La lengua española en su historia y su geografía

September 29, 2017 | Autor: F. Moreno-Fernández | Categoría: Dialectology, Sociolinguistics, Language Variation and Change, Spanish Linguistics, Hispanic Linguistics, Spanish Language
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LA LENGUA ESPAÑOLA EN SU HISTORIA Y SU GEOGRAFÍA FRANCISCO MORENO FERNÁNDEZ Universidad de Alcalá [email protected] ISBN: 84-9822-495-0 Madrid: Liceus. 2006

ESQUEMA 1. La lengua española en su historia El español como lengua milenaria Los contactos lingüísticos peninsulares La expansión de la lengua española La estandarización del español 2. La lengua español en su geografía 2.1.

Perfiles geográficos del dominio hispánico

2.2.

El español como lengua de un extenso dominio

2.3.

El español como lengua unida y diversa

Introducción La lengua española ha existido en contextos muy diferentes y coexistido con variedades lingüísticas muy diversas: lenguas de la misma familia o de familias muy ajenas, lenguas orales o de poderosa cultura escrita, variedades locales o de extensa geografía. En contacto con todas ellas, el español hay ido construyendo una marcada personalidad y sus hablantes, unas identidades sociolingüísticas que no son uniformes, pero que permiten reconocer claramente un aire de familia. Por otro lado, así como la lengua española dispone de una forma interior que se corresponde con la cultura de sus hablantes y su visión del mundo, también los hablantes han determinado algunos de sus rasgos formales y de sus patrones de uso, recurriendo a mecanismos políticos y de planificación. Una adecuada comprensión de la sociolingüística de la lengua española exige conocer sus características esenciales en la historia y en la geografía, si bien los aspectos que merecen una atención más detenida tienen que ver con la historia

social de la lengua – con su historia externa –, los relativos a los contactos con otras lenguas y los que afectan al uso del español en las sociedades de su dominio. La historia social de la lengua nos lleva a comprender las situaciones sociolingüísticas que el español ha conocido en las distintas etapas de su existencia, desde su nacimiento a su consolidación como lengua internacional, y la incidencia que en él ha tenido la planificación y la política lingüísticas. Los contactos con las lenguas circunvecinas han sido, por su parte, factor esencial en la constitución del español y de sus variedades, mientras que el uso de la lengua se ha manifestado en modalidades geolingüísticas y sociolingüísticas que han dado diversidad a la lengua, sin quebrantar su fundamental unidad. 1. La lengua española en su historia El nacimiento del castellano fue paralelo al de las demás variedades románicas de la Península, variedades que primero recibieron el nombre genérico de romances y posteriormente fueron particularizándose como gallego (gallegoportugués), leonés (astur-leonés), riojano, navarro, aragonés, catalán y, por supuesto, castellano, todas ellas surgidas desde el latín de Hispania. Sabido es que las lenguas no emergen en fecha exacta ni con partida de nacimiento, por eso la dificultad de datar su antigüedad e incluso de determinar cuáles son sus primeros testimonios. Por otro lado, en el momento de su gestación, tan importantes como la configuración y el dinamismo de la propia lengua emergente, son las influencias que recibe de las modalidades lingüísticas con las que tiene contacto, factor este que también afectará a la evolución subsiguiente. Poco a poco, conforme las lenguas van ampliando sus mecanismos lingüísticos y sus horizontes comunicativos, van cumpliendo funciones sociales de distinto orden, pudiendo convertirse en vehículo de la más refinada expresión literaria, así como en instrumento de la política y de las instituciones sociales. Todos estos aspectos – gestación, contactos, dimensión política y desarrollos sociolingüísticos – son los que ahora comentaremos a propósito de la historia de la lengua española (Lapesa 1980, Menéndez Pidal 1972, 2005). 1.1. El español como lengua milenaria La condición de lengua milenaria es atribuible a muchas lenguas del mundo, aparte de la española, pero no por ello deja de ser trascendente. Esa longevidad significa, por un lado, que la lengua ha sido instrumento de comunicación útil para

