La I Guerra Mundial y el despertar internacional de los Estados Unidos

August 1, 2017 | Autor: José Antonio Montero | Categoría: World War I, History Of U.S. Foreign Relations, U.S. Foreign Policy
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La I Guerra Mundial y el despertar internacional de los Estados Unidos José Antonio Montero Jiménez En la noche del 2 de abril de 1917, el presidente estadounidense Woodrow Wilson compareció ante una sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes, para solicitar de los congresistas una declaración de guerra contra Alemania. La petición rompía el secular aislacionismo de los Estados Unidos respecto de los problemas políticos de Europa, argumentando que el Océano Atlántico no constituía ya la barrera natural del antaño: “Es una guerra contra todas las naciones (…). Es un desafío para toda la humanidad”. Junto a esta afirmación se proponía un nuevo objetivo tanto para la contienda como para la política exterior norteamericana: lograr “un mundo seguro para la democracia”. Tarea para la que, según Wilson, los Estados Unidos se encontraban especialmente capacitados: “Carecemos de propósitos egoístas (…). Somos, simplemente, uno de los baluartes de los derechos de la humanidad. Nos quedaremos satisfechos cuando esos derechos estén tan seguros como lo permitan la fe y la libertad de las naciones”. Las palabras de Wilson alteraban el sentido de los principios que habían dirigido la acción diplomática desde los inicios de la república norteamericana. En primer lugar, la doctrina de la no intervención, enunciada por George Washington en 1796, instando a sus conciudadanos a no intervenir en las disputas entre países europeos, como medio de preservar la pureza e integridad de los ideales de libertad característicos de los Estados Unidos. En segundo lugar, la famosa doctrina Monroe (1823), que en su origen carecía de un carácter expansionista, y no representaba sino un intento de mantener a las jóvenes naciones del continente americano libres de la influencia europea. En tercer lugar, la doctrina del Destino Manifiesto, avanzada en 1845 por el periodista demócrata John L. O’Sullivan para justificar la anexión de Texas, en contra de las opiniones de los whighs –entonces el principal partido de la oposición. O’Sullivan defendió el derecho de los Estados Unidos a cumplir “nuestro destino manifiesto de poseer y extendernos por el continente que la Providencia nos ha otorgado para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno federal”. Este argumento presidió la incorporación a la Unión, entre 1846 y 1848 –fruto tanto de una guerra contra México como de un acuerdo con Gran Bretaña-, de los actuales estados de Washington, Oregon, California, Arizona y Nuevo México.

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Durante la mayor parte ese siglo, la política exterior de los Estados Unidos estuvo realmente volcada en la expansión hacia el Oeste. Sin embargo, como recordaría Frederick Jackson Turner en su famosa “tesis de la frontera” (1893), a finales del S. XIX ésta había llegado al Pacífico, precisamente en un momento en que culminaba el monumental crecimiento económico iniciado tras la Guerra de Secesión (1861-1865). Para entonces, los Estados Unidos se encontraban a la vanguardia en las industrias del acero, la química, la electricidad y el petróleo; eran los primeros productores de trigo; su población se había casi cuadruplicado desde comienzos de la centuria y su red ferroviaria era la más densa del planeta. Contaban, en definitiva, con todos los ingredientes para convertirse en una gran potencia. Completada la ocupación del núcleo continental, la todavía joven nación se dispuso a afianzar sus posiciones estratégicas en Latinoamérica y el Pacífico. En 1895 fueron capaces de obligar al Reino Unido a someterse a un arbitraje internacional para resolver el conflicto de límites entre Venezuela y la Guayana británica. Tres años después derrotaron estrepitosamente a España, anexionándose Puerto Rico, Filipinas y, poco después, Hawaii y parte de las islas Samoa. A comienzos del siglo XX se sucedieron una serie de acciones norteamericanas en la zona del Caribe –Venezuela (1902), Panamá (1903), República Dominicana (1904)- que culminaron en una redefinición de la doctrina Monroe, ahora sí con un claro tono expansivo. El corolario Roosevelt (1905) incidió en el derecho estadounidense a intervenir en las repúblicas centroamericanas para evitar intromisiones de países europeos. Esta es la tradición política con la que se encontró el demócrata Wilson a su llegada a la presidencia en marzo de 1913; de ella sacaría una nueva justificación de la posición internacional de su país, cuyos ecos llegan hasta hoy. Su mandato se inició con el compromiso de defender la extensión de regímenes representativos entre las naciones del centro y sur del continente. Una política no exenta de dificultades, como demostró su errática postura frente a la revolución mexicana –negativa a reconocer al gobierno de Victoriano Huerta, apoyo intermitente a Venustiano Carranza y Pancho Villa-, que culminó en dos intervenciones militares –la ocupación de Veracruz en julio de 1914, y la acción del general Pershing en el norte de México entre 1916 y 1917. Paralelamente, Wilson ordenó el desembarco de marines en Haití (1915) y Santo Domingo (1916). Al estallar la I Guerra Mundial, los Estados Unidos se presentaron como defensores de los derechos de los neutrales –siguiendo una tradición inaugurada durante las guerras napoleónicas- a comerciar libremente con ambos bandos y a que sus 2

