La invención de la historia nacional y su utilidad

October 13, 2017 | Autor: Alejandro Quintana | Categoría: Critical Theory, History, Latin American and Caribbean History, Mexico History, History of Historiogrpahy
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Alejandro Quintana

La invención de la historia nacional y su utilidad Alejandro Quintana1 St. John's University (New York City) [email protected]

Recibido: 06/06/2014 Aprobado: 30/07/2014 Resumen Este artículo es una reflexión sobre la esencia y la utilidad de la Historia. Usa como foco analítico el Grito de Dolores en México para argumentar que, considerando todas las interpretaciones que se derivan de un evento histórico, se entiende que la historia es un producto de la imaginación en base a interpretaciones de la documentación histórica y como consecuencia es subjetiva a las condiciones del autor y al grupo que representa. Así, no existe la Historia, la narrativa verdadera, única y holística sino sólo historias de la historia. Esto no significa que estas historias sean falsas o que carezcan de utilidad. Palabras clave: Historia nacional; Imaginación histórica; Identidad; Legitimidad

The invention of national history and its usefulness Abstract This essay is a reflection on the essence and utility of History. Using as an analytical focus the Grito de Dolores in Mexico, it argues that, considering all interpretations derived from a historical event, history is a product of imagination based on interpretations of historical records and, as such, depends of the author´s circumstances and and the group he represents. Thus, there is no history as a true, unique, and holistic narrative but only histories of history. This does not mean that these histories are false or lack of utility. Key words: National history; Historical imagination; Identity; Legitimicy

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Historiador. Ph.D. en Historia por la City University of New York. Sus intereses académicos incluyen procesos históricos relacionados con la formación del Estado, la identidad nacional, la soberanía, el autoritarismo y la democracia. Profesor de la St. John´s University de Nueva York. Entre sus publicaciones destacan Maximino Ávila Camacho and the One-Party State (2010) y Pancho Villa: a Biography (2012). Su primer libro fue traducido al castellano y publicado en México en el 2011.

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Introducción La historia es más que un registro del pasado. Es la conciencia y la memoria de la humanidad. Colecta el conocimiento de nuestro pasado y lo arregla en una narrativa que puede cumplir muchas funciones: reflexiona sobre la moral, explica un sinnúmero de procesos del devenir humano y crea identidades, entre otras. Pero la historia no es solo la conciencia y la memoria de un grupo. La humanidad está compuesta de grupos humanos de variadas dimensiones y características, muchas veces sobreponiéndose unos con otros, y cada uno con sus propias perspectivas, intereses y necesidades. De esta complejidad de grupos, cada uno tiene la necesidad de entender lo que lo distingue de otros, lo que define su identidad y una de las mejores herramientas para explicar su unicidad es su historia. Aún más, esta historia del grupo no existe en aislamiento y su perspectiva única afecta las historias de otros grupos y subgrupos; por ejemplo, un héroe puede ser identificado por un subgrupo por la etnicidad o por la inclinación política que comparten. Esto puede desacreditar la legitimidad histórica de otros subgrupos dentro de la misma comunidad. Pero, si las diferentes narrativas históricas se distorsionan mutuamente, ¿cómo identificar la verdadera historia entre todas estas historias? Para entender mejor el significado de esta compleja interrelación de historias, este estudio se enfoca a un tipo de historia, la historia nacional y sus diferentes interpretaciones. La historia nacional se crea para formar una identidad que una a la gente que vive en el territorio nacional y justifica el ejercicio de la autoridad que el Estado ejerce sobre ellos. Desde que los Estados-nación modernos emergen a finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve hasta la explosión de Estadosnación durante los procesos de descolonización en el siglo veinte, cada nuevo país inicia el proceso de indagar fuentes históricas para crear su propia identidad, su historia nacional. El propósito es demonstrar que el pasado, ya sea glorioso o tortuoso y lleno de sacrificios, le da fortaleza y orgullo a los miembros de la comunidad nacional para continuar y luchar unidos bajo la guía y el cuidado del Estado. La historia nacional creada o patrocinada por el Estado es la historia oficial. La creación de esta historia es indispensable para el funcionamiento del Estado pues provee de legitimidad al régimen, explicando por qué el pueblo debe unirse en apoyo a este. Esta visión del pasado suele darle al grupo en el poder un lugar clave en el devenir nacional, o lo identifica como el heredero de los supuestos fundadores de la nación. Ya que la gente en el territorio nacional es una colección de grupos y subgrupos humanos diversos y con interrelaciones complejas, y no siempre amigables, es importante para cada grupo proponer su propia visión del pasado que los hace partícipes de la historia nacional. Al mismo tiempo, un Estado-nación que goza de legitimidad y apoyo de la gran mayoría de sus habitantes es estable y se encuentra en una mejor posición para afianzar la historia oficial en la conciencia popular. Pero, a un régimen débil e impopular le será más difícil que su narrativa prevalezca sobre la de sus oponentes creando un Estado débil y fraccionado. De cualquier forma, y sin importar de qué país se trate, la historia oficial va a ser aceptada por muchos pero también será condenada por otros como falsa o torcida, como el resultado

