La revisión de la Historia tras el derrumbe del Socialismo de Estado

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Descripción

Europa, Veinte Años Después del Muro Carlos Flores Juberías (Dir.)

Capítulo I

La revisión de la Historia tras el derrumbe del Socialismo de Estado José M. Faraldo (Departamento de Historia Contemporánea, Universidad Complutense de Madrid)

E

n el momento en que escribo estas palabras, las primeras generaciones nacidas después de la caída de los sistemas de Socialismo de Estado están empezando a llegar a las universidades. Su percepción de la historia reciente es radicalmente distinta de la de quienes crecimos en tiempos de la carrera entre las dos superpotencias; su memoria social e histórica del mundo comunista no cabe en los esquemas de antaño. La Guerra Fría parece hoy tan lejana que ni siquiera los conflictos abiertos entre Rusia y Estados Unidos logran retrotraernos a aquellos tiempos. Cuando algún político europeo (occidental) se atreve todavía a usar —y abusar— de la palabra «comunista» para infamar a su contrincante, se expone al hazmerreír antes que a ganar voluntades. Es así pues que el comunismo como símbolo del miedo de unos y de la esperanza de otros ha pasado a la historia. Lo que se denominó «movimiento comunista» se ha convertido en parte del pasado. Y ello con independencia de que corrientes políticas de «izquierdas» procedentes en mayor o menor medida del tronco del comunismo puedan ejecutar un papel activo en la vida — 15 —

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política de algunas sociedades contemporáneas. Porque no hay duda de que las concretas condiciones históricas que posibilitaron que este movimiento ideológico se hiciera con el poder en un tercio del planeta han desaparecido por completo. Tampoco los escasos países que todavía se siguen denominando a sí mismos «comunistas» poseen la capacidad de excitar la imaginación —en sentido positivo o negativo— de la misma forma que hace tan solo treinta o cuarenta años. En suma: los comunismos, el socialismo real, las democracias populares, son ahora conceptos que pertenecen al pasado y que en él han de ser explicados. El proceso de revisión de la historia transcurrido tras el final del comunismo ha durado lo suficiente como para que ya se pueda hablar de resultados. Con la caída simbólica del muro de Berlín, con el hundimiento real de los regímenes comunistas, llegó por fin nuestra hora, la de los profesionales de la historia, a quienes se nos ofreció la oportunidad de «historiar» el comunismo, desmontando mitologías, aclarando conceptos, desvelando enigmas, examinando, en fin, con lentes nuevas y despolitizadas, un fenómeno que, lejos de ser una simple ideología política, se había ido convirtiendo a lo largo del siglo xx en una verdadera civilización.1 Las formas que adoptó esta civilización, sus políticas, sus culturas, sus ideologías y el desarrollo a lo largo del tiempo, los cambios habidos, sus encarnaciones regionales, sus diferenciaciones étnicas, están siendo escudriñadas poco a poco y muchos de sus secretos están siendo desvelados. Las discusiones sobre el sentido del comunismo, tras el fin de la Guerra Fría y de la Guerra contra el Terrorismo, no solo no han terminado, sino que, a nuestro juicio, apenas han comenzado. Para el mundo de hoy es más importante que nunca comprender qué fue verdaderamente el comunismo y por qué a diferencia de otras ideologías triunfó en alcanzar el poder pero fracasó en cumplir sus propias propuestas. Es necesario superar críticamente la herencia de la violencia y el terror desplegado por los Socialismos de Estado 1 * Este artículo resume quince años de reflexiones y trabajos míos acerca del fenómeno del Socialismo de Estado, de ahí que algunos fragmentos —situados en otro contexto— procedan de trabajos anteriores. En la formulación ya clásica de Stephen Kotkin, Magnetic Mountain. Stalinism as a Civilization, University of California Press, Berkeley, 1995. Una nota sobre un aspecto concreto: Vadim V. Volkov, «The Concept of ‘Kulturnost’: Notes on the Stalinist Civilizing Process», en Sheila Fitzpatrick (ed.), Stalinism. New Directions, Routledge, Londres, 2000, pp. 210-230.

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pero también entender cual es su legado en términos de transformación social y de alternativas a los modelos económicos y sociales realmente existentes. También hay que ir dejando de lado la visión homogénea y unitaria que del mundo comunista se tenía e ir avanzando en la comprensión de las diferencias y pluralidades, tanto entre los diversos países como entre los diferentes grupos sociales y a lo largo del tiempo, en sus diferentes fases. A ello, que duda cabe, ha contribuido mucho el que el proceso de la expansión de la Unión Europea haya ido incluyendo todos los países europeos que habían escapado al comunismo —a excepción de algunos ex-yugoslavos y de Ucrania, Moldavia y Bielorrusia; y de la propia Federación Rusa, claro está. En este artículo intentaremos mostrar algunas de las principales formas en que se ha llegado a entender el comunismo, algunos de las cuestiones abiertas por su desaparición, y algunas propuestas de futuro. No se trata de una revisión historiográfica sino más bien de un intento de apreciar en qué forma comprendemos hoy día el fenómeno comunista.2 Aunque para comenzar habremos de definir primero qué es lo que en realidad fue —más allá de leyenda blanca o negra— el comunismo.

1. ¿Qué fue el comunismo? Nombrar las cosas, como se recoge en la antigua tradición del Génesis, es una de las formas de crearlas. En determinadas culturas conocer el nombre verdadero de alguien concede la oportunidad de controlarlo o ejercer influencia sobre él. Nombrar es, por lo tanto, describir, clasificar, comprender. Por eso, no resulta

2 Para una revisión historiográfica véase: José M. Faraldo (ed.), «La investigación sobre el comunismo europeo tras la caída del muro. Estado de la cuestión», dossier de: Revista de Historiografía n.º 10 (2009); Alojz Ivanišević (ed.), Klio ohne Fesseln? Historiographie im östlichen Europa nach dem Zusammenbruch des Kommunismus, Peter Lang, Fráncfort, 2003; Sorin Antohi, Balázs Trencsényi y Péter Apor (eds.), Narratives Unbound. Historical Studies in Post-Communist Eastern Europe, Central European University Press, Budapest, 2007; Ulf Brunnbauer (ed.), (Re)Writing History. Historiography in Southeast Europe after Socialism, Lit-Verlag, Münster, 2004; Alfredo Laudiero (ed.), Oltre il nazionalismo: le nuove storiografie dell’Est, Ancora del Mediterraneo, Nápoles, 2004; R. W. Davies, Soviet History in the Yeltsin Era, Macmillan, Basingstoke, 1997; Gennadi Bordiugov (ed.), Istoricheski izledovanie v Rossii. Tendentsii pasliednij liet, AIRO xx, Moscú, 1996 y G. A. Bordiugov (ed.), Istoricheskie Issledovaniia V Rossii-II: Sem Let Spustia, AIRO xx, Moscú, 2003.

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vano el juego de buscar y encontrar el nombre —el concepto— adecuado para motejar al sistema económico, social y cultural que se desarrolló en el espacio geográfico conocido por Rusia/Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas entre 1917 y 1991, y que se extendió luego a lo largo de los años hasta cubrir buena parte de la tierra. La conceptualización en torno al «sistema soviético», al «sistema socialista» o como quiera que por fin decidamos denominarlo ofrece suficientes problemas como para dedicarle unas líneas. Mucho se ha escrito sobre todo esto y, suponemos, se seguirá escribiendo, aunque, dado por finalizado el período, haya desaparecido gran parte de la urgencia del análisis. Dicha urgencia impelía a los sovietólogos de los años de la Guerra Fría en su intento de comprender para combatir o prevenir la, así llamada, amenaza soviética.3 La confusión es especialmente grande quizá debido a la ambigüedad del propio objeto —el sistema— que estamos considerando. Como muestran la multiplicidad de posiciones en el interior del Partido Bolchevique durante los años 1920, no hubo un primitivo y prototípico «modelo soviético». Los bolcheviques, conducidos por Lenin, tomaron el poder con el objetivo de permitir que en Rusia llegase a dar lugar a un fenómeno histórico que, desde su punto de vista, era objetivo e inevitable: el desarrollo de una sociedad socialista a partir de las semillas de una sociedad capitalista y por medio de un proceso revolucionario.4 Es materia de opinión el si esta concepción histórica constituía o no —incluso contemplada desde el punto de vista de sus contemporáneos— 3 Poco a poco la propia «sovietología» y los estudios sobre Europa del Este se van convirtiendo ellos mismos en objeto de estudio. En especial, y debido a sus características especiales (imbricación con el nazismo, la Guerra Civil virtual entre el Este y el Oeste...) han sido los científicos y escuelas de Alemania —tanto prebélica como en su doble encarnación de posguerra— quienes más y mejor han caído bajo la lente del investigador. Como ejemplos: Corinna R. Unger, Ostforschung in Westdeutschland: die Erforschung des europäischen Ostens und die Deutsche Forschungsgemeinschaft, 1945-1975, Steiner, Stuttgart, 2007; Dittmar Dahlmann (ed.), Hundert Jahre Osteuropäische Geschichte: Vergangenheit, Gegenwart und Zukunft, Steiner, Stuttgart, 2005; Jan M. Piskorski, Deutsche Ostforschung und polnische Westforschung im Spannungsfeld von Wissenschaft und Politik: Disziplinen im Vergleich, fibre-Verlag, Osnabrück, 2002; Hartmut Lehmann y James Van Horn Melton (eds.), Paths of Continuity: Central European Historiography from the 1930s to the 1950s, German Historical Institute, Washington, D.C., 1994; Árpád von Klimó, Nation, Konfession, Geschichte: zur nationalen Geschichtskultur Ungarns im europäischen Kontext (1860-1948), R. Oldenbourg, Múnich, 2003; Ryszard Sitek, Warszawska szkoła historyków idei, Scholar, Varsovia, 2000. 4 Sobre revoluciones: Noel Parker, Revolutions and History: An Essay in Interpretation, Polity Press, Cambridge, 1999.

