualmente a los «sacrificios o gravámenes» para España, derivados de la anexión, y que clasificó del siguiente modo: Ejército: dos mil hombres, comprendiendo aquí todas las armas. No se necesita más estando el lleno de nuestras fuerzas en Cuba y Puerto Rico. Un apostadero arsenal y corte de maderas en Samaná. Administración de rentas. Con un corto personal se haría el servicio. Más adelante podría aumentarse cuando se fomentase la riqueza con los nuevos arbitrios que se creasen. En el día no hay otras rentas que las de aduanas, papel sellado, patentes de comercio y la insignificante de correos.

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Administración de justicia. Cuatro jueces de 1.ª instancia y cuatro promotores. Las apelaciones podrían ir a una de las Audiencias de Cuba o Puerto Rico hasta que se estableciese la de Santo Domingo. Personal militar. Cuadro de generales, coroneles y oficiales del Ejército dominicano. Se les daría en situación de reemplazo un corto haber no excediendo en los primeros de 40 a 50 pesos fuertes. Repartirles algunas cruces y distinciones a los más beneméritos empleando en el servicio activo a los que por su influencia u otras causas lo mereciesen y fuese conveniente a nuestra política. Para lo relativo a la necesaria organización de una nueva estructura administrativa en Santo Domingo, Álvarez resumió las medidas más urgentes que debían adoptarse en materia eclesiástica, considerando que era de suma necesidad reformar y completar la curia diocesana, «volviendo a ser entonces primada de las Indias». Por ello, se requería «un arzobispo, dos dignidades y cuatro canónigos por lo menos que servirían de base para formar y completar el cabildo catedral», algo que era, a juicio del representante de España, «de tanto interés cuanto que las funciones religiosas» cautivaban sobremanera y excitaban «la gran fe católica de los dominicanos». Por lo que se refiere a los aspectos financieros, según Álvarez el papel moneda circulante en Santo Domingo podría amortizarse con alrededor de 250,000 pesos fuertes, y la República no tenía deuda con ninguna nación. Además, «la renta de aduanas bien administrada se aproximaría en el primer año a un millón de pesos fuertes», en lugar de los 500,000 que producía en esos momentos, y una vez «retirado el papel moneda de la circulación sería indispensable en el mercado la moneda de cobre para la compra de artículos de necesidad general, muy baratos en la República». Por último, el cónsul no pudo dejar de mencionar algunos de los principales «inconvenientes que podrían resultar de la anexión», y en ese sentido señaló:

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La anexión de una República hispanoamericana a la antigua metrópoli ¿sentaría por sí sola el precedente, o enseñaría el camino para que lo hiciesen las demás abrumándonos con una carga demasiado grande? Tal vez, pero al admitir la anexión de Santo Domingo puede España manifestar y apoyarse en que las razones de historia, situación geográfica, tratado existente y peligros de que está amenazada tan pequeña nacionalidad por dos razas enemigas la ponen en actitud especial con ella; razones todas por cierto bien distintas de las que pueden alegar las demás Repúblicas a las que si se puede, debe ayudárseles pero por otros medios. ¿Fomentaría el aumento de nuestras posesiones la emigración peninsular, creando otra vez unos de los graves males que nos acarrearon por esto en la primera época? Hoy no es de temer. La emigración de canarios que es la más general no ha podido cortarse, y aun suponiendo que de otras provincias vinieran, hay hoy un nivel de población en la mayor parte de las naciones de Europa alimentado por los caminos de hierro, en gran desarrollo ya en la península, que conduce una masa flotante de población extranjera de la que mucha parte se acomoda en España, como es sabido.57 Como puede apreciarse, Álvarez no tomó en consideración algunos de los problemas de carácter internacional que quizás con mayor probabilidad podrían derivarse de la anexión de Santo Domingo a España, y que eran sin duda los más preocupantes para el ejecutivo de Madrid, muy en particular un posible conflicto con los Estados Unidos. La hipótesis de un enfrentamiento con Haití tampoco debía tener, en su opinión, la relevancia suficiente como para suscitar un comentario al respecto, y si bien es cierto que el temor que despertaba ese país en el Gobierno español no era comparable al del peligro de una guerra contra los norteamericanos, no por ello dejaba de constituir una amenaza. En efecto, el agente obvió la conjunción de fuerzas que podría tener lugar Ibídem.

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entre haitianos por una parte, y dominicanos opuestos al dominio de España por otra, que resultaba perfectamente plausible, y cabe pensar que lo hizo de forma deliberada para no dar pie a que apareciesen nuevas objeciones en Madrid frente a la conveniencia de la anexión. Por lo que respecta a las cuestiones de carácter económico y financiero, Álvarez planteó de nuevo, tal como había hecho Ricart en las bases ya mencionadas, la necesidad acuciante de retirar de la circulación el papel moneda, lo que resultaba de especial interés para quienes poseían una mayor cantidad del mismo, entre ellos los altos cargos de la administración. Muy relacionado con este aspecto, también puede indicarse que el grupo santanista tenía otros muchos intereses que deseaba ver satisfechos por medio de la anexión, y así lo indicaron en un informe dirigido al gobernador de Puerto Rico, el 23 de agosto de 1861, el segundo cabo de dicha isla, Carlos de Vargas, y el comandante del Estado Mayor de la misma. Estos manifestaron que «los influyentes del general Santana» deseaban aplazar la amnistía propuesta por las autoridades españolas, «para conservar su protegida posición hasta obtener cumplida satisfacción a la ambición» que les había «ido creciendo rápidamente desde la anexión». Por su parte, el propio Serrano, después de visitar Santo Domingo, escribió a O’Donnell el 6 de septiembre de 1861 unas palabras muy esclarecedoras sobre este asunto: Los hombres que rodean al general Santana han exagerado de tal modo sus pretensiones, y tanto en ellos se ha despertado la ambición de sueldos y empleos, que constituyen un obstáculo muy considerable para que la organización de la administración se lleve adelante. Aspiran a los primeros puestos y rehúsan los inferiores que se les han ofrecido con larga mano.58 J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 66-67. Domínguez cita las siguientes fuentes: «Memoria de la comisión que representó al gobernador de Puerto Rico, general Echagüe, en la visita que hizo Serrano a Santo Domingo [...]. Archivos del historiador José Gabriel García»; y E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 256-261; véase pp. 258-259.

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En cualquier caso, la ambición de los miembros de la camarilla santanista no surgió de repente, a raíz de la anexión, sino que por el contrario había sido una de las razones que contribuyeron más poderosamente al establecimiento del nuevo régimen, y por ello el Gobierno dominicano entabló la negociación a partir de unas bases muy claras. En todo momento, como ya se ha señalado repetidas veces, aquel contó con la imprescindible colaboración de los diplomáticos españoles acreditados en Santo Domingo, sin la cual es muy dudoso que hubiera alcanzado sus objetivos. En efecto, de forma paralela con las negociaciones que se estaban desarrollando en La Habana entre Serrano y Ricart, en presencia de Álvarez, desde la capital dominicana el vicecónsul Gómez Molinero continuó la labor comenzada por su jefe. Así, en respuesta a las instrucciones del ministro de Estado de estudiar la manera de que la República Dominicana pudiese tener «recursos permanentes para el sostenimiento de las cargas públicas», Molinero aseguró que el consulado era consciente de «la crítica existencia de un Estado» cuyo Gobierno no disponía de «rentas fijas y seguras con que cubrir sus atenciones». Según el representante de España, Álvarez y él mismo juzgó desde el principio que «lo que con más urgencia necesitaba» la República eran «ciertas garantías de seguridad política». Por ello, ambos diplomáticos se habían dedicado preferentemente «al estudio e investigación de los elementos» que constituían dichas garantías, «procurando hallar medios con que robustecerlas y desarrollarlas, para hacer frente a las ambiciosas miras de la Unión y a las invasiones y tendencias Haitianas». Acto seguido, Molinero subrayó «tres importantísimas deducciones» que cabía hacer de los numerosos despachos dirigidos a Calderón Collantes desde el consulado: la primera, que interesaba mucho a España todo cuanto tuviera relación con la isla de Santo Domingo. La segunda, que no era posible que subsistiese la nacionalidad dominicana, «sin exponerse a grandes peligros, que lo serían también» para las vecinas posesiones españolas, si no recibía «apoyo, influencias y recursos de otra potencia». La última deducción que constató el agente era que correspondía a España semejante empresa, de la que tenía entendido que se

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ocupaba en esos momentos el ejecutivo de Madrid, y añadió que era urgente resolver una cuestión tan delicada, tal como venían a confirmar el acto pirático de Alto Velo y las asechanzas haitianas. En opinión de Molinero, ambos asuntos demostraban «que lo que ayer era proyecto de más pronta o más lejana realización», había comenzado a manifestarse ya en el terreno de los hechos, de modo que creyó prudente posponer hasta el regreso del cónsul el cumplimiento de una comunicación del Ministerio de Guerra, relativa al requerimiento de pago de las armas y municiones suministrados a la República Dominicana. Por su parte, el 29 de enero de 1861, el Ministerio de Estado comunicó a la legación en Santo Domingo que, al menos por el momento, no era intención del Gobierno español «exigir perentoriamente el reembolso de las sumas» a que ascendían los pertrechos de guerra, ni el de las cantidades en efectivo que se habían proporcionado al Gobierno dominicano. Sin embargo, le dio orden de llevar «cuenta exacta de todo», para cuando el ejecutivo de Madrid estimase oportuno pedir el reintegro de dichas sumas de dinero,59 lo que da idea de que, incluso en una fecha tan avanzada, la posibilidad de la anexión se consideraba en España todavía muy remota. Por su parte, Álvarez se mantenía al corriente, desde La Habana, de las reticencias que despertaba en el Gobierno español la idea de involucrarse de forma aún más directa en la República Dominicana, y por ello se refirió también a la cuestión de Alto Velo con la esperanza de estimular, una vez más, el interés de aquel por los asuntos dominicanos. El diplomático transmitió a Calderón Collantes que, como era de suponer que los norteamericanos volverían por allí, procuraría que el ejecutivo de Santo Domingo enviara con frecuencia un buque de su Marina para vigilar dicho islote. Por otro lado, Álvarez insistió de nuevo en la interesante correspondencia dirigida por Serrano al ministro de Estado, y en lo que él mismo le había expuesto en su informe del 12 de noviembre, en el sentido de que el Gobierno español dictase una AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006, Gómez Molinero-ministro de Estado, Santo Domingo, 28 de noviembre de 1860 (la minuta de respuesta aparece escrita en el exterior del despacho).

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resolución para impedir que la República Dominicana cayera «en poder de las razas distintas» que la codiciaban. A continuación, si bien el representante de España aseguró que no tenía nada más que añadir acerca de este particular, llamó la atención de Calderón sobre el que a su juicio era «el punto más codiciado, más estratégico, y de más porvenir en América»: la bahía de Samaná. Álvarez indicó que, en caso de que los Estados Unidos empezasen a disolverse, inmediatamente se presentarían «en Santo Domingo dos partidos a cual más activo en sus maniobras y pretensiones para lograr la posesión de esta magnífica bahía». A fin de actuar como acicate, el cónsul trajo a colación que las circunstancias por las que atravesaba en ese momento la federación norteamericana tenían, con respecto a las Antillas españolas y en particular a la isla de Cuba, «una gravedad mucho mayor» de lo que parecía a primera vista. Así pues, aquel pronosticó que una vez inaugurado el movimiento secesionista, tras la elección de Abraham Lincoln como presidente de los Estados Unidos, las amenazas de separación por parte de Carolina del Sur y los demás estados esclavistas, aunque más prudentes, no dejarían de «preocupar la mente de la nueva administración» que iba a instalarse en Washington, el 4 de marzo de 1861. Según Álvarez, sus partidarios la incitarían a precaverse «contra todas las eventualidades de un rompimiento abierto entre las dos secciones del país». Si se produjese una separación definitiva, los estados del sur pondrían los ojos en Samaná y las Antillas españolas, un pensamiento que preocuparía también a los estados del norte que, si consiguieran la posesión de Samaná, «ejercerían un dominio real y verdadero en el golfo de Méjico», tendrían al sur casi dominado y a Cuba amenazada. Además, siempre en opinión del agente, la bahía de Samaná podía «llegar a ser hasta una garantía de unión y de unión forzosa» para los Estados Unidos, y «establecido en ella un vasto arsenal marítimo y situadas allí sus escuadras», el ejecutivo de Washington ejercería un bloqueo pacífico sobre las posesiones de España en el Caribe. En resumen, de estas razones se desprendía que aunque por el momento no se viese alterado el orden en los Estados Unidos, su Gobierno permanecería atento a los peligros que amenazaban la existencia de la Unión, y «en

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previsión de ulteriores acontecimientos», pondría todo su afán en lograr la posesión de la bahía de Samaná. De este modo, en caso de dividirse los Estados Unidos, el norte se resarciría de la pérdida de sus arsenales de Norfolk y Pensacola, mientras que los estados del sur, con «la misma previsión pero con distinto interés, [...] llegado el cataclismo», harían igualmente los mayores esfuerzos para posesionarse de aquel punto tan estratégico. Por tanto, concluyó Álvarez, era de suponer que ambas partes redoblarían esfuerzos «para lograr el resultado tan apetecido», y no escatimarían en sus ofertas al Gobierno dominicano, que sin duda alguna, si se le dejaba abandonado a sus propios recursos, se echaría en brazos del que le hiciera la mejor proposición. No obstante, tal cosa solo ocurriría «el día en que cansados y sin esperanza algunos de los actuales gobernantes abandonasen el poder y fuesen reemplazados por otros» que había en la República, a quienes el diplomático calificó como «poco amantes de la nación española».60 La recurrente utilización de Samaná, y su supuesta importancia geoestratégica, como el medio más socorrido para atraer la desfalleciente atención del ejecutivo de Madrid, hace necesaria una detenida consideración de la mayor o menor veracidad de los argumentos empleados para ponderar el auténtico valor de este punto del territorio dominicano. Así, por ejemplo, Robles Muñoz considera discutible su interés militar, y pésimas las condiciones de la bahía para los asentamientos humanos. Este autor se apoya en un informe remitido al Gobierno español por el último capitán general de la isla, José de la Gándara, el 9 de enero de 1865, en el cual, a la pregunta de qué era Samaná, respondió que se trataba de «una bahía menos importante y más defectuosa» de lo que se había creído, «situada en el paraje más insano de la tierra». De la Gándara cita a su vez otro informe, fechado en diciembre de 1861, para sostener la tesis de la «escasa importancia» de Samaná,61 pero la proliferación de juicios contradictorios con respecto a dicho punto hace difícil AMAE, H 2375, Álvarez-ministro de Estado, La Habana, 25 de noviembre de 1860 (es copia). 61 Cristóbal Robles Muñoz, Paz en Santo Domingo (1854-1865): el fracaso de la anexión a España, Madrid, Centro de Estudios Históricos, CSIC, 1987, p. 100. El autor cita a J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. II, pp. 466-467. 60

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establecer con certeza la validez absoluta de la opinión manifestada por estos autores. Sin duda, el interés de España en Santo Domingo se debía sobre todo a su estratégica posición entre Cuba y Puerto Rico, si bien el punto geográfico más importante del territorio dominicano era la bahía y península de Samaná, dado su carácter de abrigo natural para las Marinas mercante y de guerra, por lo que Serrano propuso a las autoridades de Madrid: La franquicia absoluta para Samaná o bien el establecimiento de un derecho mínimo para toda clase de importaciones en todos los puertos de la isla […], y la exención de tributos […] por un determinado número de años […]. Acerca de esta bahía cuya importancia bajo todos conceptos así el militar como el comercial y marítimo es universalmente reconocida [...] mi opinión es que deben establecerse en los mismos bosques que la rodean, cortes de maderas destinadas a las construcciones navales que además de esta ventaja ofrecerán […] sitios apropiados para las construcciones que han de hacer necesarias los establecimientos militares y comerciales.62 En efecto, el Gobierno español preveía transformar aquel lugar en el principal puerto exportador de la producción agrícola del Cibao, con lo cual desbancaría a Puerto Plata, e incluso convertir Samaná en el centro de gravedad económico, comercial y militar de la nueva provincia. En tal dirección apuntaba un informe redactado por el capitán de Ingenieros Santiago Moreno, quien apostó claramente por las bahías de Samaná y Manzanillo frente a las ciudades de Puerto Plata y Santiago de los Caballeros, esta última situada a orillas del río Yaque. El capitán señaló que la parte más productiva de todo el Cibao era «la comprendida en los valles de Yuna y el Camú», mientras que en todo el valle del Yaque el número de productores era bastante menor. Los ríos AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/16, No. 1, Serrano-ministro de Guerra y Ultramar, La Habana, 5 de septiembre de 1861.

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Yuna y Yaque favorecían esta idea, porque se prestaban «muy bien a hacerlos navegables». Toda vez que dichos ríos desembocan en las bahías de Samaná y Manzanillo, respectivamente, era natural creer que el establecimiento de cualquiera de esas vías permitiese, de un modo más directo y económico, la exportación de los principales productos del país, sin necesidad de que los pueblos productores tuvieran que recurrir a Santiago como centro de depósito. Moreno indicó que los alrededores de esta población eran estériles, y que la existencia de la misma se debía «más bien a los depósitos que a sus producciones». Semejantes consideraciones parecían desaconsejar los grandes gastos necesarios para mejorar el muelle de Puerto Plata, «que aun en tal caso no podría nunca competir con Samaná».63 Otro informe anterior, realizado por el también capitán de Ingenieros José Ramón de Olañeta, afirmaba que en Samaná se había cultivado «el café, la caña de azúcar, el añil y el cacao», pero que en esos momentos sus habitantes solo se dedicaban a una agricultura de subsistencia, que en nada alteraba «el letargo comercial» de la península. Pese a su «profusión de riquezas» naturales, estas no habían sido explotadas aún, por lo que Olañeta recomendó «un detenido examen mineralógico», así como una clasificación de las maderas de construcción existentes en la bahía. Esta contaba con «diversos fondeaderos de ningún comercio», según el mencionado autor, quien describió el puerto de Santa Bárbara de Samaná como «compuesto de cincuenta a sesenta chozas de tablas». Su «aspecto e irregular colocación» contribuían a formar «el cuadro más triste y desgarrador» que viajero alguno hubiera contemplado, «contrastando esta miseria con la fecunda vegetación» circundante. La población ascendía a unos cuatrocientos habitantes, la mayoría de ellos «de razas cruzadas, encontrándose negros de origen francés, inglés y americano y muy pocos blancos». El clima «cálido y sumamente húmedo» era «nocivo a la salud», y el agua potable, Archivo General Militar, Madrid (en adelante: AGMM), Colección General de Documentos, Santo Domingo, No. 6390 (rollo No. 65: 5-4-11-5), «Idea general de la parte española de la isla de Santo Domingo», por el capitán de Ingenieros Santiago Moreno, Santo Domingo, 31 de julio de 1861 (tanto este informe como los dos siguientes se encuentran microfilmados).

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que estaba cargada de «sales purgantes», constituía otra causa de enfermedades. En la costa opuesta se levanta el pueblo de Sabana de la Mar, fundado como el de Santa Bárbara en 1736 con colonos canarios, una medida que «tomó España antes de estallar su guerra con Francia, para poner esta península a cubierto de toda tentativa enemiga», lo que demuestra la importancia que se había concedido siempre a la defensa de un punto tan estratégico. En opinión de Olañeta, Samaná reunía condiciones adecuadas para la navegación, ya que «los vientos reinantes son brisas frescas» muy favorables para que los barcos entrasen en la bahía. Asimismo, esta era «un magnífico abrigo para grandes escuadras», tal como lo acredita la historia, pues en 1802 habían fondeado en ella más de sesenta buques de gran calado, al mando del general Leclerc. Por otra parte, su posición geográfica era «importantísima con relación al golfo de Méjico, y al continente», de modo que debía convertirse en la llave que asegurase a España sus posesiones, «y a la vez el comercio de las Antillas y del continente». Dicho autor aseguró incluso que en toda América no existía un punto más estratégico, si bien advirtió de que era necesario llevar a cabo «grandes mejoras militares que harían crecer su importancia». Por tal motivo, en la conclusión de su informe señaló los trabajos más urgentes que debían emprenderse para fortificar Samaná de forma provisional, con los que este puerto quedaría «a cubierto de un golpe de mano», y sin incurrir en grandes gastos.64 Por último, en la memoria encargada por el gobernador de Santo Domingo a una comisión compuesta por militares de diversas armas y cuerpos, sus autores afirmaban que «la importancia de la bahía de Samaná, considerada bajo el punto de vista de su situación geográfica», era incuestionable. Además, las ventajas que su ocupación ofrecía a una nación que deseara «estar en aptitud de proteger o aniquilar, según los casos, el comercio de Europa con América, dando seguro abrigo a sus escuadras», que podían encontrar en ella «una base natural de operaciones» o un refugio ante Ibídem, No. 6391 (rollo No. 65: 5-4-11-6), «Descripción geográfica, política, histórica y militar de la península de Samaná», por el capitán de Ingenieros José Ramón de Olañeta, Santa Bárbara de Samaná, 26 de mayo de 1861.

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la eventualidad de una guerra, eran generalmente reconocidas. Subrayaban también que España, «más interesada que ninguna otra nación de Europa, en asegurar su preponderancia en América», mientras creyese «conveniente conservar sus antiguas colonias de Cuba y Puerto Rico», tendría «naturalmente en la bahía de Samaná un apoyo para la defensa de las mismas», así como para prestar a su comercio «una protección eficaz y poderosa». Sin embargo, al extender su análisis a otras realidades de la isla, los miembros de la comisión constataron la existencia de aspectos muy negativos, que eran especialmente sensibles en Samaná, donde no había nada «que proteger o fomentar». Para fundar una base militar estable se necesitaba crear y desarrollar allí la vida civil de que carecía, sin la cual esa base difícilmente podría existir y perdía una gran parte de su objeto. A todo ello se sumaban los obstáculos naturales, pues cuando se estudiaban detenidamente sus elementos constitutivos, y los requisitos para «establecer una posición militar formidable», se comprendía lo aventurado de «atribuirle en absoluto una importancia» que aminoraban dichas circunstancias, ya que sería muy arduo eliminar o al menos paliar los numerosos inconvenientes que existían para alcanzar ese objetivo.65 Estas palabras parecen dar la razón al general De la Gándara en cuanto a las dificultades que planteaba el emplazamiento de Samaná para las tropas, pero el último gobernador español de Santo Domingo llegó incluso al extremo de negar la utilidad que la bahía podría reportar a los Estados Unidos, en caso de que quisieran apoderarse de Cuba. De hecho, si los norteamericanos se estableciesen en Samaná, «no sería Cuba el objeto principal que los llevara» allá, puesto que a juicio del militar la bahía de Manzanillo les sería de mayor utilidad para tal fin,66 por estar mucho más cerca de esa isla. Frente a la amenaza que planteaba el afán expansionista de los Estados Unidos, el cual fue uno de los Ibídem, No. 6392 (rollo No. 65: 5-4-11-7), «Memoria sobre el reconocimiento de la bahía de Samaná verificado por la comisión facultativa nombrada al efecto por el […] capitán general de la isla de Santo Domingo», Santo Domingo, 27 de febrero de 1863 (el informe está firmado por E. Galindo, L. Bustamante, M. Goicoechea y J. Munárriz). 66 J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. II, pp. 466-467. 65

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principales argumentos presentados en favor de la anexión por el Gobierno español, que pretendía «cortar de plano, aprovechando la guerra de Secesión», las aspiraciones norteamericanas de ampliar sus dominios,67 la tesis del general De la Gándara descartaba que se pudiera atacar Cuba desde Samaná. La coyuntura internacional, en particular tras las elecciones celebradas en los Estados Unidos el 6 de noviembre de 1860, que dieron la victoria a Abraham Lincoln, marcaba unos plazos inexorables que debían aprovecharse, y sobre este punto Álvarez llamó la atención del Gobierno español, si no se quería dejar pasar la oportunidad. En efecto, muy poco tiempo después de la elección de Lincoln, los estados del sur hicieron ver claramente que su actitud secesionista era ya irreversible. En tales circunstancias, al responder la misiva que el vicepresidente de la República Dominicana le había dirigido el 20 de octubre, y en la que este intentó apremiar a las autoridades españolas, Serrano solo pudo comunicarle que no estaba dentro de sus facultades tomar una resolución definitiva acerca de las propuestas hechas por Alfau. Debido a la inmensa gravedad del asunto, el gobernador de Cuba lo había referido al ejecutivo de Madrid, de modo que, hasta que el mismo adoptase una decisión al respecto, Serrano pidió al vicepresidente que interpusiera «todo su influjo y autoridad» para que no se precipitase un acontecimiento que debía «venir por la fuerza misma de las cosas». Según aquel, «la precipitación en este asunto, y el no esperar a que el Gobierno español» se tomara «todo el tiempo necesario para decidir sobre una cuestión de tamaña importancia, acarrearía conflictos y grandes perjuicios tanto a Santo Domingo como a España».68 Las instrucciones que O’Donnell dio al gobernador de Cuba supusieron, al menos en cierta medida, un jarro de agua fría sobre las expectativas generadas en La Habana y Santo Domingo. El presidente del Consejo de Ministros aseguró que, aunque Santana y sus consejeros opinasen que el país entero era «favorable a H. Tolentino Dipp, Gregorio Luperón. Biografía política, La Habana, Casa de las Américas, 1979, p. 29. 68 AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 48, Serrano-Antonio Abad Alfau, vicepresidente de la República Dominicana, La Habana, 6 de diciembre de 1860 (minuta). 67

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la reunión a España», el ejecutivo de Madrid no estaba aún «plenamente convencido» de que al realizarse lo que se pretendía, no surgirían «dificultades interiores que colocarían a la España en una situación sumamente embarazosa». Así pues, a juicio de O’Donnell, «si el partido opuesto a la administración del general Santana levantase la voz contra la medida» que se proponía, «si no hubiese una completa unanimidad, no solo se defraudarían las esperanzas del Gobierno, sino que se aplazaría indefinidamente la consecución del objeto apetecido». Aunque «un Gobierno puede arrostrar los peligros de una situación creada por su política, cualesquiera que sean los obstáculos que tenga que vencer», exponerse gratuitamente a que el éxito no coronara sus esfuerzos, y pudiese «propagarse la opinión, de que los sucesos ocurridos» eran «obra exclusivamente suya, sería una falta imperdonable» que el Gobierno español no podía «cometer de ningún modo». Es más, el mal éxito de la empresa, o la resistencia que en el caso contrario opusieran a la incorporación parcialidades del mismo país cuya unanimidad de miras debe ser el principal fundamento de la actitud de la España, crearía al Gobierno de S. M. una posición sumamente falsa, relativamente a las demás naciones del Nuevo Mundo. Con respecto a este último punto, el jefe del gabinete consideraba que España no era bastante fuerte para que México, Venezuela y todas las Repúblicas de América comprendieran la sinceridad de su política. Tampoco había llegado todavía el momento de que, apoyándose en la autoridad que volvía a tener en todas partes, el Gobierno español pudiese ejercer sobre aquellos países una influencia eficaz. A tal fin, era necesario que los Estados Unidos, a los que veían como el único Gobierno con una política muy análoga a la suya, perdieran el prestigio inmenso que conllevaba el ejemplo de un país que había recorrido «victoriosamente sin sufrir el más ligero revés los primeros ochenta años de su existencia como nación independiente». Esto tendría lugar, se aventuró a predecir O’Donnell, como consecuencia de

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los acontecimientos que habían empezado a verificarse allá, y que en un plazo no lejano alcanzarían la enorme gravedad que encerraban en sí mismos.69 Según el presidente del Consejo de Ministros, la cuestión del tiempo era «por lo tanto de inmensa trascendencia para la España», toda vez que sus medios de acción crecían cada día más, y pronto podría disponer de una escuadra respetable. O’Donnell indicó también que cuando la confederación norteamericana se dividiera en dos Estados de intereses opuestos, uno de ellos sería el aliado natural de España en todas las luchas que esta se viese obligada a sostener en América, e insistió en que la reunión de Santo Domingo ejecutada de un modo que diese lugar a sospechas no destituidas de fundamento, siquiera fuese aparentemente, no solo haría volver la vista atemorizadas hacia los Estados Unidos a todas las Repúblicas de origen español, destruyendo por esa misma desconfianza la base de nuestra política en América, que debe ser siempre el sostenimiento de la unidad de nuestra raza, sino que dando quizás al olvido por un instante sus discordias interiores los partidos militantes en Norteamérica, se agruparían todos alrededor de la doctrina de Monroe, principio que hoy aceptan sin reserva, lo mismo los territorios de esclavos, que aquellos en donde impera el trabajo libre. Por otro lado, las críticas circunstancias que Europa estaba atravesando eran también una razón muy principal para que el ejecutivo de Madrid no debiera «correr en esos lejanos mares, compromisos que distraerían las fuerzas» que entonces necesitaba «tener agrupadas para hacer frente a las eventualidades» futuras. En tal sentido, había que prever todas las complicaciones que pudiesen derivarse del estado de la República Dominicana, así como de los pasos de su Gobierno. Por todo ello, O’Donnell manifestó la conveniencia de que se aplazara la incorporación del territorio Ibídem, doc. No. 52, O’Donnell-gobernador de Cuba, Madrid, 8 de diciembre de 1860.

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dominicano a España, e hizo ver a Serrano que todos sus esfuerzos debían encaminarse a ese objeto. No obstante, el ejecutivo de Madrid deseaba al mismo tiempo prestar al de Santo Domingo, y a cualquier otro que estuviese «impulsado por móviles idénticos», toda la ayuda de que pudiera disponer. Pese a la claridad de sus anteriores palabras, el jefe del gabinete señaló a continuación lo siguiente: Una eventualidad debe tomarse en seria consideración en los asuntos de Santo Domingo. Pudiera muy bien suceder que la iniciativa tomada por el general Santana estuviese realmente en consonancia con los deseos unánimes del país, y que lejos de ser consecuencia de temores exagerados, de aspiraciones personales, o de otra cualquier causa, fuese resultado de una situación insostenible que no pudiera prolongarse, y que así lo reconociesen todos los dominicanos. Si efectivamente fuese imposible aplazar la incorporación que se pretende, y después de meditar V. E. detenidamente todas las circunstancias del caso [...] se convenciese V. E. de que la no aceptación por parte de la España de la oferta del general Santana, daría lugar a que los Estados Unidos les ofreciesen su apoyo y se apoderasen de algún punto importante de la isla, como por ejemplo, la bahía de Samaná, deberá V. E., para evitarlo, usar de todos los medios que tiene a su disposición.70 La importancia de estas líneas resulta evidente, sobre todo por la sinceridad de las mismas; en ellas, O’Donnell no ocultó su desconfianza hacia los motivos esgrimidos por Santana, los cuales puso en entredicho, al dudar de la presunta gravedad de la situación dominicana, o sospechar incluso que el presidente quizás actuase por intereses particulares. Sin embargo, el presidente del Consejo de Ministros dejó abierta una puerta, que Serrano, Álvarez y el Gobierno dominicano supieron aprovechar hábilmente, puesto que la mención de los Estados Unidos servía Ibídem.

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tanto para argumentar en favor de una prórroga, cuando O’Donnell expresó el temor de que los dos bandos en pugna se unieran contra España, como para lo contrario. Por supuesto, la posibilidad de que Santana y sus seguidores se echasen en brazos de los norteamericanos no era en absoluto descabellada, ni se podía tampoco dar por sentado que estos, a pesar de sus problemas internos, rechazaran la oferta. De hecho, en vísperas de la guerra de Secesión aún se manifestaba vigorosamente el interés estadounidense por un proyecto de comunicación transístmica en Centroamérica, tal como había venido sucediendo desde el tratado Clayton-Bulwer, firmado una década antes, y durante la cual los Estados Unidos construyeron una sólida política internacional.71 En este contexto, era hasta cierto punto fácil valerse del hipotético, pero a la vez plausible, peligro de que los norteamericanos se establecieran en Samaná o en cualquier parte del territorio dominicano, como advirtió el propio O’Donnell, «creando entre Cuba y Puerto Rico una cuña capaz de debilitar la defensa política y militar de las Antillas españolas». Resulta obvio que esta amenaza figura «entre los argumentos más efectivos utilizados ante el ejecutivo de Madrid para que aceptase el protectorado o preferiblemente la anexión» de Santo Domingo a España, así como el hecho de que la anexión solo se consumó cuando «la debilidad haitiana se hizo manifiesta y la situación internacional cambió radicalmente», tras el estallido del conflicto civil en los Estados Unidos.72 Por lo tanto, no es de extrañar que la permanente preocupación del Gobierno español por la actitud norteamericana jugara un papel tan crucial a la hora de dar el impulso definitivo a los planes urdidos por las autoridades de Santo Domingo, de acuerdo con el cónsul de España en esa capital y el capitán general de Cuba. En todo caso, cualquier coyuntura favorable podía servirles de ayuda adicional para llevar a cabo su proyecto, y así, Álvarez D. Perkins, The United States and the Caribbean, edición revisada, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1966, p. 99. 72 T. Mejía-Ricart, «Los orígenes y efectos de la anexión de la República Dominicana a España en 1861», en T. Mejía-Ricart (ed.), La sociedad dominicana... pp. 413-440; véase pp. 431-435. 71

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interpretó la ocupación del islote de Alto Velo por parte de una compañía guanera estadounidense como «el principio del vasto plan que la perseverante e invasora raza anglosajona» tenía sobre el territorio dominicano. El diplomático veía muy desamparada la bahía de Samaná, y consideraba que si tan importante punto cayera en poder de los norteamericanos, el mismo «les haría dueños del golfo de México y sería la espada de Damocles» sobre las posesiones antillanas de España.73 Con relación a los intereses de Santana, a los que se refirió el jefe del Gobierno español en su despacho, cabe decir que se trataba sin duda de los intereses de todo el importante grupo social que le servía de base. En efecto, «al buscar la anexión, los sectores en el poder no solo perseguían garantizar sus propiedades, sino también mantener su hegemonía sobre el aparato estatal», así como las numerosas prebendas y privilegios de que disfrutaban. Así, por ejemplo, se comprende perfectamente que una de las últimas medidas adoptadas por el Gobierno dominicano antes de la anexión fue la de revaluar el papel moneda, a razón de 250 pesos nacionales por peso fuerte, a sabiendas de que las nuevas autoridades españolas se verían obligadas a amortizar dicha moneda, y la condición de «emplear a los dominicanos que habían servido a la República». Con ello, la anexión «parecía una transacción comercial que habría de rendir pingües beneficios a los que detentaban el poder económico y político» en la sociedad dominicana. Por lo que respecta a las justificaciones esgrimidas por los conservadores, con objeto de «gestionar la enajenación de parte o la totalidad» del territorio dominicano, la principal de ellas fue la amenaza haitiana, lo que parecería entrar en contradicción con un factor al que se ha aludido anteriormente: la debilidad haitiana. No obstante, la revuelta prohaitiana de los generales Ramírez y Taveras en la frontera «sirvió para unir en Luis Álvarez López, Dominación colonial y guerra popular 1861-1865 (la Anexión y la Restauración en la historia dominicana), Publicaciones de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, vol. DXLIII, Colección Historia y Sociedad, No. 72, Santo Domingo, Editora de la UASD, 1986, p. 37. El autor cita a César Herrera (comp.), Documentos para la historia de la Anexión y la Restauración, tomo I, 1.ª pieza, p. 52 (esta recopilación se conserva en el AGN).

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torno al régimen santanista a muchos individuos de la pequeña burguesía partidarios de la independencia», pero que preferían el colonialismo europeo a caer de nuevo en poder de Haití, «por motivos económicos, raciales o culturales». El hecho indiscutible es, pues, tal como subraya Tirso Mejía-Ricart, que «la anexión a España constituyó la culminación de innumerables esfuerzos realizados» tanto por la burguesía como por los terratenientes, para congelar a favor suyo «la situación social dominicana y progresar económicamente a la sombra protectora de una potencia colonial». Estos elementos, en su mayor parte de carácter económico, político y cultural, o nacional en un sentido amplio, permiten comprender que casi todos los integrantes de los diversos grupos sociales mencionados aceptaran inicialmente la anexión como un hecho consumado.74 En su importante comunicación del 8 de diciembre de 1860, O’Donnell insistió en que España no podría consentir jamás que los Estados Unidos se apoderasen de ninguna parte del territorio de Santo Domingo, puesto que si se produjera tal acontecimiento, los norteamericanos pondrían en grave peligro la seguridad de Cuba y Puerto Rico. Como consecuencia de ello, no solo se cortarían «las comunicaciones de la metrópoli con la primera de aquellas posesiones, sino que dejaría aislado a Puerto Rico, el día de un conflicto, respecto de la isla que en América le sirve de segunda madre patria». Ante una perspectiva de esa naturaleza no era posible vacilar, por lo que Serrano quedó autorizado para impedir que llegara a realizarse «la anexión a Norteamérica de una parte o de todo el territorio dominicano con el auxilio de bandas de filibusteros, o con fuerzas regulares del Gobierno de Washington». El de Madrid comprendía «toda la trascendencia de un acto de esa naturaleza, y arrostraría para evitarlo, los peligros de una lucha con la Unión». Además, el presidente del Consejo de Ministros añadió al final de sus instrucciones otro punto de gran trascendencia para comprender lo que ocurrió en la República Dominicana en la etapa inmediatamente anterior a la anexión, por cuanto se refería a la necesaria unanimidad de los T. Mejía-Ricart, «Los orígenes y efectos de la anexión...», pp. 418-424.

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dominicanos frente a la restauración de la soberanía española. Así pues, O’Donnell indicó al gobernador de Cuba que en todo caso, deberá V. E. hacer presente al Gobierno dominicano, en nombre del de S. M., que el día en que V. E. se convenza de que la incorporación es una necesidad perentoria, que no admite dilación de ningún género, es condición indispensable para llevarla a cabo, que el acto debe ser y parecer completamente espontáneo, para dejar a salvo la responsabilidad moral de la España; y que las tropas de la reina no ocuparán anticipadamente ningún punto de la isla hasta tanto que las autoridades y el pueblo hagan la proclamación de una manera unánime y solemne.75 Es decir, el ejecutivo de Madrid dejaba en manos de Serrano la decisión final sobre el envío de tropas a Santo Domingo, siempre y cuando se cumpliese el requisito de la unánime espontaneidad del pueblo a favor de la reincorporación de su país a España. Sin embargo, esa unanimidad no era en absoluto factible en un contexto sociopolítico tan dividido como el dominicano, y así se puso de manifiesto casi de inmediato. En efecto, pese al gran secreto que envolvió el desarrollo de las negociaciones, en la República Dominicana «todo eran conjeturas, alarmas y rumores», pues las visitas de los emisarios de España, y la llegada de colonos, oficiales e inmigrantes de origen español, como era lógico, habían ayudado a crear una «atmósfera de persistente preocupación». No obstante, «ni los rumores ni la posible propuesta de paz por parte de Haití» frenaron los planes de Santana. A juicio de Luis Álvarez, una vez que España aceptó la anexión, «aunque condicionada temporalmente», en Santo Domingo se trataron de «crear las condiciones para hacer realidad el ya adelantado proceso», y por ello el Gobierno dominicano dirigió todos sus esfuerzos a acelerarlo cuanto le fuera posible. Sin AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 52, O’Donnell-gobernador de Cuba, Madrid, 8 de diciembre de 1860.

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duda, en esta decisión jugó también un papel muy importante el temor a la respuesta que pudiesen articular los sectores contrarios a la anexión. De hecho, en enero de 1861 el general Sánchez escribió desde Saint Thomas a algunos compañeros suyos, como Damián Báez y Pedro Alejandrino Pina, que no era necesario que guardaran reserva alguna por él ni por su proyecto de oponerse a la anexión, dado que obraba a las claras, e incluso había escrito a Lavastida, el ministro de Guerra, sobre este asunto. Poco después, el 20 de enero, el general lanzó una proclama en la que acusaba al «déspota Pedro Santana» de cometer «un crimen casi nuevo en la historia», y ese crimen era «la muerte de la patria».76 Sin embargo, la de Sánchez no fue la primera denuncia pública de las intenciones del Gobierno dominicano, toda vez que el 24 de diciembre de 1860 ya habían aparecido dos manifiestos, uno firmado por el general Cabral, que se considera la primera protesta contra la anexión de Santo Domingo a España, y otro denominado Llamamiento a la nación. Este último fue firmado «por unos mil patriotas», quienes señalaban en él que la República estaba en peligro y solo había «un remedio para salvarla: revolución», pues Santana la había puesto en venta, pero como «el precio del yankee no le convino» la adjudicó a España, y se preparaba a entregarle el pueblo dominicano igual que si fuera un rebaño. Este documento subrayaba también con toda claridad los intereses espurios del ejecutivo de Santo Domingo, que había cometido este acto a cambio de «menguadas dignidades y del oro» que Santana repartiría «entre seis u ocho más criminales, sus cómplices», siempre según los autores del Llamamiento. A pesar de la importancia táctica de la propaganda, debido a que las gestiones anexionistas se estaban llevando a cabo a espaldas de la población, Sánchez sabía que aquella no bastaba, y recomendó a los dominicanos exiliados en Curazao, en su mayor parte baecistas, la creación de una junta revolucionaria, a cuyas órdenes se pondría él mismo. Dicha junta quedó constituida inmediatamente, y el 22 de enero L. Álvarez López, Dominación colonial... pp. 46-54. El autor cita a E. Rodríguez Demorizi, «Expedición de Sánchez y de Cabral. Apuntes y documentos para su estudio», en Clío, No. 57-58, 1943, pp. 204 y 216-217.

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dirigió una carta al general Sánchez para informarle de sus actividades, entre las que menciona la introducción en territorio dominicano de impresos que en esos momentos ya estarían en circulación, y cuyo objeto era «desvanecer las ideas contrarias al buen sentido nacional». También se le indicó que, si bien la junta estaba intentando ponerse en comunicación con el Cibao, era necesario que el propio Sánchez escribiese muy detalladamente al general Valerio, que era el jefe militar de la localidad fronteriza de Guayubín, en la Línea Noroeste. Esto da idea de que las proclamas de Sánchez y Cabral circularon por todo el país, de modo que Santana «no tardó en enterarse del movimiento contra la anexión y su íntima vinculación con Haití». Así las cosas, el presidente se defendió con un ataque, y presentó «a Sánchez y al movimiento antianexionista en el feo papel de agentes haitianos al servicio de la doctrina boyerista de indivisibilidad de la isla». Luis Álvarez considera con acierto que el Gobierno dominicano quiso «difundir la impresión de que se trataba de una invasión más de parte de Haití en su secular empeño de conquistar» la mitad oriental de la isla. En efecto, Santana acusó a Sánchez de haber tomado como «pretexto para su deslealtad la defensa de la nacionalidad dominicana», y buscado «a los haitianos para solicitar de ellos tal vez, poner por obra los planes de Domingo Ramírez». Según el jefe del ejecutivo, el antiguo trinitario se había dirigido a Puerto Príncipe, para demostrarles «sus verdaderas intenciones, su mentido patriotismo y hasta la falta de pudor político», que no había «permitido nunca a otros cambiar la nacionalidad dominicana, por la de sus perpetuos contrarios».77 Estas palabras constituyen un notable ejercicio de cinismo político, escritas como fueron por quien se encontraba en plena negociación para destruir la independencia de la República, y no era por consiguiente la persona más indicada para dar lecciones de auténtico patriotismo a nadie. En cualquier caso, las delaciones y la vigilancia de los agentes al servicio de Santana no lograron impedir que la junta revolucionaria de Curazao continuara haciendo Ibídem, pp. 55-57. Álvarez cita a E. Rodríguez Demorizi, Acerca de Francisco del Rosario Sánchez, Academia Dominicana de la Historia, vol. XLIII, Santo Domingo, Editora Taller, 1976, pp. 96, 121-125 y 135-138.

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propaganda, como por ejemplo mediante la publicación de un folleto anónimo titulado La gran traición del general Pedro Santana, cuya autoría se atribuye, entre otros, a Manuel María Gautier, quien era el secretario de la junta.78 Como cabía suponer, la utilización de este movimiento contrario a la anexión por parte del Gobierno dominicano para sus propios fines no se hizo esperar, y así el vicecónsul de España en Santo Domingo remitió a Serrano una comunicación, a la que adjuntó copias de la proclama y de la carta que Sánchez había dirigido al agente de Francia en esa capital. Zeltner había presentado de inmediato a Santana ambos documentos, y Gómez Molinero calificó este paso como «altamente significativo», pues aparte de la importancia de los mismos, muy grande en esos momentos, ponía «bien en claro la connivencia» en que estaban ciertos dominicanos del partido baecista con el presidente de Haití. En opinión del diplomático español, el gesto de Zeltner era además una prueba del espíritu en que se encontraban sus colegas de Francia e Inglaterra, después de la respuesta dada por el ejecutivo de Santo Domingo a su nota conjunta. Gómez Molinero ponderó «la crítica situación del país, amenazada continua e incesantemente» por Haití, que acogía «a los descontentos de la Dominicana para contribuir a sus planes explotando así cuantas circunstancias» se le presentaban «para alcanzar sus fines harto conocidos». Por ello, concluyó el vicecónsul de España, cada día se demostraban «con nuevos hechos esas tendencias, ese trabajo persistente que caracteriza la política de la raza, enemiga implacable de la que puebla la parte del este de la antigua isla Española».79 Por su parte, el gobernador de Cuba dio cuenta al ministro dominicano de Relaciones Exteriores de la respuesta que acababa de recibir de Madrid sobre el asunto que lo había llevado a La Habana, y en ese sentido le manifestó que no era posible para Santo Domingo consolidar su nacionalidad «sin el amparo de España». Por otro lado, señaló que esta no podía consentir, por consideraciones de orden muy elevado, que la nacionalidad Ibídem, pp. 57-58. El mencionado folleto se publicó en Curazao, en 1861. AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 10, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 20 de enero de 1861.

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dominicana desapareciese a impulso de los que la combatían, razones por las cuales, una vez que el Gobierno de Santo Domingo declara que el general deseo de sus habitantes es de confundirse en la nacionalidad española, y propone que esta acepte el protectorado o la incorporación, el Gobierno de S. M. mirando con satisfacción semejante deseo opta por el segundo extremo en la ocasión oportuna, siempre que el voto del pueblo dominicano sea espontáneo y unánime y se manifieste de una manera tan explícita y solemne que no deje duda alguna acerca de la legitimidad del hecho y cubra la responsabilidad moral de España ante el mundo civilizado. En la misma línea de las instrucciones que tenía, y siempre con el objetivo de salvaguardar la posición internacional del Gobierno español, Serrano subrayó que el gabinete O’Donnell no creía que fuese «el momento oportuno de llevar a cabo un acto de tamaña importancia cuya precipitación tal vez produciría un resultado contrario al objeto propuesto». La esfera de acción del ejecutivo de Madrid no se limitaba a los negocios del continente americano, sino que colocado entre los Gobiernos europeos, aquel se veía obligado a «juzgar con más seguro criterio del actual estado de las cosas en Europa y América», por lo que deseaba que la ejecución de la incorporación se aplazara por un año. A juicio del gobernador de Cuba, durante ese tiempo se irían «apercibiendo los elementos necesarios», y las propias circunstancias favorecerían «probablemente la dichosa consecución del intento». En suma, Serrano comunicó al ministro todos los pasos para los que se encontraba autorizado: Primero: para facilitar a V. E. la contratación del empréstito que tiene encargo de levantar en esta isla ayudándole eficazmente sin comprometer la autoridad del Gobierno, ni la del cargo que ejerzo.

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Segundo: a suministrar al Gobierno dominicano los auxilios de armas y pertrechos necesarios para rechazar la agresión, con más un subsidio de 25,000$, si los haitianos intentasen nuevamente atacar las fronteras. Tercero: a prestar iguales auxilios en el caso de que una o más bandas de filibusteros del norte de América intentasen apoderarse de alguna parte del territorio. Cuarto: a enviar, si las atenciones del servicio lo permiten, uno o más buques de guerra a Santo Domingo que visiten sus costas o se estacionen en sus puertos. Por último, el gobernador también aseguró al ejecutivo de Santo Domingo que el de Madrid estaba decidido a emplear todos los medios necesarios para impedir que los Estados Unidos se apoderasen de ninguna parte del territorio dominicano, «único caso en que alteraría su propósito de aplazar por un año su incorporación en la monarquía».80

3. La precipitación de los acontecimientos durante los primeros meses de 1861 No obstante, la política de soborno llevada a cabo por Santana, la reunión con los jefes militares y la expulsión de Mella, así como «la ofensiva epistolar que desarrolló Ricart y Torres hacia Serrano», estaban dirigidas a abreviar ese plazo de un año que se había fijado para la incorporación de Santo Domingo a España.81 En efecto, los acontecimientos comenzaron a precipitarse a una velocidad cada vez mayor, tal como se deduce del interés que manifestó en todo momento el Gobierno de la República por presentar el nuevo incidente ocurrido con Haití bajo el aspecto de Ibídem, doc. No. 2, Serrano-ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda de la República Dominicana, La Habana, 6 de enero de 1861 (es copia). 81 L. Álvarez López, Dominación colonial... p. 48. 80

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una grave amenaza contra la independencia dominicana. Así, el propio Santana informó a Serrano de que el Gobierno haitiano, al ver la posibilidad de que se le escapara «para siempre la presa» que tanto deseaba, si llegase a «tener efecto una más estrecha unión» entre España y Santo Domingo, haría todo lo que estuviera en su mano para impedir la realización de ese pensamiento. Según el presidente de la República, los haitianos intentaban precipitar su proyecto de dominar la parte oriental de la isla: Para ello, no se proponen adelantarse y presentar el pecho como lo hacían antes, sino que, con más astuta y desleal política, seducen a los incautos de un partido descontento, para ponernos a vanguardia y combatirnos con nuestras propias armas. Hoy, que se encuentran por una parte más fuertes con la posesión de un vapor de guerra, y que por otra, temen el resultado de nuestra unión con la España, preparan un golpe doble, invadiendo las fronteras y provocando un pronunciamiento en el interior, desguarnecido a su entender, con el esfuerzo que hagamos acudiendo a rechazarlos de nuestro territorio. Con gran astucia, Santana indicó que la pronta realización del pensamiento que había «prohijado» el gobernador de Cuba los libraría de tan desagradable situación, pero que mientras el mismo no se llevara a cabo, el ejecutivo de Santo Domingo necesitaba la ayuda de España para salir de aquella dificultad. En concreto, el presidente solicitó a Serrano que enviase inmediatamente un vapor de guerra a aguas dominicanas, para ponerlo a disposición del Gobierno de la República, con lo que podrían «estar más tranquilos sobre el resultado eventual de las tramas» de su enemigo, hasta que se conociera la decisión definitiva de España. Es más, por si el efecto de estas palabras sobre el ánimo del gobernador no fuese suficiente, Santana se refirió a la nota que habían dirigido los representantes de Francia y Gran Bretaña, en petición de explicaciones sobre los rumores que corrían acerca

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de un tratado secreto entre España y la República Dominicana, y añadió lo siguiente: Aunque de aquella comunicación aparece que el país está en agitación, es inexacto: el país está tranquilo. No faltan, [...] como en todas partes, algunos agitadores, partidarios los unos del filibusterismo, los otros de Báez y los haitianos, que procuran explotar la dilación que lamentamos para engañar a los ignorantes con pretendidos temores de esclavitud; pero la generalidad en toda la República, y sobre todo, la gente sensata que apetece el orden, está toda con el Gobierno.82 Los términos empleados por el presidente dejaban traslucir, aunque sin decirlo abiertamente, la posibilidad de que los grupos antianexionistas se unieran y diesen al traste con el proyecto en marcha, como consecuencia de la dilación del mismo, un factor que Santana aprovechó para espolear, una vez más, la actuación del gobernador de Cuba. Gómez Molinero, por su parte, comunicó a Serrano que se trataba de la primera y única explicación pedida al Gobierno dominicano por los cónsules de Gran Bretaña y Francia «sobre la cuestión española», pese a que habían podido observar desde tiempo atrás «la completa inteligencia» existente entre los Gobiernos dominicano y español. Según el diplomático, aunque esa entente se llevaba «con la prudente reserva indispensable a tales asuntos», habían tenido lugar algunos hechos que ni era posible ocultar, ni mucho menos que pasaran inadvertidos a los cónsules de ambas potencias. Así, por ejemplo, aquel mencionó «la remisión de armas y pertrechos de guerra, de instructores militares de varias graduaciones y de colonos procedentes de la península; la prolongada permanencia del plenipotenciario dominicano en Madrid», la visita del brigadier Peláez a Santo Domingo, y el viaje de este a La Habana, en compañía de Ricart y Álvarez. De hecho, AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 4, Santana-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 18 de enero de 1861.

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Gómez Molinero admitió que por más que se hubiese dado a todo ello «el mejor color posible», y por buena que fuese la interpretación de unos y otros, se trataba de «hechos muy notorios para que el celo de los cónsules no se hubiera manifestado con notas o peticiones» como la que acababan de dirigir al ejecutivo de Santo Domingo. En opinión del agente, que no lo hubiesen hecho hasta ese momento, y aun entonces de la manera en que lo hicieron, demostraba que aquellos tenían instrucciones de no impedir nada, ni crear obstáculos a la conducta que venían observando desde hacía medio año entre los Gobiernos español y dominicano. Esto tal vez podría explicarse porque contaran con que se trataba «de un protectorado solamente», al que parecían no oponerse, pero las razones que alegaban en su nota probaban, según Gómez Molinero, que por parte de Francia y Gran Bretaña «no habría grande oposición si se tratara resueltamente de la anexión». En efecto, los representantes de ambos países se habían limitado a pedir aclaraciones sobre este asunto para comunicarlas a sus respectivos Gobiernos, aspecto bajo el cual Gómez Molinero pasó a analizar la nota de Zeltner y Hood, con el fin de establecer una serie de puntos que debían tenerse en cuenta: “Sacrificios por parte de la Gran Bretaña y de la Francia para conservar la nacionalidad dominicana”: Será la mediación tan ineficaz como parcial de Haití cual en tantos y tantos despachos se ha demostrado y de lo que la ilustración del Gobierno de S. M, y la alta penetración de V. E. se hallarán harto convencidos. “Los primeros en reconocer esta nacionalidad”: pequeña concesión y que en vano se declama su valimiento pues en cuanto a la Gran Bretaña, si fuese posible que se formaran veinte Estados dentro de los dos pequeños ya, en que se divide la antigua isla Española, serían al punto reconocidos todos ellos por aquella; esa ha sido la base de su política en América, por no decir que en todos los continentes. La Francia: no están aquí sus intereses. Respetar la República de Haití, o cargar con su deuda, he ahí lo que por parte de nuestro Gobierno habría que negociar; pues en cuanto

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al sentimiento de la pérdida de una nacionalidad, el sistema de borrarlas, aumentarlas o disminuirlas por medio de Ejércitos o sufragios más o menos universales, es un secreto manejado como nadie por la Francia. Mas no son buenas razones lo que todo puede en política y bien se alcanza al que suscribe la buena armonía que nuestra patria ha de guardar con todos y especialmente con las dos grandes potencias a que se refiere y que desde el principio comprendió no ser bajo este aspecto el principal a que habría que atender para resolver la cuestión de Santo Domingo; sino el de la mejor conveniencia para la madre patria, visto su estado actual de población, de riqueza, desarrollo general y situación de la política interior y exterior; tanto, que en presencia de estas y otras consideraciones formulé las que luego tuvieron la honra de ser por extenso dirigidas desde esa capital por mi digno e inmediato jefe al Gobierno de S. M.83 Estas palabras ponen aún más en claro la actitud beligerante mantenida a favor de la anexión tanto por el cónsul de España en Santo Domingo como por su segundo en el consulado, quien fue el autor de las observaciones enviadas por Álvarez al ministro de Estado, el 12 de noviembre de 1860, en las que se exponían las ventajas de la anexión frente al protectorado. Resulta también muy interesante la rotundidad con que Gómez Molinero expresó que por encima de la conservación de sus buenas relaciones con las dos potencias europeas mencionadas, el ejecutivo de Madrid debía considerar de preferencia los propios intereses españoles a la hora de abordar la cuestión dominicana. Por ello, a juicio del agente se había hecho ya mucho hasta ese momento como para retroceder, pero «no lo bastante para asegurar el porvenir» de aquel país, al que España no podía abandonar a su propia suerte dada su situación geográfica. En último lugar, Gómez Molinero se refirió asimismo «a la efervescencia de las provincias de la República», a la que aludieron los cónsules en su nota, y señaló que el Gobierno Ibídem, doc. No. 5, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 18 de enero de 1861 (las palabras en cursiva están subrayadas en el original).

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solo había detenido al general Mella, quien fue a Madrid en 1854, enviado por el presidente Santana, «con instrucciones aún más extensas» que las que llevaba Alfau. Según el diplomático, el de Mella era un caso de «resentimiento puramente personal al ver que en estas circunstancias no tenía mando alguno, ni el Gobierno le había llamado para manifestarle algo de lo que se trataba, […] causa de haberse mostrado descontento», y lo que había obligado al Gobierno a su detención. Así pues, Molinero reiteró a Serrano el estado de tranquilidad de la República, y el deseo que todos los dominicanos manifestaban indistintamente de conocer la resolución del Gobierno español.84 Incluso después del descubrimiento de la trama urdida en la frontera contra la anexión, el representante de España en Santo Domingo aseguró que «nada […] encontraría eco en el país, que tendiese a variar la marcha del general Santana»,85 lo cual da una idea muy aproximada de la escasa objetividad con que aquel remitía las noticias a Cuba. En cambio, el presidente de la República no dudó en admitir que los enemigos de su administración se esforzaban por trastornar el propósito de esta de asegurar la tranquilidad del país. Santana insistió en hacer comprender a Serrano que para sus adversarios era muy urgente aprovecharse de «la lentitud en la decisión» que tanto le inquietaba, y trató igualmente de convencer al gobernador de Cuba de que haitianos, baecistas y yankees se habían «unido para obrar con actividad» contra los planes que estaban en marcha. Ante tales circunstancias, las autoridades de Santo Domingo necesitaban un auxilio directo por parte del Gobierno español, aunque por el momento se limitaron a solicitar el envío de un vapor de guerra, así como una cantidad de dinero para la movilización de tropas que se veían obligados a hacer. Sin embargo, el presidente le advirtió de que más adelante, si los haitianos se quitaban la máscara, quizás podría «necesitar alguna gente» sobre el terreno. Como ya era habitual, aquel terminó su Ibídem. Ibídem, doc. No. 9, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 18 de enero de 1861.

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escrito afirmando que aguardaba ansioso «la resolución definitiva de la cuestión principal», que decidiría la felicidad del país, y que mientras tanto el Gobierno dominicano contaba, «para atravesar la crisis, con el apoyo de la gran mayoría del país y el muy eficaz» del propio Serrano.86 No obstante, la sinceridad de Santana tenía sus límites, y en este sentido llama la atención cómo él mismo se apresuró a desmentir las noticias que habían llegado al gobernador de Cuba desde Puerto Plata, por medio de una carta en la que se le informaba de la existencia en aquellas comarcas de «un fuerte partido haitiano». El autor de dicha misiva también señaló que eran muy pocos los que estaban a favor de la cuestión española y además pintó «la situación del país en un estado alarmante de excitación». El presidente fue taxativo al indicar lo siguiente: Los tres asertos de esa comunicación son falsos. En el Cibao, como en otros puntos de la República, no faltará algún individuo, muy contado, que por ser oriundo de Haití, tenga tal vez simpatías por aquel Gobierno; pero puedo asegurar a V. E. que el número es tan escaso, y la calidad de las personas tan insignificante, que jamás se han traslucido esas simpatías. No es tampoco cierto que el número de aquellos que están de acuerdo con el Gobierno, sobre la marcha de sus negociaciones con la España sea corto [...]. Cuanto hay en la República de honrado y tranquilo, cuanta persona de juicio y sensatez, cuanto individuo laborioso y de provecho, en una palabra, la generalidad del país, toda espera, con el Gobierno, la solución de la importante cuestión que nos ocupa. La sola inquietud que agita los espíritus, consiste en la tardanza, que en semejantes momentos es siempre perjudicial, por cuanto da lugar a los que no se avienen con el orden para aprovechar los momentos esparciendo voces absurdas que inquietan los ánimos.

Ibídem, doc. No. 14, Santana-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 22 de enero de 1861.

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En opinión de Santana, «esta y nada más que esta», era la alarma a que había podido referirse el autor de la mencionada carta, toda vez que la República estaba tranquila, y los partes de los gobernadores de las cinco provincias estaban «contestes sobre el estado de completo reposo del país». Pese a ello, el presidente reconoció que había «hombres díscolos» que medraban en el desorden, entre ellos algunos que no tenían cabida en los dominios de España y deseaban «impedir un mejor orden de cosas».87 En su tradicional línea de absoluto apoyo a las gestiones realizadas por el Gobierno dominicano, Gómez Molinero describió el estado de la República como de la más completa tranquilidad, y así había podido comprobarlo personalmente cuando Santana le dio a leer los partes de los gobernadores y comandantes de armas de las provincias. El presidente le aseguraba con frecuencia que respondía de esa tranquilidad, pero al mismo tiempo indicaba que la «situación equívoca y ambigua» en la que se encontraba el país, «no sería prudente prolongarla demasiado, pues con esto se daría tiempo a los diferentes partidos» contrarios al ejecutivo de Santo Domingo, «aunque pequeños, divididos e impotentes a hacer lo que todos los partidos en circunstancias extremas». Como factor de preocupación, el diplomático español mencionó la salida de Sánchez de Saint Thomas hacia Haití, según se afirmaba en una carta particular de la que adjuntó copia a Serrano, y que era la prueba de la conspiración, por la cual se había detenido a Golibart, personaje al que también se refirió en su momento el cónsul de Gran Bretaña. Molinero dio traslado al agente de España en Puerto Príncipe del despacho dirigido a Serrano, con objeto de que influyera para que el Gobierno haitiano no intrigase, como llevaba haciéndolo desde hacía «largo tiempo, en un sentido tan contrario a la tranquilidad» de la República Dominicana.88 En cuanto a las gestiones que venía desarrollando en La Habana el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, este indicó al capitán general de Cuba que las autoridades de Santo Ibídem, doc. No. 18, Santana-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 4 de febrero de 1861. 88 Ibídem, doc. No. 19, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 4 de febrero de 1861. 87

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Domingo se felicitaban del buen resultado de una empresa que tenía la «ventaja de conciliar […] de una manera digna y conveniente los […] verdaderos intereses de ambos países». A tal efecto, y con el fin de que la reincorporación cumpliera las condiciones manifestadas por Serrano en su comunicación del 6 de enero, se consultaría, «en la ocasión oportuna, la voluntad libre y espontánea del pueblo dominicano», que a juicio de Ricart, expresaría «su voto de un modo tan explícito», que no dejaría «duda alguna acerca de la legitimidad del hecho». El ministro añadió que, si bien los auxilios que España estaba dispuesta a prestar a la República habrían podido, «en otras circunstancias, obtener el más feliz resultado», en esos momentos eran insuficientes para conseguir dicho objeto. Entre los motivos alegados por Ricart, este señaló la guerra civil que había asolado el país durante más de un año; la «movilización de todo el Ejército para sofocar la rebelión de algunos puntos fronterizos por instigaciones haitianas», a mediados de 1860; y «los gastos sufragados para favorecer la introducción de inmigrantes canarios». A juicio del ministro, estas eran en resumen las principales causas a las que debía atribuirse la penuria del erario dominicano, y para «poner pronto y eficaz remedio a una situación tan anormal», estaba autorizado a contratar un empréstito que no le había sido posible firmar, como consecuencia de la crisis por la que atravesaba el comercio cubano. Así pues, convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, y deseando por otro lado que no se presentasen obstáculos insuperables a la anexión, durante el plazo de un año que se les había fijado para su realización, Ricart estimó oportuno hacer las siguientes proposiciones al gobernador de Cuba: Primero: Que España facilite a la República, cada mes, la suma de $20,000 hasta completar la de $240,000 –cantidad que estimo suficiente para reforzar el papel moneda circulante y atender a las necesidades más urgentes. Segundo: Santo Domingo, como garantía del empréstito ofrece hipotecar hasta el completo reintegro de la deuda, la cuarta parte de las rentas de sus aduanas, que un año con

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otro producen $500,000; y abonará igualmente el interés que fuera de justicia. [...] En el ínterin, y como la República está exhausta de recursos, suplico a V. E. se sirva facilitarle la suma de $25,000 –cantidad que, si bien no se emplearía por lo pronto para el caso de una invasión haitiana o americana, que pudiera muy bien ofrecerse de un momento a otro, se destinaría para salvar la situación de los embarazos en que se encuentra. Por último, el ministro pidió a Serrano que mandara a Samaná algún ingeniero para «reconocer y examinar las ricas minas de carbón» que había en ella, así como las abundantes maderas de construcción que allí existían, cuya explotación se había negado el Gobierno dominicano a conceder a otras naciones, a pesar de las ventajosas proposiciones que le habían hecho.89 Sin embargo, Ricart cambió de planes debido a la suma gravedad de las noticias que llegaban desde Santo Domingo, según las cuales Haití, persuadido tal vez de los esfuerzos del Gobierno dominicano para afianzar su tranquilidad, había recurrido «al terrible medio de las sugestiones secretas empleándolas con algunos descontentos», exiliados del país. El ministro se apresuró a precisar que esto no significaba que su Gobierno abrigase «temores en cuanto a la eficacia de sus esfuerzos para contrarrestar los pérfidos manejos de sus enemigos exteriores», ya que confiaba sobradamente en la sensatez del pueblo dominicano. Pese a todo, no debía «disimularse el recelo de que la especie de propaganda iniciada» por los haitianos llegara «a causar alguna perturbación en los negocios públicos y por consiguiente en la marcha del Gobierno, distrayéndole de su noble propósito, y hasta poniendo en duda a los ojos de algunas naciones el espíritu» que animaba a la generalidad de los dominicanos. Por ello, Ricart llamó la atención del gobernador de Cuba sobre algunas consideraciones que probaban, «hasta más no poder», el derecho del pueblo dominicano a «procurarse su tranquilidad y ventura», por los medios que Ibídem, doc. No. 15, P. Ricart y Torres-Francisco Serrano, La Habana, 26 de enero de 1861.

