La política como controversia: crisis constitucional y respuesta subalterna en los albores del liberalismo

October 10, 2017 | Autor: J. Izquierdo Martín | Categoría: Liberalism, Political Culture, Subalternity, Subaltern Agency, Subaltern Studies, Poscolonial studies, Economic Crisis
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Descripción

La política como controversia: crisis constitucional y respuesta subalterna en los albores del liberalismo* Jesús Izquierdo Martín Universidad Autónoma de Madrid

[Cuidado con integrar en la Milicia Nacional a] los hombres turbulentos que buscan y hallan siempre los medios para destituir la autoridad de toda fuerza física, para poder así contrariar sus disposiciones y sacudir el yugo de la ley, que solo es suave para el hombre de bien. El Espectador, 18221. En una sociedad distinguida, amantes del Rey y amigos de la Patria, se ha hablado hoy del cuerpo de voluntarios Realistas. Todos en general convinieron en que en fondo,… es una buena institución; pero que en política es incompatible con el sistema Monárquico absoluto, ya por tener armado y regimentado el pueblo es una atribución republicana o Constitucional, ya porque este mismo pueblo se opondrá cuando quiera a las disposiciones del Monarca, aunque absoluto. Parte de la Policía de Madrid, 18252. La monarquía que funde su apoyo en ella [una milicia nacional con alistamiento de los proletarios estará constantemente a orillas de un precipicio; pues si bien se mira, domina en estos cuerpos el elemento democrático, elemento contrario a la existencia de la monarquía. Eco del Comercio, 1833 3.

Las citas que abren este texto son un ejemplo de las muchas inspiradas en el imaginario de las clases dominantes durante el primer tercio del siglo xix y que, independientemente de su origen liberal o absolutista, identifica a los * Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto HAR2012-32713 del Plan Nacional de I+D+i. 1 El Espectador, 23 de abril de 1822. Citado en P érez G arzón (1978), pág. 251. 2 Parte número 105, de 18 de junio de 1825, de la Policía de Madrid. Citado por París M artín (2009), pág. 112. 3 Eco del Comercio, 22 de octubre de 1833. Citado en P érez G arzón (1978), pág. 372.

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grupos populares como colectivos apasionados, incapaces de gobernarse a la luz de la razón y, por consiguiente, no legitimados para defender con las armas una monarquía que por entonces estaba embarcada en una profunda crisis constitucional ante el creciente desafío soberanista de un nuevo sujeto político, esto es, la nación4. Interpretados desde esta perspectiva, los tres enunciados no parecen pertinentes para abordar el grave tema de la cultura popular durante el período en el que aquellos textos fueron escritos. En principio, todo lo que cabe decir es que se trata de citas que, como otras tantas, pretenden conjurar lo ajeno, estereotipándolo a través de una visibilización cerrada y atemporal de la alteridad. Sin embargo, hay en ellas verdad: la verdad de quien enuncia una concepción dualista del cuerpo social y distingue así entre una minoría educada y una masa incapacitada que precisa de tutela para conducirse por la vida. Por cierto, una verdad de vida longeva; atiéndase, si no, a las palabras del liberal conservador Ramón Mesonero Romanos quien en 1881, atrapado en aquella alegoría maniquea, exclamaba: «¡Ójala que nunca hubiesen [las turbas aviesas y desbordadas] empeñado con su hálito ponzoñoso el puro ambiente de sincero y leal contento que respiraban aquellos inofensivos patriotas y cándidos revolucionarios!»5. No sería desde luego el último hincapié en esta contraposición estereotipada que el liberalismo hizo suya durante del siglo xix . Al tenor de lo escrito durante la centuria siguiente, la distinción entre la «sensatez de los propietarios» y la «sinrazón» de los grupos populares ha nutrido en abundancia una gran parte de la historiografía, en una versión menos poética, pero no por ello menos cargada de juicios de valor con respecto a unos subalternos que aparecen como sujetos demediados por cuanto solo parecen actuar como meros «instrumentos» o «mecanismos» manipulados por la burguesía, único grupo social dotado de conciencia y proyecto político6. Ahora bien, si las leemos desde otra perspectiva, menos complaciente con sus autores, las tres citas mencionadas alimentan la imaginación del intérprete en busca de otra verdad que contenga retazos de una cultura política, la popular, de escritura endeble. Y es que los textos desafían a sus lectores exigiéndo4

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Sobre la crisis constitucional de la monarquía católica puede consultarse Portillo Valdés (2006a), págs. 107-134. Una perspectiva más atlántica y comparativa es la de G onzá lez A dánez (2005). M esonero Romanos (2008). Ejemplos bien ilustrativos de la persistencia en el siglo xx de la interpretación objetual o negativa de los grupos subalternos en la historiografía social y liberal son los de Fontana (1979) y A rtola (1999).

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les explicaciones alternativas para dar cuenta de ese deseo recurrente de las masas a armarse, lo que constituye una de las principales novedades políticas del período. La repulsa hacia lo popular de los autores de las citas se transforma así en un aliciente para que el observador contemporáneo trate de re-conocer en los actos de los subalternos la específica gramática colectiva con la que interpretaron el mundo y operaron sobre él; en suma, una determinada forma cultural de concebir la polis y actuar sobre ella. No es una empresa fácil: la ausencia de trazos semánticos directos convierte a los subalternos en sujetos escurridizos a la mirada del historiador que pretenda narrar su pasado. Sin embargo, cabe aventurar hipótesis tentativas. En este sentido, se puede sostener que la cultura subalterna fue un producto hibridado, efecto de la reinterpretación de la tensión discursiva entre las elites dominantes que se retrotrae a la Ilustración y que se extendería más allá de la data que enmarcan estas páginas, hasta bien entrado el siglo xix . Es este supuesto el que me ha llevado a adoptar el concepto gramsciano de subalternidad como categoría que remite al carácter relacional y desigual del proceso de construcción de las identidades populares construidas a partir de la posición de los menestrales y campesinos en el vínculo asimétrico entre lo subalterno y lo dominante. Ahora bien, lo que el concepto pretende subrayar es que el proceso de recepción de las concepciones del mundo que los grupos dominantes estaban desarrollando en un momento de lucha extrema por la hegemonía sociopolítica no fue simplemente replicado por parte de los grupos subalternos. Reinterpretaciones hubo; y muchas7. Si a ello añadimos que la cultura subalterna de este período se construyó, al igual que la cultura liberal en ciernes, con el material de derribo de la Europa premoderna, entonces habrá que evitar la tendencia a calificar dicha cultura de reaccionaria y, por el contrario, asumir la hipótesis de que dicha cultura permaneció cambiando.

