Estudios de Prehistoria y Arqueología en homenaje a
Pilar Acosta Martínez
Rosario Cruz-Auñón Briones Eduardo Ferrer Albelda (coordinadores)
Rosario Cruz-Auñón Briones Eduardo Ferrer Albelda (coordinadores)
Estudios de Prehistoria y Arqueología en homenaje a
Pilar Acosta Martínez
Sevilla 2009
Serie: Historia y Geografía Núm.: 145
Comité editorial: Antonio Caballos Rufino (Director del Secretariado de Publicaciones) Carlos Bordons Alba Julio Cabero Almenara Antonio José Durán Guardeño Enrique Figueroa Clemente Antonio Genaro Leal Millán Begoña López Bueno Antonio Hevia Alonso Juan Luis Manfredi Mayoral Antonio Merchán Álvarez Francisco Núñez Roldán
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[email protected] http://www.publius.us.es © Rosario Cruz-Auñón Briones y Eduardo Ferrer Albelda (coordinadores) 2009 Impreso en España-Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-472-1140-1 Depósito Legal: SE-1.279-2009 Maquetación e impresión: Pinelo Talleres Gráficos, S.L. Camas-Sevilla
Índice
Pilar Acosta Martínez Rosario Cruz-Auñón Briones...........................................................................
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Recuerdos del gabinete de dibujo de Pilar Acosta Fernando Amores Carredano. ..........................................................................
19
Comentarios acerca del Neolítico Antiguo en Andalucía Oswaldo Arteaga / Anna-Maria Roos. ...........................................................
37
Algunas reflexiones sobre la interpretación del adorno personal. El caso del Neolítico andaluz Isabel Rubio de Miguel.......................................................................................
75
Propuesta para la clasificación funcional y cronológica del arte rupestre esquemático a partir del modelo extremeño Hipólito Collado Giraldo................................................................................
89
Acerca del arte esquemático en Aragón. Terminología, superposiciones y algunos paralelos mobiliares Pilar Utrilla y Manuel Martínez Bea..............................................................
109
Pintura megalítica en Andalucía P. Bueno Ramírez / R.de Balbín Behrmann / R. Barroso Bermejo.....................
141
Análisis de imagen y documentación integral del arte rupestre: una propuesta de futuro Miguel Ángel Rogerio Candelera....................................................................
171
Prospecciones en Tierra de Barros (Badajoz). Los asentamientos del III milenio a.n.e. Victor Hurtado / Pilar Mondéjar....................................................................
187
Sistemas de informacion geográfica y análisis espacial intrasite aplicados al estudio de la dispersion del registro arqueológico en la necrópolis del III milenio a.n.e. de “El Negrón” (Gilena, Sevilla) Rosario Cruz-Auñón Briones / Juan Carlos Mejías García...........................
207
Campaniforme, jerarquización social y selección interdémica en el suroeste de la Península Ibérica. Una aproximación desde la arqueología evolutiva Daniel García Rivero.........................................................................................
233
Sobre barcos y astros. En torno al imaginario cósmico de la Prehistoria Reciente en el Mediodía Ibérico José Luis Escacena Carrasco / Beatriz Gavilán Ceballos / Martí Mas Cornellá.
255
Metal para los dioses. La secuencia del grupo Baiões durante el Bronce Final II y el comercio chipriota de hierro hacia Portugal (1200-1050 AC) Alfredo Mederos Martín..................................................................................
279
“Arqueología Rural”, Territorio y Paisaje en la protohistoria del Guadiana Medio: una propuesta metodológica Alonso Rodríguez Díaz.....................................................................................
305
La vestimenta ibérica prerromana: una lectura social desde “su imagen” Mª Luisa de la Bandera Romero. ......................................................................
337
Los sacerdotes del Heracleion gaditano y el poder José María Blázquez Martínez..........................................................................
357
El Kronion de Gadir: una propuesta de análisis Mª. Cruz Marín Ceballos y A.Mª. Jiménez Flores............................................
373
El periplo de Hanón y las Islas Canarias Antonio Tejera Gaspar y Mª E. Chávez Álvarez..............................................
395
A propósito de Tagilit y de otras ciudades púnicas del sureste de Iberia Eduardo Ferrer Albelda....................................................................................
407
La imagen de los dioses de la Turdetania a la Bética Mercedes Oria Segura.......................................................................................
419
Las ánforas republicanas de Hispalis (Sevilla) y la “cristalización” del repertorio anfórico provincial Enrique García Vargas.......................................................................................
437
El urbanismo del municipio romano de Turobriga (Aroche, Huelva) Juan M. Campos Carrasco.................................................................................
465
La colonización agrícola de las terrazas del Guadalquivir en época romana: el caso del arroyo de Las Culebras (Dos Hermanas, Sevilla) Francisco José García Fernández. ....................................................................
483
Sobre el descubrimiento y primera lectura de CIL II 1151: correspondencia entre Ivo de la Cortina y Antonio Delgado a propósito de los trabajos en Itálica en 1839 José Beltrán Fortes............................................................................................
505
La casa del Oscillvm en Astigi. Aspectos edilicios S. García-Dils de la Vega, S. Ordóñez Agulla y O. Rodríguez Gutiérrez. ....
521
Análisis forense de la imagen y manchas de sangre de la Sábana Santa. Aportaciones para la valoración de las circunstancias alrededor de la muerte de Jesús de Nazaret Miguel Lorente Acosta.....................................................................................
545
Las cerámicas finas –alcarrazas blancas– de Sevilla en la Edad Moderna: la expresión barroca de una tradición almohade Fernando Amores Carredano / Pina López Torres...........................................
