La revolución se pasea por Juchitán. Andrés Henestrosa y el discurso nacional

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LA REVOLUCIÓN SE PASEA POR JUCHITÁN Raúl Cruz Villanueva, FFyL

Andrés Henestrosa, desmontador de discursos Todo es conocimiento, alegres Furias. Soy el garzón de las melancolías distribuyendo aires amarillos. Virgilio Piñera, “Las furias” Se quisiera tocar todas las puertas, y preguntar por no sé quién; y luego ver a los pobres, y, llorando quedos, dar pedacitos de pan fresco a todos. César Vallejo, “El pan nuestro”

LA CANCELACIÓN DEL PRESENTE El terruño y la representación nacional Hubo que volver a trazar el país: dibujarle contornos, ríos, ferias de pueblo. Volver a trazarle pueblos, ahora vacíos y fantasmales y llenos de idos, Talpas y Comalas por todo el territorio nacional donde sólo se aparece la memoria de lo que a diario se vive: el hambre y la muerte. Hubo que trazar el país después de la larga revolución, después de las tantas revoluciones que hoy entendemos (o queremos entender) como una sola, y había que empezar por repoblar lo conocido: había que comenzar por algún lado, por ese vacío, por “la provincia”. La construcción ideológica de las representaciones de una nación no es una labor de uno solo, ni de un grupo, ni siquiera algo planificado o planificable, es un proceso que lleva tiempo e incluye a todos los niveles de producción simbólica: arte, política, literatura, educación, medios… Pierre Bourdieu apunta, en El sentido social del gusto, que en el caso de la estética dominante (esa estética que traspasa géneros y medios de representación), la formación de críticos y creadores es parte esencial de su permanencia en el centro del campo cultural, que de ser necesario un cambio, estas esferas de representación pueden flexibilizarse o quebrarse y enfrentarlo (65-84). La revolución significó un quiebre absoluto no sólo de esferas de representación, sino de construcción política y la participación !1

social: la revolución fue el trastocamiento absoluto de todo “lugar seguro”, de toda representación liberal que desde la Reforma pensaba en la clase media ilustrada urbana y el “refinamiento” de esa misma sociedad como los únicos medios en y desde los que se podía pensar (y representar) el país, en palabras de Ignacio Sánchez Prado: “[la revolución] fue resultado de una dramática ruptura del discurso nacional articulado por el liberalismo del siglo XIX.” (2012: 169) Vuelta hacia arriba la idea misma de Nación, era necesario replantearla, era necesario encontrar algún asidero que pudiera ser universalizado, convertido en alegoría, metáfora y símbolo de un país que permanece, que cambia, pero no tanto, que, consciente de sí mismo, se ha reconocido en el espejo de la sonrisa del otro (de su pasado, de su presente que desconoce). Trazar los caminos y las discusiones que llevaron a la consolidación de un modo de representar el país y su pasado ha sido objeto de ensayos, investigaciones y discusiones que superan lo que este texto podría aportar, pero me gustaría enfocarme en dos elementos: la reconfiguración del pasado (de los caminos de la herencia cultural) y su representación literaria y cultural. Tomo las palabras de Slavoj Žižek : “El pasado existe a medida que es incluido, que entra (en) la sincrónica red de significante —es decir, a medida que es simbolizado en el tejido de la memoria histórica— y por eso estamos todo el tiempo ‘reescribiendo historia’, dando retroactivamente a los elementos su peso simbólico incluyéndolos en nuevos tejidos —es esta elaboración la que decide retroactivamente lo que ‘habrá sido’.” (2012: 88-9) Resulta evidente ahora que la representación del terruño despolitizado —entercomillemos, mejor: “despolitizado”— y casi onírico que Ramón López Velarde fue configurando desde su poesía, y que fue luego retomada por el régimen y convertido en un lugar común, fue no la reformulación del pasado sino su misma cancelación. Enclavado en un tiempo mítico, esta provincia premoderna permite la pervivencia no sólo de las dinámicas sociales conservadoras sino que hasta garantiza su continuación: libre de “pueblo”, violencia o incluso de gobierno, es posible proponer que sean el !2

paisaje, el tiempo “detenido” y las costumbres y tradiciones desde los que nazca una nueva forma de entender el ser nacional. Habría que leer a José Gorostiza leyendo a López Velarde:

