La restauración de los monumentos históricos. Teorías, problemas y criterios de intervención.

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Descripción

EL PATRIMONIO COMPLUTENSE RECUPERADO

EL PATRIMONIO COMPLUTENSE RECUPERADO

Edita Institución de Estudios Complutenses 2014

Esta publicación se basa en el ciclo de conferencias “El Patrimonio Complutense Recuperado”, organizado por la Institución de Estudios Complutenses (IEECC) y coordinado por José Luis Valle Martín, celebrado de febrero a mayo de 2011. La IEECC no se hace necesariamente responsable de las opiniones y valoraciones expresadas por los autores en sus respectivos estudios. El contenido de esta publicación digital no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso por escrito del editor. Las imágenes que acompañan a cada artículo son facilitadas por los autores respectivos, reservándose los derechos a que hubiera lugar. Imagen de portada: Vista exterior de la Capilla de las Santas Formas e iglesia de Jesuitas (foto IEECC). © De los textos, sus autores. © De la presente 1ª edición, Institución de Estudios Complutenses. ISBN.: Depósito Legal:

ÍNDICE 0-Presentación José Luis Valle Martín 1-La restauración de los monumentos históricos. Teorías, problemas y criterios de intervención Josué Llull Peñalba 2-“Recuperando la muerte”: Las necrópolis de la Magdalena (Alcalá de Henares), ente el Calcolítico y la Hispania visigoda César M. Heras Martínez, Raúl Corrales Pevida, Ana Bastida Ramírez, Esther Sánchez Medina, Virginia Galera Olmo 3-Alcalá la Vieja. Recientes trabajos y aportaciones Manuel Mª Presas Vías 4-Restauración del Monumento vs Viviendas: Catedral Magistral - Casa de los Anchía - Casa de Santa María la Rica Juan de Dios de la Hoz Martínez 5-Rehabilitación del Colegio de Santa Catalina, de los Artistas o Físicos, de la Universidad de Alcalá Ana Mª Marín Palma 6-Antigua Hospedería del Colegio Mayor de San Ildefonso Fco. Javier Huerta Pascual 7-La recuperación contemporánea de tres colegios modernos de Alcalá de Henares: la Trinidad Calzada, el Carmen Calzado y el Colegio de Mínimos José Luis de la Quintana Gordon 8-El convento de Dominicos de la Madre de Dios: pasado y presente Carlos Mazarío Torrijos. 9-La restauración y recuperación del convento e iglesia de San Juan de la Penitencia (Juanas) Arsenio E. Lope Huerta 10-Patrimonio mueble de un convento recuperado. Museo de la Comunidad de Religiosas Franciscanas Clarisas de San Juan de la Penitencia, de Alcalá de Henares Ángel Pérez López 11-Restauración de la Capilla de las Santas Formas, Alcalá de Henares José L. González Sánchez 12-Hallazgos durante los procesos de restauración Ángela Flores Delgado 13-El patrimonio y la normativa urbanística Alberto Moreno Peral 14-El medio ambiente como patrimonio objeto de conservación y restauración Javier Rubio Fernández

LA RESTAURACIÓN DE LOS MONUMENTOS HISTÓRICOS. TEORÍAS, PROBLEMAS Y CRITERIOS DE INTERVENCIÓN Josué LLULL PEÑALBA Centro Universitario Cardenal Cisneros (UAH)

1. CONCEPTO Y FACTORES DE LA RESTAURACIÓN MONUMENTAL Tanto en la documentación histórica como en la discusión académica relacionada con la restauración monumental, suele aparecer una serie de palabras de uso frecuente: arreglar, rehacer, embellecer, conservar, redecorar, renovar, reparar, recuperar, reutilizar, restituir, mejorar, reconstruir, etc. Todas ellas encierran pequeños matices diferenciadores y no pueden emplearse con el mismo sentido. En realidad, «restaurar» significa volver a poner una cosa en el estado o estimación que tenía antes, según su aspecto original. En el mundo del arte se considera arreglar los daños que puede haber sufrido una obra o monumento, con el fin de devolverle tanto su belleza inicial como su valor documental, en resumen, su propia condición como obra de arte. Cesare Brandi (1989) postuló que sólo aquellos objetos a los que se atribuye mérito artístico son dignos de ser conservados y restaurados, porque son portadores de valores culturales y a la vez testimonios del pasado histórico, y ambos aspectos deben ser transmitidos a las generaciones futuras como elementos significativos de nuestro patrimonio. Por eso matiza que la restauración debe ser entendida como el «restablecimiento de la unidad potencial de la obra de arte, con tal que esto sea posible sin cometer un falso artístico, y sin cancelar cada huella del tránsito de la obra de arte en el tiempo». De este concepto se deduce un deseo expreso de reconocer y restituir los valores intrínsecos de la obra de arte, es decir, los que pertenecen a su diseño original; por consiguiente, en esa tarea será necesario discriminar las adiciones, desperfectos o alteraciones que hayan podido introducirse en dicha obra con posterioridad y hayan trastocado sus valores intrínsecos. Ateniéndonos a lo expuesto, la restauración presenta varios problemas que deben conducirnos a una profunda reflexión:  

¿Cuál es la imagen más auténtica o la que mejor corresponde a los valores originales de la obra de arte a restaurar? ¿Cuánto se debe eliminar de las adiciones o alteraciones producidas en la obra de arte con el paso del tiempo para recuperar su unidad?