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poco más que una mera ilusión voluntarista de los componentes de un pequeño partido, casi una secta, impregnados de una rica tradición revolucionaria rusa. Pero lo que está claro es que la creencia en el advenimiento objetivo de la sociedad socialista se desparramaba con cierta abundancia a través de la Europa del momento. Lejos sin embargo de constituir un simple milenarismo —como a veces se ha querido presentar— esta creencia está relacionada mucho más con el desarrollo de una concreta visión científica del mundo que surge en la Ilustración europea. La idea de progreso que, para lo que nos incumbe, se desarrolló desde Hegel a Stalin a través de Marx, contiene unas características propias que muy bien pueden servir para definirla como expresión de una concreta y específica cultura. Podríamos denominar esta cultura con muy diversos apelativos: «progresista», «socialista», y quizás también, aunque con menor propiedad, «izquierdista».5 El hecho fue que, a partir de un concepto claro de desarrollo histórico enraizado en una transformación ideológica apoyada en el cientifismo, se produjeron una serie de contenidos culturales. Dichos contenidos ofrecieron una alternativa de acción a determinados actores sociales que estaban convencidos de que progreso quería decir socialismo, tuviese esta palabra el sentido que fuese. El sentido a esta palabra se lo dieron una apreciable serie de intentos ideológicos, filosóficos, «científicos» y, finalmente prácticos, que se extendieron a todo lo largo del siglo xix. Uno de ellos, que alcanzó poderosa influencia, fue el marxismo.6 Hay que evitar, sin embargo, a la hora de referirnos a nuestro problema concreto, el modelo soviético, comprender el marxismo como la codificada ideología contenida en determinados libros o expresada en sus luchas políticas por determinados partidos o fuerzas políticas —aunque el marxismo sea también eso—.7 Lo que queremos entender por marxismo es un desarrollo

5 Véase la clásica historia de la izquierda de Geoff Eley, Forging Democracy: The History of the Left in Europe, 1850-2000, Oxford University Press, Nueva York, 2002. 6 De la inmensa bibliografía acerca del marxismo conviene destacar el monumental estudio de Leszek Kolakowski, Las principales corrientes del marxismo (3 Vols.), Alianza Editorial, Madrid, 19801985, así como Eric Hobsbawm (ed.), The History of Marxism: Marxism in Marx’s Day (4 Vols.), Indiana University Press, Bloomington, 1982. 7 Sobre la construcción del marxismo soviético véase: Paul Paolucci, «The Discursive Transformation of Marx’s Communism into Soviet Diamat», Critical Sociology n.º 30/3 (2004), pp. 617-666.

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concreto del pensamiento socialista del siglo xix establecido ya como tradición europea en torno a varios esquemas distintos —el socialdemocratismo alemán, las rupturas con él producidas por la Gran Guerra, el propio bolchevismo…— y alimentado por diversas tradiciones propias alejadas incluso a veces del objetivo o los medios del marxismo.8 De este modo se fundieron las teorías e ideologías —el modelo— que Marx, un simple filósofo y revolucionario alemán, había desarrollado, con los procesos o movimientos causados por la Revolución Industrial y la transformación de la sociedad decimonónica europea: bien como resistencias, bien como superaciones. Estos movimientos discurrían además en un ambiente que, como es lógico, no podía por menos que mantener persistencias de muchos tipos y, en especial, de tono cultural. De ahí que la forma real que ofreció eso que hemos dado en denominar «marxismo», a la altura de los movimientos revolucionarios en la Rusia del 17, fuese de hecho distinta y diversa y relativamente independiente del propio modelo, esto es, de la teoría filosófica de Marx.9 La cual para colmo ni era un todo absolutamente coherente de por sí, ni resultaba del todo homogénea, comparada con la propia actividad política de Marx y sus inmediatos colaboradores o seguidores. Es decir: cuando nos referimos al marxismo o al socialismo que de él proviene, comprendemos no solo la ideología —o tronco de ideologías— político-social que ha jugado un concreto papel en el decurso histórico, sino, y sobre todo, las plasmaciones culturales de esas ideologías —en un sentido antropológico o etnológico— que la sociedad en cuestión ha recibido/generado.10 Es quizá aquí donde pueden hallarse provechosos caminos para comprender el fenómeno del Socialismo de Estado: estableciendo una tradición cultural que determinó las elecciones concretas de quienes poseyeron el poder político en la Rusia pos-revolucionaria y los países que cayeron luego bajo su hegemonía. A esto debiéramos añadir las continuidades de la sociedad, la cultura o la economía pre-revolucionaria, para envolver ambos en los diversos efectos de 8 Para una revisión de la interrelación entre socialdemocracia y comunismo soviético: David Childs, The Two Red Flags: European Social Democracv and Soviet Communism since 1945, Routledge, Londres, 2000. 9 Andrzej Walicki: Marksism i skok do królestwa wolnosci. Dzieje komunistycznej utopii, Wydawnictwo Naukowe PWN, Varsovia, 1996. 10 En el sentido propuesto por Karl Schlögel: «’Sowjetmarxismus’, Einen ‘toten’ Texten neu zu lesen», en Helmut Fleischer (ed.), Der Marxismus in seinem Zeitalter, Reclam, Leipzig, 1994, pp. 57-76.

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retroalimentación producidos tanto por las circunstancias concretas —guerra, destrucción...— como por las propias decisiones de los actores históricos, las cuales produjeron resultados no siempre previstos o deseados. En su crítica a una reciente aportación, afirmaba el historiador Christian Noack que se debía considerar como «soviético» únicamente a lo que él llamaba «láminas de tiempo», determinados fragmentos que no necesariamente tienen continuidad y que pueden quedar aislados en el pasado.11 Esta afirmación, que es en buena medida banal, nos abre la puerta a una comprensión del sistema que es más abierta que aquella a la que las casi teleológicas explicaciones de pro y anticomunistas nos tenían acostumbrados. Es decir: fragmentos del sistema —como la ideología marxista-leninista— que parecieron en otro tiempo fundamentales para entenderlo, pueden haber sido solo capas, estratos que no han dejado más poso que el del recuerdo histórico y los problemas de reparto posterior de la tierra. Lo cual implicaría también que muchos de estos aspectos del sistema no hubieran sido tan profundos y pensaban quienes se dejaban llevar por discursos oficiales o descripciones sovietológicas de la época de la Guerra Fría. Si después de todo esto nos atreviéramos a lanzar una definición de trabajo del «comunismo», podríamos entenderlo más o menos así: como el movimiento político surgido de la revolución bolchevique —o golpe de estado comunista, según se mire— que tuvo lugar en octubre de 1917 y que, a lo largo del tiempo, consiguió extenderse en mayor o menor medida por todo el globo.12 El comunismo sería entendido, pues, como un movimiento político, vivo y activo tanto en democracias como dictaduras; quizá el primer movimiento de verdadero alcance global.13 Pero además —quizá sobre todo— el comunismo puede entenderse como una forma de gobierno, como la serie de regímenes de gobierno —llamados a menudo de «socialismo real»— que, comenzando con el caso del complejo Estado llamado Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se multiplicaron por el globo. A la altura que escribimos estas líneas, persisten 11 HistLit 2009-3-039 / Thomas Christian Noack über Lahusen y Peter H. Solomon (eds.), What Is Soviet Now? Identities, Legacies, Memories, Lit Verlag, Münster, 2008, i H-Soz-u-Kult 14.07.2009. 12 Kevin Mc Dermott y Jeremy Agnew: The Comintern. A History of International Communism from Lenin to Stalin, Basingstoke, 1996, 1999. 13 Algo que Robert Service no ha sabido ver del todo. Ver Robert Service, Camaradas. Breve historia del comunismo, Ediciones B, Barcelona, 2009.

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varios de ellos, aunque en formas muy diversas o transformadas, y ninguno en Europa. Por ello investigar el comunismo es trabajar sobre ambos aspectos: un movimiento político y un tipo de organización estatal (con lo que esto conlleva: cultura, economía, política, sociedad...). Aún más. Dado que investigar el comunismo significa investigar Estados y territorios, ello añade una tercera dimensión: analizar unas regiones geográficas concretas, su herencia cultural, sus condicionamientos históricos, geoestratégicos, políticos, económicos. En buena medida la investigación acerca de regiones históricas como Europa Oriental, Europa Central, Europa Sudoriental, los Balcanes, el Báltico, Europa Centro-Oriental —definidas cada una de ellas en formas muy diversas— ha desembocado, se ha confundido, con la investigación acerca del comunismo. Investigar sobre cualquier aspecto de la historia de estas regiones a partir de 1917 o 1945 —según casos—, significaba encontrarse inevitablemente con el comunismo y con el Socialismo de Estado. No olvidemos que «Europa Oriental» era la fórmula usada durante la Guerra Fría para definir a un territorio políticamente delimitado que incluía países que no habían sido nunca considerados como «Orientales» y que sin embargo se adscribían a una zona geográfica debido a su sistema político.14 A partir de 1945 y como consecuencia de la forma de gobierno impuesta por los partidos comunistas surgió una especie de semicontinente, aparentemente homogéneo. Por descontado también se desarrollaron entrecruzamientos, trasvases y adaptaciones, aunque el modelo era el mismo y fragmentos se repetían de un país a otro, pero se trató más que nada de una comunidad imaginada construida para el servicio de la propaganda —de uno y otro lado—. Mucho está costando eliminar esta forma de pensar. Los debates de la historiografía centroeuropea acerca de si, tras la caída del Muro, debemos seguir hablando de Europa Oriental, no han llegado a conclusión clara. En forma muy optimista —pero fundada— el historiador vienés Wolfgang Schmale resumía la polémica afirmando en un artículo que Europa Oriental era una región histórica, pero una que estaba dejando de existir.15 Cierto que las constelaciones de intereses 14 Sobre regiones en Europa Central y Oriental véanse los clásicos: Oskar Halecki, Europa. Grenzen und Gliederung seiner Geschichte, WBG, Darmstadt, 1957; Jenö Szücs, Die drei historischen Regionen Europas, Neue Kritik, Fráncfort, 1994. 15 Wolfgang Schmale, «“Osteuropa”: Zwischen Ende und Neudefinition?», en José M. Faraldo,