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La imagen de los dioses de la Turdetania a la Bética
Mercedes Oria Segura Universidad de Sevilla1
Punto de partida: el material y sus incógnitas El Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Sevilla rinde con esta publicación un homenaje tan merecido como sentido, por ser lamentablemente póstumo, a su catedrática de Prehistoria la Profª Pilar Acosta Martínez. Teniendo muy presente la entrañable figura de Dª Pilar, me uno al mismo con un trabajo que, centrado en diferente época y cultura, se mueve también en uno de los terrenos donde se desarrolló su actividad investigadora, la interpretación de las imágenes y su vinculación con la sociedad que las produjo. La investigación parte de varias cuestiones a resolver: —— La primera de ellas es la forma en que las iconografías divinas representan conceptos religiosos. Para ello contamos en el área de estudio con una compleja tradición de representaciones de dioses anterior a la llegada de las primeras influencias romanas, bien estudiada por diversos especialistas cuyos trabajos están recogidos en la bibliografía que acompaña a éste. Esa variedad de imágenes puede ser contrastada con el riquísimo repertorio iconográfico de época imperial. —— La segunda es la cuestión de los usos de las imágenes y en concreto, su papel como centro de la devoción de los hispanos, en una y otra etapa. —— En tercer lugar, conectada con ambas y crucial en la investigación, ya que conduce directamente al terreno del pensamiento, los valores y las reacciones, se trata de averiguar qué motiva un cambio tan acentuado a simple vista, entre las prácticas prerromanas y romanas. En definitiva, intentar
1. Grupo de Investigación “De la Turdetania a la Bética”, proyecto Sociedad y Paisaje. Análisis arqueológico del poblamiento rural en el Sur de la Península Ibérica (siglos VIII a.C. – II d.C.) (Proyecto HUM152 del III P.A.I., HUM 2005-07623 del Ministerio de Educación y Ciencia, Dirección General de Investigación, Programa Nacional de Promoción General del Conocimiento).
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entender cómo los hispanos concebían a sus dioses y los hacían físicamente presentes en su entorno, con lo que ello implica de relación directa con los mismos. Para tratar de resolver estas cuestiones disponemos de una documentación tan amplia como desigual. Para la etapa prerromana existe un número relativamente abundante de imágenes, casi siempre iconografía “menor”, que representan a dioses del panteón semítico, fenicio y púnico, venerados en la zona suroccidental de la Península. Para el área ibérica del Alto Guadalquivir, abundan en cambio las esculturas de gran tamaño junto a las figurillas de dimensiones reducidas, placas, etc., muchas de ellas en contextos claramente religiosos y funerarios. El problema en este caso es que raras veces se puede decir con seguridad que representen a dioses y menos aún a cuáles. Por último, carecemos de representaciones de dioses puramente turdetanas, sean del tipo y la función que sean. Para la etapa de tránsito que nos interesa aquí la documentación es más escasa, sobre todo en lo que respecta a las imágenes con iconografía clásica y relacionables con la religión romana: pocas esculturas y figurillas, algunas piezas de decoración arquitectónica, representaciones monetales y poco más, aunque en las imágenes referidas con cierta seguridad a los dioses prerromanos y que se utilizan en este período se observa una interesante evolución iconográfica que comentaré más adelante. Las referencias escritas, sean literarias o epigráficas, resultan tan poco numerosas como ilustrativas. La investigación descansa por tanto en fuentes fundamentalmente arqueológicas. Las imágenes de dioses en el mundo antiguo y las tradiciones iconográficas en la Bética No todas las religiones antiguas y modernas representan a sus dioses y no todas las que lo hacen eligen formas humanizadas. En general la ausencia de imágenes puede interpretarse, bien en el sentido de unas creencias preferentemente espirituales, bien por la prohibición de representar lo sobrehumano con los limitados medios humanos (véase la prohibición bíblica de representar a Yaveh: Éxodo 20, 4-5), bien por un sentido práctico que haría innecesario figurar a unos dioses de los que se espera primordialmente eficacia (inclinándose por esta segunda interpretación para el caso romano, Turcan 1988: 3 ss.). Por el contrario dar una imagen a los dioses supone evitar la ausencia, hacer visible lo invisible facilitando la comunicación entre los dioses y los devotos (Schnapp 1994: 43), aunque esa presencia puede revestir formas muy diferentes, desde el símbolo más o menos abstracto (la llama, la roseta, etc.), o la figura monstruosa, a la representación de atributos sobrenaturales como alas, cuernos, auras luminosas, etc. en figuras de aspecto humano. La máxima humanización se da en las figuras de los dioses clásicos, cuya divinidad se ve sobre todo reflejada en su perfecta belleza y majestuosa actitud, que sin embargo no es más que un pálido reflejo que ayuda a imaginar lo sublime. De creación fundamentalmente griega, estas iconografías son bien acogidas, como veremos, en todo el Mediterráneo por pueblos de diferente cultura y religión, dándose en el caso romano (para el que la mediación
