La pregunta por los límites del debate intelectual español. Menos Bourdieu y más Foucault.

La figura del intelectual ya no ocupa entre nosotros el lugar de privilegio que tuvo asignado, por ejemplo, en la época de Ortega, como un encargado de aleccionar a las masas e iluminar a la sociedad de su tiempo sobre el camino histórico a seguir. Hoy nuestros intelectuales juegan desde luego un papel mucho más modesto. La proliferación de medios y plataformas divulgativas a que hemos asistido en los últimos años, ha supuesto una democratización de la palabra y ha bajado a muchos del púlpito que pretendían ocupar. Ahora bien, esto no ha significado en absoluto que hayan desaparecido las voces autorizadas en el debate público o dejado de existir quienes ejerzan como referentes de opinión, aunque no sean los mismos que antes. Las "viejas" autoridades intelectuales han experimentado un declinar semejante al de la vieja política, han padecido solidariamente los efectos de una deslegitimación de la cultura transicional, que no supieron anticipar en su momento y siguen negando tiempo después. Pero al igual que sucede con los viejos partidos no conviene darlos por muertos antes de tiempo, ni pesar que se han resquebrajado enteramente los cimientos con los que la vieja inteligencia construyó su edificio de autoridad. La mejor prueba de la solidez de esos fundamentos es el tiempo que han permanecido incuestionados, ocultos al debate, que no han necesitado justificación. El gran esfuerzo de los que disienten de la vieja cultura, de quienes se resisten a dar por buena esa forma de autoridad, ha sido precisamente tratar de problematizar lo ya sabido, cuestionar algunos de los tópicos y supuestos sobre los que se ha erigido ese poderoso edificio de saber.