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entre unos países y otros han dejado de estar concentradas en el interior del antiguo bloque del Este y que los pactos y las maniobras dentro de la Unión Europea llevan a menudo a la formación de coaliciones y grupos muy alejados de la propia pertenencia geográfica. Tampoco intentos regionales como «el grupo de Visegrado» han llegado a cuajar. Hablar de una «Europa Oriental» es pues, un simple lugar común, aunque una cierta conciencia de ella se mantenga en aspectos incluso anecdóticos, como las votaciones del festival de Eurovisión, donde la tendencia del público del Este de Europa es a votar a los representantes del antiguo bloque. En cualquier caso —y volviendo a las tesis de Schmale— sería absurdo disolver la asentada tradición intelectual de preocupación por la parte oriental de Europa sin ofrecer nada a cambio.16 Cabría entonces concluir esta discusión afirmando que, aunque —por supuesto— «comunismo» y «Europa Oriental» no son en ningún caso sinónimos, es precisamente la caída de los Estados comunistas lo que ha permitido incluir los regímenes de Socialismo de Estado dentro de una visión a mayor largo plazo, de longue durée. Así, algunas de las características consideradas propias de los Estados socialistas —desde el burocratismo hasta la monumentalista planificación urbana— se han llegado a inscribir en una tradición más antigua, cultural, nacional, alejándose así del simple recurso a imperativos ideológicos del marxismo oficial. Es decir: la patente de excepcionalidad histórica que a la Revolución de Octubre y sus consecuencias se le había otorgado hasta 1989 se ha debilitado y el comunismo se ha convertido en un fenómeno vital, sí, importantísimo e imprescindible a la hora de explicar el siglo xx, pero un fenómeno histórico al fin, y como tal, objeto de investigación científica. Sheila Fitzpatrick, la principal representante de los historiadores llamados «revisionistas» de los años setenta resumía los primeros debates habidos tras el derrumbe del sistema socialista afirmando que hasta diciembre de 1991 la Revolución rusa pertenecía a la categoría de revoluciones de «nacimiento de Paulina Gulińska-Jurgiel y Christian Domnitz, Europa im Ostblock. Vorstellungen und Diskurse (19451991) / Europe in the Eastern Bloc. Imaginations and Discourses (1945-1991), Böhlau, Colonia, 2008, pp. 23-36. 16 Para España, con una tradición bastante débil: Guillermo A. Pérez Sánchez y Ricardo M. Martín de La Guardia, «La Europa del Este en la historiografía española de las relaciones internacionales», Ayer n.º 42 (2001), pp. 125-148; y José M. Faraldo, «Ad marginem. Historische Osteuropaforschung in Spanien. Ein Überblick», Osteuropa n.º 56/3 (2006), pp. 95-103.

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una nación» —entendiendo esto como aquellas que dejaron tras de sí una duradera estructura institucional y nacional y constituyeron el foco de un mito nacional—.17 A partir de esa fecha, cuando parece ser que la nación que nació en Octubre está muerta, la Revolución tuvo que ser reclasificada como un episodio más de la larga historia rusa. Hasta qué punto la «nación soviética» ha desaparecido o no, es discutible, ya que habría que definir primero que se entiende por dicha nación. Sin embargo nos parece bastante claro que el efecto de nation-building que la Revolución rusa produjo fue el responsable de la formación de una serie de nuevas naciones —incluyendo la nueva Rusia— que parecen establecerse hoy día como suficientemente sólidas.18 No hay duda en ello: Octubre sirvió, entre otras cosas y a la larga, para construir una larga serie de naciones-estado donde antes había solo un imperio. Sin embargo esto no nos aclara qué fuera realmente la fase más tormentosa, brutal y a la vez original de la experiencia soviética: el estalinismo.

2. El estalinismo como necesidad y tradición En cualquier caso convendría evitar el contemplar el estalinismo y, de hecho, el edificio todo de la dictadura bolchevique, como un resultado inevitable, teleológico, de los procesos de la Revolución de Octubre. Si no es posible negar multitud de antecedentes, precedentes e influencias, tampoco es posible negar la infinidad de posibilidades que existieron en todo momento. La necesidad del sistema soviético —tal y como lo entendemos hoy— ha sido rechazada por historiadores desde hace muchos años. Robert V. Daniels, uno de los mayores conocedores de la economía soviética, consideraba, apenas desaparecida la URSS, que la Revolución de Octubre fue un accidente —en 17 Sheila Fitzpatrick, The Russian Revolution (2ª ed.), Oxford University Press, Oxford/Nueva York, 1994, p. 1. Véase también Frederick C. Corney, Telling October: Memory and the Making of the Bolshevik Revolution, Cornell University Press, Ithaca, 2004. 18 Sobre esto hay ya una amplia bibliografía. Como ejemplos: Ronald Grigor Suny, The Revenge of the Past. Nationalism, Revolution and the Collapse of the Soviet Union, Stanford University Press, Palo Alto, 1993; David Brandenberger, National Bolshevism: Stalinist Mass Culture and the Formation of Modern Russian National Identity, 1931-1956, Harvard University Press, Cambridge, 2002; Terry Martin, The Affirmative Action Empire. Nations and Nationalism in the Soviet Union, 1923—1939, Cornell University Press, Ithaca, 2001.

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su opinión, lamentable— que quebró el desarrollo de un modelo que él quería cercano al socialdemocratismo europeo (el de la Revolución de Febrero).19 Esta intromisión del azar en el supuestamente armónico desarrollo histórico produciría según Daniels (dando un paso más adelante aunque en línea con la clásica interpretación Trotskysta) que, con Stalin, el régimen soviético dejara de ser verdaderamente marxista. De este modo el estalinismo se atuvo tan solo a las exigencias del poder, en forma que el marxismo-leninismo oficial del régimen vino a convertirse en lo que Marx entendía literalmente por «ideología», esto es, «falsa conciencia». Daniels afirmaba que, en los años treinta, «el régimen soviético cambió en su esencia». El propio régimen estalinista «no podía expresar más alta articulación de sus presupuestos sociales que la ideología marxistaleninista pero esta había sido reducida a racionalización de los hechos». En conclusión, «y a pesar de sus etiquetas, el régimen estalinista no representó más el mismo movimiento que tomó el poder en 1917».20 John Kautski —filósofo y descendiente del famoso pensador marxista— fue todavía más allá al hacer hincapié en las diferencias, a su juicio importantísimas y de base, entre el marxismo y el leninismo, caracterizando a aquel como una ideología socialdemócrata a la alemana —haciendo honor a su apellido— y a este como una ideología de modernización, no muy diferente en su esencia, de las que se desarrollaron luego en países del Tercer Mundo, y al mismo tiempo que en Rusia, en Turquía y México.21 Ciertamente es esta una de las interpretaciones más abundantes, ya sea en positivo o en negativo. La Revolución bolchevique se considera hoy día como una vía a una modernización que, según los colores políticos del autor o autora, fue desde un principio callejón sin salida o fracasó por presiones externas o internas. No hay que confundirse: esto que yo llamo «teorías de la modernización» tiene en realidad más que ver con un análisis empírico del discurso comunista (en versión soviética) que con las teorías económicas y sociológicas en boga en los años cincuenta y sesenta. Si estas teorías han sido cada vez más criticadas, la realidad y consistencia del discurso modernizador comunista a lo largo de los 19 Robert V. Daniels, Trostky, Stalin and Socialism, Westview Press, Boulder, 1991. 20 Todo ello en Robert V. Daniels, Trostky, Stalin and Socialism, cit., p. 164. 21 John H. Kautsky, Marxism and Leninism, not Marxism-Leninism: An Essay in the Sociology of Knowledge, Grenwood Press, Londres, 1994.

