LA GUERRA Y EL PRESTIGIO PRIMEROS MOTORES DEL PROGRESO RACIONAL (Prólogo)
Descripción
En A. RAÚL MENÉNDEZ ARGÜÍN, Las legiones del s. III d.C. en el campo de batalla, Ed. Gráficas Sol. Écija, 2000, pp. 11-19. (ISBN: 84-87165-79-6)
PRÓLOGO LA GUERRA Y EL PRESTIGIO PRIMEROS MOTORES DEL PROGRESO RACIONAL Guerra. Palabra hermosísima para unos y horrenda para la mayoría. Los antiguos griegos la pronunciaban pólemos y en conexión con ella se encuentran buen número de términos que hoy queremos ver como mucho más pacíficos. Por ejemplo, polis, palabra que deseamos poner en la base de toda nuestra civilización occidental, identificándola con "ciudad", pero que en realidad no designa más que a un centro desde donde los guerreros controlan un territorio que organizan en base a unas normas de conducta denominadas políticas. Para quienes piensen que exagero les vendría bien recordar el caso de Esparta, la principal polis griega de los siglos VI y V a.C., que no tuvo forma urbana hasta mucho tiempo después. Y esto no es una cuestión polémica, porque tenemos bien claro el testimonio del mejor historiador ateniense, Tucídides, contemporáneo de lo que narraba. A los que nos parece horrible la guerra nos esforzamos por olvidar que es ella la que nos ha ayudado siempre para definir nuestro ser colectivo, para saber que somos "nosotros" y no "los otros". La guerra precisa, define los contornos de un grupo humano (por eso la Historia tiene tanto que ver con la guerra), y así lo ha hecho siempre. Que no queramos verlo entra dentro de los mismos esquemas de comportamiento que nos llevan a cerrar los ojos ante el hecho de que vivimos de la explotación del Tercer Mundo (una explotación forzada por el predominio militar en buena medida) aunque poca gente esté dispuesta a rebajar los niveles de su calidad de vida en pro de una causa realmente "humanitaria". Digamos lo que digamos, aunque teóricamente pensemos que todos somos iguales, lo cierto es que estimamos que unos somos más iguales que otros. No hay más que ver cómo nos esforzamos por hacer realidad la Declaración Universal de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Hombre y el Ciudadano: Los principios racionalistas ilustrados, ligados a una cultura en la que la ciudad se confunde con el modo de vida urbano, están detrás de esa fachada que difícilmente puede ocultar el rechazo a formas de vida que, junto a la racionalidad e incluso por encima de ella, valoren otros principios más ligados a la esfera de los sentimientos, como los de la solidaridad no basada en un contrato social sino en un sentimiento de unidad comunitaria. No se me tomen las palabras anteriores como una crítica moral. Sabido es que, desde un punto de vista racional como el mío, las cosas son buenas o malas -para un individuo o para una comunidad- según nos vaya con ellas. Intento, pues, sólo ser descriptivo para introducir un poco al lector en una reflexión sobre el tema de este libro sobre la guerra que ha pensado en leer. La relación de fuerzas que se encuentra tras cualquier contrato social es precisamente la base según la cual se determina si algo está bien o no, de tal forma que podemos ver perfectamente lo que es un integrista musulmán sin alterarnos lo más mínimo porque estemos observando el hecho desde una perspectiva liberal que posiblemente no sea menos integrista que la que atacamos: 1
quien busca la integridad del pensamiento racional sólo anda por la acera de enfrente de quien busca la misma integridad en una fe religiosa, pero es difícil no ver que ambos circulan por la misma calle. Y esa calle se llama Polémica. También es frecuente que veamos al ser humano como una unidad, pero las tendencias igualitarias desarrolladas por el pensamiento político occidental de los dos últimos siglos nos llevan con frecuencia a ignorar que ese ser está compuesto de dos partes absolutamente diferenciadas, denominadas macho y hembra (varón y mujer, si lo prefieren). Estrógenos y testosterona, repartidos en forma distinta según un esquema genético, hacen que el cerebro utilice unas partes más que otras de forma habitual y ello, a su vez, hace que el pensamiento femenino sea más globalizador, holístico, en tanto que el masculino se inclina más por el análisis