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de fantasías creadas para satisfacer los intereses de grupos poderosos o de un gobierno corrupto y opresor. Estos críticos intentarán presentar lo que ellos consideran “la verdadera historia”, creando narrativas alternativas. De esto podemos deducir que en realidad no existe una historia, sino historias de la historia. Historiadores, especialmente académicos, pueden asumir estar por encima de estas disputas por la historia nacional. Después de todo, el historiador debe ser imparcial e interpretar las fuentes en base a lo que estas indican. En reacción a la enorme oleada de historias nacionalistas de los nacientes Estados-nación del siglo diecinueve y preocupados por lo que se consideraba la mitificación de la historia, los historiadores comenzaron a enfatizar el método científico como el camino para descubrir “la verdadera historia” Pero no fue así. Década tras década historiadores han presentado una variedad de interpretaciones históricas sobre el mismo evento, cada una con sus propios énfasis y omisiones que, similar a las historias nacionales de grupos y subgrupos, terminan por crear una variedad de historias de la historia. La metodología científica en la historiografía solo demostró lo elusivo que era tratar de crear la Historia, la narrativa verdadera, única y holística de un evento pasado. Si entendemos que la Historia no es narrable, entonces ¿tiene sentido estudiar las historias que frecuentemente se contradicen?¿Pueden todas las historias que surgen alrededor de la Historia ser simplemente descartadas como mitos? Si la historia oficial, como uno de estos mitos, cumple una función creando unidad nacional y fortaleciendo al Estado con claros beneficios civiles, políticos y sociales (aunque no lo sea para todos) ¿qué derecho tiene un historiador para imponer su versión a fin de “rectificar” errores históricos y arriesgar dañar la unidad nacional, arriesgando, en el mejor de los casos, una pérdida del orgullo nacional y, en el peor de estos, deslegitimar al régimen y producir caos, anarquía e inclusive guerra civil? Después de todo, ¿qué tan influyente puede ser un historiador para transformar la visión histórica de una nación? El presente ensayo pretende responder estas preguntas usando como punto analítico la historiografía sobre el Grito de Dolores, el llamado del cura Miguel Hidalgo al pueblo de Dolores, México, que la tradición histórica identifica como el principio de la revuelta armada que produjo la independencia y la nación mexicana. Este artículo no pretende ser un estudio exhaustivo de la historiografía del acontecimiento, pero sí toma ejemplos representativos para demonstrar la fluidez de la narrativa histórica nacional.

1. El Grito de Dolores, entre mito e historia Según se entiende la historia del Grito de Dolores en el dominio público en México, en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, el cura Miguel Hidalgo tocó la campana de su iglesia en el pueblo de Dolores para congregar a los feligreses y movilizarlos a luchar contra el dominio español, declarar la independencia de México y terminar con trescientos años de explotación y esclavitud. El movimiento inicia así la lucha por la independencia, cuando a tan solo seis meses de esta Hidalgo es capturado y ejecutado, produciendo así el

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primer y más grande mártir de la patria, pero el movimiento no quedó ahí. Varios insurgentes siguieron el ejemplo de Hidalgo y continuaron luchando hasta lograr la independencia en 1821. El Grito de Dolores fue conmemorado por algunos insurgentes después de la muerte de Hidalgo y prácticamente cada 16 de septiembre desde 1824. No se sabe a ciencia cierta lo que dijo Hidalgo en su famoso grito ya que el evento no fue reportado, pero el fin de su peroración fue probablemente una variante de lo que dijo un mes después en su proclama Para la Libertad de América: ¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la Patria! y ¡Viva y reine por siempre en este Continente Americano nuestra sagrada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! (Hidalgo en Briseño Senosiain, et al., 1985: 95).

En el México moderno, la recreación del Grito de Dolores, dirigido por el presidente en la capital y repetida por líderes políticos en el resto del país, se ha transformado en una letanía de los principales “héroes” que acompañaron y siguieron la insurgencia iniciada por Hidalgo, letanía seguida por tres gritos de ¡viva México! A cada una de estas frases, el pueblo congregado en la plaza participa respondiendo con sonoros “¡viva!” La campaña iniciada por Hidalgo se ha mitificado en la ceremonia del grito. Aquí lo importante no es repetir palabra por palabra lo que dijo Hidalgo con precisión histórica sino ensalzar la idea de un pasado heroico uniendo a la multitud con el líder del gobierno en una muestra de orgullo y amor por la nación mexicana. El llamar esta recreación del Grito de Dolores mito no es desacreditarlo sardónicamente como hipocresía histórica creada para dominar a las masas. La historia sirve un propósito, pero el mito también tiene su utilidad en la conciencia humana. Kate Armstrong en su A Short History of Myth sugiere que mientras la historia “se preocupa sobretodo por lo que realmente ocurrió (…) [el mito] se relaciona más con lo que un evento significa” (Armstrong, 2010: 7)2. El mito permite así crear un ritual patriótico en el que el mexicano demuestra públicamente su amor por la libertad y por la patria, y demuestra su admiración por aquellos que dieron su vida por la patria libre. Es una lección cívica que crea en la imaginación del espectador la idea de unidad nacional liderada por el presidente. La práctica de mitificar la historia no es exclusiva de la nación mexicana y, más bien, es universal. El mito es de hecho el precursor de la historia. Como lo señala M.I. Finley, “El mito [para los griegos de la antigüedad] fue el gran maestro en todo lo concerniente al espíritu. En él aprendieron moralidad y conducta; las virtudes de la nobleza… aprendieron sobre raza y cultura e inclusive política” (Finley, 1965: 284). La diferencia entre mito e historia se crea cuando Herodoto decide usar evidencias, entrevistas y documentación escrita, para darle mayor validez a las historias en las que se fundaban los mitos. Pero el mito no murió cuando nace 2

Todas las traducciones de los textos en inglés son hechas por el autor.