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años —no olvidemos que el propio Mijail Gorbachov se presentó como un modernizador— es evidente.22 Y no solo discursivamente. Es justo esta ligazón de la originalidad del marxismo soviético con la verdadera y efectiva modernización que se produjo durante el régimen estalinista —y, en especial, los años treinta— lo que nos daría una pista para entender lo que de novedad poseyó el estalinismo. El ya citado Daniels consideraba la teoría de la modernización como una de las cuatro principales interpretaciones de un Octubre entendido como resultado del «curso natural» de la historia rusa.23 Las otras tres interpretaciones que menciona son la teoría oficial de la revolución proletaria como culminación de la historia revolucionaria rusa —que era la tesis mantenida por el régimen soviético—, la teoría de la ola revolucionaria24 —intento sociológico de encontrar un denominador común a diversas situaciones revolucionarias— y el recurso a las tradiciones culturales rusas que, según algunos hacían imposible una salida al estilo de las democracias parlamentarias europeas.25 Lo que a nosotros nos importa realmente, más allá de disquisiciones de tono filosófico, es que el hecho de aceptar que el estalinismo no fue algo inevitable, nos permite comprender mejor cuales eran las posibilidades del sistema y cual es su novedad en lo que respecta a la historia del siglo xx. Cabría plantearse por ejemplo si el modelo soviético constituyó una continuación directa de la historia pre-revolucionaria. ¿Hubo o no hubo continuidad en la historia del Estado pos-ruso? A la hora de conceptualizar la historia reciente del complejo nacional ruso se nos plantea la pregunta de si hubo un verdadero, 22 Stefan Plaggenborg, Experiment Moderne. Der sowjetische Weg, Campus Verlag, Fráncfort, 2006. 23 Robert V. Daniels, «The Bolshevik Gamble», The Russian Review n.º 26/4 (1967), pp. 331-340. 24 Haciendo un resumen puede describirse con el siguiente proceso: resistencia al Antiguo Régimen, crisis, revolución moderada, fase extremista y reacción. Se trata del clásico esquema de Crane Brinton en su «Anatomía de la Revolución» (vid. Crane Brinton, The Anatomy of Revolution, Vintage Books, Nueva York, 1965). 25 Véanse las tres obras claves de Richard Pipes, Russia under the Old Regime, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1974; The Russian Revolution, Knopf, Nueva York, 1991; y Russia under the Bolshevik Regime, Knopf, Nueva York, 1993. Conviene también repasar el debate producido por Solyenitsin con su ataque a Pipes (Aleksander Solyenitsin, «Misconceptions about Russia are a threat to America», Foreign Affairs n.º 58 [1980], pp. 797-834), así como las críticas por él suscitadas y su réplica a las mismas, todo ello en Foreign Affairs números de primavera, verano y final de 1980. Puede verse la publicación de dicho debate en Alexander Dallin (ed.), The Nature of the Soviet System, Garland Publishing, Nueva York, 1992.

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profundo, y significativo cambio en Rusia tras la Revolución, o si el elemento dominante fue la continuidad de viejas estructuras materiales o espirituales. Quizás la clave se situaría en un nivel de abstracción mayor, en la indagación acerca de si son realmente posibles las transformaciones sociales, en revisar la forma en que perviven los procesos históricos, en preguntarnos si en realidad estos no representan otra cosa que readaptaciones debidas a idénticas o similares circunstancias, condicionamientos de geografías no modificadas o problemas que, en definitiva, son siempre los mismos. Tendríamos que intentar comprender el hecho del cambio social y definirlo como tal y además —y en relación con Rusia este aspecto adquiere verdadera importancia— tendríamos que preguntarnos por la posibilidad de un cambio social consciente y de lo que entenderíamos por ello. Y siguiendo más adelante ¿qué quiere decir continuidad en el contexto de la URSS? ¿Se refiere a la repetición en el sistema socialista de estructuras y pautas de comportamiento político o social originadas en el zarismo?26 ¿Se quiere decir con ello que los elementos deplorables del sistema tuvieron un origen anterior, externo al propio sistema? ¿O es que, cuando se habla de continuidad, nos referimos a algo más profundo, a mentalidades muy arraigadas que no desaparecen pese a cataclismos del tamaño de la Revolución, la Guerra Civil o la Colectivización? Y también, ¿es que hay que tener en cuenta el carácter nacional del principal pueblo que desarrolló el experimento soviético, es decir, el famoso «espíritu o alma rusa»? Buena parte de quienes han querido analizar tanto la dictadura estalinista como, más en general, todo el edificio que sostenía la Unión Soviética, han cargado las tintas sobre las «precondiciones sociales», económicas, culturales y políticas de la Rusia de los zares.27 En muchos casos se trata de aquellos que, desde una perspectiva marxista, han intentado comprender por qué fracasó el ideal de la libertad socialista a la hora de realizarse, de llegar a ser en la Rusia posrevolucionaria. En otros casos, de liberales que han constatado y descrito la falta de sociedad civil y burguesía «normal» en Rusia y que a ello achacan la catástrofe desencadenada por la Revolución y a la Revolución misma, como una muestra de 26 Como se afirma en Robert Conquest, The Harvest of Sorrow: Soviet Collectivization and the Terror Famine, Hutchinson, Londres, 1986, y R. W. Davies, The Industrialization of Soviet Russia, 1: The Socialist Offensive; the Collectivization of Soviet Agriculture, 1929-30, Macmillan, Londres, 1980. 27 James H. Billington, The Icon and the Axe. An Interpretative History of Russian Culture, Weidenfeld, Londres, 1966; Tibor Szamuely, The Russian Tradition, Secker & Waarburg, Londres, 1974, Orlando Figes, El baile de Natacha: una historia cultural rusa, Edhasa, Barcelona, 2006.

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la falta de condiciones sociales y económicas para construir una sociedad liberal y de mercado en la Rusia zarista.28 Estas valoraciones —políticas en suma— han ido cediendo paso en las historiografías occidentales a tratamientos más sobrios. En la propia Rusia, sin embargo, se ha vacilado entre buscar la culpa entre las influencias occidentales —el marxismo como contaminación externa— y la asunción de la dictadura soviética en toda su integridad como parte de la propia historia rusa.29 Aunque historiadores y pseudohistoriadores del tipo de Gumilev —el hijo de la poetisa Anna Ajmátova— han aportado toda serie de argumentos —a menudo con tintes antisemitas— para expulsar al marxismo y sus consecuencias del parnaso de la historia de la nación,30 lo que parece haber triunfado y haber quedado establecido dentro de la conciencia general de la población es la existencia de una evolución histórica sin solución de continuidad. En ella, la Revolución de octubre es parte de la historia rusa; el estalinismo fue una fase como la de Pedro I; la Gran Guerra Patria —como se llama en Rusia la II Guerra Mundial— una repetición, más heroica si cabe, de la guerra contra Napoleón; y la perestroika un acontecimiento lamentable pero de corta duración en la historia del «Imperio». La conciencia histórica rusa que se ha consolidado tras la presidencia de Vladimir Putin (2000-2008) es, pues, una conciencia imperial.

3. Una versión de la historia soviética Las importantes contribuciones de la historiografía de los últimos tiempos han ido dirigidas, sobre todo, a examinar la concreta realidad histórica de la sociedad soviética. El historiador alemán Jörg Baberowski, en un artículo en el que realizaba una Zusammenfasung de las teorías sobre el estalinismo, se decantaba 28 Como Orlando Figes, La revolución rusa, 1891-1924: la tragedia de un pueblo, Barcelona, Edhasa, 2006. 29 Véase la discusión acerca de las continuidades en V. A. Mau y G. A. Bordiugov (eds.), Rossiiskaia Imperiia, SSSR, Rossiiskaia Federatsiia: Istoriia odnoi strany? Preryvnost i nepreryvnost v Otechestvennoi Istorii xx veka, AIRO-XX, Rossia Molodaia, Moscú, 1993. 30 Elena Müller, «Woher ist das russiche Land gekommen? Und wohin soll es gehen? Die inoffizielle Geschichtsschreibung im heutigen Russland», en Gerhard Besier y Katarzyna Stoklosa (eds.), Geschichtsbilder in den postdiktatorischen Ländern Europas. Auf der Suche nach historisch-politischen Identitäten, Lit Verlag, Münster, 2009, pp. 75-92.

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por la necesidad de realizar una síntesis de las antiguas aproximaciones, las cuales explican tan solo parte de la complejidad del fenómeno estalinista. Porque, en su opinión, resulta más o menos claro que el estalinismo fue tanto el «Termidor revolucionario» que Trotsky temía, como un medio de modernización social y económica de un gigantesco Estado, sin restarle su aspecto de presión «totalitaria» e ideológica de la sociedad.31 Este acomodamiento de lo que de útil contenían diversas teorías para el análisis del estalinismo puede iluminarnos nuestra reflexión sobre el sistema en su conjunto. Lo verdaderamente generalizable del sistema es, primero, su origen como una revolución social, política y nacional. Después, con la legitimación de dicho origen, la instalación de un sistema jerarquizado en torno a una organización rectora (un partido). La ideología portada por ese partido, junto con las tradiciones del Estado y las condiciones de la época (años 20) lograron que, tras intensos debates y luchas, la cúpula rectora del Estado —el Partido— se inclinase por la organización de un modelo de desarrollo y modernización económica 32 que puede ser denominado retrospectivamente (¡atención, solo retrospectivamente!) como Socialismo de Estado.33 Este término es en nuestra opinión el más claro a la hora de entender el problema. Utilizado con profusión en las investigaciones sobre la República Democrática Alemana (Staatssozialismus) nos parece que ambas palabras delimitan suave y contundentemente dos de los principales márgenes entre los que se movieron los sistemas políticos y sociales que ocuparon la mitad oriental de Europa —y una larga extensión del resto del mundo— durante más de cincuenta años.34 Porque tanto en la URSS como en el resto de sus entonces llamados «satélites» existió un algo de socialismo y un mucho de Estado, y la organización de aquel y su éxito o fracaso dependieron de la capacidad de este para organizarse y dirigir y controlar su sociedad y su territorio. 31 Jörg Baberowski, «Wandel und Terror: die Sowjetunion unter Stalin 1928-1941. Ein Literaturbericht», Jahrbücher Für Geschichte Osteuropas n.º 43 (1995), pp. 97-129. 32 Philip Hanson, The Rise and Fall of the Soviet Economy, Longman, Londres, 2003. 33 Bartolomiej Kaminski, The Collapse of State Socialism. The Case of Poland, Princeton University Press, Princeton, 1991. 34 Sobre la sovietización de otros territorios: Michael Reimann, «“Sowjetisierung” und nationale Eigenart in Ostmittel- und Südosteuropa. Zum Problem und Forschungsstand», en Hans Lemberg (ed.), Sowjetisches Modell und nationale Prägung. Kontinuität und Wandel in Ostmitteleuropa nach dem Zweiten Weltkrieg, Böhlau, Marburg, 1991, pp. 3-9.