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había creído «más convenientes al logro de sus miras», y el no menos incuestionable del Gobierno español a acoger la propuesta de anexión. Estaba fuera de duda que la República Dominicana había sido reconocida «como nación libre, independiente y soberana, no ya solo por su antigua madre patria sino por los principales Gobiernos europeos», y «desde que el tratado dominicoespañol se ratificó y canjeó [...], el pueblo dominicano quedó árbitro de sus destinos». También era cierto que el ejecutivo de Madrid había expresado, en uno de los artículos de dicho tratado, su deseo de que el territorio dominicano «se conservase bajo el dominio de la raza» que entonces lo habitaba, y que «ni en todo ni en parte pudiera pasar jamás al de otras extranjeras». En opinión del ministro, estas circunstancias demostraban: El magnánimo designio de S. M. [...] con que quiso preservar a sus antiguos hijos de las agresiones haitianas, u otras no menos peligrosas, contrayendo hasta cierta especie de compromiso moral en la defensa de su primera colonia, y como conservando sus derechos para hacerlos valer más tarde según que el resultado de la cesión no correspondiera a los fines que determinaron el tratado. Una vez sentados tales precedentes, no era concebible que pudiese negarse al Gobierno de la República el indisputable derecho que la asistía para disponer de sus destinos, escogiendo la forma de gobierno que mejor satisficiera los verdaderos intereses de sus representados. Máxime, según Ricart, si esa resolución se fundaba «en el asentimiento general del pueblo», como quedaría «oportunamente comprobado por medio de una votación tan espontánea y explícita» como pudiese exigirla el ejecutivo de Madrid. Con base en las consideraciones que había expuesto a Serrano, el ministro pidió que el Gobierno español, si lo tenía a bien y las circunstancias lo permitiesen, abreviara el plazo de un año que había fijado. En todo caso, «si desgraciadamente se presentasen obstáculos invencibles» que hicieran «esperar el cumplimiento de la expresada dilación», Ricart manifestó el deseo de que las

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autoridades de la metrópoli autorizasen al gobernador de Cuba para formar en esa isla uno o más batallones de voluntarios. Los mismos pasarían al servicio de Santo Domingo, y «serían pagados por las reales cajas, con cargo a la deuda ya contraída por la República». El ministro confiaba en que se le facilitara además la realización del empréstito, con lo que se proporcionarían al Gobierno dominicano «los elementos necesarios para conjurar cualesquiera peligros» que lo amenazasen, así como para «mejorar la situación del país, y aguardar tranquilamente el desenlace de sus negociaciones» con España.90 La insistencia de Ricart, Alfau, Álvarez y Santana ante Serrano no se vio defraudada, y si bien no puede afirmarse que este último ordenara verbalmente al presidente dominicano que llevase a cabo la anexión, lo cierto es que la misma se produjo en un período de tiempo relativamente corto tras el regreso de Ricart a Santo Domingo.91 De cualquier modo, parece claro que el gobernador de Cuba fue bastante receptivo a los repetidos ruegos de aquellos, como se deduce del contenido de algunas de las comunicaciones que les dirigió en los días previos a la proclamación de la soberanía española sobre el territorio dominicano. Así, por ejemplo, Serrano advirtió a Santana que, toda vez que los votos y deseos del pueblo dominicano habían sido acogidos por el Gobierno español, y mientras llegaba el momento deseado, él mismo procuraría acelerarlo, informando a Madrid de las ventajas mutuas que encerraba «la realización de tan grandioso pensamiento». Por ello, el gobernador deseaba conocer, para estudiarlos y proponerlos en el momento oportuno, los medios que Santana creyera necesarios para la ejecución del proyecto, tanto en el aspecto «de tropas y de todas armas, como en material y pertrechos de todo género, buques, distribución de las fuerzas, puntos de desembarco, y de concentración, recursos de todo género», así como aquello que a la República Dominicana pudiese convenir y debiera proveerse. Ibídem, doc. No. 20, P. Ricart y Torres-Francisco Serrano, La Habana, 6 de febrero de 1861. 91 L. Álvarez López, Dominación colonial... p. 48. 90

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Serrano reiteró asimismo al presidente de la República «la necesidad de emplear la mayor circunspección y reserva hasta la resolución de la reina, tratando de desvanecer la alarma» que cundía, y las exactas noticias que tenían ya por alguna indiscreción y por las sospechas que los pasos oficiales dados hubiesen podido originar.92 Estas palabras revelan con claridad que el gobernador de Cuba sabía perfectamente que la anexión no era bien vista por todos, ni dentro ni fuera de la isla, por lo que cabe pensar que quizás Serrano hubiese estimado conveniente el adelanto de la reincorporación de Santo Domingo a España, antes de que los opositores tuvieran tiempo para organizarse. En un sentido muy similar apuntan también las órdenes que el gobernador de Cuba dio al comandante del apostadero de La Habana, Gutiérrez de Rubalcava, relativas al envío de un buque de la Marina de guerra con destino a la República Dominicana. En efecto, el objeto que Serrano se había propuesto era, además de transportar a Ricart y a Álvarez, que la bandera española se dejase ver en algunos puertos de ese país, y prestar de tal modo la fuerza moral que necesitaba el Gobierno dominicano, «tan combatido de contrarios elementos, para seguir adelante en la obra de la consolidación de su nacionalidad». Así pues, el gobernador juzgó apropiado que el Pizarro, tras dejar en la capital a dichas personas, visitara «la bahía de Samaná y algún otro punto importante», y permaneciese en aguas dominicanas hasta la llegada de otro buque que lo reemplazara, o bien cuando a juicio del cónsul de España su presencia allá no resultase ya necesaria. Serrano indicó que Álvarez, a quien calificó de «celoso funcionario», tenía instrucciones suyas tanto verbales como escritas, de modo que consideraba lo más oportuno que el comandante del Pizarro ajustara su conducta a las indicaciones del diplomático. Con respecto al reconocimiento de los yacimientos de carbón en la bahía de Samaná, el gobernador afirmó que tal vez fuese mejor, por razones que el propio Rubalcava adivinaría, posponerla para más adelante. No obstante, Serrano dejó la última decisión en manos AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. sin No., Serrano-presidente de la República Dominicana, La Habana, 2 de febrero de 1861 (minuta).

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del jefe del apostadero, quien había sido autorizado por una real orden de 23 de marzo de 1860 para ejecutar dicha operación, si consideraba que la misma no ofrecía inconveniente alguno en aquellas circunstancias.93 Al extremar las precauciones para levantar las menores sospechas posibles y no provocar un movimiento en contra de la anexión, se buscaba un prudente equilibrio entre dos posturas igualmente peligrosas: un exceso de protagonismo, y una ausencia que dejaría el campo libre a los enemigos de la unión de Santo Domingo con su antigua metrópoli. El gobernador de Cuba reconoció haber dado a Álvarez instrucciones verbales y escritas, por lo que no es posible determinar con certeza si las primeras estaban conformes con el deseo expresado por el ejecutivo de Madrid de posponer la anexión, al menos por espacio de un año. En cuanto a las instrucciones escritas, como es natural estas se mantenían dentro de las pautas estipuladas en el despacho de O’Donnell, del 8 de diciembre. De hecho, Serrano señaló en ellas que eran pocas las indicaciones que tenía que hacer al cónsul de España en Santo Domingo, respecto de la manera de conducir el asunto a su llegada a esa ciudad. El motivo alegado por el gobernador fue que, en «las asiduas conferencias» que habían celebrado durante la permanencia de Álvarez en La Habana, ya le había manifestado con su franqueza característica todo lo que pensaba acerca del particular. Serrano subrayó que ambos, como representantes del Gobierno español en esas regiones, debían poner todo su empeño en evitar que con motivo de la cuestión dominicana se le suscitaran obstáculos, y se le obligase «a ir más allá de donde» había decidido ir. En línea con el espíritu de las órdenes recibidas del presidente del Consejo de Ministros, el gobernador de Cuba añadió: V. S. conoce perfectamente que la conveniencia pública se encuentra en el presente caso de acuerdo con las prescripciones estrictas del deber, y que sería grave daño para Ibídem, doc. No. 21, Serrano-comandante general de Marina, La Habana, 12 de febrero de 1861 (minuta).

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nuestro país y una gran responsabilidad para sus servidores comprometer al Gobierno de la reina a dar un paso decisivo antes del plazo que [...] tiene prefijado. Serrano insistió de nuevo en que el agente debía consagrar todos sus esfuerzos a evitar tales contingencias. El conocimiento que Álvarez tenía «de los hombres y las cosas de Santo Domingo», así como su influjo sobre el Gobierno dominicano, le proporcionaban «medios bastantes para calmar las impaciencias, evitar manifestaciones imprudentes e intempestivas, para conseguir en una palabra» que se cumpliera «el interesante objeto de la soberana disposición de 8 de diciembre». Es más, dadas las circunstancias reinantes en América y Europa, «cualquier paso aventurado que privase al Gobierno supremo de su [...] completa libertad de acción podría acarrear muy funestas consecuencias para España». Por otra parte, los manejos de algunos enemigos de las autoridades de la República aconsejaban «la mayor discreción y cautela en la prosecución de la empresa propuesta». Serrano también informó al diplomático de que había concedido un préstamo de 25,000 pesos fuertes al Gobierno dominicano, apoyándose en la real orden ya mencionada, y a la espera de la resolución que adoptara el ejecutivo de Madrid. Dicha cantidad se entregó a Ricart, y siendo Álvarez «por razón de su encargo custodio en aquel país de los intereses de España», debía velar por que a dicha suma se le diese «la aplicación más conveniente y conforme a las miras del Gobierno de S. M., y ejercer en ella igual influencia que con otros auxilios prestados anteriormente al dominicano».94 La situación dominicana puede deducirse de la orden que transmitió el cónsul, después de su regreso a Santo Domingo, al comandante del Pizarro, en la que le advirtió de que las circunstancias en que había encontrado el estado político de la República eran tan especiales, que creía indispensable la permanencia del Ibídem, doc. No. 22, Serrano-cónsul de España en Santo Domingo, La Habana, 12 de febrero de 1861 (minuta).

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buque en esas aguas. Asimismo, Álvarez indicó al comandante que la expedición a Samaná debía aplazarse por el momento.95 Estos hechos parecen, pues, confirmar la hipótesis de que la llegada del diplomático español y de Ricart no sirvió para frenar los planes anexionistas de Santana, sino que más bien contribuyó a todo lo contrario, ya que al poco tiempo de encontrarse ambos de vuelta en territorio dominicano se dio un impulso definitivo a la ejecución del proyecto. En efecto, el presidente de la República remitió el 2 de marzo una comunicación al ministro de Guerra con instrucciones para que hiciera conocer en el Cibao los resultados de la negociación con el Gobierno español, en la que Santana expone sin tapujos tanto su plan como los motivos del mismo, por lo que resulta particularmente esclarecedora: Debiendo diputar una persona que merezca mi entera confianza para que pase a las provincias del Cibao a imponer a las autoridades y personas notables de las negociaciones que ser acaban de celebrar con el Gobierno de S. M. C. [...], he resuelto comisionar a V. S. para que pase a desempeñar esta importante misión [...]. Diga V. S. con franqueza a todos esos patriotas lo que el Gobierno ha hecho y lo que definitivamente se ha convenido: 1.º Que en vista de las grandes dificultades que se han tocado siempre, y que hoy más que nunca se oponen para la consolidación del país, contándose ya diez y siete años en lucha, durante los cuales se han agitado revoluciones internas, cuyas dolorosas consecuencias se hacen sensibles cada día, el Gobierno se ha visto en el caso de ocurrir al de S. M. Católica solicitando una protección eficaz que asegure los derechos y garantías del pueblo dominicano. 2.º Que al dirigirse este Gobierno al de S. M. C. impetrando esta protección, se han tenido presentes las circunstancias Ibídem, doc. No. 26, Álvarez-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 25 de febrero de 1861. El documento es un traslado a Serrano del oficio dirigido por Álvarez en esa misma fecha al comandante del Pizarro.

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de nuestro origen, de nuestro idioma, de nuestros usos y costumbres y de nuestra religión y tradiciones. 3.º Que las señaladas simpatías que naturalmente en todos tiempos ha tenido el pueblo dominicano por todo cuanto depende de la España, y las que esta nación ha manifestado constantemente por Santo Domingo, demandaban la necesidad de que ambas partes se entendiesen y llevasen a cabo una convención que íntimamente las estrechase. 4.º Que atendiendo a todas estas razones, y con la seguridad de que los haitianos no desisten nunca de sus ideas de conquista y exterminio, a pesar de los esfuerzos hechos por las potencias mediadoras, el Gobierno estableció sus proposiciones al gabinete de Madrid, basadas de este modo: protección directa y eficaz a la República Dominicana, o anexión de la antigua parte española de la isla de Santo Domingo como una provincia libre. 5.º Que el Gobierno de S. M. C., después de haber estudiado, meditado y aun consultado las conveniencias de estas proposiciones, ha resuelto decidirse por la anexión, en vista de las dificultades que de ordinario ofrece un protectorado que no podría llevar el sello de la perpetuidad. 6.º Que resuelta y decidida como está la anexión, por el acuerdo de ambos Gobiernos, no resta ya otra cosa, que hacer la solemne declaratoria. 7.º Que para que esta pueda llevarse a cabo con todo el orden posible, y que la expresión del pueblo dominicano sea libre, se tienen ya dadas las órdenes correspondientes para que vengan las fuerzas de mar y tierra a proteger la espontánea manifestación de los pueblos. 8.º y último. Que las bases de la anexión son las mismas que constan de la copia que por separado lleva V. S. para que las eleve al conocimiento de las autoridades y de las personas influyentes de aquellas provincias. Estas instrucciones […] revelan las buenas disposiciones que el Gobierno de S. M. C. tiene por los hijos de Santo

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Domingo. Ni Méjico con sus siete millones de habitantes y su opulencia; ni Cuba, esa rica y codiciada isla, han logrado elevarse al rango en que se coloca hoy Santo Domingo.96 Es muy significativo que en las instrucciones que dio a uno de sus más íntimos colaboradores en el proyecto anexionista, Santana no mencionase tan siquiera a los Estados Unidos, pese a haberlos presentado como un gran peligro para España por su interés en Santo Domingo, y que la amenaza haitiana solo apareciera en el cuarto punto. Cabe recordar aquí que el único caso en que el ejecutivo de Madrid contemplaba la posibilidad de alterar el plazo de un año para la incorporación de Santo Domingo a la monarquía española era el de emplear todos los medios necesarios para impedir que los Estados Unidos se apoderasen de ninguna parte del territorio dominicano. Estos dos aspectos bastan quizás por sí solos para poner de manifiesto, aún más si cabe, que el verdadero propósito del presidente y su Gobierno al solicitar la anexión a España era acabar con la disidencia interna, ante todo, para lo que necesitaban la ayuda de un aliado fuerte que les permitiera mantenerse en el poder. El 9 de marzo, Santana dirigió una circular a las autoridades civiles y militares para informarlas del plan que debía llevarse a cabo, así como del modo en que este se realizaría, «mediante pronunciamientos que mostrasen la espontaneidad y unanimidad del pueblo dominicano en su deseo anexionista». Junto a ellos, «la firma de actas de adhesión» sería la «prueba irrefutable de que los propios dominicanos» deseaban volver a formar parte de España.97 Tales actas debían suscribirlas, además de las autoridades, «los vecinos más importantes y de mayor arraigo de las respectivas localidades», actas que, a juicio del general De la Gándara, «precisamente demuestran todo lo contrario de lo que los J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 158-159. L. Álvarez López, Dominación colonial... p. 48 (la cursiva corresponde a los entrecomillados del autor, quien no cita la fuente).

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anexionistas se propusieron» al publicarlas. Su estudio detallado «revela una vez más, y cumplidísimamente la ligereza con que procedió el Gobierno de España aceptando la reincorporación y sirviendo los designios de Santana», según el mencionado autor. Este considera que, «dados los asertos de Santana y de Ricart […] sobre el vivo anhelo de los dominicanos de volver al seno de la madre patria», los cuales fueron acogidos por el ejecutivo de Madrid «como artículo de fe», parecía lógico «que esa circular hubiese producido en el país un movimiento inmediato y entusiasta a favor de la reincorporación». Sin embargo, «nada de eso ocurrió», sino que «la excitación de Santana, aquel dictador siempre tan puntualmente obedecido por sus conciudadanos, no logró que entonces se le escuchase como lo crítico de las circunstancias exigía», según demuestra el hecho de que el presidente tuviera que «repetir sus órdenes». En opinión del general De la Gándara, «esto evidencia que, a lo sumo, los dominicanos iban a la reincorporación arrastrados por ajeno impulso; pero sin deseo, ni interés de su parte, dejándose llevar, indiferentes o temerosos, de los caudillos y prohombres que de largo tiempo atrás gobernaban su República».98 El primer pronunciamiento tuvo lugar el 12 de marzo de 1861 en Hato Mayor, donde el coronel Manuel Santana, hijo del presidente, que era el gobernador interino de la provincia de El Seibo, junto con el comandante de armas, convocó «a las demás autoridades y habitantes» de Hato Mayor, punto en el que se reunieron 95 personas en total. A dicha población la siguieron el día 17 Bayaguana y Monte Plata, situadas como aquella en el este de del país, la región de mayor predominio santanista, y Baní, en el sur. Así pues, el día 15 tan solo se había recibido en Santo Domingo el acta de Hato Mayor, lo cual, según De la Gándara, era demasiado para Santana, que no pudo esperar más y dirigió una nueva orden a las autoridades locales, «mucho más terminante y decisiva que la anterior».99 En ella, Santana se expresaba del siguiente modo: J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 160-161. Ibídem, pp. 161-163.

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Al ver la impaciencia que manifiestan los pueblos de todas las comunes de ver satisfechos sus tan ansiados deseos de realizar el pensamiento de unirnos a la madre patria, conviene que se haga desde luego el pronunciamiento en esa; se fije la bandera española, se levante un acta solemne de la ceremonia, que se haga firmar por todas las personas que sepan hacerlo, y se pondrán los nombres de los que no sepan, firmando por ellos los más notables de la población. Inmediatamente se haya saludado el pabellón con 21 cañonazos se hará avisar a los comandantes de armas de las distintas comisiones [sic] por el jefe político de esa, participándoles lo hecho en esa capital, y manifestándoles la conveniencia de que aquellos hagan otro tanto en todo su distrito. Conviene que el pronunciamiento se haga de mañana y tan temprano como se pueda, a fin de no izar […] la bandera dominicana, y al hacerlo con la española se saludarán con 21 cañonazos, se cantará un tedeum y el gobernador político dirigirá una alocución al pueblo, explicándole las garantías y ventajas que le esperan, leyéndole las bases con que se hace la anexión a España […]. Es necesario que se hagan hacer banderas españolas aunque sean de cualquier tela que tengan los colores, si no hay lanillas, a fin de que sirvan provisionalmente, mientras se hacen otras […]. Como es necesario que los pueblos vean que la bandera dominicana recibe todos los honores que le son debidos, hará V. S. que se coloque en la iglesia de esa cabeza de provincia enlazada con la española, en señal de la unión que espontáneamente hacemos. En las demás comisiones [sic] donde no haya por el pronto banderas españolas, se colocará la dominicana en la iglesia para entrelazarla después con la española. V. S. comprenderá la urgencia con que nos obliga la impaciencia general de todos los pueblos que de hecho se han pronunciado, celebrando sus solemnes actos de declaración y levantando actas de ellos, en que firman las poblaciones

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enteras y claman por el pronunciamiento definitivo que al recibo de esta habrán hecho todos los de estas provincias. No cabe pues otro camino sino que V. E. [sic] provoque la reunión inmediata de las personas notables, y sin esperar otro aviso haga que esa provincia siga el movimiento general de todas las demás.100 Estas instrucciones tan detalladas dan idea de lo poco que confiaba Santana en las autoridades nombradas por su propio Gobierno, y aún menos en la supuesta impaciencia de los dominicanos por que se proclamara la anexión de su país a España, como se deduce del hecho de que mintiese al decir que se habían pronunciado muchos pueblos. La realidad era que solo Hato Mayor lo había hecho ya, pero se buscaba provocar una extensión de los pronunciamientos, mediante la táctica de ordenar insistentemente a las autoridades locales que transmitieran a todas las comunes de sus respectivas provincias la necesidad de que imitasen el ejemplo de lo ocurrido en la capital de cada una de ellas. La orden del día 15 tuvo más éxito que la del 9, y se cumplió con mayor rapidez, de modo que a partir del 18 de marzo los pronunciamientos se sucedieron en cascada, comenzando por Santo Domingo, donde en tal fecha también fue proclamada oficialmente la reincorporación del territorio dominicano a la monarquía española. Ese mismo día tuvieron lugar pronunciamientos en San Cristóbal, Los Cevicos, San José de los Llanos, Azua y El Seibo; el 19, en San Antonio de Guerra, Barahona e Higüey; el 20, en San José de Ocoa, Samaná, Sabana Mula, San Pedro de Macorís, San Juan de la Maguana y Neiba; el 21, en Yamasá, Las Matas, Sabana de la Mar y El Cercado; el 23, en La Vega, Moca y San Francisco de Macorís; el 24 en Jarabacoa, Bonao, Cotuí, Altamira y Santiago de los Caballeros; el 25, en Montecristi, Sabaneta y Guayubín; y por último en Puerto Plata,el 26 de marzo.101 Ibídem, pp. 163-165. De la Gándara escribe «comisiones», pero en realidad se trata de comunes (es decir, municipios), debido probablemente a que en esta circular la palabra apareciese abreviada como com. o coms. 101 Ibídem, p. 165. 100

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Tal como subraya De la Gándara, todas las actas están redactadas con arreglo «al mismo molde», ya que en su mayor parte se dice que los vecinos, convocados por la autoridad «para obedecer una orden del presidente de la República», habían «oído leer las bases de la reincorporación», las habían aceptado y reconocido a Isabel II como reina. En esas actas se encuentra «más o menos vehemencia en los conceptos y mayor o menor entusiasmo en el dictado», pero según dicho autor su fondo es siempre igual, por lo que es probable que se enviaran modelos de actas de pronunciamiento a muchas comunes, como parece confirmar el hecho de que haya algunas casi idénticas entre sí. Esto ocurre por ejemplo en los casos de Sabana Mula, Barahona, San Juan de la Maguana, Azua, Las Matas y El Cercado, poblaciones todas ellas situadas en la región suroeste de la República Dominicana, así como en los casos de Montecristi, Sabaneta y Guayubín, que están ubicadas en el noroeste del país. Varios pueblos tuvieron «la franqueza de confesar» que se pronunciaban bien porque lo había hecho la capital de su provincia, como San Pedro de Macorís, bien «por seguir la conducta de la mayoría de los de la República». Es más, San Francisco de Macorís, Neiba y Santiago declararon incluso que se unían a España porque no creían «posible seguir viviendo de otra manera». Para terminar su recorrido, De la Gándara señala que el acta de Cotuí atribuía «la iniciativa de la reincorporación» a los españoles, y subraya que «el odio y el temor a Haití se reflejan en la mayor parte» de estos documentos. Por todo ello, el mencionado autor concluye que tales fueron «las condiciones de espontaneidad» con que se llevaron a cabo unos actos que, debido a su importancia, encerraban en sí la anexión misma,102 actos con los que se inauguraba una etapa de futuro aún muy incierto. Como ejemplo de los pronunciamientos que tuvieron lugar a lo largo de aquellos días en las diversas poblaciones del país, cabe citar el acta de uno de los primeros, redactada en Baní el 17 de marzo, y que llama la atención por su brevedad y elocuencia:

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En la común de Baní, a los diez y siete días del mes de marzo de mil ochocientos sesenta y uno. Habiendo convocado a todos los empleados, así civiles como militares, y demás personas de esta población, a fin de comunicarles las instrucciones que S. E. el general Libertador se sirvió remitirme, para que les diese conocimiento de lo convenido entre el Gobierno dominicano y S. M. C. Lo que se principió a efectuar el domingo diez del corriente, y no se concluyó por falta de algunas personas notables: que hallándose hoy presentes y todas las demás, se dio lectura de dichas instrucciones, después de lo cual todos manifestaron quedar satisfechos y conformes, aceptando todo lo convenido por el Gobierno, y proclamando a S. M. C. como soberana. En prueba de ello firmaron la presente acta, levantada al efecto (siguen 133 firmas).103 Aparte de la significativa referencia a los presentes, entre los que se resalta en particular el elemento oficial, al ver el número tan reducido de los firmantes que suscribieron este documento, cabe preguntarse por el grado de representatividad que tenían las actas levantadas para dejar constancia de los pronunciamientos a favor de la anexión. De la Gándara considera injustificable que se diese a esos pronunciamientos el valor de un plebiscito, como los que habían conducido en 1860 a la anexión de Niza y Saboya a Francia. En efecto, el conjunto de las firmas reunidas en todo el territorio de la República ascendía solo a unas 4,000, siempre que «no se cometieran en estos documentos los amaños» a los que se presta tal procedimiento, por lo cual dicho autor pondera que no son muchos 4,000 votos para una población de 280,000 habitantes, pues suponen el 1.4% de la misma. Estas cifras lo llevan a afirmar que «los adheridos a España no eran más que un grupo exiguo por el número, casi insignificante del pueblo dominicano».104 G. Núñez de Arce, Santo Domingo... pp. 79-80. J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, p. 167.

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Aunque los datos demográficos manejados por De la Gándara fuesen muy elevados, lo cual no es probable, ya que el capitán de Ingenieros Santiago Moreno, en su informe de 1861, hizo un cálculo que situaba entre 200,000 y 300,000 los habitantes de todo el territorio de Santo Domingo,105 es cierto que no se trata ni tan siquiera de un porcentaje mínimamente representativo. Sin embargo, al poner de relieve la falta de unanimidad y espontaneidad del movimiento anexionista, De la Gándara confunde los datos relativos a las provincias, en unos casos, o a los municipios, en otros, con las cifras que se refieren a la población de cada núcleo, por así decir, urbano, de modo que se desfigura completamente el resultado, sea o no a propósito. Este autor considera la población de forma global, sin discernir entre el número de habitantes que vivían en las secciones rurales (o campos) de un municipio, en la cabecera de este, en la capital de la provincia, o en el conjunto de la misma, por lo que afirma que la capital dominicana tenía 25,000 habitantes, y que «los agentes de Santana» solo alcanzaron en ella 636 adhesiones.106 Además, no pueden incluirse en el recuento total aquellos grupos sociales que, como las mujeres, los menores de edad y las clases subalternas, no tenían reconocido el derecho legal a tomar parte en la actividad política. Por ello, en términos relativos la realidad está muy lejos de esas proporciones tan irrisorias, toda vez que Torrente, en su memoria de enero de 1853, da 6,000 habitantes a la ciudad de Santo Domingo, y 25,000 a su provincia, mientras que el capitán Moreno les da 8,000 y 85,000, respectivamente, de modo que habría que tomar como referencia las cifras de la capital. Otro tanto cabe decir con respecto a San Cristóbal, pueblo que en la primera memoria aparece con solo 250 habitantes, y al que De la Gándara atribuye una población de 14,000, probablemente por confundir, una vez más, los habitantes de la cabecera del municipio con las cifras correspondientes al total del mismo. En efecto, si bien es lógico pensar que San Cristóbal hubiera crecido desde la fecha AGMM, Colección General de Documentos, Santo Domingo, No. 6390 (rollo No. 65: 5-4-11-5), doc. cit. 106 J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, p. 168. 105

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de la mencionada memoria, es casi imposible que lo hiciese en semejante medida, por lo que las 94 firmas recogidas en el acta supondrían un porcentaje de la población de ese pueblo muy superior al que resulta de hacer el cálculo con base en los datos ofrecidos por De la Gándara. Por su parte, Baní, cuya población según la memoria de Torrente era de 600 habitantes, mantendría igualmente con sus 133 firmas una proporción similar a las de Santo Domingo y San Cristóbal. Algunos lugares en los que se repiten errores de bulto son Hato Mayor, con 300 habitantes en 1852, y 96 firmas en 1861, al que De la Gándara da la cifra de 14,000, que debe ser la de todo el municipio; la ciudad de La Vega, con entre 3,600 y 4,000 habitantes en el informe de Moreno, y 122 adhesiones, frente a los 25,000 de De la Gándara, que quizás correspondan también al total de ese municipio; así como Moca, San Francisco de Macorís y Santiago.107 Los ejemplos señalados bastan para dar una idea de que se trata de porcentajes muy reducidos, pero no ínfimos, como parece querer demostrar este último autor, quien era consciente de que los pronunciamientos tuvieron lugar en las capitales de provincia, cabeceras municipales y puestos militares, y fueron firmados solo por personas que vivían en dichos lugares. Así pues, a pesar de que la inmensa mayoría de la población dominicana se encontraba diseminada en núcleos rurales muy pequeños, o incluso en hatos aislados, solo fue informada de lo que iba a producirse la que residía en esos centros administrativos, cuyo tamaño en su mayor parte, como se ha visto, no solía superar el de una simple aldea. Lo que parece claro es que existe una gran diferencia entre los apoyos recogidos en unos lugares y otros, puesto que en el Cibao la proporción de los que firmaron es considerablemente menor que en las demás regiones del país, sobre todo en las poblaciones más importantes. De hecho, Puerto Plata, con 2,000 habitantes en 1852 y solo 44 firmas, y Santiago, ciudad a la que Moreno da Ibídem. Para los datos de los informes mencionados, véase: AHN, Ultramar, Santo Domingo, leg. 3524, doc. No. 66, «Memoria sobre la República Dominicana», por Mariano Torrente, La Habana, 6-I-1853; y AGMM, Colección General de Documentos, Santo Domingo, No. 6390 (rollo No. 65: 5-4-11-5), doc. cit.

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entre 7,000 y 8,500 habitantes, de los cuales firmaron el acta 140, fueron de las últimas en pronunciarse, los días 26 y 24 de marzo, respectivamente.108 Sin embargo, quizás más importante incluso que las cifras fue la forma en que tuvieron lugar los pronunciamientos, si se toma como referencia el testimonio, tal vez interesado pero no por ello menos revelador, de los miembros del Ayuntamiento de Baní, que en 1871 firmaron un documento en el cual describieron de este modo los hechos de 1861: Los abajo firmados […], que hemos presenciado todos los acontecimientos políticos de este país desde el año de 1844 a la fecha, atestiguamos: que este pueblo de Baní no fue consultado ni llamado a dar su voto para la anexión a España, llamándose solamente a algunos ciudadanos después de levantado el pabellón español para que firmasen el proceso verbal o pronunciamiento que después se redactó, el cual se negaron a firmar los ciudadanos Basilio Echavarría, Rosendo Herrera, José A. Billini y otras personas de las más notables de la población. […] El pabellón español que fue arbolado en este pueblo el día 18 de marzo de 1861 lo envió el comandante del vapor español de guerra Pizarro surto hacía algunos días en la bahía de Calderas, al comandante de armas de esta común en la noche del 17.109 Resulta muy significativa la última referencia al papel, bastante activo, que desempeñaron las fuerzas navales españolas destacadas en aguas dominicanas, por medio del simbólico G. Núñez de Arce, Santo Domingo... pp. 76-106; para Santiago y Puerto Plata véase pp. 103-105. Los datos demográficos proceden de las fuentes citadas en la nota anterior. 109 E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 134-135. El documento, fechado en Baní el 24-II-1871, está firmado por el presidente del Ayuntamiento, U. Guerrero; el regidor Esteban Billini; el alcalde constitucional, Lorenzo Díaz; el secretario, Manuel Mª. Saldaña; y Basilio Echavarría, y fue remitido a Samuel G. Howe, miembro de la comisión que visitó la República Dominicana en 1871, durante la negociación para la anexión de ese país a los Estados Unidos. 108

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gesto de enviar la bandera de España que debería izarse más tarde en Baní, con lo cual sin duda parecían invitar a que ese acto se llevara a cabo, de ser ciertos tales hechos. En cualquier caso, de lo anterior puede deducirse, como acertadamente subraya De la Gándara, que Santana «era un dictador», y que «el pueblo dominicano estaba acostumbrado a obedecerle dócilmente y sin protesta», así como el hecho de que «las actas de todos los pueblos comenzaban por la adhesión de los empleados civiles y militares» de los mismos. Por lo tanto, eran «casi exclusivamente manifestaciones […] de los funcionarios devotos de Santana, de los hombres de su partido […]; no en manera alguna del país independiente», que calló, como solía hacer, «a reserva de sublevarse cuando viniera el momento más oportuno», aunque «su silencio fue turbado por algunas protestas que se trataron de encubrir». En ese sentido, el mencionado autor alude a las que se produjeron en Santiago, justo en el momento de proclamarse la anexión, e indica que «los que disintieron» fueron encarcelados, en prueba de lo cual cita un oficio de Lavastida a Santana, del 18 de mayo, en el que aquel le escribió desde Santo Domingo lo siguiente: Hasta ahora no han llegado ni Sebastián Valverde, ni Belisario Curiel. Los demás están aquí y aseguran siempre que ha sido una injusticia, porque ellos son más españoles que Isabel II. Bueno sería que V. E. investigara en Santiago el origen de la arrestación [sic] de esa gente. Unos lo atribuyen a enemistad personal de Domingo Pichardo, otros de Angulo y otros de Garrido; pero lo que hay de cierto es que estos abrazaron con entusiasmo la anexión, y de los presos ninguno firmó el acta de adhesión. De la Gándara afirma que quizás en otras localidades ocurriese lo mismo que en Santiago, pero acto seguido añade que «esas resistencias no era posible que dejasen huella bajo un Gobierno autoritario y despótico como el de Santana». A juicio de dicho autor,

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puede concluirse, pues, que «en Santo Domingo tenían voluntad decidida por anexionarse a España los menos de sus habitantes y que los demás eran indiferentes; pero que si de la anexión hubiesen resultado ventajas palpables para aquella nación, entonces podía la inmensa mayoría recibir con buena voluntad su reincorporación» a España.110 En definitiva, es evidente que el santanismo solo buscaba perpetuarse en el poder, y para ello estaba dispuesto a pasar por encima de cualquier obstáculo que pudiera interponerse en su camino. De este modo, la presentación de las actas se convirtió en un mero trámite con que cubrir el expediente, al ser una condición impuesta por el Gobierno español para aceptar la anexión, como lo demuestra el hecho de que la misma se proclamara pese a no cumplirse tal condición, pues antes del 18 de marzo los pronunciamientos solo habían tenido lugar en cuatro pueblos, o incluso menos, si se tiene en cuenta lo señalado con respecto a Baní. Sin embargo, aunque es cierto que la anexión no contaba con un gran apoyo popular, tampoco sus opositores tuvieron éxito alguno, y ni siquiera Fernando Arturo de Meriño, gobernador eclesiástico de Santo Domingo, pudo disuadir a Santana cuando, alarmado por las noticias que circulaban, habló con él acerca del acto que se proponía realizar. Meriño «le representó los irreparables perjuicios que sobrevendrían al país con semejante cambio político que el pueblo no aceptaría, y el error en que estaba figurándose que la España» de aquella época «era la misma España de otros tiempos […]; pero todo fue infructuoso», ya que el presidente no conocía la historia, y se negó a seguir los consejos del sacerdote. Este, descorazonado por la obcecación de Santana, «creyó posible organizar la oposición para impedir la consumación» de lo que estaba a punto de suceder, junto a varios ciudadanos, pero les faltaron tiempo y elementos con los que llevar a cabo su proyecto. La misma víspera del día 18, el presidente se entrevistó con el padre Meriño para pedirle «que dirigiera sus exhortaciones a los curas, J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 168-169 (las cursivas son del autor).

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a fin de inclinarlos a aceptar la anexión», algo que el eclesiástico rechazó, y haciéndole «las mismas reflexiones que en días anteriores, le habló nuevamente de […] cuánto exponía su nombre y su reputación» con aquel acto. Meriño dijo a Santana que si, como este aseguraba, todo el país quería la anexión, dejase que se pronunciaran los pueblos, y con ello salvaría «su responsabilidad apareciendo someterse a la voluntad nacional». A pesar de la insistencia del sacerdote, que le rogó que lo pensara bien, Santana respondió que él debía iniciar el pronunciamiento, y Meriño repitió a su vez que no podía hacer lo que el presidente le solicitaba, después de lo cual se despidieron. Algunos años más tarde, tras el estallido de la insurrección contra España, Santana confesó al general Ramón Hernández, en referencia a los acontecimientos de 1861, que la única persona que le había dicho «siempre la verdad fue el padre Meriño».111 Así las cosas, ya no había marcha atrás y solo restaba dar el paso definitivo, lo que se hizo el lunes 18 de marzo por la mañana en la capital de la hasta ese momento República Dominicana, con toda la solemnidad requerida por un hecho de tanta trascendencia como el que se produjo ese día. En el discurso pronunciado durante el acto de proclamación de la soberanía española, el general Santana afirmó: ¡Dominicanos! No hace muchos años que os recordó mi voz siempre leal y siempre consecuente, y al presentaros la reforma de nuestra Constitución política, nuestras glorias nacionales, heredadas de la grande y noble estirpe a que debemos nuestro origen. Al hacer entonces tan viva manifestación de mis sentimientos, creía interpretar fielmente los vuestros, y no me engañé; estaba marcada para siempre mi conducta; mas la vuestra ha sobrepujado a mis esperanzas. Carlos Rafael Nouel y Pierret, Historia eclesiástica de la arquidiócesis de Santo Domingo, primada de América [Roma, 1913-1914], edición facsímil: Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1979, pp. 148-151.

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Numerosas y espontáneas manifestaciones populares han llegado a mis manos; y si ayer me habéis investido de facultades extraordinarias, hoy vosotros mismos anheláis que sea una verdad lo que vuestra lealtad siempre deseó. Religión, idioma, creencias y costumbres todo aún conservamos con pureza; no sin que haya quien tratara de arrancarnos dones tan preciosos; y la nación que tanto nos legara, es la misma que hoy nos abre sus brazos cual amorosa madre, que recobra su hijo […]. Dominicanos: solo la ambición y el resentimiento de un hombre nos separó de la madre patria: días después el haitiano dominó nuestro territorio; de él lo arrojó nuestro valor; ¡los años, que desde entonces han pasado, muy elocuentes han sido para todos! ¿Dejaremos perder los elementos con que hoy contamos, tan caros para nosotros, pero no tan fuertes como para asegurar nuestro porvenir y el de nuestros hijos? Antes que tal suceda; antes que vernos cual hoy se ven esas otras desgraciadas Repúblicas, envueltas incesantemente en la guerra civil […]; antes que llegue semejante día: yo que velé siempre por vuestra seguridad: yo que, ayudado por vuestro valor ha defendido palmo a palmo la tierra que pisamos; yo que conozco lo imperioso de vuestras necesidades, ved lo que os muestro en la nación española, ved lo que ella nos concede. Ella nos da la libertad civil que gozan sus pueblos, nos garantiza la libertad natural, y aleja para siempre la posibilidad de perderla; ella nos asegura nuestra propiedad, reconociendo válidos todos los actos de la República; ofrece atender y premiar al mérito, y tendrá presentes los servicios prestados al país; ella en fin, trae la paz a este suelo tan combatido, y con la paz sus benéficas consecuencias. Sí, dominicanos: de hoy más descansaréis de la fatiga de la guerra, y os ocuparéis con incesante afán en labrar el porvenir de vuestros hijos. La España nos protege, su pabellón nos cubre, sus armas impondrán a los extraños; reconoce nuestras libertades, y

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juntos las defenderemos, formando un solo pueblo, una sola familia, como siempre lo fuimos: juntos nos prosternaremos ante los altares que esa misma nación erigiera; antes esos altares que hoy hallará cual los dejó, intactos, incólumes, y coronados aún con el escudo de sus armas, sus castillos y leones, primer estandarte que al lado de la cruz clavó Colón en estas desconocidas tierras, en nombre de Isabel Primera, […] la Católica; nombre augusto que al heredarle la actual soberana de Castilla, heredó el amor a los pobladores de la isla Española: enarbolemos el pendón de su monarquía, y proclamémosla por nuestra reina y soberana.112 Rodríguez Demorizi indica que la reseña oficial del acto de la anexión, publicada en la Gaceta de Santo Domingo el 21 de marzo, obviamente no recogía «el oculto dolor de una gran parte del pueblo dominicano, frente al magno suceso». Por otra parte, dicho autor cita un despacho enviado por Juan Bautista Cambiaso, cónsul de Cerdeña en Santo Domingo, al ministro sardo de Asuntos Exteriores, a quien comunicó que todo parecía haberse realizado «con bastante calma y resignación, aunque la opinión pública en general no fuera suficientemente satisfecha de lo que se obraba». Es más, a juicio del diplomático, «si hubieran sometido la anexión al voto popular, esta hubiera dado un resultado opuesto, mientras que la opinión pública hubiera consentido con mayor satisfacción otra nacionalidad»,113 pero sin concretar a cuál se refería, ni en qué se basaba para expresar esa conjetura, que resulta demasiado aventurada. Zeltner, representante de Francia en la capital dominicana, también se dirigió a su Gobierno para informarle de lo acontecido aquellos días, asegurando que «una revolución era inminente», y que la caída de Santana era la consecuencia fatal de E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 127-129 (las cursivas son del autor o del propio documento). 113 Ibídem, p. 126. El autor cita un despacho de Cambiaso, fechado el 18-IV-1861. 112

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la misma. El país había sido vendido, esa era «la palabra exacta» según Zeltner, «por una fracción insignificante de funcionarios», que habían convencido al presidente de que «su popularidad estaba perdida», así como de que los esfuerzos de Francia y Gran Bretaña por poner fin al conflicto con Haití desembocarían en una paz peligrosa de violar para los dominicanos. Por consiguiente, resultaba necesario preservar «estas expediciones que elevaban la popularidad de Santana y la fortuna de sus ministros, cuya primera preocupación era nombrarse aprovisionadores de las tropas», mientras que si el presidente cayera, «su sucesor se rodearía de hombres nuevos y pobres que querrían enriquecerse» igualmente. Así pues, en primer lugar había que impedir «la caída de Santana y si esto fuese imposible, impedir por lo menos la llegada al poder de un partido que aportaría sus rencores y su pobreza», para lo cual Lavastida, Ricart, Alfau y Fernández de Castro habían «llamado a los españoles, luego de haber sin duda puesto un precio a sus servicios».114 Con la oposición latente de buena parte de la propia población dominicana, y con la más o menos disimulada antipatía de los agentes extranjeros acreditados en Santo Domingo, una nueva etapa de la vida política del país acababa de echar a andar, rodeada aún de toda clase de amenazas e incertidumbres que no parecían presagiar el buen éxito de la empresa. La cuestión más apremiante era, sin duda, la actitud que adoptaría el Gobierno español ante la anexión recién proclamada, que el dominicano le presentaba como un hecho consumado que solo podía aceptar o rechazar, sin matices, pues no tenía ya margen alguno de maniobra para poder dirigir o encauzar un proceso que había escapado por completo a su control. No obstante, es necesario subrayar que el ejecutivo de Santo Domingo actuó siempre de acuerdo, en mayor o menor medida, con las autoridades españolas en las Antillas, particularmente J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 68-69. Domínguez cita un despacho de Zeltner, del 15-IV-1861.

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con el cónsul Mariano Álvarez, y con el general Serrano, sin cuya aprobación no habría sido posible que Santana diera un paso tan decisivo y casi irreversible. Con él quedaba comprometida España, que se veía obligada a decidir en un tiempo más breve del que O’Donnell hubiese querido, en su afán por no entrar en conflicto con los Estados Unidos, a la espera de que allí estallara una guerra civil, lo que también debería influir en la reacción de las demás potencias, sobre todo Gran Bretaña y Francia.

Capítulo VII. Principales reacciones ante el hecho consumado de la anexión

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l Gobierno presidido por Santana proclamó la anexión de Santo Domingo a España el 18 de marzo de 1861, sin el respaldo de una gran mayoría de los dominicanos, pero de acuerdo en todo momento con el cónsul Álvarez, quien a su vez estaba en plena sintonía con el capitán general de Cuba. La anexión se presentó como un hecho consumado, que el ejecutivo de Madrid aceptó sin la necesaria reflexión sobre su espontaneidad, una decisión para la que tuvo también el apoyo de la prensa, que de forma mayoritaria se mostró muy favorable a dar ese arriesgado paso. Mientras tanto, la reacción internacional, que era la que más había preocupado al Gobierno español, se limitó a sendas protestas diplomáticas por parte de Haití y de los Estados Unidos, y a un intercambio de notas aclaratorias entre Madrid y Londres, relacionadas sobre todo con la cuestión del no restablecimiento de la esclavitud en el territorio dominicano. Para comprender la forma sui géneris en que se llevó a cabo la proclamación de la soberanía española en Santo Domingo, la cual contó con la anuencia del cónsul de España y del gobernador de Cuba, es preciso analizar las gestiones desarrolladas inmediatamente antes en tal sentido por parte de las autoridades dominicanas, tanto con Álvarez como con Serrano.

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1. El sinuoso camino hacia el hecho consumado de la anexión

El ministro interino de Relaciones Exteriores de la República, Fernández de Castro, se dirigió a Álvarez para agradecerle la respuesta que el Gobierno de España había dado a «una de las proposiciones que le fueron hechas» por el dominicano, según se deducía del contenido de una comunicación que Serrano dirigió a Ricart el 10 de enero de 1861. No obstante, el ministro lamentaba el deseo del ejecutivo de Madrid de que «la unión propuesta y aceptada» se aplazara por espacio de un año, ya que el mismo podría exponer a los dominicanos a «las eventualidades con que la Providencia» solía «castigar en los pueblos la pérdida del tiempo y de la oportunidad». Fernández de Castro señaló que la República Dominicana sabría defenderse frente a Haití si fuese necesario, pero que no era la suerte de sus armas lo que inquietaba al Gobierno dominicano, sino «la ancha brecha que por tan largo período» se dejaba «abierta al embate de los esfuerzos supremos» que harían los partidos que se veían a punto de desaparecer de la escena. El ministro puso como ejemplo el partido pronorteamericano, que estaba renaciendo con fuerza debido a una tardanza española que el pueblo dominicano no podía comprender, y a los manejos de nuevos agentes, que prodigaban «el oro y las promesas de todo género para alejar los ánimos del propósito» que en esos momentos habían adoptado. Fernández de Castro argumentó, en apoyo de su tesis, que existían tres partidos contrarios al Gobierno, y que «el norteamericano, representado ya por un agente comercial, había vigorizado su acción» con el envío de otro agente a la República, «alarmado sin duda» por la tendencia favorable a España que observaba en aquel país. Acto seguido, el ministro se refirió a Báez, quien veía «desaparecer para siempre las negociaciones con que Haití» debía cuadruplicar su fortuna, «y gracias al lapso» que se le iba a conceder conseguiría «reproducir algunos de esos inútiles holocaustos de sangre», a los que condenaba «fríamente […] a sus escasos partidarios». Por último, el partido haitiano, que en opinión de Castro era «impotente en lo interior pero fuerte y activo»

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en el país vecino, aunque falto de confianza para atacar de frente, redoblaría sus esfuerzos para provocar alguna rebelión similar a la que había tenido lugar en la frontera unos meses atrás. Si bien tendría sin duda el mismo escarmiento que aquella, en caso de que llegara a producirse, dejaría entre los dominicanos «la triste impresión de que sus esperanzas de quietud y reposo» habían sido tan solo «vanas ilusiones».1 A continuación, el ministro de Relaciones Exteriores se preguntó de forma retórica «cómo, pues, con tales elementos» en juego, la República podría dar a España «durante el período señalado las muestras de esa homogeneidad absoluta de sentimientos, de esa unanimidad de aspiraciones» que parecía «desear el Gobierno de Madrid». A esto añadió que Santana había hablado «en nombre de la mayoría sensata» del pueblo dominicano cuando ofreció «la lealtad de unas masas sencillas […] dispuestas a seguirlo», pero que se refería «solamente a su confianza en el presente», y expresaba «sus temores para el porvenir». De hecho, el presidente «no prometió garantizar esas masas del engaño y la seducción en un período largo; ni confió en convertir a la razón a una minoría interesada en perpetuar el desorden», que «por más insignificante» que fuese, daría sin duda «señales de su oposición y conseguiría […] destruir la esperanza» de cumplir el requisito de la unanimidad. Por ello, Castro advirtió que el Gobierno español no debía «buscar esa unanimidad más que en los sentimientos de la mayoría sensata de la nación, en la cooperación de todas las autoridades; en la decisión del Ejército y en la conformidad absoluta de pensamiento en la generalidad». Esa fue la unanimidad ofrecida por Santana, que estaba dispuesto a demostrarla en ese mismo momento, llevando a cabo el plan con la ayuda de dos vapores para «el pronto movimiento de las correspondencias», y con los recursos pecuniarios «indispensables para movilizar los hombres necesarios para la conservación del orden». El ministro insistió en que si el deseo del ejecutivo de Madrid de aplazar por Felipe Dávila Fernández de Castro-cónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 28 de febrero de 1861. Documento conservado en AMAE, H 2057, y recogido por M. Morán Rubio en La anexión de Santo Domingo... vol. II, pp. 167-174; véase pp. 167-169.

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espacio de un año la resolución del asunto realmente fuese solo un deseo, y no «una determinación fija e irrevocable», no dudaba que después de tomar en cuenta las anteriores consideraciones, aquel cambiaría su modo de pensar al respecto.2 En tal sentido, Fernández de Castro subrayó los dos únicos motivos que habían podido sugerir ese deseo al Gobierno español, que a su juicio eran los siguientes: el primero, «el de tener en la espera la suficiente demostración de espontaneidad que ponga a la España al abrigo de la responsabilidad moral que habrá de contraer». El segundo consistía en «la consideración de mayor o menor oportunidad con arreglo a la situación política en Europa y América». En cuanto al primero de ellos, el ministro aseguró haber demostrado «hasta la evidencia» cuál era «el voto unánime de la nación», que comprendía «sus verdaderos intereses», y recordó el ofrecimiento hecho a Álvarez para que lo elevara, en nombre de Santana, al gobernador de Cuba, con el fin de que este a su vez lo trasladase a Madrid. Dicho ofrecimiento por parte del ejecutivo de Santo Domingo consistía en dar a las autoridades españolas «la prueba decisiva inmediatamente», si se le concedían «los pequeños recursos» que aquel acababa de solicitar. Con relación al segundo punto, Castro se extendió en una serie de reflexiones, con las que pretendía hacer patente que no era «del todo acertado el aplazamiento» que se señalaba, «prescindiendo de las vicisitudes que en un año» pudiera correr «cualquiera de las dos partes principales», es decir tanto España como la República Dominicana. Según el ministro, la menor de tales vicisitudes podría trastocar los planes, e incluso «alejar para siempre la una de la otra», y una vez sentada esta premisa pasó a examinar las posibles reacciones de las diversas potencias ante la anexión. Así, Castro indicó con respecto a Gran Bretaña y Francia que, ocupadas «con cuestiones de alta trascendencia en Europa», lo más probable era «que no se opusiesen […] a que una nación amiga se encargase de guardar la llave del seno mejicano», que ambas deseaban esconder al país que tanto la había codiciado. Sin embargo, la cuestión de oportunidad se refería más bien a la situación política de los Estados Unidos en

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Ibídem, pp. 169-170.

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esos momentos, así como a la que pudieran tener un año más tarde, y ahí era precisamente donde, al parecer del Gobierno dominicano, se había incurrido en un error de análisis.3 En efecto, a primera vista podía creerse que, encontrándose aún en su fase inicial «la revolución de aquellos estados», un acontecimiento como el que proyectaba en Santo Domingo «podría llamar tan fuertemente su atención, que olvidando sus rencillas políticas, volviesen a unirse y obrasen de concierto para oponerse a él». Por el contrario, se pensaba que si la anexión fuera pospuesta, ya no tendría lugar esa reunión de los estados en lucha. En opinión del ministro, esta era una equivocación en la que no incurría quien estudiase «la índole de la nueva revolución norteamericana», ya que si la misma estuviera ocasionada por una cuestión de principios, sin duda alguna sucedería en efecto lo que temían los que así pensaban: «los partidos suspenderían la lucha y atenderían a una cuestión de interés común». Pero Castro afirmó que aquella disposición política era de índole opuesta, puesto que lo que los había separado era una cuestión de interés, y nada podría «unirlos ya, ni temporalmente siquiera», mientras no estuviesen «perfectamente arreglados y convenidos esos intereses», de modo que se debía actuar antes de que ello ocurriera. El ministro se preguntó además si había acaso algún político que pudiese asegurar, conociendo el carácter de los norteamericanos, que, como en el caso de Kansas, no habría terminado la dificultad antes de un año. Por otro lado, cabía «presumir que la Inglaterra, tan interesada en evitar una guerra en los estados del sur, que dejaría sus fábricas sin algodones o se los alzaría a precios desmedidos», hiciera «el último esfuerzo por conducir ambos partidos hasta una solución pacífica». Como consecuencia de todo lo expuesto, Castro concluyó que parecía, pues, prudente aprovecharse del momento, que era «para ellos el de mayor embarazo, y consumar la obra» a la que los norteamericanos no estaban en condiciones de oponerse, e insistió en los peligros que, desde dentro y desde fuera, amenazaban con destruir su proyecto si este se aplazaba por espacio de un año. Para prevenir tales peligros, el ministro pidió a Álvarez

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Ibídem, pp. 170-172.

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que, a su vez, tratase de convencer al gobernador de Cuba de que aceptara las proposiciones del ejecutivo de Santo Domingo, y le aseguró que si así fuese, toda vez que el Gobierno español ya había admitido las condiciones con que se hizo la propuesta, pronto quedaría coronada la obra. Por último, Castro añadió que el convencimiento en que estaban «los pueblos de ver realizada la incorporación de la República en un plazo corto», los mantenía «en una agitación de impaciencia» que ponía al Gobierno dominicano en la necesidad de contenerlos. Esta situación obligaba al ministro a dar conocimiento de la misma a Serrano, «por si una prematura manifestación» se anticipaba a los avisos de aquel, para que el ejecutivo de Santo Domingo obrara conforme a lo que exigían los intereses de la nación.4 Estas palabras constituyen sin duda un intento de salvar su responsabilidad por lo que pudiese suceder, es decir, la proclamación de la soberanía española sobre el territorio dominicano, que por supuesto tendría lugar, por orden directa del presidente de la República, antes de la fecha estipulada, con el consentimiento, más expreso que tácito, de Álvarez. Así al menos parece deducirse del contenido de algunas de las comunicaciones de este, aparte de la enorme influencia que ejercía sobre Santana y su grupo de colaboradores más directos. En efecto, el cónsul remitió un despacho al ministro español de Estado en el que le informaba de que desde su llegada a Santo Domingo, el 22 de febrero, se había convencido «aún más y más de que la situación política» por la que atravesaba la República requería «una solución pronta y decisiva». Tras declarar abiertamente que su objetivo era convencer de ello a Calderón Collantes, el diplomático señaló que el Gobierno dominicano había examinado las altas e importantes razones expuestas por Serrano, de acuerdo con las instrucciones del ministro de Estado. A continuación, Álvarez echó mano del mismo argumento que había empleado Castro, al subrayar que la actitud en que se encontraban «todas las autoridades de la República, el Ejército y la gran mayoría de los habitantes», hacía creer a Santana y a su ejecutivo que el verdadero peligro estaba

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Ibídem, pp. 172-173.

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«en el aplazamiento de tan delicado asunto». Álvarez se refirió a las razones de gran peso esgrimidas por el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, que merecían «esmerada atención» por parte del Gobierno español, y aseguró que Santana consideraba aún en pie las negociaciones con aquel, si bien encaminadas a una pronta solución. De hecho, el presidente creía que si se expusieran tales razones al ejecutivo de Madrid, «a fin de probar la alta conveniencia de acortar el término» de la anexión, puesto que a su juicio el mencionado plazo era fatal, quedaría resuelto el asunto, una opinión que suscribió también el cónsul. Según este, el país estaba completamente tranquilo, y el Gobierno recibía comunicaciones oficiales de todas las autoridades y cartas particulares, en las que le preguntaban cuándo se realizaría lo que tanto ansiaban, e incluso se hablaba ya públicamente de ello, y con más insistencia, porque se tenía noticia de una próxima invasión de los haitianos.5 Con respecto a dicha amenaza, Álvarez admitió que para tal caso el Gobierno español había acordado el envío de «auxilios pecuniarios, y hasta de fuerza armada con que hacer frente a semejante peligro», pero no era menos cierto que Haití no llevaría a cabo la invasión al saber que había tropas españolas en Santo Domingo para contrarrestarla. Acto seguido, el agente se preguntó si, al no producirse la misma, «no sería delicada la situación de esas tropas en la República sin enemigos que combatir y sin eximir al soldado dominicano aun momentáneamente del servicio militar». Es más, continuó Álvarez, si se le eximiera, «¿no se interpretaría ya como una posesión tácita del territorio dando ocasión con semejante medida al estado de inquietud» que creaban siempre actos de esta naturaleza, cuando no se veían claramente determinados? En tales circunstancias, no sería prudente que la República Dominicana «se expusiese por sí sola a los azares de la guerra», pero si España creía conveniente enviar sus fuerzas, el cónsul aconsejó que estas llegaran después de la proclamación Mariano Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 5 de marzo de 1861. Documento conservado en AMAE, H 2057, y recogido por M. Morán Rubio, La anexión de Santo Dominigo... vol. II, pp. 175-179; véase pp. 175-176.

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de la anexión, y marchasen de inmediato a las fronteras. Con ello, darían «la primera prueba de salvar al dominicano de su perpetuo enemigo», un «acto bien noble que nunca olvidarían los leales habitantes» de la parte oriental de la isla, y «destruiría hasta la última sospecha en el más receloso» de aquellos. Por otro lado, Álvarez se refirió a su posición oficial, que era cada vez más comprometida, dado su deber de observar y cumplir estrictamente las instrucciones del ejecutivo de Madrid, e interrogó al ministro de Estado sobre qué medios habría de «emplear para evitar algún acto demostrativo de adhesión» a España, cuando el propio Santana le decía que ni siquiera él podría impedirlo. El diplomático advirtió a Calderón que la fuerza moral en política, y en circunstancias como en las que se hallaba, podía ser eficaz hasta cierto punto, pero expresó su temor de que en esa tesitura no lo fuera en absoluto. El presidente de la República estaba asimismo convencido de ello, por lo que se hacía responsable «del acto de la proclamación, libre, espontánea y unánime», según el deseo del Gobierno español, y para efectuarlo solo pedía unos «auxilios bien insignificantes». A juicio de Álvarez, la cuestión había llegado a tal punto que ni veía la posibilidad de detenerla, ni el ejecutivo de Santo Domingo podía seguir más tiempo en una situación tan equívoca.6 Con gran habilidad, el representante de España supo valerse de las instrucciones que el propio O’Donnell, en calidad de ministro interino de Estado, había dado a Serrano, con objeto de justificar los sutiles subterfugios que manejaba para obtener los mismos fines que trataba de conseguir el Gobierno dominicano: el adelanto de la anexión. Así, aquel recordó que en dichas instrucciones se indicaba al gobernador de Cuba que cuando estuviese seguro de que la incorporación era «una necesidad perentoria», la condición indispensable para llevarla a cabo consistía en que el acto fuera y pareciera «completamente espontáneo, para dejar a salvo la responsabilidad moral» de España. Además, las tropas españolas no ocuparían ningún punto de la isla hasta que las autoridades y el pueblo hiciesen «la proclamación de

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Ibídem, pp. 176-177.

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una manera unánime y solemne». Pues bien, Álvarez indicó al ministro de Estado que casi ya se había llegado a ese caso, toda vez que «hecho el acto por la voluntad nacional y siendo la responsabilidad de él completa y exclusiva del […] presidente Santana y del pueblo dominicano», España no se comprometía en nada con las potencias europeas al aceptar la anexión. El cónsul aventuró que Francia se limitaría a un cambio de notas, mientras que Gran Bretaña, aunque mostrara su desagrado, no debía olvidar las instrucciones que Russell había dado al agente de Gran Bretaña cuando este regresó a Santo Domingo, en diciembre de 1859, que eran las siguientes: «Que la República Dominicana sea haitiana o turca nada debe importarnos, pero a lo que debe V. dedicarse exclusivamente es a que nunca sea americana». Álvarez añadió también que era algo sabido la fuerza que tenía en esos momentos un hecho consumado, y que la anexión de Santo Domingo a España sería «a no dudarlo de los de mejor índole y condición». De acuerdo con las órdenes que tenía de atenerse en todo a las instrucciones del gobernador de Cuba, y dado que se trataba de «un negocio de poca espera», el diplomático comunicó a Calderón su intención de zarpar rumbo a La Habana el 8 de marzo para informar verbalmente a aquel y al comandante del apostadero, así como a las demás autoridades. Tras ello, regresaría a la capital dominicana de inmediato, y cumpliría fielmente todo lo que Serrano le prescribiese. Entretanto, el vapor Pizarro, que se encontraba fondeado en la bahía de Ocoa, en comunicación diaria con la capital, prestaría su apoyo y los auxilios navales necesarios en caso de que Haití intentara atacar a la República. Álvarez señaló en último lugar que Lavastida, ministro de Guerra, había salido el día anterior hacia el Cibao «para proveer a la seguridad y defensa» de esa región, y que lo acompañaba un capitán de Ingenieros del Ejército de Cuba, recién llegado a Santo Domingo en comisión de servicio. Por su parte, Santana permanecería en la capital durante la ausencia del cónsul, con objeto de sostener el orden y contener las demostraciones que en todas las provincias se hacían a favor de España, hasta que

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aquel regresara y le comunicase la resolución adoptada por el general Serrano.7 No cabe duda de que, fuera realidad o ficción, el peligro representado por Haití estaba siendo fomentado en gran medida, cuando menos en esta coyuntura histórica, por la propia política anexionista del Gobierno dominicano. Tirso Mejía-Ricart sostiene que las gestiones que realizaron los dos principales caudillos de la Primera República, Santana y Báez, «para obtener la anexión o el protectorado de potencias esclavistas como España y los Estados Unidos justificaban de alguna manera la hostilidad de Haití hacia la República vecina por el temor de un retorno a la esclavitud».8 En efecto, resulta evidente que la amenaza haitiana existía, pero también lo es que la misma se veía retroalimentada, en cierto modo, por dichas gestiones, y que estas a su vez esgrimían la agresiva actitud de Haití para justificarse ante la propia sociedad dominicana, así como frente a las potencias extranjeras cuya ayuda solicitaba la República para defenderse. En cualquier caso, la oposición a la anexión no venía solo del otro lado de la frontera, sino que como señaló Hood, el representante de Gran Bretaña, en un despacho dirigido al Foreign Office a finales de marzo, en El Seibo, Azua y Cotuí, los anexionistas tuvieron éxito, pero sin embargo en Santiago, Macorís y La Vega prevalecía el descontento. Pocos días más tarde, el 5 de abril, Hood informó al Gobierno británico de que «el sentimiento general de oposición» del país contra España se expresaba de forma abierta. Se puede alegar que el testimonio de este diplomático no es plenamente objetivo, dada su actitud cada vez más opuesta a la anexión, por lo que llama la atención una carta escrita por Valdivieso, un coronel del Ejército español destinado en Santiago, fechada el 2 de julio de 1861, que confirma los extremos apuntados por Hood. En su misiva, el coronel aseguró que tras la proclamación de la soberanía española había comprendido que «existía una vastísima conspiración no ahogada, sino comprimida con los fusilamientos

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Ibídem, pp. 178-179. T. Mejía-Ricart, Haití y la nación dominicana, Santo Domingo, Editora Búho, 2007, p. 36.

