La guerra indefinida, o de la deuda intelectual de Europa con la Segunda república española

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LA GUERRA INDEFINIDA, O DE LA DEUDA INTELECTUAL DE EUROPA CON LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA

[Texto presentado en la mesa redonda “La deuda de Europa con la Segunda república española”, dentro del IV Simposio Internacional sobre Pensamiento Político del Exilio Español del 39: “Crítica(s) de la razón totalitaria”, Madrid, CSIC-Centro de Ciencias Humanas y Sociales, 4 de noviembre de 2015].

Pablo Sánchez León (Universidad del País Vasco)

Un asunto como la deuda o posible deuda de Europa con la Segunda república española puede abordarse desde varios puntos de vista, por niveles variados, con perspectivas diversas. Yo quiero aquí hacer referencia a una deuda intangible, en el sentido de inmaterial; no inabordable o inconmensurable, pero sí imposible de apreciar, y de ponerle precio: una deuda intelectual en su origen, aunque de consecuencias desbordantes, por devenir ideológica, y entonces de efectos institucionales y culturales estos sí ya mucho más inabordables por desmesurados, gigantescos. Totales. Todo el destino de la España de la posguerra y su secuela, la democracia posfranquista, puede decirse que está cifrado en esta deuda, tan diferente pero tan análoga a la aireada por Grecia en la actual crisis al solicitar de Alemania compensaciones por la ocupación nazi durante la guerra mundial. Porque hablamos de lo mismo, aunque lo hacemos en otros términos, desde otro registro; y con otros destinatarios, empezando porque no es a Alemania a quien hay que pedirle en este caso reparaciones, no a los vencidos de la guerra europea sino más bien a los vencedores. Esta deuda de Europa con la Segunda república española es la de unos nombres; es por los nombres. Poner nombre, ese atributo de los dioses que la modernidad coloca sobre las espaldas de los hombres, tiene en la España del siglo XX un buen ejemplo del poder que encierra, de la legitimidad que otorga dar nombre a las cosas; también de la oscuridad que produce alrededor de la aparente luz que aporta. No todo el mundo tiene el poder de dar nombre y hacerlo con éxito en el tiempo. Apenas veinte años duró, todo lo más, el apelativo de Guerra de Liberación que los vencedores dieron a su movilización exitosa contra la Segunda república. En el vacío dejado por esa curiosa pérdida de legitimidad, desde comienzos de los sesenta, en un contexto europeo muy diferente, la

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denominación de guerra civil se abrió paso. Se abrió, quiero decir, como concepto, no meramente como palabra, usada por propios y extraños desde antes. Fueron hispanistas europeos como Hugh Thomas o Pierre Broué quienes fijaron para el público mundial la denominación de la del 36 como una guerra civil. Con ello venía una narrativa completa, un relato de la secuencia histórica por la que España, en el intento de superar unos desequilibrios estructurales heredados más o menos supuestos o probados puso en pie un régimen político democrático y republicano que finalmente no soportó las tensiones económicas, sociales, culturales, en última instancia políticas, derivadas del experimento, y sucumbió en un mar de sangre tan brutal como desolador, abriendo un paréntesis en su proceso de modernización e integración en la koiné de los estados occidentales. La deuda de Europa con la Segunda república española arranca, en el terreno nada superficial de los relatos que dan significado al mundo, con este cuento y la semántica con que se construye. Es cierto que, como sucede con todas las deudas no saldadas, parte del problema proviene del propio acreedor de la deuda, que a menudo se siente deudor él, se siente en deuda por haberse implicado en el negocio que la produce. Al fin y al cabo, el éxito de la definición de la guerra española del 36 como guerra civil fue evidente en España, y no solo entre la oposición y más aún el exilio —especialmente entre quienes vivían condiciones de países libres en Europa y América— sino en el régimen mismo, que lo toleró y hasta fomentó para tratar de incorporarse al nuevo régimen de memoria que venía a definir el escenario abierto en el 36 como un error colectivo de todos los españoles que no debe repetirse. Tampoco es que necesitemos ahora ajustar cuentas con aquel consenso emergente, pero sí señalar dónde se origina la deuda, la deuda de conocimiento, en relación con la tecnología del saber. Porque hablar de guerra civil es la mejor manera de no hablar de otras cosas, de no verlas. Guerra civil seguramente aquello fue, en la medida en que dos bandos o facciones, como en la tradición clásica, se enfrentaron por la supremacía y el control de las instituciones, llegando a emplear la violencia, de manera que una estaba llamada a derrotar a la otra, dejando en su estela un rastro de represión. Guerra civil, pues: solo que esta vez con el añadido moderno de la ideología como lubricante esencial de todas las identidades en juego. La española del 36-39 fue esto pero, siendo guerra, no fue solo esa modalidad de conflagración. La supresión de la Segunda república tuvo lugar también en forma de guerra convencional de conquista. En el sentido más habitual y tradicional. Ahora que la Segunda guerra mundial empieza a verse también, o a la par —o incluso, para algunos 2