Tenemos tierra y cielos propios, es decir paisaje; tenemos maneras de expresarnos, es decir idioma, y por último, costumbres o vida regular inconfundible. Los tres elementos, paisaje, idioma y costumbres son la mejor base para un mexicanismo de dentro hacia afuera. […] Lo difícil consiste en que nuestro mexicanismo necesita ser aceptado universalmente como una expresión de humanidad. Si no es posible, será mejor que se continúe sacudiendo la monotonía de las noches con numerosos ensayitos, dramas sintéticos y poemas breves, mientras una ligera llovizna inunda las calles e impide cosas de mayor provecho. (en RLV: 433. El énfasis es mío.)

Es la búsqueda de universalidad la que, en buena medida, cancela el diálogo entre todos los diferentes “mexicanismos”. Es, también, la utilización política e ideológica del tropos velardiano lo que permite ser utilizado como herramienta legitimizadora de discursos que iban, en buena medida, contra la lectura abierta y dialéctica que proponía Velarde mismo: “nuestro concepto de la Patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias contra españoles, yanques y franceses, y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado una Patria, no histórica ni política, sino íntima.” (308) No tardó mucho en construirse, en volver a construirse, una Patria que, aunque anclada en el terruño, dependía de las acciones y de las deliberaciones simbólicas de la clase letrada urbana: la Patria “desde dentro” volvió a ser la Patria de siempre. Como parte de este proceso de “totalización” de un sentimiento (o más bien un afecto) propio de López Velarde, en una serie de conferencias que diera en Nueva York durante su viaje por todo el continente, regando la palabra de la Revolución (así con mayúsculas), José Vasconcelos dirá: “La lucha del revolucionario latinoamericano es la lucha de las ideas democráticas europeas para imponerse sobre los depotismos de tipo indígena oriental y sobre el decadente mandato militar de los días de Fernando el Cobarde.” (83) Lo local se torna global aún antes de que Jameson o Sartori hablaran de lo “glocal”. Pero bastaría leer el López Velarde de Zozobra, o incluso con una breve profundidad la “Suave Patria”,

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para leer no un posicionamiento glo(b/c)al del terruño, sino una preocupación absolutamente personal, casi ontológica, de Velarde por su origen, que rebasa cualquier discurso ideológico. Transcribo, como muestra, la última estrofa de “Todo”: Aunque toca al poeta roerse los codos, vivo la formidable vida de todas y todos; en mí late un pontífice que todo lo posee y todo lo bendice; la dolorosa Naturaleza sus tres reinos ampara debajo de mi tiara; y mi papal instinto se conmueve con la ignorancia de la nieve y la sabiduría del jacinto. (178)

Sin embargo, la revolución se convierte, desde la perspectiva vasconceliana, en una empresa occidentalizadora, europeizante, del bien hacer, bien pensar y bien gobernar que “heredamos” como parte de una larga tradición de progreso/rechazo occidental, cito aquí a Heriberto Yépez: “en el modelo moderno oxidental [sic] el espacio es conservado como receptáculo fijo (imperial) donde se coleccionan las producciones del devenir y en que —y esto no se puede perder de vista— ha cesado la ‘historia’ (tiempo lineal) y en algunos casos la noción misma de ‘devenir’ (tiempo fluyente) ha sido negada”. (159) Es labor de esta raza mestiza el mantener, ampliar y difundir el éxito de la civilización occidental, nos toca tomar la estafeta y correr al mismo tiempo y mismo ritmo que el devenir europeo, porque partimos del mismo punto —pareciera. No cuesta mucho trabajo encontrar las contradicciones, las fallas en esta proposición: el tiempo y el espacio, ese binomio del que se parte como una unidad que todo el país abraza como nuevo y homogéneo es tantos y está partido en tantos lados que el trabajo no de homogenizarlo o unificarlo, sino de reconocerlo múltiple queda cancelado, ha cesado la historia y,