individualizador y analítico, lo que implica a su vez una mayor inclinación por la polémica. ¿O no es la guerra una actividad esencialmente masculina? Ciertamente, todo esto resulta demasiado esquemático. Parece evidente que no existe la mujer como tampoco existe el hombre. Lo que sabemos que existen son seres individualizados, a los que llamamos por su palabra definitoria o nombre: Pilar, Luis, Magdalena, Raúl... Cada uno es esencialmente distinto de cualquier otro por su material genético y, si nos limitamos al funcionamiento hormonal, podremos ver que, considerados todos estos seres en bloque, podremos pasar de una punta (hembra) a la otra (macho) en una gradación cuantitativa que ciertamente se adelgaza hacia la mitad, pero no hay corte total. Es como el cerebro, con sus dos hemisferios diferenciados pero íntimamente conectados en una unidad a través de las comisuras que unen ambas partes. Es posible que el principio de complementariedad enunciado por el danés N. Bohr, según el cual los dos aspectos, corpuscular y ondulatorio, de la luz y de las partículas materiales en movimiento, son formas complementarias de una misma realidad, no sean sino consecuencia de esta manera dual de ser uno que tiene el ser humano. Una vez sentado esto, dejaré metodológicamente a un lado el carácter unitario del ser humano para, de una forma tal vez políticamente incorrecta (¡vaya paradoja!), poner el acento en la diferencia entre sus dos partes visiblemente más diferenciadas. No es ningún secreto que la parte más importante, cuantitativamente hablando, en la reproducción la tiene la mujer. No entro ahora en el aspecto cualitativo, que ha llevado durante milenios al varón a complicados montajes ideológicos para demostrar su supremacía como transmisor del espíritu frente a la mujer que sólo transmite la parte material. Y no lo hago porque estoy intentando seguir un discurso racional, dejando a un lado esas dicotomías que intentan escindir la realidad en polos inconciliables (como hacen los idealistas o los materialistas, tan alejados de la realidad única que contempla el pensamiento físico contemporáneo). Tampoco constituye un arcano que la primera forma que han tenido las sociedades humanas de estructurarse ha sido en base al vientre que pare, o sea a la filiación, aunque esa filiación pueda llegar a considerarse, con el desarrollo de la cultura, como no biológica. La organización en familias extensas, normalmente integrantes de clanes o linajes, es una característica común a todas las sociedades humanas en un determinado nivel de desarrollo. Aunque el factor violencia lleve normalmente al macho a una situación de predominio de facto, la situación de jure puede ser bien distinta, pues la hembra hace patente el único lazo evidente de filiación, de tal forma que la sociedad en cuestión puede ser matrilineal. En cualquier caso, lo cierto es que contemplamos cómo esas sociedades, por muy igualitarias que sean en el trato 2
entre distintos núcleos familiares, están dominadas por un "principio organizador sagrado" (jerarquía) en el que cuenta como elemento de la mayor importancia el prestigio, que a su vez se suele basar en el carácter carismático del individuo unido a circunstancias concomitantes como el sexo y la edad. El hecho de que, por principio elemental, el hombre se considere una parte de la Naturaleza en la que vive, y de que la percepción de que ésta se encuentra ordenada sin que el hombre haya intervenido, por supuesto, en esa ordenación, ha llevado también a todos los pueblos a considerar que toda la Naturaleza se encuentra regida por unas fuerzas "sobrenaturales" (quizás sea mucho decir) que son las que permiten conservar la idea, tan necesaria para un ser indefenso y perecedero, de que aunque todo cambie todo permanece. La noción de permanencia, de un tiempo absoluto -siempre conjugado en presente- en el que la realidad de considera como un bloque en sus dimensiones espacio-temporales, ha dominado casi siempre a una humanidad angustiada por el paso del tiempo. Esa dimensión del tiempo, que -permítaseme esa presunción- la Física actual acabará por meter en el campo de la realidad, es la que ha hecho que el hombre se preocupe por establecer mitos y genealogías primero