ciudadanos transitaran los mares sin obstáculos. Este propósito se tradujo en un creciente enfrentamiento con Alemania como consecuencia de las acciones de sus submarinos –incidentes del Lusitania, el Arabic y el Sussex-, y en unos lazos comerciales y financieros con los aliados cada vez más sólidos. Entre 1914 y 1916 las exportaciones de los Estados Unidos a las naciones de la Entente subieron de 754 a 2.700 millones de dólares, y los préstamos privados efectuados por banqueros norteamericanos a los gobiernos del bando franco-británico ascendieron a 2.300 millones. El temor a una Alemania que, victoriosa, pudiera continuar sus planes expansivos en el Nuevo Continente; la creciente dependencia económica norteamericana del destino de Francia y Gran Bretaña; y la decisión alemana de reasumir la guerra submarina total a partir de febrero de 1917 llevaron a Wilson a plantear un cambio radical en la política exterior de su país: la intervención en un conflicto europeo. El presidente dio un giro a los argumentos de George Washington, planteando que, en un mundo interconectado como el de 1917, la supervivencia del modelo político estadounidense no quedaba garantizada con el aislamiento, sino con la instauración de un orden internacional acorde con los principios liberales –en un sentido políticonorteamericanos; el destino manifiesto adquirió así un carácter universal. Por otra parte, la intervención de los Estados Unidos en la guerra resultó crucial para la victoria aliada. Si bien militarmente la presencia de soldados norteamericanos fue relativamente escasa -4,3 millones de hombres movilizados y 115.000 muertos frente a los 8,4 y 1.400.000 de Francia-, económicamente los préstamos de Washington a los aliados –que Keynes cifró en 1.890 millones de libras- les otorgaron una ventaja insuperable frente a las exhaustas arcas de las Potencias Centrales. En último término, el programa de los 14 puntos para la paz –Sociedad de Naciones, fin de la diplomacia secreta, restricción de armamentos, etc.- avanzado por Wilson el 8 de enero de 1918, dotó al bando aliado de un aura de superioridad moral, y al presidente de unas cotas de popularidad nunca vistas a nivel internacional. El auge exterior del wilsonismo coincidió con un creciente desencanto entre los ciudadanos estadounidenses. A sus ojos, Wilson fue incapaz de cumplir muchas de sus promesas. La finalización de la guerra que había de extender la democracia coincidió en Europa con el desarrollo de la revolución en Rusia, con intentos fallidos de golpes comunistas en Alemania y Hungría, y con la extensión de la conflictividad obrera en la mayor parte de los países occidentales. En 1919, los Estados Unidos vivieron una de las 3

mayores oleadas huelguísticas de su historia, a la que seguiría poco después una crisis económica consecuencia de la desaceleración postbélica. Tras el rechazo en el Senado norteamericano del Tratado de Versalles –y de la Sociedad de Naciones- el partido demócrata planteó las elecciones presidenciales de 1920 como un plebiscito sobre la adhesión norteamericana a la Sociedad. El candidato republicano Warren Harding aventó en más de siete millones de votos al demócrata James M. Cox, refrendando la pretendida vuelta al aislacionismo, que caracterizó la diplomacia estadounidense durante los años de entreguerras. Pese a este fracaso, el legado de Wilson ha sido crucial para la política exterior norteamericana. Los Estados Unidos se habían convertido en una pieza clave del sistema internacional, pero no volverían a intervenir en los problemas de Europa hasta el ataque a Pearl Harbor, y no asumirían el liderazgo del bloque occidental hasta 1947. En los años de la Guerra Fría, los presidentes justificaron los compromisos exteriores del país utilizando el lenguaje de Wilson, mientras seguían rompiendo con las tradiciones heredadas –incluida la del antimilitarismo. Basta con recordar las celebérrimas palabras del Presidente Kennedy en su discurso inaugural -20 de enero de 1961- prometiendo “pagar cualquier precio, soportar cualquier carga, afrontar cualquier obstáculo, apoyar a todo amigo y enfrentarse a todo enemigo, para asegurar la supervivencia y el triunfo de la libertad”. Esta ideologización casaba mal con el tono pragmático que caracterizó muchas de las acciones estadounidenses en el exterior – incluyendo el apoyo a regímenes autoritarios de corte anticomunista-, y acababa irremisiblemente generando una oposición cada vez mayor entre los estadounidenses, al no coincidir los hechos con las promesas. El desencanto posterior a la Gran Guerra se vivió nuevamente con ocasión de la Guerra de Corea, y de forma más clara, con la Guerra de Vietnam y la invasión de Irak. Una realidad sobre la que ya llamó la atención en su Diplomacy el propio Henry Kissinger: “Con su tendencia a convertir los problemas de política exterior en una lucha entre el bien y el mal, los americanos se han sentido generalmente incómodos con los compromisos, así como con los desenlaces parciales o inconclusos”.

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