una comunidad de hablantes durante un tiempo considerable, con lo que ello supone para la consolidación de su uso en ámbitos comunicativos muy diversos; por otro lado, significa que la lengua ha tenido que adaptarse a muy diferentes circunstancias culturales, políticas y sociales, a partir de las cuales ha podido enriquecer todos sus recursos lingüísticos, desde los léxicos a los pragmáticos. El origen del castellano se sitúa en la época en que los hablantes de latín visigótico de la Península (siglos VI-X) dejan de reconocerse como hablantes de latín y adquieren conciencia de la peculiaridad de su lengua cotidiana (Wright 1989). Esa conciencia tuvo que alcanzarse a propósito de la lengua hablada, pero la constancia nos ha llegado a través de la lengua escrita. En efecto, mientras el uso del latín – un latín arcaizante, formal, literario – era habitual en los escritos de contenido elevado, tanto de materia política como religiosa, en la comunicación con fines no literarios iban aflorando manifestaciones textuales que sus emisores ya no reconocían como latinas (Cano 2004). Las primeras manifestaciones escritas de las lenguas románicas – incluido el castellano – fueron, en gran parte, textos de naturaleza pública, como los fueros y las crónicas, ligados a la esfera del poder y de carácter jurídico o político, pero también hubo textos de naturaleza privada, redactados con un fin utilitario e inmediato, sin la idea de darles como destino la lectura pública y general. Aquí se encuadran las glosas (la glosas emilianenses, las glosas silenses) que se anotaban en los márgenes de los códices redactados en latín, los listados de objetos o productos, como la “Nodicia de kesos” (relación de suministros para la despensa de un monasterio), los borradores de textos, las cartas o los testamentos privados. Los autores de esos textos fueron generalmente monjes o notarios, dado que los lugares de escritura más habituales fueron los monasterios, las cancillerías y los ambientes jurídicos. Los cenobios tuvieron una gran importancia en la conservación y difusión de la cultura durante la Alta Edad Media, puesto que allí se encontraba un buen número de individuos capaces de dominar la lengua escrita: primero en latín; finalmente en romance. El hecho es decisivo en una época de analfabetismo casi generalizado. Los documentos a los que se acaba de hacer referencia nos sitúan hacia el año 980, en el caso de la “Nodicia de kesos”, y hacia 1050 para las glosas emilianenses. Han transcurrido, pues, mil años de historia de una lengua que en su origen ocupaba una porción del Norte de la Península Ibérica, flanqueada por las hablas astur-leonesas, al Oeste, y navarro-aragonesas, al Este. Naturalmente, el castellano, como toda lengua natural, ha evolucionado y cambiado de forma palmaria en el último milenio, sin embargo llama la atención el alto grado de

inteligibilidad de la lengua antigua por parte de los hablantes modernos, cuando son relativamente cultos. 1.2. Los contactos lingüísticos peninsulares El conde castellano Fernán González desgajó su condado del histórico Reino vecino de León en un proceso de independencia que culminó en 1037 con la creación del Reino de Castilla. Las primeras tierras castellanas se ubicaban en la confluencia de Burgos, Cantabria y Guipúzcoa. Castilla fue tierra de fronteras cristianas y de fronteras musulmanas, tierra de contactos de gentes y de lenguas. Sus dominios fueron poblados por cántabros y vascones y ello se tradujo en la formación de una variedad romance diferenciada del leonés y del navarroaragonés, pero que compartía elementos con ambas. Al mismo tiempo, en esta variedad se dejó sentir la proximidad del vasco, en forma de transferencias lingüísticas. Así, el reducido número de vocales vascas – como el de otras lenguas prerromanas – contribuyó a la desfonologización de las oposiciones vocálicas del latín (vocales largas y breves, después abiertas y cerradas), influyendo en el hecho de que el castellano acabara contando con tan solo cinco vocales, frente a las siete del catalán, por ejemplo. Por otro lado, el vasco también pudo contribuir a que alcanzaran el rango de fonemas en castellano ciertos sonidos sibilantes que no existían en latín (Echenique 1987: 72). La suma de cruces e influencias lingüísticas confirió al castellano, en su gestación, un carácter de koiné, de variedad de compromiso. Ángel López sostiene en su libro El rumor de los desarraigados (1985) que el castellano se originó como una koiné de intercambio entre el vasco y el latín, de modo que su aparición tuvo mucho que ver con la creación de una herramienta básica de relaciones sociales. Esa herramienta se difundió muy rápidamente, precisamente por su carácter koinético e instrumental. Emilio Alarcos, por su parte (1982), también piensa que el dialecto rural de Cantabria fue en su origen una especie de lengua franca utilizada por los hablantes vasco-románicos. Esta forma de interpretar el nacimiento del castellano y su rápida difusión por el Norte contrasta con la hipótesis que lo presenta como la lengua de un pueblo que hizo valer su hegemonía política y militar a partir del siglo XI y al que se rodea de una mitología y una épica deslumbrantes para la época (Menéndez Pidal 2005). Por otro lado, contrasta con la hipótesis que interpreta la evolución del castellano como un proceso de desarrollo puramente interno (Gimeno 1995: 123).