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la historia. Como hemos visto, el mito crea la idea detrás de los ritos, sean estos cívicos o religiosos. Igual que los cívicos, los rituales religiosos frecuentemente son descartados por sus críticos, pero el valor e importancia de ambos es demostrado por su permanencia a traves del tiempo en todas las culturas. Al igual que el mito, la narrativa histórica usa la imaginación para generar historias que ofrecen lecciones morales o cívicas o para entender mejor la naturaleza humana. No se puede negar que la imaginación es una de las herramientas más importantes que tiene el historiador para encontrar significados y correlaciones de causa y efecto en las fuentes históricas y para desarrollar una narrativa que recrea el pasado. El uso de la imaginación no significa inventar cosas sin ton ni son. Armstrong insiste en que la imaginación es la facultad que produce religión y mitología (…). Pero, [al igual que en la historia] la imaginación es también la facultad que ha permitido a los científicos crear nuevo conocimiento (…). Mitología y ciencia ambos extienden el panorama de los seres humanos (…) mitología [y podemos añadir aquí la historia] (…) no significa escapar de este mundo, sino permitirnos vivir más intensamente en él (Armstrong, 2010: 2–3).

2. La historia oficial El uso de la imaginación en la interpretación histórica afecta inevitablemente la interpretación de las fuentes y la narrativa del historiador, ya sea éste académico o cronista de una comunidad o nación. Su propio interés en el tema, sus características culturales, sociales y étnicas, todo afecta la forma y las razones por las que se produce la historia. Así, se puede entender que después de doscientos años sigan emergiendo nuevas interpretaciones del significado del Grito de Dolores. Obviamente la historia nacional que aprendí en la escuela creciendo en México es muy diferente a la historia (o historias de ésta) que he aprendido como historiador trabajando en los Estado Unidos. La importancia de la historia oficial es el poder de difusión y propaganda cultural que tiene el Estado para moldear la imaginación de la ciudadanía y crear así una narrativa que es generalmente aceptada, sirviendo los intereses del Estado. En el caso de México, este poder se consolida mediante el sistema educativo centralizado de la Secretaría (Ministerio) de Educación Pública y su instrumento más importante: el libro de texto único, obligatorio y gratuito. El libro de texto obligatorio y gratuito fue establecidos por el presidente Adolfo López Mateo en 1959 como derecho social para facilitar la educación sin importar los recursos del estudiante. Los libros de texto de historia fueron diseñados para fomentar valores cívicos y tradiciones nacionales, enfatizando la memorización de los eventos y personajes más significativos de acuerdo a la historia oficial, promoviendo un cierto culto por los héroes y sus gestas. Desde su lanzamiento en 1960, los libros de texto fueron recibidos por algunos con sospecha e incluso rechazo. Muchos grupos (políticos, religiosos, sociales, étnicos, etc.) que no necesariamente comparten los valores e intereses del Nueva corónica 4 (Julio, 2014) ISSN 2306-1715

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régimen político han criticando y continúan criticando estos libros. Los protestantes más comunes incluyen grupos tan variados como conservadores, incluyendo a la Iglesia Católica, que resienten el carácter laico y liberal de la educación; grupos feministas que critican la representación de la mujer en roles domésticos; y editores que resisten el monopolio de este gran mercado. Desde el punto de vista del uso de la historia como instrumento educativo, los libros de texto de mi infancia presentaban varios problemas: la historia se impartía jerárquicamente, el maestro conoce el pasado y el estudiante lo asimila pasivamente; no presentaba la historia como un fenómeno fluido que continúa hasta el presente, sino como eventos extraordinarios que se dan aisladamente y con poca relación con la realidad del estudiante. Asimismo, no se presentaba la idea de interpretación que permite un estudio crítico de la historia. Aquí la historia es simplemente memoria colectiva de un pasado nacional glorioso digno de recordarse y conmemorarse. Los libros de texto gratuitos han pasado por cuatro mayores transformaciones: 1960, 1972, 1992-94 y 2010. Esta última fue el resultado del foro La Historia que Queremos Enseñar en los libros de Texto, que se llevó a cabo en la Ciudad de México, donde académicos, funcionarios y maestros quedaron de acuerdo en crear unos libros que enseñen una historia más incluyentes, más crítica y menos dogmática. La última reforma ha sido la más significativa y se puede entender como una manifestación de la caída del partido único en el 2000 que resultó en el fortalecimiento de grupos otrora silenciados por el Estado. Se reconoce en los nuevos libros el potencial de la historia para moldear una conciencia cívica, pero también para crear una ciudadanía más activa en la creación de la conciencia nacional. No cabe duda –señala el documento resultante– de que [estudios de eventos históricos como la independencia y la revolución] pueden resultar muy oportunos para que los jóvenes reconozcan la importancia de las luchas sociales y la defensa de los valores de justicia y solidaridad, pero mal planteados también pueden servir para justificar sin más la violencia o para asumir pasivamente la llegada de un líder carismático como única vía para la transformación social (Secretaría de Educación Pública, 2010: 74).

El documento también indica que “la historia, por su naturaleza y su función, puede ser memoria del poder, pero también crítica y explicación. [Así] los libros de texto de historia son instrumentos decisivos en la tarea de enseñar conocimientos tan potencialmente peligrosos” (Secretaría de Educación Pública, 2010: 13). Como resultado del fórum, los nuevos libros de texto presentan la información más relevante de un evento histórico y ofrecen poca interpretación. Esto permite a cada maestro añadir material didáctico y textos complementarios para discutir con los estudiantes su propia interpretación. Claramente, el énfasis ha cambiado de mito heroico a reflexión sobre el pasado que permite pensar críticamente, además de permitir amoldar las lecciones resultantes a la realidad de la comunidad educativa (urbana o rural, rica o pobre, masculina o femenina, etc.).