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etrusca resulta fundamental: v. en general Pairault Massa 1992) un mimetismo casi perfecto. La elaboradísima mitología griega se importa junto con las imágenes que la reproducen. De hecho, esculturas legendarias asociadas al origen de Roma, comenzando por el Paladio llevado por Eneas desde Troya, son introducidas por un griego o por un etrusco, como el primitivo grupo de la Tríada Capitolina atribuido a los Tarquinos. Da la impresión de que los propios romanos eran conscientes de que la práctica de realizar imágenes de dioses y utilizarlas en el culto era ajena a su religión, originalmente anicónica. La forma de representación en muchos casos es indicativa de cómo se concibe al dios y cuáles son sus atribuciones: potencia espiritual, padre creador, madre nutricia,“técnico especializado”… En cuanto a la reacción que despiertan, evidentemente la actitud de un devoto no es la misma ante una figura monstruosa de gesto amenazador, o ante una imagen antropomórfica pero de dimensiones y riqueza excepcionales, que ante una figura humanizada en su aspecto y proporciones. En el primer caso se acentúa la dimensión sobrehumana y el alejamiento de unos fieles sumisos a un poder fuera de su control. En el segundo se favorece la afinidad y cercanía de unos dioses cuyo aspecto humano incita al diálogo (son imágenes que aparentan oír y expresan emociones: Spivey 1997: 50) y cuyo comportamiento es incluso semejante al de los mortales comunes: amores, venganzas, celos, lealtades.... Pero la existencia de iconografías distintas para las mismas divinidades (humanas y simbólicas, monstruos que se humanizan), hace pensar que el aspecto físico de la imagen no está directamente condicionado por razones teológicas. En cambio parece tratarse más bien de una cuestión de ámbitos de uso: una iconografía para presidir el culto y otra para ofrecer como exvoto, una para la representación propiamente religiosa y otra para incluir al dios en la vida pública, etc. En el caso de la futura Bética nos encontramos que la representación figurada de los dioses, en particular la escultórica, y el uso de esculturas para la exhibición pública cuentan con pocos precedentes. En este sentido difiere el comportamiento de los grupos tartésicos-turdetanos, los ibéricos y los de origen fenicio-púnico. Empezando por este último, destacan las representaciones anicónicas de uso cultual frente a la proliferación sobre diferentes objetos de imágenes, las más antiguas por lo general, de aire claramente oriental y relacionadas con los cultos practicados por los primitivos colonos y sus descendientes: dioses masculinos vestidos con faldellines o desnudos, caminando o en la actitud amenazante del Smiting God, como los conocidos bronces de Sancti Petri o la Barra de Huelva; o estáticos como el“Sacerdote de Cádiz”y su imitación de la Col. Calzadilla, posibles representaciones de Ptah. También hay figuras femeninas estantes o entronizadas de peinado hathórico, desnudas o con ceñidas túnicas, portando frutos, aves, flores, etc., de las que podemos destacar piezas tan conocidas como la Astarté del Carambolo, el “Bronce Carriazo”y otros similares o la Astarté de Galera2. Para muy pocas de ellas
2. . La bibliografía sobre estas imágenes se haría casi interminable y sobrepasaría con mucho los límites e intención de este trabajo. Remito por tanto a un trabajo de conjunto donde es posible encontrar referencias mucho más detalladas: VV.AA. 1999.
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ha sido posible constatar con seguridad un contexto religioso, aunque la tipología de bastantes objetos (timiaterios, páteras y otros recipientes de metal, figurillas de bronce o terracota algunas con inscripción) permite relacionarlos con ambientes rituales. Cuando se conoce la procedencia de las imágenes, suele ser el entorno de un lugar de culto: los bronces de Cádiz y Huelva, la Astarté del Carambolo, etc.; o una necrópolis: la Astarté de Galera, los objetos encontrados en diferentes necrópolis de Los Alcores, etc., pero su función parece más bien la de exvoto o ajuar que la de símbolo cultual, función que en el mundo semita desempeñan sobre todo los betilos. En general predomina la imagen humanizada, cuya divinidad se hace presente sobre todo en sus atributos, actitudes, etc., pero también se utilizan otros motivos. La cerámica llamada “orientalizante” con decoración pintada figurativa, abundante en la campiña sevillana (Montemolín, Carmona, Lora del Río, etc.) normalmente en contextos ceremoniales, muestra al parecer alusiones a las divinidades propias de este ámbito, en especial rosetas y otros motivos vegetales relacionados con Astarté que se han relacionado con ciclos de vida y muerte, así como seres mitológicos del repertorio oriental como grifos y esfinges (Chaves y Bandera 1986; Belén y Escacena 1997: 106-108). Por otra, en el sector ibérico identificable en el medio y alto Guadalquivir y Andalucía oriental se constata la misma ambivalencia: símbolos cultuales anicónicos y algunas representaciones de probables dioses en objetos no específicamente cultuales, con pocas excepciones de interpretación difícil. Hay algunos casos relativamente claros, como las plaquitas que representan un “domador de caballos” bifronte de las que algún ejemplar se encuentra en la provincia de Jaén (Marín y Padilla 1997), o el relieve de Almodóvar del Río donde una gran figura femenina que se sujeta los pechos es transportada en un carro (La sociedad ibérica... 1992: 144). Mientras los personajes representados en los excepcionales conjuntos escultóricos de Cerrillo Blanco o El Pajarillo tienen más que ver con antepasados heroizados que con dioses propiamente dichos (Molinos et al. 1998), la interpretación como diosas o no de las populares“Damas”es altamente controvertida (Ruano 1987; Morena 1999; Marín 2000-2001, etc.). Para los turdetanos falta completamente la información, tanto directa en forma de restos arqueológicos conservados, como indirecta mediante referencias de autores clásicos (una simple constatación sin intentos de explicación en Mangas 1992: 188). Quizás la única excepción en el Sur peninsular sea la mención a la escultura de Marte con corona radiada, que según Macrobio (Saturnal. 1, 19, 5) veneraban los accitanos con el nombre de Neto. No tenemos una fecha segura para este testimonio, que León y Rodríguez Oliva (1993: 21-23) consideran “recuerdo probable de un culto a una divinidad prerromana y prueba de su existencia urbana [la de Acci] antes de la fundación colonial”. En todo caso la ciudad mencionada pertenece más al ámbito ibérico que al turdetano. La ausencia de datos puede interpretarse como indicio de que la religión turdetana era anicónica en todos los sentidos (Escacena 1992: 61-66; 1992b: 329-332). En conjunto, a partir del material conservado debemos considerar que los habitantes de la futura Bética son más bien reacios a las representaciones de dioses,