e historias después que permiten que una sociedad siga siendo la misma por mucho que sus elementos desaparezcan. Creo que es ese deseo de permanencia y no otra cosa lo que hacen que se escriban libros como éste. Pero en ese deseo de permanencia entran tanto factores de reproducción biológica (ahí está, por todas partes, esa institución encargada de repartir los machos y las hembras que denominamos matrimonio) como otros psicológicos que parten de la idea de que el nombre define a un ser y lo contiene y de que cuanto más perdure ese nombre más "vivirá" la persona que lo porta, aunque se muera. El que hablen de uno -dicho con términos antiguos, la fama- es casi tan importante como el tener hijos. Es más, para el hombre, para el que tener hijos no es una cosa tan evidente como para la mujer, el prestigio que se pueda alcanzar realizando acciones que lo hagan a uno destacar entre la comunidad, es posiblemente incluso más importante que una descendencia biológica. F. Nietzche exaltó la figura del héroe como modelo del hombre, cosa que no tiene nada del otro mundo tratándose de un conocedor de la antigua literatura griega, aunque lo mismo se podría haber basado en estudios antropológicos de cualquier parte del mundo (su racismo liberal se lo impidió), porque la figura del guerrero, del hombre que busca siempre afrontar la muerte realizando hazañas que le den buen nombre, es universal. Ni que decir tiene que no todos los hombres son guerreros, ni mucho menos. Los hombres, lo mismo que las mujeres, se ven forzados a lo largo de su vida a combatir de una forma o de otra, pero eso no les convierte en guerreros. Estos son personas especiales, en el sentido en el que señala la Odisea: algo les impulsa a buscar su realización en la lucha, bien sea en el campo de lo visible, guerreando con otros hombres o con bestias, o bien en el de lo invisible, convirtiéndose en chamanes (antecesores cronológicos de los intelectuales activos) que se encaran con las fuerzas que dominan la Naturaleza. La asunción de un riesgo les puede llevar a muerte (se ha dicho que el guerrero es "un ser para la muerte") y con ello al olvido, como a los demás humanos; pero si tiene suerte y logra metas importantes para su comunidad, aunque muera, puede alcanzar la fama y la grandeza para su nombre. Puede llegar a entrar dentro del ámbito de lo verdadero, pues, en el marco de una sociedad que transmite su cultura de forma oral, lo verdadero se identifica con lo que no se olvida (a-lethés, "privado de olvido", 3
que diría un griego primitivo; vilmionq, para un loDagaa del Golfo de Guinea). A través del arrojo en el combate, la generosidad y la capacidad de convencer con la palabra, que los dioses sitúan en la mente de un guerrero, se muestra la excelencia de su Ser y su capacidad para permanecer en el Presente Absoluto, que es el ámbito del verdadero Ser. Es un camino de ida y vuelta entre la persona y su entorno, entre el individuo y la globalidad, muy en la línea con el sentido de la realidad que tiende a imponerse hoy en día, el que hace que el guerrero desarrolle con orgullo ese principio divino con el que ha nacido. De ahí que ese guerrero sienta vergüenza (aidós entre los griegos; shucaqui entre los incas) si algo le sale mal, provocando en él una verdadera tormenta psicosomática que puede hacerle sentir realmente mal incluso en el plano fisiológico. Pero nunca sentirá culpa, porque eso implicaría un principio de responsabilidad que habrá de desarrollarse poco a poco conforme el individuo vaya tomando conciencia de sí y de sus posibilidades de actuación consciente en la transformación de la Naturaleza. Ese principio transformador, esa voluntad de progreso (frente al ansia de permanencia ya comentada), va ligado al desarrollo de las formas de pensamiento racional, como es sabido. Y también es sabido que para que ese principio se desarrolle ha de encontrar un caldo de cultivo adecuado. Caldo de cultivo que se ha querido ver en las sociedades de guerreros. Dado que el guerrero es un especialista, el primer especialista del mundo (la profesión más antigua, por pura lógica, no puede ser la de la prostituta sino la del prostituidor), su vocación es un asunto individual y no del grupo familiar extenso