como Tony Judt o Enzo Traverso, ante todo— como una gran guerra social en la que los protagonistas, por activa y por pasiva, fueron tanto los civiles como lo fueron los cuerpos militares, la deuda de Europa con la Segunda república española se marca, se define en este terreno: no haber identificado la guerra española como guerra de conquista, territorial, ha impedido atribuirle lo que en cambio no ha habido reparo en hacer con la expansión de los nazis hacia el Este de Europa. Las guerras de conquista resultan, en el terreno social, en el despliegue de una biopolítica que se dispone en forma de un gradiente: el punto medio es la segregación de los derrotados, pero esta se sitúa como una opción entre los extremos del simple sometimiento político de poblaciones en el territorio y la esclavización colectiva de grupos enteros. Así lo aclara Pierre Dockès cuando nos recuerda que la esclavitud del mundo antiguo no es sino el resultado de la voluntad del vencedor de dejar con vida al vencido, pero debidamente desprovisto de derechos, quien en última instancia pierde la condición de persona con unos referentes identitarios. Un esclavo no es sino un muerto potencial al que se la ha permitido vivir, sobrevivir físicamente, a cambio de renunciar a todos sus atributos culturales, de identidad. Nada de esto es exclusivo de la Antigüedad: esta terminología, sus conceptos, ayudan así a entender el destino, no ya de minorías de judíos sino de grandes mayorías de la población eslava al paso de las conquistas de Alemania a partir de 1940. Pues bien, esa biopolítica estuvo también en el corazón del Estado Nuevo franquista: la lógica del sometimiento, la segregación y en última instancia la esclavización, real o potencial, de contingentes sociales enteros. Nada de esto puede comprenderse bien, definirse de manera adecuada en el terreno teórico, con un concepto como el de guerra civil. Pero hay más. Porque al fin y al cabo a la conflagración mundial del 39 al 45 también le cabe la combinación de guerra civil ideológica y guerra de conquista. Habría, pues, bastado tomarse en serio aquella expresión proverbial que tanto hemos escuchado de que la española fue la antesala de la guerra mundial. Lo que no le cabe en cambio a la europea es una tercera definición, como guerra de religión o guerra santa. Hay que forzar mucho, en fin, el lenguaje de época para definir como yihad la lucha de los nazis con las democracias liberales y la URSS. Pero en España, no: la de la Segunda república española fue también la defensa frente a una declaración yihadista en toda regla, una cruzada. Es de aquí desde donde puede comenzar a entenderse el carácter y la magnitud de la deuda de Europa con la Segunda república española. El no haber entendido que aquella fue la lucha de una ciudadanía contra el fanatismo religioso desatado, sin límite. 3