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La idea del héroe ha desaparecido en estos libros. Miguel Hidalgo aparece como uno más entre varios conspiradores, pero sí como el que tomó la iniciativa “tocando la campana de la parroquia para llamar la atención de la gente”. No hay ninguna indicación de lo que dijo en el famoso grito, solo que “Este acontecimiento se conoce como El Grito de Dolores y fue el comienzo de una guerra que duró once años, de 1810 a 1821.” El nuevo énfasis no es tanto en Hidalgo sino en la causa que aquí las identifican como el resultado de que indios y castas, definidas como “el pueblo,” estaban “cansados de las desigualdades sociales, la explotación y la pobreza” (Ávila et al., 2010: 25). Los nuevos libros de texto son también más inclusivos. En el fórum se decide definir en qué tipo de sociedad queremos vivir para establecer la historia que queremos enseñar. Resulta importante actuar en este sentido con la mayor coherencia, pues no podemos esperar, por ejemplo, que un alumno se involucre activamente en su realidad si ha asimilado una historia alejada de su contexto cotidiano y protagonizada exclusivamente por sujetos poderosos de los ámbitos político y militar. Una educación basada en estos principios formará adultos resignados que esperarán pasivamente la llegada de un ‘mesías’ que les resuelva sus problemas, lo cual puede resultar útil para sostener un régimen autoritario, pero nunca para apostar por una convivencia regida por los valores democráticos (Secretaría de Educación Pública, 2010: 72).

Así, el libro de texto, dirigido a niños de entre seis y ocho años, explica que la guerra de independencia “cambió mucho la vida de las personas (…). Los niños y las niñas tuvieron por lugar de juego un campo de combate y otros ingresaban desde muy pequeños en los ejércitos” (Ávila et al., 2010: 16). Sin embargo, aunque tratan de que los niños se identifiquen con la historia, el libro continúa promoviendo los estereotipos de género: “Ante la ausencia de sus padres algunos niños tenían que vender en los mercados o trabajar como ayudantes de zapatero o en los hornos de cerámica. Las niñas ayudaban a sus mamás en el trabajo de la casa o del campo, y si sus padres eran insurgentes entraban en la lucha armada” (Ávila et al., 2010: 16). Los libros de texto de nivel secundaria no son ni gratuitos ni obligatorios, pero sí tienen que apegarse a las normas del gobierno por medio de la Reforma Integral de la Educación Media Superior. La historia se presenta aquí para promover “no solo la comprensión sino también el uso de los conocimientos, además del desarrollo de habilidades y el formato de actitudes y valores” (Rico Diener, Sánchez Suárez del Real, y Málaga Iguiñiz, 2010: contraportada). Aquí, igualmente, la concepción del héroe mítico de la historia oficial se ha reducido y, además, no se ignoran el papel de eventos internacionales entre las causas de la independencia, remplazando la idea de la independencia como un evento extraordinario motivado por el heroísmo y el amor a la patria. Sin embargo, las influencias políticas, desafortunadamente, son minimizadas. Simplemente se asume la ignorancia del pueblo justificando sus acciones por necesidades prácticas: “A [los indios y castas] poco o nada les interesaba los problemas legitimistas en España pero, en cambio, vivían condiciones sociales y económicas insoportables que deseaban transformar” (Rico Diener et al., 2010: 165). Así, el mito del movimiento independentista como una gran revuelta

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popular, el resultado de trescientos años de explotación al pueblo, se da por hecho y continúa sin analizarse.

3. La historia nacional y sus historias A pesar de los cambios en los libros de texto, la idea del héroe extraordinario que se sacrifica por la nación no ha desaparecido del todo en los libros de historia dirigidos al público en general. Esta idea es evidentemente parte de la conciencia nacional, la cultura histórica y el historiador que quiere atraer la atención del público no especializado tiende a producir lo que el público quiere, una narrativa que satisface sus propias creencias ya sea aprobando o reprobando la historia oficial. Tal vez uno de los mejores ejemplos de la primera es La Biografía del Poder de Enrique Krauze y de la segunda es La otra historia de México. Hidalgo e Iturbide: la gloria y el olvido de Armando Fuentes Aguirre. Krauze sigue los lineamientos de la historia oficial. Ciertamente su libro es sofisticado y expone unos matices más complejos que los encontrados en muchos de los libros de consumo popular que simplemente repiten esta historia. Por ejemplo, Krauze reconoce el movimiento independentista en su contexto internacional y no puramente nacional. Sin embargo, su libro enfatiza la idea del héroe al basar su historia puramente en biografías de hombres que asumieron poder. Él trata de negar esto argumentando que su libro no intenta presentar la historia basada en el héroe, esa “great-man theory”, que considera “anticuada (e inaceptable)” (Krauze, 1997: xv). Aún así, en la historia de Krauze, Hidalgo es el héroe, el visionario, el conductor de un movimiento sin igual, una epopeya que libera al “mexicano”, al hombre pobre y explotado por el egoísmo español. Krauze escribe: En domingo, septiembre 16, 1810 (…)Miguel Hidalgo y Costilla, un cura de cincuentaisiete años de edad de una familia de antigüedad criolla (…) empezó repentinamente a exaltar a sus feligreses (…). Lo que Hidalgo intentó y consiguió fue lanzar a su rebaño contra los odiados gachupines (…) ‘que han estado explotando la riqueza del pueblo mexicano con gran injusticia por trescientos años’. En un mes, se le habían unido más de cincuenta mil hombres especialmente indios de los niveles sociales más pobres (Krauze, 1997: 12).

Krauze continúa más adelante: (…) en julio de 1811, [Hidalgo] fue juzgado por la Inquisición, condenado por las autoridades civiles, y ejecutado. Pero para entonces la semilla había comenzado a germinar. Tomó la forma de un largo y violento terremoto social, casi sin precedente en la Nueva España o América: la Guerra de Independencia Mexicana —un movimiento verdaderamente popular dirigido por cuatrocientos párrocos— solo para ser comparado en su furia con el levantamiento de los esclavos negros en Santo Domingo en 1801 y la rebelión india de Túpac Amaru (1781) en Perú (Krauze, 1997: 12).