De la cultura de la jurisdicción a la cultura de la controversia

A partir de la enriquecedora perspectiva de la historiografía constitucional española, entendida esta como indagación sobre los entramados lingüísticos tanto denotativos como performativos que daban sentido a las acciones personales o grupales, a la altura del primer tercio del siglo xix estaban en vigor dos 7

Sobre el uso del concepto, véase M ellino (2008), especialmente págs. 67-88; la crítica al concepto en S pivak (1998).

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tradiciones distintas de comprender lo político —la política entendida como jurisdicción y la que la interpretaba como gobierno—, dos tradiciones que fueron entretejiéndose desde la centuria anterior hasta la práctica supeditación de la primera —hegemónica en la Vieja Europa desde la Edad Media— a la segunda 8. Interpretar la política como jurisdicción suponía que, pese a las doctrinas contractualistas surgidas desde el siglo xvii, todavía se entendía que en la monarquía católica el orden social era resultado de una voluntad trascendente y se articulaba corporativamente, esto es, se componía de una totalidad jerarquizada y yuxtapuesta de comunidades (pueblos, provincias, Estados, gremios…), cimentadas en el hecho de tener derechos, costumbres, prescripciones que en último extremo remitían a aquel orden normativo originario. A partir de este supuesto, el poder político se concebía como la potestad de «declarar el derecho y establecer la equidad», esto es, resolver una controversia declarando el derecho a través de la sentencia o dictar leyes (ordenanzas, costumbres, estatutos…) remitiéndose a un orden normativo trascendente. Según esta comprensión jurisdiccional de la política, el poder residía en quien tuviera reconocida la autoridad pública de resolver conflictos, siendo la instancia mayor aquella que no podía ser juzgada por otras, esto es, la monarquía. Pervivían incluso los principios corporativos respecto del origen de la jurisdicción, entendiéndose que, según el derecho natural, toda comunidad debía tener una cabeza que gobernara su comportamiento, representando sus derechos y haciendo justicia entre sus miembros. Es cierto que a la altura del siglo xviii ya había calado el principio bajomedieval según el cual el príncipe era fuente de toda jurisdicción y juez supremo, si bien como garante último de la pluralidad corporativa a través de la conservación de los respectivos derechos de las distintas comunidades. Con todo, persistían excepciones en forma de privilegios, costumbres, prescripciones o actos de tolerancia del príncipe que a menudo legitimaban el nombramiento de jueces sin la intervención de instancias regias. Entender lo político como jurisdicción suponía, en primer término, la resolución conflictos entre personas que reclamaban la restitución de la justicia. Sin conflicto no había poder y este se ejercía a través de estrictos mecanismos procesales que aseguraran que su ejercicio era justo por cuanto se hacía conforme al procedimiento deliberativo que garantizaba la interpretación verdadera 8 Sobre la constitución interna de la monarquía católica, véase F ernández A lbaladejo (2007a); G arriga (2004) y Agüero (2006). Sobre la resiliencia de la cultura jurisdiccional durante el siglo xix , véase L orente S ariñena (2004).

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del orden normativo trascendente y la correspondencia de «a cada cual según su derecho». En los albores del prolongado momento revolucionario, pues, la legitimidad del ejercicio de la política seguía asentada en la preeminencia de un momento contradictorio anterior a la toma de decisiones de las autoridades públicas, no solo para restablecer derechos conculcados, sino a la hora de dictar normas generales o administrativas. Si se había de considerar como acto político, la autoridad debía escuchar previamente a los afectados, exigía un momento de deliberación previa. En caso contrario, podía impugnarse la decisión por la vía contenciosa o simplemente desatar la resistencia legítima. En segundo término, pero cobrando cada vez más fuerza, se hallaba otra forma de interpretar la política de raíces todavía más antiguas que las que fundamentaban la concepción jurisdiccional, raíces que se remontan a lo que desde tiempos de Jenofonte se conocía como la oeconomia9. Dicha tradición se asentaba en la idea de gobierno doméstico y de poder tutelar del pater familias sobre la casa, esto es, sobre el oikos. Su fundamentación también era trascendente por cuanto se entendía que Dios era el gran padre que gobernaba los designios de sus hijos, de manera que correspondía a estos emular el ejemplo divino ejerciendo la tutela sobre los miembros de sus respectivas casas. La oeconomica definía un tipo de concepción de lo político que escapaba a la cultura jurisdiccional si bien estaba en consonancia con la idea corporativa de la sociedad. El poder tutelar se aplicaba hacia el interior de cada comunidad en la que apenas se reconocía la alteridad y, por consiguiente, era posible prescindir de la previa contradicción. Era un tipo de poder ejecutivo dirigido a administrar los bienes y personas de cada corporación y que solo podía ser intervenido por una autoridad jurisdiccional en caso de conflicto. Pues bien, durante el siglo xviii esta interpretación del poder político como administración fue creciendo a partir de la idea de que el monarca era el tutor supremo del reino, lo que suponía que en la práctica la monarquía era tanto garante del pluralismo corporativo como interventora en cada una de las esferas domésticas cuando era necesario asegurar los intereses de los súbditos. Esta creciente apropiación de la monarquía de las labores policiales de las corporaciones permitía, pues, aplicar limitaciones de derechos o innovaciones legislativas prescindiendo de la contradicción previa, principio fundamental de la cultura jurisdiccional, cada vez más a la defensiva. Y es que a partir de esta potestad extraordinaria del príncipe como pater familias se fue generando un 9 Sobre la persistencia en Europa de la oeconomica sigue siendo pertinente el ensayo de B runner (1976).