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con la excepción de los de origen fenicio o púnico y el entorno en el que éstos se asientan, y sobre todo a utilizarlas como centro de las ceremonias cultuales. Para éstas se prefieren decididamente los símbolos anicónicos que hacen presente a la divinidad, pero sin mostrarla abiertamente en todo su poder y sin dejar ver tampoco la reacción que produce en ellos el ritual que se les ofrece. El proceso de helenización iconográfica La iconografía griega se hace presente en estos tres ámbitos. En el mundo ibérico aparece como influencia estilística en la estatuaria y también directamente importada y reinterpretada por la élite ibérica, que utiliza en sus enterramientos vasijas de figuras rojas con función de urnas cinerarias y acoge representaciones tan características como los centauros y sátiros danzantes, en figurillas de bronce y en soportes tan relacionados con la simbología funeraria como las páteras de plata (Griñó y Olmos 1982: esp. 29-33; Olmos 1991: 213 ss.; Olmos 1996, etc.). En las ciudades púnicas hispanas se manifiesta como parte de un amplio fenómeno cultural que afecta en general a todo el mundo púnico occidental, como a los demás pueblos mediterráneos incluida la propia Roma. El aspecto que más nos interesa aquí es el de la representación helenizada de sus dioses, evidente, entre otros ejemplos de la futura Bética, en un Melqart / Heracles (Lámina I) de procedencia indeterminada en el Museo de Sevilla (Fernández Gómez 1983); en una pequeña figura de bronce de Alhonoz (Lámina II), una diosa armada de rasgos arcaizantes hallada en el relleno de un ustrinum del período orientalizante (Blech 1980: 142-143; López Palomo 1999: 396); en la cabecita de terracota de la isla de Saltés con representación del mismo dios (Garrido y Orta 1966); o en una terracota fragmentada procedente de un depósito votivo hallado por Siret en Villaricos (1907/1995) y publicado por Mª J. Almagro-Gorbea (1983: 294, Lám. I.5), también representación de un Heracles clásico en un contexto púnico que incluye figuras de Bes y pebeteros en forma de cabeza femenina. Especialmente significativos al respecto son estos últimos, representaciones de una o varias diosas que tienen como modelo a Démeter y se localizan en diversos lugares
Lámina I: Figura de Melqart-Heracles en el M.A.P. de Sevilla (Foto M. Oria).
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del ámbito púnico e ibérico, relacionándose con Tanit. Entre los ejemplos más antiguos, en torno al s. V a.C., se cuentan varias cabezas femeninas de terracota de Gadir, que deben representar a una diosa local inspirándose en modelos sicilianos que se adaptan al gusto y sobre todo a las necesidades religiosas de los gaditanos (Ferrer 1995-96: 64-65). Los pebeteros en forma de cabeza femenina, interpretados por Mª C. Marín primero como probables representaciones de Tanit (Marín 1987: 44-58) y posteriormente como una diosa agrícola local (Marín 2000-2001), aparecen dispersos por toda la costa mediterránea entre los ss. IV-II a.C. y se encuentran Lámina II: Diosa armada procedente de en la misma línea de helenización forAlhonoz (sg. López Palomo 1999). mal con un trasfondo que puede ser púnico, o quizás en este caso ibérico. Estas piezas vuelven a plantear los mismos problemas de interpretación como representaciones de diosas, de sacerdotisas asimiladas a las mismas, devotas, etc. que ya comentábamos respecto a las Damas ibéricas (en general, Marín y Horn 2007). La helenización formal, que puede conllevar una asimilación religiosa puesto que se elige lógicamente la iconografía foránea más identificable con el dios local, tiene su mejor exponente en el caso de Melqart. El dios fenicio se representa desde el s. III a.C., en las monedas de Gadir y otras ciudades de su círculo económico (v. Chaves y García Vargas 1991), con la iconografía de Heracles, como ya se viene haciendo en otros puntos del Mediterráneo y sobre soportes muy variados desde el s. VI a.C. En su emblemático santuario se introducen poco a poco iconografías clásicas: decorando puertas y altares, en estatuas de Temístocles y Alejandro, etc., aunque varias de estas piezas deben ser incorporaciones tardías, incluso ya romanas (Marín 2001, partidaria de fechar las puertas en torno a los ss. V-IV a.C., por influencia griega directa; Oria, Jiménez y García 2005 e.p.). Sin embargo, las fuentes literarias (Silio Itálico, III, 30-31; Arriano, II, 16, 4; Filóstrato, V, 5) son muy explícitas al afirmar que no existe una imagen de culto y hasta época imperial romana no dispondremos de datos en sentido contrario. El problema del contraste con la época romana En la etapa altoimperial la situación ha cambiado radicalmente. Han desaparecido las Damas, las rosetas y los monstruos orientales que guardan las tumbas. Los dioses romanos son venerados de forma generalizada, o al menos esto indica