¿Debe anteponerse el valor de unidad estética (su condición artística) o el valor documental (su condición histórica)? Los monumentos y las obras de arte han llegado hasta nosotros

complementados por sucesivas intervenciones cuya importancia histórica es evidente, por la época en que tuvieron lugar, por los mecenas y artistas que participaron en ellas, por las connotaciones políticas o socioculturales que las motivaron, etc. ¿Deberían ser eliminadas entonces? La pregunta última es, por tanto, qué aspectos de la obra de arte habría que restaurar por encima de otros, siguiendo un determinado criterio valorativo. Hoy en día es comúnmente aceptado el criterio de Brandi acerca del valor documental de las obras de arte, o sea, la capacidad que tienen para mostrar sus diferentes fases creativas, identificables como hechos documentados. Esas fases aluden a los cambios producidos en el desarrollo histórico de la cultura y la estética, según haya sido la visión que tuvieron de las obras de arte las distintas sociedades con las que se relacionaron, de ahí su importancia. Atendiendo a ese carácter testimonial de los monumentos, restauradores como Luca Beltrami ya defendieron la necesidad de asegurar la consistencia de todas sus partes, con la intención de legar a las generaciones venideras la posibilidad de conocer cada una de sus etapas creativas, bien diferenciadas (Morales, 1996). Lamentablemente no siempre se ha seguido el mismo criterio y, en el transcurso de muchas restauraciones, con frecuencia se han suprimido partes muy notables de una obra de arte. Su desaparición provoca siempre una pérdida importante del conocimiento reunido acerca de esa obra, pero además atenta contra el valor estético que puedan tener ya de por sí, aprobado o menospreciado según las modas, los cambios sociales, el devenir de los tiempos, etc. El segundo gran debate que presenta la restauración monumental, se refiere a la forma en que se produce su propio desarrollo o puesta en práctica. Con relación a este punto hay que apuntar cuatro grandes factores que influyen notablemente no sólo en los modos, sino también en los resultados: 1º. EL OBJETIVO DE LA RESTAURACIÓN, que aparece siempre ligado al valor de uso que quiera dársele a la obra en la cual se interviene. Desde esta óptica adquiere gran importancia el concepto de rehabilitación, que alude no sólo al esfuerzo por restablecer las cualidades estéticas y documentales del monumento, sino también al interés por encontrar un nuevo destino o función para el mismo, devolviéndole su efectividad como infraestructura, recurso turístico, objeto decorativo, etc. 2º. EL TRASFONDO IDEOLÓGICO QUE MOTIVA LA RESTAURACIÓN, que a veces viene justificado por el deseo de regenerar ciertos valores o ideas, que el monumento en cuestión ejemplifica como símbolo. En ocasiones incluso, esta regeneración simbólica parte de un planteamiento nacionalista, por medio del cual

la restauración de una obra de arte pretende recuperar algunos elementos socioculturales especialmente significativos de la idiosincrasia de un pueblo o un país; es el caso de la restauración de Notre-Dame de París realizada por el arquitecto Viollet-le-Duc en el siglo XIX. 3º. EL CONOCIMIENTO REUNIDO ACERCA DEL MONUMENTO, que seguramente es la mejor herramienta para comprender sus valores intrínsecos; cuanta mayor información logre adquirirse sobre las cualidades estéticas y documentales de una obra de arte, más fácil será restablecer su aspecto original y emitir un diagnóstico más acertado sobre lo que debe hacerse y lo que no. En palabras de Brandi, el proceso restaurador se define no tanto por la intervención material sobre la obra de arte, sino por la actitud crítica previa a ella, a partir de la lectura interpretativa de los aspectos históricos y estéticos del monumento en el que se va a intervenir; desde esta perspectiva, el juicio de valor que se emita sobre la calidad estética y documental del monumento estará mucho más fundamentado. Desgraciadamente, con mucha frecuencia se han practicado malas intervenciones restauradoras por no tener conocimientos artísticos suficientes, por no contar con los historiadores, o por basarse en apreciaciones tremendamente ignorantes, reduccionistas o sesgadas, no sólo en épocas en las que esto era habitual sino incluso en fechas bien recientes. 4º. LOS MEDIOS TÉCNICOS CON QUE SE HACE LA RESTAURACIÓN, que pueden aumentar la calidad de las intervenciones gracias a una mayor capacitación de los profesionales, el desarrollo tecnológico de las herramientas de trabajo, o el empleo de nuevos recursos científicos con los que acometer el estudio y reparación de las obras de arte. El progreso de los tiempos, y la posibilidad real de aplicar estos avances, influirán en el modo en que se realiza y en los resultados de la restauración, según cada caso. Otro problema de la restauración tiene que ver con la necesidad de evaluar con exactitud hasta qué punto es necesario intervenir en la obra de arte para devolverla a su estado original; en otras palabras, cuáles deben ser los límites que frenen la actuación del profesional encargado de la restauración, para que el resultado de la misma no pretenda otra cosa que volver a dejar la obra en su estado original. Es ésta una honda preocupación entre los críticos e historiadores, que en repetidas ocasiones se han manifestado sobre el particular parafraseando el lenguaje médico, al decir que toda intervención es traumática y que deja secuelas. Decía José Gudiol que un monumento restaurado adquiere algo de la personalidad de su restaurador, tanto que a veces llega a olvidar incluso su realidad original; cuando esto sucede censuramos la restauración por entender que falsea o pervierte la imagen auténtica del monumento, reconstruyéndolo como nuevo. La crítica será todavía más severa cuando el restaurador manifieste una falta de oficio o incapacidad técnica tal, que provoque la degradación de la obra, como lo sucedido recientemente con el Ecce Homo de Borja.