ni del clan. El guerrero se suele reunir con gente que tiene las mismas inclinaciones que él en una atmósfera de igualdad muy distinta de la que encuentra al mismo tiempo en su familia. El guerrero dia-loga (razona con la palabra) con sus colegas en un plano donde la palabra asertórica da paso a la palabra que sólo expresa la opinión. Opinión que puede ser seguida o no por los demás, dependiendo de la capacidad de convicción de quien la emite, el cual procurará acompañarla de un auténtico derroche de generosidad para obtener de los demás la estima y la confianza para seguirle en cualquier empresa arriesgada. Su poder se basará siempre en el prestigio, de tal forma que si lo pierde por cualquier circunstancia y adquiere mala fama estará acabado. De todas formas, aunque no lo pierda, puede ser superado por cualquier otro que lleve a cabo gestas más gloriosas, normalmente manifestadas en la obtención de un botín que deberá repartir con la comunidad entera (no sólo con sus colegas de correrías). Ni que decir tiene que las correrías de los guerreros pueden arrastrar a sus comunidades no sólo a una mejora de su nivel de vida, sino también a una situación de guerra abierta con las comunidades vecinas que se ven afrontadas por los estos hombres de valor. La guerra puede pasar así del ámbito privado al público, y con ello la posición social del guerrero gana necesariamente, al necesitarse de este especialista de forma creciente a medida que aumenta el nivel de riqueza -y por tanto de riesgo- de las comunidades. El guerrero (el heros griego) puede ir formando una aristocracia de nuevo cuño junto con las personas que ya eran prestigiosas en el esquema gentilicio previo. Y dado que el ámbito de actuación trascendente para el guerrero es el territorio en base al cual se organiza (no el vientre femenino, que designa el orden de descendencia) tenderá a ir organizando la sociedad que protege y lidera de acuerdo con unos esquemas de racionalización del territorio y de todo lo que en él se desarrolla que van más en consonancia con su forma de actuar. Ya he señalado al comienzo cómo la polis griega no es en principio sino un lugar (sagrado, por supuesto) a partir del cual el grupo de guerreros estructura el territorio circundante y a las gentes que en él habitan. Nace así hé politiké tekhne, "el arte de la política", como principio masculino de organización social que sigue siendo fundamental en nuestra concepción de la vida pública. 4
La propia dinámica del desarrollo de ese tipo de comunidades como mundos cerrados y de límites estrechos al principio (cuando se da así) es bastante conocida. La guerra convertida en principio de actuación prácticamente permanente puede llevar a una transformación de los antiguos guerreros (aristoi o "mejores") en simples líderes de una masa de combatientes que tiende a ampliarse hasta abarcar todo el marco social, dando paso al predominio de los politai, los hombres de guerra o combatientes que, sin ser especialistas como los primeros, constituyen asambleas deliberantes que recuperan el prístino dominio de la sociedad sobre sus héroes. Lo colectivo vuelve a ganar terreno, pero el principio territorial va progresivamente convirtiéndose en el marco de referencia habitual, sustituyendo al principio gentilicio antiguo. La entrada de una escritura muy simple (la alfabética fenicia) a ese nivel de desarrollo hará que las poleis griegas vean cómo los conceptos se van fijando a nivel de individuos, de forma que los esquemas dialécticos guerreros ganan en profundidad y propician unos niveles de racionalidad hasta ahora inéditos. Esto ocurre en el Egeo entre los siglos VIII y V a.C. Por entonces el establecimiento de los griegos en numerosos asentamientos a lo largo de todas las costas del Mediterráneo difundirá, un poco por todas partes, esa peculiar manera de ver el mundo como algo frente a lo cual (y no sólo "dentro de lo cual") se sitúa uno. Desde luego en ninguna otra parte se dieron avances en el campo del individualismo (y con él del concepto de responsabilidad -que lleva a firmar las propias obras- y de culpa) como en el mundo griego, pero el principio de responsabilidad política se extendió poco a poco a pueblos como los etruscos, los iberos o los