La paternidad imposible de Abraham frente al impulso filicida. Lectura psicoanalítica

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Biblia y psicoanálisis. Lectura psicoanalítica de los textos bíblicos. La paternidad imposible de Abraham frente al impulso filicida Conferencia de presentación de un pequeño curso. Librería La Casa de la Paraula, c/Roselló 154, Barcelona. Dr. Víctor Hernández Ramírez Gracias por venir. La conferencia de ésta noche pretende introducirnos a un pequeño curso sobre una lectura psicoanalítica de la Biblia, o más bien de algunos textos de la Biblia. Esto supone dos cosas de entrada: primero, que tomaremos algunos textos de la Biblia judía y la Biblia cristiana, pero los tomaremos desde una cierta perspectiva. No en tanto textos religiosos o textos sagrados (que lo son), sino en tanto unos textos que han influido de modo decisivo en la cultura occidental. Dicha influencia llega más allá de lo que uno puede imaginar: decía Northrop Frye1, crítico literario canadiense, que un alumno suyo, que era profesor en China, le preguntó cómo podía explicarle a sus alumnos en China la importancia que el cristianismo (y la Biblia, por supuesto) tiene para Occidente? Y Frye le respondió que se podían hacer una idea por medio del marxismo, pues el padre espiritual de Marx es Hegel y el de Hegel es Martin Lutero, que comenzó su reforma con la traducción de la Biblia al alemán 2. Pero además de una influencia cultural, y más bien como efecto de su determinación, los textos de la Biblia nos permiten analizar la estructuración mitológica de las sociedades, tanto de la antigüedad como de nuestras sociedades posmodernas. Esto es algo complicado de explicar, pero mucho más fácil de ir mostrando a lo largo del trabajo de análisis de los textos bíblicos. La segunda cosa a tener en cuenta es que hablaremos de una lectura psicoanalítica de los textos de la Biblia. Una aproximación así implica reconocer la dimensión hermenéutica de toda lectura, es decir que un texto literario no está cerrado sino que permanece abierto hasta que tiene lugar el acontecimiento de su recepción y que en ese proceso ocurren muchas cosas: 

Doctor en psicología (UAB), en ejercicio del psicoanálisis y la psicoterapia en práctica privada. Licenciado en teología (STPM). Despacho: Travessera de Gràcia 45, 5º 1ª, 08021, Barcelona. Telf. 628 665 003. E–mail: [email protected] 1

Northrop Frye, El gran código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia, Barcelona: Gedisa, 1988, p. 20. 2 El filósofo Enrique Dussel ha mostrado, después de una lectura cuidadosa de los manuscritos de Marx, que las categorías fundamentales que produce Marx para redactar El Capital, son categorías que provienen de la Biblia, de raíces semíticas. Cf. su Las metáforas teológicas de Marx, Estella: Verbo Divino, 1993. Accesible en la red: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20120522093403/marx3.pdf