La guerra santa también se mueve entre unos extremos, con la expulsión como punto intermedio: esos extremos son la conversión forzosa y el exterminio, pero en este caso como alternativas antitéticas, pues el establecimiento de una impide la otra, y viceversa. En el primer extremo, la supresión de la identidad se hace imponiendo otra en su lugar; en el otro, la biopolítica deviene tanatopolítica, gestión institucional de la muerte masiva. Que la española fue una yihad es algo que debiera figurar en los libros de texto para adolescentes: una yihad católica, cristiana, una más de las de las religiones de aquí, las europeas, con su largo historial de matanzas en nombre de dios. En este caso, además, había una tradición en la que apoyarse, vernácula, una memoria historizada de intolerancia religiosa presentada como valor social, como rasgo identitario nacional. Pero no es este tema el que nos reúne hoy en esta mesa. La deuda de Europa con la Segunda república española empieza a lo mejor a verse más clara así, como la de haber dado o permitido o normalizado o convivido con un nombre reductivo, tan estrecho que impide a los ciudadanos de hoy entender qué tuvo de conflicto ideológico, qué de lógica biopolítica de una guerra de conquista, y qué de tanatopolítica yihadista la guerra que destruyó la democracia española de los años treinta. Pero no hemos hecho sino empezar. Porque la combinación de estos tres rasgos, de estos tres tipos de conflicto bélico produce un monstruo, un fenómeno social monstruoso que no tiene cabida en la oferta de denominaciones que hemos establecido para dar cuenta de los grandes procesos de exterminio de civiles. Se dirá que para exterminio, en cualquier caso, el de los judíos por los nazis. Y de hecho es así en términos formales: aquello sí que fue un intento instituido de acabar por la vía de los hechos consumados con todo un contingente social. Pero también aquí falta reflexión y precisión acerca de los nombres y su uso. Porque genocidio ha dejado de ser un concepto estrictamente analítico hace ya tiempo: se trata también o más bien de un término denigratorio, moralmente cargado y, qué duda cabe, de grandes efectos jurídicos. No creemos que exista un fenómeno de violencia colectiva más extremo, radical, total, que el Holocausto judío; de ahí que surja, siempre habrá, una postura purista que defienda dejar el apelativo para denominar en exclusiva al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde esta perspectiva, los historiadores españoles e hispanistas hacen mal en definir la guerra contra la segunda República como una modalidad o un caso de genocidio (de hecho no lo hacen, como sucede con Paul Preston, que para decir que aquello parece un holocausto agrega las matanzas de ambos bandos). Pero, aunque yerren el tiro, los autores que usan el término contribuyen en cualquier caso 4

al conocimiento, cuando menos porque al querer hacer uso del término genocidio lo que están es señalando un vacío. Ese vacío apunta directamente a la deuda que en el terreno del conocimiento mantiene Europa con el pasado ciudadano español, cuya destrucción dejó profundas secuelas emocionales, morales, culturales. Para entender la especificidad de la Cruzada española contra la ciudadanía republicana de los años treinta hay que hacer un último viraje, un último ajuste de cuentas. Esta vez con el concepto de totalitarismo, nada menos, así que espero un trato benigno por la osadía en unas jornadas como estas, que se interesan por la(s) crítica(s) de la razón totalitaria. Totalitarismo es un concepto que debería arrojar luz, pero lo cierto es que también produce sombras. Una no menor es la que brota cada vez que se equipara sin más el estalinismo soviético con el nazismo alemán. Esta confusión impide distinguir con claridad sus diferencias, y en un sentido que resulta crucial para identificar la deuda de Europa con la Segunda república española. Decimos con Carl Schmitt que el universo de lo político es el que establece la distinción entre el amigo y el enemigo, la inclusión de la exclusión; visto así, lo que define el totalitarismo es la posibilidad de, sobre la base de esa distinción, instituir el control de la vida y la muerte de una manera potencialmente ilimitada. Pero esto no equipara todos los regímenes que muestran dicha capacidad. Lo que distingue el socialismo real —y cualquier otro sistema que instituye la exclusión por criterios ideológicos, incluido el fascismo italiano— del nazismo es que el proceso de definición del enemigo comporta siempre algún grado de deliberación, y por tanto de política. El gulag soviético es fruto de una política de lo político. Pero no así el caso de Auschwitz: aquí, siguiendo a Roberto Esposito, el campo de lo político es generado en un proceso por naturaleza impolítico, pues la definición del enemigo está dada de antemano, se entiende como un hecho natural e incontrovertible, sobre el que no puede haber, no ya ideológicamente, sino técnicamente discrepancia de pareceres. Uno puede amanecer creyéndose bolchevique y acostarse habiendo sido acusado y condenado por menchevique o trotskista; pero nadie puede acostarse habiendo dejado de ser judío si amaneció siéndolo o siendo clasificado como tal. Hasta con la discriminación en términos de clase social existe deliberación, al menos en principio, porque se da la posibilidad del cambio en la conciencia, el desclasamiento en suma, incluso cuando se trata en una clase definida como en extinción, como se decía de la de los kulaks o de la aristocracia terrateniente. En cambio la raza, más aún con el refuerzo de legitimidad del pensamiento científico, no está sujeta a deliberación. No hay