Finalmente, no debemos dejar de lado la influencia que tienen los valores de uso que se confieren al monumento, y que se traduce en otro concepto relacionado, que es el de «rehabilitación». Rehabilitar es habilitar de nuevo o restituir a alguien o algo a su antiguo estado. De esto sobrevienen nuevas reflexiones.  



Rehabilitar no implica sólo restituir las cualidades de la obra de arte, sino devolverles los usos y funciones que tuvo antes, pero, ¿cuáles exactamente? ¿Estaría justificado, entonces, conferir a la obra de arte un uso o función diferente del que tenía en su origen? Algunos conventos de Alcalá, por ejemplo, han sido transformados sucesivamente en cuarteles militares, prisiones, museos, facultades universitarias y sede de otras instituciones. ¿Con qué criterio se decide si es adecuado el nuevo uso o función que se va a conferir a la obra de arte? Las [Figuras 1 y 2] muestran un ejemplo bastante extremo sobre esto. En suma, el grado de respeto o fidelidad al aspecto y el uso original del

monumento, así como la progresiva adquisición de una serie de elementos teóricos y herramientas técnicas, que fundamenten las intervenciones con garantías, son los dos argumentos que han marcado la evolución histórica de la restauración monumental (González-Varas, 2000). El inicio de la restauración monumental moderna hay que situarlo a mediados del siglo XVIII, como consecuencia de los hallazgos arqueológicos de Pompeya y Herculano. A partir de entonces se aplicaron métodos sistemáticos de excavación, medición y consolidación de los restos arquitectónicos, se aprendió sobre el comportamiento físico-químico de los materiales, se experimentó con técnicas pictóricas que garantizasen la pervivencia de los frescos romanos, y se estudió la mejor forma de conservar y dar a conocer los objetos arqueológicos, dando lugar a los primeros museos abiertos al público en Europa. Las teorías restauradoras del siglo XIX son en gran medida herederas de estos ensayos, si bien adquirieron otras características más propias del contexto sociocultural en el que se desarrollaron. Primeramente se avanzó mucho en la formación de los profesionales dedicados a estas tareas, para los cuales fueron publicados diversos manuales y tratados, al tiempo que se desarrollaban cursos y se articulaban contenidos sobre la materia en las academias e instituciones especializadas. En cierta medida lo que se pretendía era evitar las dudas y sospechas que se habían ido acumulando sobre la figura del restaurador, cuya labor parecía poco científica, realizada con nociones puramente empíricas, desarrollada con cierto secretismo y sometida a las exigencias de los coleccionistas. La mejor cualificación de los profesionales, y el control ejercido por algunos organismos como las academias de bellas artes, otorgaron un carácter más científico a las intervenciones, cuyo resultado ganó en calidad técnica (Martínez Justicia, 2000).

En segundo lugar, fue sistematizándose cada vez más la normativa legal encaminada a proteger las antigüedades del expolio o la destrucción. La labor legislativa afectó al modo en que debían llevarse a cabo las obras de restauración, cuya contrata fue en muchas ocasiones sacada a concurso público bajo unas condiciones metodológicas, materiales, cronológicas y presupuestarias minuciosamente detalladas. Con ello se ganó en transparencia y se hizo un importante esfuerzo por documentar las intervenciones, priorizando las más necesarias y fundamentando la forma de proceder en cada caso por medio de planos, dibujos, fotografías, estudios de diagnóstico, excavaciones arqueológicas, investigación en archivos, memorias descriptivas, etc. Por último, hay que hablar del contexto concreto que motivó la ambiciosa política de restauración de monumentos, producida en el siglo XIX. Como ya expuse en mi tesis doctoral1, existe una curiosa coincidencia interpretativa cuando el concepto de restauración se aplica a las obras de arte y a la política; en ambos casos se pretende regenerar tanto moral como materialmente una serie de valores del pasado, de gran significación para la sociedad. Así, en ocasiones la reconstrucción de monumentos corre paralela a la reinstauración de un régimen político concreto, por la connotación simbólica que lo histórico tiene para el nuevo gobierno. La restauración de catedrales góticas, ciudades amuralladas, castillos y monasterios medievales efectuada en Francia a mediados del ochocientos, coincidió con un deseo de restablecimiento de la monarquía, y de configuración de una cultura nacional que había sido destruida por la Revolución de 1789. Otro ejemplo: al finalizar la Guerra Civil en nuestro país, la rehabilitación del Alcázar de Toledo se convirtió prácticamente en una razón de Estado, ya que fue una forma de homenajear a los caídos por el bando franquista durante la contienda, al tiempo que el valor icónico de este monumento conformaba el nuevo estilo de la arquitectura de poder del régimen, la recreación del arte de la España Imperial.