2 el texto despliega un mundo propio, los referentes de la realidad se alteran, tienen lugar a una serie de variaciones imaginativas y el mundo de los significados se diversifica. Pero los abordajes hermenéuticos pueden ser de varios tipos: puede haber una lectura sociológica, desde la antropología, desde los métodos histórico–críticos, desde una clave hermenéutica de género, etc. Pero aquí lo haremos desde una perspectiva psicoanalítica. Y una lectura psicoanalítica de la Biblia no es hacer un psicoanálisis de un texto determinado o de los personajes bíblicos, sino que es otra cosa. Conocemos la lectura psicoanalítica que hizo Françoise Doltó de los relatos del evangelio; lectura en la cual, esta amiga cercana de Lacan, percibe la liberación del deseo inconsciente en los encuentros de Jesús de Nazaret con otras personas. Conocemos también otras lecturas psicoanalíticas que problematizan textos atávicos como los diez mandamientos de Moisés en el libro de Éxodo3, donde vemos que un psicoanalista lee en la Biblia la manera como opera la ley para hacer posible la vida humana dentro de los límites de lo posible y el espacio imaginario del deseo. Lo veremos con más detalle posteriormente. Para esta ocasión, a modo de un ejemplo que nos muestre las posibilidades de una lectura psicoanalítica de la Biblia, propongo que nos centremos en el relato de Abraham, en el libro del Génesis (o Bere’shit, como se llama en hebreo), en lo que se conoce en la narrativa bíblica como “el ciclo de Abraham” 4. Me centraré, sin embargo, en un solo aspecto del relato de Abraham, relacionado con su paternidad y con el filicidio. Esta perspectiva es la opuesta a la manera como Freud abordó el tema de lo religioso, quien se centró en el parricidio. Como recordaréis, en la obra de Freud el parricidio tiene mucha importancia como expresión del deseo en el conflicto edípico. Además Freud también utiliza el parricidio para explicar el hecho religioso y para comprender el origen mismo de la cultura y del derecho en la sociedad5. Me parece que un relato como el de Abraham nos coloca frente a algo que es previo al parricidio y es precisamente el impulso de asesinar o sacrificar a los hijos 6. El ciclo de Abraham: historia que propone confiar en lo imposible El relato bíblico de Abraham es la puesta en escena de lo imposible, de lo auténticamente imposible (no cómo solemos decir banalmente en una 3

Cf. Hugo Dvoskin, De los diez mandamientos a la regla fundamental. Trabajos en psicoanálisis, Buenos Aires: Xavier Bóveda, 1992. 4 El relato del “ciclo de Abraham” se encuentra en los capítulos 12 – 25 del libro de Génesis. 5 Cf. Tótem y tabú (1913), El porvenir de una ilusión (1927) y Moisés y la religión monoteísta (1938). Vols. XIII, XXI y XXIII respectivamente, en la edición de Amorrortu, Buenos Aires/Madrid, 1979 – 1980. 6 En Edipo rey también está presente el filicidio en la figura de Layo, el padre que ordena sacrificar a su hijo para evitar la predicción del oráculo y conservar así el poder como rey de Tebas. Esto nos muestra que el impulso a matar o sacrificar al hijo es determinante en toda la dinámica trágica del relato.

3 respuesta que sólo dice que no: “me es imposible”), para poder plantear, como texto, lo que quiere decir la fe o la confianza. Veamos cómo se relata: Abraham es un asirio o un caldeo (o un amorreo) del valle del río Éufrates que emigra hacia Canaán (hoy Palestina) al responder al llamado de un Dios, cuyo nombre es tan sagrado, que no se puede pronunciar. El llamado (que es una orden) tiene una promesa: será padre de un pueblo muy numeroso y su nombre tendrá tal fama que servirá de bendición para todas las naciones. Pero ocurre que Abraham tiene una esposa que es estéril, no puede tener hijos. Aquí comienzan los imposibles: ¿cómo se puede ser padre de un gran pueblo si no se puede tener siquiera un hijo? El texto no deja de desplegar todo tipo de contradicciones a la mentada promesa de paternidad: Abraham es ya muy viejo para comenzar una familia (tiene 75 años cuando sale de Harán); comienza una vida errante que le expone a todos los peligros, junto con los suyos. Por otro lado, es un viajero que lleva la afrenta de ser un hombre maldito, pues no tenía hijos y para los antiguos nada expresa la bendición más que aquello que se relacione con la vida, la vida posible ahora y en el porvenir (eso son los hijos). Por tanto, un hombre sin hijos era un hombre maldito. Y una mujer sin hijos, como es el caso de Sara, era considerada la portadora de una maldición, pues la esterilidad se atribuía a la mujer en el mundo antiguo. Ya de entrada, la situación que despliega el texto narrativo nos coloca frente a una cuestión que el psicoanálisis abordó desde Freud, pero en sentido contrario, la relación polémica y ambivalente en el vínculo paterno/filial. En los textos freudianos sobre lo religioso siempre aparece la cuestión del parricidio, en el mito primordial creado por Freud en “Totem y tabú” en 1913, donde el grupo de hijos expulsados del clan se agrupan para asesinar al padre. También aparecen los deseos parricidas, más atenuados, en el conflicto edípico donde el padre es envidiado y odiado por estar en el lugar del rival a eliminar, para poder acceder al objeto del deseo, es decir a la madre. Sin embargo, en el relato de Abraham estamos frente al deseo de la parentalidad y por tanto, como veremos más adelante, estamos frente al impulso filicida que llevaría al padre al sacrificio del hijo deseado. Pero vayamos por partes, y si hablamos de deseo en la parentalidad cabe preguntarse ¿por qué hay deseo del hijo/a, dicho esto en una sociedad donde parece que la llegada de los hijos tiene que asociarse con el “deseo”, algo así como decir “hijo deseado es un hijo feliz”? ¿Qué pasa si analizamos ese “deseo” que aparece reforzado por la cultura tocada por el dedo de Freud y que nos hace suponer que la parentalidad requiere una llana aceptación de la llegada de los hijos? ¿Acaso el deseo de tener hijos no se asocia también con los impulsos de posesión y consumo o con el deseo de poder asociado al