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con ello, la tradición, el devenir, el Otro. Sacando, un poco, de contexto esta frase de Walter Benjamin: “es de esta forma como Baudelaire cae al fin seducido frente a Wagner.” (2014: 255)

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ESTOS TANTOS PRESENTES Los otros discursos en/hacia el centro

Podría parecer irónico, casi contradictorio, que la lectura de este cisma haya provenido de filólogos, antes que de poetas, mucho más anclados a las tradiciones académicas e historicistas que la “creación” o la lírica. Resulta más irónico porque el trabajo filológico, tradicionalmente, no se piensa como cantera de pensamiento crítico de su propia actualidad, pero por lo general el “sentido común” y lo “lógico” no sólo responden a comportamientos sociales determinados, sino que en la historia y la historia literaria nacionales no tienen nada ni de común ni de lógico. Cito in extenso a Antonio Cornejo Polar: Nuestra historiografía literaria no ha dado casi ningún tratamiento a esta problemática [ésta que CP llamará “heterogeneidad”]. Su tendencia a comprender el proceso literario como consecuencia unilineal, cancelatoria y perfectiva le impide captar la coexistencia de sistemas literarios diferenciados, cada cual con su propia historia, y le dificulta comprender que incluso dentro del sistema hegemónico se producen simultaneidades contradictorias. El espesor de la literatura, la multiplicidad de sus tiempos y la conflictividad de muchas de las opciones que se encabalgan en esa historia plural, que son los puntos de mayor relieve de una problemática ciertamente más amplia, quedan fuera de la conciencia de la historia literaria. […] En realidad, el pasado cambia, como cualquier circunstancia histórica, aunque sólo sea por la imposibilidad de conocerlo y predicar sobre él desde una perspectiva que no sea la del presente más preciso. Se instaura así una relación dialéctica, excepcionalmente fluida, que transforma sus dos polos. Interesa subrayar, sobre todo, la naturaleza agudamente ideológica de las operaciones que fijan la imagen del pasado y diseñan la ruta que conduce, desde él, hasta el presente, nuestro presente. […] A la postre la tradición es el producto de esta lectura que no solamente establece el sentido del pasado, sino también —y a veces más— el del presente. (1989: 14-5)

Desde el presente, desde nuestro presente (éste desde el que estoy leyendo, éste desde el que usted, lector, me está leyendo), las decisiones que sobre la revisión de la historia literaria se tengan definen no el cómo debe ser leído el pasado, sino qué elementos del presente están siendo leídos en ese mismo pasado. Sin embargo, el presente también es un ente múltiple. Las representaciones artísticas y literarias remarcan siempre esto: estamos siendo siempre muchos al mismo tiempo, vivimos en y desde diferentes tiempos la misma cosa —Farabeuf epistemológico; Nadie, nada, nunca siempre desde todos los presentes— y los estudios y crítica literaria tienen que, primero que nada, reconocer esas múltiples !6