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de Moca; y que siendo contraria la mayoría del país» a España, esta solo podría contar con pocas y determinadas personas. Según Valdivieso, Puerto Plata era de opinión contraria a la anexión, mientras que la gente de Moca estaba en combinación con la de La Vega y treinta generales de Santiago estaban disgustados con Santana. A juicio de Jaime Domínguez, no podían ver con agrado la anexión los siguientes sectores de la población dominicana: «la zona fronteriza, por estar ligados sus intereses con los de Haití», así como el Cibao, cuyo comercio se realizaba con las ciudades alemanas, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, pero no con España. En cambio, sí estaban de acuerdo con ella, además de los hateros, «los habitantes de la capital, quienes esperaban con la llegada de los españoles una proliferación de empleos burocráticos», y «los comerciantes sureños, quienes consideraron que España haría grandes inversiones de dinero». No obstante, sostiene el mencionado autor, «pronto se desilusionaron al comprender que esta potencia colonialista calculaba mucho para gastar unos pocos centavos, y además traería un nuevo sistema de impuestos que haría que los comerciantes pagasen doble cantidad de lo que anteriormente pagaban».9 A fin de decantar definitivamente la ya muy positiva predisposición del gobernador de Cuba hacia la anexión, el ministro dominicano de Relaciones Exteriores le puso al corriente de las entrevistas que el ciudadano estadounidense Patterson, acompañado por Cazneau y Fabens, había mantenido con él mismo y con el presidente de la República. Ricart y Torres resumió el contenido de las propuestas de los tres norteamericanos en los siguientes puntos: 1.º Acordar un empréstito al Gobierno por la suma de $500,000 –pagando un interés módico y con un plazo dilatado, cuya suma se pondría desde luego a la disposición de la República. J. de Js. Domínguez, «Comentario sobre el trabajo “Orígenes y efectos de la anexión de la República a España en 1861” de Tirso Mejía-Ricart», en T. Mejía-Ricart (ed.), La sociedad dominicana... pp. 441-449; véase pp. 443-444. La misiva de Valdivieso citada se encuentra en la Colección Herrera, que se conserva en el AGN.

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2.º Establecer una corriente de inmigración para poblar la península de Samaná costeada por ellos mismos. 3.º En cambio de estas ventajas ofrecidas al Gobierno le piden privilegios exclusivos para abrir la navegación de los ríos Yuna y Yaque (los dos principales de la isla), facultad para establecer un astillero por parte de los inmigrados americanos; explotación de las minas de carbón y todas las demás de la República, y la concesión de algunas leguas de terrenos agrícolas de las riberas de los mismos ríos Yuna y Yaque para el establecimiento de colonias agricultoras. Además, uno de ellos dijo al ministro que «más que nunca los Estados Unidos estaban dispuestos a emprender negociaciones con Santo Domingo, cuya suerte podía ser la más próspera», si el Gobierno accedía a sus deseos. Santana les respondió «que convenía sobremanera que sus proposiciones fuesen formuladas por escrito», y aquellos contestaron que sería mejor que el mismo ejecutivo dominicano presentase las bases que le fueran más aceptables para el contrato, pero como es natural el presidente no quiso prestarse a ello. Ricart aseguró a Serrano que, al transmitirle estas proposiciones, solo pretendía poner a su vista el pertinaz empeño con que los norteamericanos codiciaban el territorio de la República, «a fin de poder extender su dominación en las Antillas, para compensarse del desmembramiento» que acababan de sufrir los Estados Unidos. En las proposiciones que habían presentado por escrito los norteamericanos, de las que el ministro le adjuntó una copia, Serrano vería la confirmación del pensamiento de que sus planes eran colonizar Samaná, y apoderarse de las principales riquezas de la isla como habían hecho siempre, mediante «inmigraciones sucesivas fundadas en alguna concesión». Sin embargo, era necesario no perder de vista que los estadounidenses procuraban halagar al Gobierno dominicano «y guardar todas las fórmulas de la política para conseguir sus fines», pero más adelante, cuando salieran a la luz los propósitos anexionistas, o aquellos desesperasen de obtener el resultado de sus gestiones, podrían decidirse a usar la violencia bajo cualquier

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pretexto, e invadir Santo Domingo con una partida de filibusteros que se posesionaran de Samaná o de otros puntos. Ricart había creído oportuno dar también conocimiento de las proposiciones presentadas a los cónsules de Francia y Gran Bretaña, para que informasen de ellas a sus respectivos Gobiernos. El primero le había dicho, en presencia de Mariano Álvarez, que sus instrucciones se reducían a evitar por todos los medios posibles, incluso a costa de favorecer ostensiblemente a los haitianos, que los Estados Unidos pusieran el pie en suelo dominicano, de forma directa ni indirecta. El diplomático francés, por otra parte, comprendía los peligros inminentes que corría la República, «y veía como una cosa natural que los dominicanos solicitasen amparo, protección y seguridad» a «una nación poderosa que tuviera intereses y simpatías en el país». Según Ricart, el representante de Gran Bretaña se había manifestado en el mismo sentido que su colega de Francia.10 Estas palabras pueden considerarse como una clara manipulación de la actitud de ambos agentes, quienes no veían con buenos ojos las negociaciones secretas entre la República Dominicana y España, pero mucho menos aún el por entonces presunto objeto de las mismas, toda vez que aquellos se presentaban como los defensores de la independencia dominicana. Ricart se refirió asimismo a la actitud tomada en los últimos días por los haitianos. Estos comprendieron que las sendas políticas por donde había entrado el Gobierno dominicano conducían el país «a un puerto de seguridad», y estaban «preparándose de una manera formidable, según las noticias fidedignas» que se habían recibido en Santo Domingo, tanto de sus agentes en Saint Thomas y Curazao, como de sus espías en la frontera. Al parecer, Haití pretendía «impedir con un golpe decisivo la consecución de los planes» que se intentaban llevar a cabo. El ministro señaló que los esfuerzos de sus vecinos eran supremos, y que en esos momentos contaban con elementos de los que antes habían carecido, razones por las cuales Ricart estaba absolutamente convencido de que era de suma importancia que el ejecutivo español AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 27, Ricart y Torres-Serrano, Santo Domingo, 7 de marzo de 1861.

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acortase el plazo fijado para la realización del proyecto. De lo contrario, Santo Domingo, sin ayuda frente a «los embates de diferente género» a los que estaba expuesto, «tal vez no pudiera resistirlos por el tiempo señalado». Por otro lado, el presidente de la República recibía a diario «excitaciones de los pueblos para alcanzar un objeto tan apetecido», y Ricart incluso manifestó a Serrano que «muchas de las personas que no estaban enteramente acordes con el pensamiento del Gobierno, mejor instruidas» acerca de lo que se pretendía hacer, aceptaban el proyecto con júbilo y entusiasmo. Así, tanto las autoridades civiles y militares, como «las personas más influyentes y de representación del país» estaban al corriente de lo que se trataba, «y acordes en cooperar ardientemente» en llevarlo a cabo. Por ello, el ministro repitió que le parecía peligroso prolongar demasiado tiempo una situación que podría hacerse comprometida, toda vez que los pueblos, «en su impaciencia de ver colmados sus más ardientes deseos», quizás no se atuviesen estrictamente a las prescripciones del Gobierno, por lo que sería prudente y oportuno estar preparado para cualquier eventualidad. En la conclusión de su despacho Ricart expresó el deseo de que estas consideraciones, y las que le expusiera de palabra Álvarez, quien pasaba a La Habana con tal fin, llevarían a Serrano a adoptar la resolución que deseaban, y que pondría feliz término a una cuestión que era «de tanto interés, para España y Santo Domingo, resolver a la mayor brevedad».11 Álvarez remitió una importante comunicación al ministro de Estado el 24 de marzo, ya desde La Habana, adonde había llegado el 18 del mismo mes para informar a Serrano «del estado de cosas» en Santo Domingo». El gobernador lamentaba «con fundamento […] la prontitud con que este arduo negocio» se había precipitado, pero comprendió que el mismo debía «aceptarse sin vacilaciones». Sin embargo, aquel y el cónsul habían estado «concertando el medio más conveniente para que los dominicanos, y en particular el general Santana, pudieran contenerse y aplazar su ansiada anexión, e iban a enviárseles varios razonados despachos», diciéndoles que Álvarez iría a Madrid para obtener del Gobierno Ibídem.

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español «que se acortase el plazo de la incorporación». Justo en ese momento, según el agente, había llegado una correspondencia del vicecónsul de España en la capital dominicana, entre la que se encontraba un despacho de Santana para el gobernador de Cuba. En él, «con el desenfado y arrojo propios de su carácter», le dijo «terminantemente que a la hora en que recibiera su comunicación se habría verificado el acto solemne de enarbolar el pabellón de Castilla». A pesar de ello, Serrano no se sorprendió con la noticia, porque la creía consecuencia natural de la marcha de los acontecimientos, e inmediatamente envió un vapor a Puerto Rico y la fragata Blanca para que ocupase la bahía de Samaná. Álvarez aseguró que el gobernador, «teniendo por guía las instrucciones» del ejecutivo de Madrid, al que informaba ese mismo día muy extensamente, se preparaba para obrar en caso necesario, secundado por el jefe del apostadero naval de La Habana. De acuerdo con Serrano, el diplomático se disponía a salir hacia Nueva York al día siguiente, y el 31 de marzo iría a Washington, para informar al plenipotenciario de España, y se pondría al corriente del verdadero estado de los negocios relativos a la separación entre el norte y el sur. De todo ello daría cuenta a los embajadores de España en Londres y París, a su paso por dichas capitales de camino a Madrid, donde proporcionaría en persona al ministro de Estado todos los detalles acerca de la grave cuestión de Santo Domingo, poco después de que hubiese recibido este despacho.12 Aunque no resulta posible demostrarlo, la connivencia entre las autoridades dominicanas y Serrano, con la mediación imprescindible del cónsul de España en Santo Domingo, parece estar fuera de duda. Así, Mejía-Ricart sostiene que como el gabinete O’Donnell dudaba y recomendaba «dar largas a una decisión definitiva sobre la anexión hasta convencerse de que esta no tendría repercusiones externas ni internas negativas» para España, «Serrano arregló con Santana las cosas de manera que el Gobierno de Madrid se viera obligado a aceptar el hecho consumado de una Mariano Álvarez-ministro de Estado, Santo Domingo, 24 de marzo de 1861. Documento conservado en AMAE, H 2057, y recogido por M. Morán Rubio, La anexión de Santo Domingo... vol. II, pp. 187-188.

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anexión establecida espontáneamente por el pueblo dominicano». En efecto, según el mencionado autor, «Santana y sus acólitos eran verdaderos expertos […] en preparar este tipo de escenas», por lo que «solo fue necesario poner a funcionar la maquinaria de procesos verbales y pronunciamientos en todo el país, para dar la imagen de una unanimidad que estaba muy lejos de reflejar el golpe de Estado anexionista».13 Por su parte, Domínguez coincide con Mejía-Ricart al subrayar que España «estuvo temerosa hasta el primer trimestre del año 1861 de la reacción estadounidense», si se anexionaba Santo Domingo. Domínguez admite que no se conoce la existencia de pruebas escritas, pero señala que hay graves indicios de que cuando el ministro de Relaciones Exteriores de la República Dominicana regresó de La Habana, el 22 de febrero, «venía con instrucciones secretas de Serrano para proclamar la anexión al mes siguiente». En cualquier caso, lo cierto es que en una carta del 11 de noviembre de 1860, en la que informaba de la misión Ricart a La Habana, el gobernador de Cuba advirtió que había motivos para creer que si España se incorporaba el territorio dominicano, los Estados Unidos adoptarían una actitud que probablemente desembocaría en la guerra entre ambos países.14 La precipitación final de la anexión se produjo como consecuencia del temor al estallido de una sublevación que podría dar al traste con los planes de Santana y su grupo, que no vieron otro remedio que maniobrar mediante una aceleración del proceso para evitar in extremis esa posibilidad, que se veía cada vez más real y próxima, con o sin ayuda de Haití. De hecho, Santana propagó la idea, en primer lugar entre sus más fieles seguidores, y tras el 18 de marzo entre todo el pueblo, de que «la anexión traería la paz, y pondría fin tanto a las invasiones haitianas como a las guerras civiles que habían devastado la República desde su fundación». Así lo confirma, por ejemplo, un editorial publicado en el segundo número del periódico La Razón, fundado el 20 de mayo T. Mejía-Ricart, «Los orígenes y efectos de la anexión...», pp. 431-432. J. de Js. Domínguez, «Comentario sobre el trabajo “Orígenes y efectos de la anexión…”», p. 448.

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de 1861 para defender la política anexionista. En dicho editorial, que lleva por título La anexión es la paz, fechado el 23 de mayo, se encuentra desarrollada la idea por parte de su autor, Manuel de Jesús Galván, quien escribe lo siguiente: ¡La anexión es la paz! Sí, es ciertamente la idea destinada a unir en un estrecho vínculo a las distintas fracciones políticas que consumieran durante largo tiempo la actividad de este pueblo tan rudamente trabajado por las luchas civiles y las guerras con los haitianos […]. La anexión aleja todo temor de discordias en el interior, y la posibilidad de una lucha en el exterior. Domínguez sostiene que, en efecto, «los santanistas, y el sector hatero que representaban, querían acabar con las guerra civiles e internacionales, traer la paz, pero desde el poder», y «de este modo confesaban que al anexar el país a España, confiaban en que las fuerzas baecistas y cibaeñas no estarían más en capacidad de derrocarlos». Es decir, que la anexión «les aseguraría el disfrute perpetuo del poder». Algunos autores contemporáneos a los hechos, como Alejandro Angulo Guridi o Pablo Pujol, pero también otros más recientes, como David G. Yuengling, coinciden con esta misma tesis y consideran que «fue la idea de retención del poder el móvil fundamental de los santanistas para realizar la anexión». Domínguez se pregunta si «era necesaria la anexión para que el grupo santanista», y los hateros por él representados, continuasen al frente del Gobierno, a lo que responde afirmativamente, con el argumento de que «las fuerzas de la naciente burguesía cibaeña, cada día más poderosas económica y políticamente, amenazaban la hegemonía» del sector hatero. El mencionado autor señala que «Báez y la pequeña burguesía cada vez más numerosa que lo apoyaba, conspiraban para volver a la presidencia», mientras que Santana «se sentía débil política y militarmente, como lo muestra la solicitud del envío de tropas» que hizo el vicepresidente Alfau al gobernador de Cuba.15 J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 67-68. Véase David G. Yuengling (ed.),

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Esta tesis se encuentra también en fuentes contemporáneas a la anexión, como el periódico El Eco Hispano-Americano, en el que puede leerse que los españoles se habían «equivocado completamente acerca de su situación con respecto al partido de Santana». Según dicho periódico, aquellos se creían en deuda con los santanistas, cuando en realidad habían sido «sus salvadores», ya que «no era la primera vez que Santana había querido entregar su patria […]. Pero siempre quiso hacerlo en el momento crítico en que su caída era inevitable». Así pues, «en una circunstancia semejante fue cuando Santana llamó a los españoles; de tal manera, que si ellos no hubieran respondido a su llamamiento, Santana estaba bien seguro de perder su posición», e incluso quizás la vida, por lo que, a juicio del periódico, garantizar a los santanistas «sus bienes y sus vidas, era ya pagar sus servicios» por más de lo que estos valían. Es más, el 14 de septiembre de 1863, el propio gobernador de Cuba, cargo que entonces ocupaba el general Dulce, indicó que la anexión «no fue obra nacional», sino la «obra de un partido que dominó por el terror, y que temeroso del porvenir, negoció con ventaja exclusiva suya», pero que el pueblo dominicano no quiso «ser regido por su antigua metrópoli».16 Por supuesto, tampoco faltan los autores que desean justificar la actuación de Santana, tal como señala Domínguez, o más bien que plantean la cuestión en otros términos y desde un punto de vista diferente, pero que en cualquier caso se encuentran más próximos a los argumentos defendidos por los anexionistas. Así, numerosos historiadores afirman que incluso los propios liberales creían que la anexión era la única vía posible para salvarse del peligro haitiano, por ejemplo Manuel A. Peña Batlle, en cuya opinión «el principio de la independencia absoluta no The Spanish annexation of the Dominican Republic, Pottsville (Pennsylvania), J. F. Seiders, 1940; y del mismo autor, Highlights in the debates in the Spanish Chamber of Deputies relative to the abandonment of Santo Domingo, Washington, D. C., Murray & Heister, 1941. 16 Ibídem, p. 69. El autor cita un artículo de El Eco Hispano-Americano, reproducido por el periódico La Razón, en su número del 19 de abril de 1863. La comunicación del general Dulce está tomada del Diario de Sesiones de las Cortes, legislatura 1864-1865, Madrid, Imprenta de la Nación, 1865, tomo II, p. 1341.

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había adquirido todavía carácter definitivo en la realidad dominicana». Esta postura es rebatida a su vez, entre otros autores, por José Aníbal Sánchez Fernández, quien subraya que «la idea de la independencia nacional pura y simple, sin ningún protectorado o anexión, era ampliamente aceptada por la mayoría del pueblo dominicano».17 Por su parte, Domínguez admite que se trata de «un punto muy delicado, sobre el cual han expresado diversas ideas» algunos de los historiadores dominicanos más relevantes, como Américo Lugo o Pedro Henríquez Ureña, lo que permite concluir que nos encontramos ante un aspecto sin duda particularmente controversial. No obstante, Domínguez, uno de los mejores especialistas en este período, se inclina por la teoría de que la mayor parte del pueblo dominicano no era anexionista, porque de haberlo sido «el Gobierno no habría escondido las negociaciones que realizaba en ese sentido»18, un argumento que, si bien no parece demasiado determinante, debe ser sometido a consideración.

2. España acepta la reincorporación de Santo Domingo Del contenido de sendas comunicaciones dirigidas a Serrano por Ricart y el vicecónsul de España en Santo Domingo, ambas del 10 de marzo de 1861, se deduce que los preparativos de la proclamación se habían ultimado antes de que Álvarez saliese de la capital dominicana rumbo a La Habana, como no cabía esperar de otra manera. En la primera de ellas, el ministro de Relaciones Exteriores aseguró al gobernador de Cuba que el espíritu público se había pronunciado abiertamente en favor de la anexión, de modo que solo debía temerse «la demora por la natural impaciencia de estos habitantes», y por los peligros que podían crearles sus enemigos. Según Ricart, tanto haitianos como estadounidenses Ibídem, pp. 69-70. Las citas corresponden, respectivamente, a El Día Estético, año I, No. 2, 1929; y a Historia política de la independencia y prejuicio racial, edición mimeografiada, 1975; Domínguez no indica las páginas. 18 Ibídem, pp. 70-71. 17

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estaban apercibidos de los propósitos del Gobierno dominicano, por lo que pondrían en juego todos sus recursos para suscitar dificultades de todo género al proyecto anexionista. De hecho, el ministro aseguró que ya habían recibido noticias positivas de lo que Geffrard maquinaba, bajo el pretexto de «una visita a las fronteras con el disimulado objeto» de atacar a la República. Así al menos se lo acababan de avisar desde Saint Thomas, por el barco llegado el día anterior, y en el mismo sentido había escrito el cónsul de España en Puerto Príncipe al vicecónsul en Santo Domingo, por lo que el Gobierno dominicano se había visto precisado «a mandar tropas a las fronteras para contener cuanto posible fuese esas tentativas». Por último, Ricart insistió en que se despejara la crítica situación por la que atravesaban, puesto que allá estaba «todo preparado para dar el golpe», y solo gracias a los esfuerzos del ejecutivo no se había efectuado un pronunciamiento. Sin embargo, incluso en esa conducta suya se corrían peligros, porque «pudieran los pueblos despreciarla, cansados de esperar en vano, y sería un gran mal que sin previo acuerdo se realizara» lo que debía llevarse a cabo en perfecta armonía.19 Por lo que respecta al despacho de Gómez Molinero, este informó al gobernador de Cuba de que el día anterior había fondeado en el puerto de Santo Domingo la urca Santa María, para dejar allí cuatro oficiales del Ejército español y ciento once colonos peninsulares. El mencionado buque continuaba su travesía hacia La Habana y, aprovechando esa circunstancia, Santana contestó una carta que Serrano le había dirigido, indicándole en ella las fuerzas militares que juzgaba «necesarias para guarnecer los puntos más importantes del territorio dominicano». Además, y como sin darle gran importancia, el vicecónsul añadió que aquel ponía igualmente en conocimiento del gobernador de Cuba que cuando recibiese esas misivas ya se habría efectuado en Santo Domingo la proclamación de la soberanía española. El diplomático indicó, haciéndose eco de los argumentos esgrimidos AGI, Cuba 2266, pieza No. 3, doc. No. 29, Ricart y Torres-Serrano, Santo Domingo, 10 de marzo de 1861.

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por el Gobierno dominicano, que la pérdida de tantas y tan favorables circunstancias como existían en esos momentos hacía que Santana temiese «por los peligros que la tardanza llegara a crear», algo que el propio Gómez Molinero comprendía a la perfección. Si bien tenía presentes las instrucciones del Gobierno español y sus deseos, aseguró a Serrano que ya iban haciéndose «palpables […] las consecuencias del retardo», por lo que se había limitado a recordar al presidente dominicano la digna posición en que España debía quedar en el acontecimiento que bien pronto sería un hecho consumado. Mientras tanto, se procuraba que las fronteras de la República fuesen defendidas convenientemente, para lo cual se habían reforzado los cantones, a los que se había enviado armamento, e incluso se movilizaría a cuatro de los oficiales españoles a los puntos que Santana les había designado. El agente señaló asimismo que todos los oficiales residentes en la capital se habían ofrecido «con noble entusiasmo a marchar a la defensa del territorio dominicano, cual si fuera el de la propia patria».20 Estas palabras tan entusiastas revelan sin duda el estado de ánimo que prevalecía entre los españoles que se encontraban en Santo Domingo, y del propio Gómez Molinero como representante de España en aquel país, lo que pone de manifiesto su acuerdo absoluto con el Gobierno dominicano a la hora de adelantar el momento de proclamar la anexión. En efecto, el tono y el contenido de ambas comunicaciones no eran sino un presagio de lo que iba a ocurrir tan solo algunos días más tarde. Así, el 18 de marzo, por medio de una carta escrita significativamente en papel sin membrete alguno, el general Santana anunció a Serrano de forma oficial el hecho que acababa de producirse en Santo Domingo, con la solemnidad que el caso requería: Desde hoy tremola en nuestros muros y fortalezas el glorioso estandarte de Castilla, y acompaño a V. E. la carta que con este motivo dirijo a S. M. la reina [...]. Por inesperado que Ibídem, doc. No. 30, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 10 de marzo de 1861.

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pudiera parecer tan grave y trascendental suceso, el más importante de cuantos registra la historia moderna de estos países, no debe sorprender a V. E. a quien ya antes de ahora y muy particularmente en mi última comunicación, di alguna idea del entusiasmo con que los dominicanos se habían espontaneado [sic] para unir sus destinos a los de su antigua madre patria, y de la natural impaciencia con que deseaban realizar el cambio político, que bajo tan equitativas bases [...], se dignó aceptar, a propuesta nuestra, el Gobierno de S. M. [...]. Ni era ya posible [...] contener esos nobles arranques del pueblo dominicano [...], sin arriesgar ni comprometer el prestigio del Gobierno de la República, su autoridad protectora y los mismos sagrados intereses que con tan peligrosa conducta hubieran querido ponerse a salvo. Las infinitas representaciones de los pueblos del interior y la franca decisión que manifestaban a verificar por sí y ante sí los pronunciamientos llegaron a constituir un gravísimo embarazo para el Gobierno, que procuró, en vano, persuadir a esos habitantes de la conveniencia que habría en retardar algo más su resolución. Forzado ya aquel por las circunstancias, se ha visto en la imperiosa necesidad de deferir a tan justos deseos, y por consiguiente ha quedado desde esta fecha Santo Domingo bajo la ilustrada y fuerte y eficaz protección del Gobierno de S. M. [...]. A V. E. deben en mucha parte los hijos de este país el logro de sus nobles aspiraciones [...]. Mucho sería [...] nuestro contento si se dignase V. E. venir en persona a tomar posesión de estos dominios en nombre de S. M.21 El hasta entonces ministro dominicano de Relaciones Exteriores informó también al gobernador de Cuba con respecto a «los justos motivos que vinieron a festinar el pronunciamiento», al que habían precedido «otros muchos en el interior de la República, cuya impaciencia era fuera de límites». En este sentido, Ricart se refirió a la actitud del cónsul de Francia en Santo Domingo, quien se había mostrado «satisfecho de la espontaneidad con Ibídem, doc. No. 31, Santana-Serrano, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861.

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que el pueblo votó y proclamó unánimemente su incorporación a España», y había dado «seguridades de que su Gobierno, lejos de contrariarla ni oponerse a ella», la conocería «con gusto». En último lugar, el funcionario solicitó a Serrano que les enviara lo más pronto posible los auxilios que necesitaban.22 El ex vicepresidente de la República se dirigió igualmente al capitán general de Cuba, para comunicarle que por fin había tenido lugar «el fausto acontecimiento que había anunciado» en sus anteriores misivas, pese a los esfuerzos hechos por el Gobierno dominicano «para contenerlo por el espacio de tiempo que deseaba el gabinete de Madrid». Sin embargo, «de todas partes clamaban por la realización», hasta que «empezaron los pueblos del Maniel y otros a pronunciarse», de modo que se vieron obligados a hacerlo finalmente en Santo Domingo. Según Alfau, la obra del Gobierno dominicano había terminado, y justo en ese momento empezaba la de Serrano, por lo que «sería de desear» que la comenzase «cuanto antes».23 Parece, pues, claro el reparto de papeles establecido entre los diversos protagonistas, con el consiguiente relevo en las funciones que debía desempeñar cada uno de ellos en las diferentes fases del proceso anexionista. Sin duda, había llegado la hora de que el gobernador de Cuba entrara en juego, como expresa con claridad el escrito del general Alfau, para conseguir que el ejecutivo de Madrid aceptase el hecho consumado. El vicecónsul de España en Santo Domingo remitió asimismo un despacho a Serrano para poner en su conocimiento que la bandera española acababa de ser izada en el territorio dominicano, y dio por hecha la aceptación en Madrid de un acto que se había «llevado a cabo libre, espontánea y pacíficamente, tal como lo deseaba el Gobierno» español. De hecho, Gómez Molinero afirmó incluso que llegaban de forma incesante a la capital «las manifestaciones y actas que los pueblos de la nueva provincia española» se apresuraban a dirigir a Santana, «única autoridad que, Ibídem, doc. No. 33, Ricart y Torres-Serrano, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861. 23 Ibídem, doc. No. 36, Antonio A. Alfau-Serrano, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861. 22

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en nombre de S. M.», quedaba al frente de los negocios públicos. Es más, el diplomático indicó que el consulado de España en Santo Domingo, sin instrucciones a las que poder atenerse, había juzgado «conveniente que así que se le participara de una manera oficial el acto» de proclamación de la soberanía española, «se consideraba ya como concluida su misión». Para justificar esta insólita decisión, Gómez Molinero añadió que «la actitud decidida de los pueblos, las continuas [...] actas de adhesión» enviadas a Santana, habían puesto «a tan ilustre caudillo en la imperiosa necesidad de adelantar este acontecimiento», por lo que dirigió un escrito en la misma fecha al capitán general de Puerto Rico, a quien pedía que le hiciese llegar solo 500 o 600 hombres. Así, dos goletas, ya con bandera española, saldrían de Santo Domingo esa tarde, una llevando las comunicaciones que Apolinar de Castro entregaría a Serrano, y la otra hacia Puerto Rico. Como conclusión, el agente de España señaló que esta lograba por fin asegurar sus Antillas, que a mayor influencia política en esas regiones, mayor sería «su preponderancia en Europa», y que si bien era cierto que debía hacer algunos sacrificios, estos eran sin duda muy inferiores a «los inmensos bienes que la posesión» del territorio dominicano le reportaría.24 El día de la proclamación de la soberanía española en Santo Domingo, Santana se dirigió también a Gómez Molinero, testigo presencial del hecho, para agradecer, tanto a él como al propio cónsul de España, los importantes servicios que habían prestado al pueblo dominicano en todas circunstancias para asegurar su felicidad.25 El papel que había correspondido a ambos diplomáticos está fuera de duda, pero la manifestación de gratitud por parte del general al reconocerlo de manera tan expresa lo pone de relieve aun más si cabe. Entre las comunicaciones que Santana envió en esa misma fecha a Cuba y Puerto Rico, una estaba dirigida al comandante general del departamento oriental de Cuba, Antonio López de Letona, a quien informó de que Apolinar de Ibídem, pieza No. 4, doc. No. 1, Gómez Molinero-gobernador de Cuba, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861. 25 AGA, AAEE, 54/5225, No. 7, Santana-vicecónsul de España en Santo Domingo, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861. 24

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Castro y Manuel de Jesús Heredia iban a La Habana, en calidad de comisionados, con pliegos para el gobernador de dicha isla. En su misiva, Santana participó al comandante general el gran acontecimiento ocurrido en Santo Domingo, cuya importancia consideraba, por lo demás, innecesario encarecerle.26 Por su parte, López de Letona, lejos de mostrarse contrariado o cuando menos sorprendido por la noticia, respondió a Santana que el escrito en que anunciaba haberse proclamado la nacionalidad española, en la todavía República Dominicana, le había «llenado de satisfacción y orgullo patrio».27 Tales palabras resultan particularmente significativas, toda vez que esta fue la primera respuesta oficial española tras conocerse que se había consumado la anexión. La noticia fue llevada a Puerto Rico por el presidente del Senado dominicano, Manuel Delmonte, quien llegó al puerto de San Juan el 27 de marzo a bordo de la goleta 27 de Febrero. En ausencia del capitán general de la isla, el segundo cabo de la misma se encargó de poner el hecho en conocimiento del ministro de Guerra y Ultramar, a quien informó de que no tenía instrucciones para este caso, e ignoraba las que el capitán general pudiera haber recibido del ejecutivo de Madrid, por lo cual se había abstenido de tomar por sí mismo «determinación alguna en tan grave negocio». El segundo cabo se limitó a remitir a su superior, que debía encontrarse en Mayagüez, los pliegos que le había entregado Delmonte, y aseguró al ministro que cumpliría inmediatamente las órdenes que aquel le diese, en lo referente tanto al envío de fuerzas y dinero solicitado por Delmonte, como a cualquier otro aspecto que tendiera a asegurar la dominación española en Santo Domingo.28 El general Echagüe, gobernador de Puerto Rico, recibió el día 28 la carta que le había dirigido Santana, y el 31de marzo se presentó en Mayagüez el propio Delmonte, quien regresó el Ibídem, Santana-López de Letona, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861 (es copia). 27 Ibídem, López de Letona-Santana, Santiago de Cuba, 24 de marzo de 1861 (es copia). 28 AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/1, doc. No. 1, general segundo cabo de Puerto Rico-ministro de Guerra y Ultramar, San Juan, 27 de marzo de 1861. 26

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2 de abril «al país anexionado», con la contestación de aquel a Santana. Según Echagüe, los deseos del comisionado, después de darle los detalles de la anexión, se redujeron a reiterar la petición de fuerzas y dinero que había hecho a su llegada a San Juan. No obstante, el capitán general de Cuba era la autoridad elegida por el Gobierno español para entenderse con Santana «relativamente a esta delicada negociación», en vista de lo cual la autoridad de Echagüe era «completamente extraña a la marcha política» que se le había impreso. Además, el gobernador de Puerto Rico no había recibido comunicación alguna sobre el particular por parte del Gobierno español, ni por parte de Serrano, ni tan siquiera para el caso de una eventualidad como la que acababa de producirse. Por su parte, el cónsul de España en Santo Domingo se había dirigido de inmediato a la isla de Cuba, «para obrar de concierto y común acuerdo con la primera autoridad de la misma, y con arreglo a las instrucciones» transmitidas por el ejecutivo de Madrid. Por ello, «en consideración de estos antecedentes», Echagüe no podía adoptar resolución alguna sin exponerse «a una gravísima responsabilidad salvo en caso extremo», algo de lo que no se trataba en ese momento. Así pues, sería muy fácil crear un conflicto, al marchar «por un terreno inseguro y sin conocimiento» de si se actuaba bien o mal, debido a «la falta de armonía y acuerdo». En consecuencia, el capitán general decidió guardar «la debida circunspección y reserva [...] a fin de no aventurar una medida que si bien inspirada por el buen deseo podría ser inconveniente, atendidas las circunstancias», más aún cuando no se encontraba «apremiado por la necesidad».29 Con estas palabras se pone de manifiesto de forma clara el resquemor que Echagüe sentía por el hecho de haber sido dejado completamente al margen en todo lo referente a la cuestión dominicana. En su respuesta a la misiva de Santana, el gobernador de Puerto Rico calificó la noticia, en términos muy diplomáticos, como una grata sorpresa, que era más satisfactoria y digna en la Ibídem, doc. No. 2, Echagüe-ministro de Guerra y Ultramar, Mayagüez, 1 de abril de 1861.

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medida en que había sido «el eco fiel y la expresión de un gran pueblo». Sin embargo, Echagüe comunicó al general dominicano que Delmonte le pondría al corriente de los motivos que por extenso le había presentado, para abstenerse del envío de las fuerzas que aquel juzgaba necesarias, principalmente porque Santana se había dirigido con antelación, para hacerle igual pedido, al gobernador de Cuba, quien disponía de «todos los medios necesarios para verificarlo».30 La reacción de Serrano ante los hechos que estaban teniendo lugar en Santo Domingo distó mucho, como cabía esperar, de la prudente actitud de su homólogo de Puerto Rico. En efecto, sin pérdida de tiempo, el 22 de marzo aquel dio instrucciones al comandante general de Marina del apostadero de La Habana, Joaquín Gutiérrez de Rubalcava, «con motivo de graves sucesos realizados ya o próximos a realizarse en la vecina República de Santo Domingo». Así, el gobernador creyó conveniente que ese mismo día saliese hacia allá el vapor Blasco de Garay, con objeto de que su comandante entregara al general Santana y al vicecónsul de España en la capital dominicana unos pliegos, que Serrano iba a remitir al general Rubalcava para tal fin. Más tarde y sin pérdida de tiempo, el Blasco de Garay debía poner rumbo a Puerto Rico, desde donde regresaría a Santo Domingo. Al volver, dicho buque se comunicaría con una fragata que, según habían acordado el gobernador de Cuba y el comandante del apostadero, debería encontrarse para entonces en la bahía de Samaná. En caso de que se hubiera izado la bandera española en el territorio dominicano «por un acto de la voluntad nacional», debía «considerarse aquel país desde luego si no como parte integrante de la monarquía, al menos como un territorio» que debían proteger y defender, hasta que el ejecutivo de Madrid y las Cortes adoptasen una resolución definitiva.31 En su respuesta a la comunicación enviada por Santana el 10 de marzo para hacerle saber que cuando la recibiera ya se habría Ibídem, doc. No. 5, Echagüe-Santana (es copia, y no lleva lugar ni fecha). AGI, Cuba 2266, pieza No. 4, doc. No. 9, Serrano-comandante general de Marina del apostadero de La Habana, La Habana, 22 de marzo de 1861 (minuta).

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izado la bandera española, Serrano aseguró que «por satisfactorio y lisonjero que un suceso semejante» pudiera ser para el orgullo nacional, no podía disimular la sorpresa que le había producido «el simple anuncio de un suceso tan importante». No obstante, «y teniendo en cuenta consideraciones de un orden muy elevado», el gobernador de Cuba señaló que había decidido no abandonar a Santo Domingo en esta empresa. Por ello, tomó sobre sí «la no pequeña responsabilidad de enviar» al territorio dominicano «recursos eficaces de buques, soldados y pertrechos», que mantuviesen el orden en el mismo y lo garantizasen frente a toda agresión interior o exterior, en tanto el Gobierno español, al que iba a informar inmediatamente, tomaba una decisión al respecto. Serrano indicó a Santana que, mientras se preparaban dichos socorros, le enviaba el vapor de guerra Blasco de Garay, al que seguiría una fragata, con algunas fuerzas de Artillería e Ingenieros para establecerse en la bahía de Samaná, y poco después el total de las tropas que por el momento consideraba necesarias para el objetivo señalado. En la conclusión de su escrito, el gobernador hizo las siguientes recomendaciones a Santana: Creo conveniente que no se haga en ese país ninguna alteración substancial en el orden de su administración interior, debiendo V. E. seguir gobernando conforme a la legislación existente con la denominación de general en jefe del Ejército y gobernador de Santo Domingo, ayudándose al efecto de los consejos de los actuales ministros y miembros del Senado reunidos bajo el carácter de Junta o Consejo de Gobierno. Pero lo que sí recomiendo muy particularmente a V. E. y lo que declaro absolutamente indispensable para que tenga efecto la realización de la empresa comenzada, es que el orden público se conserve inalterable y se evite por todos los medios una lucha intestina que pudiera poner en duda a la faz del mundo la espontaneidad del movimiento que a estas horas [...] se encontrará realizado. En la lealtad notoria [...] que todos reconocen en V. E. [...], fundo mi confianza de que desde un principio se habrán

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evitado errores que pueden ser motivo de muy fatales consecuencias para lo futuro.32 Estas palabras dejan entrever la incertidumbre de Serrano, quien sin duda era consciente de las numerosas dificultades que podían impedir que el proyecto recién comenzado llegara a buen puerto, por lo que toda cautela le parecía poca y no acababa de fiarse, pese a sus expresiones de confianza, de la capacidad de Santana para llevarlo adelante. La rapidez con la que el gobernador de Cuba procedió al envío de las primeras fuerzas de desembarco parece confirmar esta idea, ya que la presencia de las mismas podría evitar que la anexión se malograse como consecuencia de algún exceso cometido por Santana en el ínterin. Con todo, las últimas líneas no pueden interpretarse sino como un presagio de lo que acabó sucediendo, dado que la represión de los primeros conatos antianexionistas, aunque relativamente aislados y pequeños, fue todo lo cruenta que cabía esperar de un Gobierno encabezado por Santana, que siempre había sofocado sin contemplaciones cualquier intentona contra su régimen. A pesar de ello, lo más grave fue que esos primeros movimientos, y su consiguiente represión, tuvieron lugar cuando ya se encontraban en territorio dominicano las tropas españolas, con lo que se daba a entender, como temían los opositores de Santana, que aquellas lo iban a respaldar en todos sus actos, por despóticos que pudieran ser. En efecto, dichas fuerzas habían desembarcado en el puerto de Santo Domingo a principios de abril, cuando llegaron allí el batallón de Puerto Rico y las tropas de Cuba. El primero lo hizo el día 6 de ese mes, y las segundas, procedentes de La Habana, el 7 de abril. El brigadier Peláez de Campomanes informó a Serrano de que habían encontrado completamente tranquilo el país, por lo que cumpliéndose todas las condiciones que el gobernador de Cuba había marcado para efectuar el desembarco, el general Rubalcava ordenó que el batallón de Isabel II bajase a Ibídem, doc. No. 10, Serrano-Santana, La Habana, 22 de marzo de 1861 (minuta).

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tierra y se acuartelara. Peláez también indicó que según las cartas y documentos oficiales que había visto, así como «las relaciones de todos y el contento y satisfacción general» que se observaba, los dominicanos habían «considerado el acto de su unión a España como el suceso más venturoso que pudiera ocurrir». Sin embargo admitió que si, como era de suponer, había pasiones e intereses opuestos a la anexión, estos eran «tan nulos e insignificantes que en ninguna parte» se habían manifestado, ya que nadie se había opuesto, y nadie había presentado la menor protesta.33 Llama la atención el hecho de que, finalmente, se enviaran fuerzas desde Puerto Rico, pese a las reticencias del gobernador de dicha isla a conceder los 500 o 600 hombres que le había solicitado Santana en su carta del 18 de marzo, lo cual aquel hizo en cumplimiento de las órdenes del propio Serrano. Este número, aunque considerado «pequeño […] en verdad» por el propio vicecónsul de España en Santo Domingo, serviría al menos para atestiguar con su presencia «las garantías de seguridad que los leales dominicanos» habían de disfrutar en lo sucesivo.34 Ramón Blanco, jefe de Estado Mayor del Ejército español en Cuba, fue a San Juan a bordo del Blasco de Garay con instrucciones de Serrano para Echagüe, en el sentido de que pusiera un batallón del Ejército de Puerto Rico a disposición de Santana. Otro aspecto importante es el gran interés que despertaba la bahía de Samaná, como pone de relieve el rumbo que siguió la escuadra enviada desde La Habana, compuesta por varios buques de gran calado y un bergantín. Así, durante su travesía hacia Santo Domingo, aquella bordeó la costa norte de la isla Española, con el fin de dejar la fragata Blanca en Samaná. No obstante, la ruta más corta para ir desde Cuba a la capital dominicana es navegar entre ambas islas, primero frente a las costas de Haití, y después rumbo al este con dirección al puerto de Santo Domingo, en paralelo a la costa meridional. Uno de los oficiales que tomó parte Ibídem, doc. No. 42, Peláez de Campomanes-Serrano, Santo Domingo, 8 de abril de 1861. 34 J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra de Santo Domingo, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1975, vol. I, p. 176 (las cursivas son del autor). 33

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en la expedición, que iba a bordo del vapor Isabel la Católica, la nave capitana de la escuadra, señala a este respecto que el general Rubalcava, jefe principal de la misma, dio orden a la Blanca de adelantarse a los demás buques y entrar en Samaná, si veían izado el pabellón español. En caso contrario, la Blanca quedaría en espera del resto de la escuadra. El mencionado militar, que era el subteniente de Infantería Adriano López Morillo, subraya que «la orden dada por el general Rubalcava nos demuestra que no había entera confianza en las alocuciones de Santana, pues de otro modo, ¿a qué venía advertir que si no flotaba el pabellón español […]?». López Morillo se refiere a las palabras pronunciadas en Santo Domingo por el hasta ese momento presidente dominicano durante el acto de proclamación de la soberanía española, y que fueron leídas el día 31 de marzo a todos los integrantes de la expedición, una vez que esta se encontraba ya en alta mar. Tras la lectura de dicha alocución, los oficiales advirtieron a la tropa y marinería que se dirigían «a aquel país para apoyar el movimiento anexionista llevado a cabo», y al mismo tiempo para defender la bandera española, enarbolada allí desde el día 18,35 por lo que se explica la alusión de López Morillo a la desconfianza existente hacia Santana. Según la información recogida por López Morillo en su obra, que presenta algunos datos contradictorios con respecto a otras fuentes en cuanto a las fechas de salida y llegada, así como al número y los nombres de varios buques participantes en la expedición que zarpó de La Habana el 30 de marzo, la misma estaba compuesta de las siguientes fuerzas: del arma de Infantería, el primer batallón del regimiento de la Corona (938 hombres) y el batallón de cazadores de Isabel II (960 hombres). Por lo que se refiere al arma de Caballería: un escuadrón de tiradores del rey (130 hombres y 120 caballos); y en cuanto a la de Artillería: una compañía de plaza (127 hombres) y una batería de montaña (130 hombres), cuyo armamento eran 6 cañones BR de 8 cm. Por Adriano López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación de Santo Domingo a España, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora Corripio, 1983, vol. I, libro I, pp. 194-199.

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último, del cuerpo de Ingenieros: una compañía (154 hombres). En total, integraban la expedición 2,425 hombres, que contaban con 154 caballos y 6 cañones. Al mando de todos ellos iba el brigadier Peláez de Campomanes, pero mientras durase la navegación el general de la Armada Gutiérrez de Rubalcava sería el jefe principal de las tropas. Estas iban a bordo de las fragatas de hélice Blanca y Berenguela, «de porte de 38 cañones con 350 caballos de fuerza auxiliar»; el vapor de ruedas Isabel la Católica, de 500 caballos con 17 cañones; y sus similares Velasco, de 6 cañones con 500 caballos, y Blasco de Garay, de 6 y 350, respectivamente. También formaba parte de la escuadra el vapor mercante Pájaro del Océano, así como un bergantín con material de guerra y de hospitales. Los tripulantes de estos barcos eran 1,800 hombres, entre marineros y soldados, y la potencia de fuego de los mismos eran 105 cañones de los calibres de 68 y 32, además de los de las embarcaciones menores y los de desembarco, todos ellos modernos.36 Tales datos dan una idea clara de la muy considerable envergadura de la expedición, y permiten deducir que esta no se había organizado en el escaso tiempo transcurrido desde que se recibió en La Habana la carta de Santana en la que este anunciaba la inminencia de la anexión, en torno al día 22 de marzo, sino que probablemente había empezado a prepararse incluso antes de que Álvarez llegase a la capital cubana el 18 de marzo. Así, en la madrugada del día 30 las fuerzas expedicionarias comenzaron a embarcar en sus respectivos buques, operación que terminó a las ocho de la mañana, pues todo el material se encontraba ya a bordo desde el día anterior. López Morillo señala que «los barcos que componían la escuadra eran todos buenos y bien artillados, sus tripulaciones veteranas en su mayoría, las fragatas y goletas del tipo de las de combate de aquella época», y en tono optimista afirma que podían entregarse sin preocupación «a los azares del mar y de la guerra». Es más, en Santo Domingo la escuadra debía encontrar los vapores Pizarro, Hernán Cortés y Don Juan de Austria, y la goleta de hélice Isabel Francisca, con lo que España reuniría en esas aguas «una escuadra que nada tenía que temer a Ibídem, pp. 190-191.

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las de los Estados Unidos, si hubieran querido intervenir en aquel suceso». Por último, había que sumar a todos estos buques las fragatas Petronila, Lealtad y Esperanza, así como la Princesa de Asturias, cuya llegada desde la península se esperaba en breve, de lo que el subteniente extraía la conclusión de que España era la nación, en aquellos momentos, de mayor poder naval y militar en América. En esta misma línea triunfalista, López Morillo narra también el momento de la partida con un tono patriótico muy elocuente y emotivo: No sé por qué, a pesar de lo temprano de la hora, circuló por La Habana la noticia de nuestro embarque. Ello es que a las nueve los muelles estaban tan atestados de personas que se comprendía que aquella concurrencia no era normal. Era aquel día sábado de Gloria; como sabemos, es costumbre en España que a las diez se icen las banderas al tope, haciendo los fuertes y baterías una salva de 21 disparos de cañón. Poco antes de aquella hora, hizo la Capitanía señales de largar […]. Salimos en línea de fila y al pasar por delante de los muelles y fuertes fuimos saludados por los vivas y aclamaciones de los numerosos espectadores y por la guarnición de la Cabaña y el Morro, a la vez que las músicas tocaban la Marcha Real. Por ser las diez, las banderas se izaban y los cañones tronaban con motivo de la solemnidad del día. Todo contribuía a que resultara entusiasta y conmovedora la despedida, que estábamos muy distantes de esperar.37 Los soldados no sabían aún hacia dónde se dirigían, y cuando los muelles, aparte de los trabajadores, se fueron llenando de curiosos que contemplaban atónitos a las tropas, «sin comprender adónde se destinaban aquellos aprestos bélicos», por lo que preguntaban continuamente a los soldados, estos ignoraban qué debían responder. Sin embargo, los oficiales habían sido informados la noche anterior, al menos los del batallón de la Corona, de modo que ya sabían cuál era su destino, y cuando Ibídem, pp. 194-196.

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los soldados lo oyeron, todos ellos decían a sus oficiales con extrañeza: «¿A Santo Domingo? […], mirándose unos a otros», pues muchos quizás pensaran que se dirigían a México. No obstante, algunos miembros de la expedición fueron conscientes casi desde que salieron de los riesgos que conllevaba su misión en la isla vecina, como pone de manifiesto el propio López Morillo al afirmar que durante la travesía los oficiales acababan siempre hablando acerca de la reincorporación de Santo Domingo. Este asunto se examinaba y discutía «con más o menos acierto, no faltando algún suspicaz que expusiera sus dudas respecto a la espontaneidad de la anexión», aunque la mayoría no aceptaba tal suposición, y marchaba poseída del mayor entusiasmo, creyendo con sinceridad lo que Santana había dicho a los dominicanos en su alocución. En cualquier caso, según el subteniente, «toda duda en aquel sentido era ahogada por numerosos y amplios argumentos», sugeridos por la «candidez» de la mayor parte de los hombres que se encontraban embarcados en una empresa cuyo desastroso desenlace no podían entrever, puesto que iban «demasiado engañados y confiados para poder leer en el porvenir».38 El resurgimiento del poderío español que parecía presagiar la ambiciosa expedición que zarpó de La Habana en un día tan simbólico como aquel 30 de marzo, sábado de gloria, no era más que un sueño que, eso sí, hacía vibrar a todos con las posibilidades de un engrandecimiento demasiado tentador, al menos en apariencia, para no sucumbir ante él. Así fue también en la península cuando se conocieron las primeras noticias de lo que estaba ocurriendo en el territorio dominicano, una reacción que quizás cabe comprender mejor si se tiene en cuenta el papel jugado por el factor sorpresa, que sin duda produjo el efecto buscado por Santana y su grupo de colaboradores al actuar como lo hicieron. Es necesario, pues, valorar hasta qué punto esta situación fue determinante en la decisión final de aceptar la anexión de Santo Domingo a España, o si, en cambio, la forma en que sucedieron los acontecimientos no alteró en lo sustancial una decisión adoptada ya en tal sentido por parte del ejecutivo de Madrid, análisis para el cual hay que Ibídem, pp. 194 y 200.

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retroceder algo en el tiempo. El estudio más detallado de ciertos aspectos previos al desenlace puede permitir una mayor matización de las diversas actitudes, y de las consiguientes responsabilidades, de unos y otros actores en la obra que se estaba representando, y cuyo final, pese a su precipitación, no por ello era menos susceptible de haberse previsto con la antelación necesaria. En este sentido, De la Gándara menciona el despacho de O’Donnell del 8 de diciembre de 1860, en el que el jefe del ejecutivo admitió la hipótesis de la anexión, lo que naturalmente fue transmitido a Santana, como «era racional y hasta necesario que ocurriera». De otro modo, sería difícil explicarse cierto párrafo del discurso pronunciado por el presidente ante el Senado, el 27 de febrero de 1861, en el que se refirió a la misión de Ricart en La Habana, y que decía así: «Para cubrir el déficit […] y con el fin de retirar el papel moneda circulante», el Gobierno dominicano mandó un comisionado a Cuba a contratar un empréstito, «y aunque halló desgraciadamente aquel mercado en disposición de necesitar para sí lo que nosotros le pedíamos, no ha sido del todo infructuoso su viaje». A juicio de dicho autor, Santana no podía estar hablando de más frutos que de los relativos a sus negociaciones, todavía secretas, con España, y acto seguido expresa su convicción de que, si bien el gobernador de Cuba estaba resuelto a favor de la reincorporación, al enviar las tropas solo obedeció lo que O’Donnell le había indicado. En efecto, el presidente del Consejo de Ministros estipuló en su mencionada comunicación que «no se enviasen tropas a Santo Domingo hasta después de hecha la anexión», por lo que Serrano cumplió escrupulosamente sus órdenes. Como afirma De la Gándara, «esto era, aun dentro de los errores que se cometieron, prudente y previsor», pero una vez proclamada la soberanía española sobre el territorio dominicano, se juzgaba necesario enviar allá fuerzas militares que lo defendiesen. Es decir, en realidad la anexión ya había sido aceptada por parte del ejecutivo de Madrid, aunque «estaba suspendida o aplazada hasta que transcurriera el plazo fijado» por aquel, lo que «contrariaba a Santana, cuyo plan se reducía a ejecutar cuanto antes y de cualquier modo el proyecto que había concebido y al que

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había fiado la consolidación de su poder». Por ello, cuando Ricart regresó a Santo Domingo, «presidente y ministro discurrieron el medio de abreviar ese plazo», para lo cual se valieron hábilmente de una cláusula de las ya citadas instrucciones de O’Donnell, que ordenaba impedir a toda costa que se anticipase ninguna nación a los deseos de España. De hecho, para esa eventualidad prescribía que se acogieran sin demora los votos de los dominicanos, algo que por supuesto «abría camino» a la impaciencia de Santana y Ricart, quienes «entraron resueltamente por él», según se deduce del contenido del primer despacho que el ministro de Relaciones Exteriores remitió a Serrano desde Santo Domingo, el 7 de marzo. En el mismo, tal como se ha señalado más arriba, aquel le informó de las gestiones que Patterson estaba llevando a cabo ante el Gobierno dominicano para obtener concesiones a cambio de un importante empréstito; le dio a conocer la amenazante actitud de Haití; y por último pidió que el Gobierno español acortase el plazo establecido para la anexión. Sin duda, se trataba de demasiadas coincidencias como para no considerarlo, cuando menos, sorprendente, en palabras del general De la Gándara. Así es: casualmente la única hipótesis que había admitido O’Donnell para abreviar el plazo impuesto fue planteada de inmediato por el ejecutivo de Santo Domingo, que con ese pretexto pidió lo único que no convenía a España y su Gobierno rechazaba, siempre a juicio de De la Gándara. Tanto era el interés de Santana en ello, que solo un día después de que Ricart enviara su comunicación a Serrano, el vicepresidente Alfau también escribió al gobernador de Cuba, y le insistió en la necesidad de acortar ese plazo, para lo cual echó mano del siguiente argumento: El gabinete de Madrid […] se ha preocupado mucho, tal vez más de lo que era menester de la situación de las cosas fuera de la República, y ha tomado poco en cuenta la que se le creaba a un pueblo a quien se hace entrever un cambio en su situación, sujetándole luego para que no lo lleve a cabo.39

J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 150-156.

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De la Gándara sostiene con acierto que el jefe del ejecutivo español «no contaría ciertamente con esto al aceptar en principio la anexión como lo hizo» en su despacho del 8 de diciembre de 1860, ya que «quizás pensaba contener, dirigir y regularizar aquel movimiento, cuyas últimas consecuencias y definitivo resultado admitía desde luego». En opinión de dicho autor, este hecho prueba que O’Donnell «no solo se equivocó en cuanto al fondo» de todo el problema, «sino que tampoco pudo apreciar con exactitud ni supo prevenir cauteloso las contingencias de su desarrollo, incurriendo así en un doble error que oscurece y debilita su fama de estadista». A pesar de la evidente postura crítica de De la Gándara hacia la gestión del asunto que se hizo desde Madrid, ello no obsta para compartir su criterio de que el presidente del Consejo de Ministros «no conoció entonces dónde se hallaba el verdadero interés de España, y si lo conoció no tuvo el carácter necesario para defenderlo». Es más, continúa el autor, aunque lo hubiese tenido, «tampoco dio muestras de poseer el tacto y la discreción indispensables para apreciar exactamente el valor de sus recursos y de sus medios de acción», por lo que concluye que «no por otro motivo se precipitaron los acontecimientos en Santo Domingo, resultando a la postre una cosa muy distinta de lo que convenía a España». En definitiva, el resultado de las negociaciones mantenidas en La Habana bastó para que el Gobierno dominicano se creyera en condiciones de dar el paso último y decisivo, y tras el regreso de Ricart «todo se apercibió para el desenlace». En lo que la tesis defendida por De la Gándara resulta más discutible es en el punto relativo al papel desempeñado por los representantes de España en el área, quienes según este autor podían «decir en su descargo que el presidente Santana fue en este camino más allá de sus propios deseos». De la Gándara lo considera «ciertísimo», toda vez que ni en la península ni en Santo Domingo «estaban los proyectos de anexión tan adelantados como para producir el efecto inmediato, que con asombro general» se produjo en marzo de 1861, debido a que Santana supo «forzar la máquina» al ver «cercano y favorable el éxito y quiso apresurarlo». En efecto, «su plan había consistido en alejar la posibilidad de ciertas

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resistencias», y cuando estuvo «seguro ya de esto obró, recogiendo el fruto reservado siempre a los hombres políticos de verdadero carácter y de indiscutible resolución». Las primeras informaciones oficiales del hecho consumado que se recibieron en Madrid fueron una comunicación dirigida por el vicecónsul de España en Santo Domingo al ministro de Estado, en la que le anunciaba la inminencia de la anexión, copia de la que había remitido al gobernador de Cuba, fechada el 14 de marzo; así como otra de Serrano a dicho ministro, del día 26, con la confirmación de esa noticia. Junto a su despacho, el gobernador hizo llegar a Madrid una carta que Santana había escrito a Isabel II, en la que, con estilo grandilocuente, aquel declaraba que el pueblo dominicano, «dando suelta a los sentimientos de amor y lealtad», desde hacía «tanto tiempo […] comprimidos», había proclamado a Isabel II, «unánime y espontáneamente, por su reina y soberana».40 En su comunicación del 26 de marzo al ministro de Estado, Serrano le informó de que había enviado a Madrid a su ayudante, el teniente coronel García Rizo, para que diese al Gobierno todos los detalles necesarios sobre lo ocurrido en Santo Domingo. En su misiva, Serrano manifestó «su sorpresa ante el hecho de la anexión» y expuso al ministro de Estado su interpretación acerca de tales acontecimientos, que Jaime Domínguez resume así: Santana nos ha puesto frente al hecho ya consumado. O abandonamos la República Dominicana o la anexionamos. Si la abandonamos, es inminente su caída en manos de los haitianos o en manos de los norteamericanos, asunto que a todo precio debemos evitar de acuerdo con las instrucciones del 8 de diciembre de 1860. En consecuencia, como ya se ha visto, el gobernador de Cuba despachó una importante expedición a Santo Domingo, justo al día siguiente de que llegasen a La Habana los comisionados de Santana, Apolinar de Castro y Jesús María Heredia, quienes eran 40

Ibídem, pp. 156-158 y 405. La carta de Santana a Isabel II está fechada en Santo Domingo, el 18 de marzo de 1861 (las cursivas son del autor).

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portadores de tres cartas. En una de ellas, dirigida a Serrano por Antonio Abad Alfau, este aseguraba que no habían podido «contener el pronunciamiento de los pueblos», y otra era la ya mencionada de Santana a la reina. En la tercera, Santana dijo a Serrano que «las infinitas manifestaciones de los pueblos del interior y la franca decisión que manifestaban a verificar por sí y ante sí los pronunciamientos, llegaron a constituir un gravísimo embarazo para el Gobierno». Según Santana, el ejecutivo dominicano «procuró, en vano, persuadir a esos habitantes de la conveniencia que había de retardar en algo más su resolución», pero se vio obligado por las circunstancias a acceder «a tan justos deseos», por lo que desde ese momento Santo Domingo quedaba bajo la fuerte protección del Gobierno español.41 La primera respuesta oficial al hecho anunciado por Gómez Molinero lleva la fecha del 19 de abril, aunque se trata tan solo de un acuse de recibo.42 El primer documento en el que consta la decisión de aceptar el hecho consumado de la anexión es el despacho que envió el ministro de Estado a Serrano, el 24 de abril, en el que le dice que había sido fácil para el ejecutivo de Madrid «reconocer la grave y delicada situación» en que se había encontrado el capitán general de Cuba. Calderón Collantes se limitaba a constatar que los acontecimientos se habían precipitado contra la voluntad de aquel, «y a pesar de las resoluciones terminantes del Gobierno» español. Acto seguido, el ministro hizo una encendida defensa del paso dado por la República Dominicana, que amenazada en su existencia por enemigos exteriores, había «querido conjurar los inminentes peligros que la circundaban invocando el amparo del gran pueblo que dio a conocer su territorio, y que llevó a él la luz del evangelio, y los principios de la civilización». Calderón también justificó abiertamente la decisión de Serrano de enviar tropas, al señalar que este «oyó su voz, y sensible a los acentos del patriotismo más que a los cálculos fríos del interés y J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 133-134. El autor cita AGI, Cuba 2266 (documento reproducido en la Colección Herrera, que se conserva en el AGN). 42 AGA, AAEE, 54/5224, No. 10, Comyn-vicecónsul de España en Santo Domingo, Madrid, 19 de abril de 1861. 41

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de la conveniencia se dispuso para acudir a su socorro y evitar que el pueblo dominicano pudiera sufrir la menor disminución en la integridad de su territorio, y el más leve ataque en su independencia». En efecto, a juicio del ministro, Serrano había comprendido «a fondo las intenciones y proyectos del Gobierno de la Reina y […] arreglado fielmente su conducta a las instrucciones que había recibido». Calderón continuó con las siguientes palabras, muy reveladoras de la actitud que iba a adoptar el Consejo de Ministros respecto a la anexión: El Gobierno de S. M. no podía ser indiferente jamás a la suerte de la parte española de la isla de Santo Domingo. Abandonarla a merced de las intrigas extranjeras, exponerla a las invasiones de una raza enemiga, hubiera sido un error gravísimo en política, y un olvido completo de todo sentimiento de honor y hasta de humanidad. Pero si esta era la línea de conducta que el Gobierno de S. M. había trazado, consta a V. E. su propósito de respetar en todas sus relaciones con el pueblo dominicano la independencia y la soberanía de que estaba en posesión en virtud del reconocimiento de aquella hecho por España en el tratado de 1855. El Gobierno de S. M. ha querido siempre y quiere hoy más que en ninguna otra época que aquel pueblo siga los deliberados impulsos de su inteligencia y de su voluntad sin coacción y sin consejos extraños. Por eso se ha limitado a oír sus peticiones y la manifestación de sus deseos, sin mezclarse directa ni indirectamente en sus deliberaciones, ni en los acuerdos que sus circunstancias especiales hicieran necesarios. Calderón reiteró de nuevo que las medidas adoptadas por el gobernador de Cuba, consideradas bajo este aspecto, eran «por lo mismo conformes a las instrucciones» que se le habían comunicado. No obstante, aquel le advirtió de que el ejecutivo de Madrid se mostraría «tan severo […] en su observancia, que para tomar una resolución definitiva en este grave negocio» esperaba las pruebas

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que Serrano suministrara «de la espontaneidad y unanimidad» con que se había proclamado la incorporación de Santo Domingo a la monarquía española. En este sentido, el ministro mencionó concretamente las actas de las corporaciones que para consignar sus votos habrán consultado también los de sus administrados, la paz, la seguridad y la confianza que reinen en el territorio dominicano, y la unión de todos sus hijos demostrarán al Gobierno de S. M., que aceptando la reunión no lastimará ningún principio, ningún interés, ninguna consideración de las que todos los Gobiernos deben guardar en asuntos de tanta trascendencia. Sin embargo, el Gobierno español quería que los dominicanos conociesen «extensamente sus intenciones y propósitos antes de poner el sello a la reunión de los dos pueblos», que una vez consumada legalmente debía ser «sólida e irrevocable». Así pues, Calderón confirmó que la esclavitud estaba abolida en Santo Domingo, y que su Gobierno la consideraba «como un mal funesto» de los muchos que afligían a las sociedades, «pero como un mal necesario en algunas regiones», por lo que si bien no la aboliría en Cuba ni en Puerto Rico, no la establecería en Santo Domingo ni la consentiría allá bajo ninguna forma. El ministro pasó a referirse a los aspectos relativos a la futura organización de Santo Domingo, que estaba «colocado entre dos provincias españolas gobernadas por leyes especiales según la Constitución de la monarquía», e indicó que si en cuanto a la esclavitud cabía que no se restableciera en un punto, y se mantuviese en los otros, «no sería posible que tuvieran una legislación distinta, ni derechos de que no disfrutasen todos sus moradores». Calderón admitió la posibilidad de «modificaciones en la administración municipal y económica, en la organización de los juzgados y tribunales», así como en la forma de ejercerse la autoridad política y militar, pero dejó claro que «estas diferencias hijas de las circunstancias particulares de los respectivos pueblos» no alteraban el principio constitucional

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de que las provincias ultramarinas debían administrarse mediante leyes especiales. De este modo, el ministro consideró necesario precisar que, aunque eran sin duda «legítimos siempre los actos de un Gobierno legalmente constituido», y «aun siéndolo su reconocimiento por otro pueblo al tratarse de confundir dos existencias sociales en una», podía «envolver consecuencias, y arrastrar en pos de sí una grave responsabilidad». Según Calderón, pese a que esto no era de temer en el caso actual, la razón política aconsejaba el examen detenido que había recomendado Serrano. A continuación, admitió que el ejecutivo de Madrid ignoraba cuál era el importe de la deuda, y la forma en que la misma estaba reconocida por la República, así como el papel circulante que la representaba, y «todas las circunstancias […] indispensables para tomar una resolución acerca de este importante asunto». El ministro adelantó que, en cualquier caso, era evidente que la amortización debía realizarse de modo que no impusiera un gravamen considerable a la nación española. Dicha amortización debería recaer sobre los créditos emitidos legalmente, y teniendo en consideración el valor efectivo que hubiesen tenido en el mercado, ya que el papel moneda del Gobierno dominicano, desde el principio, había «sufrido tal depreciación que lo reducía a una insignificante estimación». Calderón indicó al gobernador de Cuba que las noticias e informes que comunicara a Madrid sobre este particular ejercerían bastante influencia para fijar la resolución del Consejo de Ministros, pese a lo cual le aseguró que la misma no estaría inspirada «por un cálculo de sórdido interés ni por un deseo de engrandecimiento». En la conclusión de su despacho, el ministro de Estado recapituló así el modo de proceder del Gobierno español con respecto a los sucesos de Santo Domingo: Espera pues el Gobierno de S. M. los informes exactos que V. E. le comunicará sin duda respecto a la espontaneidad y unanimidad del movimiento verificado en Santo Domingo, a la paz que disfrute, y a la confianza que anime a todos sus moradores de que al amparo del trono de nuestra [...] soberana han de gozar de todos los beneficios que alcanzaron

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en otros tiempos, y de que les privó más que su voluntad extraviada la traición y la violencia de que fueron víctimas. Cuando el Gobierno de la reina tenga seguridad de que el pueblo dominicano ha pronunciado su voto de incorporación a la monarquía española con la libertad necesaria y la plenitud de su soberanía, cuando tenga seguridad de que acepta las bases y principios enunciados en esta comunicación la resolución será inmediata y firme. Adoptada, el Gobierno de S. M. no retrocederá ante ningún obstáculo ni complicación. Entre tanto V. E. puede conservar la actitud que ha tomado para la seguridad y protección de Santo Domingo. V. E. deberá dar conocimiento de aquellas al señor Santana para que las transmita a su vez a todas [las] autoridades y personas influyentes de Santo Domingo, y el Gobierno de S. M. se felicitará de que pueda dar V. E. una seguridad perfecta y absoluta de que se hallan en completa armonía con los sentimientos de toda la población.43 Con todos los antecedentes ya expuestos, no sorprende en absoluto que la decisión final del gabinete O’Donnell fuese la que cabía esperar. La misma se publicó de forma oficial el 20 de mayo, por medio del correspondiente real decreto, cuyo articulado es muy breve: La reina [...] se ha dignado expedir el real decreto siguiente: En consideración a las razones que me ha expuesto mi Consejo de Ministros, acogiendo con toda la efusión de mi alma los votos del pueblo dominicano, de cuya adhesión y lealtad he recibido tantas pruebas, vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1.º El territorio que constituía la República Dominicana queda reincorporado a la monarquía. Artículo 2.º El capitán general gobernador de la isla de Cuba, conforme a las instrucciones de mi Gobierno dictará AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/2, doc. No. 1, Calderón Collantesgobernador de Cuba, Aranjuez, 24 de abril de 1861 (el documento es un traslado desde el Ministerio de Estado al de Guerra y Ultramar, fechado en Madrid el 22-V-1861).