4 prestigio y a un legado? ¿Acaso podemos decir que nuestras sociedades no son filicidas cuando las guerras muestran lo contrario? Pero volvamos a nuestro relato, al mundo de la interminable espera que se encarna en la historia de Abraham y Sara. Es una historia donde todo se conjunta para hacer imposible la promesa dada a Abraham, ya no sólo porque es viejo y su mujer estéril, sino porque además, no se puede echar mano de los recursos que permitirían paliar la falta de un hijo propio. Así, vemos que Abraham ya hace de “padre” de un sobrino, huérfano de padre, que le acompaña en su peregrinaje, pero en un momento dado se tienen que separar y Abraham le propone a Lot que elija donde quiere vivir; hay aquí un acto generoso porque Abraham renuncia a la filiación que sujetaría a Lot como obligado a perpetuar el nombre de Abraham y le “deja marchar”. Lot elegirá irse al valle del Jordán más fértil, a la ciudad de Sodoma. Más adelante, cuando Dios le confíe a Abraham que irá a juzgar la maldad de Sodoma, Abraham intercederá por esa ciudad, en un relato íntimo y divertido, todo un juego de “regateo” con Dios, seguramente por causa de su sobrino amado, pues allí vivía Lot. Pero otro recurso posible en su cultura es la “adopción” de hijos, que no es otra cosa que la apropiación del hijo de una esclava, en este caso la esclava particular de Sara, la esposa. Es la historia de Agar, la esclava egipcia que da a luz “en las rodillas de Sara”, lo que equivale a decir que legalmente la madre será Sara. Sin embargo, nuevamente las cosas se tuercen, más de una vez, y se vuelve imposible que Abraham tenga ese hijo prometido. Lo que pasa es lo siguiente: surgirá una rivalidad entre Sara y Agar, desde el embarazo de ésta última y Agar será objeto de crueles injusticias, junto con su hijo. Aquí es donde vemos la manera como operan los impulsos filicidas: primero como maltrato de la embarazada en tanto esclava (seguramente una egipcia de una familia pobre, que en extrema pobreza no tenían más remedio que darse en esclavitud para sobrevivir), según el capítulo 16 de Génesis; aquí están involucrados ambos padres adoptantes, Abraham con su pasividad y Sara desde su posición de dueña y señora. En el relato, Agar es salvada por el mismo Dios que llamó a Abraham, e incluso es ella quien mira a la divinidad, en el extremo de una vida que se halla en el exilio mortal del desierto. En esto el relato muestra algo que es propio de los textos bíblicos: el Dios bíblico no puede ser visto, pero se le percibe por medio del más desgraciado, en los condenados de la tierra. Ese Dios no visible salva al hijo de Agar y le promete que será un hijo libre, padre del pueblo árabe. Aquí vemos cómo el deseo parental no se asocia netamente con un sujeto, ni siquiera con un sujeto imaginario (¿quién es el hijo o la hija que deseamos como porvenir de nuestras ilusiones?). El deseo parental se inscribe, se