Este tipo de historia nacional tiene sus detractores en aquellos que escriben por los grupos de mexicanos que no se identifican con el régimen, y ven en la historia oficial un esfuerzo del gobierno de legitimar su ideología política como

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la ideología nacional. Historias revisionistas se presentan como portadoras de “la verdadera historia,” que remueve el velo del mito nacionalista creado por el Estado con intereses políticos. Curiosamente, éstas tampoco niegan al héroe, simplemente lo convierten en antihéroe. Pocos escritores mexicanos “exponen” la historia oficial con tanto sarcasmo como la pluma de Armando Fuentes Aguirre. Catón, como es mejor conocido, intenta exponer lo ridículo de la historia oficial denigrando a sus héroes. Para mejor apreciar su estilo literario es preciso hacer una cita un poco más extensa. Catón escribe: [Después de que la conspiración de Querétaro fuese descubierta] Hidalgo (…) no parecía alterado, ni presa del nerviosismo que en los demás ponía zozobra y los hacía sugerir las más desatinadas providencias. El señor cura había ordenado chocolate para todos. Dio un sorbo a su pocillo, lo colocó en la pequeña mesa al lado de su cama, y mientras acababa de ponerse las medias dijo con voz serena y reposada: — Señores: somos perdidos. Aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines. [Al llamado a las armas de Hidalgo] Sus palabras serían llamadas luego “El Grito de Dolores”. Pero en ellas, desde luego, no hubo ningún grito. Fue un discurso, una arenga encendida, arrebatada, como había sido el repique de la campana (…) un discurso político (…) —lamento decirlo— demagógico y vestido con ropaje de mentiras. Por Dios y por el rey, como dice. Gran demagogo se mostraba don Miguel, y, con perdón sea dicho, muy hábil mentiroso. Porque él no quería luchar por el altar ni por el trono. Quería luchar por la independencia de México. Nadie, sin embargo, iba a seguirlo si revelaba su propósito real. Así, para librar al pueblo, Hidalgo comenzó por engañarlo. En eso de engañar al pueblo no sería el primero, ni el último (Fuentes Aguirre, Catón, 2012: 33).

Al igual que los historiadores que escriben para el público en general, la historia descrita por académicos, aquellos que desde su “torre de marfil” supuestamente tratan de desentenderse de intereses políticos o culturales, no pueden dejar de escribir historias de la historia. Claudio Lomnitz, antropólogo de la Universidad de Columbia en Nueva York, quien preocupado por cómo intelectuales mexicanos se conforman con la historia oficial, criticó fuertemente el libro de Krauze. Su propio libro, Deep Mexico Silent Mexico (2001), es un esfuerzo por proponer una historia que exponga la voz de los silenciados. Es decir, su historia se entiende de abajo hacia arriba, para así producir, según él, la verdadera identidad y deseo público, libre de las manipulaciones del gobierno. Lomnitz intenta exponer la historia de los muchos y pobres contra la de los pocos y poderosos. Para él intelectuales como Krauze son un instrumento del Estado que pone “la verdadera historia” de cabeza. Lomnitz toma ofensa de que Krauze pide a “los campesinos mexicanos ‘enterrar a Zapata,’ quien demandó tierra para aquellos que la trabajan, pero nunca olvidar un

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movimiento de la clase media [Tlatelolco 1968] que demanda democracia” (Lomnitz, 1998: 1055). Según Lomnitz, Krauze se traga la historia oficial “entera —anzuelo, línea y plomada (…) pero con una variante: en lugar de culminar en el progreso provocados por la revolución mexicana (que ha sido el Fin de la Historia hasta hace poco), culmina con la democracia que la generación de 1968 de Krauze supuestamente engendró” (Lomnitz, 1998: 1056). En otras palabras, Lomnitz quiere remplazar la historia de Krauze y su grupo socio-económico y cultural por una historia del “pueblo”, grupos explotados y silenciados por el Estado. Entonces, ¿cómo analiza Lomnitz el Grito de Dolores? Irónicamente para él, en esencia, la independencia no es muy diferente a la de Krauze pues ambos la entienden como la movilización de los grupos oprimidos para destruir la opresión española. La diferencia es que Lomnitz ve en la religión de Hidalgo, no en su persona, el principal agente revolucionario. En la interpretación de Lomnitz, la verdadera revolución de Hidalgo está fundamentada en la reacción contra su excomunión. Así, él pretendía establecer un Estado “gobernado por verdaderos católicos, y no por opresores que usan el catolicismo para perseguir sus metas anticristianas: la extracción del dinero y la opresión de la nación” (Lomnitz, 2001: 86). Lomnitz ve la revolución de Hidalgo como utópica y por eso falla. La independencia será ganada por una ideología más inclusiva y práctica, la del coronel realista Agustín de Iturbide (Lomnitz, 2001: 87).