Además de los importantes contactos con el vasco, el castellano de la época de orígenes recibió la influencia de las variedades del Norte de los Pirineos, muy especialmente del provenzal, que tuvo una importante dimensión literaria, junto a la puramente lingüística. Pero no fue esta la única influencia externa, porque la prolongada presencia del árabe en la Península, desde el siglo VIII hasta el siglo XV, en distintos niveles e intensidad, también se hizo patente en los usos lingüísticos. En la Península dominada por los musulmanes, las fronteras lingüísticas eran más bien fronteras interiores, en las que los contactos lingüísticos (latín-romanceado o romance / árabe / hebreo / bereber) se producían en el seno de la misma sociedad musulmana, ya fuera rural ya fuera urbana. Estas fronteras interiores, estos contactos en el seno de las comunidades de al-Ándalus, condujeron a la creación de variedades que acusaban intensamente la presencia de elementos de la otra lengua. Uno de los ejemplos más claros es el romance andalusí, también conocido como mozárabe. Federico Corriente (2004) explica con toda claridad que los mozárabes emigrados al Norte tras las conquistas cristianas son los que introdujeron arabismos que denominaban conceptos inexistentes e innominados en romance y con los que ellos estaban familiarizados por su conocimiento de la cultura arábigo-islámica. Las lenguas romances del Norte recibieron desde el Sur algunos arabismos cultos (a través de las traducciones de obras científicas), muchos andalucismos (voces del árabe de al-Ándalus), bastantes romancismos mozárabes y voces híbridas arábigo-romances. Por otro lado, en un epígrafe dedicado a los contactos lingüísticos del castellano – especialmente en sus primeros siglos de existencia – es imprescindible concederles la importancia que merecen a los contactos con las demás lenguas románicas de la Península: en un primer momento, gallegoportugués, leonés, navarro-aragonés y catalán; posteriormente, cuando leonés y aragonés fueron absorbidos por el entorno sociolingüístico castellano, el portugués, el gallego y el catalán. No hay error si se afirma que la configuración lingüística de estas lenguas, por muy independientes y diferenciadas que sean, no puede entenderse sin su coexistencia con el castellano, como tampoco se tendría una visión cabal del castellano si se prescindiera de las influencias (transferencias y convergencias) procedentes de las demás lenguas peninsulares. 1.3. La expansión de la lengua española El extraordinario crecimiento del prestigio del castellano, desde la Baja Edad Media, y especialmente desde el siglo XVI, ha sido uno de los temas que más ha

interesado a los historiadores de la lengua española. La interpretación que hacen los lingüistas de ese crecimiento es clara: se debió a factores extralingüísticos y su resultado fue la formación de una lengua nacional. Uno de los factores extralingüísticos más relevantes fue la demografía: en 1348, época de la peste negra, Castilla tenía entre 3 y 4 millones de habitantes; la corona de Aragón, 1 millón y Navarra, 80.000 almas (Comellas y Suárez 2003). También fue un factor destacado la economía: Castilla se asomaba a dos mares y alcanzó una fuerza humana y económica superior a la de los otros reinos; desde Sevilla se establecieron relaciones comerciales con el Norte de África, que permitieron la entrada de oro y el desarrollo de una incipiente fuerza naval; además, los banqueros genoveses fueron aliados de Castilla desde mediados del XIV. En términos militares, las tierras que iban incorporándose al Reino de Castilla aumentaron, desde el siglo XIII, a un ritmo mayor que su población, hecho que provocó un incremento de la actividad pastoril y, en consecuencia, del número de cabezas de ganado lanar, lo que obligó a trasladar los rebaños en trashumancia, en busca de los pastos disponibles, por cañadas adecuadas. Tan poderoso se hizo el sector que se creó una asociación de ganaderos con reconocimiento real: la Mesta. Por otro lado, la formación de una flota castellana, con base en Sevilla, y los avances tecnológicos de la navegación durante el siglo XV, hizo posible la exploración de la costa occidental africana y el arribo a las islas Canarias. Con ello se produjo, sobre todo desde 1478, la llegada a Canarias de la lengua castellana, que incorporó a su léxico algunos elementos de origen guanche antes de que esta lengua del tronco bereber desapareciera. La colonización de las islas se había iniciado antes, con el viaje de dos normandos (Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle), y en ella participaron marinos de otras procedencias europeas, aunque navegaran bajo el patronazgo de Castilla. Portugal renunció a sus posibles derechos sobre las islas por el tratado de Alcazobas, en 1479, lo que no significó la desaparición del elemento portugués en la futura historia lingüística de Canarias. Estos factores extralingüísticos, junto a factores culturales, como el desarrollo de una literatura abundante y de calidad, hicieron del castellano una lengua de prestigio, lengua oficial de una administración fuerte, con capacidad, por tanto, para penetrar en los dominios geopolíticos de las lenguas vecinas. Dentro de Castilla, el peso del castellano fue reduciendo la lengua leonesa a los usos locales y orales de las regiones de Asturias, así como de la frontera con el portugués y de Galicia. La lengua escrita, la documentación oficial, se redactaba en castellano desde fecha muy temprana, en especial desde 1230, cuando Castilla y León se unieron de un modo definitivo. La repoblación, orientada de Norte a Sur, permitió que muchos pobladores