5 enmaraña con las condiciones de su posibilidad: es por eso que el nombre del padre (nombre de los padres) se perpetúa en el hijo, es allí donde se liga el derecho que permite tener propiedades y se define la herencia, es en los hijos que se configura una validación de aceptación social e incluso de fama y veneración por parte de los demás (ser “hijo de” supone eso, precisamente). En la historia de Abraham, la imposibilidad de su paternidad se enreda con esas condiciones y, por ello, vemos cómo operan los celos, la amargura, la envidia, la rivalidad, las evasiones, la crueldad, pero siempre dentro de un mundo donde son cosas naturales la esclavitud 7, el lugar subordinado de la mujer, el nombre del padre, la herencia ligada al varón. Son tales condiciones las que determinan el poder “caminar con hijos” (ésta es una frase de reproche que le hace Abraham a Dios). La imposibilidad de la paternidad se acentúa a cada paso del camino de Abraham: es viejo cuando sale de la tierra de los Caldeos; es aún más viejo (86 años) cuando tiene a Ismael (Gn 16:15,16), es decir con escasas posibilidades de proteger a su familia; y cuando Abraham tiene casi 100 años, Dios le dice que la promesa se cumplirá con un hijo que tendrá con Sara, quien ya tiene unos 90 años (Gn 17:17). Es la manera como la Biblia lleva lo imposible todavía más allá, porque además el relato no esconde lo irrisorio que resulta aquello: un viejo que no puede tener hijos y hace un pacto como si fuera el jefe de una gran nación (por eso se circuncida ¡a los 99 años!), una vieja maldecida que ha vivido estéril toda la vida y que tiene un nombre ligado a la realeza (Sara, Saray, significa “princesa”), pero a una realeza sin futuro alguno. Abraham se ríe porque, ¿qué otra cosa podía hacer delante de tanta imposibilidad? Abraham ríe, pero sigue haciendo algo sumamente extraño: se fía de ese Dios que le viene prometiendo una paternidad más allá del absurdo. El deseo de parentalidad como eslabón al porvenir Aquí me gustaría hacer una pausa reflexiva, frente a esta historia imposible para tener hijos, para plantearnos la cuestión ¿qué hay en el deseo parental que pueda generar una esforzada dedicación hacia los hijos que vendrán? ¿Cómo podemos saber que ese deseo no es más que el cumplimiento de un mandato cultural que nos exige un cierto deber? ¿Cómo se genera esa disposición para darle cabida a un ser desconocido, o a más de uno o una, a un mundo que por regla general sabemos que no es hospitalario? Y, aún más, cómo se puede ir más allá, si es que eso fuera posible, de las ilusiones narcisistas que hacen de los hijos una proyección de sí mismo, de las 7

Conocemos estas situaciones en la antigüedad: así, el Código de Hammurabi estipula, en el párrafo 146, que la esclava que haya concebido de su dueño un hijo se deje llevar por eso para equipararse a su señora, como pena debe ser rebajada a su condición servil anterior. Citado por Gerhard Von Rad (1982), El libro del Génesis, Salamanca: Sígueme, p. 235. También cf. Proverbios 30:23, que muestra situaciones semejantes, que resultaban enojosas para el mundo antiguo.