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la documentación conservada, en especial la epigráfica. Sus estatuas proliferan en ambientes privados y públicos y su uso no muestra diferencias con la capital y el resto del Imperio. Un lote de más de 150 grandes esculturas y pedestales o dedicatorias de estatuas fechables durante el Alto Imperio, con especial incidencia en el s. II d.C. (remitimos a los catálogos epigráficos e iconográficos al uso), lo confirma. La cuestión clave es por qué la iconografía mitológica romana, y sobre todo la práctica de disponer públicamente estatuas de los dioses y rendirles culto, ajena en principio a las mentalidades locales, es aceptada de forma tan amplia en un tiempo relativamente corto. Esto lleva a plantear varias cuestiones fundamentales: ¿Qué lleva a figurar a los dioses a un pueblo que nunca lo ha hecho, o lo ha hecho bajo formas simbólicas muy alejadas de la escultura monumental antropomórfica? ¿Se interpretan las imágenes romanas desde la óptica indígena como representación de los dioses propios, o se aceptan con su sentido original romano? En el primer caso, ¿debemos admitir un cambio en la mentalidad religiosa que implique una mayor humanización de los dioses, o pensar en una simple moda artística? En el segundo, ¿se trata de una imposición oficial de cultos ajenos o de una religión nueva aceptada de forma generalizada? La evolución en el aspecto de ciertas divinidades semitas largamente asentadas en la zona responde en parte a las primeras cuestiones según hemos visto. La asimilación iconográfica va en estos casos pareja a la religiosa, que afecta incluso al nombre con que, en adelante, se conocerá a los antiguos dioses fenicio-púnicos. En otros casos, muy pocos ciertamente y varios de ellos en el ámbito lusitano, encontraremos divinidades indígenas representadas con las iconografías clásicas al uso, como el busto de Endovélico o las representaciones en páteras extremeñas de Salus Umeritana y Bandue Araugelensis, a la manera de las abstracciones personificadas propias del mundo romano (Blázquez 1983: 303-305, Láms. 157, 159-162). No olvidemos de todas formas que asimilación no es sinónimo de identificación total y absoluta y que un dios como Hércules Gaditano conserva bajo su nombre y aspecto clásicos peculiaridades tan marcadas como la ausencia de imagen cultual en plena época imperial, cuando los autores clásicos nos transmiten la noticia. En el resto, sin embargo, nos encontramos con el más prototípico repertorio de dioses e iconografías a la romana, sin que sea fácil rastrear tras él posibles divinidades locales. El otro aspecto del problema es el del uso de las estatuas de los dioses, en particular como imágenes de culto y decoración de espacios públicos con carácter monumental. Aquí sí que debemos hablar de una práctica propiamente romana, cuya evolución describimos. La introducción en la Bética de las imágenes de dioses a la manera romana Debemos reconstruir el proceso de llegada de las imágenes mitológicas romanas a la Bética, situándonos en la etapa de conquista y organización de las nuevas provincias. Desde momentos muy tempranos del s. II a.C. se instalan en la
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región inmigrantes venidos de Italia, que se establecen en las zonas donde es posible obtener mayor beneficio económico. Desde muy pronto estos personajes intervienen en el gobierno de las ciudades, haciéndose un hueco junto a los dirigentes locales (v. Chaves 1999: 309-311). La creación de conuentus y uici de ciudadanos en núcleos indígenas responde precisamente a la necesidad de estos grupos de poseer una entidad oficial a ojos de Roma, necesidad que en el caso de Carteia se concreta en la creación (171 a.C.) de una colonia formada por hijos de veteranos romanos y mujeres hispanas. La huella material de su intervención en los santuarios del Sureste ibérico se detecta en la arquitectura y la estatuaria presente en los mismos (un resumen reciente en Ramallo 1998: 120-123). En la Andalucía occidental turdetana puede suponerse un proceso parecido, aunque todavía no conocemos demasiado bien el aspecto general de sus ciudades prerromanas ni sus posibles lugares de culto. En opinión de Mierse (1999: Cap. 1) los poquísimos templos verdaderamente romanos del período republicano son sobre todo “respuestas indígenas” a los requerimientos de la nueva administración, lo que explicaría su aspecto atípico. A lo largo del s. I a.C. estas ciudades se van dotando de los elementos urbanos propios de una ciudad romana: pórticos, basílicas, templos, etc. (en general para las ciudades béticas, Rodríguez Oliva 1994). Como fenómeno íntimamente ligado a este proceso, León (1990) y Rodríguez Oliva (1996) han estudiado la introducción de la escultura romana en la Bética, centrando su atención en el retrato y el relieve funerario. Ambos ponen de manifiesto una larga transición en la que los talleres locales empiezan a realizar obras con destino a esta nueva clientela itálico-romana. Las muestras más antiguas de decoración mitológica a la manera romana, o itálica en general, deben ser las antefijas de terracota que decoran probablemente un templo en Italica hacia fines del s. III - principios del s. II a.C., época del primitivo asentamiento de los veteranos heridos en la batalla de Ilipa en un poblado turdetano sobre una colina desde la que se domina el río Baetis. De ellas destaca una muy conocida que representa una diosa entre animales (Lámina III) (Blázquez 1953). En esa época se construye en Caravaca de la Cruz un templo con el mismo tipo de decoración, piezas fabricadas en serie que se importan del centro de Italia (Ramallo 1993). Las figuras de dioses de terracota (antefixa fictilia deorum Romanorum) que decoraban el exterior de los templos tenían al menos un valor simbólico para los romanos, si hacemos caso a la conocida frase que Livio (XXXIV, 4, 4) pone en boca de Catón el Censor. De una fecha aproximada es un edificio excavado por Bendala en la misma Italica, que entonces identificó como un Capitolio (Bendala 1982). Aunque hoy se considera más bien un almacén o construcción similar del poblado turdetano (Keay 1997: 28-30), es cierto que en algunas ciudades hispanas se construyen Capitolios en fechas relativamente tempranas (v. Bendala 1989-90, descartando por dudosos la mayoría de los mencionados en la bibliografía tradicional). Esto implica la existencia de grupos escultóricos de la Tríada Capitolina, quizás de terracota al modo de las primitivas imágenes romanas, de los que no se nos ha conservado ningún ejemplar. La más antigua inscripción dedicada a uno de sus componentes en la Bética se fecha a finales de la República, una dedicatoria a Júpiter Óptimo Máximo