2. LA TEORÍA CONSERVADORA DE JOHN RUSKIN El historicismo romántico del siglo XIX fue el movimiento que más impulsó la revalorización del pasado y el conocimiento sobre la Historia del Arte. Una de las consecuencias derivadas de esto fue la puesta en marcha de proyectos dedicados a la restauración de monumentos antiguos. Hasta el Romanticismo, cuando se tenía que arreglar un edificio se le añadía sin más un elemento arquitectónico o decorativo hecho de nuevas, en el estilo de ese momento. A veces se pretendía básicamente «embellecer» la imagen del monumento anteponiéndole una fachada o ciertos componentes modernos, sobre todo de raíz neoclásica. El Romanticismo se interesó por comprender

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LLULL (2006, pp. 351-352).

los estilos históricos y teorizó sobre la conveniencia de recomponer las partes dañadas de los edificios según su estilo original. Esta conciencia historicista vino unida, con frecuencia, a un sentimiento de revivificación nacionalista, que tuvo gran importancia para la difusión de una nueva sensibilidad hacia aquellos elementos que conformaban el patrimonio cultural de una población. De este planteamiento surgieron las dos grandes teorías de la restauración arquitectónica, defendidas prácticamente hasta principios del siglo XX: la conservadora y la intervencionista2. Las dos tienen un trasfondo igualmente romántico e historicista, pero se materializaron de forma muy distinta. Unos pensaron que la restauración podía utilizarse como un medio para conservar el monumento y lograr su permanencia en el tiempo, con la intención de mostrar su valor documental, así que prestaron especial atención a la huella de la Historia sobre él (pátinas, añadidos posteriores, restauraciones previas, etc.); otros, en cambio, dieron mayor importancia al valor artístico del monumento, y prefirieron reconstituir el proyecto original del mismo, como expresión genuina de una época determinada o del proceso creativo del artista. Los partidarios de la conservación pura o el anti-intervencionismo siguieron las teorías del inglés John Ruskin, dibujante, escritor, poeta y crítico de arte vinculado al Romanticismo y al Prerrafaelismo. En su libro “Las siete lámparas de la arquitectura” (1849), Ruskin defendía que el valor más auténtico de un edificio no estaba en la riqueza de sus materiales ni en su belleza arquitectónica, sino en su historicidad. Para él un monumento era como un ser vivo, y tenía un ciclo biológico que abarcaba desde su nacimiento hasta su desarrollo y muerte final. La postura de Ruskin ante la obra de arte era así de mística contemplación, especialmente si se trataba de ruinas antiguas, pues éstas representaban, aparte de su pintoresquismo y su carácter evocador, el momento de mayor proximidad del monumento a la propia naturaleza3. Por eso defendió un respeto absoluto, casi religioso, a los edificios, y fue contrario a cualquier tipo de restauración, porque ésta podía suprimir la pátina de antigüedad de las fábricas y superficies, o borrar alguna de las fases constructivas que documentaban su significación histórica. Como alternativa postulaba la conservación preventiva, la consolidación de las ruinas si el estado de degradación estaba muy avanzado, o incluso la preparación de una «muerte digna» para el monumento, si es que llegado el caso ésta era inevitable. Y en cualquiera de los casos abogaba por la conservación in situ, atendiendo a los factores medioambientales que resultaban más favorables, pero sin trasladar o extraer la obra de arte de su contexto original, pues era preferible

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CAPITEL (1988). RIEGL, (1987).