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Socialismo, porque las estructuras de producción y comercialización fueron en gran medida sometidas a procesos «socializadores», por medio de los cuales los beneficios o las pérdidas dejaban de revertir en las personas o individuos que los poseían de una forma u otra, e iban a dar en la «sociedad» identificando a esta con el «Estado». Esa sociedad había sido «abstractizada» por medio de un proceso de ideologización y por medio de la creación de un partido rector —a veces único, pero no siempre— esa abstracción había devenido Estado. Tras la violenta debacle del proceso industrializador se crearon unas ciertas condiciones de estabilidad que se desarrollaron sobre la base del monopolio estatal de la economía y la toma de decisiones políticas. Una estabilización que se produjo en los aspectos mecánicos del sistema pero no en sus elites, que fueron descabezadas en el proceso de las diversas purgas por razones y motivos muy variados pero, probablemente, relacionados con algún tipo de respuesta a presiones sociales.35 El nuevo proceso iniciado por la Segunda Guerra Mundial con sus numerosas transformaciones (fin de gran número de políticas izquierdistas, afianzamiento de la relación con el pasado pre-revolucionario, consecución y expresión de un nacionalismo estatalista férreo, incremento de la inseguridad y del sentimiento de amenaza, lo que produjo en la cúpula el nuevo recurso a la presión violenta sobre la sociedad) constituyó, quizá, el preludio a la fase más verdaderamente totalitaria del sistema: el estalinismo de posguerra. Esto, que se produjo en los ámbitos sociales, culturales y políticos, se nos muestra como un proceso en realidad distinto al ocurrido en los años treinta. Tras la guerra se llevó a cabo una estabilización del sistema en sus bases económicas y sus presupuestos políticos, y la acción policial violenta sobre la sociedad poseyó un sentido conservador, antes que constituirse en nuevo producto de transformaciones sociales. La muerte de Stalin permitió el final de esta política de conservación del liderazgo basada en purgas y ejecuciones extrajudiciales y —tras los vaivenes de la desestalinización— dio lugar a una estabilización de los elementos 35 Sheila Fitzpatrick (ed.), Stalinism: New Directions, cit.; Oleg Chlevniuk (ed.), Stalin - Stalinism Sovetskoie obshtshestvo, Airo xx, Moscú 2000; Sarah Davies y James Harris (eds.), Stalin. A New History, Cambridge University Press, Cambridge, 2005.

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característicos del sistema aún mayor: partido, economía estatalizada, discurso ideológico, Estado-Nación (si bien compleja y desigualmente desarrollado). A partir de ahí se sucederían diversas políticas de gestión del sistema que intentarán transformar determinados aspectos (liberalizaciones de hecho, vaivenes económicos, políticos o culturales...) para mantener sin embargo las ya mencionadas características. Como principal vaca sagrada se mantuvo siempre el papel rector del Partido, en evidente autoconciencia de una elite que ya no veía amenazada su cabeza por una purga sangrienta. Por esta razón se pudieron ir desarrollando en el interior del aparato rector alternativas que contemplaban la transformación, e incluso la eventual desaparición, de algunas características hasta entonces consideradas fundamentales. El discurso ideológico fue la primera víctima, lo que trajo consigo la necesidad de una pluralidad o apertura en la libertad de expresión. Esto, con vaivenes, se produjo a partir de Kruschev y, con excepciones, se mantuvo en la etapa brezhnevita (a la que se podría denominar, con reservas, como un «Estado del bienestar» llevado al extremo y con una policía muy activa). Evidentemente esta ampliación de la libertad de expresión no debe ser confundida con nada parecido al estilo occidental, habida cuenta de que la propiedad material de los medios de expresión era del Estado y su usufructo efectivo fue mantenido por la intelligentsia soviética que, en gran medida, era la beneficiaria del sistema. Lo cual implicaba unos límites bastante estrechos, pero cada vez más ampliables, especialmente en aspectos que cuadraban con tendencias más o menos ocultas del sistema: el ejemplo más claro es el del nacionalismo, tanto del ruso como de otros quizá.36 En retrospectiva, el hecho de que fuese posible la destrucción de la URSS y la ilegalización del PCUS fue debido a que el Estado Soviético posterior a Stalin evolucionó en la dirección de la profesionalización de las instancias ejecutivas y administrativas, lejos ya de la ocupación por parte del Partido de todos los nudos de decisión. Y esto fue así porque la mayor liberalidad del régimen y la desaparición de la violencia en el interior del Partido, dejó a este 36 Yitzhak Brudny, Reinventing Russia: Russian Nationalism and the Soviet State, 1953—1991, Harvard University Press, Cambridge, Ma., 1999; José M. Faraldo, «Imagen destronada. Nacionalismo soviético, nacionalismo ruso y espacios de identidad nacional en el socialismo de estado» en Ruth Ferrero (ed.), Nacionalismos y minorías en Europa Central y Oriental, ICPS, Barcelona, 2003, pp. 165-192; Kevin O’Connor, Intellectuals and Apparatchiks. Russian Nationalism and the Gorbachev Revolution, Lexington Books, Lanham, 2006.

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reducido a un nivel de poco más que un «club» selecto, que servía para repartir privilegios, pero cuyos integrantes formales tenían la posibilidad de mantenerse ajenos «espiritualmente» a él. La vanguardia del proletariado que luchaba por traer un nuevo mundo en los años veinte, los profesionales de la construcción de la utopía de los treinta o la columna vertebral de la sociedad durante la Gran Guerra Patria, habían dado paso a un ejército de funcionarios atentos a los combates por ascender en el escalafón, pero libres de temer que cualquier fallo trajese la eliminación de sus cabezas en el sentido más literal del término.37 La percepción de la imposibilidad de gestión conjunta de la economía y del vasto y desigual territorio constituyó la base para el principio de las reformas gorbachovianas que, empezando por la cúpula, pretendieron cambiar algo para que nada cambiase en realidad. De nuevo, como en la transformación de los años treinta, las bases respondieron de modo distinto al deseado y la «ingeniería social» se reveló impotente para conseguir sus fines. El resultado de la acumulación de vicios, defectos y fuerzas opuestas trajo consigo la destrucción de las características constitutivas del sistema, en especial del modelo ideológico que lo sustentara, del aparato del partido y de la economía estatalizada socialista. Hay que desechar también el mito de que fue la presión de la Norteamérica de Ronald Reagan la que condujo al fin de la Unión Soviética.38 Las causas de la implosión del Estado soviético fueron puramente internas, por la incapacidad del sistema para encontrar conexión con un mundo cada vez más globalizado y la decisión personal del liderazgo soviético —encarnado en Gorbachov— de liberalizar un sistema que, probablemente, no admitía liberalización.39 Por su parte, la caída de las «democracias populares» en Europa fue consecuencia de la debilitación del Gran Hermano del Este y de la seguridad de saber que 1953, 1956, ó 1968 no se repetirían de nuevo. La desaparición del comunismo fue radical, la obra de Octubre se deshizo en unos pocos meses. Por ello, y pese a que parte de 37 Susanne Schattenberg, Stalins Ingenieure. Lebenswelten zwischen Technik und Terror in den 1930er Jahren, Oldenbourg, Múnich, 2002. 38 Dick Combs, Inside the Soviet Alternate Universe. The Cold War’s End and the Soviet Union’s Fall Reappraised, Penn State University Press, University Park, Pa., 2008. 39 Véanse dos aspectos clave: Neil Robinson, Ideology and the Collapse of the Soviet System: A Critical History of Soviet Ideological Discourse, Edgard Elgar, Aldershot, 1995 y David Lockwood, The Destruction of the Soviet Union: A Study in Globalization, Macmillan, Londres, 2000.

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los peores aspectos del viejo sistema siguen intactos y, parece ser, han pasado a constituir parte del nuevo, podemos concluir que, verdaderamente, 1991 contempló el fin del sistema soviético.

4. La revolución de los archivos En la construcción de la nueva conciencia social colectiva surgida a partir de la caída del comunismo, tanto en Rusia como en el antiguo Bloque del Este, un lugar privilegiado y esencial lo ha ocupado la historia. La conciencia de que los medios públicos de comunicación mentían, de que la escuela transportaba saberes que no eran ciertos o estaban deformados, y de que el poder escondía y silenciaba el pasado incómodo condujo a las intelligentsias de muchos de estos países a una labor de recuperación de la memoria, de construcción de ella, que dio por lo general sus frutos solo tras el fin del sistema, pero que sirvió en muchos casos para acelerar en alguna medida su caída. La historia «sin mentiras» se realizó desde los márgenes de estas sociedades, aunque en algunas impregnó hasta bien dentro los ámbitos académicos. Común para todos estos países era la necesidad de explicar verdaderamente qué había pasado en las épocas del terror, de las guerras civiles, cual había sido el grado de la persecución de los opositores. Los satélites y los países ocupados —el Báltico, Ucrania— consideraron esencial desentrañar los mecanismos de dependencia hacia la URSS y cómo estos se habían creado, en qué forma se habían desarrollado las ocupaciones, cómo se había destruido la resistencia. También se pasó revista a los cambios de fronteras obligados y a las expulsiones forzosas, y los asesinatos y deportaciones llevados a cabo por orden del poder soviético llenaron miles de páginas. Su medio de difusión era el llamado «samizdat», la edición casera, clandestina, aunque en algún momento —como en el llamado «segundo campo» polaco en los años setenta y ochenta— se aprovechara de los resquicios del sistema para editar —con grandes ganancias monetarias— lo que el público ansiaba fervientemente.40 40 Frederike Kind-Kovacs y Jessie Labov (eds.), From Samizdat to Tamizdat. Independent Media Crossing borders before and after 1989, Northwestern University Press, Evanston, 2009.