6 aspiraciones frustradas? ¿Cómo no hacerles depositarios de los traumas no resueltos o de las miserias que se juegan en las relaciones de poder que atraviesan nuestra posición en la sociedad? Es cierto que hoy día vivimos unas nuevas condiciones y una configuración diferente en la manera como se educa a los hijos. Muchas veces son ellos el centro de atención al punto de que los padres operan como auténticos sirvientes del bienestar de los “reyecitos o princesas”. Pero, ¿hasta dónde, esta configuración, no refleja las ilusiones narcisistas de los padres que suponen que sus hijos son unos auténticos herederos (que heredan en vida) de lo que ellos ganan con su esfuerzo? Por otro lado, es cierto que los hijos hoy día viven en una red de relaciones más fragmentadas, donde el tiempo que pasan con adultos que “fungen” de padres está repartido en una red y no en una comunidad, es decir en algo más fraccionado y que, en todo caso, se unifica por imágenes de video y fotos. Los niños ya crecen de manera real en un mundo virtual. Es tales condiciones, posmodernas digamos, ¿qué significa el deseo de tener hijos para quienes lo afrontan y cómo se generan los equívocos de ese mismo deseo? Hemos de tener en cuenta que los hijos que llegan son la expresión de un poder, de una capacidad ligada a la vida por venir. También es por eso que generan todas las angustias y temores atávicos. En el mundo de la Biblia, los hijos son “hijos del vigor”, porque generalmente eran hijos tenidos de la juventud: “como flechas en manos de un guerrero, así son los hijos tenidos en la juventud”, dice el Salmo 127:4. Pero en nuestra sociedad, concretamente en Europa, los hijos se tienen con mayor edad, cuando son mejores las condiciones materiales pero menores las fuerzas y el atrevimiento. En todo caso, los hijos siguen siendo el único eslabón posible para el futuro, para lo que se considere el mundo posible en el porvenir. La paternidad realizada: el deseo (auto) impuesto y el deseo liberado Volvamos al relato bíblico de Abraham, cuando por fin llega el hijo prometido. Antes de ello, tenemos una escena donde Dios visita a Abraham en su tienda en Mamré: son tres visitantes, a quienes Abraham agasaja como huéspedes y, en la tertulia posterior a la comida, le reitera que al año siguiente su esposa Sara tendrá un hijo. Esta ocasión es Sara quien se ríe. El texto lo dice así: “Sara se rió por lo bajo pensando: Cuando ya estoy seca, ¿voy a tener placer, con un marido tan viejo?”8 (Gn 18:12). Y Dios le pregunta por qué se ha reído,

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La palabra “gastada” es una expresión hebrea, balá, que aplica a los vestidos viejos que se hacen jirones. El término “placer” es ‘edná, que se refiere a la voluptuosidad sexual. Cf. Von Rad, op. cit., p. 254.