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política en esa operación de constitución de lo político, sino impolítica, inmunización a toda política. Qué tiene que ver esto con “la España que soñó José Antonio” debería haber estado claro desde el final de la Segunda guerra mundial por mucho que la Guerra fría pusiera obstáculos a su re-conocimiento. Pues no solo las razas definen identidades ontológicamente: también lo hacen las confesiones religiosas, especialmente cuando han emergido en un caldo de cultivo de intolerancia. De la reflexión sobre el catolicismo político en la modernidad, en la versión maximalista e intolerante española de Donoso Cortés, destiló precisamente Carl Schmitt su concepción de “lo político” como el campo de establecimiento de la distinción radical entre amigo y enemigo. Las exclusión confesional puede en suma igualmente hacerse pues por definición, y además en este caso sin recurrir al refuerzo de la ciencia. Así entonces puede entenderse que solo en España, solamente aquí, es decir, allí, en los años treinta, las identidades ideológicas, excluibles solo por un proceso deliberativo, político en última instancia, pudieron ser declaradas exterminables de un modo impolítico, sin mediar la política, al poder ser naturalizadas como un hecho dado, entre heredado de la tradición de falsos cristianos y la moderna genética del “gen rojo”, pasando por el hecho al parecer constatable de la proliferación de antiespañoles, sujetos al parecer alucinados por el socialismo asiático o simplemente manipulados sin remedio por unas minorías urbanas educadas pero laicizantes o ateas, en cualquier caso contrarias a la natural idiosincrasia católica española. La puesta en marcha de una biopolítica de conquista podía en suma así combinar sin necesidad de orden ni concierto la simple represión, el sometimiento hasta la subalternidad, la segregación discriminatoria o la conversión forzada de los derrotados, o de sus hijos o descendientes supervivientes, así como la esclavización; pero también el exterminio físico. Con no ir a misa, lo sabemos, uno entraba en la nómina de los represaliables o exterminables. Fue como parte de esta amalgama de racionalidades como se instituyó la tanatopolítica franquista. Y aquí viene el problema, porque el potencial destructivo de esta es infinitamente mayor que el que pone en marcha la Solución Final de los nazis, por mucho que después, en su aplicación, los conflictos internos entre las tendencias que constituían el Estado Nuevo fueran incapaces de sacar el mismo partido a una situación de guerra total que las SS alemanas. Pero no es la eficacia, creo, sino la voluntad y el objetivo lo que juzgan los tribunales internacionales cuando abordan los llamados crímenes contra la humanidad. Hay además todavía más de cien mil civiles asesinados 6