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las disposiciones oportunas para la ejecución de este decreto. Artículo 3.º Mi Gobierno dará cuenta a las Cortes del presente decreto y de las medidas adoptadas para su cumplimiento. Dado en Aranjuez a 19 de mayo de 1861.44 El 23 de mayo, antes de tener conocimiento de dicho decreto, Serrano comunicó oficialmente a Santana la respuesta que había recibido del ejecutivo de Madrid, y pese a que esta no era aún definitiva, se dirigió a él como gobernador y capitán general de Santo Domingo, lo que da idea de que la anexión ya había sido aceptada, si no de iure, al menos de facto. En su escrito, Serrano recordó a Santana que la condición que desde un principio había «creído indispensable el Gobierno de la reina para la unión de Santo Domingo a España» era que «antes de consumarse este acto demostrasen los dominicanos su libre y espontánea voluntad de llevarlo a cabo». Tal condición, continuó el general, ya se había cumplido en esos momentos, y añadió que el Gobierno español no establecería la esclavitud en Santo Domingo, ni la consentiría bajo ninguna forma. Acto seguido, Serrano se refirió a la ya mencionada política del ejecutivo de Madrid con respecto a la gobernación interior del país, en el sentido de regirlo por leyes especiales, como se practicaba en las demás provincias ultramarinas pertenecientes a la monarquía. No obstante, al mismo tiempo que el Gobierno español proponía «esta condición tan natural como justa a los habitantes» de la que debía ser una nueva provincia de España, su intención era «emplear una política amplia y liberal al resolver las diferentes cuestiones prácticas en los diversos ramos de la administración interior». Así pues, concluyó Serrano, el ejecutivo de Madrid procuraría «respetar en lo municipal, económico y judicial todas las exigencias» que se derivaban de las condiciones especiales de un pueblo que había «gozado de independencia propia por un determinado espacio de tiempo».45 44

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Ibídem, 5485/3, doc. No. 1 (el documento, firmado por el presidente del Consejo de Ministros, Leopoldo O’Donnell, está fechado en Madrid el 20-V1861, y se dio traslado del mismo a los gobernadores de ultramar, el 25-V-1861). Ibídem, 5485/5, doc. No. 3, Serrano-gobernador capitán general de Santo Domingo, La Habana, 23 de mayo de 1861 (es copia).

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Después de transmitirle las instrucciones que había recibido del Gobierno español, el capitán general de Cuba pidió a Santana que explorase, como juzgara más conveniente, «la voluntad de esos habitantes», y le contestase si aceptaba las bases propuestas por España para aceptar la reincorporación del territorio dominicano. En caso de que la respuesta de aquel correspondiera «a las miras ya exploradas» del ejecutivo de Madrid, Serrano anunció su propósito de trasladarse a Santo Domingo, «con el objeto de inaugurar la difícil empresa de su organización, y proponer desde allí, con pleno conocimiento de las cosas», al Gobierno español las diferentes medidas que requiriesen la aprobación del mismo.46 En respuesta a la comunicación de Serrano, Santana aseguró que el pueblo dominicano, que había expresado «su deseo de reincorporarse a su Madre Patria de una manera tan libre y espontánea firmando las actas» que le había dirigido «como testimonio fiel de su genuina voluntad», se felicitaba de un resultado que colmaba «sus más ardientes deseos». Por ello, el mandatario aceptó «desde luego las bases de la organización general del país» propuestas por el gabinete O’Donnell, y en último lugar expresó al gobernador de Cuba su esperanza de verlo en breve en Santo Domingo para comenzar la reorganización del país, «colocando de ese modo la última piedra del edificio que con tanto celo» había levantado el propio Serrano.47 La cuestión de la esclavitud dio pie a interpretaciones y rumores interesados que llevaron a Santana a adoptar una medida drástica contra quienes hablaran del restablecimiento de la esclavitud, dado que era «esta la clase de propaganda con que los haitianos y sus partidarios» habían tratado de «perturbar el orden», tras proclamarse la anexión. Así, en la misma orden del día que publicó Santana para anunciar de manera oficial que la reina Isabel II había aceptado la reincorporación de Santo Domingo a España, señaló que «una de las bases principales» de esa aceptación era que no se restablecería «jamás la esclavitud en la parte Ibídem. Ibídem, 5485/9, doc. No. 2, Santana-gobernador de Cuba, Azua, 16 de junio de 1861 (es copia).

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española de Santo Domingo», y que no la consentiría «bajo ninguna forma». Por ello, Santana ordenó que todo el que en adelante hablara del restablecimiento de la esclavitud en el país fuese «juzgado sumariamente por el Consejo de Conspiradores y condenado, sin apelación a la pena de muerte, como reo de alta traición»,48 aunque cabe preguntarse si el flamante gobernador podía actuar de este modo, o si más bien se estaba extralimitando en el uso de sus atribuciones. Sin embargo, el problema más grave al que debía enfrentarse la nueva administración española en Santo Domingo era quizás el ocasionado por la situación financiera del país, y de manera muy particular en lo referente a la amortización del papel moneda emitido por los diversos Gobiernos dominicanos. La necesidad de obtener datos al respecto para poner un poco de orden en las cuentas públicas, y proceder así al saneamiento de la hacienda, hizo que las autoridades españolas solicitaran un informe a Ricart y Torres, quien fue ministro del ramo hasta la anexión y después había pasado a desempeñar el cargo de director de Hacienda. Este dirigió a Gutiérrez de Rubalcava algunas «notas» que solo eran una parte del trabajo que Rubalcava le había encargado, ya que a pesar de sus esfuerzos no había podido «reunir todos los documentos […] indispensables para formar un estado tan exacto» como el que necesitaba el jefe de las fuerzas expedicionarias. En cualquier caso, Ricart le aseguró que todo lo relativo a la deuda pública interior y exterior, así como a las rentas, al valor de las importaciones y exportaciones, y al catastro general de los bienes nacionales, formaría parte de un segundo trabajo que el ex ministro remitiría a Gutiérrez de Rubalcava a La Habana.49 En sus notas, el ministro se limitó a hacer un repaso de los hechos más relevantes con respecto a la cuestión monetaria, pero AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006. El documento es un impreso firmado por «Pedro Santana, capitán general de la parte española de Santo Domingo», cuartel general en Azua, 18 de junio de 1861. 49 AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/4, doc. No. 3, Ricart y Torrescomandante general de Marina del apostadero de La Habana y general en jefe de las fuerzas expedicionarias de mar y tierra en Santo Domingo, Santo Domingo, 18 de mayo de 1861 (es copia). 48

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sin aportar datos concretos sobre la misma, pese a lo cual resulta interesante tenerlas en cuenta, puesto que permiten conocer la información de la que dispuso el ejecutivo español a la hora de aplicar su política en esta materia. Ricart comenzó por los acontecimientos que se habían producido a raíz del levantamiento cibaeño en 1857, tras la emisión monetaria de la administración del presidente Báez, y señaló lo siguiente: El Gobierno revolucionario [...] decretó la anulación de dicho papel moneda, desconociéndole y tratándole como emanado de una falsificación: lo que produjo un grande estanco en manos de los comerciantes extranjeros domiciliados en Santo Domingo. Pero más tarde en 1859, [...] los Gobiernos francés e inglés apoyando sus reclamaciones con una escuadrilla aliada, hicieron que el Gobierno dominicano reconociera el derecho de sus respectivos súbditos a ser indemnizados de los perjuicios que con dicho papel moneda Báez, habían recibido, y por el protocolo que ambas partes firmaron se reconoció ese papel como deuda nacional, a razón de 8,000 pesos por onza de oro [...]. A más de esta deuda gravitaba sobre las cajas públicas otra muy considerable, por vales librados a muchos ciudadanos durante la guerra civil para el abastecimiento de las tropas, equipo de la flotilla, y otras necesidades imperiosas. El Gobierno se aplicó muy especialmente a amortizar esta deuda, de la cual en el día queda un guarismo casi insignificante. Pero los sacrificios que han sido necesarios para hacer frente a tales compromisos han dejado exhausto el erario nacional: deseando nuestro Gobierno que el papel moneda adquiera gradualmente un valor menos irrisorio que el que tenía, solo pudo conseguirlo evitando su emisión (la que no se hizo sino cuando se creyó inminente una invasión haitiana) y manteniendo la tasación de 250 por peso fuerte, para el cobro de derechos fiscales, lo que si bien establecía al principio una notable diferencia, en desventaja del fisco, del

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cambio corriente en el comercio, dio al cabo por plausible resultado el que igual guarismo haya podido ser establecido por este desde hace algún tiempo, para las transacciones comerciales; objeto que motivó la medida. Por consiguiente el [...] general Santana por decreto fecha 16 de marzo ha fijado también definitivamente a 250 pesos nacionales por uno fuerte la garantía fiscal del papel moneda, temiendo y con fundamento, que cerrada la puerta a toda nueva emisión, pudiera algún especulador hacer un estanco o monopolio del papel moneda, para que influyendo la escasez como es natural en su precio subiera este, pudiendo entonces realizarse un gran beneficio a costa del erario. Medida justa y prudente que asegura los intereses de todos, y facilita la amortización.50 Con este falseamiento de la realidad, el director de Hacienda intentaba ocultar las sucesivas y gigantescas emisiones monetarias realizadas en los últimos años de la administración santanista, y justificar el último tipo de cambio fijado por el Gobierno dominicano para el papel moneda, que era muy superior a su verdadero valor fiduciario. Precisamente con relación a este punto, Serrano indicó a su colega de Santo Domingo que la medida adoptada el 16 de marzo «fue muy propia para prevenir abusos, y negociaciones ilícitas en el caso de recogerse por el Gobierno español la masa de papel moneda» que circulaba en ese país. No obstante, Serrano creyó conveniente recomendar a Santana que pusiera especial cuidado en evitar que se hicieran falsificaciones de los bonos o asignados que representaban legalmente la deuda interior, cuyo exceso podría traer consigo, en aquellas circunstancias, «el incentivo del lucro» que «la codicia de algunos» pudiese encontrar en la que se creía próxima amortización de dicho papel moneda.51

Ibídem. Informe redactado por Pedro Ricart y Torres, fechado en Santo Domingo el 18 de mayo de 1861 (es copia). 51 Ibídem, 5485/5, doc. No. 5, Serrano-Santana, La Habana, 24 de mayo de 1861 (es copia). 50

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A pesar de los serios problemas que planteaba a España la posesión de Santo Domingo, el ejecutivo de Madrid no pareció ser demasiado consciente de la gravedad de los asuntos a los que se tenía que enfrentar, algunas veces con repercusiones importantes también en el plano de las relaciones internacionales, como en el caso de la esclavitud. De hecho, las presiones diplomáticas ejercidas por parte de Gran Bretaña en este aspecto fueron muy fuertes, lo que dio lugar a que el Gobierno español prohibiera que en la isla de Santo Domingo se entablase «procedimiento alguno para averiguar el paradero de esclavos procedentes de Cuba y de Puerto Rico», que se hubieran refugiado en aquella isla antes de su reincorporación a España.52 No obstante, como medida complementaria a la anterior, el director general de Ultramar remitió a los gobernadores de Cuba y Puerto Rico una comunicación en la cual señalaba que, «no existiendo en la isla de Santo Domingo la esclavitud», que por el contrario era legal en las otras dos, se hacía «necesario conciliar en lo posible estas encontradas circunstancias». Para ello, el ejecutivo había estipulado que «bajo ningún concepto» se admitiesen en la nueva provincia española los negros procedentes de ambas islas, «siendo los que intentaren desembarcar en aquella obligados a regresar al punto de donde hubieren salido a costa propia, cuando fueren libres», o de sus dueños, cuando se tratara de esclavos.53 Toda precaución era poca a la hora de evitar posibles conflictos con otros países, de modo que las implicaciones internacionales de la anexión fueron tenidas en cuenta, desde el primer momento, por el gabinete O’Donnell, que estuvo muy pendiente de la reacción que provocaba la misma, sobre todo entre sus principales aliados, Francia y Gran Bretaña, así como en su adversario más peligroso, los Estados Unidos, pero también en Haití.

Ibídem, 5485/6, doc. No. 1, ministro de Guerra y Ultramar-gobernadores de Cuba y Puerto Rico, Madrid, 24 de junio de 1861 (minuta; de este documento reservado se dio traslado al ministro de Estado). 53 Ibídem, 3531/32, doc. No. 1, director general de Ultramar-gobernadores de Cuba y Puerto Rico, Madrid, 24 de junio de 1861 (minuta). 52

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3. Repercusión internacional de la proclama anexionista Las primeras noticias con fundamento que se recibieron en Londres sobre la posibilidad cada vez más próxima de la anexión de Santo Domingo a España están contenidos en un despacho que remitió al Foreign Office el cónsul de Gran Bretaña en la capital dominicana, fechado el 8 de marzo de 1861, y que no llegó a su destino hasta el 13 de abril. En efecto, Hood indicaba que una fuente fiable le había confirmado la información que había comunicado a Russell el 5 de enero anterior, relativa a un protectorado español sobre Santo Domingo, e incluso señaló que, pese a la afirmación de Fernández de Castro en sentido contrario, al parecer existía un acuerdo entre los dos países a ese respecto. El mismo se iba a llevar a efecto de forma inmediata, y estipulaba que bajo el protectorado, Santana y un oficial español gobernarían conjuntamente el país, que debía ser protegido por fuerzas militares y navales españolas. Según el agente, durante dicho período se prepararían memoriales que firmarían los habitantes, pidiendo a la reina de España el restablecimiento de la antigua colonia, y seis meses después de haberse enviado esos pronunciamientos a España, se izaría en territorio dominicano la bandera española, la isla volvería a su antigua condición de colonia y Santana se retiraría con una pensión. También se había acordado que todos los oficiales dominicanos mantuviesen sus respectivos rangos militares y sueldos, y el Gobierno español se comprometía a liquidar las reclamaciones pendientes contra el dominicano. Para corroborar estas noticias, Hood se refirió además a la misión del ministro de la Guerra, Lavastida, en el Cibao, a donde había viajado en compañía de un ingeniero español recién llegado de La Habana, y que los comandantes de armas de Azua, San Juan y San Cristóbal habían sido llamados a la capital, sin duda para darles instrucciones relativas a los pronunciamientos. Es más, los generales Regla Mota y Puello, comandantes de armas de Azua y San Juan respectivamente, estaban cada uno de ellos acompañados por un oficial español, y la explicación dada para este movimiento inusual era que el

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país estaba amenazado por una invasión haitiana, lo que hacía indispensables estos preparativos. El diplomático añadió que Ricart y Álvarez habían regresado de La Habana, acompañados de Cruzat, de quien aquel pensaba que era la persona elegida para representar a España en el Gobierno conjunto del país, con Santana, y que había sido cónsul en Puerto Príncipe. Cruzat, tras una breve estancia en Santo Domingo, se marchaba con Álvarez a La Habana ese mismo día, cansado de la monotonía del lugar, según había dicho a Hood, al que sin embargo anunció su intención de volver a la capital dominicana hacia finales de mes. A juicio del representante de Gran Bretaña, la ocupación española de Santo Domingo, fuese como protectorado o fuese como colonia, acabaría convirtiéndose en una amenaza para la independencia de Haití, y había informado de todo ello a su colega francés, quien también escribía en esos momentos a París sobre el asunto. Por último, Hood señaló que desde su comunicación del 5 de enero había observado cuidadosamente la conducta y el lenguaje de Zeltner, pero no había encontrado nada que justificara las sospechas que albergaba entonces con respecto a él. Por el contrario, la conducta del cónsul de Francia hacia Hood en esta cuestión había sido todo lo franca y leal que era de desear, y nada mostraba por parte de aquel inclinación alguna hacia las intrigas españolas.54 La confusión sobre el verdadero contenido de las negociaciones que se estaban desarrollando entre España y la República Dominicana se refleja en el hecho de que, aun en fecha tan tardía como el 30 de marzo, el Foreign Office transmitiese a su agente en Santo Domingo copia de un despacho del plenipotenciario de Gran Bretaña en Madrid, según el cual España no tenía intención de aceptar el protectorado sobre la República Dominicana.55 Esta incertidumbre se disipó por fin cuando llegó a Londres, el 13 de abril, una comunicación de Hood en la que este informó TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 8 de marzo de 1861 (las cursivas son nuestras; adviértase que Hood emplea el término «la isla», en lugar de escribir la República Dominicana o Santo Domingo, que sería lo más lógico). 55 Ibídem, Russell-Hood, Londres, 30 de marzo de 1861 (minuta). 54

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a Russell de los acontecimientos que se habían producido en Santo Domingo, donde acababa de proclamarse la soberanía española sobre la parte oriental de la isla. La sorpresa que este hecho produjo en el diplomático se pone de relieve en sus propias palabras, a pesar de que en los despachos dirigidos por él al Foreign Office durante el último año había dado noticia de las actividades desarrolladas por el Gobierno dominicano y los agentes españoles. Según Hood, si bien se había estado llevando a cabo lo que parecía una intriga que afectaba a la independencia del país, nunca podría haber imaginado que el resultado de la misma hubiera sido lo que acaba de ocurrir. De hecho, se había observado el mayor secreto a lo largo de todas las negociaciones que, sin duda, habían durado más de un año. No obstante, los miembros del Gobierno negaban, tanto oficialmente como en privado, la idea de cualquier negociación, e incluso después del anuncio del resultado de dichas negociaciones, el cónsul de España aseguró, bajo palabra de honor, que estas lo habían cogido bastante por sorpresa. Sin embargo, el representante de Gran Bretaña admitió que desde comienzos de marzo se habían dejado correr los rumores relativos a la posibilidad del protectorado español, y que el día 17 por la tarde se hizo circular ampliamente una invitación impresa, convocando a los habitantes de la capital a reunirse en la plaza a las seis de la mañana siguiente, para escuchar el resultado de las negociaciones. Ni Hood ni el resto de sus colegas fueron invitados a asistir, y tampoco recibieron la menor indicación de lo que estaba a punto de suceder, por lo que los cónsules de Francia y Gran Bretaña decidieron ir a título particular para presenciar los actos, puesto que querían juzgar por sí mismos, y no confiar en el testimonio de otros. Ambos llegaron un poco antes de las seis de la mañana, hora a la que aún no había nadie en la plaza. Hacia las siete tan solo habían llegado alrededor de cincuenta personas, y entonces los representantes de las dos potencias europeas se dirigieron a la fortaleza, donde encontraron algunas tropas regulares así como algunos miembros armados de la Guardia Nacional, cuyo número total no superaba los trescientos hombres. A las ocho en punto se les ordenó dejar sus armas

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apiladas, y acto seguido marcharon a la plaza, precaución esta de la que Hood dedujo que parecía no tenerse confianza en la fidelidad del Ejército. Poco más tarde llegó Santana, acompañado por el vicepresidente Alfau y sus ministros, así como por toda la oficialidad española en Santo Domingo.56 En esos momentos ya había en la plaza aproximadamente 250 personas, de las que al menos 200 eran ciudadanos españoles y de otros países, y no se veía ninguna bandera. Tras la lectura por parte del ayuda de campo de Santana de la proclama en la que se declaraba la reincorporación de Santo Domingo a España, y siempre de acuerdo con el relato del cónsul de Gran Bretaña, hubo unos pocos, pero muy pocos, «vivas» desde el balcón, que fueron respondidos por los españoles de la plaza, pero no por los dominicanos ni por los soldados, ni por los extranjeros allí presentes. Acto seguido, en la fortaleza se izó la bandera española, mientras que la dominicana lo fue cerca de aquella en un mástil más pequeño, aunque al día siguiente se quitó y no se la había vuelto a ver. Con respecto al viaje del ministro Lavastida al Cibao, Hood señaló que su misión era reunir firmas para los manifiestos que debían pedir a Santana la proclamación de Isabel II como reina de España. El diplomático añadió que en El Seibo, Azua, Baní y Cotuí los pronunciamientos tuvieron éxito, de modo que se izó la bandera española el 18 de marzo, pero en Santiago, San Francisco de Macorís y La Vega prevalecía un gran descontento, y se creía que sus habitantes se opondrían a la anexión a España, y proclamarían su anexión a los Estados Unidos, como a menudo habían deseado hacer antes. Por otra parte, en la frontera haitiana existía el mismo malestar, con la diferencia de que allí preferirían anexionarse a Haití.57 Hood indicó que ni siquiera en la capital había un solo dominicano, exceptuando a los miembros del último Gobierno, que estuviese contento con la anexión a España, hasta el punto de que se veía, e incluso se expresaba, una gran insatisfacción, pero aquel también subrayó que nadie había tenido el coraje de ofrecer TNA, FO 881/1012, «Papers relating to the cession of Santo Domingo to Spain» (impreso para uso confidencial del Foreign Office, el 30-VII-1861. En adelante se citará como «Papers»), No. 1, Hood-Russell, Santo Domingo, 21 de marzo de 1861. 57 Ibídem. 56

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resistencia alguna. Por entonces aún no se encontraba allí ningún buque español de guerra, ni habían llegado tropas, y el agente de Gran Bretaña no podía determinar si se esperaban algunas, por lo que a su juicio no era improbable que estallase un levantamiento general, comenzando por las provincias del norte, donde los elementos de resistencia no solo eran más fuertes, sino que ya estaban organizados contra los españoles. Así al menos lo había visto el propio Hood cuando visitó dicha región en enero de ese mismo año. Los habitantes de la frontera con Haití se unirían a la insurrección, que sería apoyada por la población en masa, dado que según los informes que el cónsul había recibido de todas partes, el izado de la bandera española se había hecho sin ningún entusiasmo, y con una mera sumisión pasiva, de modo que solo hacía falta, en su opinión, que algún hombre diera un paso adelante para reunir a todos los dominicanos en torno a sí. Acto seguido, Hood llegó incluso a calificar lo sucedido como vergonzoso e inicuo, y responsabilizó de ello a cinco hombres, los generales Santana y Alfau, Miguel Lavastida, Felipe Castro y Pedro Ricart, quienes habían sido los únicos actores en este asunto infame. Sin consultar a nadie, negando el hecho a todo el mundo, ellos habían estado durante doce meses negociando con los agentes de España la venta de su país. En efecto, cuando ya habían alcanzado un acuerdo, obtuvieron, por medio de la intimidación, algunas firmas de apoyo a los pronunciamientos que les sirviesen de excusa para su traición. El cónsul informó asimismo a Russell de que el precio pagado por España por esta iniquidad era de 175,000 dólares, a repartir entre las personas que había nombrado, suma de la cual ya les habían pagado 25,000 dólares, y el resto lo enviarían desde La Habana cuando llegaran allí las noticias de que en Santo Domingo ondeaba la bandera española.58 En realidad, pese a lo dicho por el agente, al parecer ya había en aguas dominicanas dos buques de guerra españoles, el Pizarro y el Hernán Cortés, que se encontraban estacionados en la bahía de las Calderas, muy cerca de Baní, y a tan solo unos 70 kilómetros de la capital, desde días antes de que se efectuara la anexión.59 Ibídem. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 134-135.

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Dado que Hood ni siquiera mencionó este hecho, puede ser que ignorase tal circunstancia, al menos en aquellos momentos, pese a la llegada el 1 de marzo al puerto de Santo Domingo del barco británico Racer, que había sido puesto a su disposición. Sin embargo, el representante de Gran Bretaña, viendo el día 14 que estaba a punto de ocurrir un cambio que afectaría a la nacionalidad del país, aunque al mismo tiempo no lo creía tan serio, consideró que la presencia de un buque de la Armada británica no era necesaria, e incluso podría provocar una situación embarazosa que debía evitarse. Por consiguiente, Hood pidió al capitán del Racer que volviese a Jamaica. En tono solemne, aquel afirmó que la nación ante la cual estaba acreditado había dejado de existir, por lo que su carácter oficial en ese país cesaba del mismo modo. Más aún, el diplomático no sabía cuál era la opinión de su propio Gobierno sobre el cambio que se había efectuado tan misteriosamente. Así pues, la conducta que adoptó fue permanecer tranquilo, absteniéndose por completo de hacer nada que pudiera interpretarse como un reconocimiento o un rechazo de ese importante cambio, para dejar al ejecutivo de Londres totalmente libre de cualquier acto de su agente en Santo Domingo, y no estorbar la línea de actuación que aquel juzgase más apropiada. Hood solicitó al secretario del Foreign Office que le diera instrucciones al respecto, y enfatizó que al hacerlo tuviese en cuenta la muy probable eventualidad de un estado de anarquía en el país, dividido en tres partes: la capital proclamando la anexión a España, las provincias del norte proclamando su anexión a los Estados Unidos, y la región fronteriza con Haití haciendo lo mismo, pero en este caso al país vecino. Por último, el cónsul señaló que no había sido capaz de averiguar, ni tenía la más remota idea, de por quién o bajo qué forma o reglas se estaba gobernando el territorio dominicano en aquellos momentos.60 En su afán por acentuar esa sensación de incertidumbre, el representante de Gran Bretaña adjuntó a Russell la copia de una carta que había recibido de Santana anunciándole el acontecimiento, TNA, FO 881/1012, «Papers», No. 1, Hood-Russell, Santo Domingo, 21 de marzo de 1861.

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y en la cual no se daba a sí mismo ningún título, ni proporcionaba información alguna con respecto al nuevo orden de cosas.61 En su escrito, el ex presidente comunicó oficialmente a Hood los hechos que acababan de tener lugar, para que los pusiera en conocimiento de su Gobierno. Al mismo tiempo, Santana agradeció a Gran Bretaña las «pruebas de buena inteligencia y alto afecto» que había recibido de ella, y sobre todo lo mucho que debía «a los buenos oficios» de Hood en las diferencias ocurridas entre los Gobiernos dominicano y haitiano,62 lo que sin duda constituye un claro ejemplo de cinismo, dado el pobre resultado de esas gestiones diplomáticas. Por su parte, el cónsul general de Gran Bretaña en La Habana, J. T. Crawford, también se apresuró a transmitir al Foreign Office, el 24 de marzo, la noticia de que esa misma mañana había salido una expedición, compuesta aproximadamente por 1,000 hombres de todas las armas y que, según se decía, iba destinada a Santo Domingo. El agente de Gran Bretaña en dicha ciudad había escrito a Crawford pocos días antes, insinuando sus sospechas acerca de la existencia de algún arreglo secreto entre Santana y las autoridades españolas en Cuba, y pidiéndole que si pudiera confirmar la verdad de tales sospechas, informase de ello a Russell. No obstante, el asunto se había manejado tan en secreto, independientemente de cuál fuera el acuerdo alcanzado entre los españoles y Santana, que el cónsul general fue incapaz de obtener información alguna al respecto, fiable o de cualquier otra naturaleza, hasta que vio a las tropas embarcando en la tarde del día anterior. En todo caso, Crawford comunicó el rumor de que se había producido una matanza de blancos a manos de la población de color de Santo Domingo, y de que esa noticia se recibió vía Santiago de Cuba, dando pie al envío inmediato de la expedición. Sin embargo, como el representante de Gran Bretaña en dicha ciudad no le había indicado nada en ese sentido, Crawford consideraba posible que tal rumor se hubiera difundido deliberadamente. Además, Ibídem. Ibídem, anexo 2 al No. 1, Santana-Hood, Santo Domingo, 18 de marzo de 1861 (es copia).

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aunque había mantenido una entrevista con Serrano el 23 de marzo por la mañana sobre otro asunto, aquel no le dijo nada con respecto a la expedición que en esos momentos se estaba poniendo en marcha, ni aludió tampoco a ninguna información como la que se rumoreaba que había llegado desde Santo Domingo.63 Dado que la conferencia con el gobernador de Cuba era en relación a otro asunto, el diplomático se resistió a preguntar a Serrano sobre una cuestión tan candente cuando tuvo lugar la misma, de modo que un excesivo respeto por la agenda de la reunión, o el protocolo, impidieron que Crawford cumpliese entonces una de sus principales funciones. No obstante, aquel escribió más tarde una carta al gobernador, pidiéndole información en torno a dicha expedición, pero Serrano lo remitió a los representantes de Gran Bretaña en Madrid y de España en Londres, así como al propio Gobierno español, para cualquier explicación acerca de ese particular.64 Pese a la negativa de Serrano a proporcionar dato alguno a Crawford, la noticia de la anexión no podía tardar mucho en conocerse, tal como acabó ocurriendo muy poco tiempo después, cuando por fin el cónsul de Gran Bretaña en La Habana recibió una misiva de Forbes, su colega en Santiago de Cuba. Efectivamente, este le envió el 24 de marzo un recorte de un periódico de dicha ciudad, el Diario Redactor, publicado en esa misma fecha, en el cual se anunciaba que el día 18 había sido proclamada la anexión de Santo Domingo a España,65 un hecho que según el agente de Gran Bretaña en La Habana venía a demostrar que los dominicanos deseaban volver a estar bajo dominio español. Por otra parte, Crawford aseguró a Russell que no se habría dirigido a Serrano de no haber sido en unas circunstancias tan peculiares, ya que, cualquiera que fuese el objeto de esa demostración armada, parecía haber sido tramado en secreto, y se llevaría a Ibídem, No. 2, Crawford-Russell, La Habana, 24 de marzo de 1861. Ibídem, No. 7, Crawford-Russell, La Habana, 29 de marzo de 1861; véase también el anexo 2 al No. 7. 65 Ibídem, anexo 1 al No. 2, Forbes-Crawford, Santiago de Cuba, 24 de marzo de 1861. Este documento fue incluido en los «Papers», por error, como anexo al No. 2, pero realmente se trata de un anexo al No. 7. 63 64

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cabo mucho antes de que el ejecutivo de Madrid diera explicación alguna. Mientras tanto, continuaban embarcándose más tropas y pertrechos bélicos, y otros buques de guerra se preparaban para zarpar.66 En su respuesta a los últimos despachos del cónsul de Gran Bretaña en la capital dominicana, Russell le dio instrucciones de mantenerse perfectamente tranquilo, y de no decir ni hacer nada que indicara una opinión propia acerca de la transacción que se había llevado a cabo, o de la actitud que pudiese adoptar el Gobierno británico sobre tal asunto. No obstante, el secretario del Foreign Office recomendó a Hood que observara atentamente, y le informase con todo detalle del desarrollo de los acontecimientos y la tendencia del sentimiento popular, así como de las medidas que podían tomarse o del lenguaje que debían emplear los representantes de las potencias extranjeras. Al final de su escrito, Russell subrayó que cualquier desviación por parte de Hood de la circunspecta línea de conducta que se le había ordenado podría llevar a serias dificultades, y el ejecutivo de Londres la vería con el mayor desagrado.67 Sin embargo, la actitud del diplomático no era en absoluto neutral, como cabe deducir de su descripción poco veraz del desembarco de la escuadra expedicionaria en Santo Domingo, pues no de otra manera puede calificarse el hecho de que Hood indicara a Russell que las tropas españolas bajaron a tierra a las diez de la noche, con gran secretismo. El agente de Gran Bretaña no comprendía el motivo de este comportamiento, toda vez que los 800 hombres llegados desde Puerto Rico el 6 de abril, que habían desembarcado de inmediato, bastaban para reprimir cualquier movimiento de oposición que hubiese podido intentarse en la capital dominicana,68 con lo que sin duda pretendía resaltar que la situación era insegura y peligrosa. Frente a la versión que dio Hood, el ya mencionado subteniente de Infantería del regimiento de la Corona, Adriano López Ibídem, No. 7, Crawford-Russell, La Habana, 29 de marzo de 1861. TNA, FO 23/43, Russell-Hood, Londres, 15 de abril de 1861 (minuta). 68 TNA, FO 881/1012, «Papers», No. 9, Hood-Russell, Santo Domingo, 8 de abril de 1861. 66 67

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Morillo, afirma que la escuadra procedente de La Habana arribó a la rada de Santo Domingo el día 7 de madrugada, y que el desembarco de las tropas se verificó a lo largo de la mañana. De hecho, los jefes y oficiales, entre los que se encontraba él mismo, asistieron al acto de bienvenida que las autoridades dominicanas ofrecieron a los integrantes de la expedición, celebrado ese día a las dos de la tarde.69 En cualquier caso, y con independencia de la hora a la que desembarcaran los soldados españoles, no parece que a esas alturas fuese necesario tanto secretismo como se empeñaba en hacer creer a su Gobierno el cónsul de Gran Bretaña, puesto que la anexión ya había sido proclamada en todo el país varios días atrás, y por otra parte los buques resultaban, como es lógico, muy difíciles de ocultar. En cambio, otros datos que proporciona Hood son más objetivos, como la información de que 900 hombres iban a ser destinados a Puerto Plata, y que Santana debía permanecer al frente de la administración como capitán general, pero añadió que mientras este tendría el título y el honor, el verdadero jefe sería Peláez de Campomanes. El representante de Gran Bretaña también mencionó el hecho de que se esperaban más tropas en Santo Domingo próximamente, con las que se pondrían guarniciones en todas las principales ciudades, de modo que los dominicanos no pudieran ofrecer resistencia alguna frente a la completa dominación de su país. En tono crítico, Hood se lamentó de que mientras no había ni un solo soldado español en la isla, aquellos no hubiesen tenido el coraje de oponerse a la transacción infame de la venta de su país, sino que se habían sometido silenciosamente a la voluntad de Santana, contentándose con expresar su total y absoluto descontento cada vez que tenían ocasión. Por ello, a su juicio, no era probable, si es que aún era posible, que en esos momentos los dominicanos intentaran hacer algo para recuperar su libertad y su independencia nacional.70 A. López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación... vol. I, libro I, pp. 204-210. 70 TNA, FO 881/1012, «Papers», No. 9, Hood-Russell, Santo Domingo, 8 de abril de 1861. 69

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No obstante, en otra comunicación dirigida al Foreign Office algunos días antes, el diplomático había escrito que en Santo Domingo reinaba una perfecta tranquilidad, aunque el sentimiento general de oposición a la anexión de ese país a España se expresaba más abiertamente. Es más, el senador Valverde había comunicado a Hood y su colega de Francia, en nombre de un gran número de sus compatriotas, el descontento existente, y había tratado de averiguar si los dos agentes harían algo para ayudarlos en un intento de restablecer la República. Ambos respondieron a Valverde que no podían interferir de ninguna manera, ni tan siquiera expresar una opinión sobre el cambio que se había efectuado, hasta que recibiesen instrucciones de sus respectivos Gobiernos. Mientras tanto, las provincias y distritos del interior continuaban enviando sus declaraciones de adhesión a la anexión, pero de una forma tal que demostraba, no solo que no se los había consultado antes sobre el asunto, sino también que esas manifestaciones eran tan poco espontáneas y unánimes como la de los habitantes de Santo Domingo. Además, en todas partes la gente fue desarmada antes de anunciarle nada, lo que había hecho imposible cualquier oposición inmediata, siempre según Hood, quien además denunció que se estaba intentando hacer creer que la anexión se había llevado a cabo sin la influencia ni el conocimiento de las autoridades españolas. Con este fin, el vapor de guerra Pizarro, en el que Ricart y Álvarez habían vuelto a Santo Domingo desde La Habana, fue enviado a la bahía de Calderas bajo el pretexto de que la rada de Santo Domingo estaba demasiado expuesta a las tormentas. Sin embargo, se daba la curiosa circunstancia de que, al día siguiente de proclamarse la anexión, el Pizarro había regresado a dicha rada, donde seguía anclado en esos momentos, y que durante la ausencia del buque su comandante había estado viviendo en la ciudad de Santo Domingo. El cónsul se refirió asimismo a los rumores que circulaban sobre el desembarco de tropas españolas en Puerto Plata y Samaná, a los que no daba crédito a pesar de que la información procedía de las autoridades, ya que en su opinión con ello solo se trataba de intimidar a los descontentos. Pese a que aún no habían llegado las

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primeras tropas españolas a Santo Domingo, un grupo de unos 20 marineros había desembarcado del Pizarro, y tomado posesión del arsenal.71 Hood parece contradecirse, pues de acuerdo con su relato de los hechos, lo mismo se pretendía ocultar la llegada de las tropas, las cuales supuestamente habrían desembarcado en medio de la noche y con el mayor secreto, que unos días antes se hacían circular noticias en el sentido de que ya habían empezado a desembarcar por el norte, para mantener bajo control a los enemigos de la anexión. En lo que sin duda tenía razón aquel es cuando afirmó que se intentaba hacer creer que las autoridades españolas no habían intervenido en los hechos que acababan de producirse en la isla, pese a que por supuesto no era así en realidad, como pone de manifiesto la presencia permanente del Pizarro en aguas dominicanas y el temprano desembarco de sus marineros. Hood acusó recibo a Russell de su despacho del 30 de marzo, en el que el secretario del Foreign Office le había adjuntado copia de una comunicación de Andrew Buchanan, representante de Gran Bretaña en Madrid, rechazando los rumores de que España había aceptado o estaba a punto de aceptar el protectorado sobre Santo Domingo. Es comprensible, pues, que Hood se mostrara muy sorprendido ante las declaraciones hechas por el ministro español de Estado, Calderón Collantes, al diplomático británico, ya que estas no se veían confirmadas por los hechos en cuestión, ni por los actos de las autoridades españolas que, casi en el momento en que Calderón debía estar hablando, estaban consumando el mismo acto que negaba el ministro. Hood apuntó también una teoría según la cual, y como ya había informado al Foreign Office en su despacho del 5 de enero de 1861, se habría firmado un acuerdo el 20 de diciembre del año anterior, que fue enviado a España en esa fecha, por lo que con facilidad su ratificación podría haber llegado a Santo Domingo el día 20 de febrero. En opinión del agente, este parecía haber sido el caso, porque el 2 de marzo se distribuyeron unas instrucciones a los comandantes de armas de las diferentes provincias, y en ellas se indicaba, en su TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 5 de abril de 1861.

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artículo 4, que el Gobierno dominicano había propuesto a España establecer un protectorado en la República Dominicana o la anexión de la antigua parte española de la isla, y en el artículo 5 se afirmaba claramente que España había aceptado lo segundo. Con respecto a los pronunciamientos firmados por los habitantes a favor de la anexión, puesto que todos ellos se redactaron después de haberse completado la cesión de la isla, acabaron siendo meras muestras de sumisión, tal como se deducía además del hecho de que en casi todos los manifiestos se aludía a un acuerdo o a unas negociaciones con España. Con gran habilidad, Hood subrayó que como esos documentos eran oficiales y no habían sido impugnados por las propias autoridades españolas, la declaración que contenían debía ser considerada digna de crédito, y por último resaltó la evidencia de que tales manifestaciones habían emanado directamente del Gobierno dominicano. El cónsul señaló que la prueba era que muchos de ellos, hasta un total de seis, eran copias literales del mismo documento, y que otros tres eran exactamente iguales entre sí, mientras que en el resto tan solo se había tenido un poco más de cuidado para alterar la forma.72 Las informaciones procedentes de Hood necesitaban ser contrastadas con la versión que diesen desde España sobre los acontecimientos dominicanos, que R. Edwardes, el encargado de negocios de Gran Bretaña en Madrid, transmitió al Foreign Office mediante varios despachos en los que comunicó los resultados de sus entrevistas con altos cargos del Gobierno. Así, inmediatamente después de la llegada a Madrid de las primeras noticias de lo ocurrido en Santo Domingo, Edwardes visitó al presidente del Consejo de Ministros, y le preguntó qué había de cierto en ese rumor. O’Donnell respondió que desde hacía algún tiempo la República Dominicana venía haciendo propuestas a España para ponerse bajo su protección o anexionarse a ella. No obstante, él las había rechazado invariablemente, pues no consideraba que un paso semejante resultara apropiado para los intereses de ninguno de los dos países, pero que en los últimos tiempos los dominicanos se habían visto amenazados con un ataque por parte de Haití, y Ibídem, 2 de mayo de 1861.

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habían pedido ayuda militar, lo que también fue rechazado, si bien se les permitió adquirir algunas armas y artillería en España. Con relación al movimiento anexionista, el presidente dijo a Edwardes que no sabía nada más que lo publicado en la prensa,73 de modo que quizás le ocultase la recepción de un despacho del vicecónsul de España en Santo Domingo, fechado el 14 de marzo, anunciando la entonces inminente proclamación de la soberanía española. Acto seguido, el diplomático preguntó a O’Donnell si era verdad que Serrano había enviado barcos de guerra y tropas para tomar posesión de la isla y, en caso de que así fuera, si no pensaba que ello podría provocar una complicación con los Estados Unidos, a lo cual aquel respondió que no tenía aviso oficial del hecho. Sin embargo, si fuese cierto, el presidente del Consejo de Ministros no veía con qué fundamento podría oponerse a ello dicho país, y añadió que los Estados Unidos de ese momento eran muy diferentes de los de un año atrás, ya que tenían diferencias propias que arreglar. Por su parte, Edwardes le indicó que, a su juicio, era dudoso que tales diferencias resultaran tan grandes como para excluir la posibilidad de que se uniesen, en todo caso y por algún tiempo, contra el extranjero. O’Donnell replicó que el ejecutivo de Madrid no podía tomar decisión alguna antes de recibir información oficial al respecto, y que deseaba a toda costa evitar cualquier problema o riesgo bélico, pero que si España fuera objeto de un ataque injusto, pensaba que esta era suficientemente fuerte para repelerlo.74 El agente de Gran Bretaña en Madrid esperó a que tuviese lugar la primera reunión del gabinete tras la llegada del correo de Cuba, y entonces mantuvo otra entrevista con el presidente, en la que este le informó de que el movimiento había sido completamente espontáneo y se había producido con absoluta tranquilidad. A continuación, O’Donnell subrayó el hecho de que solo había un agente de España en la isla, y ningún buque español a la vista, por lo que la noticia tuvo que llevarse en una pequeña TNA, FO 881/1012, «Papers», No. 10, Edwardes-Russell, Madrid, 22 de abril de 1861. 74 Ibídem. 73

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embarcación, y había tardado ocho días en llegar a Puerto Rico. Aquel también señaló que si hubiera algún partido en la isla que se declarase contrario a la anexión, España no la aceptaría, pero si la misma había sido tan espontánea como se le afirmaba, no veía por qué ningún país de Europa podría oponerse a que España la aceptara, en particular Inglaterra, que establecía como axioma que todos los pueblos tenían derecho a elegir los gobernantes bajo los cuales deseaban vivir. Es más, el presidente del Consejo de Ministros aventuró que seguramente Gran Bretaña estaría más satisfecha de ver Santo Domingo en manos de España que en las de los Estados Unidos, a lo que Edwardes contestó que no estaba autorizado a decir cuál era la opinión de su Gobierno sobre ese asunto. O’Donnell le aseguró que el ejecutivo de Madrid no había tomado decisión alguna, ni lo haría hasta que recibiese mayor información desde las Antillas, pero añadió que podía decir a Londres algo que le gustaría oír: cualquiera que fuese su decisión, tanto si España aceptara la anexión de Santo Domingo como si no lo hiciese, no habría allá esclavitud. El encargado de negocios de Gran Bretaña preguntó a O’Donnell si no creía que el hecho de aceptar la anexión de Santo Domingo era algo calculado para suscitar una sospecha en las otras ex posesiones de España en América, acerca de que la primera estaba ansiosa por reconquistarlas. El presidente del Consejo de Ministros le respondió que ignoraba si aquellas albergarían o no tal idea, pero que estaba lejos de su intención reconquistar o anexionar ninguna, incluso si ellas mismas quisieran que lo hiciese.75 Tras contestar a Serrano de forma confidencial el 24 de abril, el ministro de Estado dio cuenta al día siguiente, por medio de una circular enviada a los agentes diplomáticos de España en el extranjero, de «los graves sucesos ocurridos en la isla de Santo Domingo», que habían causado una gran «impresión y sorpresa» en la reina y su Gobierno. Calderón Collantes refirió los antecedentes de la cuestión, enfatizando las amenazas que se cernían sobre la existencia de la República Dominicana, y puso de manifiesto que al solicitar su reincorporación a España, había Ibídem.

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«conmovido hondamente la opinión pública» española. A pesar de no haber recibido aún comunicaciones oficiales acerca de los acontecimientos que habían tenido lugar allá, el ejecutivo de Madrid juzgaba conveniente que sus representantes en el extranjero conocieran cuáles serían «sus miras y propósitos en las eventualidades» que pudiesen «imponerle la fuerza y el curso mismo de los sucesos». El ministro señaló, como justificación de la actitud a adoptar por parte del Gobierno español, que este no era «indiferente a la suerte de la parte española de la isla», pero aseguró que tampoco abrigaba intenciones respecto a ella, que pudieran «afectar en lo más mínimo la soberanía e independencia de un Estado libre». Por todo ello, la primera condición necesaria exigida por España para aceptar la anexión era que la misma fuese «la expresión unánime, espontánea y explícita de la voluntad de los dominicanos», de modo que si no tenía «la profunda convicción de que aceptando la reunión» no lastimaría ningún principio ni ningún interés, permanecería como «espectador impasible de los sucesos». Sin embargo, del mismo modo que el ejecutivo de Madrid había rehusado hasta ese momento «la reincorporación de la isla de Santo Domingo a la nación española», estaba decidido, si llegaba a efectuarse, «a mantenerla de una manera firme e irrevocable». Calderón recomendó a los agentes de España en el exterior que intentaran «combatir los errores y las imposturas» que se difundían «por los órganos enemigos de la España en la prensa de los países cuyos intereses» estaban más alejados de los españoles, para dar «a los acontecimientos de Santo Domingo un carácter diverso» del que tenían, «según las noticias recibidas». Tales acontecimientos no eran, según el ministro, «obra de los emigrados españoles» que hubiese en el territorio dominicano, ni habían contribuido a ellos el gobernador de Cuba, «ni las fuerzas de mar y tierra» a su disposición, porque «ni un soldado español había en las costas o en el territorio de la República cuando esta por un movimiento unánime proclamó su unión a España». De hecho, si después dicha autoridad envió fuerzas de una y otra clase, no tuvo «otro objeto que el de proteger a los muchos españoles» residentes en ese país, así como «proteger la integridad y

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la independencia de aquel Estado, amenazado por los enemigos exteriores que en más de una ocasión» habían «demostrado sus miras ambiciosas y su odio a la población dominicana». En definitiva, el Gobierno español estaba seguro de que Serrano no había «ejecutado acto alguno capaz de suministrar el más leve fundamento a la envidia, a la enemistad ni a la calumnia», ni para suponer que había «ejercido la menor coacción en las resoluciones del pueblo dominicano», ni en los hechos que se habían desarrollado como consecuencia de aquellas.76 Con relación a la circular anterior, López Morillo comenta que en la misma se encuentran «inexactitudes de bulto y frases de corruptela impropias de la seriedad y del talento» de Calderón, y como muestra de ello cita en concreto el siguiente párrafo, en el que el ministro resumió «los verdaderos sentimientos» que animaban a España: «Abandonar la población española de Santo Domingo a las asechanzas de aventureros extranjeros, exponerla a las invasiones de una raza enemiga, hubiera sido un error grave en política y un olvido completo de todo sentimiento generoso y elevado». Por su parte, el general De la Gándara se pregunta, en referencia al citado párrafo, «si la política exterior es una ley de beneficencia y si las relaciones entre los pueblos han de regirse por los estatutos de la caballería andante»,77 frase ingeniosa que, no obstante, deja sin explicar una parte fundamental de la motivación del documento escrito por Calderón. En efecto, para justificar la política que iba a aplicar el ejecutivo español, el ministro echó mano de unos argumentos de tipo más bien humanitario, que tocaban la fibra sensible, pero que en realidad resultaban bastante apropiados a la hora de concitar el apoyo de la opinión pública, sobre todo de la española, pero también, en cierta medida, de la internacional. No se trata, pues, de algo quijotesco y descabellado, que pueda juzgarse de forma tan displicente y simplista como hace De la Gándara, sino que son resortes con los que se busca obtener un respaldo, o cuando menos A. López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación... vol. III, apéndice No. 1, pp. 287-290. 77 Ibídem, vol. III, apéndice No. 1, p. 288; y vol. I, libro II, pp. 5-6. 76

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minimizar las críticas internas y/o externas, incluso en la actualidad, aunque los valores y causas que en teoría se defienden sean diferentes, según las circunstancias de cada caso en particular. López Morillo subraya también que el ministro de Estado dijo que España no codiciaba la posesión de Santo Domingo, y aunque admite que realmente era así, considera demostrado que «su Gobierno no solo entró en tratos con Santana […] sino que no opuso una rotunda refutación a la oferta».78 Sin duda, López Morillo acierta en lo referente a la contradicción entre ambas posturas, pero estas pueden conciliarse teniendo en cuenta que si bien España no estaba interesada en anexionarse la República Dominicana, lo estaba aún menos en que ningún país se le adelantara a hacerlo, dadas las ofertas que en tal sentido hacía el Gobierno dominicano a unos y otros. Así se deduce claramente de unas palabras de O’Donnell al enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Gran Bretaña en Madrid, John Crampton, con las que le expresó su opinión de que nada sería más perjudicial para los verdaderos intereses de España que la recuperación de sus antiguas posesiones en América. Los casos de Cuba y Filipinas eran diferentes, porque su posición insular y otras circunstancias las hacían aún ventajosas para la madre patria, pero tratar de extender su dominio al continente americano sería una política muy equivocada para España, incluso si las circunstancias la hiciesen viable. O’Donnell indicó que aunque la reciente adquisición de Santo Domingo por parte de España quizás pareciera una desviación de este principio, la proximidad de Santo Domingo a Cuba convertía la primera en un punto desde el cual la seguridad de la segunda podría verse amenazada, si aquella cayese en manos hostiles a España.79 En cuanto al extremo relativo a si había soldados españoles en las costas o el territorio dominicanos en el momento de proclamarse la anexión, puede que el ministro de Estado no estuviera mintiendo de forma deliberada, pues no es seguro que conociese la presencia en aguas de la bahía de Calderas del Ibídem, vol. I, libro II, p. 6. TNA, FO 72/1009, Crampton-Russell, San Ildefonso, 21 de septiembre de 1861.

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buque de guerra Pizarro. Por otra parte, los militares españoles que actuaban en calidad de instructores del Ejército dominicano se encontraban fuera del servicio activo de sus respectivos cuerpos, con una licencia por asuntos personales, de modo que en sentido estricto tampoco podía considerárselos soldados españoles, sino tan solo ciudadanos españoles que desarrollaban una actividad privada. Esto es, por supuesto, lo que cabe afirmar ateniéndonos a los hechos, sin hacer ninguna valoración de los mismos, pero lo cierto es que la influencia de las autoridades consulares y coloniales, así como de las fuerzas militares españolas, fue determinante en la forma y los tiempos del proceso, según se ha visto a lo largo de las páginas anteriores. En todo el período de preparación y en la materialización de la anexión, el papel de los representantes de España en Santo Domingo y de las autoridades de Cuba tuvo la mayor relevancia, y por ello se los puede considerar, con toda propiedad, los auténticos urdidores, junto con el Gobierno dominicano, de la solución a la que se llegó finalmente el 18 de marzo de 1861. De hecho, eso es lo que se deduce de las palabras del vicecónsul Gómez Molinero cuando, con absoluta claridad, señalaba en un despacho que remitió a Salceda de Escalante, su colega de Puerto Príncipe, que las circunstancias habían «precipitado tan grave cuestión» de forma favorable, pues los pueblos se habían «adelantado a la voz» de Santana. A juicio de Gómez Molinero, no era de temer que los haitianos llevasen a cabo la invasión que el representante de España en Puerto Príncipe había comunicado al consulado en Santo Domingo, cuando supieran que esa parte de la isla pertenecía ya a España. Sin embargo, Gómez Molinero indicó que sería bueno que Escalante hiciera comprender al Gobierno de Haití «la temeraria empresa que acometería, si insistiese en la invasión», y por último añadió que muy pronto habría en territorio dominicano 4,000 hombres del Ejército de Cuba, con lo cual subrayó «lo inútil de los esfuerzos que pudieran hacer los haitianos».80 AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006, Gómez Molinero-cónsul de España en Puerto Príncipe, Santo Domingo, 21 de marzo de 1861 (es copia).

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Puede apreciarse, por lo tanto, la seguridad del diplomático a la hora de anunciar incluso el número de soldados españoles que se iba a enviar de forma inmediata desde Cuba, y la lectura completamente positiva que hizo de la precipitación de los sucesos, así como su confianza en que España aceptaría la anexión sin dudarlo. Es obvio que el ejecutivo de Madrid no podía emitir su opinión en esos mismos términos, ni pronunciarse con tanta rotundidad sobre los acontecimientos dominicanos, en primer lugar porque no contaba con todos los datos necesarios para realizar una valoración adecuada de la tesitura a la que debía enfrentarse, pero también por una cuestión de prudencia elemental. Las relaciones internacionales se rigen por las reglas de la diplomacia, que no son fácilmente soslayables, aunque a menudo parezcan una mera cortina de humo, o un ejercicio de hipocresía, para ocultar las auténticas motivaciones de la política desarrollada por cada país en defensa de sus propios intereses, algunas veces legítimos y otras no tanto. De acuerdo con estos parámetros de actuación, es evidente que el Gobierno español no estaba en condiciones de reconocer abiertamente las razones de carácter geoestratégico que lo habían llevado a aceptar ya, al menos de modo implícito, la anexión de Santo Domingo, y por ello se escudaba en conceptos tales como solidaridad, raza, cultura, religión y lengua. En efecto, no era políticamente acertado aparecer ante la opinión pública internacional como una potencia que se injería en los asuntos internos de un Estado independiente, y para ello resultaba oportuna la apelación al principio de soberanía nacional, que debía servir de pretexto a una especie de intervención preventiva, a fin de proteger el libre ejercicio de esa soberanía. Para que todo resultase admisible ante los demás Gobiernos solo faltaba el requisito, más bien formal pero no por ello menos importante, de una petición mayoritaria por parte de los dominicanos a España, con objeto de que esta los defendiera frente a los enemigos externos que ponían en peligro su nacionalidad. Por ello, se comprende que López Morillo sostenga la tesis de que el ministro de Estado tan solo se propuso, en su despacho a los agentes españoles en el extranjero, «preparar la opinión» fuera de España, y «procurar un compás de espera mientras no llegaban

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las actas del pronunciamiento». De este modo, cuando se cumplió el último requisito, por así decir, legal, el Gobierno español «ya no vaciló», ni esperó a que Santana diese su contestación a las bases propuestas el 24 de abril, y la Gaceta de Madrid publicó el 20 de mayo el real decreto, firmado el día anterior, por el que se reincorporaba a España el territorio dominicano.81 En este punto cabe, pues, preguntarse cuáles son los factores que permitieron la consumación de un hecho tan inusual como fue la anexión de Santo Domingo a su antigua metrópoli, y que a juicio de Charles C. Hauch pueden resumirse en tres. En primer término, un reavivado nacionalismo español, movido por el sueño de restaurar la gloria imperial perdida, y que encontró eco en el celo de los funcionarios españoles en Cuba y Puerto Rico por levantar otro imperio en América. En segundo lugar, como es lógico, dicho autor menciona la obsesión de Santana por poner su país bajo la protección de una potencia extranjera fuerte. Por último, pero no menos importante, otro factor que hizo posible la anexión y que esta durase cuatro años fue que ningún país importante hizo nada para anticiparse a España, antes de que esta aceptara finalmente la oferta de Santana, ni para echarla de Santo Domingo una vez que se hubo producido la reincorporación. Hauch supone acertadamente que la hostilidad de una nación más fuerte que España la habría disuadido de actuar como lo hizo. No obstante, en 1861, las únicas potencias que podrían haber considerado sus intereses en peligro por el proyecto español, y que al mismo tiempo eran capaces de reunir en el Caribe fuerzas suficientemente poderosas para hacer vacilar a España, es decir, los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, no pudieron o no quisieron «interponer su veto». Así, en 1861, el único país que deseaba contener a España era Haití, pero este era demasiado débil para hacerlo, a pesar de lo cual, y siguiendo su propia doctrina Monroe a pequeña escala de oponerse al establecimiento de cualquier potencia fuerte en la isla, el presidente Geffrard hizo pública una protesta el 6 de abril contra la anexión del Estado vecino.82 A. López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación... vol. I, libro II, p. 6. 82 C. C. Hauch, «La actitud de los Gobiernos extranjeros frente a la reocupación española de la República Dominicana», en Boletín del Archivo General de 81

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Resulta evidente que el temor principal de Haití era que España tratase de recuperar el territorio que aquel venía ocupando desde principios del siglo xix, y que legalmente pertenecía a la antigua parte española de la isla, según la demarcación establecida en 1777 por el tratado de Aranjuez. Además, la ocupación de Santo Domingo por España significaba renunciar a, o cuando menos posponer sine díe, la idea perseguida desde Haití desde hacía tanto tiempo, y por todos los medios posibles, de unificar la isla en un solo Estado. Con respecto a la actitud frente a la anexión de las tres potencias indicadas, cada una de ellas tenía sus propios intereses, y adoptó posturas diferentes en función de los mismos. Gran Bretaña se preocupaba de forma muy particular por cómo podía influir la anexión «sobre las dos preocupaciones vitales de los intereses británicos», que eran la cuestión de la esclavitud y el desarrollo del comercio. El 21 de abril de 1861, el cónsul de Gran Bretaña en Santo Domingo informó a Russell de que muchos esclavos que se habían refugiado en territorio dominicano, habían conseguido la libertad e incluso altos rangos en el Ejército, y preguntó a Cruzat, el secretario diplomático de Rubalcava, sobre el futuro de estos ex esclavos. Cruzat respondió que sus propietarios estaban en su «perfecto derecho a reclamarlos como esclavos, y que el Gobierno español no podía negarse a entregarlos». Por su parte, Russell comunicó el 14 de mayo al encargado de negocios de Gran Bretaña en Madrid lo que Jaime Domínguez denomina pensamiento oficial del Foreign Office, el cual sintetiza en los siguientes puntos: 1.º «Repugnancia del Gobierno británico de ver reintroducida la esclavitud». 2.º Por el momento no era probable ninguna resistencia por parte de los estados del norte o del sur de la Unión americana, pero sí lo era que cuando la guerra civil estadounidense hubiera terminado, el norte y el sur podrían ponerse de acuerdo para hacer de la ocupación del territorio dominicano por España «la causa de serias diferencias» entre ambos Gobiernos la Nación, vol. XI, No. 56, enero-marzo 1948, pp. 3-29; véase pp. 3-4. Este artículo es una traducción al español de «Attitudes of foreign governments towards the Spanish reoccupation of the Dominican Republic», publicado en The Hispanic American Historical Review, vol. 27, No. 2, mayo 1947, pp. 247-268.