«Tan sólo contar las piedras como se haría con las joyas de una corona; poner centinelas a su alrededor, como se haría con las puertas de una ciudad asediada; zuncharlo por donde empezara a debilitarse; estabilizarlo con puntales por donde se inclina, sin considerar en la fealdad del soporte, pues ello es preferible a un elemento o miembro perdido; hacerlo permanecer en pie reverentemente y continuamente y muchas generaciones nacerán y pasarán bajo su sombra. Al final llegará su hora y que ningún deshonroso y falso añadido lo prive del oficio fúnebre del recuerdo4.» Ésta es la base del concepto de «restauración romántica», adelantado por la literatura inglesa de la década de 1830. Dicho concepto propugnaba el carácter excepcional de las obras del pasado, y más que articular una metodología restauradora concreta, ejemplificaba una toma de postura frente a los monumentos que sería continuada por instituciones como la Society for the Protection of Ancient Building (1877) de William Morris. Las obras de arte, en definitiva, pertenecen sólo a sus creadores, los artistas, y nosotros no tenemos derecho a hacer nada más que admirarlas y contemplar su decadencia, porque no nos pertenecen. Los partidarios de esta corriente distinguían claramente la veracidad histórica del monumento (por eso el valor que concedían a la pátina), respecto de la reconstrucción ideal que su imaginación podía forjarse de él, la cual se remitía en muchas ocasiones al universo literario de Walter Scott, Víctor Hugo o Chateaubriand. Pero al margen de actitudes, hay que admitir que el criterio de la consolidación, y esa atención específica a las condiciones medioambientales que rodean a las obras de arte, fueron ambos de una extraordinaria modernidad para la época, hasta el punto de que hoy han sido comúnmente aceptados por todas las corrientes restauradoras. Un buen ejemplo de conservación del monumento según el estado y las características que tiene sin añadir ni reconstruir nada, es la imagen que se muestra en la [Figura 3]. En España, aparte de historiadores como Rodrigo Amador de los Ríos y Manuel Gómez Moreno, el núcleo más favorable a la conservación se reunió en torno a la Institución Libre de Enseñanza, donde Fernando Giner de los Ríos y Juan Facundo Riaño impulsaron una fuerte conciencia de respeto a los monumentos antiguos, criticando las restauraciones que por su excesivo celo falsificaban la realidad documental de las obras de arte. Sin embargo, no llegó a existir una práctica restauradora ruskiniana hasta bien entrado el siglo XX, porque la actitud de los arquitectos siempre fue más favorable a la creatividad personal. En todo caso, ese afán anti-intervencionista de Ruskin respondía al mejor estado de conservación de los monumentos ingleses frente a los de otras geografías más afectadas por guerras y revoluciones, como Francia.

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RUSKIN (1987, cap. VI).

3. LA TEORÍA INTERVENCIONISTA DE VIOLLET-LE-DUC En Francia, el vandalismo de la Revolución de 1789, las guerras contra Napoleón Bonaparte, la Desamortización, y otras situaciones habían provocado un deterioro muy notable del patrimonio cultural, de modo que la restauración de monumentos adquirió un sentido más positivista. El gran representante de esta corriente, denominada intervencionista, es el arquitecto Viollet-le-Duc, quien se mostraba a favor de la actuación sobre las obras de arte, no sólo para frenar su degradación, sino también para repararlas e incluso rehacerlas íntegramente con el fin de mejorarlas si era posible. Viollet-le-Duc buscaba la perfección formal del edificio (su «forma prístina») de acuerdo a sus características arquitectónicas, de resultas que a veces veía necesario adivinar las partes desaparecidas, o las que no llegaron nunca a terminarse, y reconstruirlas a partir de la unidad estilística que proporcionaba el análisis del resto de la obra. Siguiendo el argumento de que «restaurar un edificio significa restablecerlo en un grado de integridad que pudo no haber tenido jamás», el arquitecto inventó y edificó completamente de nuevas la flecha que remata el crucero de la catedral de Notre-Dame, en París, así como gran parte de las estatuas que decoran sus portadas y la Galería de Reyes de la fachada principal. Otras restauraciones efectuadas «en estilo» por Viollet-le-Duc tuvieron lugar en la Sainte Chapelle de París, las catedrales de Clermont-Ferrand y Amiens, las abadías de Vezelay y Saint Denis, la basílica de San Sernín de Toulouse, y las ciudades amuralladas de Carcassonne y Pierrefonds. Esa actitud superintervencionista partía del convencimiento de que el restaurador era el heredero espiritual del trabajo desarrollado por el autor original del monumento, y por eso estaba legitimado para reconstruirlo en el mismo estilo: «cuando se deban añadir partes nuevas aunque no hayan existido nunca, es preciso situarse en el lugar del arquitecto primitivo y suponer qué cosa haría él si volviera al mundo y tuviera delante de si el mismo problema». De esta forma se establecía una especie de continuo en el proceso creativo de la obra de arte, según el cual las intervenciones realizadas en tiempo histórico y en tiempo presente formaban parte de un mismo proyecto. Esto es bastante comprensible en el caso de algunos monumentos arquitectónicos, como las catedrales, que por su grandiosidad habían quedado inacabados y en el siglo XIX se planteó su terminación. La consideración de muchos de esos monumentos como elementos significativos del patrimonio cultural, o incluso como símbolos nacionales, justificaba dicha terminación y la hacía perfectamente lógica en aquel contexto romántico e historicista. Un caso claro fue la restauración de Pierrefonds, que obedeció a un encargo personal del emperador Napoleón III, en 1857, con la pretensión de hacer este castillo nuevamente habitable como residencia real y símbolo de la restauración del absolutismo.