que aguardan ser inhumados con mínima corrección y que solo pueden recibir el duelo que socialmente merecen una vez se haya despejado la cuestión de qué racionalidad subyacía a su asesinato. No es solo un problema jurídico, o este lo es en la medida en que hay también, y antes, un problema de definición conceptual por resolver. La deuda de Europa con la Segunda república consiste entonces en no haberse tomado en serio la posibilidad de que puede haber formas de exterminio de civiles, no más pero tampoco menos drásticas o brutales o inhumanas, simplemente incomparables con el Holocausto. No tenemos siquiera una palabra para definir a estas víctimas, una palabra, quiero decir, que a ponga negro sobre blanco su valor conceptual, para el despliegue de programas de investigación, y a la vez su valor jurídico, para la implementación de políticas de reparación y justicia. Se ha tenido que acudir a la experiencia de la lucha por el reconocimiento de las víctimas en América latina para encontrar un referente por aproximación —los “desaparecidos”— con el que dar nombre colectivo a nuestros antepasados ciudadanos masacrados. Mas de nuevo aquí nos topamos con una limitación, porque este concepto no puede hacerse cargo de la gigantesca dimensión social del fenómeno español. Entre otras cosas porque, además de que el régimen franquista duró más del doble que cualquier experiencia dictatorial latinoamericana —afectando por tanto a la transmisión de la memoria de un modo incomparablemente superior— la profundidad con la que el franquismo alteró el lenguaje y los referentes culturales de las identidades cívicas de entonces han hecho complicado rescatar hoy, bajo otro régimen de libertades, el sentido de aquellas vidas sacrificadas. Esas fueron las condiciones de una conversión forzosa acompañada de subalternidad cultural, y previo exterminio, decretado en principio sin límites. De modo indefinido. Necesitamos un nombre, un concepto que se haga cargo de lo que en el discurso exterminista franquista quería implicarse con el verbo erradicar: acabar con aquella antropología ciudadana “hasta la raíz”. En sentido cuantitativo, esto quería decir normalmente diezmar una población en un sentido literal, siguiendo la proverbial arenga de Queipo de Llano: por cada uno de los nuestros, diez de los suyos. Esto lo tenemos bien contado en un librito recomendable titulado Covalverde, cuyo autor —Santos Jiménez— ha reconstruido con denuedo durante años la represión en un pueblito de la Sierra de Gredos. Pero no es sólo cuestión cuantitativa: de lo que se trataba era de suprimir una categoría social entera, pero esta no era un simple grupo social sino la ciudadanía como tal, con todos sus referentes culturales de identidad de la tradición moderna. Las masacres de civiles eran un medio, pero no un fin. El fin era erradicar, que incluye la operación de 7

desarraigar. Santos Jiménez toca este asunto en su libro cuando entiende que lo que cortaron los asesinatos masivos de un pueblito de la Sierra de Gredos fue el vínculo entre la tierra y sus linajes, la genealogía de las estirpes locales, las familias y sus apellidos, sus ascendientes desde tiempos inmemoriales. Fue al acabar con la posibilidad de los descendientes como la tanatopolítica franquista pudo devenir erradicación indefinida, para siempre. Covalverde no ha sido publicada por ninguna editorial detrás y es una novela. La deuda de Europa con la Segunda república española consiste entonces en que para encontrar un relato mínimamente sistemático, detallado y a la vez estético, divulgable, de cómo tiene lugar y en qué consiste el fenómeno de la erradicación, apenas en una sola localidad de la geografía española, uno tenga, aún en el siglo XXI, que acudir a una obra autoeditada y con formato de ficción. Aunque tal vez esto último sea una pista que conviene tomarse en serio, y empezar a asumir que solo desde la ficción se podrá dar cuenta y forma de la erradicación de la ciudadanía republicana, pues solo así podrá hacerse soportable a las generaciones siguientes. (De hecho yo tengo por principal fuente de inspiración para lo que aquí vengo contando dos piezas de ficción cargas de conocimiento: Vida y destino de Vasili Grossman y Las benévolas de Jonathan Littel). Voy terminando. Aquella matanza indefinida permanece sin nombre: la del 36 es en ese otro sentido también una guerra sin definir, indefinida. Necesitamos una palabra, con carga conceptual, analítica, que nos permita concluir cómo es que la destrucción de la Segunda república terminó, no ya en la supresión de una democracia, sino en la erradicación de la ciudadanía. Y para esta operación, desgraciadamente, el concepto de totalitarismo es más bien un obstáculo. No de por sí o en sí, pero sí por la viciosa influencia de sus externalidades: una vez creado el campo de “lo totalitario”, los regímenes que no entran en esa categoría pero tampoco en la de los sistemas pluralistas liberales necesitaban de un nombre, otro apelativo, pero uno lógicamente subalterno, degradado, inferior. Al igual que genocidio, también totalitarismo es ante todo un recurso para la valoración moral, la denigración, y solo en segundo término para el conocimiento. Aquí se produce la mayor de las paradojas de toda esta historia: pues tuvo que ser un exfalangista —como diría Emilio Silva, “uno de los vencedores ofreciendo cultura de vencedores”— quien, de resultas de un cambio de identidad por explicar, una conversión a los valores de la democracia liberal, sirviera en bandeja a varias generaciones de académicos el concepto con el que desde hace más de medio siglo se califica y clasifica el régimen de Franco nacido de un exterminio erradicador de ciudadanos. Juan J. Linz ha 8