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tipo de monarquía administrativa cuya manera de proceder —por la vía de gobierno— está en los orígenes de una nueva cultura política, la estatal, cuya principal característica era la consumación, inaudita parte, de la novedad legislativa. Durante el primer tercio del siglo xix , por tanto, España estaba envuelta en un complejo proceso de yuxtaposición de dos longevas tradiciones de entender la política, donde el paradigma jurisdiccional, si bien a la defensiva, no había perdido todavía su hegemonía a pesar de la emergencia de la monarquía absolutista e ilustrada de los Borbones. En cierto sentido, el proyecto liberal doceañista, consistente en erradicar el Antiguo Régimen con su propio material de derribo, esto es, llevando hasta sus últimas consecuencias la vertiente administrativa y gubernamental de la vieja monarquía e instituyendo una novedosa cultura política que llevaba pareja la creación de una nueva organización —el Estado—, era compartido por el realismo moderado de la Década Ominosa, de manera que ambos se vieron contestados por quienes continuaban interpretando la realidad a partir de la gramática corporativa, ya fueran los grupos ultrarrealistas, ya los distintos grupos subalternos10 . En este contexto de hibridación, dentro del cual ni la política se había emancipado de la religión, ni la sociedad —debido a la persistencia del señorío— se había desagregado de la política, ni la economía —como consecuencia de la continuidad de la oeconomica— se había escindido de la sociedad, es donde quizá haya que comenzar a interpretar la cultura política de los grupos subalternos. Para empezar, porque a la altura de 1840 el 80% de la población española continuaba siendo rural y se concentraba en poblaciones que oscilaban entre 100 y 500 habitantes11. Y lo que resulta más relevante para el tema que nos ocupa: un gran número de esos sujetos seguían pensándose corporativamente, esto es, a partir de su pertenencia a una comunidad compuesta por un cuerpo político —el pueblo constituido por distintas unidades familiares— que delegaba en el concejo —formado por una autoridad jurisdiccional, el alcalde, y otra gubernativa, el regimiento— la defensa de los derechos y costumbres colectivos, así como la resolución de conflictos intervecinales a partir del procedimiento formal de una instancia contradictoria. Cada nódulo familiar operaba como un oikos de la misma manera que el regimiento actuaba hacia el interior de la comunidad vecinal como un pater familias, ejerciendo el gobierno 10 La relación «estatalista» entre el proyecto liberal y el realista moderado puede inferirse, entre otros, del trabajo de E steban de Vega (1998). 11 herr (1991).

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«político y económico» de los bienes y servicios colectivos. Por su parte, el alcalde era la primera autoridad jurisdiccional cuya acción política consistía en resolver los conflictos internos o bien, si la disputa se convertía en un asunto contencioso por ser una de las partes ajenas a la comunidad, en solicitar la intervención de tribunales regios de mayor nivel jurisdiccional12. Es más, en determinadas circunstancias, cuando la comunidad sentía que su identidad corporativa estaba bajo amenaza, aún le quedaba el recurso de propiciar la convocatoria de concejos abiertos cuya lógica era semejante a la de un juicio público en el que todos los vecinos podían deliberar con el fin de llegar a una resolución encaminada a defender sus derechos colectivos. En todo caso, el hecho de que el alcalde siguiera siendo la principal figura del Ayuntamiento y de que su autoritas fuera reconocida principalmente a partir de su función en el restablecimiento de la justicia dentro de la comunidad, revela la persistencia de la cultura premoderna a pesar de los cambios introducidos por el liberalismo para modificar el sesgo jurisdiccional de los alcaldes. Hasta la reforma municipal de 1845 no se puede decir que el emergente Estado consiguiera recortar las antiguas atribuciones judiciales de los alcaldes, desde las cuales podían resistirse innovaciones que no siguieran la tradición del procedimiento deliberativo, como demuestra la recurrente pugna entre el Estado y las corporaciones locales por la introducción de novedades fiscales. Y es que como se quejaba el diputado Francisco Fernández Gascó en las Cortes de 1820-1821: No ha habido género de opresión que no se haya desplegado. Órdenes indecorosas a las justicias y ayuntamientos, apremios repetidos, multas frecuentes, comisionados tan rapaces como venales, arrestos y prisiones de las autoridades municipales, embargos, ejecuciones y ventas, han sido los suaves y humanos medios que se han puesto en ejercicio para exigir y cobrar la contribución general 13 .

Este era el mundo, entendido como pre-comprensión cultural, a partir del cual se hacía política en el espacio rural a la altura del primer tercio del siglo xix. Pero no solo. El hábitat urbano también seguía participando de dicho marco hermenéutico, afectando de lleno a la cultura política del artesanado todavía ajeno a los discursos liberales a partir de los cuales se desarrollaría la cultura estatal o legal. A principios de dicha centuria, España continuaba siendo un país 12 Sobre la larga persistencia del modelo jurisdiccional en el mundo rural en España, I zquierdo M artín (2001). 13 La cita del diputado Fernández Gascó en Diario de las Cortes. Legislatura de los años 1820 y 1821, tomo viii , 1820, pág. 21. La Ley de Ayuntamientos de 1835 devolvió a los alcaldes dichas funciones. A este respecto, véase H ijano P érez (1992), especialmente, págs. 146-147.

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eminentemente agrario, de manera que la mayoría de los núcleos urbanos eran agrociudades aunque la actividad artesanal iba ganando cada vez más terreno a las ocupaciones agrarias que, por su parte, nunca fueron exclusivamente rurales. En todo caso, había toda una tradición artesanal cuya cultura política se articulada a partir de los mismos fundamentos que daban sentido a los núcleos rurales. La mayor parte de la población menestral estaba encuadrada en talleres de dimensiones reducidas y de carácter familiar con relaciones laborales muy similares a las del Antiguo Régimen. Como antaño, el menestral construía su identidad a partir del lenguaje corporativo premoderno según el cual cada operario recibía reconocimiento dentro de un taller que, a su vez, se incorporaba en una comunidad mayor, esto es, la comunidad de oficio14. El interior del taller se articulaba siguiendo las pautas de un oikos, esto es, una casa grande compuesta por sujetos ordenados jerárquicamente cuya cabeza era el maestro y sus miembros los oficiales y aprendices, esto es, sujetos que todavía no habían llegado a aprender correctamente los «misterios» del oficio. Los maestros, como «cabezas de familia», eran los únicos representantes reconocidos dentro y fuera de la comunidad artesana, quedando bajo su amparo el resto de los trabajadores. Todos los talleres debían regirse según derechos y obligaciones que se basaban en tradiciones consuetudinarias o en códigos legales reconocidos por la autoridad jurisdiccional —fuera esta el Ayuntamiento rural o urbano, o la Sala de Alcaldes de Casa y Corte en el caso de Madrid— y que podían elevar la comunidad de oficio a la calidad de gremio, siendo los maestros sus únicos miembros de pleno derecho. Es cierto que la edad de oro del gremialismo, los siglos xvii y la primera mitad del xviii, había pasado y que desde 1756 los artesanos no agremiados adquirieron el derecho a trabajar al margen de las corporaciones. Sin embargo, a la altura del primer tercio del siglo xix , la mayoría de los artesanos seguían dando sentido a sus relaciones laborales a partir del viejo lenguaje jurisdiccional según el cual la corporación era la encargada de defender los derechos tradicionales de maestros, oficiales y aprendices, de resolver los conflictos entre las partes y de cumplir funciones de policía a través de sus veedores. El conflicto surgía cuando alguno de los miembros de la comunidad de oficio transgredía el lenguaje de desigualdad legítima, siendo lo más habitual que los maestros trataran de reducir los salarios de los oficiales o pretendían puentearlos empleando fuerza de trabajo no vinculada a la corporación. También era frecuente que los oficiales, ante el descenso salarial, intentaran saltarse las normas gremiales trabajando de forma autónoma. Con todo, estas formas de protesta de los oficiales 14 Sigo aquí la novedosa interpretación de De F elipe A lonso (2012).