leoneses extendieran algunas de sus características lingüísticas hacia las tierras de la actual Extremadura y de la Andalucía occidental, de lo que han quedado muestras vivas y patentes en el español hablado de estas zonas, pero la lengua general de estas tierras no fue otra que el castellano (Morala 2004). En 1344, Alfonso XI consiguió la rendición de Algeciras. Desde ese momento, prácticamente toda la Península estuvo gobernada por coronas cristianas y Castilla se convirtió en su Reino más extenso. La culminación de las campañas militares iniciadas en el siglo VIII se logró en enero de 1492, con la rendición del Reino Nazarí de Granada. También en esta ocasión fue Castilla la protagonista, dado que así lo habían previsto los acuerdos con la Corona de Aragón. Sin embargo, este hecho, definitivo en la vida política y cultural peninsular, no fue el único de naturaleza determinante que vendría a producirse entre 1469 y 1517, en el transcurso de apenas cincuenta años (Moreno Fernández 2005). Isabel y Fernando se casaron en 1469. Fue este un enlace que, en definitiva, no supuso la unión efectiva de dos de los tres grandes reinos peninsulares (el tercer gran reino era Portugal), sino una simple unión dinástica, aparentemente más decisiva en términos de sucesión que en el plano cultural y político. Con Isabel ya en el trono castellano, el Reino extendió sus dominios hasta las islas Canarias, incluyéndolas en el ámbito castellano-hablante. En 1492, ya se ha visto, se produce la rendición de Granada y también ese año se produce la firma de otros importantes documentos, como las capitulaciones firmadas con Cristóbal Colón, que abrirían la puerta a la aventura transatlántica del español, y el decreto de expulsión de los judíos, que dispersó el habla sefardí por medio mundo conocido (Hernández González 2001). En el Norte de África, Pedro de Estopiñán y Francisco Ramírez de Madrid conquistan para Castilla la plaza de Melilla en 1497 y, en 1505, el Cardenal Cisneros conquista Mazalquivir y Orán, en la actual Argelia, extendiendo el castellano por el Norte del continente africano. Y se deben añadir dos hitos históricos: la incorporación de Navarra a la corona de Castilla en 1512, bien que manteniendo su propio ordenamiento jurídico, sus instituciones y sus costumbres; y la llegada en 1517, procedente de Flandes, de Carlos I, para someterse al reconocimiento como Rey de las cortes de los distintos reinos peninsulares. El desembarco de Carlos I inicia el advenimiento de un periodo de expansión y poder imperial, simbolizado en la elección como emperador, en 1519, del que también recibió el nombre de Carlos V. Los hechos geopolíticos que acaban de relacionarse hicieron posible la extensión geográfica y la ampliación de los dominios políticos de la lengua española durante los siglos XVI y XVII. El español se convirtió en la lengua del territorio nazarí, se instaló en enclaves del Norte de África y puso las bases de su asentamiento en las

islas Canarias; además, la adhesión de Navarra a Castilla fue definitiva para la intensificación de su uso en el Reino norteño. Por otro lado, a partir de 1492, el castellano vivió el inicio de su traslado hacia el continente americano y, más adelante, hacia Asia. La expansión del español en América se realizó mediante un proceso paulatino de ocupación geográfica, proceso que supuso un desfase cronológico en la colonización de las distintas áreas americanas (Sánchez Méndez 2002). Así, entre 1492 y 1530 se coloniza todo el ámbito caribeño, desde las Antillas mayores hasta la costa de la actual Colombia, pasando por México (1521) o Panamá; entre 1530 y 1550, se coloniza la zona andina, pero la colonización del Cono Sur no se completará hasta el siglo XVII y, aun así, grandes espacios geográficos de Argentina, por ejemplo, no fueron poblados por hispanohablantes hasta el siglo XIX, resuelta ya la independencia. En el otro extremo del mundo, la expedición de Magallanes, iniciada en 1519 y concluida por Juan Sebastián Elcano en 1522, supuso el inicio de la presencia española en las Islas Marianas y en las Islas Filipinas, que no fueron exploradas ni conquistadas hasta 1570, aproximadamente, con la expedición de López de Legazpi ordenada por el Rey Felipe II (Quilis 1992). La presencia del español en esta región del mundo nunca fue comparable en intensidad a la conocida en América, pero marcó un punto de inflexión en la situación lingüística de este territorio y permitió que la lengua española alcanzara un protagonismo histórico del que aún existen importantes secuelas, como el amplio uso de la variedad criolla llamada “chabacano”. En lo que se refiere, a la costa occidental de África, el dominio del español se extiende por la actual Guinea Ecuatorial (continente e islas), que comenzó a finales del siglo XVIII como consecuencia de un acuerdo entre España y Portugal en el que las dos potencias intercambiaron algunos territorios de África y de América. La llegada de los Borbones al trono, a partir de 1700, supuso un importante cambio de orientación en la política interior de España. Ese cambio, que respondía a una apreciable influencia de la política de Francia, tuvo dos claros objetivos: unificación y centralización, fundamentadas en los principios del racionalismo y la modernidad. Y, en esa circunstancia, el Estado y sus instrumentos institucionales y personales, por ser únicos y centralizados, debían ejecutar sus acciones en una sola lengua y esa lengua debía ser la común y general, el castellano. Por eso, en la época de Carlos III, en el último tramo del siglo XVIII, se dio inicio a una política lingüística cuyo principal instrumento fue una Real Cédula de 1768, que en su artículo VIII establecía la generalización de la lengua castellana en la enseñanza. De este modo, el uso del latín (en los nieles cultos) o de otras lenguas (en los niveles populares) quedaba excluido con fines educativos (Lodares: 2001: 94), aunque el objetivo