latinos. Estos latinos, de entre los cuales destacaría Roma, siguieron manteniendo mucho más tiempo las estructuras tribales, pero supieron combinarlas con las políticas. Ello les dio, como a los griegos macedones del norte del Egeo, una capacidad de expansión y de organización excepcionales. Pueblo muy ritualista (mucho más que mítico) el romano, apoyándose en un principio de fides pública que sorprendía por su intensidad a quienes con ellos trataban, fueron extendiéndose por el Mediterráneo entre los siglos IV y I a.C. Luego supieron mantener su imperio medio milenio más, hasta quedar arrollados por la dinámica de unas fuerzas que ellos mismos habían puesto en marcha. La propia palabra imperium nos da idea de que la organización política (o cívica) romana nunca dejó de ser militar. Al principio los propios imperatores supieron mantener separada la administración estrictamente civil de la militar. El ejército mantenía al régimen, pero desde una cierta distancia física (en Roma sólo estaba la guardia pretoriana y poco más) y psicológica (con unos cuadros de mando no absolutamente profesionalizados). Luego las circunstancias de una guerra defensiva generalizada y no buscada hicieron cambiar los principios de las cosas. Y el ejército fue evolucionando al compás de las circunstancias. El trabajo que A. Raúl Menéndez nos ofrece se centra precisamente en una época crucial: la de los grandes cambios producidos en el siglo III d.C., vistos desde la óptica de lo que eran las legiones en el campo de batalla. En una época en que lo militar no está de moda, y cuando los historiadores preferimos mostrar aspectos de organización e ideología política, económica, religiosa o intelectual, los trabajos sobre el arte de la guerra son como un aldabonazo para recordarnos que, por mucho que hayamos optado por ver las sociedades desde abajo para arriba (de acuerdo con los principios del liberalismo, que en el plano de la Historia encuentran su máxima expresión en las corrientes marxistas) el mundo que vivimos se ha 5
construido de acuerdo con los principios jerárquicos impuestos hace muchos siglos por las sociedades de guerreros. Que la guerra, aunque sea hoy difícil de llevar abiertamente entre las grandes potencias por el miedo a la capacidad destructiva irretornable a la que hemos llegado, sigue siendo el principio ordenador de nuestras vidas. Que todo este sistema de intenso individualismo que se propaga a través de potentísimos sistemas de comunicación, basado en el principio de todos contra todos (o sea de competencia) no es más que la forma que presenta ese antiguo espíritu de los fuegos de campamento de los guerreros que terminaron constituyendo poleis. Que la mujer occidental está, en consonancia, más sometida a principios masculinos que nunca, hasta el punto de que asume los principios de racionalidad absoluta como un objetivo propio, con la misma fe con la que sus congéneres africanas practican el ritual de la ablación del clítoris (erigido ahora en auténtico totem en el mundo blanco). Que somos lo que somos y nos queda mucho que reflexionar antes de llegar al final de la Historia, pregonado por el Sistema. Raul Menéndez, a quien tengo la suerte de poder haber tutelado mínimamente para que desarrolle sus aptitudes, es un magnífico trabajador del intelecto. Su especialidad, a la que siempre le he alentado de acuerdo con sus aptitudes, a mí se me escapa de control, por lo que ha tenido que buscar a los buenos maestros franceses e ingleses que le han guiado hasta aquí. Sólo su generosidad le ha llevado a pedirme que sea yo quien le prologue su primer libro. En mi nombre y en el del Departamento de Historia Antigua de la Universidad de Sevilla, que tiene la suerte de contar con personas de su nivel, le doy desde aquí las gracias a él, y a ustedes les recomiendo la lectura de esta obra. Sin duda alguna llamará la atención, se estará a veces de acuerdo con ella y otras veces será criticada. La guerra intelectual (a través de un proceso dialéctico) delimitará los campos y pondrá a cada uno en su sitio. Yo apuesto por él. Confío en que no me equivoco.
GENARO CHIC GARCÍA Catedrático de Historia Antigua Universidad de Sevilla
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