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norteamericanos y el español. 3.º Dado que Gran Bretaña era por sistema adicta al comercio, el ejecutivo de Londres veía una hipotética guerra entre España y los Estados Unidos como una circunstancia dañina para sus intereses. A continuación, y en tono un tanto maximalista, Domínguez afirma que este documento «habla con toda claridad de intereses económicos; no con la hipocresía de las autoridades españolas que escondían sus ambiciones detrás de la máscara de “unidad de lengua, idioma, raza y religión”».83 No obstante, dicho autor obvia otras partes de este despacho, en las que Russell afirmó que la anexión «habría sin duda causado un descontento profundo» al ejecutivo de Londres, «si hubiera de dar lugar a que se introdujese la esclavitud en un país exento [...] de esta perniciosa institución», y explicó así lo relativo a los intereses británicos: Por lo que toca a España, los motivos del Gobierno inglés proceden de un origen más elevado. La Gran Bretaña y la España han sido, durante largos períodos de tiempo y en circunstancias de gravísima importancia para entrambas, aliadas fieles y activas. Su alianza ha sido grandemente útil y honrosa para los [sic] dos. Por eso es una máxima fundamental de la política inglesa el querer el bien para la España [...], y por consiguiente toda combinación de acontecimientos, cuya naturaleza pudiera empeñar [...] a la España en un conflicto, que, atendidas las circunstancias locales y sus desventajas, podría [...] comprometer seriamente su dominio sobre sus antiguas posesiones, sería visto por el Gobierno de S. M. con una viva pena y un sincero sentimiento.84

J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 149-150. El autor cita Papers relating to the annexation of Eastern Santo Domingo to Spain. Presented to the House of Lords, by command of Her Majesty, in pursuance of their address of July 11, 1861, Londres, Harrison and Sons. 84 E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión…, pp. 210-211 (la traducción del despacho citado corresponde a su publicación en la Crónica de Ambos Mundos, Madrid, 29-VIII-1861). 83

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De las líneas anteriores puede deducirse que una potencia como Gran Bretaña, de tan acrisolada tradición diplomática, no estaba muy lejos de lo que Domínguez denomina, en tono irónico, hipocresía de las autoridades españolas. El 17 de mayo, tras recibir el despacho de Hood mencionado anteriormente, el secretario del Foreign Office dio instrucciones a Edwardes de que preguntase al Gobierno español «si todas las personas residentes en Santo Domingo en el momento de la anexión a España» tendrían «garantías legales de seguir disfrutando la libertad» de la que gozaban, «no importando que anteriormente fueran esclavos, o hubiesen nacido hombres libres». El 22 de ese mes, O’Donnell garantizó al representante de Gran Bretaña que «la libertad de las personas no sería interferida y que cualquier esclavo que llegare en lo futuro a Santo Domingo, con o sin amo, ganaría su libertad». Entonces, como ya se ha señalado más arriba, el ejecutivo de Madrid prohibió «cualquier tentativa de los esclavistas de recuperar los esclavos» fugados de Cuba y Puerto Rico, y que habían obtenido su libertad en la República Dominicana. Sin embargo, el 24 de junio también se comunicó a las autoridades españolas en las Antillas «una orden secreta prohibiendo que desembarcaran en la nueva colonia gentes de color procedentes de Cuba y Puerto Rico, con lo que se anulaba la posibilidad de que un esclavo fugado de una de esas islas consiguiese su libertad llegando a la recién reincorporada colonia».85 Además de por motivos humanitarios, el Gobierno británico estaba muy interesado en que no se restableciera la esclavitud en Santo Domingo para no perjudicar a los intereses comerciales de los plantadores ingleses, pues aquella podía favorecer una competencia en cierto modo desleal para los productos tropicales cultivados en sus propias colonias. Por lo que se refiere a Francia, su actitud era más simple, ya que lo que pretendía era no dar ningún motivo de queja a España, en razón de la política de alianza estratégica existente entre los ejecutivos de Madrid y París, que había dado lugar ya a una J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 150-151. El autor cita AHN, Ultramar, Santo Domingo, 3531.

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expedición conjunta en Cochinchina, experiencia que estaba a punto de repetirse en México, ampliada a Gran Bretaña. La absoluta falta de reacción por parte del Gobierno francés llama más aún la atención si se tiene en cuenta que los informes de Zeltner no eran precisamente favorables a lo que estaba ocurriendo en Santo Domingo, como ponen de manifiesto sus despachos desde comienzos de 1861. En efecto, el cónsul de Francia en la capital dominicana señaló ya el 3 de enero que la actitud de los oficiales españoles que ejercían como instructores del Ejército había «cambiado poco; siempre el mismo aire de superioridad y el mismo desprecio por las costumbres del país». A juicio de aquel, si era verdad que España tenía «la intención de ocupar nuevamente su antigua colonia», se debía «a sus imprudencias la casi certeza» del fracaso de la misma. Zeltner resumió así la situación política interna del país: las provincias no se oponían a Santana, sino «solamente a la influencia española» que dominaba todo en esos momentos, «y para hacerle resistencia no dudarían en insurreccionarse y hasta solicitar ayuda» a Haití. El 8 de marzo, el agente de Francia aseguró a París «sin temor de ser contradicho que el protectorado español» era «más que impopular en el país, y que su declaración o más bien la declaración del pacto de cesión» de Santo Domingo a España encontraría una oposición que en poco tiempo podía degenerar en insurrección. Pese a todo, tal como subraya Domínguez, «el Gobierno francés vio con agrado la anexión», y así se deduce de una comunicación de Gómez Molinero al ministro español de Estado, del 20 de marzo, según la cual Zeltner le había indicado que sus «únicas instrucciones» eran oponerse «a que la República Dominicana formara parte de los Estados Unidos». Por ello, el cónsul de Francia pudo «casi asegurar» a Gómez Molinero que el emperador reconocería la anexión inmediatamente,86 lo que sin duda estaba motivado por el Ibídem, pp. 101-102 y 151. El autor cita la correspondencia de los cónsules de Francia en Santo Domingo (1860-1863), que se encuentra en el Archivo del Ministerio francés de Asuntos Extranjeros.

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gran interés de París de mantener las relaciones privilegiadas que mantenía con Madrid, tanto en lo referente a la buena vecindad, como sobre todo a su política expansionista mundial. En cuanto a los Estados Unidos, Hauch sostiene que hasta el nombramiento de Seward como secretario de Estado, en marzo de 1861, el ejecutivo de Washington «no comenzó a agitarse frente a esta y otras amenazas manifiestas a la Doctrina Monroe». En efecto, el nuevo secretario «había visto cómo crecía la influencia europea en el Hemisferio Occidental durante la década de 1850, en desprecio» de dicha doctrina, y esta situación «llegó al extremo» con los acontecimientos dominicanos y la inminente intervención en México, por lo que Seward deseaba reafirmar la determinación norteamericana de mantener el principio de los dos hemisferios. A pesar del movimiento secesionista de los estados sureños, que parecía exigir una concentración de todos los esfuerzos en esa dirección, el secretario de Estado pensaba que las crisis internas y externas «se podían resolver de un solo tiro», es decir, mediante «un reto directo a las potencias europeas, esperando que los estados segregados» volviesen al redil para hacer frente a su común enemigo. Esta idea era la clave de un informe que Seward presentó al presidente Lincoln, y el 2 de abril de 1861 dirigió también una severa nota a García Tassara, ministro plenipotenciario de España en Washington, en la que no solo invocaba la doctrina Monroe e invitaba a España a salir de Santo Domingo,87 sino que además la acusó directamente de injerencia: Es con profunda preocupación, por lo tanto, que el presidente ha recibido inteligencia, que deja muy poco espacio a la duda, en cuanto a que las autoridades españolas en la isla de Cuba han comenzado a turbar la paz pública y a derribar el Gobierno existente en la República Dominicana. El 4 de abril, en su respuesta al secretario de Estado norteamericano, García Tassara señaló lo siguiente:

C. C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores... pp. 130-131.

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El Gobierno y la población de Santo Domingo, amenazados de una invasión de Haití, habían acudido al capitán general de la isla de Cuba pidiendo la protección del Gobierno de Su Majestad Católica, y que aquella autoridad, convencida del fundamento y sin contraer ningún compromiso, había enviado un buque de guerra y pensaba enviar otros dos, no con un cuerpo de cinco mil hombres [...], sino con un número infinitamente menor. Que el objeto era no solo aportar la protección demandada, sino principalmente darla a los súbditos españoles establecidos en aquella isla, y que los comandantes llevaban orden de no desembarcar a no ser requeridos por las autoridades dominicanas. Esto es cuanto el infrascrito puede decir hasta ahora, sin afirmar ni negar otros hechos de que se habla, pero protestando desde luego contra los juicios que de ellos se forman.88 No obstante, en vista de la crítica situación interna de los Estados Unidos, Seward se vio obligado a modificar finalmente su agresiva actitud. Por otra parte, consciente de las dificultades derivadas de la guerra civil norteamericana, Calderón Collantes dio instrucciones a García Tassara para que intentase «convencer a Seward de que la reincorporación de la República Dominicana a España se mantendría por todos los medios» de que esta pudiera disponer. El presidente Lincoln se negó a permitir que su secretario de Estado diese un ultimátum directo a España, sabiendo el peligro que entrañaba para la Unión el plan de Seward, por lo que este no tuvo más remedio que «abandonar la posición de avanzada» que había adoptado, y «cesó por un tiempo sus gestos de amenaza», hasta el final de la guerra. Sin embargo, todavía el 19 de junio de 1861, Horatio J. Perry, encargado de negocios de los Estados Unidos en Madrid, protestó formalmente, en nombre de la doctrina Monroe, contra la anexión de Santo Domingo a A. Lockward, La doctrina Monroe y Santo Domingo (1823-1868). Documentos para la historia de las relaciones domínico-americanas, vol. II (1861-1868), Santo Domingo, Editora Taller, 1994, pp. 162-163.

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España, una protesta a la que el ministro de Estado no respondió, lo que prueba la seguridad que este tenía respecto a la no intervención norteamericana.89 Lo cierto es que la política seguida hasta ese momento produjo el resultado apetecido por parte del ejecutivo de Madrid, que no quería «ser acusado de invasor, ni de agente provocador de la anexión». En efecto, España temía que si se anexionaba Santo Domingo «de una forma tal que hubiera podido ser acusada de usurpadora de pequeños países», los estados del sur y del norte de la Unión americana olvidasen sus diferencias, y se lanzaran juntos en contra de los agresores españoles. En cambio, como subraya Domínguez, «si los dominicanos solicitaban el protectorado o la anexión, los Estados Unidos no tendrían fuerza moral para reaccionar contra España», que se habría limitado así a realizar una «obra humanitaria». Por su parte, Serrano elogió «esta hábil política simuladora» en un despacho que remitió al ministro español de Estado en abril de 1861, con los siguientes argumentos: Forzoso es convenir en que han pasado las cosas de manera que nadie podrá con justicia echar en cara a la España la menor responsabilidad en el acontecimiento del 18 de marzo, ni menos disputarle un derecho que se presenta revestido de todos los caracteres de legitimidad. La circunstancia de haber proclamado los dominicanos, sin ayuda de nadie, su incorporación a la monarquía contra la voluntad expresa del Gobierno español lo cual no era de ellos ignorado, y el hecho [...] de haber sabido conservar la tranquilidad más completa durante veinte días que transcurrieron desde el pronunciamiento hasta el desembarco de las tropas expedicionarias, estas circunstancias ponen a cubierto [...] de toda maligna interpretación el carácter moral de la nación española.90 C. C. Hauch, La República Dominicana y sus relaciones exteriores... p. 131. El autor cita a D. Perkins, The Monroe Doctrine. 1826-1867, Baltimore, 1933, p. 299. Véase también TNA, FO 72/1007, Edwardes-Russell, Madrid, 3 de julio de 1861. 90 J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 115-116. El autor cita AGI, Cuba, 2266, pieza No. 2. 89

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Este razonamiento refleja una relativa sutileza de pensamiento, y se trata de un discurso bastante cercano al de la diplomacia moderna, puesto que revela a su vez una gran preocupación de parte de las autoridades por justificar la intervención de España fuera de sus fronteras, tanto frente a los demás Gobiernos como ante la sociedad en general. Cabe ver en ello un antecedente de muchas operaciones políticas en las que también se lleva a cabo una construcción de imágenes favorables de determinadas actuaciones en el ámbito internacional, como por ejemplo con el pretexto de la injerencia por razones humanitarias, a fin de obtener así el respaldo mayoritario de la opinión pública para las mismas.

4. Eco de la anexión en la prensa española Lo más difícil ya estaba hecho, de modo que a continuación correspondía vencer cualquier posible resistencia por parte del propio pueblo español, ya que al fin y al cabo este era, siempre según los criterios puestos en práctica hasta entonces, el único actor autorizado para poner reparos a la reincorporación de Santo Domingo a España. Precisamente en la década de 1860 se asiste al primer gran desarrollo de la prensa informativa en España, y solo en Madrid existían en esos momentos veintidós periódicos de muy diferente adscripción ideológica, cuya influencia fue muy notoria a la hora de modelar la opinión, tanto de la sociedad como de los diversos partidos políticos. Por ello, al tratarse de uno de los primeros episodios en que la opinión pública española aparece con carácter definido como protagonista de la acción política, el estudio de la respuesta que dio la prensa a los hechos de Santo Domingo resulta particularmente relevante, sobre todo para comprender la línea de actuación adoptada por el Gobierno en este asunto. A juicio de López Morillo, los políticos que estaban al frente de la cosa pública no fueron los únicos que recibieron la noticia de la anexión «con entusiastas demostraciones de regocijo», ya que «la opinión general de los españoles se pronunció en favor de aquella inesperada reintegración, con un optimismo que más tarde»,

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según dicho autor, sería fatal para España. La creencia general era que la adquisición de Santo Domingo «podía ser precursora de mayores engrandecimientos en los países americanos», entre los cuales quizás hubiera alguno más que para huir de la anarquía y la miseria se volviese hacia su antigua metrópoli, como habían hecho los dominicanos. Por ello, «la prensa de todos los matices expresaba a diario en sus artículos los más ardientes sentimientos en defensa de aquel suceso», por lo que excitaba al Gobierno español a aceptar cuanto antes la oferta que se le presentaba, que ya era un hecho consumado, y a acoger «con los brazos abiertos» a los dominicanos. No obstante, algunos periódicos afines al partido moderado, en su afán por hacer oposición al Gobierno unionista, aconsejaban que no se aceptase la oferta en aquella forma, y que España solo estableciera en Santo Domingo un protectorado, pero «esta salvadora opinión fue ahogada por el grito unánime de la prensa en general y del país». En esta línea, López Morillo resalta un artículo del diario moderado El Contemporáneo, en el cual se afirmaba que el ejecutivo de Madrid sería responsable de haber coadyuvado, si es que lo había hecho, «a la revolución dominicana, o bien, para merecer mayor elogio, si previó los obstáculos», y los arrostraba y vencía, o bien, «para merecer mayor censura, si por falta de previsión» se había aventurado en una empresa de la cual no saldría luego bien parado, «por falta de capacidad y de energía». Sin duda, comenta el mencionado autor, lo que guiaba a El Contemporáneo en primer lugar era el interés de partido, pero ello no es óbice para que sus argumentos fuesen acertados y oportunos, toda vez que señaló «de manera precisa y profética» cómo el gabinete O’Donnell «incurría en responsabilidad, ya por haber con su imprevisión coadyuvado a los planes de Santana, ya por falta de energía, más tarde».91 Incluso Edwardes admitió, en un despacho dirigido a Russell, que había personas que adoptaban un punto de vista más desapasionado y sensato, ya que se preguntaban qué ventajas les reportaría la posesión de la isla en las condiciones bajo las cuales aquella A. López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación... vol. I, libro II, pp. 2-3.

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pedía la anexión. También se preguntaban si los cubanos seguirían estando conformes con sus instituciones o si exigirían las mismas instituciones liberales existentes en Santo Domingo. Eran menos, siempre según el representante de Gran Bretaña en Madrid, quienes pensaban que si los haitianos siguiesen el ejemplo de sus vecinos, lo que no parecía nada probable, la aparición de un general negro de uniforme paseando por las calles de La Habana produciría un efecto desastroso sobre los esclavos, y acabaría por llevar a su emancipación. En efecto, Edwardes creía que desde la llegada del último correo de América, la gente contemplaba el asunto de forma más equilibrada y serena, empezaba a calcular el debe y el haber, y encontraba que el saldo era muy ligeramente favorable al segundo. Ya no les quedaba más que hablar de la gloria y el honor nacionales, cuyo camino no estaba cubierto solo de rosas, y sospechaban que los norteamericanos planeaban algo serio contra ellos, por lo que el Gobierno se sentía estorbado por ese obstáculo. De hecho, algunos de sus miembros de segundo nivel, confidencialmente, habían preguntado a Edwardes cómo podrían retroceder con dignidad desde la posición adoptada, puesto que España nunca soportaría una amenaza, y su carácter era demasiado generoso como para rechazar el ofrecimiento de la anexión de Santo Domingo y dejar a sus compatriotas a merced de los Estados Unidos.92 Con respecto a los envíos de tropas a Cuba, que ascendían ya a 6,000 hombres, el doble de la cantidad enviada anualmente, el encargado de negocios de Gran Bretaña señaló que las mismas estaban siendo embarcadas en destacamentos muy pequeños, para no llamar la atención. A su juicio, el Gobierno español estaba actuando con una gran prudencia, como si no estuviera seguro del terreno que pisaba, a pesar de que el público trataba la cuestión con mucha indiferencia y, por otra parte, la prensa era prudente en cuanto a suscitar un sentimiento nacional. Edwardes subrayó que era la primera vez que se había dado completa libertad a los periódicos, lo que tenía la ventaja de hacerles sentir la responsabilidad del cambio.93 TNA, FO 881/1012, «Papers», No. 10, Edwardes-Russell, Madrid, 22 de abril de 1861. 93 Ibídem, No. 11, Edwardes-Russell, Madrid, 26 de abril de 1861. 92

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En su inmensa mayoría, la prensa española apoyó la decisión del ejecutivo de Madrid de aceptar la anexión; es más, la estimuló desde sus páginas. Así, por ejemplo, la revista La América publicó el 24 de abril de 1861 un artículo de Buenaventura Carlos Aribau, en el cual afirmaba lo siguiente: La producción de la isla de Santo Domingo bajo un gobierno protector puede recibir un impulso, que después de tantos siglos de abandono, después de tantos años de revueltas, verdaderamente la regenere. Sin esto, con solo su magnífica posición, dando una mano a [...] Cuba y otra a [...] Puerto Rico, formando con ellas una larga valla toda española que acaba de cerrar el golfo de Méjico [...], atraerá naturalmente a su cómodo depósito las mercancías de aquel trópico y las de Europa que van a consumirse en él, y está llamada a ser un gran emporio de comercio. Esto no es adquirir una isla; es completar un gran sistema.94 Tal como sostienen González Calleja y Fontecha, este artículo «expresa a la perfección ideas y sentimientos comunes a toda la “burguesía conquistadora” española», puesto que La América se había convertido en «portavoz de la burguesía comercial de raigambre liberal».95 En cualquier caso, aunque es cierto que hubo una unanimidad prácticamente total entre los periódicos de Madrid acerca de la conveniencia de anexionar Santo Domingo a España, no por ello dejan de encontrarse importantes diferencias de matiz entre ellos, sobre todo en función de sus respectivas adscripciones partidarias. Uno de los diarios de mayor tirada, el progresista La Iberia, en su número del 20 de abril de 1861, indicó que La Correspondencia de Eduardo González Calleja y Antonio Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor. La polémica sobre la anexión de Santo Domingo vista desde España (18611865), Santo Domingo, Fundación García Arévalo, 2005, pp. 21-22. La cita corresponde a La América, Madrid, 24-IV-1861, p. 3. 95 Ibídem, p. 22; nota No. 28. Véase también Leoncio López-Ocón Cabrera, Biografía de «La América». Una crónica hispano-americana del liberalismo democrático español (1857-1886), Madrid, CSIC, 1987. 94

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España, periódico afín a la Unión Liberal, había publicado una información que contradecía otras noticias telegráficas acogidas por la prensa del Gobierno. Acto seguido, y en un evidente tono crítico, La Iberia añadió: Ya se sabe que respecto a contradicciones, esta prensa incurre en ellas con demasiada frecuencia; pero [...] nosotros en todo lo que referirse pueda a esta cuestión, en tanto que se esclarezca, nos hemos impuesto el deber de no salir de nuestra reserva, prescindiendo de toda clase de comentarios.96 Sin embargo, esta prudencia no fue en absoluto la tónica general en la mayor parte de los periódicos madrileños del momento, como pone de manifiesto, a modo de ejemplo, la reacción del diario La Discusión, de tendencia democrática, en su edición del 10 de abril de 1861, nada más conocerse la noticia de la anexión por vía telegráfica: «Nos abstenemos de todo comentario, hasta ver confirmada esta grave e importantísima noticia». No obstante, dicho medio se preguntó si, en caso de ser cierta, los neocatólicos rechazarían también esta anexión, a lo cual añadió, con un marcado carácter triunfalista, que «de cualquier manera, el hecho es gloriosísimo, es grandioso y nos complace, como todo lo que enaltece a nuestra patria». Aunque estas palabras eran ya un comentario en toda regla, incluida la irónica alusión a la polémica cuestión romana, pocos días más tarde, el 20 de abril, una vez que se habían conocido y apreciado mejor los acontecimientos de Santo Domingo, el citado órgano del partido demócrata opinaba así de claramente al respecto: Ante la perspectiva inminente de ser absorbidos [los dominicanos], sin medios de evitarlo, ya por los haitianos o ya por los yankees, pueblos uno y otro que les son antipáticos por la diversidad de lengua y costumbres y por otras muchas causas [...], no encuentran otro medio de salvación que unirse a España, con cuya nación tienen tantos y tan E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión…, p. 154.

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estrechos vínculos, y que es, por otra parte, la única que por su posesión de la isla de Cuba se halla en situación de ofrecerles un apoyo constante, seguro y eficaz. La misma insistencia con que la parte española de Santo Domingo ha venido luchando contra la dominación de los haitianos, hasta el año de 1844 en que reconquistó su independencia, y con que, poco después, ha solicitado del Gobierno español que aceptara su reincorporación al territorio de la antigua metrópoli, es una prueba de que cede a una necesidad apremiante que la fuerza a buscar su salvación en el apoyo de España, por más que sienta el sacrificio de su autonomía, que por lo demás no podría sostener largo tiempo, y que la sujeta a sacrificios costosos y de gran cuantía. Lo más sorprendente es que incluso un periódico como el moderado El Contemporáneo, que se había mostrado en principio tan contrario a la mera posibilidad de la anexión, dio un giro de ciento ochenta grados a su posición, y el 27 de abril se expresaba en los siguientes términos: «Parece que los ministros no acogieron con gran entusiasmo este proyecto [el de la anexión de la isla], y aun se asegura que estaban resueltos a mostrarse reacios en su ejecución». Sin embargo, como sobre la voluntad de los ministros había «algo más noble, más patriótico y generoso, probablemente tendremos el placer de que vuelva a formar parte de la madre patria esa magnífica porción del Nuevo Mundo». En realidad, su postura ya había experimentado una considerable transformación, a medida que se fueron conociendo los detalles de lo ocurrido en la República Dominicana, puesto que el 14 de abril El Contemporáneo unió su voz al coro unánime que clamaba por que el ejecutivo asumiera el hecho consumado, y lo argumentaba de este modo: La parte española de Santo Domingo está poblada por más de trescientas mil almas, es abundante en maderas de construcción, y rica, y propia para toda clase de frutos y de culturas. En la magnífica bahía de Samaná podrá abrigar España sus naves y formar un astillero.

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La República no tenía condiciones de vida independiente: o había de caer al cabo en poder de los negros de Haití, o lo que es peor para nosotros, aunque no para los dominicanos, en poder de los Estados Unidos, que desde allí tendrían en perpetuo jaque a Cuba, cercándola por todos lados. Esta consideración basta por sí sola a demostrar, no solo la grande conveniencia, sino también la necesidad en que estamos de que vuelva a ser de España aquel territorio. Otro medio de prensa muy importante era Las Novedades, uno de los más significados en la órbita del partido progresista, que poco después de recibirse en Madrid la noticia de la anexión de Santo Domingo a España, publicó unas líneas que no dejan lugar a dudas sobre su opinión favorable a ella: Si, como parece, y como todas las noticias y documentos lo indican, la anexión ha sido espontánea, nosotros no dudamos en decir que debemos aceptarla. No aceptarla valdría tanto como crear un peligro constante y permanente a las mismas puertas de Cuba, entregando la bahía de Samaná a los Estados Unidos. Acaso con el tiempo, para conservar a Cuba, nos habría sido necesario poseer esta bahía. Algún periódico ha dicho que un protectorado valdría más que una posesión completa. Nosotros creemos que la protección sería siempre una posesión hipócrita, que tendría todos los inconvenientes de la primera, sin ninguna de las ventajas de la segunda. Por si lo anterior no fuese ya suficientemente explícito, en su número del 17 de abril el mencionado diario añadió que la anexión tenía todas las apariencias de espontaneidad, porque había estado «acompañada y precedida de circunstancias independientes de la voluntad del Gobierno» español. Por su parte, los Estados Unidos, al menos aquellos que deseaban apropiarse de Cuba, habían pensado en apoderarse también de los magníficos puertos y bahías de Santo Domingo, «con la mira de tener en jaque a Cuba».

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Del primer párrafo se deduce, como subraya acertadamente Gaspar Núñez de Arce, que al referirse Las Novedades «a la forma en que se había verificado la anexión, escatimaba a la Unión Liberal la gloria del suceso»,97 aunque al mismo tiempo la exoneraba de toda responsabilidad en él, a diferencia de lo que había hecho El Contemporáneo. Resulta muy significativo el hecho de que quizás la prensa progubernamental fuera la más cauta, al menos en un primer momento, a la hora de hacer valoraciones con respecto a la cuestión dominicana, como consecuencia de la vacilante postura inicial adoptada por el gabinete O’Donnell. De hecho, la Crónica de Ambos Mundos informó el 19 de abril de que tenía nuevos motivos para dar por sentado, que el pensamiento del Gobierno en el asunto de la República Dominicana era cada día más contrario a la anexión, y aunque se guardó de decir los motivos, llamó la atención acerca de la manera con que los periódicos ministeriales se ocupaban del asunto. Así pues, según la Crónica de Ambos Mundos: La mayor parte de ellos se extienden en largas consideraciones sobre los inconvenientes de la anexión; otros, que han creído hasta ahora que el Gobierno podía hacer tratados de paz con Marruecos sin la aprobación de las Cortes opinan que es anticonstitucional que acepte la anexión por sí y ante sí como ha hecho la paz, y que debe llevar el asunto a los cuerpos colegisladores; y otros, finalmente, muestran cada vez más escrúpulos y hasta desean que preceda a la anexión una manifestación explícita del modo de pensar de los dominicanos por sufragio universal. Entre esto e ir preparando la opinión para cierto acuerdo no encontramos notable diferencia. Por su parte, en esa misma fecha, La Correspondencia, el principal órgano unionista, se limitó a desmentir, prácticamente en calidad de portavoz del Gobierno, varias informaciones publicadas G. Núñez de Arce, Santo Domingo... pp. 18-22 y 149-150 (los textos entre corchetes son del propio autor).

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por otros medios, como la que aseguraba que el ejecutivo de Madrid prefería ejercer el protectorado sobre Santo Domingo a la anexión. La Correspondencia insistió en que era un hecho positivo que el Gobierno no había resuelto todavía nada sobre el particular, con lo que quedaba demostrada la falsedad de semejante noticia.98 Pese a la casi total unanimidad de la prensa en torno a la conveniencia e incluso la necesidad para España de aceptar la anexión, ello no libró al gabinete de la Unión Liberal de críticas más o menos duras por parte de la prensa de oposición. El caso de La Discusión, tan entusiasta en sus reacciones ante las noticias que llegaban de la República Dominicana, es particularmente paradigmático, ya que el diario demócrata temía que se emprendiera en la isla «una acción política sin auténtica visión de futuro». Es más, consideraba que si bien el hecho era «glorioso para la patria, próspero para el país y señal de nuevos progresos para las colonias», podía volverse «infecundo y estéril por culpa de este Gobierno funestísimo al país». A su vez, el órgano oficioso del progresismo, El Clamor Público, se mostró conforme con la anexión, ya que eran «legítimas y dignas todas las anexiones espontáneas», pero también expresó sus dudas sobre la capacidad del Gobierno para llevarla a cabo de forma eficaz, y en tal sentido el periódico señaló lo siguiente: Lo único que en este asunto puede temerse [...], si por desgracia de él surgiera un conflicto internacional es la falta de energía y firmeza del Gobierno presidido por el duque de Tetuán, quien en sus relaciones exteriores solo ha sabido mostrarse débil con el fuerte y fuerte con el débil. Esta acusación, aclaran González Calleja y Fontecha, se basaba en la actitud que había adoptado O’Donnell en la recién terminada guerra de Marruecos, de sometimiento a las presiones E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión…, pp. 156-157 (las cursivas son del artículo).

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británicas, y que culminó con un tratado de paz que había contrariado a gran parte de la opinión pública, que lo juzgó como «una patente muestra de debilidad de cara al exterior».99 Uno de los aspectos más relevantes abordados por la prensa en los días posteriores a la anexión se refiere, en particular, a la explicación que podría darse de un hecho tan inusual como la anexión de un país independiente a otro, algo para lo que al principio no se encontraban suficientes argumentos, puesto que reinaba el mayor desconcierto. Se comprende por ello que, el 24 de abril, Aribau escribiese en páginas de La América que la inesperada demostración ocurrida en Santo Domingo [...] ha debido sorprendernos, y la falta de explicaciones, así como del tiempo suficiente para meditar sobre las distintas fases que puede ofrecer un acontecimiento tan notable, no nos permite volver de nuestro asombro para esclarecer sus causas inmediatas y calcular sus consecuencias [...]. Si el Gobierno sabe más, no lo ha revelado, y él procurará por su deber y por el interés de la nación, que no se prolongue la incertidumbre, y con ella las complicaciones que pueden surgir. El Contemporáneo también dio muestras de la misma desorientación y falta de datos sobre la cuestión dominicana, y en su número del 20 de abril expresó dudas muy razonables en torno a la verdadera naturaleza de aquella: Las noticias que se tienen acerca del origen, desenvolvimiento y carácter de un hecho tan importante son todavía escasas y no es posible, por tanto, juzgar de él con debido conocimiento. No sabemos desde cuándo viene organizándose este suceso, la parte que haya podido tener el Gobierno E. González Calleja y A. Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor... p. 58. Los autores citan La Discusión, Madrid, 23-IV-1861, y El Clamor Público, Madrid, 28-IV-1861.

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español en que se realiza, ningún dato ha llegado a nuestra noticia que nos garantice la unanimidad del movimiento, de la opinión entre los dominicanos, al tomar una determinación de tanta trascendencia. En efecto, González Calleja y Fontecha afirman que «en un principio, tanto en los diarios gubernamentales como en los diarios de la oposición dominó la idea de no dar crédito» a la solicitud de Santo Domingo de reincorporarse a España, e incluso el oficialista La Época, el 12 de abril, calificó la anexión como un hecho poco verosímil. En todo caso, el mencionado periódico justificó la expedición enviada desde La Habana, y dio por sentado que su objetivo era proteger a los españoles residentes en el territorio dominicano, al igual que La Correspondencia, que sostuvo el 17 de abril que las medidas adoptadas por Serrano habían tenido una doble finalidad: en primer lugar, «satisfacer los votos reiterados y espontáneos de la población dominicana» y, en segundo lugar, prevenir en las circunstancias críticas por las que atravesaba aquella República «el que un puñado de aventureros procedentes de los Estados Unidos pudiera apoderarse [...] de Samaná, que es en gran parte la llave de las Antillas». La Discusión asumió una postura semejante, y aseguró el 19 de abril que las tropas enviadas a Santo Domingo por el gobernador de Cuba no tenían más objeto que proteger a los españoles y defender a los dominicanos de cualquier ataque por parte de los haitianos, y añadió que «sería de mala fe suponer que esas fuerzas llevasen el propósito de preparar el terreno» para la anexión. Por otra parte, la Crónica de Ambos Mundos publicó el 20 del mismo mes un artículo de su corresponsal en Londres, acerca del futuro que esperaba a Haití, en el que se dio, a juicio de González Calleja y Fontecha, «una explicación lisonjera de los móviles» que habían inducido a la República Dominicana a solicitar su reincorporación a España: A propósito de Haití, dice el Times que en breve correrá la misma suerte que Santo Domingo, con el consentimiento de los franceses. Por mi parte añado: así sea. Con toda la isla

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Española, descubierta por Isabel I y recuperada por Isabel II, la fuerza de los españoles en las Antillas es incontrastable [...]. He hablado con un amigo inglés [...]. Este explica el suceso imparcialmente de la siguiente manera: “Los dominicanos [...] son más españoles que Vds., no quieren independencia, y siempre han estado rabiando por enarbolar la bandera española. Hasta ahora no lo han hecho porque los consideraban a Vds. débiles. Poco después de haber visto que, a despecho de Inglaterra, se han metido Vds. en Marruecos, han probado que tenían un Ejército capaz de hacer lo que se ha hecho, y se han apoderado de Tetuán, han comprendido que España valía algo en el mundo, que podía defenderlos, y se han apresurado a meterse bajo sus alas”.100 Precisamente en ese artículo de la Crónica de Ambos Mundos, su autor informó también de la reacción que había provocado en la prensa británica la noticia de la anexión: Los periódicos ingleses braman con la noticia de la anexión de Santo Domingo, y nos prodigan la calificación de filibusteros. Según dicen, el suceso estaba preparado muy de antemano por el Gobierno español, el cual había enviado muchos emigrados españoles a Santo Domingo con instrucciones para que, cuando se sintiesen fuertes, enarbolasen la bandera española y reclamasen la protección de España, lo que, con asombro general de los habitantes y de los negros, hicieron el 18. Esta ingeniosa trama tiene dos pequeños inconvenientes, que destruyen su verosimilitud. En primer lugar, no son los peninsulares los que han enarbolado la bandera patria; es el general dominicano Santana, revestido para este objeto de facultades extraordinarias por sus conciudadanos [...]. En segundo lugar, los negros están en Haití y no en Santo Domingo. Pero de estas delicadezas geográficas se cuidan poco los periódicos ingleses. Ibídem, pp. 65-67.

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Como se ve, la confusión era la nota dominante no solo en España, sino en todas partes, y la misma llegó al extremo cuando se rumoreó incluso que la llegada a Madrid de un enviado del Gobierno haitiano tenía como objetivo tantear el modo de pensar del Gobierno español para la anexión de Haití a España, versión que coincidía con lo publicado por The New York Herald. Con respecto a la repercusión internacional de los hechos de Santo Domingo, la Crónica de Ambos Mundos reprodujo lo que decía otro diario, del cual no facilitó el nombre, cuyo interés radica en la polémica suscitada con los medios gubernamentales a cuenta de la actitud que Gran Bretaña tomaría en este asunto. El periódico en cuestión había informado del proyecto que se atribuía al Gobierno británico de oponerse al deseo de los dominicanos, tras de lo cual se encargaron los periódicos ministeriales de desmentir la noticia, y el mencionado diario concluyó con estas significativas palabras: «Si el Gobierno español no acepta la anexión, ¿quién podrá impedir se diga es por temor a Inglaterra?». Uno de esos medios ministeriales, La Correspondencia, comentó el 20 de abril lo que había aparecido en otro periódico, igualmente sin identificar, acerca de que los norteamericanos habían «recibido muy de mala manera la noticia de la anexión de Santo Domingo a España». En el artículo glosado por La Correspondencia se aseguraba que «afortunadamente ni la disuelta Unión americana puede inspirar cuidado alguno, ni los enfurecidos guardadores de la tradición filibustera se hallan en disposición de hacer otra cosa que dirigir al cielo sus lamentos». En cuanto a la noticia de que los haitianos también trataban de anexionarse a España, el mismo periódico afirmaba que era «obra exclusiva de la temerosa y acalorada imaginación» de los estadounidenses. El interés de los medios españoles por la opinión de la prensa extranjera era evidente, y en esa línea de seguimiento de las críticas y reacciones frente a la anexión, el 24 de abril La Iberia incluyó en sus páginas, tomada a su vez del Diario Español, la siguiente crónica que publicó el periódico francés L’Opinion Nationale, que estaba fechada en La Habana el 27 de marzo:

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Hace muchos meses que no se habla en La Habana más que de preparativos de guerra hechos en secreto, con la mira de una próxima expedición [...]. Varios indicios han acabado, sin embargo, de aclarar el misterio; de repente se han establecido comunicaciones muy frecuentes entre Puerto Rico por una parte y la República Dominicana por otra. Buques cargados de emigrantes salían de este puerto para Santo Domingo. Esta emigración súbita, estimulada evidentemente por las autoridades, tenía algo de inexplicable y nos perdíamos en conjeturas sobre los proyectos de la administración superior, cuando ha llegado la noticia de que un movimiento popular había estallado en Santo Domingo [...]. La bandera española había sido enarbolada en todos los edificios públicos al grito de “viva la reina” dado en tono de provocación y de amenaza por grupos de extranjeros. Aún no habían vuelto de su admiración los dominicanos, cuando el presidente Santana [...] proclamaba solemnemente la reincorporación de la República a España. Era un verdadero y vergonzoso golpe de Estado: Santana era traidor, perjuro y vendía su país a una nación aborrecida. Los emigrantes mandados hacía muchos meses de Cuba a [sic] Puerto Rico, eran otros tantos emisarios encargados de hacer por sí solos la revolución. En caso de que hubiesen encontrado alguna resistencia de parte de la población, debían, so pretexto de la violencia de que habrían sido víctimas, colocarse bajo la protección de su cónsul y reclamar la intervención de los buques de guerra españoles que pudiesen hallarse en el puerto. Por premio de su complicidad, los emigrantes filibusteros recibirían grandes concesiones de tierras en los distritos más fértiles o mejor situados. Pese a las exageraciones y falsedades contenidas en el texto citado, este solo da idea de una parte de lo que se pensaba en algunos ambientes internacionales, y de ello era consciente la opinión

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pública española, que se mantenía informada al respecto gracias al eco que encontraban en la prensa madrileña los artículos, crónicas y editoriales de numerosos medios extranjeros. Un ejemplo más es el de la Crónica de Ambos Mundos, que el 24 de abril insertó en sus páginas dos cartas que habían aparecido en The New York Herald, cuyo contenido es el siguiente: Washington 1.º de abril.- [...] La atrevida y ultrajante conducta de España al apoderarse de Santo Domingo puede ser causa de serias complicaciones entre el Gobierno de Madrid y el nuestro. La administración ha recibido extensos pormenores sobre el paso dado por España, y es evidente que el nuevo secretario de Estado piensa adoptar las medidas que reclama este asunto [...]. Los sucesos ocurridos en Santo Domingo, bajo los auspicios del Gobierno español, han causado una profunda sensación en las regiones del Gobierno [...]. Sábese que sobre este asunto ha consultado el presidente [de los Estados Unidos] a su ministro de Estado, y se cree que este último dirigirá inmediatamente al Gobierno español una enérgica protesta. Esto es lo único que la administración federal puede hacer en el impotente estado en que se encuentra. Por extraño que parezca, la perspectiva de un conflicto con una potencia europea la consideran con satisfacción muchos de nuestros hombres públicos. Dicen que es una bendición de Dios en el actual estado en que se halla la Unión, temiéndose, como se teme, una guerra civil; pues despertaría en el sur el sentimiento nacional, apaciguaría la fiebre desunionista, y produciría al fin la reconsolidación del país. Washington 2 de abril.- Se están adoptando disposiciones para poner inmediatamente en pie de guerra al Ejército y a la Marina, y los que se creen bien informados dicen que espera oponerse a los designios de España respecto de Santo Domingo [...]. El Gobierno [de los Estados Unidos] conoce perfectamente las intenciones del Gobierno español referentes a aquella isla, y no permitirá que se posesione de ella. Indudablemente la administración cree que un conflicto

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con España distraería la atención del país, y conduciría a una solución favorable de nuestras discordias interiores. [...] Según manifestó esta mañana un oficial de Marina, hay razones para creer que antes de veinte días habrá ocurrido un rompimiento con España. Se han dado órdenes para que se alisten inmediatamente varios buques [...]. Esto indica algo muy significativo.101 No obstante, esta noticia fue desmentida el día 25, cuando la Crónica de Ambos Mundos publicó que tan pronto como el plenipotenciario de España en Washington había tenido conocimiento de que el Gobierno norteamericano estaba organizando una expedición, que según se decía estaba destinada a Santo Domingo, pidió explicaciones al respecto. El ejecutivo de Washington respondió a García Tassara que tales preparativos no tenían nada que ver con Santo Domingo ni con su anexión a España, que «los Estados Unidos no se oponían por la fuerza a la anexión y que la expedición que se organizaba era contra la nueva confederación del sur». Por otra parte, La Correspondencia del mismo día aludió a la oposición que hacían a la reincorporación de Santo Domingo a España algunos periódicos ingleses, los cuales propalaban que se establecería allá la esclavitud. La Correspondencia se preguntaba de dónde habrían sacado aquellos «la especie de que el establecimiento de la esclavitud en Santo Domingo» fuera una consecuencia de su anexión a España, algo que ya había desmentido terminantemente dicho diario. Con relación a este asunto, un periódico muy próximo también al unionismo como La Época se había mostrado partidario, el día anterior, de que el Gobierno declarase de forma solemne en las Cortes que «ni en Santo Domingo ni en ningún otro territorio que la España adquiriese, establecería jamás la esclavitud». A juicio de La Época, tal declaración quitaría «a los recelosos ingleses todo pretexto» para atacar a España, y para excitar y conmover a la opinión injustamente en su contra. El 27 de abril La Iberia recogió en su revista de prensa un artículo de El Contemporáneo, en el que se pone de manifiesto la permanente E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión…, pp. 152-164 (las cursivas son del artículo).

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labor de oposición por parte del principal órgano del partido moderado frente a la Unión Liberal y sus medios afines. Según El Contemporáneo, el diario progubernamental La Correspondencia había ido «levantado el velo con que procuraba cubrirse el último Consejo de Ministros», y era probable que el Gobierno aceptara la anexión, a pesar «de los peros y de las dificultades que el ministerio» se ponía a sí mismo. En referencia a esa decisión, el periódico moderado añadió que había «cosas que están más altas que la debilidad y la miseria, y a veces se tiene que bajar la cabeza ante la opinión pública», lo que confirma el giro completo dado por El Contemporáneo a su postura inicial, cuando se oponía a la anexión e insinuaba incluso que esta había sido orquestada por el Gobierno español. Además, en tono irónico, señaló que el ministro de Estado estaría «estudiando el modo de ponerse a bien con Inglaterra para en caso de necesidad poder exclamar: “¡Tío, yo no he sido!” y lavarse las manos como Pilatos».102 En su afán por seguir de cerca todas las opiniones suscitadas por el hecho de la anexión, el 27 de abril La Iberia también dio cabida en sus páginas a El Pensamiento Español, diario neocatólico que había incluido un comentario publicado en La Patrie, «periódico bonapartista de París», comentario que El Pensamiento Español calificó por ello de declaración semioficial: El Times, con motivo del movimiento que impulsa a la República de Santo Domingo a anexionarse a España, [...] habla de manejos en Haití a favor de Francia. Esta aserción es inexacta. Existe en Puerto Príncipe y Cabo Francés [sic], un gran partido simpático a Francia, y que desearía que la isla de Haití volviera espontáneamente a poder de sus antiguos poseedores, mediante una constitución especial; pero este partido obra sin intervención y libremente. Acto seguido, El Pensamiento Español interpretó las líneas anteriores de un modo muy contundente, y no exento de cierta suspicacia, bastante justificada si se toma en consideración la ambiciosa política colonialista de Napoleón III, con estas palabras: Ibídem, pp. 164-170 (las cursivas son nuestras).

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A los que ponen en duda la conveniencia de reconocer y consagrar la resolución adoptada por los habitantes del territorio dominicano, se les puede ahora preguntar: ¿vacilaríais todavía? Entre las nieblas de que ha procurado rodearse La Patrie, aparece (no diremos que a pesar suyo) una cosa clarísima: Francia no llevaría mal que el gran partido, que sin intervención y libremente trabaja a favor suyo en Haití, lograra el objeto a que aspira. En otros términos: cabe en lo posible que, si se entretienen en pensarlo mucho los gobernantes españoles, se encuentre consumado el afrancesamiento de Haití, aun antes que la reincorporación de Santo Domingo a España. [...] En estas circunstancias, renunciar a poseer la parte española de Santo Domingo, en tanto que el Gobierno de Luis Napoleón establece de un modo más o menos franco su predominio en la parte francesa, no sería ya consentir imprudentemente que para los dominicanos siguiesen las cosas como hoy están; equivaldría a tolerar que dentro de un plazo, difícil de señalar, pero siempre corto, fuera haitiana o francesa toda la isla. Quede a la consideración del menos entendido calcular qué efecto podría surtir sobre nuestro porvenir en América, el afrancesamiento de una importantísima Antilla enclavada [...] entre Puerto Rico y Cuba. En tales circunstancias no es lícito ya detenerse: no es libre la elección y estamos seguros de que la lectura del párrafo de La Patrie, bastará para que así lo conozcan cuantos escritores animados de buen deseo han combatido hasta ahora la única resolución decorosa y útil que se puede adoptar en este interesante asunto. En la misma línea de presionar al ejecutivo de Madrid para que aceptase el hecho consumado en territorio dominicano, la Crónica de Ambos Mundos subrayó el 10 de mayo que en Santo Domingo se daba por sentado que el Gobierno español no se opondría a la anexión. Es más, dicho periódico consideraba «tan absurda [...]

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la idea de que no fuera esta aceptada que entre los cálculos y combinaciones de los dominicanos», no había entrado «jamás, ni aun remotamente», la posibilidad de que España «no les abriese los brazos». Tanto éxito tuvo la campaña de prensa favorable a la anexión, que comenzaron a mostrarse también abiertamente partidarios de la misma los propios medios cercanos al unionismo, como por ejemplo La Época, que a finales de abril ya solo puso algunas condiciones para que se llevara a cabo dicha medida con éxito: Lo que debe hacerse es adoptar todas aquellas garantías y [...] precauciones conducentes a hacer patente que la anexión de Santo Domingo no es un acto de ambición por parte de España [...]. Ahora, si el movimiento fuera producido por una parcialidad, si realmente no fuesen una verdad los votos y los sentimientos que en estos momentos parecen evidentes, entonces podría tachársenos de ambición y acusársenos si procediésemos a incorporarnos aquel territorio de una manera violenta [...]. En todo caso lo que no consentirá, ni podrá consentir nunca la España, es que la isla de Santo Domingo vaya a caer en poder de otra nación, sean o no los Estados Unidos, y tratará de cohonestar su posesión con los motivos o pretextos que se quieran. Inmediatamente después de este desahogo de sinceridad rayana en el cinismo, y como justificación de lo que acababa de afirmar con tanta rotundidad, La Época aseguró que si Santo Domingo no hubiera proclamado la anexión a España, pronto el jefe del Gobierno haitiano hubiese proclamado la anexión a Francia. Dícese que Geffrard, se proponía primero conquistar a Santo Domingo, y después ofrecer la isla entera al Gobierno imperial. Para esto se había puesto en movimiento con su Ejército, y los dominicanos [...] apresuraron el movimiento, no porque temieran a sus

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enemigos, sino para fijar de una vez su suerte. El movimiento de los dominicanos ha sido completamente espontáneo, y sin contar con el Gobierno español de quien esperan que no los abandone.103 En general, pasados ya los primeros días tras conocerse la noticia, y la consiguiente sorpresa inicial, el debate en la prensa giró alrededor de tres puntos principales: las repercusiones que podría tener la anexión en los países hispanoamericanos, así como sus consecuencias de carácter económico y social, y la supuesta espontaneidad de la misma. Posteriormente, una vez aceptada la reincorporación de Santo Domingo por parte del Gobierno español, el debate periodístico se amplió a temas como «la petición de un plebiscito que ratificase la decisión anexionista»; «la polémica sobre el sujeto de cesión de la soberanía»; «la repercusión del “caso” dominicano» en Cuba y Puerto Rico; y por último, «la petición de reformas administrativas para las colonias».104 En cualquier caso, el papel verdaderamente crucial jugado por la prensa ya había concluido, una vez que la decisión de aceptar la reincorporación había sido adoptada en firme por el ejecutivo de Madrid. En este sentido, resulta muy acertada la siguiente reflexión que hace De la Gándara con respecto a la actitud de la mayor parte de los medios españoles: A principios de abril llegaron a la península noticias de lo acaecido en Santo Domingo. [...] La opinión aquí, o por lo menos, los elementos activos [...] que la guían y determinan su actitud, las acogieron de una manera favorable. La prensa de todos los matices se pronunció resueltamente en pro de la anexión [...]. Lo mismo los absolutistas que los moderados, los progresistas que los demócratas, estimaban el suceso fausto para el país y altamente beneficioso para el prestigio, poder y engrandecimiento de España.105 Ibídem, pp. 160-175 (las cursivas son de los artículos). E. González Calleja y A. Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor... pp. 68-89. 105 Ibídem, pp. 54-55. Los autores citan a J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra de Santo Domingo, Madrid, Imprenta de El Correo Militar, 1884, vol. I, p. 180. 103 104

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González Tablas coincide con el mencionado autor en su valoración sobre la opinión pública, y se refiere a ella con un cierto desengaño: España recibió la noticia de tal acontecimiento como la niña que recupera una muñeca. Las Cortes se hallaban cerradas; pero tal era la unanimidad de la prensa periódica de todos los partidos, que para saber y conocer perfectamente el sentimiento público no se necesitaban los cuerpos colegisladores; cuando desde los periódicos absolutistas hasta los periódicos democráticos victoreaban [sic] la noticia de la anexión; cuando todos si algo echaban en cara al Gobierno, era que dudaba, que vacilaba; cuando se hablaba de la gloria de España, de los intereses comerciales de España, del porvenir de España y todo eso aplicándolo a la reincorporación y a la conservación de Santo Domingo; cuando esto se hacía por toda la prensa sin distinción de colores; que conocía los hechos como los conocía el Gobierno, porque se habían hecho públicos, bien puede decirse [...] que el sentimiento casi unánime de la nación española, con exclusión de algunas individualidades, era el creer que la reincorporación de Santo Domingo debía considerarse como un fausto suceso en el reinado de doña Isabel II.106 Así las cosas en la península, y dada la falta de oposición por parte de las demás potencias, la única posibilidad de que se revirtiera el acto por el cual se había entregado la soberanía dominicana a España dependía de que el mismo fuese combatido por los propios dominicanos de forma eficaz y directa, y no solo mediante una sorda condena como hasta esos momentos.

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R. González Tablas, Historia de la dominación y última guerra de España en Santo Domingo [1870], Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1974, p. 67.

Capítulo VIII. Los primeros conatos revolucionarios en Santo Domingo y el estallido final de 1863

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n las líneas que siguen no se trata de recapitular todos los hechos que condujeron, finalmente, al estallido definitivo de agosto de 1863, momento a partir del cual el fracaso de la anexión se hizo ya irreversible por completo, y sin posibilidad alguna de salvar el experimento que había supuesto esta peculiar experiencia histórica. En realidad, se pretende más bien explicitar los antecedentes de esa última insurrección, tanto los brotes de carácter violento como otras señales de diverso tipo y origen, que daban a entender, a modo de aviso, el profundo descontento que la sociedad sentía ante la actuación política, económica y administrativa de las nuevas autoridades españolas. Su gestión al frente de la cosa pública, y eso es lo que quiere subrayarse en este último capítulo, fue tan negativa que era imposible no advertirlo, como puso de manifiesto desde España la propia prensa o, al menos, una buena parte de ella, por lo que resulta particularmente cuestionable la falta de una reacción para corregir tantos males. En efecto, pese a las repetidas denuncias de unos y otros, en Santo Domingo y en España, nada se hizo para atajar a tiempo esas deficiencias y remediarlas con una política más razonable y acorde con las necesidades y con la realidad dominicanas, en vez de pretender que estas se adaptaran a un sistema colonial que ya estaba periclitado. Al implantar en Santo Domingo un modelo político-administrativo y económico que se encontraba poco menos que al borde de su explosión en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el Gobierno

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español demostró la misma ceguera que le había llevado a mantenerlo, invariablemente, y con independencia del partido político que se encontrara en el poder. De esta forma, cuando se añadió al conjunto otra pieza, cuyas características presentaban además una especial complejidad, por tratarse de un país que había sido independiente, el fragilísimo equilibrio existente el ultramar español, en todos los órdenes: social, político, económico, comercial y financiero, saltó por los aires. Cabe considerar, como ya muchos autores han señalado, que la guerra de la Restauración dominicana fue un estímulo para los movimientos insurreccionales de esos territorios españoles, pero también puede verse en tal concatenación de sucesos, más que un mero ejemplo que fue seguido miméticamente, una relación más profunda. De hecho, el larvado sentimiento de descontento que prendió como la pólvora en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, después del fracaso de la anexión, y en coincidencia con el destronamiento de Isabel II tras el triunfo de la revolución de septiembre de 1868, forma parte asimismo del marco general de crisis sistémica de la monarquía española. En cualquier caso, no se trata con ello de restar valor al papel de acicate para las demás colonias que tuvo sin duda la insurrección dominicana, sino tan solo incluir estos hechos dentro de un contexto más amplio. Así pues, al considerar el juego de fuerzas metropolitano-coloniales que estaba a punto de dirimirse, justo en el momento en el cual se produjo la anexión, resulta más comprensible el rol de esta última, como factor desencadenante de todas las tensiones que habían ido acumulándose en las provincias ultramarinas de España desde mucho tiempo atrás.

1. El estado de la opinión pública a la llegada de las primeras tropas españolas

Antes incluso de que se proclamara la anexión tuvieron lugar algunos acercamientos al estamento militar para impedirla, aunque todos ellos resultaron fallidos. Así, por ejemplo, los miembros de la Junta de Regeneración Dominicana escribieron al general Valerio para que colaborase con ellos, y a los oficiales José Valera y Víctor Georges para que se sublevaran

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en la capital. Lo mismo hicieron con el comandante Manuel de Luna, a fin de que hiciese un pronunciamiento en Higüey; con el general Florentino, para que sublevase el sur; y con el general José María Pérez Contreras, para que actuase en el este. Sin embargo, Domínguez subraya que «ya la mayoría de los generales y oficiales había sido comprometida por Santana, y por tanto, fracasaron las tentativas de ganar prosélitos antianexionistas entre los militares». Por otra parte, la Junta introdujo de forma clandestina en territorio dominicano las proclamas de Sánchez y Cabral, así como el ya mencionado folleto anónimo titulado La gran traición del general Pedro Santana.1 Alguien muy poco sospechoso de ser proespañol, el agente comercial de los Estados Unidos en Santo Domingo, Jonathan Elliot, informó el 27 de junio al secretario de Estado norteamericano de que la anexión había sido celebrada allí «con mucho regocijo y con festejos que duraron tres días». Todo el mundo parecía estar muy contento y satisfecho, y no se habían registrado incidentes dignos de mención. Además, las propiedades habían aumentado su valor de forma considerable, y los alquileres de viviendas casi se habían cuadruplicado, con lo cual era evidente que el cambio que acababa de producirse resultaba «sumamente beneficioso» para aquellas personas que residían o estaban haciendo negocios en la capital dominicana.2 González Tablas indica que diversos testigos imparciales aseguraban que «hubo un indescriptible entusiasmo en la capital» al ver ondear la bandera de España, y lo explica del siguiente modo: Acaso allí veía el comercio un risueño porvenir; tal vez el pueblo sano vislumbraba una aureola de orden y de paz; quizás los enemigos de Santana juzgaron que había llegado el término de sus desmanes, y bien pudo ser el público regocijo el resultado de amaños oficiales.



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J. de Js. Domínguez, La anexión... p. 78. El autor cita a Ramón Lugo Lovatón, Sánchez, vol. II, Ciudad Trujillo, Montalvo, 1948, pp. 109-110. A. Lockward, La doctrina Monroe y Santo Domingo... vol. II, pp. 169-170.

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En cualquier caso, tal como afirma González Tablas, «ni en aquel día ni en los subsiguientes, en que se hicieron fiestas públicas», dio Santo Domingo «la menor prueba de disgusto por el cambio efectuado». De hecho, lo mismo sucedió en las restantes cabeceras de los municipios, donde se izó «pacíficamente la bandera española con más o menos demostraciones de alegría; y circuló por toda la isla con rapidez eléctrica la gran novedad», pero en ninguna parte se demostró material oposición a la misma, salvo en un caso aislado, el de San Francisco de Macorís. Según dicho autor, entonces surgió la duda de si España aceptaría o no lo que se le ofrecía, y Santana «estuvo inquieto hasta ver el final de la comedia que se representaba», ya que a pesar de todas las seguridades que tenía, cualquier hecho imprevisto podría acabar con su gran obra. Así «transcurrieron veintiún días mortales sin que apareciese por la costa de la Española el primer buque con tropa». Precisamente, este plazo «largo, eterno para situación tan crítica, y que se deshizo pacíficamente, fue siempre el apoyo de los que más tarde» sostuvieron que la reincorporación se había hecho de forma espontánea. A juicio de González Tablas, «aquellos veintiún días pacíficos en un país tan avezado a las revueltas, enarbolado un pabellón que destruía la República» equivalían «a todo un sufragio universal». De hecho, continúa el mencionado autor, «no podía ocultársele a Santana como a sus enemigos que aquel interregno era la crisis más decisiva para el país», y señala que si las primeras fuerzas españolas que fondearon en la rada de Santo Domingo se hubieran encontrado con algún movimiento de rechazo, seguramente no habrían dado su respaldo a la reincorporación, pero lo cierto es que los agitadores no pudieron hacer nada. Al final de su narración, González Tablas afirma que «mucha debía ser la incertidumbre que agitaba al general Santana» durante tan larga espera, pues cuando vio arribar al Placer de los Estudios, en la rada de Santo Domingo, el batallón de Puerto Rico, aquel exclamó jubiloso: «¡Ya cantó mi gallo!».3

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R. González Tablas, Historia de la dominación y última guerra... pp. 65-66.

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La reacción de alegría de Santana estaba justificada, sobre todo si se tiene en cuenta que en muchas poblaciones el estado de ánimo sería semejante al descrito por G. L. Cheesman, vicecónsul de Gran Bretaña en Puerto Plata, según el cual el cambio de la bandera fue un espectáculo bastante sombrío, como cabía esperar del último lugar que cumplió la orden de Santana. El diplomático informó a Hood, quien era su superior, de que el acto se había producido en el más completo silencio y fue presenciado por hombres y mujeres llorando, lo que lógicamente lo llevó a deducir que ese cambio no contaba con el beneplácito del pueblo, que en general estaba muy descontento con el mismo. Por último, Cheesman manifestó su presentimiento de que la calma de entonces solo presagiaba la tormenta venidera, un temor que también parecía verse confirmado por el hecho de que en la mañana del 28 de marzo hubiese aparecido en la estación telegráfica una bandera haitiana, que las autoridades ordenaron retirar de inmediato.4 No obstante, en pleno pronunciamiento de San Francisco de Macorís, que tuvo lugar el 23 de marzo, se levantó la voz frente a la proclamación de la soberanía española, que fue «innegablemente, la primera protesta armada contra la anexión», según Pedro M. Archambault, quien describe así aquellos sucesos: «En el mismo acto del cambio de la bandera el pueblo se amotinó» para tratar de impedirlo. «Algunos patriotas armados de fusiles lanzaron voces de: ¡Abajo España! [...] ¡Viva la República Dominicana!», y dispararon al aire, en señal de protesta. Durante el izado de la bandera española, esta recibió numerosos disparos, por lo que pese a tratarse de «un acto espontáneo y sin la necesaria combinación», el general Ariza, comandante de armas de San Francisco de Macorís, hubo de recurrir a la fuerza contra los revoltosos. Sin embargo, dado que la primera demostración no fue suficiente para reducirlos, el general Ariza «tuvo que disparar un cañonazo sobre los amotinados», que provocó la muerte a tres hombres. Archambault extrae de ello la conclusión de que los pueblos, «llenos del terror que inspiraba Santana», lo habían TNA, FO 881/1012, «Papers», anexo al No. 14, Cheesman-Hood, Puerto Plata, 28 de marzo de 1861.

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dejado hacer por medio de aparentes pronunciamientos, aunque al menos uno de esos pueblos mostró su «marcada oposición al cambio de bandera»,5 pero sin mayores consecuencias, puesto que el proceso no se vio alterado. A pesar de la aparente tranquilidad con que se desarrollaron los hechos en el interior del territorio dominicano, solo rota en un primer momento por el caso aislado de San Francisco Macorís, poco tiempo iban a tardar en producirse nuevas manifestaciones de descontento. Así parecía anunciarlo, por ejemplo, la proclama conjunta publicada por los generales Sánchez y Cabral en Saint Thomas, el 30 de marzo de 1861, en la que llamaban al pueblo dominicano a tomar las armas contra la anexión. Entre otros argumentos, ambos generales aludieron a la cuestión de la esclavitud, en estos términos: «España, dominicanos, tiene que seguir unos de estos dos sistemas para gobernar: o debe dejaros la libertad civil, la libertad política y la igualdad de que disfrutáis hace cuarenta años», en los que incluían, claro está, toda la etapa de la dominación haitiana, «o debe gobernaros con su sistema de esclavitud civil y política, con sus preocupaciones de raza y con su desigualdad de jerarquías». Los dos generales afirmaron categóricamente que el primer sistema era imposible para España, porque implicaba contradicción con sus propios intereses, mientras que le era forzoso seguir el segundo, «para no dar motivo de queja y conservar el equilibrio colonial de Cuba y Puerto Rico»,6 punto en el que desde luego no estaban equivocados. En efecto, aunque España no restableció la esclavitud en Santo Domingo, según habían puesto como condición las autoridades dominicanas, no ocurrió lo mismo con su aspiración de convertirse en una provincia más, en pie de igualdad con las de la península, pues ello habría supuesto un agravio comparativo frente a Cuba y

P. M. Archambault, Historia de la Restauración [París, 1938], 3.ª edición, facsímil de la 1.ª: Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Editora de Santo Domingo, 1983, pp. 11-18. Véase también: J. de Js. Domínguez, La anexión... p. 157. 6 J. de Js. Domínguez, La anexión... p. 78. El autor cita a R. Lugo Lovatón, Sánchez, vol. II, p. 454. 5

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Puerto Rico. María Elena Muñoz recuerda que si la clase dominante de Santo Domingo, es decir, el grupo de los hateros y los grandes comerciantes de la capital, había apoyado la separación de Haití en 1844 fue para poder «refugiarse bajo la fronda de una gran potencia, que le preservara sus intereses clasistas [...], algo que no obtenían con la dominación haitiana». Por lo tanto, como sostiene la mencionada autora, «dicho apoyo era coherente con esa posición», toda vez que la separación de Haití abría perspectivas concretas a la tendencia antinacional de tales sectores, igual que ocurrió en 1861, y volvería a suceder en 1870, cuando Báez trató de anexionar la República Dominicana a los Estados Unidos.7 No obstante, la evolución de los hechos a partir de la llegada de las primeras tropas españolas a Santo Domingo no satisfizo esas aspiraciones, ya que «la oligarquía de generales y comerciantes» que había regido el país hasta ese momento «fue reemplazada por otra compuesta de oficiales españoles». Con el cambio, en opinión del general De la Gándara «todos los males de la administración se empeoraron en vez de mejorar, y la única panacea ofrecida por España a su nueva colonia fue el sistema de centralización y monopolio» vigente en todos los territorios de la monarquía. Sin duda, este sistema, en vez de atraer y aplacar a los enemigos de la anexión, produjo en Santo Domingo «el descontento –tal como era el caso en otras partes–», y acabó por provocar una de «aquellas terribles crisis de la sociedad moderna que terminan en el campo de batalla»,8 como consecuencia de los numerosos intereses que habían sido perjudicados. Sin embargo, el descontento con la nueva situación comenzó a hacerse notar mucho antes de que se pudieran advertir los efectos de la anexión, ya que inmediatamente después del desembarco de las fuerzas españolas, sus integrantes tuvieron oportunidad de saber lo que pensaba una gran parte de la población dominicana.

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María Elena Muñoz, La política internacional europea y sus efectos en la isla de Santo Domingo, siglos xvi-xix, Santo Domingo, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Sección Nacional de Dominicana, 2008, p. 186. S. Welles, La viña de Naboth... vol. I, pp. 195-196. El autor cita a José de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra de Santo Domingo, pero no indica la página.