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Conservador y a las Ninfas en Hispalis (CIL II 1164), sobre una pieza perdida descrita como “pequeño pedestal”, lo que implicaría algún tipo de escultura. Un poco más tarde que los templos decorados con terracotas, a mediados del s. II a.C., se sitúa el primer testimonio de iconografía clásica llegada directamente a la Ulterior desde el Oriente griego. Así parece ocurrir en Italica según una inscripción fragmentaria, al parecer republicana pero reproducida en época adrianea, para la que se proponen reconstrucciones divergentes. Según la más antigua y aceptada (la de Hübner en CIL II 1119), L. Mummio dona a la ciudad algunas estatuas del botín de Corinto, conquistada y saqueada en el 146 a.C. La segunda, más controvertida Lámina III: Antefija de terracota procedente de Italica con representación de Pothnia (Canto 1986; v. las críticas de Beltrán Theron, Colección de la Condesa de 1997: 320-322), cambia al protagoLebrija, Sevilla (sg. Blázquez 1953). nista por Emilio Paulo y el origen de las estatuas por Zacinto, conquistada en 168 a.C. En cualquier caso se trataría de piezas griegas importadas, pero no tenemos el menor indicio sobre su tema y su aspecto. Estas esculturas no llegarían a la ciudad como fenómeno absolutamente aislado y ajeno al ambiente de la ciudad, donde ya existía el citado templo quizás promovido por los veteranos allí asentados. En cualquier caso, extraña una donación de esta envergadura y por parte de un personaje ilustre, en un pequeño poblado tan alejado de los centros vitales del Imperio en ciernes, cuyo urbanismo tradicional apenas parece alterarse por el momento. La sospecha de una falsificación de época adrianea, como apoyo destinado a prestigiar su origen en la petición del estatuto colonial para Italica, planea sin remedio sobre este texto. También sigue una inspiración puramente helenística la decoración que las autoridades ciudadanas preparan para el banquete ofrecido en homenaje a Cecilio Metelo, a su vuelta a Corduba en el invierno del 74 a.C. (Beltrán 1997: 312-315). Entre las estatuas dispuestas se encontrarían probablemente algunas mitológicas, empezando por la Victoria que descendía del techo para coronar al general. En opinión de Beltrán (1997: 325), estas y otras imágenes de origen griego llegadas de forma esporádica no pudieron influir en el desarrollo de la estatuaria hispanorromana, ligada al desarrollo urbanístico y monumental de época augustea en adelante.
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En la misma Italica, un pavimento de opus signinum datable entre fines de la República y el período augusteo parece aludir en su inscripción, según la reconstrucción propuesta por A. Caballos (Caballos 1987-88), a un templo de Apolo de modelo itálico y probablemente con su imagen correspondiente, aunque del hipotético edificio no se conocen más restos que la propia habitación pavimentada. En este caso su responsable es un notable local, que sigue de cerca las prácticas evergéticas propias de la sociedad urbana romana. Esas prácticas, referidas ya de modo específico a las dedicatorias de estatuas de dioses, empiezan a proliferar en la Bética algo más tarde, con los primeros emperadores Julio-Claudios (v. sobre el tema Melchor 1994). Los más antiguos pedestales conservados son el de un Genio municipal procedente del Cortijo de la Torre (Marchena, Sevilla: CILA II.3, 816), el de un Hércules Invicto dedicado en Tucci en nombre de Tiberio hacia el año 14 d.C. (CIL II 1660; Lámina IV) y la dedicatoria de orchestra, proscenio, aras y estatuas, que podemos suponer mitológicas, para el teatro de Italica por parte de los dos primeros sacerdotes del culto a Augusto, situables por tanto en el reinado de Tiberio. La estatuaria republicana conservada en la Bética apenas incluye otras representaciones de dioses (v. el repertorio reunido por Rodríguez Oliva 1996). La cabecita procedente de Torreparedones con inscripción DEA CAELL VS, interpretada con variantes como el nombre de la Dea Caelestis (Morena 1989: 48, Lám. XLII; Marín 1994), aparece como un exvoto en un santuario donde se utiliza una columna exenta a manera de imagen cultual. El ambiente del santuario parece indígena, pero Mª C. Marín recuerda que Itucci, de localización propuesta en este yacimiento, es una de las pocas cecas de la zona que amoneda con alfabeto púnico. Por el contrario, los bustos de terracota que representan a Minerva en diversos puntos de la campiña andaluza (Marín et al. 1987) parecen responder más bien a una práctica cultual itálica, implantada por los primeros colonos en el Sur peninsular, como itálicos y sobre todo campanos son sus paralelos iconográficos más directos. El lote se fecha mayoritariamente entre los ss. I a.C. - I d.C. y el mayor problema para determinar con exactitud su función cultual o no es la falta
Lámina IV. Pedestal de escultura a Hércules Invicto dedicado en Tucci a nombre del emperador Tiberio, fachada del Ayuntamiento de Martos (Jaén) (Foto M. Oria).