visiones del presente, y, segundo, proponer una lectura sincrónica y dialéctica de ellos. Reconocer otros presentes es entablar el diálogo para la conformación de una literatura y una identidad no “nacional”, no “completa”, sino que se reconozca como inacabada e inacabable, abierta y múltiple: el terruño se reconoce, así, como parte de algo más que su toque del Ángelus. Dice Alfonso Reyes (poeta filólogo), que “la inteligencia americana está más avezada al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil.” (86) La teoría y la labor crítica tienen que estar vertidas en la calle, tienen que darse a la sociedad y, según la lectura de Reyes —no sobra recordar su ateneísmo—, es algo natural a la literatura y la crítica latinoamericana; la “inteligencia americana” tiene que estar dentro de los mecanismos sociales, dentro de los procesos de conformación identitaria nacional, tiene que hacer las preguntas que tenga que hacer no para homogeneizar sino para problematizar, para incluir y no ser universales a través de la exclusión, sino de la unificación, justo el camino contrario del que estaba ya cristalizado por el aparato cultural oficialista. Andrés Henestrosa no sólo escribe de un presente otro que aquel que lee Vasconcelos o del que ensayan Maples Arce, Villaurrutia o los hermanos Caso, él forma parte de un espacio y un tiempo tan ajenos a este discurso occidentalista, moderno (modernizador), que es difícil no caer en lugares comunes, paternalistas, al revisar su figura o su obra. En sus intereses no sólo está la literatura que se escribía en el centro del campo cultural mexicano, es más, el mero concepto de “literatura” en el caso de la henestrosiana resulta tan “traje medido para otro” que cuesta llamarlo tal y es grande la necesidad (la curiosidad) de generar nuevos términos para llamar a su producción. La ficción de Henestrosa se balancea, casi baila con un elemento ya “tradicional” de la literatura nacionalista, el folklore, y la reapropiación y la creación misma, la pluma de Henestrosa no crea ex nihilo, sino que genera una conversación con tradiciones literarias, ficcionales y culturales de los mundos en los que tiene plantados los pies, que, a veces, son mil pies: !7

Los pequeños patos silvestres llamados pijijes, que la víspera del Gucique oímos cantando por las noches, habían propagado la muerte de Santa Teresa. Y su alma, vuelta al cielo, la había recogido Dios en su seno. Pero la ciudad en la que quería reunir a los hombres dispersos no estaba construida; y el Señor persistía en su propósito. Y mandó a sus emisarios a llamar a Vicente Ferrer, quien no obstante su niñez ya era santo. (“Fundación de Juchitán”, 43)

Este primer libro del oaxaqueño, Los hombres que dispersó la danza (1929), no cae dentro de ninguna de las “esperables” categorías de un escritor con la biografía como la de Henestrosa: no hace un trabajo filológico —del todo—, pues no está reuniendo la palabra directa de su formación, ni recopilando con intención de hacer una investigación antropológica o estética las historias del Istmo de Tehuantepec; tampoco hace una reapropiación literaria —del todo— o ideológica de la cosmovisión en la que crece, como José María Arguedas, o una defensa casi legal de las tradiciones autóctonas como el Inca, Garcilaso de la Vega —del todo. El mundo en el que nos introducen los textos (cuesta trabajo incluso nombrarlos: ¿cuentos, mitos, ficciones, leyendas?) es uno ya dado, en el que no entran categorías antropológicas o históricas como “sincretismo”, ni políticas, como “mestizaje”. La incapacidad de colocarle etiquetas no dificulta su estudio, sino más bien abre sus posibilidades de interpretación; cancela, eso sí, la utilización de esos mismos textos. Henestrosa no otorga texto folklóricos para ser retrabajados, interpretados dentro de una política interpretativa oficialista, sino que, más bien, reta y confronta esta misma política, ¿qué va a hacer un literato, un hispanista, frente a esta tradición que apenas va fundando Andrés?, ¿cuál es el camino para leerlo, si los caminos que conocemos no cruzan los de estos textos? Habría que citar a su editor, Alí Chumacero: lo nativo, lo indio, participa de la definición de nuestras razones y sinrazones. Henestrosa advierte que ese mundo, persistente y conservado por quienes forman el sustrato de la población, es impulso que matiza lo nacional. Así, preocupado por contribuir a la “definición” de nuestra índole, de algunos de sus pasajes se desprende el universo indígena dibujado con el afán de señalar la vigencia de rasgos no sólo evidentes sino compartidos por todos los mexicanos. (en Henestrosa: 8)