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Así, por ejemplo, el subteniente López Morillo señala que en el momento de tomar contacto por primera vez con los oficiales dominicanos que acompañaron a Lavastida y a Ricart en su visita a la nave capitana de la expedición, que naturalmente eran partidarios de Santana, aquellos ya les «confesaron el disgusto que reinaba en el país». El motivo del mismo era que «la anexión se había hecho atropelladamente, sin preparación ni dar tiempo a formar la opinión». Según dichos oficiales, la mayor cantidad de enemigos de la reincorporación se encontraba en el Cibao, pero con «el ascendiente de Santana y las simpatías que había por España no debía temerse nada» en el futuro, y menos aún tras la llegada de las tropas, que contribuía a hacer definitivo el nuevo orden de cosas. Por otra parte, López Morillo subraya que la presencia militar española era vista como algo «necesario para imponer a los haitianos, cuyo presidente había protestado» contra la anexión, y además todos decían a los oficiales españoles que había llegado el momento de recuperar los pueblos dominicanos que Haití detentaba en la zona fronteriza. Tras la visita, se había producido un gran cambio de opinión sobre el pronunciamiento dominicano entre la oficialidad española, que dudaba ya no solo de la espontaneidad de aquel movimiento, sino incluso «de lo duradero de la obra del general Santana y los suyos». El mencionado autor recoge también los comentarios hechos por un teniente español que formaba parte del grupo de militares que estaban en Santo Domingo desde antes de la anexión, en calidad de instructores, según el cual «existían verdaderas corrientes de simpatía hacia España en la gente blanca, y pocas en la de color, que era la mayoría». El teniente aseguró además que la anexión no se consolidaría y predijo que en un plazo breve dominicanos y españoles lucharían entre sí. Es más, en medio de la propia recepción ofrecida tras el acto oficial de bienvenida al cuerpo expedicionario español, los dominicanos que entablaron conversación con los oficiales expresaron opiniones distintas respecto a la anexión, y muchos de ellos criticaban «acerbamente la reincorporación por la forma en que se había llevado a término». Esas personas eximían de culpa a los españoles, pero manifestaban su disgusto, «a

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pesar de que muchos de los que así hablaban habían firmado» el acta del pronunciamiento, por lo que ante tal circunstancia López Morillo se pregunta con toda razón: «¿Qué importancia podíamos dar al pronunciamiento en favor de España?» De cualquier modo, en lo que estaban todos de acuerdo era en su «eterna pesadilla [...]: ¡Los haitianos!», pues había prisa por que los soldados españoles fueran «a rescatar los pueblos usurpados». A juicio de dicho autor, este asunto interesaba muy en particular a quienes, «no creyendo que se habían seguido buenos derroteros para la unión con España, consideraban sin embargo bueno que España derramase su sangre y su oro para darles a ellos paz y bienestar», pero la pregunta obligada era «¿a cambio de qué?».9 Por consiguiente, no resulta nada extraño que los militares españoles, tras escuchar a unos y a otros, sintiesen un gran desencanto por aquella reincorporación. López Morillo indica que en la calle era perceptible la animadversión de muchas personas, y cuenta por ejemplo que cuando dio un paseo por el pueblo de San Carlos, ubicado extramuros de la capital, encontró que sus habitantes, la gran mayoría negros, miraban a los militares españoles «con salvaje dureza». Esta actitud, según el subteniente, daba a entender muy claramente que ellos tampoco querían «el cambio de bandera», como hijos que eran de los esclavos de la época colonial, y que temían que los recién llegados fueran a restablecer la esclavitud, un rumor que los agentes secretos de Geffrard se encargaban de sembrar entre la población de color. En los demás puntos del territorio dominicano que recorrió hasta su destino final en Santiago, López Morillo encontró reacciones semejantes por parte de la población y de algunas autoridades, como las de la comandancia militar de Samaná, que incluso se negaron a colaborar con los mandos españoles allí destacados. Otras circunstancias que revelaban un estado de ánimo bastante parecido al de Samaná tuvieron lugar en Sabana de la Mar y en Puerto Plata, aunque sin que llegase a producirse ningún incidente grave, más allá de algunos gestos A. López Morillo, Memorias sobre la segunda reincorporación... vol. I, libro I, pp. 206-219.

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de desconfianza hacia el cuerpo expedicionario. Tales situaciones se tradujeron a veces en momentos de cierta tensión, resueltos gracias a la prudencia de unos oficiales que, en general, eran conscientes de que España «había dado el paso más aventurado que hubiera podido aconsejarle su peor enemigo, mas como no era posible retroceder había que sostener lo hecho de la mejor manera posible».10

2. El alzamiento de Moca en mayo de 1861 A principios de mayo, poco tiempo después de que las fuerzas españolas hubiesen desembarcado en Santo Domingo, se produjo el primer intento organizado de oponer resistencia al nuevo orden de cosas. En efecto, el cónsul de Gran Bretaña en la capital dominicana informó al Foreign Office del comienzo de los disturbios en el país, y señaló que al parecer un cierto número de dominicanos residentes en Santiago y los pueblos vecinos había concebido el plan de restablecer la República. Según su versión de los hechos, aquellos se reunieron en la localidad de Moca, donde arrancaron la bandera española e izaron la dominicana, pero fueron dominados muy pronto, no sin derramamiento de sangre. Hood reconoció que no había podido obtener más detalles acerca de este asunto, aunque se afirmaba que las tropas españolas no tomaron parte alguna en los disturbios, ni estaban presentes siquiera en el lugar de los hechos. El 9 de mayo se condujo desde Santiago a Santo Domingo a trece presos, que fueron encarcelados e incomunicados, y cuya lista de nombres adjuntó el agente de Gran Bretaña en su despacho a Russell, para que este viera que todos ellos pertenecían a la clase más alta e influyente. Además, otras cuatro personas de buena posición permanecían en la cárcel de Santiago, y un gran número de presos de las clases inferiores también se encontraban detenidos allá. El día 10 Santana salió hacia Santiago, acompañado de su Estado Mayor y escoltado por un cuerpo de lanceros, lo que pone de manifiesto la Ibídem, pp. 222-268; véase pp. 222 y 245.

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gran importancia que se concedió al movimiento insurreccional de Moca. La lista anexa a la comunicación de Hood contiene, en primer lugar, los nombres de los presos trasladados desde Santiago a Santo Domingo: Benigno F. de Rojas, ex vicepresidente de la República y ex presidente del Senado; Jacobo Morel, F. Curiel, Juan F. Espaillat y José M. Rodríguez, todos ellos antiguos miembros del Senado; así como el general Rafael Gómez, el coronel Del Rosario y otras seis personas más. Los presos que quedaron recluidos en Santiago, por estar demasiado enfermos para realizar el viaje hasta la capital, eran los siguientes: Sebastián Valverde, hermano del general Valverde, ex presidente de la República; y Pedro F. Bonó, Belisario Curiel y Ramón Almonte, quienes también habían sido miembros del Senado.11 Por otra parte, el diplomático se refirió también a la partida del general Rubalcava, que había salido el 18 de mayo de Santo Domingo con dirección a La Habana, por lo que el capitán Mac Mahon pasaba a estar al mando de las fuerzas navales presentes en aguas dominicanas, y el brigadier Peláez continuaba como comandante en jefe de la expedición militar. Hood añadió que en su despacho del 5 de mayo anterior había mencionado un rumor según el cual se estaba preparando una expedición para tomar posesión por la fuerza de la parte del territorio dominicano que los haitianos mantenían en su poder, aunque no creía que el mismo tuviese fundamento alguno. En cuanto a las precauciones adoptadas por los oficiales y tropas españoles, estas seguían siendo las mismas, de modo que los oficiales que salieran por la noche estaban obligados a llevar sus armas de fuego cargadas en todo momento. Como prueba de la incertidumbre que reinaba en Santo Domingo, el representante de Gran Bretaña adjuntó a Russell la Gaceta del 9 de mayo, en la que había un editorial donde se afirmaba que las autoridades habían recibido, por medio del correo llegado el día 5, el anuncio formal de que la reina de España aceptaba la anexión de Santo Domingo. Sin embargo, Hood indicó que era absolutamente imposible que les hubiese llegado tal noticia, puesto TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 20 de mayo de 1861; véase el anexo No. 1.

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que no había habido tiempo material para ello, y además el propio vicecónsul de España, quien se encontraba aún en la capital dominicana, le había asegurado que ese anuncio era una pura invención y que se había publicado con el fin de engañar a la gente.12 Lo cierto es que el contenido de la información aparecida en la Gaceta de Santo Domingo era lo suficientemente ambiguo como para suscitar la duda, toda vez que no se explicitaba que el Gobierno español hubiese aceptado de forma oficial la anexión, sino que se limitaba a señalar que la reina y su Consejo de Ministros habían acogido ese hecho con entusiasmo y satisfacción. Resulta evidente que no se trata de lo mismo, pero la calculada forma de presentar como una declaración solemne lo que habían sido tan solo unas palabras de Isabel II al ex plenipotenciario dominicano bastó para crear la impresión buscada por el periódico del Gobierno, en el sentido de que la respuesta de Madrid no podía sino ser favorable a los intereses del grupo anexionista.13 El ataque contra Moca por parte de las fuerzas insurrectas tuvo lugar el 2 de mayo, unos días antes de la fecha prevista, debido a una delación, lo que impidió que en Santiago se diera el golpe al mismo tiempo, según el plan inicial. Dos cartas, fechadas en Moca el 1 de mayo y en Santiago el día 3, respectivamente, que fueron publicadas primero en El Español de Ambos Mundos y más tarde en el diario madrileño La Esperanza, dieron cuenta de este movimiento con más precisión que Hood, quien dado el secretismo con que se manejó el asunto no disponía de muchos detalles al respecto. En la primera carta se aseguraba que el jefe militar de Moca «estaba informado de que existía un club» que trataba de llevar a cabo una conspiración, y ya desde hacía algún tiempo los estaba vigilando. Con respecto al cura del pueblo, el autor de la carta señaló que no andaba «muy católico en este negocio», términos con los cuales aludió a su probable implicación en el mismo. Por su parte, la segunda misiva transmitía los rumores de lo ocurrido: «Un amotinamiento de los morenos del Paso de Moca, contra Ibídem. Ibídem, anexo No. 2: Gaceta de Santo Domingo, Santo Domingo, año I, No. 15, 9-V-1861.

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el nuevo orden de cosas». La noche anterior aquellos habían intentado tomar la plaza, pero sin éxito, dado que los esperaban muy alerta, por lo que se vieron obligados a huir, aunque muchos fueron apresados. El autor de dicha carta expresó su opinión de que si las tropas españolas tuviesen que retirarse, inmediatamente después comenzarían «el pillaje y el asesinato de los blancos», mientras que las autoridades no podrían defenderlos, por carecer de las fuerzas suficientes para ello. En su misiva, el corresponsal también mencionó que según el general Roca los pueblos del sur eran «unánimes en el entusiasmo por el nuevo orden», pero acto seguido añadió que los generales Sánchez y Cabral ocupaban «unos pueblos de la frontera, que aunque pertenecían a la parte española, estaban siempre en poder de los haitianos». Sin embargo, en esos momentos ondeaba allá la bandera dominicana, por lo que el autor de la carta concluyó que pronto se vería «el desenlace de este drama», en el cual no dejaría de haber víctimas, tal como había sucedido en el ataque de Moca, donde «algunos pagaron con la vida sus descabelladas intentonas»,14 y no solo los que murieron durante la refriega. Después de repeler a los insurrectos, el general Suero, comandante de armas de Moca, solicitó refuerzos a Santiago, desde donde al día siguiente se le envió una compañía de 100 granaderos españoles; interrogó a los 16 rebeldes que habían sido apresados, y salió a capturar a los demás participantes en la revuelta. Así, cuando Santana llegó a Moca se encontraban detenidas 47 personas, 40 de las cuales habían sido trasladadas a la prisión de Santo Domingo, siete estaban en la cárcel de Moca, por ser considerados los cabecillas, y otros 15 seguían prófugos. Una vez en el lugar de los hechos, Santana ordenó un consejo de guerra para juzgar a los 62 implicados, de acuerdo con el código penal militar de 1845 y la ley sobre conspiradores de 1855. El 18 de mayo el tribunal dictó su sentencia, que como sostiene Domínguez «fue más política que jurídica», por la cual 26 de los acusados fueron condenados a muerte; seis a diez años de prisión; otros seis a cinco años de E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... vol. IV, pp. 186-189. El autor cita el diario La Esperanza, Madrid, 6-VI-1861.

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cárcel; cinco más a seis meses de vigilancia de alta policía; y los 19 restantes quedaron absueltos. De los siete que estaban presentes en Moca, tres fueron condenados a la pena capital; uno a cinco años de prisión; y los demás a vigilancia de alta policía, lo que significaba «el regreso al hogar, aunque fuese vigilado». Los tres condenados a muerte de Moca fueron el coronel José Contreras, el comerciante José Rodríguez y el labrador Inocencio Reyes, quienes junto con Cayetano Germosén eran los principales jefes de la insurrección. Todos los juzgados en rebeldía también resultaron condenados a la pena máxima, como «un modo de amedrentar a la población, para que no los ayudase», pero en cambio Santana perdonó la vida de los ocho presos condenados a muerte que se encontraban en la capital, los cuales eran en su mayoría, como ya se ha indicado, personas de una posición social importante. Por último, el 20 de mayo se detuvo a Germosén, quien fue ejecutado de inmediato junto a sus tres compañeros, con lo que se completó un proceso por medio del cual las autoridades intentaron infundir el terror en la región, y advirtieron a sus habitantes que el Gobierno estaba dispuesto a usar todos los medios coercitivos a su alcance para imponer la anexión.15 Esta misma táctica, que había sido empleada siempre por Santana como un mecanismo para perpetuarse en el poder, fue utilizada de nuevo con los miembros del grupo del general Sánchez, que fueron apresados el 20 de junio de 1861 en El Cercado, en la región fronteriza con Haití, desde donde habían penetrado en territorio dominicano para combatir la anexión. Lo más significativo es el interés que tenía Santana por ocultar estos procedimientos tan sumarios, sobre todo mientras no recibiera la respuesta que esperaba del ejecutivo de Madrid, como se pone de manifiesto en un despacho fechado el 16 de mayo, en el que el vicecónsul de España en Santo Domingo informó al ministro de Estado de que el país se hallaba tranquilo. Gómez Molinero no ocultó el hecho de armas ocurrido en Moca, como consecuencia del cual se habían producido algunos heridos por una y otra parte, pero no mencionó la muerte de tres personas en el ataque, bien porque J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 155-158.

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lo ignorase, bien porque no quisiera provocar con esa noticia una negativa del Gobierno español a aceptar la anexión, aunque lo segundo resulta mucho más verosímil. El diplomático señaló que «el no haber sido secundado este pequeño movimiento, por otros de igual índole», en ningún pueblo de la parte española de la isla significaba, a su juicio, que había sido un caso completamente aislado, a pesar de lo cual Santana había considerado prudente girar una visita militar por el Cibao, cuyas autoridades locales habían obrado con gran «acierto y oportunidad». En cuanto a las fuerzas militares españolas, estas se encontraban en el estado pasivo que convenía, por lo que según Gómez Molinero no habían participado «en la represión del pequeño incidente [...], ya por su insignificancia, ya por parecer prudente el que disturbios de esa naturaleza» fuesen sofocados por las propias autoridades del país.16 En su afán por pintar un panorama lo más pacífico posible, el agente de España expuso el caso de un hermano del general Sánchez, quien se había presentado cuatro días atrás en Santo Domingo con su familia, procedente de Haití, país donde se encontraba por haber formado «parte del bando haitianobaecista». En efecto, «después de mil exposiciones hasta pasar la frontera», aquel había podido llegar por fin a la capital dominicana, donde describió «la situación poco lisonjera» en que se encontraban no solo los miembros del partido al que pertenecía, sino los mismos haitianos. Por ello, se había echado «en brazos de la causa española creyendo encontrar verdadera seguridad» en la misma, como así había sido, y no dudaba que le seguirían muchísimos cuando supieran la acogida que se les iba a dispensar. Dada la miseria en que casi todos los expulsos se hallaban en Curazao, y al ver que no conseguirían ser indultados por Santana, se habían visto «obligados a lanzarse nuevamente a los azares de tomar parte activa en la política». De este modo, en opinión de Gómez Molinero, si «se diera una amnistía general y amplia, contados serían los dominicanos 16

AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/8, doc. No. 1, Gómez Molineroministro de Estado, Santo Domingo, 16 de mayo de 1861 (el documento es un traslado desde el Ministerio de Estado al ministro de Guerra y Ultramar, fechado el 28-VI-1861).

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que quedasen al otro lado de las fronteras». Cualquier medida de gracia de tal naturaleza que se concediera en esos momentos sería encomiada por lo benéfica, y tendría además el doble carácter de política, pues con ella se haría patente la nobleza de la causa española, no apareciendo heredera de rencores de partidos, ni de animosidades personales, quitando el pretexto a los descontentos de no ser admitidos al goce de la tranquilidad y seguridad que los demás conciudadanos disfrutaren, y hallándose por otra parte el Gobierno español completamente libre después de tal benignidad, para castigar al que intentase turbar el orden público.17

3. La frustrada expedición de Sánchez y Cabral desde Haití A pesar de la buena voluntad que traslucen, esas palabras llegaban sin duda demasiado tarde, como se deduce del contenido de una comunicación remitida el 7 de junio de 1861 por Huttinot, el gerente del consulado de Francia en Puerto Príncipe, al ministro de Asuntos Extranjeros de su país, en la que aquel indicó lo siguiente: El propósito decidido del gabinete haitiano de prestar socorro a los habitantes del este que se levantan contra la ocupación española y que lo llaman –dice– en su auxilio, viene a ser más evidente cada día. El gabinete toma hoy por pretexto del envío de regimientos sobre la línea, el temor que tienen de ver a la parte del este tomar posesión de sus antiguos límites; pero he sabido de buena fuente que un tal general Cabral, cuyos esfuerzos tienden a levantar las poblaciones de Neiba y Las Matas, es fuertemente sostenido por el Gobierno haitiano.18 Ibídem. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 189-190. El autor cita

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En tales circunstancias, y con la imagen del movimiento encabezado por Cabral y Sánchez muy viva, no es de extrañar la respuesta que dio el ministro de Guerra y Ultramar, es decir, el propio O’Donnell, a la proposición hecha por Gómez Molinero, en el sentido de conceder una amnistía general a los dominicanos exiliados por causas políticas. En primer lugar, O’Donnell se refirió a aquellos, de modo sorprendente, como personas que se habían refugiado en Haití porque no querían ser ciudadanos españoles, cuando en realidad llevaban, en muchos casos, varios años fuera del territorio dominicano, expulsados o perseguidos por Santana, por lo que no habían podido rechazar la ciudadanía española. En segundo lugar, el ministro subrayó «la imposibilidad de entrar en este camino de clemencia y de olvido, cuando según las noticias recibidas por el último correo» se estaban «consumando actos, hijos de la violencia y del odio y no del arrepentimiento y de la adhesión»,19 con lo cual admitió que los mismos eran obra de rebeldes dominicanos. De este modo, el Gobierno español dejaba claro que conocía perfectamente la naturaleza de los hechos que habían tenido lugar durante el mes de junio, cuando aún no se habían apagado los ecos de la intentona de Moca, pese a la permanente manipulación por parte de la prensa y de las autoridades dominicanas, que insistían en hablar de una invasión haitiana. Precisamente así se titulaba un editorial publicado por el diario progubernamental La Razón, el 6 de junio, cuyo autor es Manuel de Jesús Galván, quien había desempeñado las funciones de secretario personal de Santana, por lo que su pensamiento refleja a la perfección las ideas e intereses del grupo oligárquico que encabezaba el ex presidente de la República: Cada hora que pasa, cada momento que transcurre crece más y más el entusiasmo público. La efervescencia popular parece haber concentrado toda su acción, todas sus fuerzas el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, París, vol. 24, 1861. 19 AHN, Ultramar, Santo Domingo, 5485/8, doc. No. 2, ministro de Guerra y Ultramar-ministro de Estado, Madrid, 12 de julio de 1861 (minuta).

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contra el eterno enemigo de nuestro reposo. Sí, el guante que acaban de arrojarnos los haitianos, pretendiendo sin duda hollar nuestra dignidad, al par que ha despertado en el espíritu público todos los sentimientos, todas las pasiones generosas propias de un gran pueblo, ha sido a la vez un llamamiento a nuestro amor patrio. Los sueños de Geffrard [...] van a quedar bien pronto desvanecidos. Las bayonetas dominicohispanas se encargarán de resolver interinamente la cuestión. [...] La noticia de la invasión haitiana [...] ha llenado de indignación al pueblo dominicano que en masa y sin distinción de clase ni partidos corrió presuroso a rechazarla, y protestar con las armas en la mano. Ataque tan infundado como incalificable, semejante atentado a mano armada, contra la integridad de nuestro territorio, nos deja ya en plena libertad de obrar. Y si una vez empezada la lucha se viese vacilar o desaparecer la independencia de Haití, ¿a quién haría responsable esta nación, sino a su propia conducta, de consecuencia tan desagradable? Apenas se comprende, si no se atribuye el hecho a un exceso de barbarie, cómo el Gobierno vecino pudo arriesgarse a hollar el derecho de gentes [...]? ¿Qué pudieron creer los haitianos? ¿Creerían quizás hallar simpatías entre este pueblo siempre fiel y que les odia cordialmente, o pensarían tal vez que se había enfriado en nosotros el sentimiento del honor y del patrimonio?.20 El 16 de junio, en un despacho dirigido al gobernador de Cuba, Santana le aseguró que la invasión del territorio de Santo Domingo tenía un «carácter exclusivamente haitiano», circunstancia que había determinado al brigadier Peláez, comandante de las fuerzas expedicionarias españolas, a marchar con las dominicanas a repeler al invasor. El brigadier había mandado una parte de aquellas a la zona Manuel de Jesús Galván, Novelas cortas, ensayos y artículos [estudio, notas y compilación de Manuel Núñez], Colección Autores Clásicos Dominicanos, vol. I, Santo Domingo, Consejo Presidencial de Cultura, 2000, pp. 428-430.

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de Neiba y se proponía marchar con el resto en dirección a Las Matas. Para disimular la realidad del movimiento que había estallado en la zona fronteriza, o dejándose llevar por su propia mentira, Santana señaló que si los esfuerzos dominicoespañoles se dirigieran únicamente a repeler por tierra la agresión, el Gobierno haitiano desguarnecería sus costas y haría caer sobre Santo Domingo un número mucho mayor de gente. En cambio, si atacasen a Haití por mar, donde era «mucho más débil, habría de ceder bien pronto», por lo que había considerado conveniente pedir al jefe de la estación naval de Samaná que, por su parte, también contribuyera al buen fin de las operaciones militares emprendidas.21 En cualquier caso, los enormes preparativos de defensa llevados a cabo resultaron innecesarios, toda vez que, al tratarse de un grupo muy reducido de insurrectos, las propias fuerzas leales a las autoridades que actuaban sobre el terreno pudieron apresarlos o cuando menos provocaron su retirada hasta el otro lado de la frontera. Por medio de una proclama impresa, las autoridades dominicanas dieron cuenta del resultado de los combates en la frontera, sin mencionar siquiera a Sánchez y a Cabral, como si temiesen que una mera alusión a sus nombres pudiera provocar una reacción en cadena de consecuencias nefastas para el éxito de la anexión, recién aceptada por España. Con el estilo solemne de una soflama patriótica, en la misma línea que el editorial de La Razón, los antiguos ministros de Santana anunciaron el término de las hostilidades: Nuestros injustos y tenaces enemigos han visto fracasar, una vez más, sus planes de conquista, gracias a la espontaneidad y patriotismo con que ahora como siempre habéis acudido a la defensa del país. Los partes de los dignos generales Puello, Sosa y Suero anuncian que los haitianos se han retirado de los pueblos de Neiba y Las Matas de que se habían apoderado por sorpresa. AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006, Santana-gobernador de Cuba, Azua, 16 de junio de 1861. Se trata de un traslado del general Serrano al ministro de Estado, fechado el 6-VII-1861.

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Dominicanos: el reposo público se halla completamente restablecido; y ya de hoy más será imposible turbarlo, puesto que nos hallamos bajo la protección de una nación fuerte que sabrá garantizarlo para siempre.22 En efecto, el 20 de junio Sánchez y un grupo de hombres a sus órdenes cayeron en una emboscada que les tendieron algunos habitantes de El Cercado, cuando huían hacia Haití, ante la noticia de que Geffrard les había retirado el apoyo táctico que les venía prestando, mientras que otro grupo de rebeldes fue atacado cerca de Hondo Valle. Como consecuencia de estas acciones, 20 hombres murieron, y otros 23 fueron hechos prisioneros, y trasladados a San Juan de la Maguana, donde se encontraba Santana, quien antes de regresar a la capital ordenó a su ex vicepresidente, el general Alfau, que los fusilara tras un simulacro de juicio como el de Moca. Así, el 3 de julio, en aplicación de la ya mencionada ley sobre conspiradores, un consejo de guerra condenó a la pena de muerte a todos los acusados, y aunque Santana conmutó esa pena por la de cadena perpetua a tres de ellos, los demás fueron ejecutados al día siguiente, pese a la fuerte oposición de los oficiales españoles que estaban allí presentes. Domínguez da tres motivos que pueden explicar esa actitud: el primero, por humanitarismo; el segundo, porque las ejecuciones se hacían en nombre de la reina de España, y no deseaban ver mezclada a Isabel II con tales crímenes; y el último, porque resultaba completamente «impolítico comenzar un período anexionista fusilando nativos».23 La noticia de esta condena corrió como la pólvora, y el cónsul de Francia en Santo Domingo la transmitió a París el 5 de julio, por medio de un despacho en el que comunicó la derrota de los rebeldes y que Sánchez iba a ser fusilado, a lo que se habían opuesto los españoles, dado que en esa fecha aún no se conocía en la capital el fatal desenlace. Según Landais, esa conducta les aseguraba «la simpatía de todas las gentes sensatas», que se inclinaban más a esto que a la severidad de Ibídem. El impreso está fechado en Santo Domingo, el 20 de junio de 1861. J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 177-181.

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Santana, pues el pueblo estaba fatigado de tanto como había sufrido, y solo quería «ocuparse de sus trabajos y gozar de la tranquilidad» que merecía «por su dulzura y obediencia», de las que no se había hecho más que abusar hasta ese momento. Los periódicos españoles, en su mayor parte, recogían la versión oficial que circulaba por todas partes, y el 9 de julio El Diario Español todavía se limitaba a informar de las medidas adoptadas para rechazar la invasión de los haitianos, que habían entrado en el territorio dominicano en los últimos días de mayo, de acuerdo con las noticias publicadas en La Habana. El Diario Español, poco sospechoso de ser crítico con el Gobierno unionista, subrayó sin embargo que no se decía nada «de la mayor o menor importancia de las fuerzas que verificaron la invasión», ni se hablaba tampoco de ningún hecho de armas, lo que sin duda no podía dejar de llamar la atención si se tiene en cuenta el gran despliegue militar efectuado. Mientras tanto, el periódico indicó que «la inmensa mayoría del pueblo dominicano se manifestaba resuelta a cooperar enérgicamente con las tropas españolas para rechazar la invasión de los haitianos».24 No obstante, a pesar de que a principios de mayo «la opinión general de los más interesados en la expansión política y económica de España, ya se había volcado en favor de la anexión»,25 algunos medios comenzaron a modificar su favorable, cuando no entusiasta, postura inicial con respecto a la conveniencia de aceptar la anexión de Santo Domingo. En ello tuvo parte importante el conocimiento de las primeras revueltas, como la de Moca, que llevó al diario republicano El Pueblo a afirmar el 11 de junio que no había habido «unanimidad como se decía en sus habitantes, al proclamar la anexión», por lo que el gabinete O’Donnell debía «haber prevenido tales acontecimientos para calcular si convenía o no a España adquirir una provincia». De parecida opinión era el periódico progresista El Clamor Público, que a partir de mediados de mayo dio un giro E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... p. 191. E. González Calleja y A. Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor. La polémica sobre la anexión de Santo Domingo vista desde España (1861-1865), Santo Domingo, Fundación García Arévalo, 2005, p. 79.

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radical al apoyo que había prestado a la anexión, por razones de orden eminentemente económico y social, a las que vinieron a sumarse las derivadas de aquellos sucesos. Los mismos demostraban, como señaló El Clamor Público también el 11 de junio, que lo que estaba pasando en Santo Domingo era «más grave y expuesto a conflictos y complicaciones de lo que a primera vista» parecía, por lo que concluyó que el Gobierno español empezaba a «recoger el fruto de su imprecisión [sic] y de su incuria».26 El mencionado diario volvió a referirse a la cuestión dominicana, después de conocerse en Madrid, por medio de una carta de Santo Domingo publicada en La Habana, que entre las fuerzas enemigas que habían entrado por la frontera de Haití se encontraban varios adversarios personales de Santana, «descontentos con el nuevo orden de cosas» en palabras de La Iberia, que en su edición del 13 de julio incluyó estas líneas extraídas de El Clamor Público: «Si el Gobierno español, antes de admitir el regalo que el ex presidente Santana le ofrecía, tomando el nombre del pueblo que había puesto en sus manos los destinos de la República, hubiese pasado una revista, siquiera fuese al galope, a los acontecimientos que tuvieron lugar en Santo Domingo de seis años a esta parte, hubiera sido seguramente más cauto». A continuación, el periódico hizo un rápido recorrido por algunos de los momentos más controvertidos de la historia dominicana reciente, comenzando por la firma del tratado de reconocimiento dominicoespañol de 1855 y las reclamaciones de Segovia, el cónsul de España en Santo Domingo, por la cuestión de la matrícula consular. Sin embargo, con buen criterio, El Clamor Público se centró sobre todo en criticar la actuación del ex presidente de la República, de quien recordó que «ese mismo Santana que hoy se dice tan español y que había mostrado ardientísimos deseos de que aquel convenio se efectuase, concertó otro secretamente con los Estados Unidos, en abril del mismo año, desterró María José Cascales Ramos, «Expansión colonial y opinión pública», en Quinto Centenario, vol. 12, Servicio de Publicaciones, Universidad Complutense de Madrid, 1987, pp. 211-227; véase pp. 219-220.

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y fusiló sin previo juicio [...] a varios súbditos españoles». En último lugar, El Clamor Público mencionó «las luchas entre los partidarios de España y los yankees que apoyaban a Santana», y las dos insurrecciones santanistas ocurridas en la primera mitad de 1857, que junto a otros muchos sucesos demostraban que Santana «era el enemigo más pertinaz y declarado» de España en la República Dominicana. En tono irónico, hizo el siguiente comentario acerca del personaje: Hoy ha cambiado, al parecer, de opinión, sobre lo que puede ser más conveniente al porvenir [...] de su patria, con una facilidad que debiera inspirar desconfianza a un Gobierno más previsor que el nuestro; pero ya se ve: Santana es, teniendo en cuenta la fijeza de sus principios [...], el O’Donnell dominicano, y nada tiene de extraño por lo mismo que se entienda tan perfectamente con el O’Donnell de acá.27 Pese a la evidente responsabilidad del ejecutivo de Madrid en acoger la anexión de forma tan precipitada, es necesario tener en cuenta las deficiencias de la información de la cual disponía, bien por la distancia, bien por la omisión voluntaria de algunos datos importantes en la correspondencia que recibía de sus autoridades y agentes en las Antillas. Así, en un despacho que envió el 6 de julio al ministro de Estado, Serrano se limitó a indicar de que las tropas españolas «se preparaban a partir a la frontera por si era necesario su concurso para rechazar la invasión» haitiana, y que esta «había sido rechazada por las mismas tropas dominicanas» antes de que los soldados españoles llegasen al teatro de operaciones. Es decir, ni una sola alusión a lo que ya se había publicado en La Habana sobre la presencia de dominicanos entre los supuestos invasores. Por el contrario, el gobernador de Cuba se permitió incluso asegurar a Calderón Collantes que «en todo el territorio dominicano reinaban el orden y la tranquilidad más completa», algo confirmado por los E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 194-196.

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datos extraoficiales traídos por el vapor mercante Cuba, que acababa de llegar a La Habana desde Santo Domingo el día anterior.28 Resulta sorprendente que las tropas españolas no fueran necesarias para rechazar la tan temida invasión, más aún si hemos de creer a las autoridades dominicanas, según las cuales las fuerzas de Haití estaban compuestas por entre 5,000 y 15,000 hombres, mientras que las de Santo Domingo solo ascendían a unos 1,000, de acuerdo con los datos de Hood. Lo cierto es que, como señaló aquel, parecía muy improbable que los haitianos hubiesen emprendido semejante ataque justo en esos momentos, para lo que se basaba en la información que había recibido de Byron, el cónsul de Gran Bretaña en Puerto Príncipe. Por ello, Hood estaba casi convencido de que los invasores eran exiliados dominicanos apoyados quizás por los haitianos, pero que marchaban bajo su propia bandera, la dominicana. No obstante, las autoridades militares españolas habían aceptado la interpretación dada por las dominicanas, de modo que destinaron 2,000 soldados a combatir la invasión, y dejaron tan solo 200 hombres de guarnición en la capital.29 Es muy llamativo el hecho de que en una fecha tan temprana como el 6 de junio ya se rumorease, a pesar del gran secretismo de las autoridades en torno al asunto, que la fuerza invasora estaba encabezada por Cabral y Sánchez, e integrada exclusivamente por dominicanos, y que se esperaba un levantamiento general en la zona fronteriza para apoyar el movimiento. Así pues, se comprende que tal estado de cosas y la difusión que habían alcanzado estos rumores, alarmasen a las autoridades dominicanas hasta el punto de publicar un decreto por el que se sometía a toda persona acusada de hacer circular rumores, o de ayudar al enemigo de palabra u obra, a las disposiciones de la ley sobre conspiradores, que estipulaba la pena de muerte para casi todos los delitos políticos. Además, se había considerado necesario dirigir una circular a los gobernadores de las provincias, en la AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006, Serrano-ministro de Estado, La Habana, 6 de julio de 1861. 29 TNA, FO 23/43, Hood-Russell, Santo Domingo, 6 de junio de 1861. 28

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que se los instaba a mantener el espíritu público y a inspirar confianza en la población.30 De acuerdo con la versión dada por Hood, no era de extrañar que las autoridades dominicanas hicieran todos los esfuerzos posibles para reunir algunos hombres, acudiendo incluso al miserable recurso de mentir, ya que no se atrevían a admitir que había tenido lugar un levantamiento, y aun así solo habían logrado reclutar alrededor de mil. Hacia el 20 de junio tales hechos ya no podían negarse, ni tampoco que se necesitaban soldados dominicanos para luchar contra sus propios compatriotas. En efecto, dichas autoridades eran conscientes de que para esa causa no habrían encontrado un solo hombre, pero conocedoras del fuerte sentimiento nacional que existía frente a los haitianos, se habían aprovechado de él, y habían afirmado descaradamente en documentos oficiales y en los periódicos que Haití había invadido el país. Por medio de esta argucia, las autoridades esperaban sofocar el levantamiento popular que tanto temían y reunir fuerzas suficientes para detener la inminente tormenta. Aun así, la mayor parte de estos hombres habían ido en contra de su voluntad, no solo porque dudaban de las afirmaciones del Gobierno, sino también porque decían con razón que se les había prometido, como uno de los beneficios de la anexión, que ya no se les obligaría a abandonar sus hogares y su trabajo para defender el país. Por su parte, las autoridades españolas habían declarado que no lucharían contra dominicanos alzados en armas, de modo que podría suponerse que la fuerza reunida por las autoridades dominicanas con engaños no lucharía, o bien se uniría a los insurrectos, pero se había previsto incluso esta posibilidad. Así, allá donde se enviaban tropas dominicanas, las acompañaban tropas españolas, pero no para pelear, sino teóricamente para formar una retaguardia con la que cubrir a aquellas en caso de retirada, aunque en realidad era para obligar a estos soldados forzosos a luchar contra sus conciudadanos. Por último, Hood subrayó que la distribución de las fuerzas españolas demostraba la impopularidad de la anexión, pues guarnecían las principales poblaciones, y aunque se justificaba su Ibídem.

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gran número con el pretexto de proteger el país frente a Haití, no había tropas destacadas en la frontera.31 A pesar del tiempo transcurrido, todavía el 15 de julio Cambiaso, cónsul de Italia en Santo Domingo, informó al ministro de Relaciones Exteriores de su país de que en junio se había producido «una invasión de haitianos acompañados por 60 u 80» dominicanos exiliados, que «invadieron las fronteras y tomaron posesión de tres pueblos limítrofes». Cambiaso también señaló que habían sido hechos prisioneros 23 de los exiliados, que después fueron juzgados y pasados por las armas. El representante de Italia fue el último en referirse a una invasión haitiana que ya había sido desmentida por los hechos, y el primero en dar la noticia de las ejecuciones de los insurrectos apresados que, casualmente, podría haber dicho Cambiaso, eran todos ellos dominicanos. El día 20 de julio fue el cónsul de Francia quien se dirigió a su Gobierno para transmitirle el terrible final de los detenidos, después de que «un sedicente consejo de guerra» los condenase a muerte. Landais comentó que no se podían «creer las atrocidades contadas por las personas» llegadas de allá y que habían sido «las primeras en hablar»; los «desgraciados pidieron ser juzgados por un consejo de guerra compuesto por españoles y dirigieron una súplica a la reina», pero todo fue en vano. Se decía que el brigadier Peláez había tratado por todos los medios de convencer a Santana para que este impidiera los fusilamientos, pero no logró obtener nada, con lo que se creaba una situación muy enojosa, pues todo ello se hacía en nombre de la reina de España. Según el diplomático francés, no era posible «dar idea de la consternación» que embargaba a la capital, pese a lo cual las familias de los ajusticiados no habían proferido un grito ni mostrado un signo de dolor.32 Mientras todo esto sucedía, por fin el 21 de julio el vicecónsul de España en Santo Domingo remitió un despacho al ministro de Estado, en el que de forma un tanto eufemística calificó las ejecuciones de Sánchez y sus diecinueve compañeros como un suceso Ibídem, 20 de junio de 1861. E. Rodríguez Demorizi, Antecedentes de la anexión... pp. 197-198. El autor cita como fuentes el Archivo italiano de Estado, Roma; y el Archivo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia, París.

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muy lamentable. Acto seguido, Gómez Molinero pasó a quejarse de su extraña posición como agente diplomático en un territorio que ya formaba parte de España: «Completamente solo, hace tanto tiempo; sin instrucciones; atravesando circunstancias tan trascendentales como por las que el infrascrito se ha encontrado; presenciando un acontecimiento nuevo en la política, raro en los fastos de la historia».33 Estas sorprendentes líneas resumen de forma muy significativa la torpeza de la política española en Santo Domingo y su descoordinación, algo que también se pone de relieve en el envío de una escuadra a Puerto Príncipe, con el objeto de exigir una reparación al Gobierno haitiano. El argumento que esgrimió Rubalcava para ello era que Geffrard había permitido, «sin provocación alguna» por parte de España, que «tropas organizadas en la República, armadas y asalariadas por ella y capitaneadas por generales de su Ejército», invadiesen «un territorio garantizado» por las armas españolas, y tras acusarlo sin ninguna prueba, le exigió entre otras las siguientes compensaciones: 1.ª Que la plaza salude, sin retribución, al pabellón español, por el insulto sufrido de las tropas haitianas en los pueblos de Las Matas, Neiba y El Cercado [...]. 2.ª Que el Gobierno haitiano satisfaga la cantidad de doscientos mil pesos fuertes como indemnización de los gastos ocasionados por la movilización de los voluntarios dominicanos y perjuicios causados por los invasores a los habitantes de los referidos pueblos [...]. 4.ª Como garantía de seguridad para el porvenir, que se considerarán rotas las hostilidades en el momento que cualquier número de hombres procedentes de Haití operen un movimiento hostil sobre cualquiera de los pueblos españoles.34 AMAE, Negociaciones s. xix (No. 171), TR 111-006, Gómez Molinero-ministro de Estado, Santo Domingo, 21 de julio de 1861. 34 Ibídem, TR 111-006, Rubalcava-ministro de Estado de Haití, rada de Puerto Príncipe, 6 de julio de 1861 (es copia). 33

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La humillación que infligió España a Haití mediante una demostración de fuerza tan desproporcionada, puesto que se amenazaba con bombardear la ciudad de Puerto Príncipe si no se atendían sus reclamaciones, no dejó de tener consecuencias, aunque tardaron algún tiempo en hacerse visibles, en forma de ayuda a los dominicanos sublevados en 1863. De nuevo el ejecutivo de Madrid había caído en el error de ser fuerte con el débil, pero con un débil que en este caso podía perjudicar sobremanera el dominio español sobre Santo Domingo, como se vio durante la guerra de la Restauración, y volvió a hacerlo con México, Chile y Perú en los años inmediatamente posteriores. Esta agresiva actitud desarrollada por España en América supuso un obstáculo para sus relaciones con las Repúblicas hispanoamericanas, justo en un momento en el que se había avanzando mucho hacia la progresiva normalización de las mismas, mediante una política de acercamiento diplomático que permitió la firma de numerosos tratados bilaterales. En tales desaciertos, así como a lo largo del proceso de la anexión, la responsabilidad está repartida entre todos los actores que intervinieron en él. Sin embargo, no puede perderse de vista que los más responsables fueron aquellos que ocultaron o manipularon la información, es decir, lo que estaban más cerca del escenario donde tenían lugar los hechos. Debido a la toma de Las Matas y Neiba por parte de los insurrectos, el 1 de junio, los jefes militares y parte de las guarniciones a sus órdenes se habían retirado a San Juan de la Maguana y La Canela, respectivamente. Estos hombres sabían muy bien que se enfrentaban a otros dominicanos, no a los haitianos, por más que algún jefe rebelde, como Fernando Taveras, fuese un militar a sueldo de Haití, país donde se había refugiado en 1860 para huir de las represalias de Santana. Es casi imposible que no llegara a oídos de los españoles el rumor, en este caso verdadero, de que aquellos presuntos invasores haitianos en realidad eran dominicanos enemigos de Santana, y por consiguiente de la anexión. Sin ir más lejos, el vicecónsul de España en Santo Domingo escribió a Serrano el 5 de junio, y le expuso sus dudas acerca de

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que fuesen haitianos los que habían cruzado la frontera, y por ello consideraba que en caso de que se tratara de dominicanos, las tropas españolas no deberían tomar parte en los combates, dado que España no había aceptado aún la reincorporación de Santo Domingo. El argumento que Gómez Molinero dio para ello no cabe ser calificado de hipócrita, ya que a su juicio «la intervención de las tropas peninsulares podría dar pretexto» a que las naciones europeas protestasen por la intervención de España en asuntos internos de los dominicanos.35 En efecto, lo que preocupaba al diplomático español no era el descontento de la población con el nuevo orden establecido, sino tan solo la posible reacción internacional ante esa injerencia. Así, se comprende que ninguna de las autoridades o agentes de España en las Antillas, y mucho menos aún el Gobierno dominicano, informaran con veracidad al ejecutivo de Madrid de lo que ocurría en Santo Domingo, por lo que el gabinete O’Donnell debió actuar en muchas ocasiones sobre la base de unos datos tergiversados o, cuando menos, incompletos y/o erróneos. En tales circunstancias, desarrollar una política sensata y adoptar las decisiones más apropiadas para los intereses españoles se convirtió por fuerza en una tarea particularmente compleja. Sin embargo, todo ello no exime en absoluto al Gobierno de la Unión Liberal de su parte alícuota de responsabilidad, dado que no cumplió con su obligación de dar unas instrucciones precisas a los representantes de España en esa zona, ni tampoco vigiló con el celo necesario el correcto cumplimiento de las mismas por parte de los encargados de llevarlas a cabo. A la vista de estos primeros conatos que reflejaban el descontento de una parte de los dominicanos contra la anexión, no había que ser agudo en exceso para poner «en tela de juicio la presunta unanimidad que había impulsado la iniciativa en la República Dominicana», ni para vaticinar el resurgimiento de las disensiones internas en un plazo más o menos breve. Ni J. de Js. Domínguez, La anexión... pp. 169-171. El autor cita el despacho dirigido por Gómez Molinero a Serrano, en AGI, Cuba 2266, pieza No. 6.

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siquiera era imprescindible encontrarse sobre el terreno, puesto que, pese a los ya mencionados ocultamientos de información, el propio embajador de Francia en Madrid estaba al tanto de los hechos, y es de suponer que los pondría en conocimiento del Gobierno español de una u otra forma, aunque recomendó al suyo que no censurase abiertamente la anexión. En efecto, el embajador Barrot la consideraba como «un “mal menor” respecto a una hipotética ocupación norteamericana», por lo que ante esta encrucijada lo más apropiado sería «dejar que los acontecimientos siguiesen su curso», y subrayó, con cierta resignación, que la República Dominicana «no podía mantener por sí sola su independencia y autonomía».36 Llegados a este punto, si bien lo más probable es que el argumento de Barrot se refiriera sobre todo a la amenaza que suponían los Estados Unidos, cabe enlazar el mismo con el esgrimido tradicionalmente por los anexionistas dominicanos, uno de cuyos máximos exponentes fue sin duda Manuel de Jesús Galván, como ya se señaló más arriba. Dicho pretexto habría conseguido su objetivo de calar bien hondo en las potencias extranjeras, bien se tratase del peligro norteamericano, bien del haitiano, pero eso ya era lo menos importante. Así pues, cabía esperar que Galván justificara la anexión con el fácil recurso a la necesidad de consolidar la paz en el territorio dominicano, al presentarla como «la base única, la más sólida garantía de su prosperidad y bienestar». Sin embargo, lo que sí llama poderosamente la atención es que aquel no tuviese reparo alguno a la hora de admitir el hecho de que «políticamente considerada, la anexión es un medio eficaz y poderoso de escudar la debilidad de la Española contra las luchas intestinas y los ataques de Haití». En realidad, la idea no era nueva, pues como el mismo autor reconoce, se limitó en gran parte a repetir lo que ya había expuesto en su artículo «La anexión es la paz», publicado en el periódico La Razón el 23 de mayo de 1861, Juan Antonio Inarejos Muñoz, Intervenciones coloniales y nacionalismo español. La política exterior de la Unión Liberal y sus vínculos con la Francia de Napoleón III (1856-1868), Madrid, Sílex, 2010, pp. 68-69. El autor titula el capítulo III de su obra: «Un “mal menor”. Francia ante la reincorporación de la República Dominicana a España (1861-1865)»; véase pp. 63-73.

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cuando señaló que la anexión alejaba «todo temor de discordias en el interior, y la posibilidad de una lucha en el exterior».37 Es decir, al menos en esta ocasión, no se trató de ocultar la existencia de dichos conflictos internos, por lo que en tales circunstancias, cuando incluso los más destacados anexionistas no podían negar la realidad de los hechos, era muy previsible que se repitieran de nuevo los intentos por acabar con el estado de cosas creado a raíz de la anexión.

4. La crónica del levantamiento de febrero de 1863 Desde antes de los levantamientos que tuvieron lugar en febrero de 1863, el primero de ellos el día 9 en Neiba, que fue sofocado de inmediato, y a partir del 20 en Guayubín, Sabaneta y Montecristi, el cual se extendió hasta Santiago, la revista madrileña La América ya venía informando de la situación de descontento reinante en Santo Domingo. De hecho, esta publicación había abogado siempre por la urgente necesidad de implantar reformas en los territorios ultramarinos de España, como se pone de manifiesto en su crónica de prensa del 8 de agosto de 1862, en la cual se hizo eco de la polémica surgida entre El Diario Español, de tendencia progubernamental, y otro periódico cuyo nombre no menciona. Este último había escrito «sobre una propuesta de informe que dirigió hace ya meses al Gobierno de S. M. el general Serrano, pidiendo representación en las Cortes para nuestras provincias de ultramar», a lo que El Diario Español respondió que no tenía noticias de aquellos informes o propuestas. Sin embargo, lo más significativo es lo que el mencionado periódico añadió acto seguido: «Creemos que la prensa española haría un gran servicio a [M. de J. Galván], El general don Pedro Santana y la anexión de Santo Domingo a España. Contestación al folleto clandestino titulado: «La gran traición del general Pedro Santana», acompañada de breves consideraciones políticas, económicas y sociales acerca de aquel memorable acontecimiento, Nueva York, Imprenta de Gaspar Robertson, 1862, p. 31 (aunque este opúsculo se publicó de forma anónima, su autoría es comúnmente atribuida a Galván). Para el artículo citado, véase M. de J. Galván, Novelas cortas…, p. 410.

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nuestro país, dejando este punto tan grave a la completa iniciativa» del Gobierno. Ante este indisimulado intento de acallar el debate sobre el asunto, La América se refirió a la exposición que con ese «patriótico objeto» habían publicado hacía más de un año en sus columnas, «firmada por varios directores de periódicos políticos de diversos matices», idea que reforzó además con otro hecho más reciente. En efecto, Salustiano de Olózaga había anunciado en el Congreso que trataría esa cuestión en la próxima legislatura: palabras y propósitos en que estuvieron acordes los jefes de las oposiciones». La América apoyaba sin duda esa idea de Olózaga, uno de los principales dirigentes del partido progresista, de incluir en la agenda parlamentaria el punto ya demasiadas veces pospuesto de las reformas coloniales. La revista subrayó además que ignoraba en qué consistía ese servicio al que El Diario Español aludía, dado que ellos pensaban que la prensa debía «ilustrar todas las cuestiones de interés general», y por ello no comprendían por qué dicho periódico se empeñaba en que el ejecutivo apareciera «divorciado de la opinión pública» en este importante asunto.38 Con estas últimas palabras La América quiso dar a entender, de forma bastante clara, que tales reformas contaban con el respaldo de la mayor parte de la sociedad, o al menos de las personas que estaban bien informadas con respecto a estas cuestiones, que a decir verdad no debían de ser aún muy numerosas en aquellos momentos. En cualquier caso, la convicción e insistencia con que La América defendía los planteamientos reformistas hacen digna de elogio su labor de concientización en pro de los mismos, aunque a veces quizás creyese ver señales más positivas de lo que la realidad permitía, como en el caso del discurso de la reina en la apertura de las Cámaras. En el mismo, Isabel II, que hablaba como es natural en nombre del Gobierno español, aseguró que las provincias de ultramar seguían más florecientes cada día, a pesar del daño que la guerra de los Estados Unidos causaba en el comercio y la producción de aquellas regiones. La soberana 38

La América, año VI, No. 11, Madrid, 8 de agosto de 1862, «Representación en las Cortes de nuestras provincias de ultramar», p. 16.

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señaló también «que en su régimen y administración» era necesario introducir reformas, que hiciesen «un solo pueblo de todos los españoles establecidos en los diversos climas del globo». A continuación, la revista se ocupó de una nueva polémica a cuenta de dichas reformas, en esta ocasión protagonizada por los periódicos La Discusión y La Esperanza, cuyas tendencias políticas no podían ser más opuestas, demócrata y absolutista, respectivamente. Pues bien, el primero indicó que «una de las ideas que el partido liberal» abrigaba era la de reformar el régimen colonial español, por considerarlo «resto de antiguos tiempos que rechaza nuestro siglo», propósito al que el mencionado diario se sumó de forma entusiasta: «Nosotros siempre hemos clamado por estas reformas», y agregó: El mismo general O’Donnell, tan ciego en todo lo que sea progreso, se inclina a estas reformas. Pues bien: véase con qué insolencia calumnia el corresponsal de La Esperanza a los que pugnan por convertir en provincias de España sus colonias. Con esa desfachatez absolutista, declara que todos los que defienden esta idea son corrompidos. Y declara que el Gobierno del general O’Donnell está adormecido por dádivas. No puede darse una acusación más atroz. Y esto lo ha copiado La Época. ¡Qué amigos tienes, Gobierno!.39 Según puede verse, los ataques y contraataques en torno a tan debatida cuestión llegaron a tomar un cariz muy agresivo, con acusaciones de carácter particularmente serio, tales como las de sobornos y corruptelas, por lo que cabe deducir que los intereses en juego eran de gran trascendencia para defensores y detractores de las reformas ultramarinas. En el mismo discurso de la corona, dentro del párrafo correspondiente a las provincias de ultramar y sus presupuestos, las cifras no dejan lugar a dudas sobre la gravedad de la situación, Ibídem, No. 19, Madrid, 12 de diciembre de 1862, «Contestación a los reaccionarios que combaten las reformas de ultramar», p. 4.

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que hacían ver lo insostenible del sistema que hasta esos momentos había estado vigente en las Antillas, así como en las demás posesiones españolas. En efecto, el importe total de los presupuestos de ultramar para 1862 fue de 41,578,703.98 pesos fuertes en concepto de ingresos, los cuales se repartían del siguiente modo. Cuba: 27,752,259.81; Puerto Rico: 2,964,248.58; Santo Domingo: 705,325; Filipinas: 10,156,870.59. En cuanto al capítulo de gastos, la suma total ascendió a 46,470,186.75 pesos fuertes, cuya distribución era la siguiente: Cuba, en cuyo presupuesto estaba incluido el de la colonia africana de Fernando Poo: 29,462,272.35; Puerto Rico: 3,149,512.87; Santo Domingo: 1,759,332; Filipinas: 12,099,069.53. De la diferencia entre ingresos y gastos resultaba, pues, un déficit de 4,891,482.77 pesos fuertes. La América subrayó muy acertadamente la primera observación que surge al examinar estas cifras, que es sin duda «la de su cuantiosa importancia». De hecho, ese mismo año, los presupuestos de la península ascendieron, «incluyendo 500 millones de reales, de gastos extraordinarios, a 2,500 millones» de reales, mientras que los de las provincias ultramarinas sobrepasaron los 929 millones de reales. La suma de unos y otros constituye «la verdadera cifra de los presupuestos generales del Estado»,40 que se elevaba por consiguiente a alrededor de 3,429 millones de reales, de cuyo total los presupuestos ultramarinos representaban más del 27%. En realidad, aún más que la cantidad a la que ascendía el presupuesto español y su considerable déficit, llama la atención el acentuado saldo negativo que arroja el balance presupuestario dominicano durante el único ejercicio completo en tiempo de paz, por lo cual ese dato no cabe atribuirse a gastos de guerra. El déficit de 1,054,007 pesos fuertes que presentan las cuentas de Santo Domingo resulta tan abultado, que es sorprendente que la revista no hiciese comentario alguno acerca del mismo, por lo menos en un primer momento, ya que no pasó mucho tiempo antes de que las noticias llegadas desde la isla pusieran de manifiesto lo que estaba ocurriendo en ella. Ibídem, No. 20, Madrid, 27 de diciembre de 1862, p. 3.

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Efectivamente, el 25 de febrero de 1863 La América publicó una carta de su corresponsal en Santo Domingo, donde ya se lanzó la primera señal de alarma sobre la compleja situación por la que atravesaba la nueva provincia. Aquel señaló que la reincorporación del territorio dominicano, además de revelar las simpatías de sus habitantes con respecto a España, era una prueba de que el país había agotado todos sus recursos en los dieciocho años de guerra contra los haitianos, «superiores en número y en elementos de poder». De hecho, sus campos estaban abandonados, su comercio era casi nulo, su ilustración estaba muy atrasada y su pobreza era mucha. En tal estado de decadencia, «la bandera española, cubriendo tantas ruinas», había salvado a Santo Domingo «de la esclavitud» y sus habitantes «vieron en su anexión a España la aurora de un brillante día». En efecto, los dominicanos ya estaban «cansados de esperar mejoras, siempre prometidas por sus diversos Gobiernos, y nunca efectuadas», por lo que creyeron que al fin había llegado el tiempo de su regeneración. Acto seguido, el corresponsal se preguntó si sería humano, o tan siquiera político, «darles un nuevo desengaño», a lo cual respondió que la «moderna España» tenía «una gran misión que cumplir en Santo Domingo». Sin embargo, aquel hubo de reconocer que, desgraciadamente, nada se había visto hasta esos momentos en el Gobierno que indicase su intención de mejorar y engrandecer la nueva provincia española. Si bien admitió la posibilidad de que los empleados superiores tuviesen buenos deseos, señaló que les faltaba «el conocimiento perfecto del país», así como un cuerpo consultivo integrado por dominicanos, con quienes discutir las medidas que debían ponerse en práctica, de modo que no chocaran con los usos, costumbres e ideas de los gobernados. Según el autor de dicha carta, a aquellos funcionarios les hacía falta también una cualidad muy necesaria, dadas las difíciles circunstancias reinantes en Santo Domingo: «osadía» para acometer las mejoras económicas más urgentes.41 En opinión del corresponsal de La América, Santo Domingo necesitaba economistas más que militares, y aseguró que el pabellón español era suficiente para garantizar la nueva provincia de Ibídem, año VII, No. 4, Madrid, 25 de febrero de 1863, p. 4.

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todo insulto. No obstante, aquel también afirmó que «el pabellón solo» no la dotaría con fáciles vías de comunicación, ni atraería a la inmigración, ni habilitaría los puertos, ni canalizaría sus ríos, ni rebajaría los derechos fiscales, ni fundaría escuelas, ni economizaría los gastos enormes del clero, el Ejército, la administración militar, ni favorecería el engrandecimiento de la industria. Estas eran, entre otras muchas, las cosas que resultaba más imprescindible abordar, lo cual según el corresponsal no quería decir que no fuesen necesarias las tropas en Santo Domingo, sino que la superintendencia debía «desempeñarla un hombre de claras luces y de mucha y buena doctrina económica», en lugar del gobernador capitán general de la colonia. Aunque se decía que la nueva provincia costaba a la metrópoli una suma enorme de dinero anualmente, si se publicara el reparto que se hacía de los caudales se vería que en Santo Domingo tan solo se empleaba una cantidad muy reducida, mientras que los funcionarios, el Ejército y el clero absorbían «muchos miles de pesos». El corresponsal añadió que el Cabildo eclesiástico de la capital cobraba 65,000 pesos, y que la población de la misma no superaba los 12,000 habitantes. A pesar de todos los problemas existentes, el país se dormía «en brazos de la paz, saboreando un bien que hacía ya dieciocho años que anhelaba» pero también dormía «el espíritu de la industria, y con esta la riqueza y el bienestar» que tanto necesitaba esa provincia. Al final de su carta mencionó la esperanza que se tenía allá de que el Gobierno habilitase en breve el puerto de Manzanillo, y de que se declarasen, aunque fuera durante diez años, «puertos libres algunos de la isla», como los de Manzanillo, Samaná y Santo Domingo.42 Con tales premisas no resulta sorprendente que, menos de dos meses después de la publicación de la carta anterior, La América diese la noticia de «una intentona de rebelión en la nueva colonia de Santo Domingo», aunque subrayó que la opinión pública había dado «poquísima importancia» a ese hecho. El periódico informó de que al parecer se había descubierto «la instigación secreta de una potencia extranjera», lo cual calificó de «conjetura Ibídem.

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plausible en vista de la moralidad política del gabinete sospechado», que no era otro sino el de Washington, dado su permanente interés por apoderarse del territorio dominicano. El redactor manifestó su esperanza en que «este desengaño» bastara para «reprimir las propensiones invasoras» de los Estados Unidos, país al que aludió en todo momento de forma indirecta, sin mencionarlo expresamente.43 La América insertó en sus páginas el relato que había hecho otro medio de comunicación, El Eco del País, con el cual la revista estaba totalmente de acuerdo. Según aquel, la insurrección había sido sofocada por completo, tal como aseguraban los partes oficiales del Gobierno y todas las correspondencias que había recibido. El Eco del País añadió que una vez restablecida la tranquilidad, los revoltosos «hechos prisioneros con las armas en la mano» serían sometidos a la acción de la justicia, y que habría «censurado a las autoridades que en los momentos críticos no hubiesen desplegado toda la energía necesaria para reprimir prontamente el movimiento revolucionario», pero hizo también al Gobierno una petición de clemencia para los vencidos. El mencionado periódico afirmó que aún estaba muy reciente la anexión de Santo Domingo a su antigua metrópoli, y por ello no era de extrañar que hubiera en la isla algunos partidarios de la independencia, «especialmente la parte más atrasada del pueblo, muy fácil de alucinar por los inquietos ambiciosos de esos poderes efímeros de las Repúblicas americanas». El Eco aseguró que España solo anhelaba convencer a los dominicanos de que los miraba «como a hijos iguales en derechos a los nacionales». Es más, en esta ocasión no demostraría «una severidad exagerada que a nada conduciría», porque la insurrección no había encontrado eco en el país, lo que era una «prueba evidente de que el espíritu público la condenaba».44 En el mismo número, La América facilitó los detalles más relevantes del intento fallido de insurrección. Según la reseña oficial de los «desagradables» acontecimientos que habían tenido Ibídem, No. 7, Madrid, 12 de abril de 1863, p. 2. Ibídem, p. 15.

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lugar en la isla de Santo Domingo, «el titulado general Peña, que acaudillaba los insurrectos», se había dirigido al comandante de la localidad haitiana de Fort-Liberté, para anunciarle su levantamiento contra el Gobierno español y pedirle auxilios. En cuanto el Gobierno haitiano conoció la noticia de que el comandante de dicha plaza había contestado a la comunicación de Peña lo relevó del mando. Al mismo tiempo dio instrucciones terminantes a todos los jefes de la línea fronteriza «para que rechazasen», si fuera necesario por la fuerza, «a los que se presentasen armados», cortando absolutamente todo contacto con los rebeldes, «sin dejar pasar a persona alguna que no fuese provista de pasaporte del capitán general de Santo Domingo». Las autoridades de Puerto Príncipe también ordenaron a dichos jefes que internaran en territorio de Haití a todos aquellos que, eludiendo su vigilancia, lograsen cruzar la frontera. La América informó asimismo de que los rebeldes fueron perseguidos por las tropas españolas al mando del general Hungría y se habían visto «obligados a capitular». Por su parte, «el cabecilla Peña», tras abandonar a los suyos, se había presentado en la frontera haitiana, donde solicitó ver al comandante de Fort-Liberté, cuya respuesta fue reforzar todos los puestos fronterizos para impedir la entrada de los fugitivos. A juicio de la mencionada revista, las disposiciones adoptadas en tales circunstancias por el Gobierno de Haití venían a demostrar «una vez más» los deseos que lo animaban de «estrechar las relaciones de amistad y buena inteligencia» existentes entre ambos países.45 La América dio en su siguiente número más información acerca de lo ocurrido en Santo Domingo y, tras elogiar «la rapidez, acierto y valor de las operaciones militares», aconsejó «la mayor clemencia para los vencidos», puesto que la insurrección ya había sido completamente sofocada. En opinión de la revista, el movimiento confiaba en ser «secundado por toda la isla, y que a la vista de un pronunciamiento general el Gobierno español se abstendría de sostener la lucha», para evitar así el derramamiento de sangre. Dicha conducta demostraba también que en los insurrectos no había «odio, ni encono contra los españoles, y que obraban simplemente Ibídem.

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por creer que debían defender la independencia de su patria». Según La América, de todo ello se podía deducir que la insurrección tenía un carácter puramente político, lo cual atenuaba «mucho la gravedad del delito». Por otra parte, como subrayó el corresponsal de la revista en Santo Domingo, los dominicanos estaban «acostumbrados a los fusilamientos», de modo que con ellos no se los atemorizaría, y sin embargo se crearían «odios inextinguibles».46 Acto seguido, La América pasó a enjuiciar el trasfondo político del asunto, y señaló que la anexión de Santo Domingo solo había podido hacerse «en virtud de la voluntad de una parte que, aun cuando fuera la mayoría, no era toda la población de la isla». Por ello, una vez que España había aceptado la anexión, su deber consistía en «llevar allí un Gobierno tan liberal como fuerte», que dejase a los dominicanos una autonomía casi completa con respecto a las cuestiones locales, y solo les hiciera sentir «el peso de la autoridad metropolitana» para impedir «el despotismo de sus antiguos jefes o para mantener el orden», por medio de una justicia recta y del respeto que impusiera su Ejército. De hecho, en opinión de la mencionada revista, Santo Domingo debería haberse organizado con una constitución semejante a la que Gran Bretaña había concedido a Canadá, ya que así se habrían conciliado todos los intereses, «y la anexión no se convertiría en una carga pesada» para la hacienda española. La América consideraba que aún era posible «entrar en esa vía tan conforme con la ciencia moderna como con la justicia y la conveniencia de la metrópoli», y expuso que el Gobierno debería comenzar por una amplia amnistía, que abriese las puertas del país a todos los dominicanos y sirviera «de base para la gran reforma política de la isla».47 El corresponsal de La América en Santo Domingo remitió al director de la misma una carta, fechada el 19 de marzo de 1863, en la que hizo una secuencia muy detallada de los acontecimientos que habían tenido lugar allí a raíz de la insurrección de febrero. Por otra parte, aquel anunció que en la última Gaceta de Santo Domingo se había publicado una disposición del superintendente Ibídem, No. 8, Madrid, 27 de abril de 1863, p. 9. Ibídem.