principal de la ley, según se explica, no era otro que buscar la armonía y cohesión de la nación mediante el uso de un idioma general. La Real Cédula de 1768 tuvo su continuidad política en otra de 1770, que determinaba que, en la América española y en Filipinas, solo se hablara la lengua castellana y que se extinguieran los otros idiomas de cada territorio. De este modo, por primera vez en la legislación de España, se hace explícita una política decididamente propugnadora del monolingüismo y contraria al espíritu del Concilio de Trento, que propiciaba el apoyo a las lenguas vernáculas para la evangelización (Triana y Antoverza 1993). En la España europea, la legislación lingüística de la Corona no había llegado al extremo de apuntar a la extinción de las otras lenguas, tal vez porque no se creía necesario, ante el estado de debilidad sociolingüística del gallego o del vasco, tal vez porque se temía un rechazo popular, tal vez porque muchos miembros de los grupos sociales más acomodados de Cataluña consideraban natural y acorde con las pautas de la época oficializar una lengua general, sin que ello impidiera el uso de la lengua tradicional. El hecho es que no se hizo una política de plena sustitución lingüística, aunque la legislación del XVIII proporcionó un respaldo suficiente como para favorecerla. La independencia de los países hispanoamericanos supuso la consagración y la extensión definitiva del español como lengua nacional de las nuevas repúblicas, que con el tiempo se convirtieron en el motor demográfico de estas lenguas. El nombre más ampliamente utilizado en los textos constitucionales de la América hispana es el de “español”, pero, en el uso general, “español” es la denominación más utilizada en el Caribe y en Centroamérica, mientras que en Sudamérica, sobre todo en el Cono Sur, es más frecuente el uso de “castellano” (Alvar 1986). 1.4. La estandarización del español Del paisaje lingüístico florecido durante la Edad Media peninsular, las únicas lenguas que cumplían sobradamente con los requisitos que, según la terminología de Stewart (1968), llevan al reconocimiento de una lengua como lengua “estándar” (historicidad, vitalidad, autonomía y estandarización) eran el castellano y el catalán (Marcel 1987), además del portugués; las demás podían ser calificadas como “vernáculas” o como “dialectos”. Y de ellas, el castellano fue, sin duda, la lengua que disfrutó de un nivel de estandarización más avanzado gracias a la “planificación” llevada a cabo por Alfonso X, contribuyendo a un cierto ordenamiento lingüístico y utilizando la lengua para la ciencia o la filosofía. Hay razones para pensar que el

castellano forjado en el escritorio alfonsí es difícil de adscribir a un origen dialectal concreto porque refleja una especie de variedad koinética de Castilla (Fernández Ordóñez 2004: 403). El siglo XVI colocó al castellano en la vanguardia de la “estandarización” de las lenguas de Europa, gracias a las obras de un puñado de hombres de letras excepcionales: Elio Antonio de Nebrija, Sebastián de Covarrubias, Bernardo de Aldrete, Gonzalo Correas. La figura de Nebrija tuvo una enorme dimensión, tanto entre sus coetáneos como entre los hombres de letras de los dos siglos posteriores. A él le corresponde el mérito de haber publicado la primera gramática de una lengua románica (Gramática de la Lengua Castellana, Salamanca, 1492). La obra de Nebrija se agiganta al advertir que la primera gramática de la lengua portuguesa, la de Fernão de Oliveira, se publicó en 1536, que la primera del vasco apareció en 1587, si se acepta la afirmación de Hans Arens (1976: 94) o en 1729, si se acepta como tal el arte de la lengua vascongada de Manuel de Larramendi; que la primera Gramática de lengua mallorquina, de Juan José Amengual, es de 1835 y que la primera gramática del gallego, firmada por Francisco Mirás, se publicó en 1864, por no hacer referencia más que a obras relativas a lenguas de la Península. Pero, en el caso de Nebrija, no fue solamente la gramática, porque en 1492 publicó en Salamanca su Diccionario latino-español, complementado hacia 1495 con el Vocabulario español-latino; en 1517 apareció, en Alcalá de Henares, su Reglas de orthographia en la lengua castellana. Y la labor de Nebrija respecto a las lenguas romances no terminó aquí, sino que se extendió al catalán, mediante la adaptación y traducción de Gabriel Busa (Diccionario latín-catalán y catalán-latín, Barcelona, 1507), y a otras muchas lenguas porque fueron legión los que siguieron su metodología o utilizaron como base sus diccionarios a la hora de codificar otras lenguas, en Europa y en la joven América española (Alvar 1992; Moreno Fernández 1994). Con toda la importancia de Nebrija, la labor renacentista de elaboración de gramáticas y diccionarios tampoco acaba en su obra. En el campo de la lexicografía, nuestro periodo conoció dos obras fundamentales: el Universal vocabulario de latín en romance, de Alfonso de Palencia (Sevilla, 1490) y, muy singularmente, el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (Madrid, 1611), el primer diccionario monolingüe del español, el primero que puede recibir el calificativo de “moderno” entre los publicados en la Península. En el ámbito de la gramática, la relación de obras publicadas a caballo de los siglos XVI y XVII es larga. Basten estas pocas referencias (Ramajo 1987): Cristóbal de Villalón: Gramática castellana (Amberes, 1558); Útil y breve institución para aprender los principios y fundamentos de la lengua Hespañola (Lovaina, 1555), Gramática de la lengua vulgar de España