Chumacero trata el elemento indígena en Henestrosa como un elemento más que “dialoga” con la conformación nacional, que matiza y “sigue presente”, resulta no sólo cuestionable sino subrrayable y !8

preocupante que uno de los más importantes críticos y editores de la historia literaria nacional lea este elemento, que no sólo es central dentro de la conformación textual, cosmológica y ética del de Ixhuatán, de la misma forma como Rubén M. Campos o Ortiz de Montellano tratan el elemento folklórico y popular dentro de su propia producción. Una lectura así no sólo cancela la apuesta estética que propone, directamente en el centro del campo cultural, Andrés Henestrosa, sino el mismo otro tiempo desde el que escribe, el mismo otro espacio en y desde el que también se pronuncia. Lecturas como la de Chumacero inscriben, de nuevo, este tiempo otro dentro del europeo, dentro de la lógica de producción y mercado, dentro de la conformación del todo nacional. Hablando de la generalidad del proceso histórico americano —que no por ello no puede ser reinterpretado para este caso en particular — Alfonso Reyes escribe:

falta todavía saber si el ritmo europeo —que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio—, es el único “tempo” histórico posible; y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura. (XI, 83)

El henestrosiano es un tempo que se mide en sí mismo, no está ajeno, tampoco, de la idea del mito, pero reconoce que su lector no forma parte de ese tiempo al que está siendo introducido. Amable con él, deja en claro la otredad no uniéndola o comparándola con el tiempo que conoce el lector, sino tomándolo como referencia, como diciéndole que si bien ese que él conoce existe en alguna parte, en el algún mundo, el tiempo que corre en tierras juchitecas es otro, es el mismo pero se mide diferente: “No era sábado, no era domingo: era un día que los calendarios no recogieron. Ya todo estaba hecho.” (“La abeja”, 50) Si bien Cornejo Polar trata la idea de la “heterogeneidad” como un concepto plenamente aplicable al caso henestrosiano, creo que habría que hacer una delimitación, o refinarlo desde el tiempo del producto cultural. Desde la obra, desde los tiempos que chocan en el texto (el tiempo entendido !9

como un producto cultural que ejerce ciertos mecanismos de representación que, cristalizados, se cuelan por entre el proceso escritural) podemos leer y entender un quiebre con el discurso institucional que, si bien no coloca a Henestrosa dentro de una lógica de enfrentamiento directo, sí lo cuestiona. En palabras de Georges Didi-Huberman: ¿Qué concreción temporal en ese momento nos entrega [el texto]? Primero, un muy extraño modo de presente: no es el presente de la “presencia” […] sino el presente de la presentación que se nos impone con más fuerza que el reconocimiento de lo representado[.] Ahora bien, quien dice que la presentación — como se dice formación— dice proceso y no estasis. En ese proceso, la memoria se cristaliza [textualmente…] y, cristalizándose, se difracta, se pone en movimiento, en resumen, en propensión[.] Hay, pues, en la experiencia [textual] examinada así, un cristal de tiempo que compromete todas las dimensiones de aquél: lo que Benjamin llamaba una “dialéctica en suspenso”. (303)

“Proceso y no estasis” es el proceso de conformación temporal y espacial de la literatura henestrosiana. Sin decirlo, sin en realidad hacerlo evidente (es decir, obvio), estos muchos “tiempos”, muchos otros presentes se reifican dentro de una poética que pareciera —tan sólo eso, pareciera— la consolidación escritural de una tradición oral, pero que en realidad, ya lo decía, está en un punto medio entre la reapropiación arguediana y el estudio filológico; entre vestigio antropológico y confrontación de otra forma de entender no sólo el “ser” nacional, sino de presentar a otro México que no por ser otro (indígena, rural, oral, no hispánico ni occidentalizado) tiene que ser pasado de largo en la conformación de la identidad nacional en pleno proceso de consolidación posrevolucionaria. Henestrosa no es un “santo” o un fraile franciscano que “le da voz” a los callados, leer su poética bajo estos términos no sólo resulta parcial, sino hasta ofensivo para la obra del oaxaqueño y para la comunidad zapoteca y huave en las que se formó y de las que tomó lengua, ética y compromiso. Comprenden Henestrosa y su literatura el tiempo dialécticamente, no un devenir lineal y delimitado, sino uno con constantes intromisiones del presente en el pasado, de los diferentes pasados en alguna “línea” (pensémoslo así, por un momento) con la que, nos dice la Historia, no tendría ni siquiera por qué unirse: !10