7 ella lo niega pero Dios le insiste “te has reído”. Por eso el hijo que, efectivamente llegará al siguiente año lleva por nombre Isaac, risa.9 ¿Podéis advertir el guiño del texto? Es cuando ya no se espera el hijo, cuando se ha renunciado al deseo de maternidad/paternidad que tiene lugar el embarazo de Sara. Todos hemos escuchado esas historias de parejas que se estresan por tener un hijo que no llega y, cuando ya no lo buscan más, llega; o cuando adoptan un hijo y entonces la mujer queda embarazada. Pero en el texto también está presente el juego del placer, de la voluptuosidad que se libera de la atadura del deber hacia la procreación. En eso consiste la risa de Sara, una mujer posiblemente amargada por largos años de expectativa para que fuera madre de multitudes y no era más que una mujer seca. Pero el día que ella logra reírse, entonces se libera otro deseo que ya no es el deseo impuesto por la exigencia de la parentalidad. Y, sin embargo, eso hace posible que ocurra lo que era absolutamente imposible: que se embarace una vieja de 90 años. Evidentemente, aquí se podría pensar en la noción de “goce” de Lacan, precisamente porque se trata de Sara, de una mujer y porque en la reflexión lacaniana la mujer es capaz de un goce suplementario o distinto, desprendido de toda referencia biológica y sin límites. Para Lacan eso podía advertirse en la contemplación del “Éxtasis de Santa Teresa” de Bernini, bellísima escultura que se halla en la iglesia de Santa María della Vittoria, en Roma. Con ello Lacan quiere dejar claro que ese goce, ese goce femenino, aún cuando pueda estar más allá de todo límite o fuera del ámbito simbólico de la castración, es un goce del que no se puede saber nada10. La paternidad como amenaza: ¿el porvenir exige un filicidio? Pero la llegada del hijo no es un final sino un inicio. Cuando llega el hijo de la promesa, Isaac, llegan también los temores atávicos y se desatan los demonios que ofrecen garantías para el porvenir. Tenemos todavía dos relatos macabros, si queréis, o cuando menos espeluznantes, ligados a la paternidad de Abraham. El primero es el exilio, el envío a la muerte de su primer hijo, Ismael. La escena es una fiesta de cumpleaños, diríamos nosotros. Era la fiesta del destete de Isaac (hacia los 3 años de edad), y Sara mira que Ismael juega con su hermanito Isaac11. Entonces ella toma una maligna decisión: va con Abraham y

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Yishak viene de sahak, reír, risa.

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Jaques Lacan, El Seminario. Libro 20. Aún, Barcelona: Paidós, 1981. El biblista Luis Alonso Schökel presenta una extensa argumentación para demostrar que en el verso 21:9, se ha de traducir mesaheq como “jugando”, Ismael jugando con Isaac, cf. 11

8 le dice: “Expulsa a esta sierva y a su hijo, pues no heredará el hijo de ésta sierva con mi hijo, con Isaac” (Gn 21:10). En el texto hay un contraste entre el padre y la madre: Abraham hace la fiesta, se alegra, celebra la inmensa alegría de ser un padre de dos hijos, en su vejez; en cambio Sara es la madre agridulce, la que rompe la inocencia del juego de los hermanos y propone el exilio mortal, porque tiene miedo de esa confianza y del porvenir para su hijo, tiene miedo que sea el segundo, el hermano menor o el empequeñecido. Esto le duele mucho a Abraham, por que ama a su hijo Ismael. Pero aquí viene lo más extraño, lo insólito: Dios se pone del lado de Sara y apoya su cruel exigencia. El texto no da más explicaciones que el propósito de Dios de que sea Isaac el hijo de la promesa, quien prolongará la descendencia de Abraham sobre la tierra. Tan sólo parece que los impíos celos de Sara coinciden con el proyecto de Dios. Hay una escultura de George Segal, de 1987, que se titula “Abraham’s farewell to Ishmael”12 y que representa la escena de la despedida: Abraham abrazando a su hijo Ismael, Agar comenzando a marcharse, sin nada más que un pequeño bolso y, medio escondida, la figura malévola de Sara.

Aquí podríamos regodearnos en la insistencia sobre la terrible injusticia de este Dios que se pone del lado de Sara, pero el texto bíblico todavía nos guarda otra sorpresa sobre lo que puede esperarse, o no, de Dios.

¿Dónde está tu hermano? Textos de fraternidad en el libro del Génesis, Estella: Verbo Divino, 1997, pp. 89 – 96. 12 Se halla en el Art Museum Miami, http://www.pamm.org/collections/abrahams-farewellishmael