(Lovaina, 1559); Bartolomé Jiménez Patón: Institutiones de la Gramática Española (Baeza, 1614). Y, en lugar destacado, la obra de Gonzalo Correas Arte de la lengua española castellana (Salamanca, 1626). Ahora bien, desde el siglo XVII ninguna intervención ha resultado tan trascendente y decisiva para la historia de la lengua como las practicadas por la Real Academia Española. La Academia se fundó con los precedentes directos de la Academia della Crusca de Florencia, creada en 1582, y de la Academie Française, fundada en 1635 por el Cardenal Richelieu. No se trataba de una iniciativa absolutamente original, dado que ya desde el siglo XV proliferaron los más diversos tipos de academias en España, que respondían a intereses tan diversos como la literatura, la arqueología o la historia, aunque en su mayor parte funcionaban como cenáculos literarios (Zamora Vicente 1999: 13-14). Sin embargo, es palmario el influjo de las academias francesa e italiana, por su espíritu y por sus obras, así como del modelo francés de mecenazgo por parte de la Corona. La Real Academia Española nació con un claro propósito: el cuidado de la lengua castellana. Ese cuidado puede entenderse como un intento de contrarrestar la supuesta decadencia derivada del barroquismo y el culteranismo o como una forma de plantar cara al empobrecimiento progresivo o a la influencia excesiva de otras lenguas, como podría ser el caso del francés (Fries 1989). Por otro lado, se hizo imperiosa la necesidad de fijar una norma general, de crear un modelo de lengua nacional. El espíritu que impregnaba las ideas lingüísticas de los siglos XVII al XIX era el de la defensa a ultranza de lo correcto y la concepción de la lengua como un ser vivo, sujeto, por tanto, a todo tipo de deturpaciones internas y de agresiones externas, que había que evitar y paliar. La labor de planificación del corpus realizada por la Real Academia Española comenzó a dar sus primeros frutos a lo largo del siglo XVIII, con la publicación, entre 1726 y 1739, del Diccionario de la Lengua castellana, conocido como Diccionario de Autoridades. El Diccionario se redujo “para su más fácil uso” en 1780, creando así la primera entrega del diccionario general de la lengua que en su 15ª. edición, la de 1925, pasó a llamarse Diccionario de la Lengua Española. En 1741 se publica la Orthographia Española y en 1771 la Gramática de la Lengua Castellana. De este modo, la Academia sienta las bases de una importante labor de estandarización que se ha prolongado hasta la actualidad. 2. La lengua española en su geografía

El espacio es un factor esencial en la formación y evolución de las lenguas, como lo es para su articulación en modalidades o variedades. Aunque el reconocimiento de una lengua pasa por la existencia de una serie de elementos constantes, invariables o generales, identificables a lo largo y ancho de su dominio territorial, lo cierto es que todas las lenguas naturales ofrecen, junto a los generales, conjuntos de rasgos variables, en correlación con diversos factores extralingüísticos, entre los que se encuentra la geografía. Los componentes variables de cada lengua – sean fónicos, gramaticales o léxicos – se actualizan de modo distinto en cada área geográfica, dependiendo de circunstancias tales como la lejanía, la dificultad de las comunicaciones entre áreas, los contactos lingüísticos con otras lenguas o la personalidad histórica de cada territorio. Siendo así y dado que el español es una lengua cuyo dominio casi alcanza el 10% de la superficie de la Tierra, no es de extrañar que la geografía se correlacione con algunas de sus principales características. 2.1. Perfiles geográficos del dominio hispánico En la historia y la situación actual de la lengua española en España, han sido muy importantes diacrónicamente los siguientes elementos de la geografía:

Mapa físico de España. a) el carácter montañoso de toda la franja norteña, que, en un principio, permitió la aparición de variedades diferenciadas (catalán, aragonés, navarro, castellano, astur-leonés,

gallego)

y,

más

adelante,

lingüísticamente más conservadores;

favoreció

los

usos

castellanos

b) la amplitud y llanura de las mesetas del centro de la Península, que posibilitaron una rápida extensión del castellano durante la Edad Media y un uso relativamente homogeneizado de la lengua, por la facilidad de los movimientos de sus hablantes; c) el efecto de frontera de las montañas del Norte de la región de Andalucía, que facilitaron la creación de la modalidad sevillana o andaluza en el momento en que se dieron las circunstancias históricas y sociales idóneas para ello; d) la naturaleza insular de las Canarias y su posición estratégica en el tránsito de personas y mercancías entre España y América; e) la naturaleza de enclaves de los territorios de Ceuta y Melilla (y anteriormente de otras plazas del Norte de África), que ha hecho que buena parte de los hablantes de español de estos territorios fueran trasplantados desde la Península y que ha posibilitado el contacto entre diversas variedades y lenguas. En lo que se refiere a América, la magnitud y variedad de su geografía han sido determinantes para la vida de la lengua. Pueden destacarse, en relación con México, América Central y el Caribe, los siguientes elementos: a) La posición estratégica de la isla de Cuba y del puerto de Veracruz, en México, que han servido como puerta de entrada y salida de gente y de usos lingüísticos de y hacia España; b) la geografía inhóspita del Norte del actual México y del Sur de los EE.UU., que retrasaron y debilitaron el proceso de colonización y que dificultaron la continuidad de una importante población hispanohablante;