Los partidarios de Viollet-le-Duc valoraban la capacidad mimética del restaurador, o sea, su facilidad para rehacer los fragmentos desaparecidos o destruidos en un estilo exactamente idéntico al original. Se trata de una postura típica del revival, que está relacionada con el historicismo típico de la arquitectura decimonónica, según la cual el momento presente y el pretérito se superponen sin diferenciarse uno del otro5. Esta metodología restauradora tuvo como consecuencia que muchas catedrales y monasterios fueran completados en estilo neogótico, hasta un punto en el que no es fácil distinguir la creación original de época medieval y la reconstrucción realizada en el siglo XIX. Aunque hoy nos parece una verdadera aberración, y ya en aquella época despertó grandísimas críticas, el intervencionismo logró numerosos adeptos no sólo en Francia sino también en el resto de Europa. En España ésta fue la corriente restauradora que más se desarrolló, lo cual provocó graves alteraciones en la fisonomía original de nuestro patrimonio arquitectónico, sobre todo el de época medieval. Así, a partir de 1848 Rafael Contreras recreó multitud de yeserías en la Alhambra de Granada, logrando «confundir las restauraciones con la obra antigua, hasta el extremo que sin un conocimiento especial no es fácil distinguir lo viejo de lo nuevo, quedando sólo al dominio de los muy versados investigadores la clasificación de unos y otros». Entre 1881 y 1888 Arturo Mélida completó las partes arruinadas del claustro de San Juan de los Reyes en Toledo, incluyendo estatuas y remates neogóticos, así como una techumbre neomudéjar en el piso alto, que asimiló a la obra original como si se tratase de un artista del taller de Juan Guas. En 1882, Josep Oriol Mestres también rehízo «en estilo» la fachada principal de la catedral de Barcelona, hasta entonces inexistente, en una intervención muy similar a la ejecutada por Emilio de Fabris en el Duomo de Florencia. Finalmente, entre 1895 y 1901 el arquitecto Manuel Aníbal Álvarez desmontó y reconstruyó desde sus cimientos la iglesia de San Martín de Frómista, dándole una apariencia tan pulcra y homogénea, no sólo en su arquitectura sino también en sus elementos escultóricos, que muchos autores prefieren catalogarla hoy como obra neorrománica [Figuras 4 y 5]. En fin, son sólo algunos ejemplos de restauraciones excesivas aplicadas en nuestro país en el siglo XIX, un tema abundantemente documentado por Ordieres Díaz (1995). La mayoría de estas intervenciones estuvieron motivadas por un fuerte componente romántico-nacionalista, que pretendía reeditar los signos visibles de nuestra identidad cultural, en ocasiones ligado a sugestivas referencias históricas que justificaban la importancia y/o la necesidad de acometer tamaños esfuerzos (económicos, políticos, teóricos, constructivos, etc.) Resulta especialmente revelador a este respecto, la restauración efectuada por Elías Rogent en el derruido monasterio de Santa María de Ripoll, entre 1886 y 1893. El arquitecto catalán hizo un proyecto de iglesia nueva de cinco naves, con cimborrio y bóvedas de cañón, que obviaron cualquier referencia histórica o estilística al monumento en cuestión, resultando un

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ARGAN (1977).

neorrománico de inspiración libresca ligeramente parecido al de San Pere de Roda, Sant Martí de Canigó o San Miguel de Cuxá. Sin embargo, la imagen del templo restaurado cuadraba muy bien con el pretendido estilo nacional catalán de finales del ochocientos, imbuido de misticismo cristiano y realizado de acuerdo a un plan organicista y racional, que representaba a la perfección los valores de la burguesía industrial de la región; por ello sería profusamente imitado en edificios posteriores, no necesariamente religiosos, como fábricas o estaciones de ferrocarril. Entre los principales teóricos defensores del intervencionismo en España estuvieron Ricardo Velázquez Bosco y Vicente Lampérez. El primero introdujo numerosos elementos inventados «en estilo» en sus restauraciones de la Mezquita de Córdoba, Medina Azahara y la Alhambra de Granada, lo mismo que en la catedral de Burgos, donde completó la aguja de la torre derecha y el claustro. En cuanto a Lampérez, se le recuerda sobre todo por la construcción de la nueva fachada de la catedral de Cuenca [Figura 6], aunque también nos dejó destellos de su inventiva neogótica en la Casa del Cordón de Burgos, y en la catedral de esta misma ciudad, donde trabajó continuando el programa de Velázquez Bosco. Ambos autores entendieron que la finalidad de la restauración era terminar las construcciones inacabadas, o corregir sus alteraciones conforme a una práctica arquitectónica que se consideraba tan válida como la original. Lampérez justificaba la terminación de las obras inacabadas según la clasificación que hacía de monumentos «vivos» y «muertos», entendiendo que los segundos no tenían ninguna aplicación, mientras que los primeros seguían utilizándose y por eso era necesario adecuarlos a las necesidades actuales completándolos. Todo ello ha sido repetidamente criticado no sólo en la actualidad, cuando los criterios restauradores han evolucionado y son mucho más comedidos, sino también en la misma época en que se realizaron dichas intervenciones, cuando fueron tachados de falsos históricos tanto por los románticos ruskinianos como por los científicos, arqueólogos e historiadores. El caso más revelador de restauración intervencionista ocurrido en Alcalá de Henares durante el siglo XIX tuvo lugar en el Palacio Arzobispal. La necesidad de rehabilitar este antiguo edificio como Archivo General Central del Reino tuvo como consecuencia una profunda transformación del mismo, no sólo en el aspecto arquitectónico sino también decorativo. Según la documentación histórica conservada al respecto, el gobierno dio al arquitecto jefe de las obras, Juan José de Urquijo, absoluta libertad para, «hacer todas aquellas mejoras que estime necesarias o convenientes, así en el edificio como en toda la extensión de la huerta del Palacio, en la cual también se permite al Estado construir de nuevo o ampliar las construcciones que las necesidades del Archivo puedan exigir en lo sucesivo.»