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de contexto en varios casos y la diversidad de los conocidos: un pozo (Priego), un taller de alfarero (Osuna), dos necrópolis (Porcuna, Cerro del Minguillar en Baena) y un santuario (Castellar de Santisteban). Una manifestación de las distintas influencias que configuran la imagen de los dioses de la Bética entre los ss. II-I a.C. la proporciona la numismática. Las monedas empiezan a mostrarnos a los dioses ciudadanos y muchos de ellos tienen iconografías clásicas, lo que lleva a identificarlos mediante sus nombres griegos o latinos (Chaves y Marín 1981; v. Alfaro et al. 1997, caps. II, IV y V). Buena parte de las imágenes corresponden a los antiguos dioses púnicos venerados en las ciudades de este origen del Sur peninsular: Gadir y su círculo con cabezas de Melqart / Heracles, Malaca con las de Chusor-Ptah / Hefesto, Turirecina con una diosa galeada que García-Bellido considera una Tanit asimilable a la indígena Ataecina, etc. (v. Chaves y Marín 1992; García-Bellido 1985-86, 1991, 1993, etc. con especial insistencia sobre el componente púnico de la tipología monetal incluyendo los dioses). La iconografía adoptada por estos dioses forma parte del fenómeno de helenización que afecta al mundo púnico en general. En otros casos las divinidades representadas corresponden al repertorio propiamente indígena, por no mostrar con claridad ninguno de los atributos característicos de los dioses romanos o de los púnicos helenizados. En su estilo se detectan a veces rasgos clásicos, aunque en otros se evidencia la escasa habilidad de los abridores de cuños locales. El repertorio incluye cabezas masculinas diademadas, desnudas y con casco en Castulo, Iliberi, Urkesken, Iliturgi, Carmo, Urso, Orippo, Caura, Osset, Laelia, etc.; femeninas con distintos tocados y adornos, de las que destaca por su personalidad la de Obulco, así como la velada y diademada de Bora, de iconografía poco habitual en la zona que se identificó hace años con Juno. Marín (1994: 223) relaciona la cabeza de Obulco, similar a la de Ulia, Abra y una ceca incierta de la zona, con la cabeza de Dea Caelestis de Torreparedones, considerándolas imágenes de una diosa local que los púnicos que frecuentan el santuario asimilan con Tanit-Caelestis. En estos casos no podemos establecer los nombres indígenas ni su posible continuidad iconográfica sobre otros soportes en épocas posteriores. Por último, dioses decididamente romanos se detectan en ciudades como Corduba con Venus, Carmo, Osset, Carissa y Sisipo con la cabeza de Roma, o en el Mercurio de Carmo y Halos, el Apolo de Carbula y Salpesa, los diversos dioses de Carteia, etc. En estas y en otras ciudades sin imágenes de dioses proliferan tipos inspirados en las amonedaciones de distintas zonas de Italia, con preferencia las colonizadas por griegos (Chaves 1999: 300-305). No vamos a entrar aquí en el debatido problema de si las imágenes monetales de dioses son indicio directo de culto a los mismos en las ciudades que las utilizan. Hemos estudiado directamente el caso de Melqart / Heracles, cuya proliferación en cecas del Suroeste peninsular parece deberse más bien a los intereses económicos gaditanos que a la existencia de templos (Chaves y García Vargas 1991, 1994; Oria
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1996: 37-39). Seleccionar un dios determinado como emblema ciudadano supone obviamente una vinculación significativa entre el dios y la comunidad, según el criterio habitual en la selección de los tipos monetales, aunque a veces ese emblema pueda referirse a una asociación económica o política, más que puramente religiosa. Pero esto no implica por ejemplo que los tipos copien una estatua cultual local, algo que no parece posible constatar en vista de la falta de imágenes de esta clase en la época en que se realizan las emisiones. El Lámina V. Áureo de Neptuno de Carteia (V. CXXIX.2), por ejemplo, reproAdriano con imagen de duce un tipo iconográfico muy difundido en escultuHércules Gaditano (RIC ras de todo el Mediterráneo, pero no podemos asegurar II Lám. XII nº 224). que se refiera a una estatua existente en la propia ciudad. De hecho, en el conocido caso del Melqart gaditano lo que indican los testimonios literarios que citábamos antes es precisamente que esa imagen no existe y la estatua representada en áureos de Adriano (119 d.C., RIC II 347 nº 56-59, 348 nº 60-61; Lámina V) es probablemente un exvoto añadido al conjunto primitivo, o el centro de un culto paralelo al modo clásico que coexistiría con el tradicional de corte oriental (Oria, Jiménez y García 2005 e.p.). En cualquier caso, no cabe duda de que esta proliferación de iconografía menor contribuye a familiarizar a la población local de las zonas más reacias con la representación antropomórfica de los dioses, según unos modelos artísticos progresivamente más clásicos. Propuestas de interpretación Volvemos con toda esta información a las cuestiones de partida: a quién representan las imágenes de estilo e iconografía clásicos, cómo encajarlas en las tradiciones religiosas locales y a qué necesidades responden. Según su aspecto, su lugar de origen y el ambiente en que se utilizan, debemos pensar que las imágenes de dioses romanos, tal como podemos deducirlas de los templos conservados y las dedicatorias de época republicana – primeros Julio-Claudios, vienen en principio a satisfacer la demanda de la población inmigrante. Es cierto que las comunidades indígenas desarrollan a lo largo de la etapa republicana algunas formas de representación de sus dioses, en particular la iconografía monetal, donde se constatan las mismas influencias presentes en otras manifestaciones más antiguas: la fenicio-púnica por una parte, la helenizante por otra, la itálica en último lugar. En todo caso, no es fácil probar una relación directa entre estas iconografías y las imágenes de los dioses romanos que proliferan en época imperial. También hay que tener presente el proceso de helenización formal que, por lo menos a partir del s. V a.C., experimentan los dioses púnicos venerados en la P. Ibérica, especialmente Melqart y Tanit, en relación con procesos complejos de asimilación religiosa. Sin embargo, no llega a elaborarse una estatuaria cultual bien definida en ninguno de estos casos.