9 En todo caso, podemos aquí volver a plantearnos la paternidad, ya no como deseo sino como despliegue de ese deseo en la crianza de los hijos, es decir cuando los hijos llegan y se ponen en juego todas las fuerzas al servicio de la supervivencia y del dominio, ya no en aras de uno mismo, ni siquiera para los otros, sino al servicio de unos pequeños seres que representan el porvenir, la generación que nos sucederá. Y es aquí donde vemos también el despliegue de las agresiones y las defensas guerreras, las previsiones egoístas y los celos que se anticipan a todas las posibles desigualdades futuras. Es entonces cuando, delante del mismo crecimientos de los hijos, se ponen en juego las mayores miserias y mezquindades de que somos capaces, de modos que llamamos naturales y que reproducen las condiciones de clase y de etnia, de poder y de competencia. Delante de la crudeza del texto del Génesis, en el relato de la fiesta que termina en tragedia (pero luego Agar e Ismael serán rescatados en el desierto) tendríamos que preguntarnos en qué medida, nuestros esfuerzos educativos y los cuidados y protecciones hacia nuestros hijos no son formas de parentalidad que están atravesados por los mismos impulsos filicidas que nos muestran Sara y Abraham, e incluso Dios, que se pone del lado de Sara. La paternidad enloquecida: cómo se detiene el filicidio El relato del Génesis, que nos ha llevado por un largo camino de imposibilidades para que sea posible una paternidad en Abraham, y cuando todo podría concluir en un final feliz, porque Isaac es ya un muchacho, pero no ocurre así. El capítulo 22 de Génesis tiene uno de los más oscuros y terribles relatos asociados con la paternidad de Abraham: el sacrificio de Isaac. El relato es preciso y directo: Dios pone a prueba a Abraham, lo llama y le ordena tomar a su hijo, llevarlo a cierto lugar y sacrificarlo en uno de los montes de allí. Abraham obedece: lleva a su hijo, lleva todo lo necesario y hace un viaje de 3 días. En el camino, Isaac le pregunta ¿dónde está el cordero para el sacrificio a Dios? Y Abraham le dice “Dios proveerá”. En el lugar indicado, Abraham construye el altar, apila la leña, ata a su hijo y toma el cuchillo para degollarlo. Entonces le habla el ángel de Dios y le detiene, le reconoce como “temeroso de Dios” porque no le ha negado a su hijo, su único hijo. Este es el relato que ha inspirado, desde el escándalo de un Dios que pide el sacrificio de los hijos, textos como el Temor y temblor de Sören Kierkegaard o largas consideraciones teológicas sobre la entrega y el sacrificio, por ejemplo en el tárgum judío, respecto a este texto conocido como la Aquedá (“atadura”). Hay quienes han querido defender al Dios que pide el sacrificio de los hijos, porque ciertamente los sacrificios humanos fueron parte de las culturas antiguas, en el mundo de Mesopotamia y en las culturas cananeas, donde se