4. La historia académica y sus historias Como lo demuestran Krauze y Lomnitz, las diferentes interpretaciones históricas, ya sea el líder que unifica al pueblo oprimido por su carisma o el mismo que lo logra por su ideología, exponen diferentes verdades, o historias, de esa historia. Al igual que ellos, otros académicos continúan debatiendo el significado y las interpretaciones de la historia, produciendo un sinnúmero de historias. Hasta antes de la década de 1970, muchas de las interpretaciones académicas del Grito de Dolores son similares a la historia oficial, pero ofreciendo diferentes tonalidades a esta narrativa, incluyendo influencias externas como la ideas liberales de la Ilustración europea, el ejemplo anti-colonial de la independencia de Estados Unidos y la influencia anti-monárquica de la Revolución Francesa, además por supuesto de la invasión napoleónica a España y la creación de las Cortes de Cádiz. En los años setenta, Tulio Halperin Donghi y David A. Brading son de los primeros historiadores en rechazar la versión tradicional y proponer como causa el resultado de un proceso evolutivo del estado político que se inició en la década de 1750 con las reformas Borbónicas y que no se consolida sino hasta la Guerra de Reforma a finales de la década de 1850 (Vázquez, 1997: 9– 10). Es decir, políticos en la Nueva España, en su mayoría españoles y criollos, progresivamente rechazan la monarquía absolutista, basada en privilegios y

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favorecen la monarquía representativa hasta que las diferencias se vuelvan intolerables forzando así la independencia. Esta visión viene en una gran variedad de matices. Mientras Brading enfatiza que las reformas políticas que llevarían a la independencia fueron producidas en gran medida por el fortalecimiento de la identidad criolla y sus desventajas ante los privilegios españoles, James Lockhart muestra su escepticismo al señalar que en realidad los españoles y criollos compartían los privilegios como clase dominante (Lockhart, 1983: 132). Brading insiste en su posición indicando que mientras “los Peninsulares hicieron dinero de las minas y las importaciones (…), los criollos lo perdieron en tierras” (Ladd, 1976: 10–11). Doris M. Ladd, interesada en el papel de la nobleza mexicana en la independencia, rechaza no solo la tensión entre criollos y peninsulares como un burdo estereotipo que poco tiene que ver con las causas de independencia y, más bien añade otros: “insurgentes contra realistas, estatus colonial contra independencia, y monarquismo contra republicanos (Ladd, 1976: 11). Para ella, al igual que los más recientes historiadores, el movimiento de independencia fue principalmente el resultado de la lucha política por la autonomía entre la clase alta novohispana, incluyendo españoles y criollos, y la metrópoli. Si, como lo sugieren varios estudiosos en los últimos cuarenta años, la causa no fue la lucha de un pueblo oprimido, entonces el Grito de Dolores, el símbolo más representativo de la independencia, es puesto en tela de juicio. Aunque esto pueda sorprender a muchos mexicanos, esta interpretación no es nueva. Desde los análisis más antiguos como los de Lucas Alamán y José María Luis Mora, quienes vivieron el proceso de independencia, hasta el estudio más reciente hecho por Jaime E. Rodriguez O., We are Now the True Spaniards (2012) están de acuerdo en este punto. Ladd añadirá que el movimiento de Hidalgo no sólo no realizó la independencia sino que “de 1810 a 1816 dividió decisivamente la lucha por la autonomía” (Ladd, 1976: 111). Una vez más, esta interpretación no es nueva. Ladd señala que testigos como Félix María Calleja, el líder militar realista y eventual virrey que prácticamente destruyó la insurgencia en la Nueva España, estaba convencido que, debido al gran apoyo que tenía la opción separatista, la conspiración de Querétaro hubiese sido exitosa si Hidalgo no se hubiera decidido por la lucha armada (Ladd, 1976: 114). Después de todo, “El Plan de Iguala”, el plan de pacificación que produjo el consenso en la Nueva España para declararse autónoma de España, era un plan político muy similar al programa autonomista que no solo los delegados mexicanos habían presentado a las cortes españolas en 1811 sino también los insurgentes, en la pluma de José María Cos, lo presentaban como su casus belli en 1812 (Ladd, 1976: 121). Ladd insiste en que para la historia del radicalismo mexicano, “el grito insurgente de 1810 continúa siendo de crucial importancia. Sin embargo, para la historia de la sociedad, de la economía, de las instituciones o de las políticas el año de 1810 empieza nada y termina nada” (Ladd, 1976: 169). Otros aportes históricos tienden a comprobar la versión de estudios como el de Ladd. Por ejemplo, Miguel Ramos Arizpe, no considera que Hidalgo haya sido

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inspirado por la supuesta opresión del pueblo. El representante de la diputación novohispana en Cádiz reconoce en 1811 que el papel de Hidalgo fue parte de un proceso más complejo. En México –explica Arizpe– la prisión del Virei Don José Iturrigaray executada la noche del 15 de septiembre de 1808 por una facción de Europeos, exitó la rivalidad entre ellos y los Americanos… y por las gracias que llevó al Virei Don Francisco Venegas para los autores cómplices de la facción causó una alarma en tierra adentro, que comenzó en el pueblo de Dolores en 14 de septiembre de 1810 [sic] y que se extendió asombrosamente (Arizpe en Briseño Senosiain, et al, 1985: 185).

Y Arizpe continúa diciendo Lo que quieren y explican [los insurgentes] en sus proclamas, reglamentos y gazetas, es gobernarse, durante el cautiverio del Rey, por las juntas que ellos formen, porque no tiene confianza de las que se han instalado en la Península. (…) No desean la independencia de la Monarquía, cuando reconocen y han jurado al Rey á Fernando Septimo, que es el punto de reunión de toda ella” (Arizpe en Briseño Senosiain et al., 1985: 193-194)3.