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de Hacienda que, «equivocando por completo una petición del comercio», imponía a los exportadores un derecho de 300 reales anuales. Tal medida hizo que el autor de la carta se preguntase el porqué de «ese furor con las exportaciones, cuando debiera librárseles de todo derecho», tras lo cual comunicó al director que, en la próxima oportunidad en que le escribiese, le enviaría la exposición que los comerciantes de la capital dominicana habían dirigido a la reina.48 En su edición del 12 de mayo la revista publicó otra carta del mismo corresponsal, quien denunció en ella que los diarios de La Habana habían informado «hiperbólicamente» sobre la insurrección de Guayubín. Aquel añadió además que entre la correspondencia capturada a los rebeldes figuraba una carta del general de división haitiano Simón Sam, comandante en jefe de la frontera, en la cual aplaudía la resolución de Peña y le expresaba sus simpatías. El presidente de Haití había relevado de su puesto al general Sam y ordenado a los destacamentos fronterizos que impidieran a los insurrectos la entrada en territorio haitiano, con lo que salvaba «las apariencias de complicidad», a juicio del corresponsal. Este indicó, con relación a otros asuntos, que Joaquín de Alba, el comisario regio para la reorganización de la hacienda de Santo Domingo, acababa de presentar un proyecto de aranceles que había sido aprobado con «regocijo» por los comerciantes de esa capital. En dicho proyecto se sustituía «el sistema de peso para cobrar los derechos», y con el nuevo sistema se rebajaban considerablemente los derechos de puerto, en tanto que la exportación quedaba libre de los mismos. A continuación, el corresponsal se refirió a algo mucho menos positivo, ya que, si bien aún no había podido conseguir la lista de los empleados de la ciudad de Santo Domingo para probarlo, aseguró que «ni una centésima parte de ellos» correspondía a personas de origen dominicano, lo cual no resultaba precisamente «muy político».49 En suma, tras la derrota del levantamiento de febrero de 1863 la situación de la nueva provincia permaneció casi Ibídem, p. 10. Ibídem, No. 9, Madrid, 12 de mayo de 1863, p. 4.

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invariable, con ciertas perspectivas de desarrollo, pero también con serias amenazas de cara a su futuro más inmediato. En efecto, desde aquella llegaban algunas noticias esperanzadoras como, por ejemplo, que una compañía inglesa iba a construir un ferrocarril de tracción animal para explotar las salinas de Neiba, mientras que otra iba a instalar el alumbrado de gas en las principales poblaciones, y otra más pensaba dedicar dos vapores a la navegación en el Yuna. Sin embargo, siguieron sin resolverse algunos de los problemas más graves y, así, aún no se decía nada de promover la inmigración, de modo que pese a «contener inmensos elementos de riqueza», el país progresaría poco sin habitantes, tal como subrayó el mencionado corresponsal. Al final de su carta, este aludió a la próxima salida desde Santo Domingo hacia Madrid de Pedro Ricart, quien fue uno de los principales artífices de la anexión junto al general Serrano. Tanto Ricart como sus compañeros de Gobierno, entre los cuales el corresponsal citó a Lavastida, Castro y Delmonte, no habían «merecido ni las gracias», con excepción de la gran cruz que se había concedido a Ricart, «por influjo» de Serrano.50 Resulta, pues, comprensible que si el Gobierno presidido por O’Donnell, a pesar de ser el que aceptó la anexión de Santo Domingo, no agradeció los importantes servicios prestados por los dominicanos que la gestionaron y prepararon sobre el terreno, mucho menos aún lo hiciese el Gobierno que sucedió a aquel, cuyo presidente fue el marqués de Miraflores. Desde el 2 de marzo de 1863, fecha de nombramiento del nuevo gabinete, cuya adscripción al partido moderado hacía presagiar una política más conservadora todavía que la del anterior, no cabe señalar grandes reformas en el sistema administrativo de los territorios ultramarinos españoles, excepto la creación del Ministerio de Ultramar, en mayo de 1863. Sin embargo, en sus comienzos, este departamento apenas sirvió más que para dotar de rango ministerial a la preexistente Dirección General de Ultramar, toda vez que el nuevo organismo no contaba con los «medios suficientes para ejercer un control real sobre el aparato administrativo» colonial. Por lo tanto, tal como afirma Agustín Sánchez Andrés, el recién Ibídem.

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nacido Ministerio de Ultramar no trajo consigo la introducción de «alteraciones de importancia en el delicado statu quo colonial» de la monarquía española a mediados del siglo xix.51 A fin de cuentas, el debate propugnado desde la prensa liberal a favor de las reformas, encabezado por La América, no obtuvo mucho más eco que el simbólico de ver cómo las secundaban no solo los medios más afines ideológicamente a dicha revista, sino también un periódico conservador como La Época, según se deduce de estas líneas: La creación del Ministerio de Ultramar quedó resuelta en el Consejo de ayer […]. Esta medida, que responde a una necesidad generalmente confesada, merecerá sin duda los aplausos de los que, conociendo la importancia de nuestras provincias ultramarinas, desean implantar en ellas las reformas prudentes, así políticas como administrativas y económicas, que las asimilen en lo posible al resto de la monarquía y les proporcionen los beneficios y progresos a que tienen derecho, y que al cabo redundan en bien general del Estado.52 De forma muy perspicaz, Félix de Bona, después de prever con bastante acierto la posibilidad de que tal ministerio no representara en España más que una nueva carga para el presupuesto, sin que produjese resultados beneficiosos a las provincias ultramarinas, se preguntó si favorecería la asimilación de las mismas con la metrópoli, o si por el contrario constituía «un paso hacia el sistema de las leyes especiales». De Bona, en un esfuerzo de buena voluntad, aseguró que aun cuando el Ministerio de Ultramar fuera realmente una nueva carga, siempre le parecía «conveniente la existencia de un ministro directamente responsable ante las Agustín Sánchez Andrés, El Ministerio de Ultramar. Una institución liberal para el gobierno de las colonias, 1863-1899, Colección Taller de Historia, No. 44, Santa Cruz de Tenerife; Las Palmas de Gran Canaria, Centro de la Cultura Popular Canaria; Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Instituto de Investigaciones Históricas, 2007, p. 46. 52 La América, año VII, No. 5, Madrid, 12 de marzo de 1863, p. 4 (las cursivas son de la revista). 51

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Cortes y ante la opinión pública de las medidas legislativas» que se tomasen con respecto a las provincias ultramarinas. En definitiva, el mencionado autor aprobó la creación de ese ministerio, cuyos primeros deberes, a su juicio, eran los siguientes: Preparar para presentarlos al empezar la próxima legislatura, los proyectos de ley necesarios: 1.º para que vengan representantes de las provincias ultramarinas a las Cortes, y 2.º para que se discutan y aprueben en estas los presupuestos de aquellas islas. Después que tengamos diputados ultramarinos procederá la presentación de los proyectos de ley que han de dar a cada provincia ultramarina la libertad de acción política dentro de su propia localidad, estableciendo los puntos de enlace y unidad con la madre patria.53 Siempre de acuerdo a lo planteado por De Bona, la cuestión era de tan vital interés como compleja en su realización, pero aquel sospechaba que, dado el laconismo del decreto, el Gobierno no le concediera «más alcance que el de una medida de circunstancias para la política peninsular, y de carácter puramente administrativo para el gobierno de las provincias ultramarinas». Al final del artículo, De Bona se manifestó convencido de que si esa hubiese sido su intención, los propios autores del decreto comprenderían bien pronto que la lógica era inflexible, y que la creación de un Ministerio de Ultramar debía «traer forzosamente la asimilación política y la reforma liberal a todas las provincias ultramarinas».54 En las primeras páginas de La América, bajo el título de «La amnistía en la isla de Santo Domingo», el mismo De Bona abordó la situación creada en Santo Domingo tras la anexión, así como la reciente amnistía concedida a muchos de los insurrectos, con la agudeza que solía caracterizar casi todos sus análisis del sistema colonial español. De hecho, el articulista de La América era sin Ibídem, No. 10, Madrid, 27 de mayo de 1863, «El Ministerio de Ultramar», por Félix de Bona, p. 13. 54 Ibídem. 53

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duda un consumado experto en política ultramarina, sobre la cual escribía asiduamente en esa revista, que lo tenía como uno de sus colaboradores de referencia en la materia. Con respecto a dicho asunto, De Bona señaló que desde que Santo Domingo se reincorporó a España, había corrido «dos veces la sangre por cuestiones políticas», y que quizás se hubieran evitado tales sucesos, «si el acto de aquella reincorporación hubiera sido acompañado, entre otras reformas políticas, de una amnistía general». De Bona ya había asegurado entonces, y en este momento volvió a repetirlo, que «la incorporación sería ventajosa o perjudicial según fuera el sistema político y administrativo» que se siguiese con los dominicanos. De hecho, el articulista señaló que la anexión «exigía un cambio muy liberal en la política española ultramarina», y que si esa condición indispensable no se cumplía, Santo Domingo sería para España «una causa permanente de gastos y de disgustos», lo cual, aparte de empobrecerla, debilitaría sus fuerzas. Sin embargo, el Gobierno unionista de O’Donnell creyó que bastaba con trasladar al nuevo territorio la organización política, judicial y administrativa de Cuba, «sin tener en cuenta los adelantos de la opinión liberal en América». Como consecuencia de ello, Santo Domingo «pasó repentinamente de un sistema republicano, más o menos anárquico, y en el que la dictadura alternaba con las revoluciones, pero sistema al fin fundado en principios democráticos, a la centralización casi absoluta del poder».55 En efecto, el capitán general de Santo Domingo, como el de todas las posesiones coloniales españolas, «tomó desde luego el doble carácter de gobernador político y militar de la isla». Además, había en la capital un gobernador civil y otro militar, así como cinco gobernadores político-militares en otras tantas capitales de provincia, de los cuales dependían, «al frente de cada pueblo de su jurisdicción, o bien un sargento con unos pocos soldados, o bien un capitán con su compañía». Por lo que respecta al ramo de Hacienda, este contaba con intendencia, contaduría, tesorería general, comisaría regia y las correspondientes administraciones Ibídem, No. 11, Madrid, 12 de junio de 1863, «La amnistía en la isla de Santo Domingo», por F. de Bona, pp. 2-3.

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provinciales. En una palabra, subrayó De Bona, se había «llevado a Santo Domingo esa inconveniente multiplicación de funcionarios públicos», que eran «tan costosos de mantener, como estériles para producir una saludable influencia en los progresos del país». Siempre según el mencionado autor, había muerto allá legalmente la libertad de imprenta; no había «representación popular ni siquiera Consejo provincial»; la administración de justicia, cuya cabeza era la Audiencia, y en la cual se conservaban los antiguos alcaldes mayores, se había implantado sin reforma alguna. El cambio había sido «fuerte, y el contraste, con la antigua libertad de la República», cada vez hería «más vivamente a los dominicanos».56 A continuación, De Bona pasó a ocuparse de los aspectos económicos del problema, y aunque disponía de ciertos conocimientos sobre el particular, no por ello deja de incurrir en algunos errores de considerable importancia, en gran parte motivados por su propia visión de la realidad dominicana, cuya principal característica es un marcado etnocentrismo. En cuanto al presupuesto necesario «para esta costosísima y complicada administración», el mismo se elevaba a 1,759,332 pesos fuertes, y como los ingresos solo ascendían a 701,520, el presupuesto de Cuba estaba obligado a soportar el cuantioso déficit resultante. A la vista de unos datos tan negativos, el articulista aseguró lo siguiente: Creer que con este sistema se ha de prestar nueva vida a la isla Española, es desconocer por completo las condiciones de aquel pueblo. Allí se necesitaba, sí, asegurar el orden y la paz, pero manteniendo intacta su anterior libertad política, y aumentándola con las garantías de un Gobierno apoyado por sus propios y grandes recursos y por el interés de los mismos dominicanos. Santo Domingo tiene poca y muy atrasada población [...]. Además la población es heterogénea y está muy mezclada; tiene como todo pueblo atrasado que ocupa un extenso y fértil territorio, costumbres viciosas y gran número de gentes holgazanas y frugales, que solo se aplicarán a trabajos 56

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activos a medida que los europeos o norteamericanos, se presenten en competencia y vayan ocupando los terrenos más productivos. Para esto se requería un sistema económico muy liberal, sostenido por grandes garantías políticas.57 Sin embargo, nada de eso se hizo y la reincorporación, hasta ese momento, solo había servido para que consolidasen «sus fortunas algunos habitantes de la isla a beneficio de las garantías de seguridad» que ofrecía un régimen militar, sostenido a costa del presupuesto español. A juicio de De Bona, semejante resultado no podía justificar en pleno siglo xix un ensanche territorial, puesto que había pasado «el tiempo en que se creía que extender el área de una nación, adquiriendo provincias ultramarinas, equivalía a aumentar su fuerza y representación». Por el contrario, la experiencia que España tanto había sufrido enseñaba que «las colonias sin vida propia, en lugar de robustecer, debilitan; en vez de enriquecer, empobrecen». De esta premisa general, el autor dedujo que si Santo Domingo había de necesitar una constante tutela política, si había de mantener su Gobierno a costa de la metrópoli, y si había de aumentar lentamente su población sin más inmigraciones que las procedentes de la península, la reincorporación sería «sumamente gravosa» para España.58 Como ya se señaló más arriba, De Bona compartía la típica mentalidad europea decimonónica, que consideraba la cultura occidental superior a todas las demás, razón por la cual estaba llamada a civilizar al resto de la humanidad, en una especie de misión poco menos que providencial, derivada de la creencia absoluta en sus propias bondades. Así pues, se comprende que aquel afirmase con rotundidad que no debía sorprender que en Santo Domingo aparecieran muchos descendientes de quienes, setenta años atrás, aún eran esclavos, «con restos todavía evidentes de aquella degradación moral que caracteriza a los salvajes». No obstante, por difícil que fuese «la solución de este terrible problema social», De Ibídem. Ibídem.

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Bona se preguntó si España conseguiría «atenuarlo siquiera por medio de un régimen político reconocidamente contrario a los progresos de la civilización», a lo que respondió con una negativa tajante. En su opinión, «el hombre solo puede perfeccionarse guiado por el ejemplo», y para que el ejemplo se presentara a la vista de los dominicanos y sus necesidades se despertasen y sintiesen su propia responsabilidad, era «preciso atraer población nueva, activa e ilustrada a aquella isla», que les enseñara con su ejemplo a trabajar. Para tal fin, se hacía necesario que el régimen político de la isla ofreciese «amplias garantías a las personas, a las propiedades y al trabajo». Por otro lado, resultaría absolutamente vergonzoso que Santo Domingo «hubiera vuelto a formar parte de la nación española para reproducir en ella el régimen antiguo, que dio tan funestos resultados».59 En conclusión, el autor expuso que el decreto de amnistía que había motivado su artículo, aunque era una buena medida, no produciría todos los bienes que de ella debían esperarse, sino se pensaba «seriamente en plantear un sistema político, que a la par de asegurar el orden y la paz», acostumbrase a los dominicanos a gobernarse por sí mismos, mediante una libertad que los estimulara y los elevara «a la dignidad de verdaderos ciudadanos». Era preciso que tuviesen intervención y votasen sus propios presupuestos, para que supieran «cuánto cuesta y cuánto vale un buen gobierno», que tuviesen «libertad para deliberar y para discutir en la imprenta sus propios negocios», y que disfrutaran de esa autonomía provincial de que gozaban las colonias inglesas y que contribuía tan poderosamente a sus progresos. Según De Bona, debía darse a los dominicanos libertad política, libertad económica y paz, y pronto su población aumentaría, con ella su riqueza, y con su riqueza dejaría de ser «su unión a la metrópoli una pesada carga».60 Pese a todos estos consejos de De Bona y otros autores, en el sentido de liberalizar el sistema administrativo y político de las provincias ultramarinas de España, en general, y muy particularmente Ibídem. Ibídem.

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el de Santo Domingo, dadas sus peculiaridades por tratarse de un territorio recién incorporado a la monarquía, casi ninguno de ellos se puso en práctica. Así, por ejemplo, poco más de un mes después del artículo anterior, La América volvió a referirse a la situación dominicana, y lo hizo de nuevo por causas no muy positivas. En efecto, tanto las noticias llegadas a la revista desde Santo Domingo, como las que habían publicado otros periódicos, coincidían «todas en que el sistema administrativo planteado en aquella provincia, sobre resultar muy costoso», producía descontento y podía «hasta provocar serios conflictos internacionales». Al parecer, según informó La América, entre otras cuestiones, se había «promovido una muy desagradable con la secta de protestantes metodistas norteamericanos», a los cuales se les había despojado de un edificio que poseían por concesión del anterior Gobierno dominicano. Los metodistas, como era de esperar, se habían quejado al cónsul de su país, por lo que «no sería extraño que en este punto tan delicado para los Estados Unidos y aun para Inglaterra, se apoyaran después en reclamaciones diplomáticas muy agrias». La revista llamó la atención del Gobierno muy especialmente sobre «tan espinoso asunto», y le pidió que lo resolviese «con arreglo a los principios que reclama la civilización moderna, a la vez que la necesidad» de no crearse problemas, que «empezando en Santo Domingo pudieran afectar hasta a la seguridad de las demás Antillas». A juicio de La América, los tiempos ya no permitían «ciertos actos de intolerancia, y menos en América que en otra cualquier parte de Europa». Además, bastantes obstáculos tenían que vencerse para consolidar la anexión de Santo Domingo, sin necesidad de aumentarlos «inconsideradamente por no respetar algunos hechos» que afectaban «intereses demasiado poderosos para convertirlos en enemigos de la influencia española en aquellas regiones».61 Con motivo del crítico estado financiero derivado del grave déficit presupuestario de las cuentas de ultramar, por real decreto de 30 de junio de 1863 se creó una comisión de tres senadores y otros tantos diputados, a la cual se encargó que examinase los presupuestos generales de las provincias ultramarinas del año económico Ibídem, No. 13, Madrid, 12 de julio de 1863, p. 4.

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1863-1864, así como las cuentas generales del año anterior. Tal como subrayó De Bona, ese decreto, «más que una medida de progreso y previsión», era «ya una medida de absoluta necesidad, ocasionada por un conflicto fiscal, porque dichos presupuestos presentaban antes un gran superávit y hoy están en déficit, porque el pingüe ingreso que antes figuraba en los presupuestos de la península con el nombre de sobrantes de ultramar» había desaparecido. En su lugar existía «una partida de gastos quizás de 40 millones de reales para cubrir atenciones ultramarinas. Y llegadas las cosas a este punto [...], no podía menos de llevarse la cuestión ante las Cortes», para que estas analizaran «las causas de esa gran perturbación fiscal ultramarina, de ese enorme aumento de gastos» a los cuales no se podía atender, pese al considerable incremento de los ingresos que presentaban los presupuestos de Cuba y otras islas. En opinión del autor, era preciso saber por qué se había duplicado el presupuesto de gastos en Santo Domingo, que según expuso «con datos, al parecer muy seguros, el semanario político titulado El Siglo Industrial», se elevaban en 1863 a 3,500,000 pesos fuertes, frente a los 1,750,000 presupuestados para el año anterior, y de los cuales tan solo el Ejército consumiría 2,600,000 pesos fuertes, en lugar de los 1,300,000 del ejercicio precedente. También era preciso que las Cortes viesen «si la administración planteada en aquella isla con motivo de la anexión» se hallaba en concordancia con las necesidades, los hábitos y las tradiciones de sus habitantes, así como que las Cortes supieran y la nación se enterase «de lo que allí tenían los dominicanos», y de lo que hasta ese momento se les había dado. Por último, De Bona concluyó con una seria advertencia: Y como todo gobierno o administración imperfecta perece al fin por efecto de las complicaciones que se crean en la cuestión económica y especialmente en la parte que toca a la hacienda pública, cuando de tal manera se aumentan los gastos que representan seis o siete veces el producto de los ingresos, o la provincia en que esto pasa se conmueve profundamente o es preciso apelar a remedios enérgicos y eficaces.62 Ibídem, «Una comisión de las Cortes para los presupuestos de ultramar», por F. de Bona, p. 5 (las cursivas son de la revista).

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Pese a la gravedad de la situación, el Gobierno español se limitó a hacer pequeñas reformas, que no solucionaron ninguno de los numerosos males que aquejaban a Santo Domingo en aquellos momentos tan cruciales para la soberanía de España sobre su nueva provincia ultramarina, como si lo ocurrido en febrero no hubiera tenido importancia. Así, por ejemplo, se introdujeron algunas modificaciones en materia de nombramientos, los cuales fueron siempre una cuestión muy delicada para la política colonial española. De este modo, en agosto de 1863, al mismo tiempo que estallaba la insurrección definitiva que habría de poner fin, dos años más tarde, a la presencia española en el territorio dominicano, se estableció por real decreto una serie de normas para los ascensos en la administración de ultramar, dentro de los ramos de Gobernación, Fomento y Hacienda. En Santo Domingo, las vacantes correspondientes a ascensos debían distribuirse entre los empleados de ultramar y los de la península, con arreglo a las siguientes disposiciones: 1.ª Las vacantes de oficiales se proveerán todas en empleados de la isla. 2.ª De las de jefes de negociado se darán dos terceras partes a los empleados de la isla y una tercera a los de la península. 3.ª En las vacantes de jefes de administración se observará lo dispuesto para las islas de Cuba y Puerto Rico.63 En estos dos últimos territorios se había estipulado que las mencionadas vacantes serían de libre elección por parte del Gobierno, y que el nombramiento debería «recaer siempre en empleados de la categoría inferior inmediata».64 Sin embargo, la orden de que las vacantes para determinados puestos se cubriesen con empleados de la isla no significaba que tales nombramientos fueran a recaer solo en empleados de origen dominicano, sino que más bien se refería a todos aquellos que prestaban sus servicios en dicha administración insular, con independencia de su Ibídem, No. 16, Madrid, 27 de agosto de 1863, pp. 9-10. Ibídem, p. 9.

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lugar de nacimiento. Por lo tanto, estas medidas no servían para dar respuesta al problema derivado de la escasa presencia de dominicanos en los cargos públicos, una situación que, como ya se indicó, era lógicamente objeto de muchas críticas, y que constituye una de las principales causas por las cuales el descontento contra la anexión se generalizó cada vez más. El creciente malestar que reinaba en Santo Domingo no se advertía, o al menos no con la claridad necesaria, desde España, como cabe deducir de las tímidas reformas emprendidas y de algunas lecturas demasiado complacientes de la realidad dominicana, que a esas alturas ya estaban siendo superadas por unos hechos cuya contundencia no tardaría en manifestarse. En efecto, justo cuando estalló la insurrección de agosto, y sin tener aún conocimiento de la misma, La América publicó un artículo que revela bien a las claras la casi total indiferencia, no solo de la clase política, sino también de algunos periodistas, y por ende de buena parte de la opinión pública, con respecto a la seriedad del estado de cosas en Santo Domingo. Así pues, se comprende que José Arias Miranda, autor de la obra titulada Examen crítico-histórico del influjo que tuvo en el comercio, industria y población de España su dominación en América, que recibió un premio de la Real Academia de la Historia en 1853, escribiese estas poco menos que idealizadas líneas acerca de la nueva provincia española: Santo Domingo, mientras fue nuestra, no dio jamás señal alguna de perturbación: entran los franceses a poseerla, y al poco tiempo se declara en rebeldía, y consigue a la fuerza separarse de extraña dominación; en contraposición acabó de verse que la parte española separada de hecho de medio siglo atrás, volvió sin requerimiento, excitación ni diligencia a buscar su redil, a aclamar el centro de autoridad que en otra época la hiciera feliz, a formar llena de júbilo una parte integrante de la nacionalidad española. Ejemplo único de su clase que registra la historia.65 Ibídem, «Ojeada crítica sobre la dominación española en América. I», por José Arias Miranda, pp. 5-6; véase p. 6.

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La única reforma de importancia considerable que emprendió el Gobierno español para tratar de mejorar la administración de Santo Domingo, y en una fecha tan tardía como el 31 de agosto de 1863, fue el establecimiento de un Consejo administrativo en Santo Domingo, según el modelo de los ya existentes en Cuba y Puerto Rico. Estos, a su vez, se habían puesto en marcha con arreglo a las disposiciones generales estipuladas en el real decreto de 4 de julio de 1861 sobre organización y funciones de los Consejos de las provincias de ultramar, el cual contenía las reglas que fijaban «el procedimiento en los autos contencioso-administrativos», así como «la sustanciación de las competencias de jurisdicción y atribuciones». Dichos Consejos eran unos organismos colegiados y consultivos, que se encargaban de asesorar a la máxima autoridad de la provincia, es decir el gobernador, en todos los asuntos de naturaleza político-administrativa. Los gastos de material de esta nueva estructura burocrática debían sufragarse con cargo al presupuesto asignado a la secretaría del Gobierno Superior Civil, y en su composición encontramos, cabe decir que por fin, un elevado número de miembros dominicanos.66 Los consejeros de la sección de lo contencioso tenían un sueldo anual de 3,000 pesos fuertes y el secretario del Consejo cobraba 2,000. Los consejeros nombrados para dicha sección eran todos de origen dominicano: Pedro Ricart y Torres, ex ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores de la República Dominicana; Manuel Joaquín Delmonte, que lo fue de Guerra y Marina; Miguel Lavastida, de Justicia; y Pedro Valverde, gobernador civil de la capital. También se nombró consejeros a Domingo de la Rocha, Francisco Pou, Manuel de Regla Mota, Desiderio Valverde, Teodoro Heneken, Pedro Espaillat, Elías Espaillat, Telesforo Objío, José María Morales, Francisco Javier Abreu, Francisco Sardá y Carbonell, y Miguel Carmona, de modo que los dominicanos representaban una gran mayoría entre los miembros del Consejo de Administración. Por otro real decreto se nombró secretario del Gobierno Superior Civil de Santo Domingo, en sustitución del peninsular Victoriano García de Paredes, a Manuel Lores, quien era oficial primero de la secretaría del Gobierno del Ibídem, No. 19, Madrid, 12 de octubre de 1863, p. 3.

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departamento oriental de Cuba, de lo cual parece deducirse que tal puesto estaba, por así decir, vetado a los dominicanos. La explicación puede encontrarse en que sus funciones, de carácter estrictamente administrativo, requerían un gran dominio técnico de ese campo, requisito para el que quizás no fuera fácil encontrar en Santo Domingo muchos candidatos idóneos. En cambio, el cargo de secretario del recién creado Consejo de Administración sí recayó en la persona de un dominicano, Juan Nepomuceno Tejera, quien era fiscal de Marina.67 Desde su sección habitual de La América, De Bona se refirió a esta nueva medida en los siguientes términos: Conocidas son de los lectores de La América nuestras opiniones acerca de estos cuerpos, que hemos considerado un primer paso hacia el deslinde y división del poder público, como un tímido ensayo para introducir algo del elemento popular en el gobierno de las provincias ultramarinas [...]. Nada, por consiguiente, tenemos que añadir a lo ya expuesto en otras ocasiones; pero tratándose ahora de una isla como la de Santo Domingo, y atendidas las circunstancias en que se crea el nuevo Consejo administrativo, debemos hacer constar con cuánta previsión anunciábamos al Gobierno las complicaciones que surgirán de la reincorporación de la antigua isla Española, insistiendo de nuevo en la insuficiencia del Consejo administrativo para hacer frente a las necesidades de aquel pueblo. Venimos hace años reclamando reformas políticas y administrativas liberales para las provincias ultramarinas; venimos anunciando los inconvenientes de la tardanza en concederlas, y venimos siendo también el blanco de aquellos que acusan de malos españoles a todos los que no defienden la conservación indefinida del antiguo régimen político creado por las leyes de Indias. Justo es ahora, cuando desgraciadamente los hechos confirman nuestras previsiones, que Ibídem.

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[...] redoblemos nuestros esfuerzos recordando lo que en otras ocasiones hemos manifestado, a fin de ver si conseguimos desvanecer preocupaciones infundadas [...] respecto al efecto de la aplicación en ultramar de instituciones liberales que han dado y están dando los más brillantes resultados en las colonias inglesas.68 A continuación, De Bona se lamentó de que el ejecutivo anterior, bajo la presidencia de O’Donnell, si bien había llegado «por fin a comprender estas verdades y sus declaraciones [...] anunciaban una reforma más o menos pronta», no la hubiese hecho a tiempo. El autor subrayó asimismo que, sin embargo, como la vida de los pueblos no podía «amoldarse a la lentitud en la marcha de Gobiernos extremadamente tímidos, el retraso en esta, tantas veces prometida reforma», tenía que «dar sus naturales consecuencias», en referencia a la sublevación que acababa de estallar en Santo Domingo. Lo cierto es que, ya no solo la creación del Consejo de Administración, sino casi cualquier otra medida que se pudiera adoptar, llegaba demasiado tarde para impedir lo irremediable, puesto que la situación era tan grave que prácticamente no había posibilidad de poner coto al levantamiento ni de dar marcha atrás en todos los errores cometidos a lo largo de tan breve período de tiempo. De Bona hizo un apretado compendio de los mismos, el cual resulta muy interesante para comprender hasta qué punto había personas en la propia península que eran conscientes de los numerosos desaciertos de la administración implantada en Santo Domingo. A su juicio, «la diferencia radical entre el sistema político colonial inglés y la política española ultramarina» consistía en que mientras todas las instituciones municipales, judiciales y administrativas de las colonias inglesas se apoyaban «en el principio autonómico del self government, o sea de la acción popular», en las posesiones españolas predominaba «el principio de autoridad».69 Ibídem, «El Consejo de Administración de la isla de Santo Domingo», por F. de Bona, pp. 2-3. 69 Ibídem (las cursivas son de la revista). 68

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Así pues, continuó el articulista, «en Santo Domingo, pueblo acostumbrado a un régimen republicano», se daban «bandos de policía y gobernación que cuentan doscientos veinticuatro artículos y en los cuales se exige licencia, bajo pena de enormes multas, hasta para ejercer el oficio de lavanderas, planchadoras y cocineras». Es más, De Bona añadió que «en aquel pueblo empobrecido por las guerras», donde no había ni podría «haber en mucho tiempo caminos ni aun policía en sus desiertas calles», se pretendía «cambiar por una simple orden la disposición de las puertas de calle de todas las casas», y que «allí, donde apenas se pagaban, ni hoy se pueden pagar contribuciones excesivas, se multiplican las gabelas con todo su cortejo de reglamentación y ofensivas investigaciones». Por si este cúmulo de desatinos no resultase todavía suficientemente amplio, el mismo aumentó aún más si cabe con otros errores de considerable gravedad, entre ellos haberse mandado cerrar las iglesias protestantes, con lo que se exponía al Gobierno español a conflictos internacionales. Por último, «en aquella provincia pobre» se montó «una administración costosísima que además de abrumar al país», amenazaba con «devorar una buena parte de las pingües rentas de la isla de Cuba». Ante tal panorama, De Bona se preguntó qué sucedería con tan desacertadas medidas, a lo cual respondió que cada una de ellas había servido como pretexto a los descontentos y revoltosos para provocar la insurrección, que había estallado ya por tres veces y hecho correr la sangre «a torrentes». El final de su artículo no podía ser más claro y revelador acerca de la única solución posible para la complicada coyuntura dominicana: Para tamaños males no basta, no, la creación de un Consejo administrativo; no basta castigar los gastos como anuncia el Gobierno, rebajando sueldos, retirando o disolviendo la Audiencia, y disminuyendo empleados. Si la reincorporación nos ha de costar disturbios todos los días, si además ha de exigir a cada paso que el Banco Español de La Habana haga préstamos al Gobierno como el que acaba de hacerle de 500,000 duros para atender a los gastos de la última

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insurrección de Santo Domingo, nos conviene abandonar un pueblo que tan cara nos hace pagar su reincorporación. Si por el contrario, ese pueblo quiere vivir con sus antiguos hermanos, dejémosle que cuide por sí mismo de su Gobierno y administración local, como cuidan las colonias inglesas de los suyos respectivos, y garantizándoles únicamente la defensa en caso de invasión exterior y la conservación material del orden interior, habremos cumplido con todo lo que de nosotros puede y debe exigir.70

5. El principio del fin de la etapa anexionista: la insurrección de agosto de 1863 Las anteriores palabras podrían hacer pensar que se trataba tan solo de otro intento fallido, como el de febrero, pero en realidad este nuevo levantamiento extendió aún más la semilla del descontento, sembrado a manos llenas por la desafortunada gestión política, económica y administrativa de las propias autoridades españolas. El ejecutivo de Madrid no escuchó las sabias advertencias realizadas por autores como De Bona, y trató de mantener en su poder el territorio dominicano, pese a la evidencia de que la anexión había resultado un completo fracaso. La explosión definitiva de agosto de 1863 desencadenó una insurrección generalizada, que obligó al abandono de Santo Domingo por parte de España en 1865, tras una guerra abierta que supuso a ambos contendientes enormes pérdidas humanas y materiales, y en la cual llegaron a combatir más de 30,000 soldados españoles. No obstante, una vez más, al igual que cuando el gabinete O’Donnell aceptó la anexión, en este caso la responsabilidad tampoco fue exclusivamente del Gobierno, dado que la prensa, en gran medida, lo impulsó a adoptar una política represiva, con el objetivo primordial de sofocar el levantamiento armado, pero sin afrontar de raíz las causas del mismo. Aunque todo hecho histórico, por lo común, responde a un origen multicausal, siempre suele haber una causa más Ibídem.

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determinante que las otras, cuya función como factor aglutinante de todas ellas actúa de tal forma que permite desencadenar una respuesta frente a aquello que se pretende modificar o incluso destruir, para provocar un cambio. El proceso emprendido tras la anexión tenía como objetivo básico reorganizar Santo Domingo conforme al sistema político, administrativo y económico de Cuba y Puerto Rico, con intención de llevar a cabo «la transición de la pequeña producción agrícola de carácter mercantil y la economía natural de autoconsumo hacia la producción agrícola comercial de exportación». Sin embargo, este modelo no resultó sencillo de implantar en Santo Domingo, «donde no existía la esclavitud, la fuerza de trabajo no era tan numerosa y el acceso a la tierra era relativamente fácil». Por otra parte, los colonos españoles no llegaron en cantidad suficiente «como para contribuir a alterar el secular atraso de la economía dominicana», y además el proyecto de inmigración tuvo en buena medida «un objetivo político de carácter inmediato», dado que con él se trataba de reforzar la presencia española en la isla.71 Si bien el mencionado modelo apenas pudo ponerse en marcha, la política adoptada por España en la reorganización de la nueva provincia «fue poco a poco lesionando los intereses de todos los grupos» que componían la sociedad dominicana, mediante un sistema de opresión que aspiraba a modificar, incluso de manera forzosa, «patrones de conducta ejercidos durante muchos años». Resulta difícil señalar el factor que tuvo un mayor impacto sobre los diferentes sectores sociales, o de qué modo los diversos elementos en juego afectaron a cada uno de esos grupos, puesto que todos ellos «interactuaron en un complejo y contradictorio sistema de acciones y reacciones». En suma, se produjo una gran contradicción entre el acuerdo por medio del cual ambas partes pactaron la anexión de Santo Domingo y «las perspectivas que tenían las autoridades españolas». Por ello, los factores políticos desempeñaron también un cierto papel en el curso de los acontecimientos, toda vez que en algunos sectores sociales minoritarios se alentaba la idea Luis Álvarez López, Secuestro de bienes de rebeldes (Estado y sociedad en la última dominación española, 1863-1865), Santo Domingo, INTEC, 1987, p. 8.

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de que era necesario recuperar la soberanía. En cualquier caso, dichos elementos ocuparon un lugar secundario. De hecho, a juicio de Álvarez López «no fue el amor patriótico del pueblo dominicano a su independencia», sino «la multiplicidad de contradicciones» ya apuntada, la que creó «las condiciones objetivas para que el grueso de la población se sumara a la lucha» por el restablecimiento de la República,72 tal como aconteció finalmente, tras varias intentonas previas, en la insurrección de agosto de 1863. En realidad, las primeras señales de alarma habían saltado en abril de 1862, cuando tuvo lugar en Puerto Plata un movimiento de protesta, cuyo motivo fue la mala aplicación de unas disposiciones de la Superintendencia de Hacienda, sobre la «admisión en los pagos de derechos de aduanas», por parte del comercio, «del papel moneda en circulación». Un nuevo incidente ocurrió poco después, en la noche del 1 al 2 de junio, esta vez en la propia ciudad de Santiago, donde un grupo de 40 a 50 hombres atacó el cuartel por sorpresa, y sostuvo el fuego durante algunos minutos contra la guardia y la compañía de cazadores, que había tenido que salir sin tiempo para vestirse siquiera. Desde luego, la situación en Santo Domingo distaba mucho de ser tranquila, como parecían demostrar los sucesivos brotes de rebeldía frente a las autoridades españolas, ya fuese contra sus medidas administrativas, ya fuese directamente contra sus tropas. Si bien es cierto que el descontento se encontraba muy generalizado, el Cibao era la región en la cual se habían visto afectados más intereses, por tener mayor desarrollo económico que el resto del país y por su importante actividad comercial, tal como se evidencia en el hecho de que estas iniciales demostraciones de hostilidad tuvieron por escenario dicha zona.73 En efecto, la política impositiva adoptada por España contribuyó, sin duda, a aumentar en muchos comerciantes la animadversión que ya sentían hacia las nuevas autoridades, tanto por sus medidas relativas a la amortización del depreciado papel moneda de la antigua República, como «por razón de las trabas mercantiles Ibídem, pp. 7-9. Luis Alfonso Escolano Giménez, «La insurrección dominicana de febrero de 1863. Sus causas e implicaciones internacionales», en Clío, año 79, No. 179, enero-junio 2010, pp. 71-108; véase pp. 98-101.

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impuestas» a sus actividades.74 Resulta también muy significativo que el primer incidente serio contra la administración española estallara precisamente en Puerto Plata, una ciudad donde la inmensa mayoría de los comerciantes eran extranjeros, por lo cual cabe pensar en la implicación más que probable de algunos de ellos en esa protesta, incluso como organizadores de la misma.75 Con independencia de que todos y cada uno de los movimientos contrarios a la presencia de España en Santo Domingo respondiesen a las mismas causas, o por el contrario obedecieran a razones de muy diversa índole, la dificultad principal radica en saber si hubo una causa determinante común, que permita explicarlos de forma homogénea. El factor económico, más bien que el «amor patriótico del pueblo dominicano a su independencia» que menciona Álvarez López, como ya se indicó, parece ser el elemento en torno al cual giran los demás factores coadyuvantes de la masiva reacción social que se produjo a partir del 16 de agosto de 1863 para acabar con el régimen anexionista. La prensa española, como es natural, se hizo eco enseguida de la insurrección, y realizó muy variados análisis sobre sus causas, pero también cayó en simplificaciones e incluso en errores sorprendentes a la hora de interpretar ese hecho, lo que sin duda revela un gran desconocimiento de la realidad dominicana. Otra posible explicación es el empleo de agencias informativas internacionales, cuyas noticias se publicaban en algunas ocasiones quizás sin elaboración ni contraste. Así, por ejemplo, La América recogió en sus páginas la siguiente crónica de prensa: Uno de nuestros colegas, hablando de la insurrección de los negros de Santo Domingo, dice que no se sabe hasta qué punto serán ciertos los cálculos de algunos periódicos que E. González Calleja y A. Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor... p. 111. L. A. Escolano Giménez, «Las tres independencias dominicanas: un difícil proceso de transición hacia la soberanía nacional», en T. Straka, A. Sánchez Andrés y M. Zeuske (comps.), Las independencias hispanoamericanas, Caracas, Fundación Empresas Polar; Universidad Católica Andrés Bello; Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; Fundación Konrad Adenauer, 2011, pp. 799-825; véase p. 821.

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estiman en 500 el número de los rebeldes; pero lo que sí parece fuera de toda duda es que las tropas enviadas desde Puerto Rico han marchado inmediatamente sobre ellos, forzándolos a desbandarse con dirección a las fronteras de Haití, donde es posible que se refugien sin atreverse a hacer frente a los destacamentos que van a su alcance, y tal vez los dispersen y castiguen antes de realizar su propósito. La insurrección negrera de Santo Domingo ha debido quedar concluida si es cierto el siguiente despacho de la Agencia Havas que leemos en La Patrie, y que extrañamos no haya sido comunicado a Madrid por la vía telegráfica: “Nueva York 12 de septiembre. La insurrección de Sadon, en Santo Domingo, ha sido prontamente reprimida”.76 En realidad, los errores de esta noticia no son solo atribuibles a La América, sino también, y sobre todo, al periódico cuyo nombre omitió, que es la fuente de la que se valió aquella, aparte de la mencionada agencia informativa. El hecho de que ese medio se refiriese a la insurrección dominicana con calificativos de carácter étnico, e incluso claramente peyorativos, como el de negrera, podía deberse a un intento de desnaturalización del levantamiento que acababa de estallar en Santo Domingo, lo cual quizás tuviera una intencionalidad política: la desactivación de posibles revueltas en Cuba y Puerto Rico. Resulta asimismo muy llamativo el hecho de haber incluido literalmente una errata de la Agencia Havas, el término Sadon, cuyo significado es difícil de descifrar, pero que bien podría corresponder a los topónimos Santiago o Cibao, dado que estos eran los lugares donde se ubicaba el epicentro del fenómeno revolucionario. Sin embargo, lo único que no deja lugar a dudas es el comentario que introdujo La América, al final de unas líneas tan breves como confusas y repletas de falsedades, fuesen voluntarias o involuntarias, en el cual expresó su confianza en que 76

La América, año VII, No. 18, Madrid, 27 de septiembre de 1863, «Noticias generales», p. 15 (las cursivas son de la revista).

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se viera «confirmada esta lisonjera noticia», relativa a la represión del movimiento insurreccional. En un terreno más preciso y concreto, que conocía mucho mejor, la revista anunció que en uno de los últimos Consejos de Ministros se había acordado plantear de inmediato en Santo Domingo «las economías y reformas administrativas» que desde hacía tiempo «se juzgaban necesarias en vista de la desproporción inmensa» existente entre los ingresos y los gastos. En efecto, el presupuesto de guerra de Santo Domingo ascendía a 1,600,000 pesos, cuando todas las rentas del Estado no llegaban en esos momentos a 14 millones de reales, por lo que en tal situación se había ordenado que las cajas de Cuba pagasen las tropas de Santo Domingo. En el mismo sentido, La América informó de la supresión de la Intendencia de Rentas de dicha provincia, donde en adelante no habría «más que un administrador general con el sueldo de 4,000 duros en vez de los 8,000 señalados al intendente». La revista se refirió también, pero sin darle gran importancia, al nombramiento del mariscal de campo Carlos María Vargas como capitán general de Santo Domingo, en sustitución del general Rivero, de quien se decía que pasaba a ocupar un alto puesto jurídico-militar en Madrid, aunque al menos en esta ocasión admitió que no sabía si tal rumor tenía algún fundamento.77 Un asunto que desde el comienzo de la sublevación despertó mucho interés en buena parte de la prensa fue la actitud que adoptaría Haití ante los rebeldes. Acerca de ello, La América indicó que a los primeros síntomas de trastorno el brigadier Buceta se había dirigido a la frontera haitiana, «donde recibió las mayores seguridades de amistad por parte del general de aquella nación, cuyos deseos de conservar las buenas relaciones» que la unían con España fueron confirmados por el ejecutivo de Puerto Príncipe al cónsul de España.78 En efecto, dicha visita de Buceta tuvo lugar el 12 de agosto, muy pocos días antes de que iniciara el levantamiento, pero la realidad es que las seguridades dadas a unos y otros por el Ibídem, pp. 14-15. Ibídem, No. 19, Madrid, 12 de octubre de 1863, «Resumen oficial de los partes recibidos por el Gobierno de S. M. sobre los sucesos de Santo Domingo», p. 3.

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Gobierno haitiano y sus representantes en la frontera no eran más que palabras. El levantamiento de febrero fracasó en gran medida debido a la falta de ayuda exterior, de modo que los jefes revolucionarios coincidieron en que «la próxima etapa de la guerra […] debía contar con el mayor apoyo de Haití para poder triunfar». Así pues, algunos de los principales cabecillas del movimiento fueron allá «en busca de ayuda bélica y de concurso moral».79 Lo cierto es que aquellos encontraron lo que buscaban, toda vez que grupos de insurrectos al mando de Santiago Rodríguez y Benito Monción, después de la «derrota momentánea sufrida por el movimiento restaurador» en febrero, se internaron en la frontera, desde donde «operaban con la solapada complicidad del Gobierno haitiano».80 Esta actitud es una prueba de la ambigüedad de Haití frente a España pues, cuando menos, toleraba la presencia de los rebeldes en la zona fronteriza, que era muy «difícil de escudriñar por las autoridades», lo que la convertía en «un país al parecer neutral»,81 por el que se habían movido siempre fácilmente los enemigos de uno y otro Gobierno. En junio de 1863 Rivero dio órdenes a los destacamentos que vigilaban la frontera de desalojar a los haitianos que vivían en aquella zona, medida que De la Gándara califica como «una de las más torpes entre todas las que […] se adoptaron». A su juicio, la misma aumentó el odio de aquellos hacia España y los convirtió en encarnizados enemigos» de la anexión, contra la cual se volvieron «con toda su fuerza, que no era escasa ni despreciable», de modo que esa desacertada orden «dio a los conspiradores dominicanos agentes eficaces y a los pelotones rebeldes un contingente valiosísimo».82 Además de esa razón, ya suficientemente poderosa como para oponerse al dominio español sobre Santo Domingo, hay Guido Gil, Orígenes y proyecciones de la revolución restauradora, Santo Domingo, Editora Nacional, 1972, p. 70. 80 L. Álvarez López, «Insurrecciones, conspiración e inicio de la guerra de la Restauración», en Revista Dominicana de Antropología e Historia, año XI, vol. XI, No. 21-22, 1981, pp. 105-135; véase p. 122. 81 R. González Tablas, Historia de la dominación y última guerra... p. 119. 82 J. de la Gándara y Navarro, Anexión y guerra... vol. I, pp. 296-297. 79

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que subrayar también la amenaza que significaba para Haití la reclamación presentada por España, con objeto de recuperar los territorios pertenecientes a la parte española de la isla, según lo que estipulaba el tratado de Aranjuez de 1777. Desde septiembre de 1862 dicha reclamación había quedado en una especie de punto muerto, pero lo más sorprendente del caso fue sin duda el gradual acercamiento diplomático que se produjo entre los Gobiernos de España y Haití a partir de la primera insurrección, en febrero de 1863. El marqués de Miraflores, ministro de Estado y presidente del recién constituido ejecutivo de Madrid, comunicó al plenipotenciario de España en Washington que el Gobierno haitiano, si bien en un principio había visto con recelo la reincorporación de Santo Domingo a España, en esos momentos estaba «contentísimo» con su nueva vecina. A juicio de Miraflores, «la sinceridad de este aserto» quedaba demostrada «con la conducta leal y decidida que Haití» había observado en la intentona revolucionaria de Guayubín. Por su parte, el cónsul de España en Puerto Príncipe confirmó esta opinión a raíz del levantamiento de agosto, tras el cual la respuesta del Gobierno haitiano fue «la más satisfactoria», pues había tomado inmediatamente «las medidas necesarias para prender e internar a todos los malhechores y bandidos dominicanos».83 En realidad, tras el estallido de la segunda insurrección, el 16 de agosto, el contrabando de armas y municiones desde Haití, así como el continuo paso de hombres a uno y otro lado de la frontera, fue posible no solo gracias a la favorable política del Gobierno de Geffrard hacia los insurrectos, sino también a la ayuda que les prestó el general Salnave, quien se había sublevado a su vez contra aquel. En efecto, los principales líderes del fallido movimiento restaurador de febrero se habían refugiado en Haití, y al menos desde julio «no era un misterio para nadie que los merodeadores de la frontera iban a convertirse de un momento a otro en L. A. Escolano Giménez, «La insurrección dominicana de febrero de 1863…», pp. 88-98; véase pp. 97-98. Los documentos que se citan son los siguientes: AMAE H 2375, marqués de Miraflores-ministro plenipotenciario de España en Washington, Madrid, 10-IV-1863 (minuta); y AMAE H 2375, Serrano Milans del Bosch-ministro de Estado, Puerto Príncipe, 24-VIII-1863.

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Ejército revolucionario». De hecho, el 3 de agosto el comandante de la guarnición fronteriza de Capotillo tuvo conocimiento de que «en los pueblos inmediatos de Haití se alistaban hombres y se repartían armas casi públicamente, con vistas a invadir» Santo Domingo.84 Sin embargo, nada de esto parecía conocerse en España, como ya se ha señalado, y por ello la prensa se limitó a transmitir la versión oficial en torno a las excelentes relaciones hispanohaitianas. En tal sentido, La América reprodujo lo que había publicado la Gaceta del Gobierno español en su parte oficial, «con el fin de rectificar las ideas respecto al estado de las relaciones» entre ambos países: «verídicos datos» que demostraban «de una manera indudable la conducta leal y amistosa de Haití, con motivo de la deplorable insurrección ocurrida en Santo Domingo». Siempre según la Gaceta, después del movimiento revolucionario de febrero algunos de los rebeldes vencidos buscaron refugio en territorio haitiano, y «para evitar todo motivo de inquietud a España, el presidente de la República expidió las órdenes más estrictas a las autoridades de la frontera, para que internaran a los dominicanos». Sin embargo, durante la fiesta de santa Ana, patrona de Haití, cuya celebración tiene lugar el 26 de julio, motivo por el cual acude un gran número de personas desde todos los rincones del país al pueblo llamado Limonade, cerca de Cabo Haitiano, «se reunieron allí, sin llamar la atención de las autoridades, para fraguar una nueva revolución». Al frente de este complot, y como su «principal promovedor», se señaló a «cierto coronel Pepillo», quien residía en Montecristi y después pasó a hacerlo en Puerto Plata. Tan pronto como el Gobierno haitiano tuvo conocimiento de esto, informó de todo al cónsul de España en Puerto Príncipe, y al mismo tiempo uno de los ministros se dirigió al norte, como delegado del Gobierno, «a la cabeza de un número suficiente de tropas, con el objeto de tomar contra los refugiados, las medidas que exigieran las circunstancias». A su llegada a la ciudad de Cabo Haitiano aquel arrestó a algunos de ellos, entre los cuales se Agustín Alcázar Segura, La anexión y guerra de Santo Domingo, Astorga, Akrón, 2010, pp. 54-55.

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encontraba el general Lucas de Peña, jefe de la insurrección de Guayubín.85 El parte oficial de la Gaceta continuó con la descripción de los hechos acontecidos a partir de agosto, cuando el ejecutivo de Puerto Príncipe dio al de Madrid nuevas muestras «de su buena fe», tras el estallido del segundo movimiento revolucionario en el Cibao. Así pues, el Gobierno haitiano, «no contento con las pruebas que había dado de su lealtad y buenas disposiciones en la conducta que observó con el comandante del fuerte de Dajabón y con las tropas de su mando», en dos ocasiones puso a disposición del representante de España en Puerto Príncipe un vapor que llevase sus despachos a Santiago de Cuba. De hecho, este ofrecimiento había sido aceptado una vez, y el vapor haitiano fue muy bien recibido por las autoridades cubanas. Además, como varios refugiados que habían entrado en Haití a raíz de los sucesos de Puerto Plata reclamaron diversas nacionalidades, e invocaron la protección de los cónsules de las naciones a las cuales decían pertenecer, el gabinete Geffrard «pasó una nota a esos agentes manifestándoles que, sin salir de las prescripciones del derecho de gentes, procedería a internar a dichos refugiados». De la contundente afirmación con que concluyó la Gaceta cabe deducir que la misma no parecía albergar ni la menor duda con respecto a la sinceridad de las intenciones de Haití, toda vez que esas medidas probaban «de un modo inequívoco» que el Gobierno haitiano no había tenido «nada que ver con ninguno de los movimientos revolucionarios» ocurridos en Santo Domingo.86 En cuanto a las medidas que debía adoptar el Gobierno español para poner coto a la insurrección, así como atajar sus causas, puede decirse que hubo algo de debate en la prensa, pero en general la mayor parte de la opinión pública española apostó por la vía militar, como la forma más expeditiva de restablecer la tranquilidad en la nueva provincia. En esta línea se encontraba, por ejemplo, el diario La Época, de tendencia afín al ejecutivo del partido moderado, que recogió una noticia publicada por La Correspondencia, en La América, año VII, No. 19, Madrid, 12 de octubre de 1863, pp. 14-15. Pepillo es el apodo por el cual se conocía a José Antonio Salcedo. 86 Ibídem. 85

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el sentido de que hasta ese momento no se había «acogido ningún dominicano a la amnistía tan magnánimamente ofrecida por S. M. a los comprometidos en el primer movimiento». La Época también se refirió al hecho de que «casi todos los órganos de la prensa, seriamente alarmados en presencia de la insurrección de Santo Domingo», habían emitido su opinión acerca de las medidas que debería adoptar el Gobierno para cortar de raíz las causas de ese «deplorable suceso», y se centró en el caso de La Iberia. Este periódico progresista no ocultaba sus temores de que fuese «imposible el sostenimiento de la tranquilidad y el desarrollo de la riqueza pública en la antigua isla Española», mientras que pisaran el territorio dominicano los jefes que habían «ocasionado la anexión» y alentasen «con su presencia la escisión política». La curiosa respuesta de La Época a dicha sugerencia fue que ese temor no le parecía «suficientemente fundado», porque no había dato alguno que desmintiera «la lealtad de los jefes» a quienes aludía, de lo cual cabe deducir que, o no comprendió el fondo de la cuestión planteada por La Iberia, o no quiso darse por enterado y salió del asunto como pudo. En cualquier caso, la polémica entre ambos medios estaba servida, ya que el diario progresista se preguntó si el Gobierno creía «curar el mal enviando fuerzas para contener y castigar a los insurrectos», y acto seguido pasó a exponer el único recurso que quedaba «para salvar la crítica situación» de Santo Domingo. A juicio de La Iberia, la única alternativa era: El planteamiento de una política liberal, previsora y entendida y poner el mayor conato en sacar el mejor partido de las circunstancias, no con el objeto de realizar para la metrópoli pingües rendimientos, sino para llevar a cabo una misión civilizadora y, por lo tanto, digna de una gran nación.87 La Época replicó que tal era, sin duda, el pensamiento del gabinete, pero no por ello dejaban de ser acertadas las medidas que preventivamente había tomado «para sofocar la insurrección y castigar a los culpables». No contento con estas palabras, Ibídem, p. 3.

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el periódico moderado añadió que cuando el ultraje quedase vengado, y cuando la paz y la tranquilidad se restablecieran en el territorio dominicano, el ejecutivo buscaría y hallaría una solución que satisficiese «los intereses de la metrópoli y de su colonia», y que dejara «incólume la gloria» de España. Por su parte, La América señaló que las noticias de que disponía estaban conformes con las de otro colega de la prensa en que el Gobierno miraba «los asuntos de Santo Domingo con especial interés», y que el Ministerio de Guerra había dictado y dictaría cuantas medidas se considerasen «necesarias para poner a cubierto de toda perturbación» las provincias españolas de ultramar. Es más, dicha revista informó de que se habían dado «las órdenes para que en brevísimo plazo» marcharan 5,000 soldados a Cuba y Puerto Rico, y al parecer también se habían aumentado las fuerzas navales en aguas de las Antillas, por lo que La América aplaudió «la previsión del Gobierno», ante los sucesos de Santo Domingo. Según la crónica de prensa de aquella, un periódico progubernamental indicó, en respuesta al diario El Pueblo, que el gabinete no se había «ocupado de atender a la defensa de las provincias de ultramar completando un sistema de ocupación militar», que previniese «todo género de insurrecciones, porque con la organización actual, con los medios existentes y el patriotismo» de sus habitantes, aquellas posesiones se encontraban «completamente aseguradas».88 En definitiva, tal como puede apreciarse, hubo mucha autocomplacencia y vanagloria, pero muy poca, por no decir que casi ninguna autocrítica, por parte de la prensa española, incluidas publicaciones liberales y avanzadas como La América, a la hora de analizar unos hechos que reclamaban menos apasionamiento y más capacidad de raciocinio. Sin embargo, en lugar de eso la reacción fue buscar a los culpables fuera de casa, como hizo también dicha revista, la cual apuntó a los Estados Unidos en las siguientes líneas: Publicamos en otra parte de este número todos los pormenores que han llegado a nuestras manos sobre los Ibídem.

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lamentables acontecimientos de que ha sido teatro nuestra nueva colonia de Santo Domingo. No es posible desconocer en ellos la acción oculta de la única potencia interesada en arrancar de nuestras manos aquella espléndida posesión, y esperamos, deponiendo todo espíritu de partido, que las disposiciones del Gobierno, basten a escarmentar a los enemigos de nuestra dignidad, asegurando para siempre la supremacía que nos ha conferido la voluntad espontánea de aquellos pueblos. En esta cuestión el sentimiento que debe predominar es el del honor, para mantenerlo incontaminado, aunque sea a costa de los más dolorosos sacrificios.89 Llegadas a este punto las argumentaciones, en las cuales no primaba lo que quizás habría sido más lógico, como por ejemplo el interés por conservar Santo Domingo para obtener de ella una serie de beneficios, sino que todo se reducía a una cuestión de orgullo nacional herido, poco cabía esperar ya aparte de lo que sucedió, es decir, una guerra abierta. En un primer momento, los refuerzos se enviaron desde Cuba y Puerto Rico, para una mayor rapidez en la respuesta frente a los insurrectos, y así se hizo con los batallones de Madrid y Puerto Rico, procedentes de dicha isla, y con el segundo batallón de Nápoles, una sección de Sanidad, un batallón del regimiento de La Habana y una compañía de Ingenieros, en el caso de Cuba. El mando de las tropas de esta última se confió al general De la Gándara, quien naturalmente «debía ponerse al efecto a las órdenes del capitán general de Santo Domingo».90 No obstante, esto fue solo el comienzo de una operación bélica a gran escala, cuyo estudio no se abordará aquí, pero interesa subrayar que, sin un sereno análisis de los pros y los contras, muy poco tiempo después de las primeras fuerzas, cuya entrada en acción había sido casi automática, el Gobierno seguía «en la firme Ibídem, No. 20, Madrid, 27 de octubre de 1863, «Revista general», pp. 2-3. Ibídem, No. 19, Madrid, 12 de octubre de 1863, «Resumen oficial de los partes recibidos por el Gobierno de S. M. sobre los sucesos de Santo Domingo», p. 3.

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resolución de enviar nuevos refuerzos a las Antillas». En efecto, según publicó La América el 27 de octubre, antes de un mes saldrían otros dos vapores con más tropas, pero en esa ocasión ya desde la propia península. Aunque las opiniones eran mayoritariamente favorables a la intervención armada, El Clamor Público pidió al Gobierno que emplease «todos los medios posibles para sofocar pronto y sin mayor efusión de sangre, la rebelión de Santo Domingo; pero que una vez conseguido este objetivo», acudiera a las Cortes para que le concediesen «la autorización necesaria y abandonar a sus aspiraciones unos súbditos allegadizos» a quienes tanto repugnaba el dominio español. Por su parte, Las Novedades propuso al Gobierno que para combatir la insurrección de Santo Domingo enviara «de una vez desde Cuba todas las tropas» que resultasen necesarias; que se estableciera una escala de aclimatación; que fuesen «tropas de la península a guarnecer y aclimatarse en Canarias», y que las de Canarias salieran hacia Cuba. Por último, el mencionado periódico recomendó que las tropas de Cuba marchasen a Santo Domingo, y que se hiciera «todo de una vez, con prontitud, con energía, para que los sacrificios» de esos momentos, «por su misma eficacia», evitasen otros mayores en el futuro.91 Mucho más crítico con la política seguida por el Gobierno español hacia Santo Domingo, El Contemporáneo señaló que inmediatamente que se abrieran las Cortes se exigiría a quien correspondiese la responsabilidad de los sucesos que habían «traído consigo la insurrección de Santo Domingo». Por otro lado, se exigiría al Gobierno que llevara a los cuerpos colegisladores todos los documentos relacionados con la anexión de dicho territorio, para que se supiese cómo se había hecho y cómo había llegado a consolidarse, y cuánta responsabilidad cabía «a los autores de tal pensamiento». La América recogió asimismo una serie de noticias cuyo tono era en cambio muy complaciente con el ejecutivo, ­publicadas por La Correspondencia, según las cuales el Gobierno había «seguido observando día por día la situación de Santo Domingo, estudiando el modo de mejorarla». De hecho, «las Ibídem, No. 20, Madrid, 27 de octubre de 1863, «Revista general», p. 13.

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propuestas del general Rivero para la reforma de la administración fueron todas aprobadas», y «cuando no se veía tan inminente el peligro» que existía, el ministro de Guerra había ordenado enviar 6,000 hombres de refuerzo a las Antillas, y «también fue relevado cuando se creyó conveniente el capitán general de Santo Domingo». Es más, el nuevo gobernador llevaba instrucciones detalladas sobre lo que debía hacer en toda clase de circunstancias; y por último, el Gobierno había enviado dinero, municiones y todo cuanto allí podía hacer falta, y, por si esto fuera poco, lo había hecho «cuando no apuraban los sucesos, cuando sus actos podían considerarse solo como medidas previsoras».92 La dificultad de las operaciones resultó de una envergadura considerable, dada la rapidez con que se había extendido el levantamiento en Santo Domingo, y para llevarlas a cabo se contó incluso con los servicios de la empresa privada de vapores transatlánticos López y Compañía. En efecto, la misma, con recursos hasta entonces «desconocidos en esta clase de empresas», había ofrecido al Gobierno español, en vista de dichos sucesos, «el hacer salir hasta cinco grandes vapores para el transporte de tropas y pertrechos» hacia las Antillas. No obstante, ya se había embarcado en los vapores de guerra León y Colón el segundo batallón de Marina, buques que «hicieron inmediatamente rumbo para las Antillas», y también había arribado a Santander el vapor Alba, «encargado de recoger los contingentes dados por varios cuerpos con destino a las Antillas». La fragata Concepción zarpó de Cádiz con dirección a La Habana, a donde condujo un batallón de Infantería de Marina. Además, se había llamado «al servicio activo 18,000 hombres de la reserva, correspondientes al sorteo» de ese año, y la fragata Villa de Madrid, un buque de 50 cañones recién construido, que se encontraría listo alrededor del 5 de noviembre, iba a partir para Cuba con otros 1,000 hombres a bordo.93 Así pues, en todos los arsenales españoles reinaba «la mayor actividad», ya que ocho o diez buques de guerra debían «hallarse antes de ocho días bogando hacia las Antillas con el completo Ibídem. Ibídem.

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de los 6,000 hombres del primer refuerzo decretado», y antes de finales de noviembre el Ejército de Cuba quedaría reforzado con 10,000 o 12,000 hombres de la península. En efecto, para hacer frente a tal emergencia, ascendían a 8,000 hombres «los refuerzos que sobre los ya decretados» iban a enviarse a las Antillas, con lo que en total sumaban 14,000 los soldados españoles que fueron destinados a dichas provincias ultramarinas en un primer momento. La América concluyó su crónica con estas expresivas palabras, referentes a los operativos militares: «¡Quiera Dios que lleguen a tiempo!»,94 las cuales resultan bien reveladoras de la tensión con que, sin duda, se vivían en España los hechos que estaban aconteciendo en la orilla opuesta del Atlántico. La situación de peligro era percibida como una amenaza para la soberanía española, no solo sobre Santo Domingo, sino también sobre las restantes posesiones antillanas, ya que se temía un efecto de contagio que, si bien no ocurrió de forma instantánea, tuvo lugar muy pocos años más tarde, a partir de 1868, en vista del triunfo de la insurrección dominicana en 1865. En realidad, el movimiento restaurador se encontraba latente desde el comienzo de la anexión, como se vio en los sucesivos conatos a partir de los sucesos de Moca, y solo una política muy acertada por parte de las nuevas autoridades habría podido tal vez desactivarlo, al menos durante un período algo más prolongado, pero no sucedió de ese modo. Por el contrario, aun a sabiendas de las peculiares características del caudillo, el Gobierno español mantuvo en principio a Santana al frente de la nueva provincia, y lo que es peor, no dio a Santo Domingo una organización adecuada a sus necesidades, que le permitiera desenvolverse con mucha más autonomía política y económica. Lo cierto es que España cometió, como mínimo, tres grandes errores, cuya gravedad va de menor a mayor, el primero de los cuales fue haber aceptado la anexión, con los riesgos de todo tipo que la misma traía consigo, como era de prever y no tardó mucho tiempo en comprobarse. El segundo error de España fue no dar a Santo Domingo un régimen político-administrativo y económico Ibídem.