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no se encaminaban a sobrepasar la comunidad de oficio, sino a recomponerla de manera que se restablecieran las normas que tradicionalmente la regían. Lo que los oficiales pretendían era ser reconocidos dentro de la comunidad, ya fuera como tales oficiales ya como hombres capaces de lograr un nuevo estatus —el de maestro— en el seno de una corporación donde tener un taller era prerrogativa de dichos maestros. Si los oficiales abandonaban su trabajo o saboteaban los productos lo hacían como castigo a los maestros por el incumplimiento de las ordenanzas comunitarias de acuerdo con las cuales su nivel de retribución (fijado generalmente a partir del precio de los alimentos) reflejaba su posición dentro de la comunidad de oficio (dependiente del nivel de destreza que el gremio le reconocía), no porque quisieran negociar colectivamente sus salarios con aquellos en el marco del libre mercado. Esta nueva dinámica negociadora arrancaría a partir de la década de 1840, cuando el incipiente surgimiento de las «sociedades de resistencia» se convirtió en sinónimo de la penetración del lenguaje liberal en las relaciones laborales con el consiguiente cambio de subjetividad de los antiguos oficiales, cada vez más identificados con el concepto de trabajador como categoría crucial de un naciente movimiento obrero que iría colocando en un segundo término las viejas identidades de los menestrales, hasta entonces organizadas por oficios. Mientras tanto, el artesanado continuó pensándose a partir de la cultura corporativa; asumiendo que la política se hacía desde un suerte de oeconomía de oficio según la cual el gobierno «político y económico» de cada ocupación se aplicaba como si se tratara de una casa grande cuyos límites se dibujaban a partir de otros oficios y dentro de la cual la concepción corporativa y jerárquica de la comunidad era incompatible con la idea liberal de asociación de individuos libres e iguales en derechos. Además, la gramática artesanal siguió vinculada a la cultura jurisdiccional por cuanto se consideraba que los derechos de cada oficio, contenidos en ordenanzas refrendadas y/o dictadas por la autoridad, debían ser garantizados a partir del procedimiento controversial propio de la cultura política de la Vieja Europa. Por consiguiente, a pesar de la intervención estatal prohibiendo las prerrogativas gremiales en 1834-1836, la antigua cultura corporativa continuó operando en numerosos talleres, resolviendo los conflictos laborales de acorde con las antiguas normas sin trascender el nivel de la comunidad de oficio y sin dar lugar a las asociaciones de resistencia que serán señeras en la cultura popular y obrera en la segunda mitad del siglo xix15. 15 Sobre el debate historiográfico en torno a la abolición de los gremios son muy sugerentes las reflexiones de Nieto (2006), especialmente, págs. 376-378.

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Se puede aventurar, pues, la hipótesis de que las dos tradiciones de comprender la política hasta ahora mencionadas estaban en vigor entre los grupos subalternos del campo y la ciudad durante el primer tercio del siglo xix . Ambas se nutrían de un entramado hermenéutico histórico y comunitario —el corporativo— en el que estaban atrapados los sujetos que hablaban y actuaban; en efecto, porque el lenguaje jurisdiccional y el oeconómico se asentaban en un conjunto de presupuestos que no solo tenían funciones denotativas y connotativas, sino también performativas, lo que implicaba que cuando el juez o el pater familia pronunciaban ciertas palabras producían en sus destinatarios el efecto de que se estaba haciendo política a distintos niveles del entramado corporativo. Dictar una sentencia tras escuchar a las partes implicadas en un conflicto o dar una orden dentro de una casa o taller que apenas reconocía alteridad en su interior eran enunciados performativos, actos de habla que ponían de relieve la existencia de dos juegos de lenguaje en concurrencia que, si por un lado, suponían la preexistencia de reglas lingüísticas que actuaban como lazos comunitarios y como definidores de la identidad entre sus miembros, por el otro, podían ocasionar serias tensiones sociales derivadas de la yuxtaposición de dos tradiciones cuyas reglas, si bien procedentes del marco corporativo, no eran heterogéneas. En este sentido, es plausible que el desenvolvimiento de los acontecimientos del primer tercio del siglo xix esté relacionado con el incumplimiento sistemático y la confusa yuxtaposición de las reglas pragmáticas entre dos juegos de lenguaje tradicionales con los cuales se entendía la política en la Vieja España. Algunas de las acciones gubernativas emprendidas por la monarquía borbónica desde finales del siglo xviii, así como las llevadas a cabo por el naciente liberalismo necesitado de institucionalización, son indicios de que los conflictos entre los grupos dominantes estaban extremando la potestad extraordinaria y consiguientemente desestabilizando la tradición de la política considerada como justicia y la tradición de pueblo entendido como un sujeto político plural por cuanto depositario de la diversidad normativa. El conflicto entre los grupos dominantes acentuó la deriva gubernativa de procedencia oeconómica, resemantizando la política como acción ejecutiva y recalificando lo público como un espacio unificado —la nación— sobre el cual una nueva institución —el Estado— podía actuar legislativamente sin tener que entrar en el juego jurisdiccional. Si a ello añadimos la desaparición temporal, a partir de la crisis dinástica y la invasión napoleónica de 1808, de la autoritas jurisdiccional o de tutela de la monarquía sobre la que se podían legitimar los actos gubernativos, podemos presumir el alcance de la convulsión de quienes seguían pensando el mundo a partir de las categorías políticas de la Europa corporativa.