Los restauradores del Palacio Arzobispal asumieron el concepto de utilidad como uno de los rasgos de belleza más significativos de la arquitectura y, al igual de Viollet-le-Duc, entendieron que para que un edificio fuera útil también debía ser bello. Esto justificaba la restauración artística como algo necesario para que el monumento quedara en buen estado, pero también dejó la puerta abierta a un intervencionismo abusivo, puesto que el acabado de las superficies debía presentar un aspecto mínimamente decoroso. Así que en lugar de la consolidación, la conservación y el respeto a la obra original, ésta se completó para hacerla utilizable, recreando las partes deterioradas en un estilo que imitaba lo antiguo hasta el punto de ser difícil de diferenciar, como ya denuncié en otra ocasión6.

4. CRITERIOS ACTUALES EN LA PRÁCTICA RESTAURADORA El romano Camilo Boito fue el gran sistematizador de la restauración científica salida de la Escuela Italiana a finales del siglo XIX. Sus planteamientos suponen una conciliación entre las ideas de Ruskin y la necesidad de restaurar. Boito defendió el valor documental de los monumentos, por cuya razón debían ser preferentemente consolidados antes que restaurados, y propuso evitar adiciones o reformas que pudieran ocultar los datos históricos proporcionados por cada edificio7. Por eso consideraba una condición primordial respetar todas las fases y elementos constructivos de cualquier época, porque relataban la propia historia del monumento. En caso de ser inevitable el añadido de partes nuevas, por problemas estructurales u otras necesidades, proponía hacerlas con caracteres y materiales distinguibles de lo antiguo, marcados con la fecha o signo identificativo de la restauración, y por supuesto sin interferir en la unidad de imagen del edificio. A la modernidad de estos criterios se unió la obligatoriedad de elaborar una extensa y detallada memoria descriptiva de las intervenciones, que justificara el sentido de las mismas de acuerdo a la documentación consultada (gráfica, bibliográfica y de archivos), y facilitara su conocimiento a las generaciones venideras. Camilo Boito resumió su teoría en ocho puntos que fueron expuestos, a la manera de una “Carta del Restauro”, en el III Congreso Nacional de Ingenieros y Arquitectos Italianos de 1883. Estos principios fueron posteriormente difundidos en la década de 1930 por Gustavo Giovannoni, mediante la publicación de otros dos documentos fundamentales, la “Carta de Atenas” y la “Carta Italiana del Restauro”. Los mencionados principios se resumen en la siguiente enumeración: 1. Diferencia de estilo entre lo nuevo y lo antiguo.

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LLULL (2009). MORALES (1995).

2. Diferenciación de materiales en sus fábricas. 3. Supresión de molduras y decoración en las partes nuevas, limitando el añadido a elementos esquemáticos y abstracciones volumétricas. 4. Exposición pública de las partes materiales que hayan sido eliminadas en un lugar contiguo al monumento restaurado. 5. Grabado de la fecha de actuación o de un signo convencional que identifique las partes restauradas. 6. Inscripción explicativa sobre el monumento y el sentido de la intervención realizada en el mismo. 7. Descripciones y fotografías de las diversas etapas de los trabajos, situadas en el mismo edificio o en un lugar público próximo, o bien publicación de dichos trabajos en una memoria que los documente. 8. Notoriedad visual de las intervenciones realizadas. En España, Leopoldo Torres Balbás asumió también la creencia de que los monumentos venían históricamente determinados, y por eso no se podían rehacer. Postuló la necesidad de limitar las intervenciones, respetar todas las fases constitutivas del edificio, y dar prioridad a la consolidación o reparación frente al rediseño violletiano. La primera obra de restauración realizada con estos criterios en España fue la llevada a cabo en el Patio del Yeso del Alcázar de Sevilla (1910), por el Marqués de Vega Inclán, bajo la dirección de la Comisaría Regia de Turismo. Pero la más significativa de todas fue la realizada por Torres Balbás en la Alhambra de Granada a partir de 1923, la cual logró, entre otras cosas, eliminar las recreaciones historicistas aplicadas a mediados del siglo XIX por el controvertido Rafael Contreras. De acuerdo con estos modernos planteamientos también se desarrollaron las restauraciones de la Iglesia Magistral, la Capilla del Oidor, el Convento de las Bernardas y la Universidad de Alcalá de Henares, durante las primeras décadas del siglo XX, aunque no sin renunciar completamente a algunos vicios intervencionistas característicos de etapas anteriores. Las modernas teorías conservadoras comenzaron a valorarse como las más adecuadas para el patrimonio español en el contexto cultural de la Segunda República, pero el desastroso balance de pérdidas provocadas en nuestro patrimonio por la Guerra Civil, supuso en paso atrás en este proceso de modernización de los principios restauradores. Así, ante la destrucción casi total de algunos monumentos, se optó por reconstruirlos de acuerdo a las tesis más intervencionistas, añadiendo nuevos elementos de carácter monumental inspirados por la ideología de la dictadura de Franco. Por consiguiente, primó el valor representativo de la restauración sobre todo en aquellos edificios que adquirieron una potente connotación simbólica, dejándose de lado la rehabilitación de los mismos para un uso específico. En la actualidad, los criterios conservacionistas han sido plenamente aceptados, defendiéndose, al menos en teoría, una opción integradora y moderada entre el