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Pero además, las numerosas inscripciones votivas a los dioses del panteón romano demuestran que su veneración se extiende progresivamente entre la población indígena y en ambientes sociales variados, aunque lógicamente son los sectores de población más plenamente latinizados los responsables de estos testimonios. ¿Son realmente nuevos dioses o se trata de los antiguos transformados en su nombre y aspecto? Las esculturas y otras imágenes conservadas aparecen desde el principio plenamente elaboradas, indicio evidente de su carácter importado. Esto no sería obstáculo para aplicarlas a los dioses indígenas. Es posible utilizar iconografías absolutamente ajenas para expresar valores religiosos propios. Incluso la religión cristiana lo hace en sus inicios, cuando determinados personajes de la mitología pagana, bien conocidos por una élite formada en la cultura clásica, son utilizados como alegoría alusiva al mensaje cristiano (sobre la transformación de los símbolos paganos en la Antigüedad tardía, MacCormack 1981). La propuesta de Olmos (1992: 21-22) sobre la romanización formal de los dioses ibéricos se desarrolla en esta dirección. Una forma de integrar aún más las iconografías importadas en el propio sistema de creencias es añadir atributos propios a las imágenes que se importan. Así ocurre por ejemplo en la Galia, donde la iconografía de los dioses romanos se adapta a la de los indígenas (v. Boucher 1976; Hatt 1989; Deyts 1992, etc.), y en la propia representación de dioses romanos sin equivalente griego como Jano, la Juno Sospita de Lanuuium o la propia Roma. Sin embargo, en la Bética no conocemos imágenes que combinen atributos indígenas con los clásicos, como sí ocurre en algunos casos fuera de la provincia: el insólito peinado de los bustos lusitanos de Endovélico, el “Neptuno” de Castro Urdiales con torques, la figura en bronce de Marte con alto penacho hallada en los Pirineos (Blázquez 1983). La mayor parte de estas imágenes se fechan ya en época imperial. El problema de la recepción de iconografías romanas de contenido mitológico en la Bética tiene dos posibles soluciones. Una es considerar que la religión o religiones tradicionales indígenas integran las imágenes romanas en su propio sistema de creencias, utilizándolas como representación de unos dioses que hasta entonces han carecido prácticamente de ellas. Esta es la interpretación, posible sin duda, favorecida por especialistas en la iconografía religiosa ibérica como R. Olmos. Esto supone convertir en icónicas unas religiones preferentemente anicónicas, lo que supone una transformación en el concepto de la divinidad, pero sobre todo en la forma de relacionarse con ella. Lo extraño no sería tanto mostrar a los dioses con aspecto humano, puesto que las iconografías prerromanas conocidas también lo son en su mayoría y la evolución estilística responde a una moda generalizada y no sólo en el ámbito religioso. Pero la práctica de rendir culto a imágenes figurativas sí que es una novedad absoluta. La evolución seguida por los dioses fenicio-púnicos venerados desde siglos en la zona apoya en principio la hipótesis de la asimilación, que en el caso de Melqart o Tanit parece demostrada. En cambio para los dioses propiamente indígenas, la falta de testimonios seguros que la confirmen es total. En general, considerar las imágenes de dioses romanos en la Bética representaciones de dioses indígenas asimilados presenta dos graves
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problemas: el ambiente típicamente romano, o al menos itálico, de las piezas republicanas y la perfecta correspondencia de los testimonios posteriores, ya imperiales, con la práctica romana más habitual. Ante ello, la otra posibilidad es pensar que se trata de una manifestación en principio diferente de las tradiciones locales y utilizada por grupos para quienes sí tiene sentido dentro de sus propias prácticas religiosas. El famoso torito con dorsuale procedente de Acinipo, sin ser una imagen en sí misma mitológica, es una prueba interesante de la introducción en la Bética de ritos típicamente romanos como la suouetaurilia, también representada en un relieve fragmentario de Estepa. Ambas piezas pueden fecharse en la primera parte del s. I a.C. (para estas piezas, Rodríguez Oliva 1996: 18-19, 22-23, con otras referencias). Esta forma de religiosidad cuenta con una importante vertiente pública que se manifiesta, entre otros muchos rasgos, en la dedicación de estatuas y la celebración ante ellas de sacrificios y otras ceremonias en ambientes preferentemente urbanos. Precisamente es lo que constatamos en las dedicatorias de esculturas a los dioses de época imperial. En este ambiente ciudadano está la clave de su amplia aceptación. La población local, integrada con diversos grados en esta estructura social y administrativa, acepta como parte de la misma unas prácticas ligadas a una religión cuyo componente esencial es el carácter público y comunitario, en definitiva político (Scheid 1991). La Historia conoce fenómenos de conversiones masivas más o menos aceleradas, forzadas por religiones excluyentes, con su secuela inevitable de grupos que siguen practicando clandestinamente sus antiguas creencias. El caso romano es muy diferente, aunque ciertos cultos de marcado carácter político sí se impongan oficialmente con una aceptación “espontánea” de la población. La adaptación ofrece evidentes ventajas sociales y en pocas generaciones el rastro de los cultos locales parece haberse perdido en la Bética. Lo que conocemos en imágenes no es la evolución o transformación de los dioses locales, a excepción de los de origen fenicio-púnico. Si los cultos indígenas se mantienen más o menos vivos deben hacerlo en su forma tradicional anicónica y no escrita, en cuyo caso no tenemos medio alguno de detectarlos. Lo que se nos muestra es una aceptación, en el marco de la vida ciudadana, de los cultos oficiales romanos incluidos los modelos iconográficos que representan a los dioses. La creciente popularidad de estos modelos, con sus diversas posibilidades de uso, implica necesariamente a la población local, y en esto disentimos de la opinión antes citada de diversos autores, sobre la escasa influencia de las esculturas clásicas importadas durante el período republicano. Las imágenes importadas se destinan a usos religiosos pero también suntuarios desde época muy temprana, según hemos visto. A las élites locales se les ofrece un modelo artístico prestigioso y con grandes posibilidades de uso representativo. Las imágenes de dioses, además de su valor estrictamente cultual, desempeñan también un papel importante en este sentido, como lo demuestran las frecuentes dedicatorias de estatuas. Con la apariencia de un exvoto, dan pública fe de la pietas de su dedicante y a la vez, de su generosidad a la hora de embellecer la ciudad y sus edificios públicos.
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Estudios de Prehistoria y Arqueología en homenaje a
Pilar Acosta Martínez
Rosario Cruz-Auñón Briones Eduardo Ferrer Albelda (coordinadores)