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Esta historia alternativa a la del poder no era, no podía serlo, científica, objetiva: su misión era partidista, de combate. En muchos casos se disolvió en simple anticomunismo, en el establecimiento de un discurso en contra del gobernante sin atender a su validación científica. A veces intentó romper los estereotipos marcados por el sistema —la xenofobia comunista— y construyó narraciones nacionales alternativas en las que se desarrollaban visiones más positivas de los países vecinos o de Occidente, de lo que el poder permitía.41 Pero hubo muchas otras veces en las que los canales alternativos sirvieron para expresar los más oscuros sentimientos nacionalistas y populistas, reivindicaciones del rencor y la rabia. No obstante, resulta también sorprendente comprobar hasta qué punto de este caótico movimiento surgieron personalidades y hasta organizaciones cuyo grado de lucidez y sobriedad a la hora de enfrentarse a la historia fue envidiable.42 Todo esto cambió de pronto a partir de 1989. El final de las dictaduras conllevó una apertura de los archivos que se puede calificar de histórica.43 Quizá por primera vez en la historia varios países dieron la oportunidad a los investigadores de explorar vastas acumulaciones de documentos casi contemporáneos con escasa o ninguna censura.44 A partir de entonces fue posible escudriñar el trabajo de organizaciones y ministerios que, dada la estructura centralizada de los sistemas comunistas y el papel de liderazgo del Partido, permitieron acceder a una gran cantidad de la información necesaria para comprender la historia más reciente. Un hecho que ha poseído gran relevancia ha sido el que en todos estos países hubiera una amplia red de informantes y colaboradores de la policía política, quienes, a veces por convicción, a veces por dinero y otras por chantaje o presión, accedían a delatar a sus próximos. Estos y otros materiales conservados en archivos de la policía política, si bien han sido

41 Jan Józef Lipski, Dwie ojczyzny — dwa patriotyzmy. Uwagi o megalomanii narodowej i ksenofobii Polaków, Stop, Varsovia, 1984. 42 Por ejemplo la fundación AIRO-XX. 43 Aunque no olvidemos que hacia 1980 era ya posible para investigadores occidentales el uso de los archivos estatales —si bien no los archivos internos de los partidos comunistas-. 44 Sobre los archivos y bibliotecas de Europa Centro-Oriental (y no solo) existen toda una serie de excelentes vademecums editados por la fundación alemana Stiftung Aufarbeitung. Véase: http://www.stiftung-aufarbeitung.de/service_wegweiser/vademekums.php.

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usados a menudo para perseguir e incriminar políticamente a quienes puedan ser calificados como de informantes, pueden también servir para examinar una larga serie de problemas de política, cultura, vida cotidiana, etcétera. El caso más espectacular ha sido el de la antigua RDA. La rapidez de la desintegración del poder comunista en la Alemania Oriental y su asimilación a la República Federal convirtieron sus archivos en una foto-fija de un Socialismo de Estado. La excepcional liberalidad y profesionalidad de los archivos alemanes permiten a cualquier historiador trabajar sin traba alguna en los más diversos temas. De hecho la RDA es el Estado socialista que seguramente haya sido hasta ahora más y mejor estudiado —con la posible excepción del período estalinista en Rusia—.45 Otros antiguos países socialistas como Polonia, Hungría o la República Checa que gozan también de una envidiable apertura de archivos —comparada con la triste situación de los archivos españoles—, han desarrollado programas de investigación bastante intensos y consecuentes y, gracias entre otras cosas, a la colaboración con universidades y centros de investigación alemanes, la historiografía acerca del comunismo está a un nivel europeo. Es cierto también que a medida que la experiencia soviética se va alejando de nuestras vidas, a medida que hasta la perestroika y la implosión del imperio pierden toda relación con el presente, las preocupaciones del pasado van cediendo paso a la necesidad de encontrar respuesta a nuevas preguntas. Una vez superado el primer ansia de usar los archivos para encontrar respuesta a las cuestiones de la Guerra Fría, para poder decir que «sabemos ahora» lo que pasó, en el mismo sentido de John L. Gaddis, a quien las revelaciones le han transformado de un liberal de izquierdas en seguidor de la política nacionalista de George W. Bush Jr.,46 las prioridades de investigación se han dirigido a muchos otros asuntos. En especial el análisis cultural del fenómeno comunista está dando trabajos de enorme interés y sorprendentes conclusiones.47 Una 45 Jens Hüttmann, DDR-Geschichte und ihre Forscher. Akteure und Konjunkturen der bundesdeutschen DDR-Forschung, Metropol-Verlag, Berlín, 2008. 46 John Lewis Gaddis, We Now Know. Rethinking Cold War History, Clarendon Press, Oxford, 1997. 47 Por poner algún ejemplo de muy diferentes direcciones y casi todos centrados en la URSS: los trabajos de Karl Schlögel, 1937. Terror und Traum, Hanser Verlag, Múnich, 2008; Donald J. Raleigh (ed.), Provincial Landscapes. Local Dimensions of Soviet Power 1917-1953, University of Pittsburgh Press, Pitts-

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pluralidad científica muy amplia ha llevado a acometer investigaciones sobre vida cotidiana, urbanismo, ideologías políticas, relaciones entre los países comunistas y entre estos y los capitalistas, imperialismo y resistencia… Un papel muy importante ha recibido el análisis biográfico, tanto de elites y personajes relevantes como de personas sin relevancia política.48 Sin embargo, hay que reconocer también que la política ha encontrado el medio de volver a la historiografía, en forma muy distinta de la época comunista, pero no menos efectiva. El concepto de «memoria histórica» ha sido usado —y abusado— para intentar construir monopolios de significado no menores que los del comunismo de antaño, ahora, en buena medida, usados contra él y su recuerdo. Ello se ve también en grado muy alto en Rumania y otros países. Extremo es el caso de Bulgaria, donde el Estado post-comunista ha llegado a amenazar personalmente a los historiadores y a perseguir las investigaciones históricas con discursos nacionalistas que, en realidad, beben de modelos creados y reforzados por el Socialismo de Estado. Las llamadas «políticas de la memoria» en estos países poseen algunas características que las diferencian de otras políticas similares llevadas a cabo en Europa Occidental. En el antiguo Bloque del Este, la revisión del pasado no solo se refiere a la recuperación de quienes sufrieran represión u olvido impuesto, ni a la conmemoración de sucesos prohibidos o postergados, sino al castigo, jurídico o no, de quienes fueran informantes de la policía política. Esto, que en la España, post-franquista no tuvo papel alguno, ha resultado ser el caballo de batalla de diversos gobiernos surgidos de las oposiciones y las disidencias al comunismo. ¿Qué es lo que nos han traído las nuevas investigaciones y los archivos abiertos? Hay un aspecto en el que se ha alcanzado cierto consenso: el alcance del terror para el sistema. burgh, 2001; David Crowley y Susan E. Reid (eds.), Socialist Spaces. Sites of Everyday Life in the Eastern Bloc, Berg, Oxford, 2002; Lewis H. Siegelbaum (ed.), Borders of Socialism. Private Spheres of Soviet Russia, Palgrave Macmillan, Londres, 2006; Stefan Plaggenborg, Revolutionskultur. Menschenbilder und kulturelle Praxis in Sowjetrussland zwischen Oktoberrevolution und Stalinismus, Böhlau, Colonia, 1996; Malte Rolf, Das sowjetische Massenfest, HIS Verlag, Hamburgo, 2006; Boris Kolonickij, Simboly vlasti i bor’ba za vlast’. K izučeniju političeskoj kul’tury rossijskoj revoljucii 1917 goda, Bulanin, San Petersburgo, 2001. 48 Jochen Hellbeck, Revolution on My Mind. Writing a Diary under Stalin, Harvard University Press, Cambridge, Ma., 2006; Igal Halfin, Terror in My Soul. Communist Autobiographies on Trial, Harvard University Press, Cambridge, Ma., 2003; Véronique Garros, Natalia Korenevskaya y Thomas Lahusen (eds.), Intimacy and Terror. Soviet Diaries of the 1930s, New Press, Nueva York 1995.

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5. El terror Las nuevas investigaciones sobre los sistemas de comunismo de Estado, aunque en general ya lejos de ideologizaciones anticomunistas o prosoviéticas, han tendido a centrarse en los aspectos represivos del sistema, utilizando incluso modelos tomados del estudio del Holocausto y de la dictadura nacionalsocialista en Alemania.49 Olga Novikova ha denominado esto el «modelo del holocausto».50 Como es lógico, las historiografías que más han abundado en lo que se ha denominado «historia transicional» son aquellas que habían sufrido más la represión. En Rumania, Polonia, la República Checa y otros antiguos países del socialismo real una buena parte de los trabajos se han centrado en las policías políticas, los informantes, las formas de represión y resistencia. Decenas de institutos y centros de investigación con financiación estatal —y a veces privados— se dedican a conservar y poner a disposición de público y profesionales los archivos de las policías políticas, a analizar las causas y consecuencias del comunismo, a promover el conocimiento de las represiones y, en definitiva, a crear conciencia histórica —«memoria» se llama ahora— en relación a las dictaduras de Socialismo de Estado. En algunas historiografías esto se ha convertido en una parte principal —casi exclusiva— del mainstream de la profesión. El terror se ha constituido en espina dorsal de muchos análisis. ¿Cuáles son nuestras certezas? Ahora sabemos entre otras cosas que la desmesurada violencia y el terror desarrollados por el sistema —sobre todo durante sus primeros treinta años de existencia— tuvieron su origen en el fracaso de la clase dirigente bolchevique, en su obstinación por realizar una ingeniería social dogmatizada e inflexible sobre una población que ni la deseaba 49 Para comparaciones véanse los diversos esfuerzos muy distintos en sus planteamientos: A. James Gregor, The Faces of Janus: Fascism and Marxism in the Twentieth Century, Yale University Press, New Haven, 2000 (hay versión en español: Los rostros de Jano. El marxismo y el fascismo en el siglo xx, Publicacions de la Universitat de València, Valencia, 2002); Bernd Bonwescht y Juri Galaktionov (ed.), Germanija i Rossija v xx veke: dve totalitarnye diktatury, dva puti k demokratii, Universidad de Kemerovo, Kemerovo, 2001; Dietrich Beyrau, Schlachtfeld der Diktatoren. Osteuropa im Schatten von Hitler und Stalin, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 2001. 50 Olga Novikova, «The Construction of Alternative Memories and Intellectual Change within the Process of Soviet and Post-Soviet Transition», en Gerhard Besier y Katarzyna Stoklosa (eds.), Geschichtsbilder in den postdiktatorischen Ländern Europas…, cit. pp. 47-74.