Se cuenta que cuando Jesús huía hasta que la noche enredándole cansancio a los pies le obligaba a descansar, y echado al suelo esperaba que la mañana siguiente le volviera despejada la vereda a los ojos, este árbol [el olivo], fue uno de los que se apiadaron de él. Un día, a la hora en que los campesinos lentamente mueren, un olivo que le vio venir inclinó sus ramas y fue cerrando, poco a poco, sus hojas. Y el niño comprendió. Milagroso, dulce, casi mudo, no dijo una palabra y reduciéndose al tamaño de la hoja, entró en una de ellas y el olivo las cerró todas al amanecer. Cuando Jesús supo que los judíos habían descubierto dónde dormía, no volvió a quedarse como el hueso de un fruto, en la hoja cerrada del olivo. (“El olivo”, 55)

Lo que Henestrosa no hace, y con ello genera demasiado ruido —tanto que pasa a ser un elemento silencioso dentro de la historiografía literaria—, es convertir su (¿“su”?) literatura en un grito, en un blasón ardiente que ataque el criollismo y la imposición de una cultura blanca, católica, cerrada. Lo que Henestrosa hace es, más bien, aceptar —sin perdonar, sin justificar— el “cambio” y convertirlo en una literatura y una tradición dialéctica, que reconoce la contradicción o la unión, más bien, de varias tradiciones y varios tiempos y varias formas de pensar (y escribir y hablar) el mundo dentro de sus textos, cito, también in extenso, las palabras de Žižek: Según determinados teóricos culturales indios, el hecho de que se vean obligados a utilizar el inglés es una forma de colonización cultural que censura su verdadera identidad: “Tenemos que hablar en una lengua extranjera impuesta para expresar nuestra identidad más íntima, y ¿acaso no nos pone esto en una situación de alienación radical, puesto que incluso tenemos que formular nuestra resistencia a la colonización en la lengua del colonizador?” La respuesta a esta pregunta es: sí; pero esta imposición del inglés (una lengua extranjera) creó precisamente lo que está “oprimido” por ella; es decir, lo que está oprimido no es la India precolonial real, que se ha perdido para siempre, sino el auténtico sueño de una nueva India democrática y universalista. (Malcolm X seguía el mismo principio cuando adoptó X como su apellido; no estaba luchando en nombre de la recuperación de determinadas raíces africanas primordiales, sino precisamente en nombre de una X, de una nueva identidad desconocida que había surgido por el mismo proceso de esclavitud que hizo que las raíces africanas se perdieran para siempre). (2014: 52)

Andrés, como Malcolm X, abraza la contradicción y reconoce que sin esta primera colonización el producto: su propia cultura, el mismo discurso que controla, maneja y manipula, no existiría. Es esta compenetración simultánea de tradiciones y tiempos que venimos remarcando desde un principio: es la dialéctica de un pensar la producción tradicional desde el presente para leer el presente desde el pasado. Henestrosa reformula y reactualiza estéticas y poéticas, no hace lo que, por ejemplo, haría León Miguel Portilla en La visión de los vencidos, o el padre Garibay en sus compilaciones de literatura !11