Mapa físico de América del Norte y Caribe c) el carácter de espacio común de los territorios que circundan el Mar Caribe: la relativa facilidad de los contactos por mar entre esos territorios y una geografía de rasgos muy similares han ayudado a mantener una serie importante de rasgos lingüísticos comunes; d) la naturaleza montañosa y la feraz vegetación de la América central, que han hecho difícil el asentamiento de grandes grupos humanos: Centroamérica siempre ha sido hábitat natural para la convivencia de multitud de lenguas indígenas

Mapa físico de la región caribeña En cuanto a América del Sur, se consideran trascendentes los elementos geográficos siguientes: a) las imponentes alturas de toda la región andina, que hicieron que el proceso de hispanización fuera débil y tardío, con el consiguiente mantenimiento de una importante población autóctona; b) las dificultades de comunicación entre las tierras altas de las sierras andina y las costas del Pacífico, que hicieron posible la creación de variedades dialectales suficientemente diferenciadas, más conservadoras las primeras e innovadoras las segundas; c) la barrera natural de los Andes, que le ha conferido a Chile una personalidad lingüística bien marcada; d) la impenetrabilidad de la selva del Amazonas, que ha impedido el contacto histórico entre el dominio del español y del portugués y que ha caracterizado lingüísticamente las áreas correspondientes de los países hispánicos; e) la frondosidad y fragmentación de la región de los grandes ríos (en las fronteras de Paraguay, Uruguay y Argentina), que han hecho posible el mantenimiento de una importante población guaraní y la formación de una modalidad de español más conservadora; f) la naturaleza llana y extensa de la región ganadera de los gauchos, entre Brasil y Uruguay, que permitió unos interesantísimos intercambios lingüísticos, incluida la creación de la variedad mixta llamada “fronterizo”; g) la importancia del puerto de Buenos Aires, vía de acceso para procesos migratorios de grandes dimensiones, con todas sus secuelas lingüísticas; h) la gran extensión y dureza de los territorios del interior argentino, que solo muy tardíamente pudieron ser poblados por hispanohablantes.

Mapa físico de América del Sur En lo que se refiere a la geografía del dominio histórico hispanohablante de Asia y de África, no puede dejar de mencionarse el hecho de que Filipinas está formada por miles de islas que dificultan enormemente la creación de un espacio lingüístico compacto, ni las dificultades materiales que supone la penetración de las selvas africanas.

Estos elementos han hecho que una parte esencial de la presencia del español en esos territorios se haya desarrollado en ciudades costeras, con puertos que hacían viable el contacto con el exterior. 2.2. El español como lengua de un extenso dominio Frente a la dispersión geográfica de otras lenguas de cultura, como el inglés o el francés, el español es una lengua geográficamente compacta, dado que la mayor parte de los países hispanohablantes ocupa territorios contiguos, lo que concede a su uso una gran solidez. Además, el dominio del español es una de las áreas lingüísticas más extensas del mundo. Al hablar de solidez en el uso de la lengua, se piensa en situaciones en las que el español, lengua oficial, se utiliza en condiciones en las que otras lenguas occidentales, aun siendo oficiales, no lo son. Con otras palabras: es más fácil encontrar a un hablante de español en la mayoría de los países en los que el español es oficial que a un hablante de francés en muchos países en los que el francés es lengua oficial. Es cierto que el mundo hispánico incluye importantes zonas bilingües o plurilingües, sin embargo siempre ofrece un índice de comunicatividad muy alto y un índice de diversidad bajo o mínimo. Se habla de comunicatividad alta cuando en una comunidad plurilingüe existe una lengua concreta que sirve de medio de comunicación en toda la sociedad; se habla de diversidad para aludir a la probabilidad de encontrar dos hablantes, elegidos al azar, que hablen lenguas diferentes: en el caso de los países hispánicos, si “hablar” una lengua se entiende como “usar” una lengua, la diversidad sería muy baja (Moreno y Otero 1998). 2.3. El español como lengua unida y diversa Una característica del español, no siempre bien ponderada, es que se trata de un idioma con un destacado nivel de homogeneidad lingüística. Este hecho es muy digno de tenerse en cuenta, pues no alcanza el mismo grado en otras grandes lenguas de cultura. Si bien es difícil cuantificar el nivel de homogeneidad de una lengua – a pesar de los esfuerzos de la lingüística cuantitativa – y partiendo del hecho de que cualquier lengua del mundo es esencialmente variable y, por lo tanto, presenta variedades internas de naturaleza geolingüística y sociolingüística, se puede afirmar que el español es una lengua relativamente homogénea que ofrece un riesgo débil o moderado de fragmentación. Los fundamentos de esta homogeneidad relativa se encuentran en la simplicidad del sistema vocálico (5 elementos), la amplitud del sistema consonántico compartido por todo el mundo hispánico, la dimensión del léxico