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Es cierto que el lenguaje denotativo y performativo de la política corporativa había sido formalizado por generaciones de teólogos y juristas, pero tal lenguaje tuvo que ser recibido por parte de los grupos populares, lo que quiere decir que estos lo reinterpretaron hasta el punto de convertirlo en un vínculo gramatical que unía semánticamente la diversidad política existente entre el menestral urbano o el campesino rural de la España del primer cuarto del siglo xix . En efecto, para los grupos subalternos el reconocimiento de la autoritas se asentaba principalmente en el lenguaje de la jurisdicción. El ejercicio de la política implicaba una sentencia que dictaba justicia en torno a derechos y costumbres conculcados siempre que se siguiera el proceso deliberativo a partir del cual las partes en conflicto eran escuchadas. Y el juego de la controversia era especialmente crucial cuando los derechos en disputa implicaban al gobierno interno de cada comunidad, ya fuera esta la casa campesina, el taller artesanal o las comunidades urbanas o rurales. Intervenir el derecho de tutela que estaba reservado al pater familias o a los regimientos de villas y ciudades solo era legítimo si se convertía en asunto contencioso y precisaba de la mediación jurisdiccional. Ahora bien, entrometerse prescindiendo de las reglas del juego jurisdiccional, sin aceptar la controversia, podía suponer el rechazo de los grupos subalternos, quienes dejaban de reconocer sus vínculos sociales con los grupos dominantes por considerarlos responsables de la ruptura de las reglas. De ahí las dificultades experimentadas a lo largo del siglo xix para instituir una nueva cultura política, la estatal, que, emergiendo del reformismo ilustrado del xviii a partir de una ampliación vertiginosa del derecho de tutela del rey sobre sus súbditos y desarrollándose con el liberalismo exaltado, pero también con el moderantismo de la Década Ominosa, redefinía la política tanto en su vertiente denotativa —la política como modificación legislativa— como en su parte performativa, esto es, dentro de un juego de lenguaje cuya principal característica era la consumación, inaudita parte, de aquella novedad legal. Es posible, por tanto, interpretar los diversos episodios de deslegitimación de la autoridad reformista, liberal o absolutista que tuvieron lugar en el campo y en la ciudad durante el primer tercio del siglo xix no solo a partir de la conculcación de derechos considerados inmemoriales por quienes los ejercían, una interpretación que suele ser habitual en la historiografía, sino también como consecuencia de la creciente institucionalización de una organización —el Estado— que estaba fijando una nuevas reglas de juego crecientemente ejecutivas o gubernativas y que comenzaba a excluir a todo sujeto político que no fuera la nación. Desde este presupuesto interpretativo, podríamos concluir que los grupos subalternos no eran liberales o absolutistas por mera adscripción

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ideológica; más bien juzgaban el lenguaje oral y práctico de las diversas familias políticas del liberalismo o del realismo dentro de un fondo hermenéutico y en un juego de lenguaje jurisdiccional que para ellos era sinónimo de hacer política. Primero enjuiciaban la acción de unos y otros de acuerdo con la gramática jurídico-corporativa, y a partir de ahí tomaban partido, de manera que algunos de los que apostaron por los liberales no lo hicieron porque suscribieran la precomprensión del mundo del naciente liberalismo, sino porque reinterpretaban su concepción de libertad como sinónimo de las viejas libertades del discurso corporativo; otros lo hicieron porque se desencantaron con un realismo sustentado en una monarquía progresivamente administrativa, que iba perdiendo su fundamentación legitimadora a partir de la idea de que el rey era un gran pater familias que solo debía intervenir «extraordinariamente» en la esfera «privada» de las corporaciones cuando los intereses de sus súbditos fueran afectados. Cuando no ocurría así, los grupos populares extendían el adjetivo peyorativo negro, aplicado en principio únicamente a los liberales del Trienio, a quienes apoyaban el realismo moderado o incluso a la figura de Fernando VII, quien podía, como ocurrió en 1825, ser considerado «más negro que los mismos negros»16. Así pues, durante el primer tercio del siglo xix la mayoría de los grupos subalternos seguía bajo el encantamiento de una monarquía que se sustentaba en una gramática política según la cual la potestad ordinaria —la jurisdiccional— era la garantía última de una diversidad de derechos y costumbres que se anclaban en un tiempo mítico «inmemorial», y que sólo aceptaba la aplicación de la potestad gubernativa mientras esta tuviera un carácter realmente extraordinario y se ejerciera al amparo de la noción de rey padre. Otra cosa es que los grupos subalternos hicieran suya la gramática jurisdiccional replicándola a través de su personación en los tribunales superiores de justica, procedimiento que, por su parte, adolecía de unos costes que difícilmente podían sufragar y de un lenguaje técnico que les era casi inaccesible. Su mundo jurisdiccional era más bien el de los tribunales menores, aquellos que conformaban los alcaldes de los pueblos o las justicias gremiales; era en estos tribunales de primera instancia donde el lenguaje jurisdiccional se hacía más cercano y practicable. Con todo, esta cultura política no solo aparecía cuando se producían conflictos que se resolvían ante un tribunal formal. La restitución de la justicia a través de la regla formal de la instancia previa se desplegaba más allá de aquellos tribunales hasta conformar un procedimiento 16 Citado en París M artín (2009), pág. 89.

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básico que adoptaba la forma de controversia y cuyo seguimiento garantizaba el reconocimiento político de las relaciones sociales. La cultura política de la controversia implicaba, por tanto, un juego de lenguaje en el que los jugadores debían expresar sus diferencias de manera pública y notoria, en el que el habla dominaba la escritura —más propia de tribunales. Este juego de lenguaje suponía que el espacio de enunciación escapara de los muros de las distintas casas grandes, donde podía tener lugar el secretismo y la voz baja, siendo las plazas, los patios vecinales, los mercados, las calles y fuentes, corridas de toros o las tabernas sus tableros óptimos. De ahí el rechazo de los grupos subalternos hacia las decisiones gubernativas que se tomaban en lugares que excluían la concurrencia de la voz del otro, la voz del subalterno. Y de ahí también el miedo de las autoridades, crecientemente gubernativas, hacia aquellos espacios donde el subalterno mostraba su discrepancia contra la innovación llevada a cabo inaudita parte, convirtiendo a menudo las fiestas en las plazas de barrios y pueblos —celebraciones de cofradías, procesiones, corridas de toros o comedias— en una suerte de tribunales populares en los que se actualizaba la controversia como acto político. No es de extrañar, por tanto, que fueran los representantes de la lógica crecientemente gubernativa quienes crearan en la capital y en 1824 —a partir del proyecto ilustrado de Godoy de 1807— la Superintendencia General de Policía, una institución cuyo objetivo se encaminaba a controlar a los grupos subalternos mediante procedimientos expeditivos que transgredían los formatos más jurisdiccionales que seguían rigiendo la acción de los antiguos alcaldes de casa y corte. Era una forma entre otras de controlar a través de la infiltración secreta todos los espacios públicos donde podía tener lugar la política de la controversia17.