prehispánica, no es un lamentarse por todo tiempo ido: es proponer una lectura desde el presente de las tradiciones y los tiempos, contradictorios siempre, que lo conformaron. Y qué mejor forma que explicar tradiciones católicas desde tierras juchitecas: Se pesca en las aguas del Istmo de Tehuantepec, cuando el sol de marzo convierte en ríos ilusorios los caminos y en la punta de la brisa flamea la canción de la cigarra, un pez pequeñito llamado en lengua nativa benda gudó apostol. Menor que la mojarra, sin plata ni rubí en las escamas, sino desteñido, cadavérico y apagados los ojos, la fantasía y la ternura zapotecas se valieron de él para crear una de sus leyendas sagradas. Se dice que estaban una tarde un pescador llamado Juan y otros compañeros sentados sobre el labio del mar. Agonizaba el día y consumidas sus carnes, se le veían los huesos[.] Y tomando el pez que cenaba lo tiró al mar. Como aquella noche era providencial, el pececito recobró la vida, propagando en el fondo de las aguas el milagro. Juan, convertido en pescador de hombres, fue, andando los días, en poeta de los Evangelios; y en las aguas istmeñas se multiplicó la pesca mutilada. Y ahora, en los mercados de Tehuantepec y Juchitán, se le agrega a la compra del pescado durante la Cuaresma. Y puede verse que por uno de sus costados, aquel que había comido el Apóstol, como a Jesús, se pueden contar las costillas. (“Del pez que cenó san Juan”, 51)

Es necesario señalar no sólo este juego de tiempos dispares —san Juan pescando y comiendo su trabajo en Tehuantepec—, sino también la plasticidad de las imágenes que sólo puede provocar Henestrosa, esta poética la que no sólo rompe el paradigma de la literatura folclorista, sino que propone desde su quiebre, siguiendo también la propuesta estética de sus coetáneos: los Contemporáneos. La apuesta literaria de Andrés no es de fácil clasificación porque no hay una clasificación determinada para ella, porque “cuando el sol de marzo convierte en ríos ilusorios los caminos y en la punta de la brisa flamea la canción de la cigarra” deja ver también un proceso diferente, nuevo anclado en no ya el binomio América-Europa por el que apuesta Reyes, sino un múltiple anclaje, anclas sin peso pero que se sienten y amarran a todos los pisos. La poesía (porque creo que podemos llamarla sin problemas poesía en prosa, prosa poética, algún conjunto de ambos) henestrosiana da por sentado su mundo pero reconoce que va a desorientar al lector, que no conoce, que no es capaz de ver varios de los puntos de los que se toma. La de Henestrosa es una obra que parte del reto. Henestrosa propone en la creación, lo que Gramsci escribía en la teoría: !12

el pueblo mismo no es una colectividad homogénea de cultura, y presenta numerosas estratificaciones culturales, variadamente combinadas, que en su pureza no siempre pueden ser identificadas con determinadas colectividades populares históricas; siendo verdad, sin embargo, que el mayor o menor grado de “aislamiento” histórico de estas colectividades da la posibilidad de una cierta identificación. (285)


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ENSAYAR LA MODERNIDAD, DUDAR DEL PRESENTE La fractura henestrosiana