patrimonial compartido (léxico fundamental) y la comunidad de una sintaxis elemental. Es evidente, sin embargo, que el mundo hispanohablante no es absolutamente homogéneo y, por tanto, debe hablarse de la existencia de áreas geolectales en su interior. A lo largo del último siglo se han hecho diversas propuestas de zonificación: unas se fundamentan en criterios fonéticos, otras en rasgos léxicos y algunas usan como referencia ciertos fenómenos gramaticales. A propósito de América, se ha hablado de la coincidencia de las principales áreas del español con las de las lenguas indígenas más difundidas: nahuatl (México), maya (Centroamérica), quechua (zona andina), mapuche (Chile) y guaraní (La Plata). Todas estas propuestas han tenido una parte de acierto, aunque en el caso de las lenguas indígenas, está cada día más clara su escasa incidencia en el desarrollo histórico y en la situación actual de la lengua española, fuera de la presencia de indigenismos específicos y de las características propias de los hablantes bilingües o semilingües (Moreno Fernández 2000). A grandes rasgos, la zonificación más diáfana y general del español en el mundo es la que separa las regiones lingüísticamente conservadoras de las innovadoras. Con ello no nos referimos a la existencia de un español atlántico frente a un español más castellano, sino la división entre zonas conservadoras e innovadoras, que se observa tanto en España como en América. Desde este punto de vista, serían conservadoras áreas como Castilla (sobre todo la norteña), las zonas altas de México, las zonas altas de la región andina o el interior de Colombia); serían innovadoras áreas como Andalucía y Canarias, las Antillas o las costas de Sudamérica, en general. El conservadurismo consiste, esencialmente, en mantener o conservar elementos lingüísticos (sobre todo fonéticos) que en las zonas innovadoras evolucionan o se pierden. Naturalmente, una aproximación más detallada a la situación geolingüística del español nos permitirá identificar áreas dialectales más detalladas, que trataremos en su momento. Esas áreas revelan con claridad que la configuración espacial del español es policéntrica, si bien ello no impide el funcionamiento de una unidad de norma (estandarización monocéntrica). Ahora bien, el establecimiento de unas áreas geolectales principales no niega una serie de hechos evidentes en la naturaleza del español. El primero de ellos es que España y América comparten, no solamente los rasgos de lo que podemos llamar un español general, sino también la inmensa mayoría de los rasgos lingüísticos que se manifiestan como variables. Esto ocurre sobre todo en el terreno de la variación fonético-fonológica y en el de la gramática: raro es el fenómeno perteneciente a estos niveles que no se puede encontrar a ambos lados del Atlántico, en alguna de sus regiones, en alguna de sus ciudades, en alguna de sus comarcas o departamentos. Es natural que existan usos no coincidentes, pero los encontramos más bien en el

léxico y en algunos recursos discursivos, aunque haya algún rasgo gramatical muy llamativo, como el voseo, que en la actualidad solo se localiza en América. Conclusión El español es una de las grandes lenguas occidentales de cultura, cuyas características generales, en lo que a su perfil histórico-geográfico se refiere podrían resumir del siguiente modo. En su historia a) El español es una lengua milenaria, con una notable continuidad en cuanto a la inteligibilidad diacrónica. b) Las primeras muestras de castellano escrito son tanto documentos públicos (fueros, repartimentos), como documentos privados, de carácter utilitario e inmediato (glosas, listas, cartas, testamentos privados). c) En el origen y la evolución del español han sido decisivos los contactos con sus lenguas circunvecinas (vasco, lengua romances peninsulares, árabe, lenguas indígenas americanas, lenguas indígenas polinésicas). d) Tanto en España como en América, el español ha funcionado como koiné o variedad franca para el entendimiento entre pueblos de procedencia lingüística diversa. e) La conversión del español en lengua nacional de España respondió a las condiciones socioeconómicas y culturales favorables experimentadas por Castilla desde la Edad Media y, muy especialmente, desde el siglo XVI. f) El español ha disfrutado a lo largo de su historia de un nivel de estandarización de los más avanzados entre las lenguas europeas. En su geografía a) El español es la lengua de un extenso dominio, geográficamente muy compacto. b) El español posee un notable nivel de homogeneidad lingüística, compatible con su diversidad geolectal. c) El español posee un índice de comunicatividad alto y un índice de diversidad bajo. d) La configuración geolectal del español es policéntrica, aunque su estandarización sea monocéntrica.

Como puede observarse, la dimensión histórica y geográfica de la lengua española es muy rica y compleja; tanto, que han sido y seguirán siendo campos de estudio enormemente atractivos.

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Este tema se ha sido elaborado en parte a partir de los trabajos de Moreno Fernández de 2000, 2005 y 2006. Los mapas proceden de la página electrónica de la CIA (The Worldfact Book): https://www.cia.gov/cia/publications/factbook/docs/refmaps.html

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