Sin embargo, otros documentos podrían apoyar la interpretación de las historias nacional y popular. A un mes de haber comenzado su insurgencia, Hidalgo señala “los españoles no habían venido a América ‘sino por despojarnos de nuestros bienes, por quitarnos nuestras tierras, por tenernos siempre avasallados bajo de sus pies” (Landavazo Arias, 2012: 31). Y pide al pueblo “ayudarnos a continuar y conseguir la grande empresa [la libertad política] de poner a los gachupines en su madre patria porque ellos son los que con su codicia, avaricia y tiranía, se oponen a vuestra felicidad temporal y espiritual” (Hidalgo en Briseño Senosiain et al., 1985: 92)4. José María Morelos y Pavón, el heredero militar y político de Hidalgo, igualmente declara “la posesión española de América se había hecho ‘a fuerza de armas’ y que ‘las tiranías’ que los españoles habían ejercido con los indios ‘antes y después de su indebida conquista’ eran ‘demasiado constantes’” (Rodriguez O., 2012: 206). Morelos, aquí, no habla de autonomía sino de independencia. En octubre de 1814, indiscutiblemente declara que “América es libre e independiente de España y cualquier otra nación, gobierno o monarquía” (Rodriguez O., 2012: 224). Sin embargo, alguna veces otros documentos parecen contradecir a Hidalgo abriendo la posibilidad de varias interpretaciones históricas. En su misma proclama de octubre de 1810 Hidalgo añade: También nos dirían que somos traidores al rey y a la patria, pero vivid seguros de que Fernando Séptimo ocupa el mejor lugar en nuestros corazones (…). Por conservarle a nuestro rey estos preciosos dominios y el que por ellos [los gachupines] fueran entregados a una nación abominable [Francia]” (Hidalgo en Briseño Senosiain et al., 1985: 94). 3 4

“Representación de la Diputación Americana a las Cortes de España, Cádiz,” 1 Agosto1811. Proclama de Miguel Hidalgo “Para la Libertad de América,” 19 octubre 1810.

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Hidalgo insiste que los peninsulares también entraban ‘en los planes de nuestra libertad’, y que se trataba de ‘una torpísima equivocación la que los ha hecho creer que los miramos a todos como enemigos’ (…) ‘sabrán que no hacemos distinción entre criollos y gachupines, sino entre buenos y malos ciudadanos (Landavazo Arias, 2012: 34).

Si las fuentes aún de los mismos participantes históricos aparentemente se contradicen, ¿cómo podrá entenderse lo que realmente pasó? O, en este caso, ¿cómo saber la causa verdadera por la independencia? Jaime E. Rodriguez O., quien ha estudiado el movimiento de independencia desde principios de los años setenta, en su último libro, We are Now the True Spaniards, ofrece un excelente análisis de la independencia mexicana. Casi con precisión científica, aportando copiosas fuentes y certero análisis trata de borrar toda duda acerca de cual es la interpretación “verdadera”. Él señala que su libro cuestiona la interpretación de que Hidalgo y la insurgencia subsiguiente logró la independencia de México. Demuestra que la transformación política dentro de la monarquía española (compuesta de diferentes territorios) —la cual se aceleró después de la invasión Francesa a España en 1808 y culminó en la Constitución Hispánica de 1812 promulgada por las cortes de Cádiz y las instituciones de autogobierno son establecidas— fue la revolución fundamental (Rodríguez O., 2012: 1).

Aún más, para Rodríguez el conflicto criollo-peninsular, aunque existente, no fue lo suficientemente severo como para dejar a la independencia como el único camino, ya que los representantes novohispanos en las cortes eran en su mayoría criollos (Rodríguez O., 2012: 110). Así, la caída del rey español crea un vacío político, revirtiendo la soberanía al pueblo, y este vacío es llenado por sus representantes regionales. Es decir, al momento en que Hidalgo inicia su insurgencia, los novohispanos ya estaban negociando la autonomía. A pesar de la excelente documentación y análisis de su libro, éste no deja de ser una interpretación con opiniones subjetivas. Por ejemplo, para Rodríguez la revuelta de Hidalgo tampoco fue “La Gran Rebelión Indígena” contra la explotación española, y que Aunque debió haber algunos Indios en el grupo [que los siguió ese 16 de septiembre] la mayoría de ellos probablemente consistía de mulatos, mestizos y criollos. Considerando la naturaleza de la composición étnica y racial de la región, parece evidente que participaron más criollos en la insurrección como tropa y no simplemente como líderes [cuando menos durante su etapa inicial] (Rodriguez O., 2012: 124. Énfasis añadido.).

El mito de la revuelta indígena, según Rodríguez, fue promovida por los historiadores de la época Carlos María de Bustamante y Lucas Alamán “por diferentes razones” (Rodríguez O., 2012: 129. Énfasis añadido). Rodríguez continúa diciendo que

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la evidencia disponible demuestra que la mayoría de los insurgentes no eran ni indios ni campesinos. En su etapa inicial, la mayoría de los seguidores de Hidalgo fueron mulatos, mestizos y criollos. La mayoría eran probablemente trabajadores agrícolas de la región agrícola más avanzada del virreinato, el Bajío. Muchos eran trabajadores urbanos y un número significativo de ellos eran trabajadores calificados, como mineros (Rodríguez O., 2012: 129. Énfasis añadido).

Desafortunadamente, sin especificar las diferentes razones de los historiadores o exponer la evidencia disponible, a pesar de lo meticuloso de su trabajo, Rodríguez afirma pero no demuestra que este movimiento no fue una revuelta campesino-indígena. A pesar de que no todos los historiadores reconocen “la Gran Rebelión Indígena”, es claro para todos los historiadores que en algún momento la rebelión fue apoyada por decenas de miles de gentes de las clases pobres. Rodríguez lo explica así: La transformación socioeconómica del Bajío y la condición especial de Michoacán había aislado profundamente a los pobres rurales y urbanos de la región, quienes veían su sufrir como injusto. Además, la ausencia del rey y el temor de una dominación francesa creó una sensación de inseguridad. El llamado a las armas de Hidalgo y sus seguidores les pareció una oportunidad para reparar sus agravios mientras castigaban a sus explotadores. Más aún, sus acciones prevendrían la temida traición de los peninsulares con los franceses. Las condiciones, sin embargo, no eran las mismas en otras partes de la Nueva España. La violencia en Guanajuato y la posibilidad de una guerra civil asustaba a todas las clases, castas y grupos étnicos, que percibían la insurrección como una amenaza potencial a sus intereses (Rodriguez O., 2012: 137).