10 asentó Abraham. Pero el texto dice lo que dice: Dios prueba a Abraham y tanto le pide el sacrificio de su hijo, como le impide que lo mate. ¿Qué voz era aquella voz que ordenaba a Abraham asesinar a su hijo amado? ¿Y era otra o era la misma voz la que le impidió consumar el filicidio? ¿Cómo puede aparecer una palabra que diga “no” al impulso filicida, en tanto origen de la prohibición con respecto a un deseo destructivo? ¿No hallamos en éste relato la expresión de ese deseo filicida que se estructura sobre la pretensión de sobrevivir al tiempo e imponerse sobre todos los enemigos? Precisamente es aquí donde hemos de considerar lo que se juega, ya no en el deseo de tener hijos, sino en el supuesto despliegue de ese deseo, es decir en el tenerlos en tanto una supuesta realización de nuestro narcisismo, de nuestra pretensión de dejar un legado y de garantizar el porvenir, no a toda una generación que nos sucederá sino a los herederos de nuestro nombre. En todo este trabajo de cuidado de los hijos cuando crecen, se instala también la procuración de su porvenir, es decir se construyen modos de hacer y estar en el mundo que pretenden asegurar el futuro para esos hijos, pero se hace desde la voz que nos pide el “sacrificio de Isaac”, es decir el sacrificio del débil, del que no se resiste, del hijo que no es todavía un semejante porque no puede hablar por sí mismo. Esto es lo que un psicoanalista, al menos en mi caso, oye en el relato de la Aquedá: hay alguien que camina bajo la tutela de Abraham y que guarda silencio. Para un psicoanalista los silencios pueden ser muy importantes, a veces son elocuentes, otras veces son el simple desgarro de un discurso, y en ocasiones son una palabra o un clamor acallado. El portador de ese silencio es Isaac y cuando habla, llama a su padre. Pregunta por el cordero para el holocausto, sospecha que será el mismo, pero no dice nada más. Su sospecha es que para cumplir con el deseo de su padre habrá un precio, una moneda de cambio, y él es esa moneda. Pero ¿qué es el deseo del padre, del que todo hijo o hija se siente depositario? ¿Es el orden de un linaje, el mandato de su cultura, las exigencias de su sociedad? ¿Hasta dónde hay que sacrificarse por esas “consignas no escritas”, pero inscritas en el vínculo de sucesión? ¿Y Abraham? ¿Qué padre, que paternidad hallamos en Abraham? Me parece que Abraham es el padre que no puede serlo. Es curioso, pues su nombre significa precisamente “padre”, “padre [que es] enaltecido”, “padre [que] ama”. Y, sin embargo, en casi toda la vida adulta de Abraham esa paternidad es tan sólo una amarga promesa. Es como un padre imposible, pero que en dicha imposibilidad aprende a confiar, aprende algo extraño, muy extraño, que se llama fe, que para los antiguos tenía la solidez de una fidelidad a lo largo de todas las vicisitudes de la vida.

11 Entonces, cuando Abraham por fin se realiza como padre, con el hijo prometido, es cuando vemos los efectos de una parentalidad que se encamina al sacrificio del hijo. Me parece que el relato condensa perfectamente la ambivalencia que tan claramente ha reconocido el psicoanálisis en todos los vínculos afectivos más determinantes, como es la relación paterno-filial. En dicha ambivalencia son ineludibles los efectos que el amor-odio genera, que no es otra cosa que la coexistencia en el amor de fantasías amenazantes y destructivas. Del mismo modo, el relato nos permite ver las operaciones de la nominación, es decir los deberes que impone el acto de nombrar a los hijos con todo el mandato cultural que eso supone. Pero los efectos de nominar como padre no son nada sencillo, pues hay los efectos no buscados o atados a una pulsión libidinal que se transmite de una generación a otra. No son pocas las ocasiones en que el vínculo paterno-filial conlleva destinos funestos que parecen operar casi como “maldiciones gitanas”. Cuando Lacan habla del “nombre-del-padre” nos remite al significante fundamental que establece el límite, que inscribe en el orden simbólico, y con ello rompe con toda pretensión ilusoria de tener control sobre un porvenir invocado en la nominación de los hijos. Lo diría de un modo muy simple: los hijos son para que se vayan, para que marchen, para que sean libres. Así se detiene el filicidio, en el padre que se niega a devorar a los hijos, en el padre que los entrega a la promesa, porque se autoimpone un límite a la desmesura. Si Abraham es padre, y en un sentido mítico – simbólico aparece como el origen de toda paternidad posible, es porque le resulta imposible serlo en el sentido de generar un nombre poderoso, de tener hijos que representen un legado. En ese sentido del límite, Abraham no es el padre primordial, sino el padre periférico, el padre que escucha la voz de un Dios también marginal pero que es trascedente de modo radical, porque le llama y le promete la fertilidad y no la felicidad. Abraham, cuando establece un vínculo de confianza con ese Dios bíblico, elige el camino de la libertad, es decir el camino de la vida, aún a riesgo de no perpetuar su nombre. Sólo así, y suponiendo que lo haya logrado, el nombre de Abraham logra ser sinónimo de bendición para todas las naciones y no solamente para su linaje.

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