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lo más liberal posible en aquellos momentos, con el mínimo de interferencias metropolitanas, y haber cometido demasiadas equivocaciones en casi todos los órdenes: desde el moral, religioso y judicial, al financiero, fiscal y comercial. No obstante, el más grave de los tres fue no haber tenido la habilidad ni la inteligencia suficientes para asumir su fracaso como administradora colonial, y haberse empeñado en una guerra estéril y muy costosa en recursos materiales y humanos, hasta el punto de que puede afirmarse que la misma le costó 16,000 bajas, entre muertos, heridos y enfermos, así como 392 millones de reales.95 Dada la conveniencia de emplear más de una fuente, siempre que ello sea posible, cabe citar también a D G. Yuengling, quien menciona que hubo 7,084 fallecidos entre las tropas enviadas por el Gobierno español, cifra que representa casi la mitad del total de las bajas sufridas, lo cual sin duda constituye una proporción bastante considerable. Por otra parte, la ocupación de Santo Domingo y la guerra restauradora ocasionaron a España, según dicho autor, unos gastos superiores a los 240 millones de dólares.96 Sin embargo, no existe un acuerdo en torno a las cifras de la guerra, y otros autores presentan datos muy diferentes, como es el caso de Emilio Cordero Michel, quien señala que el Ejército español llegó a tener 63,000 soldados en Santo Domingo, de los cuales 41,000 eran peninsulares, 10,000 cubanos y puertorriqueños, y los 12,000 restantes, dominicanos. En cuanto a las bajas, este autor indica que hubo 23,000 en total, de las cuales 18,000 fueron entre los peninsulares y 5,000 entre los soldados de origen cubano, puertorriqueño y dominicano, «tanto por heridas provocadas en los combates, como por la fiebre amarilla». Por lo que se refiere al capítulo de gastos, Cordero asegura que el coste de la guerra para España ascendió a 129 millones de dólares. En lo respectivo al bando restaurador, la posibilidad de ofrecer unos datos relativamente fiables se complica aún más, como reconoce el mismo autor, quien afirma que tan solo existen algunas estimaciones, realizadas «sin E. González Calleja y A. Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor... p. 226. D. G. Yuengling (ed.), Highlights in the debates... pp. 153 y 157.

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apoyo documental fehaciente». Según esos cálculos, los rebeldes tuvieron 10,000 bajas, de las cuales 6,000 fueron por muerte y 4,000 por heridas, mientras que el contingente total de las tropas restauradoras osciló «entre 15,000 y 17,000 hombres, mal armados y mal vestidos». Además, como consecuencia del conflicto, la sociedad dominicana «sufrió el empobrecimiento general de todos los sectores de su vida productiva, el decrecimiento de su economía y el estancamiento del proceso de su desarrollo histórico».97 Por último, Jorge Castel proporciona unas cifras que revelan la enorme gravedad de los estragos causados por las enfermedades entre los soldados españoles, y en cambio un número comparativamente muy bajo de muertos a manos del enemigo. Estos últimos ascienden a solo 486, frente a 6,854 fallecidos como consecuencia de enfermedad, es decir, 7,340 muertos por ambas causas en conjunto, y otros 1,525 hombres fueron repatriados por enfermedad. Castel incluye también en su recuento 634 prisioneros o extraviados y 1,384 heridos, lo cual da una cantidad total de bajas en el Ejército español durante la guerra muy próxima a los 10,900 hombres.98 Como puede apreciarse, dicha suma final no llega a representar ni siquiera la mitad de la ofrecida por Cordero, quizás por el hecho de que Castel tenga en cuenta únicamente las bajas que se produjeron entre las tropas enviadas desde España, pero en cualquier caso los datos que recoge este autor coinciden en su mayor parte con los aportados por Yuengling. González Calleja alude a la España que abordó el levantamiento dominicano de 1863 con un término muy clarificador, el de «España calavera», en el sentido de temeraria y aventurera, como demostró al actuar movida con el fin de restaurar el honor nacional, supuestamente mancillado por quienes solo pretendían recuperar el control de su propio país. Tal como subraya dicho autor, «la rebelión no fue contra la esencia identitaria que representaba España», sino que tuvo mucho más que ver con las insatisfechas Emilio Cordero Michel, «Características de la Guerra Restauradora, 18631865», en Clío, año 70, No. 164, junio-diciembre 2002, pp. 39-78; véase p. 70. 98 Jorge Castel, Anexión y abandono de Santo Domingo (1861-1865), Madrid, Cuadernos de Historia de las Relaciones Internacionales y Política Exterior de España, 1954, p. 32. 97

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«expectativas de desarrollo material y político generadas por la anexión, que solo se plasmaron en un incremento de la burocracia y de la intolerancia peninsulares». En efecto, también Bosch supo ver la diferencia entre el elemento nacionalista constitutivo de la guerra de la Restauración, que por supuesto existió en cierta medida, y el aún más significativo, por ser el que se encuentra en las masas populares, de guerra social, aparte del carácter simultáneo que tuvo de guerra civil entre anexionistas y antianexionistas.99 No obstante, lo que ya no resulta tan sencillo es delimitar todos estos factores entre sí, puesto que se encuentran íntimamente entrelazados los unos con los otros, pero no cabe duda de que la anexión y la guerra subsiguiente marcaron en gran parte el devenir histórico dominicano. De hecho, ambos acontecimientos permiten explicar, en buena medida, el fracaso del intento de anexión de la República a los Estados Unidos llevado a cabo por Báez en 1870, como consecuencia de que el grado de madurez de la formación social dominicana era superior al existente en 1861, al menos con respecto a la idea de la soberanía nacional. Deslindar entre sí elementos de una imbricación tan intrincada convierte su estudio en una tarea de enorme complejidad, la cual requiere un trabajo de investigación cuyo foco de análisis se concentre en las dinámicas internas del propio pueblo dominicano, desde el punto de vista político, social y económico, pero el mismo está fuera del alcance de estas páginas. Cabe resaltar el hecho de que «casi dos tercios de la población total» de Santo Domingo vivían «en los territorios que sirvieron de escenario» principal a las luchas de la guerra restauradora. Efectivamente, las zonas más afectadas por las acciones bélicas durante el desarrollo del conflicto fueron la provincia de Azua y las dos del Cibao, Santiago y La Vega, y dentro de estas últimas, muy en particular las áreas de la Línea Noroeste y el norte. De igual modo, se trataba a su vez de la parte más desarrollada económicamente, E. González Calleja, «España “Boba”, España “Calavera” y España “Madre y Maestra”: las relaciones hispano-dominicanas en la conformación de las respectivas identidades nacionales», en Clío, año 80, No. 182, julio-diciembre 2011, pp. 227-248; véase p. 243. El autor cita a J. Bosch, La guerra de la Restauración, 9.ª edición, Santo Domingo, Corripio, 1998, pp. 102-105.

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según se deduce del hecho de que, entre 1862 y 1863, el Cibao aportó «el 65% del valor total de las exportaciones» dominicanas. En buena medida, los productos exportados desde esa región representaban un cierto nivel de desarrollo agrícola, según señala Emilio Cordero Michel, en concreto la explotación del tabaco, el café, el cacao y la caña de azúcar, que constituye «el inicio de un tímido desarrollo precapitalista en el país». Mientras tanto, desde una parte del sur y todo el este se exportó un 35% del valor total, del cual la gran mayoría estaba formada por productos naturales, cuya explotación requería «ninguna o muy poca actividad» humana, por ejemplo maderas, ganado y cueros, miel y cera, frente al irrisorio 2% que representaron las exportaciones de café.100 En definitiva, como resume en acertada síntesis Roberto Cassá, tras el estallido del levantamiento el 16 de agosto y después de tan solo un mes de hostilidades, es decir, a mediados de septiembre, los rebeldes ya se habían hecho con el control de la ciudad de Santiago, «y pudieron en pocos días adueñarse de casi todo el territorio cibaeño». La explicación que da el mencionado autor a la velocidad fulminante de tales hechos no deja lugar a dudas: «En esta segunda rebelión las masas populares respondieron con mayor decisión que en la de febrero». Además, debido a «la torpeza de la administración española», esta quedó casi totalmente aislada en el Cibao, «pues la mayor parte de los burócratas y militares que todavía habían permanecido fieles a España en febrero se comprometieron con las fuerzas insurrectas». Ese fue el caso, por ejemplo, de Gaspar Polanco, «quien fue uno de los cabecillas de las fuerzas españolas y criollas coaligadas en febrero», el cual, dado que era el general dominicano de mayor rango, quedó automáticamente al mando de las tropas restauradoras. Una vez consumada la toma de Santiago por parte de estas, se nombró un Gobierno provisional, a cuya cabeza fue elegido como presidente el general Salcedo, quien era asimismo, subraya Cassá, un «antiguo anexionista y exponente del sector conservador del movimiento». Sin embargo, «los grupos más radicalizados tuvieron una amplia participación» en el Gobierno restaurador, dentro del cual E. Cordero Michel, Características de la Guerra Restauradora... pp. 41-42.

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se produjo «una sorda y a veces abierta lucha de tendencias»101 que costó la vida a Salcedo, quien tras ser depuesto fue ejecutado el 5 de noviembre de 1864, sin juicio previo, por orden directa del nuevo presidente, el general Gaspar Polanco, en circunstancias muy poco claras. En cualquier caso, la disputa entre ambos se debió a una supuesta actitud contemporizadora frente a los españoles por parte de Salcedo, quien además estaba a favor del regreso de Báez al país, postura a la cual se oponían abiertamente Espaillat y el propio Polanco, que era su «adepto fiel, fervoroso y eficacísimo», en opinión de García Lluberes.102 España se había quedado, pues, sin muchos de sus aliados naturales y sin las zonas más ricas del territorio dominicano. Aunque al principio esa situación estuvo circunscrita sobre todo al Cibao, la misma se extendió con gran rapidez y el abandono de la causa anexionista por parte de destacadas figuras militares y civiles fue en aumento también en el resto del país. Así ocurrió, entre otros muchos, con los generales Marcos Adón y Eusebio Manzueta, ambos de la región este, que se pasaron a las filas de los rebeldes en los primeros momentos de la insurrección, pese a tratarse de dos militares que por su antigua y estricta obediencia santanista parecían candidatos poco propicios a un cambio de bando tan radical. Por consiguiente, casi desde el comienzo de la lucha resultó fácil predecir que la derrota definitiva del proyecto anexionista, cuya supervivencia a medio plazo se veía ya entonces como poco menos que imposible, iba a estar basada en un acoso continuo para no dar tregua al adversario, mediante la siempre mortífera táctica de la guerra de guerrillas. De cualquier modo, si bien es cierto que la anexión había nacido prácticamente destinada al fracaso, por su escasa viabilidad política y económica, quizás nadie imaginaba que tal desenlace R. Cassá, Historia social y económica... vol. II, p. 87. Mª. M. Guerrero Cano, «La guerra de Restauración y el abandono español», en Escritos sobre la Restauración, Santo Domingo, Comisión Permanente de Efemérides Patrias; Editora Centenario, 2002, pp. 211-274; véase p. 229. La autora cita a Alcides García Lluberes, «Archivo de la Restauración. Un copiador de oficios del Ministerio de la Guerra», en Clío, año 26, No. 113, enero-diciembre 1958, pp. 122-155; véase p. 152.

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fuera a producirse de una manera tan rápida como en efecto sucedió. A ello coadyuvó de forma determinante, sin duda, la inmediata y masiva incorporación del pueblo a una lucha de características muy diversas, e incluso dispares, la cual acabó por alcanzar el objetivo que se había trazado, es probable que mucho antes de lo que sus propios líderes pensaban. Por fin, el 1 de mayo de 1865 se publicó la ley que derogaba el decreto de reincorporación,103 y el 11 de julio las tropas españolas abandonaron Santo Domingo, poco más de cuatro años después de su llegada, por lo cual el período anexionista representa un breve paréntesis dentro del contexto de la ardua y larga andadura de la República Dominicana en pos de la consolidación definitiva de su independencia. En último término, cabe replantearse el concepto historiográfico de la Restauración, cuyo principal componente legitimador, que fue de carácter político –la recuperación de la independencia dominicana–, permite su lectura en clave instrumental, como un factor empleado de manera intencional para provocar la rápida movilización de toda la sociedad. En efecto, con el mensaje esgrimido en pro del restablecimiento de la República se buscaba motivar al pueblo en su conjunto, tanto a los combatientes como a los contribuyentes, mediante la invocación de unos ideales que se presentaban revestidos de una condición cuasi sacralizada: la patria, la soberanía nacional y la libertad, entre ellas las de culto y pensamiento. Por consiguiente, más allá de las causas reales y efectivas que condujeron al estallido del movimiento revolucionario, subyace a todas ellas una, por así decir, «construcción ideológica que convertía el conflicto bélico» contra el dominio de España sobre Santo Domingo, «en una actividad justificada y legal, es decir, en una guerra justa».104 El concepto de guerra justa tiene una larga tradición en la cultura occidental desde, al menos, la época romana, y sostiene que la guerra puede «justificarse en función de criterios de orden C. Robles Muñoz, Paz en Santo Domingo... p. 244; véase la nota No. 116. Francisco García Fitz, «La Reconquista: un estado de la cuestión», en Clío y Crimen, No. 6, 2009, pp. 142-215; véase p. 200 (las cursivas son del autor).

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jurídico», mediante una extrapolación del «principio de legítima defensa desde la esfera individual a la política». El mismo plantea que todo poder constituido tiene «derecho a recurrir a la fuerza» cuando es agredido, por lo que resulta lícito, según el derecho natural y el derecho de gentes, «rechazar o repeler a los enemigos». Desde la Edad Media, numerosos autores consideran que existen como mínimo tres causas que hacen de la guerra «una acción legal», y entre ellas interesan en particular para nuestro caso las dos siguientes: «La defensa de la integridad territorial cuando un adversario pretendiera invadirlo, o su expulsión si se hubiera llegado a materializar una anexión», así como «la reacción frente a la violación de un derecho o el quebrantamiento de un orden político, moral o religioso».105 Este elemento legitimador no suele faltar en casi ningún conflicto, y la guerra de la Restauración no constituye una excepción en tal sentido, pese a lo discutible que resultaría afirmar absolutamente que su verdadera finalidad fue, sin ningún género de dudas, la recuperación de la independencia dominicana, según se deduce de diversas gestiones realizadas por los rebeldes. Así, el 14 de septiembre de 1863, muy poco tiempo después de haberse constituido en Santiago el Gobierno provisional de la República, su propio vicepresidente se dirigió al representante de los Estados Unidos en Haití para solicitar la intervención de Washington. Es más, en noviembre de dicho año, el ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno restaurador envió una nota al secretario de Estado norteamericano, William H. Seward, en la cual lo invitaba «a intervenir en defensa de los intereses» de ambos países, que «hacían aconsejable un protectorado de la República Dominicana» por parte de los Estados Unidos. Pese a la falta de respuesta, el Gobierno provisional no se desanimó y envió a dos de sus miembros a Puerto Príncipe, para contactar con el agente del ejecutivo de Washington en la capital haitiana, quien acto seguido informó a Seward de que «los Estados Unidos podrían adquirir fácilmente de un Gobierno dominicano amigo» la bahía de Samaná.106 Ibídem, p. 168. C. C. Hauch, «La actitud de los Gobiernos extranjeros...», pp. 18-21.

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No obstante, la lucha restauradora puede considerarse el inicio de un lento proceso de consolidación de la nacionalidad dominicana, pese a los titubeos que, como en el caso de los mencionados intentos, parecían venir a contradecir la dinámica recién iniciada. De hecho, el restablecimiento de las relaciones entre los gabinetes de Madrid y Santo Domingo se vio pospuesto hasta 1874, no solo debido a la experiencia fracasada en 1865, sino también, y además de otras razones, «por el creciente riesgo de anexión de la república caribeña a los Estados Unidos», en particular durante los Gobiernos de Cabral y Báez. Este último llegó a proponer a España en 1878 un protectorado sobre el territorio dominicano, e incluso la cesión de Samaná a la antigua metrópoli, lo que sin duda revela, «una vez más, el oportunismo de los anexionistas dominicanos, siempre dispuestos a cambiar sus alianzas en función del fluctuante interés de las potencias y del cambiante equilibrio de poderes en la región».107 Sin embargo, las lecciones aprendidas a lo largo del período de la reincorporación a España sirvieron como un fuerte antídoto contra el anexionismo, ya que las mismas permitieron dar al traste de forma definitiva con esa persistente tendencia de un importante sector de la clase dirigente dominicana. Para ello resultó fundamental, e incluso imprescindible, el involucramiento activo de la mayor parte de los grupos populares, sin cuya decidida participación es muy probable que el desenlace de esas coyunturas, tan críticas para la supervivencia de la República Dominicana como nación independiente, hubiera sido otro distinto. Había llegado, pues, el momento decisivo, y entre 1863 y 1865 los dominicanos se sumaron en gran número a la defensa de la recién restaurada República, acicateados en buena medida por un sentimiento quizás nuevo y aún algo difuso, pero no por Agustín Sánchez Andrés, «En busca de la reconciliación: la diplomacia española hacia la República Dominicana tras el fracaso de la reanexión, 18651879», en Tzintzun, Revista de Estudios Históricos, No. 55, enero-junio 2012, pp. 157-204; véase pp. 157 y 195. El autor cita a Luis Martínez-Fernández, Torn between empires. Economy, society and patterns of political thought in the Hispanic Caribbean, 1840-1878, Athens; Londres, The University of Georgia Press, 1994, p. 226.

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ello menos fuerte y consistente. Así, al menos, parece deducirse de un soneto escrito por Encarnación E. del Monte, cuyo significativo título, A mi patria, expresa con gran elocuencia su intención de movilizar al pueblo: Quién te dijera, oh dulce patria mía objeto de mis ansias y desvelo gemir te viera el universo un día. ¿Por qué no te tragó la mar bravía que besa humilde tu envidiado suelo cuando tu enseña augusta, sin recelo de la victoria el viento sacudía? De tus proscritos hijos en la frente no imprimieras el sello ignominioso que mira con sarcasmo el extranjero. Ni fueras vergüenza un precedente que en América sienta cauteloso un traidor tan feliz como altanero.108 El mayor mérito de la lucha desigual que se desató durante aquel conflicto bélico reside, sin duda, en el arrojo demostrado por ambos contendientes. De un lado, los restauradores, que luchaban por ver su país libre de tropas extranjeras, lo hacían en condiciones materiales enormemente precarias, como se deduce de la memorable descripción del cantón de Bermejo que realizó Pedro F. Bonó, según la cual entre los combatientes «no había casi nadie vestido», sino que «todos estaban descalzos y a pierna desnuda».109 Por su parte, los españoles, quienes en realidad no tenían una verdadera motivación para pelear, se batieron con valor y denuedo frente a unos adversarios aguerridos en extremo y contra Mª. M. Guerrero Cano, «La guerra de Restauración...», pp. 211-212. La autora cita a Fabio A. Mota y E. Rodríguez Demorizi, Cancionero de la Restauración, Santo Domingo, Editora del Caribe, 1963, p. 69. 109 Jesús Méndez Jiminián, La guerra de la Restauración de Juan Bosch, Santo Domingo, Editora Búho, 2008, p. 16. 108

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otros enemigos no menos temibles: el clima y las enfermedades, sobre todo la fiebre amarilla. En efecto, las adversidades de la naturaleza convirtieron la guerra de la Restauración en un precedente de lo que aguardaba a España en sus próximas contiendas coloniales de Cuba y Filipinas. El desánimo que cundió entre los militares españoles, perfectamente comprensible como consecuencia de la situación a la cual se enfrentaban, queda plasmada de forma muy gráfica en la siguiente carta, escrita el 2 de julio de 1864 por un soldado del Ejército español, que se encontraba destinado en Montecristi: Qué mala compra hizo nuestro Quijote moderno, el insigne O’Donnell de sempiterna memoria, y qué carito [sic] va costando la tan ensalzada anexión. Vive Cristo que si las otras que el bendito ministro se proponía efectuar, hubieran salido como esta, ya tenía su cuenta la infeliz España. Vaya un ministro chico. ¡Qué buena pareja haría con su socio siño Santana!.110 Ante el serio agravamiento de las condiciones del cuerpo expedicionario español en Santo Domingo, comenzaron a levantarse muchas voces que denunciaban tales hechos: La guerra de Santo Domingo está pesando sobre el pueblo español como una gran calamidad. Más de treinta mil hombres han partido de la metrópoli a aquel lejano país para sostenerla; y diciéndolo con franqueza, no solo no tenemos adelantado gran cosa, sino que desgraciadamente van realizándose nuestros vaticinios respecto de la imposibilidad de terminar pronto aquella lucha sangrienta. Después de cuantiosos sacrificios de hombres y dinero, nuestros bravos soldados han tenido que abandonar por completo el interior de la isla, en donde dominan hoy exclusivamente los rebeldes […]. Si no les acomoda la anexión, es Mª. M. Guerrero Cano, «La guerra de la Restauración...», pp. 254-255. La autora toma la cita de Emilio Rodríguez Demorizi, Actos y doctrina del Gobierno de la Restauración, Academia Dominicana de la Historia, vol. XV, Santo Domingo, Editora del Caribe, 1963, pp. 144-145 (las cursivas son nuestras).

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imposible imponérsela sin ocupar militarmente el país, y esto es costosísimo y está sujeto a eventualidades en adelante, según la actitud que tomen algunas Repúblicas de América.111

Dicha alusión a la actitud de algunas Repúblicas no era ociosa, pues resultaba obvio que los Estados Unidos no verían indiferentes una prolongación del conflicto en la isla. En cualquier caso, hasta el último momento hubo asimismo quien defendió a toda costa la posesión de Santo Domingo como algo necesario para España, fuese cual fuese el precio que hubiera que pagar por ella. Los afectados por las enfermedades no morían «en una proporción alarmante», y el número de fallecidos no excedía a los de Cuba y Puerto Rico tanto como se decía; de hecho, «la mayor mortandad en Santo Domingo» era del 5% de los que enfermaban. Estos datos, con independencia de su mayor o menor grado de exactitud, hicieron concluir a Cayetano Martín y Oñate que, aunque valían mucho «algunos centenares o miles de hombres», valían «infinitamente más la seguridad, la honra, la paz y el bienestar de los muchos millones de individuos, que componen cada nación».112 Al parecer, para el mencionado autor no era motivo suficiente, que justificara el cese de una lucha estéril y fratricida, la firme determinación de una gran mayoría del pueblo dominicano de expulsar a los españoles. Cuando por fin se impuso la cordura, ambos países siguieron su propio camino por separado, aunque eso sí, tras un derroche de heroísmo, vidas y recursos materiales, lamentable pero también valioso. Tal es, quizás, la principal lección que hoy nos queda de aquellos hechos tan dramáticos y, como suele ocurrir en las horas más trascendentales de la historia de las naciones, tan plenos de gestos de entrega generosa y desinteresada, Domingo Lilón, «El reconocimiento de España a la República Dominicana», en Cuadernos Hispanoamericanos, No. 668, febrero 2006, pp. 19-27; véase pp. 2526. El autor cita a E. Rodríguez Demorizi, Diarios de la guerra dominicoespañola de 1863-1865, Santo Domingo, Editora del Caribe, 1963, p. 115. 112 Cayetano Martín y Oñate, España y Santo Domingo. Observaciones de simple y racional criterio acerca de lo que interesa a la nación española la posesión de dicha isla, y sobre los beneficios que han de recibir en consecuencia los mismos dominicanos, seguidas de una descripción histórica y geográfica de tan vasta y rica Antilla, Toledo, Imprenta de Severiano López Fando, 1864, pp. 82-84. 111

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de modo que los mismos llegan a adquirir una cualidad simbólica, cuyo recuerdo debería permanecer siempre vivo. En definitiva, se trata de unos hechos que, con respecto a su dimensión humana, al igual que en toda guerra, resultan condenables por el enorme sufrimiento que trajeron consigo, tal como recoge el testimonio de un médico militar, a la vista de las condiciones desastrosas en que debía tratar a los soldados enfermos, que morían sin duda en cantidades importantes. Si bien las tropas españolas enviadas a Santo Domingo tenían una buena instrucción militar, lo cual hizo exclamar a Santana, cuando vio las primeras que llegaron en 1861: «Carajo, estos sí que son soldados», cabe subrayar que aquellas no estaban formadas por militares de profesión, excepto los oficiales, sino que en su inmensa mayoría eran tropas de reemplazo. Tal característica de, por así decir, no profesionalidad llevó a dicho médico a expresar algunas consideraciones que se refieren, sobre todo, al aspecto psicológico del soldado enfermo, muy concretamente del que se encontraba por primera vez en su vida en un medio tan extraño y hostil, y dentro de una guerra a la que, por supuesto, iba sin deseo alguno: Bien se concibe el estado de elemento moral del soldado en general al atravesar tan críticas circunstancias y en particular el del recién llegado de España, en un país de las condiciones del presente en la época actual. Los sentimientos del alma jamás dejan de corresponder a la causa de las fiebres que las provoca y ofrecen en este caso un cuadro verídico y desconsolador. Así los reclutas en su aflictivo estado unos buscan en vano el apoyo de sus allegados, mientras otros solicitan el amparo de sus jefes naturales; estos excitados por el terror quieren apartar de sí las bocas de fuego que temen mutilen sus miembros y aquellos, en fin, dominados por el dolor no aspiran más que anunciar su próximo fin pronunciando sin cesar la solemne frase “me muero”. No así los veteranos que, avezados al aislamiento de la familia y de la patria y tal vez extenuados por una larga serie de continuados sufrimientos, esperan con calma y aparente

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resignación el momento supremo de aspirar a una tranquilidad indefinida.113 Para concluir, a modo de epílogo que permita recapitular los numerosos factores que giraron en torno al complejo asunto de la anexión, dados los problemas internos y externos de muy diversa índole implicados en él, se reproduce el texto de un artículo escrito por José María Autran a comienzos de 1864, titulado «Santo Domingo y la península de Samaná». Este autor ofrece una lúcida síntesis, con datos y opiniones que le sirven para analizar la cuestión desde muchos ángulos, de forma bastante ecuánime y desapasionada, pese a que también incurre en algunos errores de percepción de cierta importancia, lo cual sin embargo no resta un ápice de interés a sus agudas reflexiones: La nación española que navegaba a velas desplegadas por el camino del verdadero progreso, ha encontrado en esa ruta un escollo inesperado, que es al mismo tiempo insuperable: este escollo es Santo Domingo. Todos hemos sido engañados en nuestras primeras esperanzas. S. M. la reina, deseosa como el que más del engrandecimiento de su patria, y celosa como buena madre de agrupar en su torno como súbditos a los que un día se separaron de la metrópoli; las autoridades y el pueblo español, animados del mismo deseo, así como también el ejército y la marina que ensanchaban el teatro de su mutua acción, consideraron como fausto un acontecimiento, que a durar mucho más, pudiera sernos funesto, mil veces funesto. Es preciso no hacerse ilusiones: el pueblo dominicano no nos quiere: acostumbrado a sus hábitos contraídos de muchos años atrás y a un orden de gobierno, Diario de operaciones del batallón de infantería de Puerto Rico, 3.º de línea, por Miguel de Casas, segundo comandante, Neiba, 4 de agosto de 1861 (AGI, 1006, CH 434). Mayor médico Enrique Llansó y Oriol-jefe superior de sanidad militar de la División Expedicionaria, Samaná, 4 de noviembre de 1864 (AGI, 993, CH 1417). Documentos recogidos por Edwin Espinal Hernández, «Geopolítica y armamentos en la Guerra Restauradora», en Clío, año 81, No. 183, enero-junio 2012, pp. 126-190, véase pp. 180-181.

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malo es verdad, pero que se llamaba libre, no pudo soportar por tercera vez a un gobierno extraño que se le había impuesto por la fuerza. Crece con el número de revoluciones el odio a la nación española, ¡cosa extraña! ese odio que tienen los dominicanos a todo lo que hoy es España o la representa, no ha llegado aún al trono de doña Isabel II, a quien respetan, y de la que dicen solamente que ha sido engañada. Podemos, aprovechándonos de esa circunstancia, dejar con honor a Santo Domingo, después de sofocada la actual insurrección, que no será la última si persistimos en querer dominar perpetuamente. Hemos dicho que la actual insurrección no sería la última; ya no somos los únicos que lo creemos y decimos firmemente: veamos cómo se expresa el anuario enciclopédico del 60 al 61 y que se publica en francés. Copiamos un párrafo de Mr. Bonneau referente a Santo Domingo. Dice así: “Está aún en duda si Francia, Inglaterra y los Estados Unidos reconocerán una anexión que, haciendo dueño [sic] a España de la bahía de Samaná, da a esa potencia una verdadera preponderancia en el mar de las Antillas, y pone en sus manos las llaves del golfo de Méjico, el cual al abrirse el istmo de Panamá está destinado a ser el paso exclusivo de las naciones marítimas. Esta incorporación disminuye la importancia de la Jamaica. Por lo tocante a Francia, podría causarle graves perjuicios, imponiendo a la República de Haití, que le debe 50,000,000 de francos, gastos militares desproporcionados a sus recursos, y que podrían dificultar ese pago. Es muy dudoso además que la República Dominicana sea para España una ventajosa adquisición. (Bien lo sabemos por desgracia). Esta colonia, que en el siglo último le costaba 2,000,000 de francos, le ocasionará hoy gastos mucho más considerables sin contar con la extinción del papel moneda que exigirá un primer sacrificio de 30,000,000 de francos cuando menos. Los dominicanos son pobres; les faltan brazos para el cultivo, y la emigración europea no suplirá seguramente esa falta. (Lo concedemos). La España tendrá que sostener

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mucho tiempo sin compensación alguna una costosa administración. (Convenido). Es probable que las insurrecciones se sucedan114. El partido liberal, que es poderoso, no dejará de protestar con las armas, aprovechándose del descontento de muchos oficiales y empleados que la nueva administración (la española) tendrá que excluir de los negocios públicos. Una docena de generales desterrados por Santana, y refugiados en Haití o en las islas inmediatas, no esperan más que la ocasión para sostener la causa de la independencia, y los periódicos españoles del 18 de mayo anunciaban ya que el general Cabral trataba de organizar la insurrección en el distrito de Las Caobas”. (Todo esto es muy cierto). Este párrafo da más luz sobre Santo Domingo que todo cuanto se ha publicado hasta ahora en España. Es preciso que nos dejemos de palabras vanas y discursos en los que siempre se recuerda a Colón y los Reyes Católicos, y nuestras pasadas gloriosas hazañas. Los pueblos no viven ni se sostienen sólo de gloria; y si en épocas pasadas Santo Domingo nos convenía, hoy es una verdadera carga y una falta el tratar de conservarla. Bien es verdad que nos ha costado mucho dinero que no hemos de recobrar jamás; pero quedémonos con la península de Samaná y su bahía como compensación de esos gastos, y nada más. Eso es lo que verdaderamente nos conviene. La bahía de Samaná es tal vez la mejor del mundo; y la nación marítima que poseyendo Cuba y Puerto Rico pueda agregarles la península y bahía de Samaná, dobla a no dudarlo «¡Y qué insurrecciones! Pero lo de menos serían ellas si los españoles pudieran batirse como Dios manda. En ese país lleno de bosque y de manigua, cada árbol es un baluarte, una trinchera cada rama. Las enfermedades diezman a nuestras tropas y hemos visto entrar dos batallones en Santo Domingo y salir para Cuba ochocientos soldados enfermos. Ese solo hecho que se repite cada día, es más significativo que todo lo que pudiera sugerirnos la imaginación. Por otra parte, cada insurrección de Santo Domingo deja indefensa a la isla de Cuba, y expuesta a un golpe de mano ínterin no llegan refuerzos de España, que no está a la puerta de casa. Es necesario, pues, que dejemos lo que está en el aire para asegurarnos lo que tenemos en la mano, no sea cosa que nos quedemos sin lo uno y sin lo otro» (esta nota y la cursiva, así como los paréntesis que hay dentro de la cita de Bonneau, son de Autran).

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su importancia marítima. Nuestro porvenir en América está en las Antillas, llaves de ese inmenso continente. Si los dominicanos no quisieran cedérnosla, podíamos reconcentrar allí un par de regimientos, que ayudados por dos cañoneras blindadas (que podrían comprarse en los Estados Unidos) y que situadas en el istmo impedirían pasasen los dominicanos, podríamos fácilmente, repetimos, ocuparla toda; y viendo aquellos la imposibilidad de recobrarla, no tendrían más recurso que cederla […]. Esta magnífica bahía, que está situada a 150 leguas de Santiago de Cuba y 70 de Puerto Rico, puede ser emporio de nuestro futuro comercio con el mismo Santo Domingo, y bien fortificada uno de nuestros mejores puertos militares. No nos detendremos a describirla, porque otros lo han hecho ya; pero bueno es dejar consignado que esa península tiene agua abundante y muy buena, y que sus cualidades sanitarias podrían mejorar muchísimo con el cultivo y el desmonte. Pero lo que sobre todo domina es la conveniencia del aumento de poder que proporciona a nuestras Antillas; porque si la Polonia es el baluarte de la Europa, la nación española no debe olvidar que esas Antillas son la Polonia de las Indias Occidentales.115

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El Museo Universal, año VIII, No. 9, Madrid, 28 de febrero de 1864, «Santo Domingo y la península de Samaná», por J. Mª. Autran, pp. 67-68.

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Siglas y abreviaturas utilizadas

AAEE: AGA:

Asuntos Exteriores Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares) AGI: Archivo General de Indias (Sevilla) AGMM: Archivo General Militar (Madrid) AGN: Archivo General de la Nación (Santo Domingo) AHN: Archivo Histórico Nacional (Madrid) AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid) AMAEE: Archives du Ministère des Affaires Étrangères et Européennes (París) comp.: compilador/a comps.: compiladores CSIC: Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España) doc.: documento doc. cit.: documento citado ed.: editor/a eds.: editores expte.: expediente FO: Foreign Office (Londres) leg.: legajo No.: número ob. cit.: obra citada

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Luis Alfonso Escolano Giménez

p.: página pp.: páginas RREE: Relaciones Exteriores s. a.: sin año s. l.: sin lugar s. n.: sin editorial TNA: The National Archives (Londres) UASD: Universidad Autónoma de Santo Domingo vol.: volumen vols.: volúmenes

Índice onomástico

A Abreu, Francisco Javier 630 Adón, Marcos 654 Alba, Joaquín M. de 32, 618 Alcantar Valentín 173, 175, 176, 179, 180, 193, 205 Alcázar Segura, Agustín 642 Alfau, Antonio Abad 42, 250, 281, 291, 352, 355, 385, 386, 387, 388, 391, 395, 406, 407, 436, 459, 479, 497, 503, 516, 519, 533, 534, 598 Alfau, Felipe 48, 49-54, 60, 61, 65, 100, 106, 114, 115, 134, 135, 158, 171, 172, 176, 181, 183, 188, 189, 204, 217, 225, 241, 250, 254, 257, 259, 281, 291, 323, 324, 326-329, 331-346, 352, 355, 380, 385-388, 395, 402, 406, 407 Alfau Durán, Vetilio 137 Almonte, Ramón 589 Álvarez, Mariano 59, 130, 162, 190199, 202, 205-208, 211, 213, 214217, 219, 220, 224, 228, 236-238, 240, 244, 245, 247-250, 253, 254, 257-259, 263-269, 280, 281, 282, 285, 286, 288, 291, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 302, 303, 304, 306, 307, 312, 313, 316, 318, 319, 320,

343, 347, 352, 385, 390, 394, 404, 405, 407, 410, 413, 422, 423, 424, 425, 426, 427, 428, 429, 430, 431, 436, 439, 479, 493 Álvarez de Peralta, José Antonio 48, 51, 52, 183, 329-331, 335, 344 Álvarez López, Luis 441, 443, 444, 445, 448, 459, 465, 635, 636, 637, 640 Andrade, Saturio 342 Angulo Guridi, Alejandro 38, 39, 77, 78, 410, 474, 497 Archambault, Pedro M. 583, 584 Archibald, M. (cónsul de Gran Bretaña en Nueva York) 98 Arias Miranda, José 629 Aribau, Buenaventura Carlos 561, 567 Ariza, general 583 Autran, José María 662, 664, 665 B Báez, Damián 444 Báez Méndez, Buenaventura 16-18, 20, 25, 26, 28, 29, 31, 34-39, 42, 43, 47, 49, 53, 57-60, 74, 81, 83, 89, 93, 99, 101, 103, 104, 115, 116, 118, 119, 121, 127, 137, 147, 151, 164, 225, 227, 302,

684

327, 328, 333, 334, 408, 450, 490, 497, 527, 585, 652, 654, 657 Barrot Adolphe 608 Baud, Michiel 164 Bell, Alexander 279 Bigelow, John 154 Billini, Esteban 473 Billini, José A. 473 Blanco, Ramón 510 Bobadilla y Briones, Tomás 63, 415, 416, 417 Bolívar y Palacios, Simón 208 Bona, Félix de 620, 621, 622, 623, 624, 625, 627, 631, 632, 633, 634 Bonneau, 663, 664 Bonó, Pedro Francisco 589, 658 Bosch Gaviño, Juan Emilio 36, 37, 231, 232, 652 Boyer, Jean-Pierre 208 Breckinridge, John C. 364 Breffit, William 103 Brown, John 320 Buceta del Villar, Manuel 639 Buchanan, Andrew 541 Buchanan, James 145, 146, 152, 153, 159, 356, 397, 541 Bustamante, L. 435 Byron (cónsul de Gran Bretaña en Puerto Príncipe) 167, 168, 174, 175, 221, 222, 602 C Cabral, Jose María 117, 444, 445, 581, 584, 591, 594, 595, 597, 602, 657, 663 Calderón Collantes, Saturnino 48, 50, 51, 52, 54, 100, 122, 125, 141, 177, 183, 191, 196, 205, 217, 219, 244, 267, 280, 281, 285, 287, 296, 298, 300, 326, 327, 330-332, 334, 335, 337, 348, 353, 385, 386, 395, 399, 400, 428-430, 486, 488, 489, 519-522, 541, 544546, 556, 601

Luis Alfonso Escolano Giménez

Cambiaso, Juan Bautista 478, 604 Cañedo-Argüelles Fábrega, Teresa 23 Carmona, Miguel 630 Casado, Pilar 23 Casas, Miguel de 662 Cascales Ramos, María José 600 Cassá, Roberto 23, 164, 165, 229, 231, 653, 654 Cass, Lewis 80-82, 97, 98, 103, 139, 140, 143, 145-152, 156, 158, 160, 232, 233, 234, 251, 253, 310, 358, 359, 360, 361, 363 Castel, Jorge 651 Castellanos, José de la Cruz de 47, 49, 61, 85, 86, 89, 90, 91, 96, 99101, 105-109, 111-114, 116, 126, 174, 183, 185-188, 241-243, 259, 279 Castro, Apolinar de 504, 518 Castro, Jacinto 295 Catalá, Francisco 343 Cazneau, William L. 68, 80-85, 8790, 92-98, 103, 111, 143-146, 148-151, 153, 154, 156, 158-160, 194, 210, 232, 233, 251- 254, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 295, 297, 300, 302, 308, 309, 310, 311, 314, 315, 319, 327, 328, 329, 337, 359, 360, 361, 362, 363, 364, 367, 397, 491 Cerezano, Antonio María 123 Céspedes, Diógenes 92 Cheesman, G. L. 583 Christmas, comodoro 121 Coen, David 79 Colón, Cristóbal 478, 664 Contreras, José 592 Cordero Michel, Emilio 650, 651, 653 Cortada, James W. 356, 396, 402 Courtney, Wilshire S. 157, 304, 305 Crampton, John 547

La rivalidad internacional por la República Dominicana... 685

Crawford, J. T. 536, 537 Cruzat, Manuel Dionisio 531, 551 Cruz Sánchez, Filiberto 382 Curiel, Belisario 474, 589 Curiel, F. 589

Espaillat, Juan Francisco 410, 589 Espaillat, Pedro 630 Espaillat y Quiñones, Ulises Francisco 27, 654 Espinal Hernández, Edwin 662

D Damocles 441 Dávila Fernández de Castro, Felipe 55-57, 59-61, 103-105, 120-122, 128, 130, 133, 134, 185-189, 246, 247, 265, 280, 281, 287, 292-295, 313, 368-372, 374-377, 479, 482486, 530, 534, 619 Delmonte, Manuel Joaquín 250, 283, 298, 416, 417, 505, 507, 619, 630 Díaz del Moral 336 Díaz, Lorenzo 473 Domínguez, Jaime de Jesús 33, 34, 403, 405, 417, 418, 427, 479, 491, 496-498, 499, 518, 519, 551-554, 557, 581, 584, 591, 592, 598, 607 Douglas, Stephen A. 364 Dulce y Garay, Domingo 498 Dupuy, general 225

F Fabens, Joseph W. (también aparece como Fabin) 92, 94, 95, 284286, 288, 299, 300, 319, 360, 491 Faraldo, Tiburcio 48, 49, 75-77, 120-122, 124-127 Florentino, general 581 Fontecha Pedraza, Antonio 561, 566, 567, 568, 577, 599, 637, 650 Fort, Francisco 345, 411, 414, 415 Franco, José Luciano 153, 154 Franco Pichardo, Franklin J. 225, 383

E Echagüe y Bermingham, Rafael 341, 505, 506, 507, 510 Echavarría, Basilio 473 Edwardes, R. (encargado de negocios de Gran Bretaña en Madrid) 542, 543, 544, 553, 559, 560 Elliot, Jonathan 80, 81, 87, 88, 93, 139, 140, 143, 144, 146-148, 155, 156, 234, 251, 254, 256, 280, 358-360, 404, 581 Escolano Giménez, Luis Alfonso 636, 641 Espaillat, Elías 630

G Gafas, José María 343, 357, 359, 403, 404 Gage (viajero norteamericano) 123-125 Galindo, E. 435 Galván, Manuel de Jesús 411, 497, 595, 596, 608, 609 Gándara y Navarro, José de la 331, 334, 335, 431, 435, 436, 465, 466, 468-472, 474, 475, 510, 515-517, 546, 577, 585, 640, 646 García, A. 102 García, José Gabriel 22, 39, 42, 381, 382, 416 García, Manuel J. 255 García, Moses 102 García de Paredes, Victoriano 630 García Fitz, Francisco 655 García Lluberes, Alcides 654 García Rizo, teniente coronel 518 García Tassara, Gabriel 316-318, 364, 397, 398, 401, 555, 556, 573

686

Garrido, Tomás 474 Gautier, José María 38, 259, 260, 409, 410, 411, 412, 413, 415 Gautier, Manuel María 446 Geffrard, Fabré Nicolas 141, 142, 161, 163, 166, 167, 169, 173, 174, 176, 178, 184-186, 193, 199, 203, 210, 212, 218, 220-223, 411, 500, 550, 577, 587, 596, 598, 605, 641, 643 Georges, Víctor 580 Germosén, Cayetano 592 Gil, Guido 640 Goicoechea, M. 435 Golibart 374, 375, 377, 455 Gómez, Juan Bautista 256 Gómez, Rafael 589 Gómez Molinero, Eugenio 184, 208-211, 213, 216, 344, 411, 412, 428, 429, 446, 450-453, 455, 500, 501, 503, 504, 519, 548, 555, 592, 593, 595, 605, 607 González Calleja, Eduardo 561, 566, 567, 568, 577, 599, 637, 650, 651, 652 González de Peña, Raymundo Manuel 164 González Tablas, Ramón 380-382, 578, 581, 582, 640 González Tablas, Ramón 381 Grullón, Máximo 410 Guerrero, U. 473 Guerrero Cano, María Magdalena 122, 339, 343, 654, 658, 659 Gutiérrez de Rubalcava, Joaquín 13, 176, 351, 352, 390, 391, 392, 393, 394, 403, 460, 507, 509, 511, 512, 526, 589, 605 Gutiérrez de Terán (embajador de España en Copenhague) 120, 121

Luis Alfonso Escolano Giménez

H Hammond, Edmund 84, 91 Hauch, Charles C. 163, 230, 231, 363, 399, 550, 555, 557, 656 Henderson, John B. (junior) 159 Heneken, Teodoro 92-94, 104, 105, 630 Henríquez Castro, Enrique Apolinar 145, 152, 159, 364 Henríquez Ureña, Pedro 499 Heredia, Jesús María 518 Heredia, Manuel de Jesús 505 Hernández, Ramón 476 Herrera, C. A. 32, 36, 62, 63, 64, 65 Herrera, César A. 40, 41, 64, 441 Herrera, Rosendo 473 Holladay Latané, John 364 Hood, Martin T. 38, 49, 68, 69, 70, 71, 72, 80, 84, 87, 91-94, 95, 97, 102, 103, 104, 105, 107, 110, 119, 120, 127, 128, 130-133 169, 170, 172, 173, 175, 176, 178, 180, 181, 187, 194, 195, 200, 205, 223, 227, 228, 254, 255, 262, 263, 265, 269, 270, 271, 272, 282, 284, 285, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 299, 301, 302, 305, 306, 307, 308, 312, 313, 346, 347, 348, 349, 350, 351, 356, 357, 365, 366, 367, 368, 369, 370, 371, 372, 373, 374, 375, 376, 377, 378, 451, 490, 530, 531, 532, 533, 534, 535, 536, 538, 539, 540, 541, 542, 554, 583, 588, 589, 590, 602, 603 Howe, Samuel G. 473 Hungría, general 616 Huttinot (gerente del consulado de Francia en Puerto Príncipe) 594

La rivalidad internacional por la República Dominicana... 687

Llinás, Federico 343 Lluberes, Antonio 31, 38 Lockward, Alfonso 83, 103, 140, 144, 147, 153, 155, 157, 159, 160, 210, 233, 252, 310, 315, 359, 362, 556, 581 López de Letona, Antonio 504, 505 López Morillo, Adriano 511, 512, 513, 514, 538, 539, 546, 547, J 549, 550, 558, 559, 586, 587 Jeager 297, 298, 299, 307 López-Ocón Cabrera, Leoncio 561 Jimenes Grullón, Juan Isidro 164, Lores, Manuel 630 165 Lucena Salmoral, Manuel 23 Jover Zamora, José María 14 Lugo, Américo 499 Julia, Juan 410 Lugo Lovatón, Ramón 584 Luna, Manuel de 581 K Lyons (representante de Gran BreKimball, capitán 314, 315, 316 taña en Washington) 96, 97, 98 I Inarejos Muñoz, Juan Antonio 608 Isabel I, la Católica 478, 569 Isabel II (reina de España) 15, 19, 20, 141, 158, 358, 379, 383, 402, 469, 509, 518, 525, 533, 569, 580, 590, 598, 610, 663 Istúriz, Francisco Javier de 110, 118

L Landais, Marion 598, 604 Latané, John Holladay 364 Lavastida, Miguel 42, 44, 45, 46, 48, 49, 50, 51, 52, 55, 74, 104, 105, 109, 113, 114, 122, 130, 136, 138, 139, 143, 166-168, 283, 286, 295, 324-329, 333, 336-338, 382, 444, 474, 479, 489, 533, 534, 586, 619, 630 Leclerc, Charles Victoire Emmanuel 434 Lee Borges, José 306 Legros, general 182, 183 León, David 86, 88, 89, 93, 102, 103 León, David (hijo) 94 Levrand (cónsul de Francia en Puerto Príncipe) 174, 175, 221, 222 Lilón, Domingo 660 Lima, R. de (representante de la República Dominicana en Curazao) 220 Lincoln, Abraham 360, 363, 364, 430, 436, 555, 556

M Mac Mahon, Jacobo 589 Madrigal, Antonio 79, 80, 82, 84, 95, 97-99, 147 Mallol, Domingo 94, 366, 383, 410 Malmesbury, lord 72, 78, 79, 169 Manzueta, Eusebio 654 Marcano, F. 240 Martínez, Rufino 92, 417 Martínez del Romero, Antonio 338, 342 Martínez-Fernández, Luis 657 Martín y Oñate, Cayetano 660 Mejía-Ricart, Tirso 33, 440, 442, 490, 491, 495, 496 Mella, Matías Ramón 366, 382, 405, 448, 453 Mellinet (cónsul de Francia en Puerto Principe) 166, 167, 168 Menas, Juan José 256 Méndez Jiminián, Jesús 658 Méndez 261 Meriño, Fernando Arturo de 475, 476

688

Merritt Wriston, Henry 364 Miraflores, marqués de 641 Mogilnicki, Alejandro 338 Mon y Menéndez, Alejandro 118 Monción, Benito 640 Monte, Encarnación E. del 658 Montero, Francisco 57, 58, 59 Montgomery, Cora 145, 146, 152, 153, 154, 280 Moorman, capitán 130 Morales, José María 630 Morán Rubio, Manuela 389, 421, 483, 487, 495 Morel, Jacobo 589 Moreno, Santiago 432, 433, 471, 472 Morillo, general 29, 172 Mota, Fabio A. 658 Moya Pons, Frank 32, 33, 64, 226 Munárriz, J. 435 Muñoz, María Elena 585 Mur, Ramón de 342 Murray, teniente 86, 87, 88 N Napoleón III (emperador de Francia) 73, 230, 574, 575 Navarro Méndez, Joaquín 409, 435 Nouel y Pierret, Carlos Rafael 476 Núñez de Arce, Gaspar 142, 470, 473, 565 Núñez de Cáceres, José 30 Núñez, Manuel 596 O Objío, Telesforo 630 O’Donnell y Jorris, Leopoldo 49, 53, 183, 188, 217, 240, 259, 323, 332, 363, 380, 396, 399, 419, 427, 436-440, 442, 443, 447, 461, 480, 488, 495, 515-517, 523, 542, 543, 544, 547, 553, 559, 565,

Luis Alfonso Escolano Giménez

595, 599, 601, 607, 611, 619, 622, 632, 634, 659 Olañeta, José Ramón de 433, 434 Olózaga, Salustiano de 610 Ortega y Olleta, Jaime 339 P Palmerston, lord 85 Pascual, Fermín 255 Pastorfido, Miguel 342 Patterson, A. P. 318, 319, 491, 516 Peláez de Campomanes, Antonio 228, 260, 314, 402, 405-409, 416, 450, 509, 510, 512, 539, 589, 596, 604 Pénaud, contraalmirante 193, 195 Peña Batlle, Manuel Arturo 34-36, 498 Peña, Lucas de, 616, 643 Pereyra, Manuel 246, 247 Pérez, Carlos Federico 47, 48, 55, 62, 135, 136, 142, 143 Pérez Contreras, José María 581 Perkins, Dexter 440 Perry, Horatio J. 556 Persuhn 298 Pichardo, Domingo 474 Pilatos, Poncio 574 Pina, Pedro Alejandrino 444 Plésance (ministro de Relaciones Exteriores de Haití) 178-180, 221, 222 Polanco, Gaspar 653, 654 Pou, Francisco 239, 630 Poujol, Alexandre (Antonio de la Rosa) 37 Puello y Castro, Eusebio 530, 597 Puente, Esteban de la 143 Puente García, Esteban de la 143 Pujol, Pablo 39, 497

La rivalidad internacional por la República Dominicana... 689

R Ramírez, Domingo 29, 171-173, 175, 176, 179, 193, 194, 418, 441, 445 Raybaud, Maxime 135-139, 289 Redpath, James 157 Regla Mota, Manuel de 530, 630 Reyes, Inocencio 592 Ricart y Torres, Pedro 61, 63, 170174, 176, 177, 180-183, 185, 189, 190, 215, 217, 239, 240, 261, 271, 292, 295-298, 307, 311, 312, 318, 339, 340, 341, 345-348, 357, 358, 366, 368, 385, 405, 406, 420, 421, 427, 428, 448, 450, 456-459, 460, 462, 463, 466, 479, 482, 491, 492-494, 496, 499, 500, 515-517, 526-528, 531, 534, 540, 586, 619, 630 Richmond, William 360 Ripley, Henry 102 Rivero Lemoyne, Felipe 639, 640, 648 Robles Muñoz, Cristóbal 431, 655 Roca, Esteban 591 Rocha, Domingo de la 630 Rodríguez, José 592 Rodríguez, José M. (miembro del Senado) 589 Rodríguez, Santiago 640 Rodríguez Demorizi, Emilio 38, 48, 49, 55, 57, 60, 78, 134, 135, 170, 171, 173, 176, 181-183, 186, 188, 189, 221, 222, 238, 245, 264, 325, 328, 337, 338, 345, 383, 394, 409, 444, 445, 473, 478, 534, 552, 562, 566, 573, 591, 594, 599, 601, 604, 658, 659 Rodríguez Objío, Manuel 416 Rojas, Benigno Filomeno de 410, 589 Rosa, Antonio de la (seudónimo de Alexandre Poujol) 59, 60, 63

Rosario, coronel del 589 Russell, John 47, 49, 50, 85, 89, 95, 96, 98, 102, 103, 105, 106, 108110, 113, 114, 130, 132, 133, 177, 263, 270, 271, 279, 284, 288, 292, 294, 295, 299, 301, 307, 308, 313, 347, 348, 356, 365, 366-368, 372-375, 377, 378, 489, 530, 532, 534-538, 541, 551, 552, 559, 588, 589 S Saint André (cónsul de Francia en Santo Domingo) 79, 80, 89, 113, 127, 132, 166, 167, 169, 195, 235, 282-285, 288, 290-292, 346, 347, 349, 350 Salceda de Escalante, Jaime 203, 210-212, 218, 219, 223, 224, 548 Salcedo, José Antonio (Pepillo) 642, 643, 653, 654 Saldaña, Manuel Mª. 473 Salnave, Sylvain 641 Sam, Simón 618 Sánchez Andrés, Agustín 619, 620, 637, 657 Sánchez Fernández, José Aníbal 499 Sánchez, Francisco del Rosario 29, 165, 189, 222, 223, 416, 444, 445, 446, 455, 581, 584, 591-595, 597, 598, 602, 604 Sánchez Valverde, Antonio 140 San Miguel, Pedro L. 164 Santana Familias, Pedro 16-18, 20, 25-31, 38, 39, 40-42, 44, 45, 47, 53, 60-62, 64, 66, 74, 80, 93, 94, 104, 116, 117, 119, 121, 123, 134, 135, 137, 140-142, 148-150, 152, 153, 161, 163, 164, 169, 171, 176, 178, 184, 185, 187, 193, 194, 207, 208, 214, 215, 221, 222, 225, 228, 232, 238, 239,

690

240, 241, 250, 253, 254, 266, 271, 272, 281-284, 287-289, 290, 291, 295, 302, 303, 314, 319, 323, 325, 328, 332, 333, 335, 346, 347, 351-353, 358, 360, 362, 363, 373, 374, 376, 377-380, 381-385, 387, 393, 402, 403, 405, 406, 409, 412, 415-422, 427, 436, 437, 439, 440, 441, 443-445, 448, 449, 453455, 459, 463, 465, 466, 468, 471, 474-476, 478, 480-481, 483, 484, 486-489, 490-492, 494, 496, 497, 498, 500, 501, 503-512, 514-519, 523-526, 528, 530, 531, 533-536, 539, 547, 548, 550, 554, 559, 571, 581-584, 586, 588, 591, 592, 593, 595-601, 604, 606, 649, 659 Santana, Manuel 466, 495 Sardá y Carbonell, Francisco 630 Savage, Thomas 363 Schomburgk, Robert Hermann 104, 120 Segovia, Antonio María 53, 74, 77 Segundo, Federico 80, 83 Seijas Lozano, Manuel 380 Serrano, Francisco 215-217, 265, 268, 269, 316, 318, 337, 346, 363, 379, 385-389, 394-399, 401404, 406, 414, 415, 427- 429, 432, 436, 439, 442, 443, 446-450, 453-455, 457, 459, 460, 461, 462, 479, 481, 482, 486, 488, 492, 494, 495, 500, 501, 503, 504, 506-510, 515, 516, 518, 519, 520, 521, 524, 525, 528, 537, 543, 544, 546, 557, 568, 601, 606, 609, 619 Seward, William H. 363, 364, 555, 556, 656 Slidell, John 360 Sosa, general 597 Soulouque, Faustin (emperador Faustino I de Haití) 68, 136, 137, 139, 141, 142, 154, 169 Straka, Tomás 637

Luis Alfonso Escolano Giménez

Suero, general 591, 597 Sumner, Charles 154 T Tansill, Charles Callan 146, 152, 154, 156, 157, 159, 363 Taveras, Fernando 29, 418, 441, 606 Tejera, Juan Nepomuceno 631 Thouvenel, Édouard 177, 178, 185, 187, 220, 222 Tolentino Dipp, Hugo 419, 436 Torrente, Mariano 471, 472 Troncoso, general 223 Troncoso Sánchez, Pedro 418 U Urrutia, Pablo de 197, 198, 199, 200, 201, 202, 203 V Valdivieso, coronel 490, 491 Valera, José 580 Valerio, Fernando 445, 580 Valverde, senador 540 Valverde, José Desiderio, general 38, 40, 42, 79, 94, 366, 383, 410, 589, 630 Valverde, Manuel María 417 Valverde, Melitón 410, 417 Valverde, Pedro 630 Valverde, Sebastián 474, 589 Vargas y Cerveto, Carlos María 427, 639 Vargas, Matías de 29, 333 Victoria (reina de Inglaterra) 49, 92 W Walewski, conde 49, 50, 72, 169 Walker, William 92, 95, 226, 283285, 288 Welles, Benjamin Sumner 80, 81, 150-152, 359, 360, 361, 403, 585

La rivalidad internacional por la República Dominicana... 691

Y Yuengling, David G. 497, 650 Z Zeltner (cónsul de Francia en Santo Domingo) 177, 178, 180, 181,

184-188, 194, 213, 221, 222, 256-258, 261, 265, 266, 272274, 277, 278, 302, 368-372, 376-378, 416, 418, 419, 446, 451, 479, 531, 554 Zeuske, Michael 637

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Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850. Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture, Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

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Escritos dispersos. (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos. (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos. (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007. Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.

Publicaciones del Archivo General de La Nación 695

Vol. XXXV

Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

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Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII

Vol. LIX

Vol. LX

Vol. LXI

Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Vol. LXV

Vol. LXVI Vol. LXVII Vol. LXVIII Vol. LXIX Vol. LXX Vol. LXXI Vol. LXXII

Publicaciones del Archivo General de La Nación

Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de Js. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de Js. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de Js. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008. Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008.

Publicaciones del Archivo General de La Nación 697

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

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Vol. XCIV

Publicaciones del Archivo General de La Nación

Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 19832008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVIII República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CIX Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CX Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Vol. CXIII

El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.) Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Publicaciones del Archivo General de La Nación

Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II. Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari DramaniIssifou, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVII La caña da para todo. Un estudio histórico-cuantitativo del desarrollo azucarero dominicano. (1500-1930). Arturo Martínez Moya, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de independencia, 1849-1856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXL Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLI Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIII Más escritos dispersos. Tomo I. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIV Más escritos dispersos. Tomo II. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLV Más escritos dispersos. Tomo III. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVI Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVII Rebelión de los capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVIII De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIX Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575). Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CL Ramón –Van Elder– Espinal. Una vida intelectual comprometida. Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2011.

Publicaciones del Archivo General de La Nación 701

Vol. CLI

El alzamiento de Neiba: Los acontecimientos y los documentos (febrero de 1863). José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CLII Meditaciones de cultura. Laberintos de la dominicanidad. Carlos Andújar Persinal, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CLIII El Ecuador en la Historia (2da ed.) Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLIV Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe (1789-1854). José Luciano Franco, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLV El Salvador: historia mínima. Varios autores, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVI Didáctica de la geografía para profesores de Sociales. Amparo Chantada, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVII La telaraña cubana de Trujillo. Tomo I. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLVIII Cedulario de la isla de Santo Domingo, 1501-1509. Vol. II, Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLIX Tesoros ocultos del periódico El Cable. Compilación de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLX Cuestiones políticas y sociales. Dr. Santiago Ponce de León, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXI La telaraña cubana de Trujillo. Tomo II. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXII El incidente del trasatlántico Cuba. Una historia del exilio republicano español en la sociedad dominicana, 1938-1944. Juan B. Alfonseca Giner de los Ríos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXIII Historia de la caricatura dominicana. Tomo I. José Mercader, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXIV Valle Nuevo: El Parque Juan B. Pérez Rancier y su altiplano. Constancio Cassá, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXV Economía, agricultura y producción. José Ramón Abad. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXVI Antología. Eugenio Deschamps. Edición de Roberto Cassá, Betty Almonte y Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXVII Diccionario geográfico-histórico dominicano. Temístocles A. Ravelo. Revisión, anotación y ensayo introductorio Marcos A. Morales, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXVIII Drama de Trujillo. Cronología comentada. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXIX La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 1. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXX Drama de Trujillo. Nueva Canosa. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012

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Vol. CLXXI

Publicaciones del Archivo General de La Nación

El Tratado de Ryswick y otros temas. Julio Andrés Montolío. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXII La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 2. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXIII La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 5. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXIV La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 6. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXV Cinco ensayos sobre el Caribe hispano en el siglo xix: República Dominicana, Cuba y Puerto Rico 1861-1898. Luis Álvarez-López, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXVI Correspondencia consular inglesa sobre la Anexión de Santo Domingo a España. Roberto Marte, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXVII ¿Por qué lucha el pueblo dominicano? Imperialismo y dictadura en América Latina. Dato Pagán Perdomo, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXVIII Historia de la caricatura dominicana. Tomo II. José Mercader, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXIX Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXX La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II, volumen 3. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXXI La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II, volumen 4. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXXII De súbditos a ciudadanos (siglos xvii-xix): el proceso de formación de las comunidades criollas del 3 hispánico (Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo). Jorge Ibarra Cuesta, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXXIII La dictadura de Trujillo (1930-1961). Augusto Sención Villalona, San Salvador-Santo Domingo, 2012. Vol. CLXXXIV Anexión-Restauración. Parte 1. César A. Herrera, edición conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. CLXXXV Anexión-Restauración. Parte 2. César A. Herrera, edición conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVI Historia de Cuba. José Abreu Cardet, et. al., Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVII Libertad Igualdad: Protocolos notariales de José Troncoso y Antonio Abad Solano, 1822-1840. María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CLXXXVIII Biografías sumarias de los diputados de Santo Domingo en las Cortes españolas. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2013.

Publicaciones del Archivo General de La Nación 703

Vol. CLXXXIX Financial Reform, Monetary Policy and Banking Crisis in Dominican Republic. Ruddy Santana, Santo Domingo, D. N., 2013. Vol. CXC Legislación archivística dominicana (1847-2012). Departamento de Sistema Nacional de Archivos e Inspectoría, Santo Domingo, D. N., 2013.

Colección Juvenil Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII

Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009. Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps (siglo xix). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Cuadernos Populares Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. 3 Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó.Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Referencias Vol. 1 Archivo General de la Nación. Guía breve. Ana Féliz Lafontaine y Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. 2 Guía de los fondos del Archivo General de la Nación. Departamentos de Descripción y Referencias. Santo Domingo, D. N., 2012. Vol. 3 Directorio básico de archivos dominicanos. Departamento de Sistema Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2012.

La rivalidad internacional por la República Dominicana y el complejo proceso de su anexión a España (1858-1865) de Luis Alfonso Escolano Giménez se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editora Mediabyte, S.R.L., en junio de 2013, Santo Domingo, R. D., con una tirada de 1,000 ejemplares.

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