De la controversia a las armas

Probablemente fuera la transgresión del juego del lenguaje jurisdiccional o la ausencia de uno de sus jugadores principales, esto es, el rey desde la crisis dinástica y la invasión francesa de 1808, la que llevó a los grupos subalternos a asumir intermitentemente el ejercicio de funciones militares y policiales, movilizándose no solo en forma de guerrillas antifrancesas y antiliberales, sino 17 Las diferencias entre la Superintendencia y los alcaldes de barrios han sido objeto de reflexión de una investigación minuciosa y concienzuda sobre los Voluntarios Realistas; me refiero al trabajo ya citado de París M artín (2009), págs. 49-64.

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también en agrupaciones más articuladas desde arriba como los Voluntarios Realistas o la supuestamente liberal Milicia Nacional. El fenómeno era realmente nuevo en España, pues aunque los derechos y costumbres tradicionales habían podido ser defendidos por la vía ejecutiva, por ejemplo, a través de los regimientos de los Ayuntamientos de villas y ciudades, la insurrección espontánea, autónoma y recurrente de las masas en la política —entendida todavía como acto de restitución de justicia— fue hasta entonces un acontecimiento extraordinario y extraño. No son tan modernos, sin embrago, los fundamentos culturales que dieron lugar a un fenómeno, el de la militarización de los grupos subalternos, que a lo largo del xix se haría casi sistémico. En ausencia del príncipe o ante decisiones de una autoritas que no actuaba como tal, los principios naturales de la sociedad corporativa se activaban y reactualizaban: la carencia de potestad ordinaria del monarca, como fuente última de justicia, y los excesos realistas y liberales de lo que antaño fue la potestad extraordinaria del rey, especialmente las intromisiones en el gobierno interno de las corporaciones, reactivó la vieja noción corporativa que atribuía de jurisdicción al pueblo de cada comunidad por cuanto este había mantenido su capacidad de elegir sus magistrados locales y interpretar el derecho en forma de costumbres como fuente de normativa corporativa. En cierto sentido, se entendía que en ausencia de la encarnación primaria de la jurisdicción, esto es, del rey, los pueblos de cada comunidad podían actuar extraordinariamente, operando como si no se hubiera producido la transmisión de la soberanía al monarca, transmisión reconocida en la interpretación bajomedieval de la traslatio imperii. A fin de cuentas, el origen del señorío era el poder entendido como preservación del orden establecido en cada corporación, un poder que no solo consistía en la capacidad jurídica para resolver controversias o dictar preceptos generales inspirados en un espacio normativo trascendente, sino en el potencial militar para restituir derechos conculcados, entre otros muchos, el gobierno interno de las comunidades, cada vez más intervenido por innovaciones legislativas, tales como la intromisión en el gobierno regimental de propios y arbitrios de los Ayuntamientos con el fin de fiscalizar transacciones que quedaban fuera de la circulación mercantil, la desvinculación de propiedades comunitarias o la desregulación de gremios y comunidades de oficio. Es suma: es muy plausible que esta idea de guerra justa (aquella que la Vieja Europa pangermánica se denominaba Fehde o autoprotección) impulsara los distintos momentos insurreccionales que se produjeron a lo largo del primer tercio del siglo xix . Cabe retrotraer su inicio a la Guerra de la Independencia, cuando numerosos campesinos y artesanos, sobre todo en el mundo

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rural, se levantaron en armas formando guerrillas contra el ejército francés, cuyas prácticas depredadoras para avituallarse en territorio invadido transgredían de manera sistemática los derechos y costumbres comunitarios18. Tal seudomilitarización de las clases subalternas sería asumida por los grupos realistas y liberales, pero siempre con la intención última de reconducir el proceso, tratando de integrar a las guerrillas en formatos más controlables y puestos a su disposición para evitar o incentivar una crisis constitucional que todavía oscilaba entre la conservación del Antiguo Régimen y el surgimiento del Estado-nación. Ahora bien, pese a los intentos de desmovilización de las guerrillas tras la derrota de Napoleón en 1814, los pueblos armados no dejaron de reaparecer en diversas formas y momentos durante todo el período. Lo hicieron de manera espontánea, repitiendo un formato semejante al de 1808, durante las numerosas movilizaciones rurales que jalonaron el período 1820-1823 como consecuencia del restablecimiento —inaudita parte, interpretaría la cultura jurisdiccional— de los decretos de 1813 sobre los cercamientos de tierras y liberalización de los oficios19. Pero también se movilizarían, como se ha señalado, a iniciativa de los grupos dominantes, necesitados de apoyos sociales para la defensa de sus distintos proyectos que se fueron abriendo desde el inicio de una crisis que comenzó siendo dinástica para devenir en constitucional. Cuestión bien distinta es que los grupos subalternos, estigmatizados como sujetos apasionados, interpretaran de la manera deseada por los grupos dominantes sus llamamientos a la movilización. El caso de la Milicia Nacional, instituida durante el Trienio, es bien ilustrativo no solo de esta esquizofrenia reinante entre las elites en torno a la movilización armada de los subalternos, sino, sobre todo, de que el ingreso popular en la milicia no era sinónimo de la réplica de la semántica liberal y sus juegos de lenguaje. Por el lado de la oferta e inspirándose en el reglamento de 1814, la milicia organizada en 1820 tuvo como objetivo reconducir el movimiento guerrillero, eliminando de su seno toda veleidad popular a través de la creación de un cuerpo dúplice de ciudadanos voluntarios, primero, y ciudadanos obligados, después, cuya lealtad al nuevo régimen se basara en la propiedad. Por el lado de la demanda, el recurso al alistamiento obligatorio pone de relieve la escasa identificación de los ciudadanos con la gramática liberal. Por su parte, la milicia voluntaria estuvo fundamentalmente nutrida de propietarios, comerciantes 18 El sustrato local de la guerra de guerrillas ha sido destacado por Tone (1999). Una perspectiva similar es la de Moliner P r ada (2004). 19 Torr as E lías (1976).