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ni la entendía.51 Se trataba de «una situación que los líderes bolcheviques consideraban de pre-guerra, lo que llevaba a tomar medidas contra los enemigos reales o potenciales del interior».52 Sabemos también ahora sin duda alguna que el papel jugado por Stalin en los hechos que directa o indirectamente acabaron con la vida de dos millones de personas fue mucho más concreto y decisivo de lo que se pensaba.53 Stalin, dictador cruel y sin escrúpulos, ideólogo tenaz, fue el impulsor principal de la extensión de una violencia desmedida e innecesaria. Sabemos que el tiro en la base del cráneo fue uno de sus principales métodos de gobierno, que la colectivización por él impulsada tuvo más el aspecto de una guerra civil que el de un proceso de cambio económico y social,54 y que el sistema social y económico resultante fue a trechos poco menos que insoportable para sus súbditos.55 Las grandes purgas de 1937-1938 vieron la ejecución de casi 700.000 personas, por vía extrajudicial (las troikas), en diversas campañas de las que solo una parte —la dirigida contra las elites— era visible.56 El infame decreto 00442 exigía cuotas (!) de ejecutados y encarcelados, las nacionalidades dispersadas —es decir, conectadas a un estado ajeno— fueron tratadas en conjunto como espías y castigadas sin piedad.57

51 Para un balance del terror véase: Nicolas Werth, «Repenser la Grande Terreur», Le Débat n.º 122 (2002), p. 118-140; Wladislaw Hedeler (ed.), Stalinscher error 1934-41: eine Forschungsbilanz, Basisdruck, Berlín, 2002; I. E. Zelenin, Stalinskaja «revolutsia sverju» poslie «vielikogo piereloma» 19301939. Politika, osushestvliennie, rezultaty, Nauka, Moscú, 2006, este último especialmente pp. 228-273. 52 Barry McLoughlin y Kevin McDermott (eds.), Stalin’s Terror: High Politics and Mass Repression in the Soviet Union, Palgrave Macmillan, Basingstoke y Nueva York, 2004, p. 2. 53 Sobre pérdidas de población: Vladimir Anatol’evic Isupov, Demograficeskie katastrofy i krizisy v Rossii v pervoj polobine xx veka, Sibirskij chronograf, Novosibirsk, 2000. 54 La «guerra civil virtual» de que habla Rittersporn: Gábor Tamás Rittersporn, Stalinist Simplifications and Soviet Complications. Social Tensions and Political Conflicts in the USSR 1933-1953, Harwood Academic Publishers, Chur, 1991. 55 Las penurias de la vida cotidiana soviética en: Sheila Fitzpatrick, Everyday Stalinism. Ordinary Life in Extraordinary Times: Soviet Russia in the 1930s, Oxford University Press, Oxford, 1999, T. Vikhavainen (ed.), Normy i tsennosti povsednevnoi zhizni: stanovlenie sotsialisticheskogo obraza zhizni v Rossii, 1920—30-e gody, Neva, San Petersburgo, 2000, Orlando Figes, Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, Barcelona, Edhasa 2009 y en la monumental obra de Carsten Goehrke, Russischer Alltag. Sowjetische Moderne und Umbruch, Chronos Verlag, Zurich, 2005. 56 Sobre estas llamadas «operaciones de masas» véase «Les «Opérations de masse» de la «Grande Terreur» en URSS (1937-1938)», dossier del Bulletin de l’Institut d’histoire du temps présent, n.º 86 (2006). 57 Mark Iunge y Rolf Binner, Kak terror stal ‘bolshim’. Sekretnyi prikaz No. 00447 i tekhnologiia ego ispolneniia, AIRO-XX, Moscú, 2003.

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El fracaso evidente de la vía de modernización elegida por los bolcheviques no despierta ya más que aisladas polémicas. Pero sería científicamente incorrecto reducir un fenómeno histórico tan complejo como la Revolución bolchevique, los Estados creados de su acción bélica y el movimiento ideológico por ella iniciado a poco más que una sucesión de asesinatos en masa. La revolución surgida después del golpe de estado bolchevique de octubre de 1917 fue entre otras muchas cosas, el primer intento de producción voluntaria de conciencia a escala masiva y el primer intento global de organizar un orden social y económico sobre bases conscientes y racionales. El hecho de que no coincidan las intenciones con los resultados no es óbice para no considerar que el experimento sea de suficiente valor como para intentar comprenderlo.58 Ciertamente, comprenderlo no significa justificarlo, antes al contrario. El terror fue sin duda el núcleo esencial del estalinismo.59 El terror cumplió unas funciones, dejó como herencia unos traumas. Pero la potencia increíble de la imaginería soviética sobre la mente de las gentes dentro y fuera de la URSS no se debió, en ningún caso, al terror, antes todo lo contrario. El terror estalinista, como afirma Peter Holquist, no puede comprenderse fuera de su contexto moderno ni de su geopolítica paneuropea.60 La violencia es inherente a todo sistema político comunista pero el terror estalinista fue específico de un momento concreto: cuando murió el dictador, desapareció. Los Socialismos de Estado en Europa fueron todos ellos dictaduras crueles, estúpidas, mezquinas. Pero el baño inmenso de sangre de los años treinta no se repitió en la misma forma en ninguno de ellos. Por ello, igualar Socialismo de Estado con terror estalinista es un error. No porque el estalinismo no fuera un régimen de terror ni porque las dictaduras comunistas posteriores no se aprovecharan de la memoria existente de ese terror para legitimar sus existencias, sino porque el mero hecho del recuento de víctimas en un siglo xx que no paró de crearlas no nos sirve para entender qué era aquello. Lo cual por supuesto tampoco justifica 58 Sobre las intenciones: Stephen E. Hanson, Time & Revolution: Marxism and the Design of Soviet Institutions, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1997. 59 Véanse las polémicas tesis de Jörg Baberowski, quien ve el origen del estalinismo en la cultura de la violencia propia de los campesinos del imperio ruso. Muy claro en: Jörg Baberowski, «Zivilisation der Gewalt. Die kulturellen Ursprünge des Stalinismus», Historische Zeitschrift n.º 281 (2005), pp. 59-102. 60 Peter Holquist, «State Violence as Technique. The Logic of Violence in Soviet Totalitarianism», en David L. Hoffmann (ed.), Stalinism, Oxford University Press, Oxford, 2003, p. 130.

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La revisión de la Historia tras el derrumbe del Socialismo de Estado

la existencia de una dictadura comunista que fue forzada sobre poblaciones que expresamente no la deseaban. Tampoco sería acertado desde un punto de vista científico el igualar las represiones de los distintos países y los distintos períodos porque las represiones fueron muy distintas, tanto en objetivos como en prácticas. Esta identificación entre distintos sistemas y regímenes fue la esencia de las teorías del totalitarismo, que fueron desechadas por los llamados «revisionistas» durante los años sesenta y setenta, pero que regresaron —transformadas— durante los ochenta y noventa.61 Ciertamente la represión es un factor fundamental a la hora de analizar el Socialismo de Estado. Sin embargo el análisis no estará completo si no se tiene en cuenta que, en realidad, los bolcheviques querían construir «el Estado más democrático del mundo», no «el más opresivo».62 Esta —a la vista de la sangre derramada— aparentemente vana distinción de términos nos sitúa en algo que generalmente se olvida: la tradición de la que procede el Estado soviético es la del «democratismo occidental» y no la de un supuesto «despotismo oriental».63 Ni siquiera la construcción teórica del leninismo apuntaba a la dictadura —pese a su innegable talante autoritario—, sino a que solo se entiende dentro del programa de reforma y centralización de una socialdemocracia alemana en crisis.64 Los europeos no podemos librarnos del lugar que ocupa el comunismo en nuestra cultura achacándolo a un supuesto origen en las características «asiáticas», «foráneas», de la cultura rusa, como se ha intentado desde 1917. El comunismo, con sus —enormes— miserias y con sus —escasas— grandezas, es parte de nuestra herencia. Los resultados de las nuevas investigaciones son, pues, ambivalentes. El terror se ha conformado como la característica nuclear del sistema soviético y

61 Un resumen de las polémicas en Sheila Fitzpatrick, «The Soviet Union in the twenty first century», Journal of European Studies n.º 37/1 (2007), pp. 51-71. 62 David Priestland, «Soviet Democracy, 1917-91», European History Quarterly n.º 32/1 (2002), pp. 111-130. Opuesta tesis en: A. Kojevnikov, «Games of Stalinist Democracy», en Sheila Fitzpatrick (ed.), Stalinism: New Directions, cit., pp. 142—75. 63 José M. Faraldo, «La formulación del paisaje en la Unión Soviética: arquitecturas y espacios de vida (1917-1929)», Memoria y civilización n.º 4 (2001), pp. 205-219, e ídem: «La escritura simbólica de la realidad social: la constitución soviética de 1936», Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Ceriol n.º 36-37 (2003), pp. 133-160. 64 Véase el exhaustivo trabajo de Lars T. Lih, Lenin Rediscovered — What Is To Be Done? in Context, Brill, Leiden, 2006.