Rodríguez enfatiza y confirma una de las versiones más aceptadas de la reciente historiografía sobre la independencia. Por esto, uno puede caer en la tentación de asumir que su historia es la verdadera, el resultado de una especie de evolución lineal de la historiografía que ha llegado a su conclusión. Aunque, considero la historia de Rodríguez una de las más convincentes, ésta no puede ser aceptada como la historia última y verdadera. Su análisis se enfoca en la elite política novohispana y se ve forzado a mitigar o ignorar la experiencia e intereses de numerosos otros grupos. El uso selectivo de documentación no debe tomarse necesariamente como una artimaña del historiador, ya sea académico o el cronista de una comunidad o nación, para manipular el entendimiento de la historia, aunque algunas veces así lo sea. Como lo indicó M. I. Finley “el pasado es una masa intratable, incomprensible de información incontada e incontable. Se puede representar inteligible solo si alguna selección es hecha, alrededor de un foco o focos” (Finley, 1965: 283).

5. La utilidad de la historia

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Si la historia requiere que ciertas fuentes se usen y otras se ignoren para crear una narrativa imaginada, ¿es entonces necesario declarar la falsedad y, por esto mismo, la inutilidad de la historia? No. Al contrario de lo que declaró Francis Fukuyama en 1992, La historia no ha muerto. La historia no es una cronología lineal hacia la civilización, “que se pierde o muere cuando la gente moderna vive cómodamente sus vidas sin explicaciones últimas de la historia o mito” (Holm y Bowker, 1994: 7). Muy al contrario a la visión vacía y puramente utilitaria de Fukuyama, la historia es la vía por la que grupos humanos buscan darle sentido y significado a sus vidas colectivas en un continuo ajuste a los cambios, consecuencia del pasar del tiempo. Los eventos del pasado se seleccionan, se analizan, y se interpretan para crear (o destruir) una interpretación de la identidad del hoy comunitario. Si una comunidad, ya sea tan pequeña como un clan o tan grande como un Estado-nación, carece de una historia, o ésta se percibe como falsa, la comunidad carecerá de una idea que los una y el resultado será caos, violencia y, posiblemente, fragmentación o disolución. La historia da sentido a nuestra existencia como seres sociales y es por esto que todas las comunidades luchan por crear y defender la suya. Sus acusadores han continuado y continuarán debatiendo y exponiendo la falsedad o inutilidad de la historia pero, al final, hay una necesidad intrínsecamente humana por definir nuestro sentido de comunidad en base a nuestro pasado. Los libros de texto han cambiado al entender la utilidad de la historia en la transformación de la comunidad nacional. Pero este cambio también es producto del presente. Así, estos libros reflejan el cambio de la realidad política del país, del dogmatismo bajo el Estado de partido único a la crítica y la inclusión para intentar ayudar a desarrollar los valores democráticos que luchan por emerger desde la caída del régimen unipartidista en el 2000. La relativamente famosa disputa que emerge entre Krauze y Lomnitz a finales de los años noventa y las controversias como resultado de interpretaciones académicas sólo enfatiza el hecho de que aún estudiosos de la historia crean una historia que no está tan lejos del mito (no como falsedad sino como mecanismo de la Historia para dar interpretación y significado al devenir). Así, la historia de uno no es necesariamente más verdadera que la del otro. La Historia es fluida y solo se puede entender a través de las varias historias que se crean a su alrededor. De cualquier forma, existe una necesidad intrínsecamente humana por poseer una historia. La historia es interpretación pero no es ficción y aquellas que lo sean deben ser señaladas por su falsedad. Toda narrativa histórica debe considerar seriamente la evidencia disponible. Una historia podrá ser más convincente y aceptada que las otras si el historiador demuestra su seriedad en el uso de fuentes y su habilidad de análisis y argumentación. La verdad de las historias, aunque no sea absoluta, tiene que entenderse como tal para que la gente la acepte como parte de su historia.

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Aún así, el historiador no podrá convencer al que no quiere aceptar otras historias. Y ciertos grupos preferirán creer lo que necesitan creer y no lo que la evidencia demuestra. Como lo advierte William H. McNeill: La fe liberal, por supuesto, mantiene que en el mercado libre de ideas, la verdad eventualmente prevalecerá. No estoy listo para abandonar esta fe (…). Sin embargo, el deseo de creer es tan poderoso hoy como en cualquier otra época del pasado; y verdaderos creyentes casi siempre desean crear una comunidad de creyentes, para poder vivir más cómodamente, aislados de desacuerdos problemáticos (McNeill, 1986: 4).

Esto demuestra la limitación del historiador para poder cambiar la concepción de la historia nacional. Considerando esta situación limitante de los historiadores, es el trabajo y obligación de estos presentar y debatir las historias de la historia, para que aprendamos a ser críticos de “mi historia” y aprender a respetar y aceptar críticamente “tu historia.” Desacreditar la historia del “otro” simplemente por creer “mi” historia es caer en superficialidades e intolerancias que suelen resultar en dominio y explotación de un grupo sobre otro o, en el peor de los casos, como ya ha ocurrido en más de una ocasión en el mundo, el genocidio. El historiador no tiene la capacidad de cambiar la historia de los grupos radicales pero una historia bien desarrollada y fundamentada puede influenciar considerablemente a muchos miembros de una sociedad abierta y de espíritu democrático. Así, la historia nacional puede y debe incrementar la tolerancia y el entendimiento entre los varios grupos internos y externos. Esa es la misión e importancia no de la Historia sino de las historias de la historia.

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