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y profesionales convencidos de la necesidad de defender el nuevo régimen. Entre sus filas también combatieron menestrales y campesinos; ahora bien, muchos de ellos se unieron para defenderse frente a la creciente proletarización derivada paradójicamente de la desregulación de los oficios y la desvinculación de la tierra, esto es, en defensa de sus libertades, que no eran otras que las que algunos milicianos identificaban con los derechos y costumbres comunitarios. Es lo que tenía interpretar la noción de libertad liberal con la idea de libertades corporativas en una larga crisis constitucional en cuyos orígenes los pueblos —y no la nación— habían cobrado un renovado protagonismo como cuerpos políticos depositarios —y no confiscadores— de la soberanía mientras la crisis se mantuvo en sus iniciales límites dinásticos20. Algo distinto ocurrió con los Voluntarios Realistas, una organización armada por la monarquía fernandina entre 1823 y 1833 cuyo objetivo era también incorporar la movilización subalterna, pero que, a diferencia del exclusivismo propietario de la burguesía que, por un lado, hablaba en nombre de un nuevo sujeto político homogéneo e indivisible —la nación o el pueblo— y, por el otro, establecía distinciones de carácter socioeconómico más manejables en una sociedad estamental donde la desigualdad se consideraba legítima, reprodujo a pequeña escala una nueva corporación, si bien, militarizada. En efecto, creado por la vía gubernativa, el cuerpo de voluntarios se articuló con una vocación corporativa que, lejos de excluir a los subalternos, los reconocía como miembros potenciales al facilitar su ingreso ofreciéndoles no solo uniformes gratuitos —la Milicia Nacional exigía tal uniforme como tamiz para una selección elitista—, sino también privilegios tan propios del orden corporativo como «exenciones de bagajes, alojamientos y cargas concejiles». La única condición era mostrar «amor» al soberano y «abolir enteramente el llamado sistema constitucional», dejando a disposición de las distintas repúblicas —los pueblos y sus Ayuntamientos— la admisión de voluntarios y el nombramiento de oficiales, lo que suponía reavivar un orden de comunidades yuxtapuestas y jerarquizadas 21. El lenguaje y las prácticas de los que se dotaba a la nueva oferta de militarización popular bien pudieron tener mejor resonancia entre quienes estaban habituados al juego del lenguaje corporativo, según el cual los pueblos de la monarquía no podían ser excluidos de la defensa de la autoritas jurisdiccional ni de sus derechos y costumbres. 20 Sobre las paradojas de la Milicia Nacional durante todo el período véase P érez G arzón (1978), págs. 84, 179-178 y 205. 21 P érez G arzón (1978), págs. 350 y 344.

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De manera que no es de extrañar que en las ciudades —por ejemplo, Madrid— la mayoría de sus miembros fueran oficiales artesanos no atrapados todavía en el lenguaje liberal que de esta manera se vengaban de la ruptura de las reglas que el liberalismo había intentado imponer en comunidades de oficio y gremios. Fue precisamente en el período 1823-1833 cuando las clases subalternas adquirieron un mayor peso como parte del entramado corporativo de pueblos, estados y provincias legalmente militarizado y con el poder suficiente para presionar constantemente en distintos espacios públicos a las autoridades que transgredían costumbres «inmemoriales» o despreciaban prácticas propias de la cultura jurisdiccional, por ejemplo, introduciendo novedades como la Superintendencia de Policía, institución, que como se ha señalado, se sustentaba en un sistema expeditivo de control social que contrariaba el formato judicial tradicional defendido por los Voluntarios Realistas. Lo que parece desprenderse de las acciones armadas de los subalternos —su palabra, como la de la mayoría de los subalternos, se ha perdido o ha sido interpretada por terceros— es la reactualización del lenguaje corporativo a partir del cual los pueblos eran los únicos sujetos políticos y la acción política no era tal sin que hubiera algún tipo de controversia pública en la que las partes implicadas expresaran sus argumentos a favor o en contra de los derechos y las costumbres corporativas. De ahí que les fuera tan ajeno el concepto liberal de revolución según el cual el sujeto —o el Estado— es ante todo un actor que debe precipitar a través de la acción —y no de la contemplación— el desenvolvimiento sin retorno de acontecimientos que se guían supuestamente por un sentido secular de la Historia. Su temporalidad no era la del progreso, como tampoco compartían la antropología individualista vinculada a la idea de una nación conformada por ciudadanos asociados. La acción de los subalternos del primer tercio del xix parece estar más próxima a las lógicas desplegadas en la crisis mientras esta tuvo un perfil más dinástico que cuando devino en una profunda crisis constitucional; más atrapados en la lógica de cuerpos políticos y soberanía divisible que seducidos por la noción de la soberanía como atributo de un único sujeto político —pueblo, nación— identificado con el Estado; más cercanos a la idea de tutela de la soberanía regia que implementaron las numerosas juntas surgidas desde 1808 —y luego en la Junta Central— que a la de confiscación de soberanía que se prefiguró en el Cádiz de 1812. Sin embargo, tampoco estaban por completo envueltos en una noción premoderna de revolución, noción según la cual los eventos discurren de forma circular y los sujetos aparecen como meros replicantes de un mundo que se reitera a sí mismo y al que solo cabe contemplar. Puede que sus conductas