intervencionismo y el respeto a la antigüedad. Aparte de las ideas ya clásicas de Camilo Boito y Gustavo Giovannoni, la restauración moderna también está muy influida por los planteamientos más progresistas y científicos difundidos por el Istituto Centrale del Restauro italiano, verdadero centro de autoridad en la materia. Más concretamente, la necesidad de regular la conservación y restauración de los monumentos y obras de arte quedó plasmada en la famosa “Carta de Venecia” o Carta Internacional sobre la conservación y restauración de monumentos y sitios, suscrita en el año 1964. A partir de entonces, la definición más reciente de restauración va unida a la de conservación, con la idea de recoger todas aquellas medidas o acciones que tengan como objetivo la salvaguarda del patrimonio cultural tangible, asegurando su accesibilidad, apreciación y comprensión a la sociedad actual y a las generaciones venideras. Estas medidas se pueden clasificar en varios tipos.  Conservación preventiva: acciones indirectas para minimizar posibles daños.  Conservación curativa: acciones directas para detener deterioros y consolidar las

características de la obra de arte.  Restauración propiamente dicha: acciones directas que pretenden recuperar parte de las características, los significados o las funciones de la obra de arte, porque ya se han perdido o deteriorado. Todas estas medidas y acciones deben respetar el significado y las propiedades físicas de la obra de arte en cuestión, hasta el punto de que han sido descritas como una tarea de gestión ética del patrimonio cultural, y debe incluir una serie de pautas simples como la mínima intervención, el uso de materiales y métodos apropiados que sean reversibles, y la documentación completa de todos los trabajos realizados. A pesar de ello, hoy se siguen introduciendo componentes de arquitectura contemporánea en los edificios históricos, hasta el punto de que a veces la restauración es sólo un pretexto para actualizar dichos edificios, rehabilitándolos con vistas a ser utilizados en la práctica. En aras de esa funcionalidad se establece una relación dialéctica entre la antigua fábrica y la obra nueva, que pocas veces se ensamblan con una mínima armonía. Eso cuando no desaparece casi completamente la referencia al pasado, por quedar escondida o destruida bajo el proyecto de un arquitecto restaurador demasiado creativo, como ocurrió en el Teatro Romano de Sagunto. Resulta preocupante que este tipo de actuaciones tan decimonónicas se hagan todavía, cuando el conocimiento histórico artístico de nuestros monumentos y el avance de las técnicas conservadoras permitirían tomar decisiones más fundamentadas sobre lo que debe y no debe hacerse [Figura 7]. Como resumen de lo que debería ser una buena restauración, se exponen para finalizar una serie de principios éticos mínimos, que hoy en día están consensuados

por casi todos los profesionales, con el fin de asegurar la corrección de las intervenciones8: 1. Anteponer la conservación a la restauración. 2. Respetar todos los valores documentales, incluyendo en ello: - Mantener en buen estado la materia por la que se canaliza la imagen del monumento. - Mantener, en principio, la obra in situ. - Respetar la pátina, concebida como la sedimentación del tiempo sobre el objeto. - Mantener los añadidos históricos siempre que no degraden ni física ni estéticamente el original. 3. Emplear materiales homogéneos o compatibles con los originales, para evitar daños adicionales. 4. Emplear materiales estables y reversibles, a fin de facilitar futuras intervenciones. 5. No hacer integraciones hipotéticas o por analogía, y que éstas sean fácilmente reconocibles, a fin de evitar confusiones miméticas y falsificaciones, pero sin romper la unidad de la obra. 6. Efectuar una buena diagnosis previa a la restauración, y documentar debidamente las actuaciones. 7. Que el restaurador sea consciente de sus propias capacidades y limitaciones, a fin de no acometer intervenciones para las que no esté cualificado.

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