No sólo es extraña, sino rica la tradición de filólogos-poetas mexicanos, con un ojo puesto en el trabajo académico y crítico y otro en la creación literaria; con una mirada siempre crítica de la conformación de la tradición —en esos procesos ideológicos, estéticos y teóricos que conforman las esferas de legitimación poética y política. No es extraña, sino rica: Alfonso Reyes, Andrés Henestrosa, Rubén Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco… Decía al comienzo del apartado que resulta curioso que en América Latina —centrémoslo: en México— venga de esta tradición de crítica textual la voz más estructurada para desarmar y retar y transfigurar el discurso oficial: unilineal, progresivo, monolítico. Esta tradición, resulta quizá más interesante, no es de autores y académicos constantes o de una sola “rama” de conocimiento humanístico: Henestrosa fue un gran lingüista del zapoteco y el huave, Rubén Bonifaz Nuño uno de los mejores traductores de literatura clásica, José Emilio Pacheco un avezado lector del siglo XIX mexicano… las redes intelectuales que estos hombres (compañeros de academia y poesía todos, amigos todos) trazaron desde ellos y hacia la comunidad, el trabajo crítico que desempeñaron para construir, reflexionar y devastar a la ideología oficialista sólo pueden entenderse desde un compromiso ético y político que abrazan desde su lectura y su pluma. La verdadera “transculturación” de la que habla Rama está no sólo en el texto, sino —también, quizá más— en el actuar de estos hombres. La de Henestrosa se enmarca dentro de la generación de Contemporáneos, la obra de Henestrosa entra en comunicación y diálogo directo con y desde el centro mismo de la discusión nacionalista/cosmopolita de los años 20 y 30. El primer libro de Henestrosa sale a la luz en 1929, un año después de la publicación de la Antología de la poesía joven de México, a un año de que fuera !14

publicado el primer número de Contemporáneos, Los hombres… con ilustraciones de Rodríguez Lozano fractura no sólo el discurso oficialista sobre la identidad mexicana, sino la categoría crítica con la que esta discusión ha sido planteada, ¿qué es ser “del bando” cosmopolita, entonces?, ¿desde dónde estamos leyendo polémicas?, ¿hasta dónde leemos, en realidad, aquello que rompe los paradigmas preestablecidos? En el actuar colectivo, ambos “bandos” entrarían muy bien en algo que Walter Benjamin vería en la Moscú de esos mismos años:

más tarde o más temprano, también el escritor ‘libre’ se hundirá junto con la clase media, que es triturada en la lucha entre capital y trabajo. En Rusia [podríamos decir que también, en este caso, en ese México], el proceso ya ha concluido: los intelectuales son ante todo funcionarios, trabajan en el departamento de censura, de justicia, de finanzas, donde no sucumben, sino que son partícipes del trabajo, lo que en Rusia significa ser partícipes del poder. Son parte de la clase dominante. (2011: 62)

La lectura de Henestrosa, de toda la obra henestrosiana, resulta no sólo necesaria sino urgente en momentos como éstos, en los que la crítica cultural y política del texto está, lenta pero constantemente, recuperando el terreno que había perdido desde la década de los años ochenta; ahora que más que nunca resulta necesaria la visión crítica y quebrantante de discursos, espacios y tiempos ideológicos y éticos frente a los monstruos creados en esas mismos momentos en los que Andrés estaba escribiendo sus Hombres. La crítica textual que se propone desde América Latina es una que, como ya decía Reyes, tiene por natural volcarse a la calle, darse desde y hacia la sociedad y sus procesos de defensa y consolidación, más ahora que urge, más ahora que los pasos que se están dando van hacia retomar un camino que las políticas económicas instaladas también en el pensamiento académico, pareciera que cancelaron. Leer a Henestrosa desde la contradicción temporal que su obra señala es contradecir la disposición temporal de la literatura misma, del lector y del escritor, es remarcar el poder de una crítica que se da sin verse, que se adentra por “quemar las naves” no porque haya que renegar del pasado, sino !15

porque se tiene que apostar a no regresar, sino a hacer camino. Regreso a Reyes —porque siempre se debe regresar a Reyes: El puro saber de salvación nos convertiría en pueblos postrados, de santones mendicantes y enflaquecidos; el puro saber de cultura, en sofistas y mandarines; el puro saber de dominio, en bárbaros científicos que, como ya vemos, es la peor especie de barbarie. Sólo el equilibrio nos garantiza la lealtad a la tierra y al cielo. Tal es la incumbencia de América. (270)

A ESTE ENSAYO LE HACEN FALTA 43 COMPAÑEROS. A ESTE ENSAYO LE HACEN FALTA CASI 200 MIL MUERTOS Y DESAPARECIDOS. A TODOS NOS HACEN FALTA. TODOS NOS HACEMOS FALTA.
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