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fueran inteligibles a partir de la idea de retorno a un momento anterior a la conculcación por parte de terceros de derechos y costumbres de origen trascendente, pero para lograr dicho retorno emplearon instrumentos insurreccionales que, por tener un sesgo declaradamente ejecutivo, se asemejaban a la naciente cultura estatal. Y por el camino, es muy probable que la guerra, recurrente durante el siglo xix , fuera perfilando un lenguaje que sobrepasaba los límites de la noción de pueblos posibilitando la construcción de un nuevo sujeto político, la nación, en nombre de la cual se articuló la idea de guerra civil hasta 193622. Los grupos subalternos del primer tercio del siglo xix no solo cambiaron permaneciendo, sino que lo hicieron con una profunda conciencia política. A partir de este supuesto cabe también plantear otra hipótesis de índole historiográfica, a saber: abandonar la manida idea de considerar a las clases subalternas del primer tercio del siglo xix como grupos prepolíticos, noción que, procedente fundamentalmente de Eric Hobsbawn, ha influido de manera sobredimensionada en la investigación sobre los movimientos sociales de gran parte de la premodernidad. El enunciado según el cual lo prepolítico define a los grupos «que todavía no han dado, o acaban de dar, con un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones tocantes al mundo» conserva todavía el tono normativo de un grupo de observadores del pasado que se muestran más interesados en definir cómo debían haber actuado los agentes del pretérito que en tratar de comprender la gramática que articula el sentido de las acciones que aquellos emprendieron en su momento23. En el contexto de crisis constitucional de la primera mitad del siglo xix , los grupos subalternos interpretaron el mundo y actuaron sobre él a partir de lenguajes procedentes de una vieja tradición todavía vigente y para la cual la política consistía ante todo en dar a cada uno lo que en derecho le corresponde a partir de actos deliberativos que exigían escuchar a las partes en conflicto. De manera que, para emprender acciones colectivas, la innovación normativa podía ser condición necesaria, pero no suficiente en una cultura donde el juego controversial era crucial en el reconocimiento de la legitimidad de los cambios legislativos. De ahí que los albores del liberalismo y sus prácticas estatistas tuvieran un despertar tan difícil en el primer tercio del siglo xix , especialmente porque el estereotipo creado en torno al pueblo español era una 22 Pedro Rújula ha sido pionero en destacar la importancia de la guerra en la formación de la cultura política moderna española. Véase R újula (2008), especialmente, págs. 41-63. La relación entre guerra y nación es el núcleo de la interpretación de Molina (2007). 23 Hobsbawn (1983), pág. 11.

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proyección patológica de los deseos de la identidad liberal —su anhelo de reconocer un sujeto político unitario— y de sus miedos hacia la alteridad, lo que abortaba una y otra vez el diálogo con el otro. Algunos actores de aquel momento de crisis constitucional se mostrarían más atentas a la palabra ajena; es el caso del general liberal Evaristo San Miguel, uno de los pocos observadores cuya sensibilidad hacia la palabra ajena, tras años de conflicto abierto en la Península, le llevó a manifestar públicamente que, más allá de una minoría que se consideraba como la «facción que piensa», había un sinfín de poblaciones cuyos usos y costumbres solo podían salir a la luz a través de «conversaciones en que manifiesten su sentir a pecho descubierto». En caso contrario, pronosticaba, el siglo estaría jalonado de desafección y descontento, algo que el carlismo se encargaría de demostrar en el futuro24. Con todo, San Miguel fue una excepción en aquel siglo de quiebra constitucional de la Vieja Europa. La regla general fue contar una historia de los otros en la que sus vidas aparecían como encarnaciones de la contrarrevolución, la reacción o el anarquismo; figuras del desorden, monstruos a los que conjurar. Por eso resulta tan llamativo que la historia de los movimientos populares que transitan entre la premodernidad y la modernidad continúe mostrándose tan deudora de la «historia desde abajo», esa aproximación al pasado cuyos pioneros fueron E. P. Thompson o Eric Hobsbawn y que se enraíza en la interpretación estadial de la vieja Historia Universal de orígenes hegelianos según la cual los acontecimientos se suceden desvelando a los subalternos el carácter aparente de su conciencia prepolítica hasta situarlos frente a la esencia de sus verdaderos intereses, aquellos que producen verdadero movimiento, ahora sí, político. Dicha categorización implica que todo movimiento cuya inspiración no sea secular, para el cual lo trascendente —y su temporalidad— no se haya retirado de la política, es indefectiblemente calificado como un antecedente en un proceso inevitable de separación entre Estado y sociedad civil y, dentro de esta, de segmentación de la economía de mercado, precondiciones para la formación de acciones genuinamente políticas de liberación popular 25. Es comprensible que las interpretaciones de un pasado tan poliédrico e hibridado como el del primer tercio del siglo xix tiendan a ser tentativas. No escapa a ese carácter tentativo el empleo de la categoría subalternidad para abordar la cultura popular (¿culturas populares?) del período, un uso categorial que 24 S an M iguel (1836), pág. 85. 25 Esta ha sido una de las principales críticas de la historiografía poscolonial. Como ejemplo, véase Guha (1983).

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puede acabar obviando otras formas de identificación construidas fuera de las relaciones que definen lo subalterno, por ejemplo subjetividades intra o intervecinales que están en la base de la identidad del sujeto político premoderno cuya subjetividad se construyó a partir de referentes como pueblos, provincias o Estados. Con todo, en un mundo en el que todavía era hegemónica la desigualdad legítima entre los actores sociales, el uso de tal concepto quizá resulte pertinente. Pues, como se ha planteado en este texto, la cultura política de la que participaron las clases subalternas se fundamentaba en una mezcla cada vez más confusa entre la autoritas juridiccional y la potestas del pater familias, figuras cuyo reconocimiento radicaba en hacer justicia o gobernar corporaciones a partir de posiciones sociales jerarquizadas. Puede, como se ha mencionado, que artesanos y campesinos de principios del siglo xix no tuvieran un proyecto político formulado como ideología en el sentido más convencional, probablemente porque su concepción del tiempo no era progresiva y, por consiguiente, su noción de revolución tenía más que ver con la vieja idea de retorno que de desplazamiento de la historia por derroteros irreversibles. Con todo, aquellos subalternos pensaron la polis a su manera y actuaron en consecuencia lo que debió producir verdaderos quebraderos de cabeza, especialmente a muchos liberales y a numerosos intérpretes de nuestros días. Por eso, reivindicar el sesgo político de la cultura popular implica asumir el desafío de acercarse a la ajenidad del siglo xix como alteridad constitutiva y no como la alteridad proyectiva que solo se fija en el otro tras concebirlo como mero prolegómeno de nosotros mismos y nuestras maneras excluyentes de concebir lo político. A fin de cuentas, nuestra idea moderna de lo político, como acción transformadora de una sociedad que consideramos un artificio humano, es solo uno entre los muchos imaginarios colectivos que han tenido lugar en esta provinciana península de Asia que conocemos como Europa 26.

26 Abundo en esta reflexión en I zquierdo M artín (2012).

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