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se ha demostrado su extensión a todos los ámbitos y los niveles. Pero al mismo tiempo los documentos han rebajado el número de ejecutados (demostrando que las decenas de millones de muertos calculadas por Robert Conquest y Alexander Solzhenitsyn eran excesivas) y demostrado que solo un tercio de los prisioneros del GuLag eran políticos (el resto «comunes», lo que por otro lado resulta difícil de delimitar en un Estado en el que había que delinquir para sobrevivir, como por ejemplo al comprar en el mercado negro buena parte de los bienes de consumo necesarios). Como ha dicho algún historiador, la diferencia entre Stalin y Hitler se puede mostrar con una sencilla imagen: cuando los soviéticos liberaron Auschwitz encontraron un puñado de personas apenas vivas junto a miles de cadáveres; cuando Stalin murió, se cerraron las puertas del GuLag y miles de presos volvieron a casa. Para las víctimas de ambos puede ser que la diferencia no fuera excesiva, pero si lo fue para quienes —gracias a esa diferencia— tuvieron la oportunidad de sobrevivir.

6. Nostalgias El anti-comunismo que se ha desarrollado en buena parte de las sociedades del ex-bloque del Este contrasta con la nostalgia de la vida cotidiana bajo el socialismo que embarga de una forma u otra a todos estos países.65 El caso más extremo y conocido sería el de la ex-RDA, con su Goodbye Lenin y su Sonnenallee 66 y con el 25% de apoyo —o más— para el partido ex-comunista en muchas zonas. Pero la razón de la llamada «Ostalgie» es menos el recuerdo mantenido de las supuestas bondades de la RDA como el hecho de que se trata de un instrumento para construir —a la contra— una identidad diferente de la del Oeste.67 Los prejuicios y los estereotipos entre Este y Oeste en Alemania no solo no han cesado con el paso del tiempo sino que, en alguna medida, se han consolidado. Por ello, la memoria popular del socialismo tiene, en general, 65 Algunos análisis: Svetlana Boym, The Future of Nostalgia, Basic Books, Nueva York, 2001; Stefan Troebst, Ulf Brunnbauer, Zwischen Amnesie und Nostalgie. Die Erinnerung an den Kommunismus in Südosteuropa, Colonia, Böhlau, 2007. 66 Se trata de dos conocidas y populares películas que tratan la RDA con cierto matiz simpático. 67 Helga Schultz, «La nación tras el diluvio. Una perspectiva germano-oriental», Cuadernos de Historia Contemporánea n.° 22 (2000), pp. 303-324.

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un aire más o menos camp, festivo, que pocas veces tiene el apoyo explícito de las elites intelectuales. Esto es aún más marcado en otros países como Polonia, donde el efecto de la nostalgización propia de la esfera pop-cultural y del cambio generacional no ha penetrado en quienes detentan ahora el poder mediático, muchos de ellos antiguos disidentes. El recuerdo del comunismo en literatura y arte es predominantemente negativo,68 aunque proliferan seriales de televisión que —al estilo del hispánico «Cuéntame»— narran vicisitudes colectivas, en especial familiares a lo largo de los años de la dictadura y que, inconscientemente —o no— construyen una imagen dulcificada de la época y ponen de moda los artefactos culturales —desde automóviles a canciones— del socialismo.69 El discurso de la nostalgia —que, repito, en cada sociedad varía en grado de aceptación— es en líneas generales el siguiente: durante el socialismo todo el mundo tenía un trabajo y una vivienda, se ganaba para vivir y sin embargo no había que trabajar demasiado, quedaba muchísimo tiempo para la familia y los amigos. La solidaridad entre las personas era muy fuerte, tanto en el puesto de trabajo —que constituía a menudo el centro de la vida social— como en el vecindario y entre la familia. La educación y la cultura recibían mucha mayor atención que en el capitalismo. Otros aspectos, más conservadores aparecen de continuo: los hijos respetaban a los padres, no había delincuencia ni pornografía, la gente podía pasear a altas horas de la noche y no había peligro alguno, las familias estaban intactas. Las personas se sentían parte de una comunidad internacional —el Campo Socialista—, y dentro de él podían viajar y disfrutar de vacaciones que, además, eran muy baratas.70 Esta imagen nostálgica —y bastante edulcorada— del comunismo se mezcla paradójicamente con una idealización del pasado pre-revolucionario (e incluso remoto).71 La identidad de los países devastados por los años de dictadura se ha ido construyendo a medias con los materiales rotos procedentes 68 Por ejemplo en Polonia las películas Rysy (Michal Rosa, 2008) y Katyń (Andrzej Wajda, 2007), y en Rumanía, 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007), Cómo celebré el fin del mundo (Catalin Mitulescu, 2006), y 12:08 Al este de Bucarest (Corneliu Porumboiu, 2006). 69 Ejemplos: «Dom» («La casa», en Polonia); «Staraia kvartira» («El viejo piso», Federación Rusa). 70 Sheila Fitzpatrick, «The Soviet Union in the twenty first century», cit., pp. 62-63. 71 Isabelle de Keghel, Die Rekonstruktion der vorsowjetischen Geschichte. Identitätsdiskurse im neuen Russland, LIT Verlag, Münster, 2006.

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de un pasado que se creía perdido y que por eso resalta ahora libre de toda sombra de opresión: la época del dictador Piłsudki en Polonia, el Imperio Austro-húngaro en Hungría y Ucrania Occidental, la época de los Zares en Rusia, constituyen lugares de memoria utópicos y tiempos mejores fantásticos que, sin embargo, cumplen la misión de organizar a su alrededor una identidad castigada por los cambios sociales y económicos y la inseguridad globalizadora —incluyendo en la globalización a la propia desaparición del comunismo—. Así, el himno soviético se escucha al tiempo que ondea la bandera tricolor —anterior a Octubre—, la nostalgia por el café literario de entreguerras de Varsovia se une a la adoración por la arquitectura estaliniana de la Plaza de la Constitución. En un revoltijo bastante postmoderno se acumulan los sedimentos de no una, sino varias Atlántidas sumergidas por las tremendas hecatombes del siglo xx. Todas ellas son épocas que no cedieron el paso a otras de modo natural, sino que fueron terminadas de improviso, con violencia, y resultan por ello especialmente indicadas para provocar la nostalgia. Una nostalgia que, por supuesto, no es del todo inocente y que resulta una y otra vez instrumentalizada para obtener ganancias políticas. Un teatro continuo en performance ininterrumpida para conseguir que la sociedad crea una utopía nueva, esta vez la de «las ciudades de la memoria colectiva».72

7. Conclusiones Como afirmaba Karl Schlögel, «las historias de algo son solo narrables cuando se han convertido en pasado. La primera y más elemental condición para una historización del «fenómeno» se ha cumplido».73 Podemos ahora por fin examinar el Socialismo de Estado sin la premura de la Guerra Fría. Cierto que, como hemos descrito más arriba, las heridas de setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta años de violencia excesiva y dictadura mezquina no permiten dejar en el olvido sus consecuencias. Pero también podemos analizarlas con mirada 72 M. Christine Boyer, The City of Collective Memory. Its Historical Imagery and Architectural Entertainments, MIT Press, Cambridge, Ma., 1994. 73 Karl Schlögel, «Kommunalka o el comunismo como forma de vida: hacia un topografía histórica de la Unión Soviética», Cuadernos de historia contemporánea n.º 22 (2000), pp. 257-274, aquí p. 258.

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más fría. En este sentido, y en contra de lo que tantas veces se da por supuesto, la caída del Socialismo de Estado no nos ha demostrado que sea históricamente imposible un colectivismo económico que los propios diseños del régimen hacían difícil. Tampoco nos ha enseñado —ni mucho menos— que cualquier alternativa a un sistema político/económico dominante sea una ilusión vana del tipo que describió el fukuyamizado Furet. Lo que sí hemos aprendido y, de ello no hay duda, es que es imposible aplicar un discurso monológico para analizar y hacer operar a las sociedades humanas, y que las pluralidades, las sucesiones dramáticas y caóticas, las autoorganizaciones de elementos y grupos sociales, las persistencias del pasado y, a la vez, la falta de tradiciones adecuadas forman una compleja red de causas y consecuencias que se retroalimentan unas a otras, y que resultan difícilmente manejables por el ser humano, incluso aplicando titánicas presiones del tipo de las desarrolladas a través del sistema soviético y sus epígonos. Lo cual no implica que la realidad social de quienes en él vivieran no haya sido construida en una imperfecta forma de frankensteins, a retazos cosidos con hilos de diferentes colores y arrancados de cuerpos diferentes. Y todo ello a resultas de una consciente —aunque no realizada en los términos marcados por sus diseñadores— voluntad. Es por ello que considero extremadamente importante que se profundice el análisis del Socialismo de Estado, que los historiadores usen de sus herramientas para diseccionarlo y entenderlo en una forma más intensa que la habida hasta ahora. Aún a riesgo de ser considerado tecnócrata, insensible, cientifista, pienso que no podemos permitir que el sufrimiento y las esperanzas de tantos millones de personas durante tantos años se pierdan imperceptibles en el vacío; tenemos la obligación, la necesidad incluso de analizar y escudriñar lo sucedido en la vasta extensión de la otra Europa. Contar los muertos, sí, pero también revisar las estadísticas de producción, los planes urbanísticos o los sistemas educativos. Y ello, para aprender de ese inmenso y doliente experimento social.

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