pasado a la historia como el acuñador del concepto de “autoritarismo” y este no es lugar para hablar de esta peripecia intelectual; sí, en cambio, para cuestionar que el Estado Nuevo o su secuela, el régimen franquista, puedan ser convenientemente aprehendidos con esta categoría ecualizadora que, no solo coloca éste en el mismo saco que cualquier dictadura de corta duración y sin efectos drásticos sobre la condición de ciudadanía, sino que además está construida a partir de una simplona contraposición de los conceptos de totalitarismo y democracia liberal. Y tal vez aquí no se vea de manera tan directa la deuda estrictamente europea, pero conviene subrayar que sin el reverbero europeo las teorías producidas en el mundo académico norteamericano no encontrarían altavoz a escala global. Creo que ya he dado algunas razones de una deuda. Por todo esto hace ahora casi una década yo empecé a dejar de llamar “guerra civil” al proceso de acoso y derribo de la república democrática de 1931. Lo hice desde el convencimiento de que aquello no pudo ser solo una guerra civil y —según pensaba entonces— tal vez ni siquiera una guerra civil. Algunas de mis razones eran de prurito académico, por mi manera de abordar el conocimiento del pasado. Lo que se inició en 1936 no fue admitido como una guerra por las autoridades republicanas hasta casi el 1 de abril de 1939. Me he educado en una forma de pensar históricamente que aspira a ser sensible a la manera en que los sujetos del pasado se enfrentan a su propio presente. Aquello no fue una guerra para los republicanos, para ellos, al menos oficialmente, y una decencia mínima hacia la alteridad impone, debería imponer, cautelas que no hemos tenido. En ausencia de un sustituto semánticamente más adecuado para hablar de aquello, decidí entonces quedarme en el referente puramente cronológico: guerra del 36. Este término es al menos admisible académicamente, aunque estas cosas, como las jotas de Juan Ramón Jiménez, acaban siendo algo puramente testimonial mientras no encontremos un sustituto que gane adeptos por su contenido. Mientras tanto, mientras encontramos un término para definir la violencia civil del bando franquista, haríamos bien en no seguir llamando a aquello dictadura; por salud mental, quiero decir. Como seguramente también deberíamos dejar de llamar fascista al régimen de Franco, ni si quiera en esos primeros 3 o 4 años, o hasta 8 o 9, como suele admitirse cada vez en la historiografía. No por restarle acritud, no por rebajar la caracterización, sino al contrario. Nos hemos acostumbrado a emplear el término fascista, o totalitario, para señalar el mayor de los insultos. Y aquí es donde tal vez nos equivocamos, pero porque nos quedamos cortos. 9

Pero esta es la razón menor, profesional, si se quiere. Hay otra razón, y de esa en cambio no puedo escapar: me constituye, diga yo lo que diga, me acomode o me resista a ella, reniegue o haga como que me distancio. Tiene que ver con mi condición de ciudadano, cuyos referentes son un ideal de virtud cívica y una tradición de reclamo y titularidad de derechos instituidos. Ni queriendo puedo dejar de ser un ciudadano, y a la vez se hace cada día más difícil, hasta haberse vuelto absurdo, reivindicar en este mundo un futuro ajeno a esta antropología. En cambio los sublevados contra la legitimidad republicana no querían ser ciudadanos: es esto lo que mejor les definía, más allá de los apelativos que les hemos dado, que si fascistas, que si reaccionarios, que si franquistas, que si militares, que si represores, que si de la sotana, que si tradicionalistas, que si …. Todas estas maneras de denominarlos arrojan una luz parcial, pero a costa de dejar en tinieblas lo más elemental, demasiado grande y explícito para caber en una categoría tan limitada, tan contextual, como fascista. Lo básico, lo que debiera ser evidente y no termina de serlo, es que quienes se sublevaron con Franco, los civiles, quiero decir, eran civiles solo por oposición a militares. No eran ciudadanos; no, al menos, en el decisivo terreno de la identidad: no se sentían portadores de ninguna virtud política ni deseosos de seguir encarnando derechos —salvo el de propiedad— y haciendo uso de ellos, por no hablar de la convención moderna de reivindicarlos. No. No eran civiles, en el sentido fuerte que este concepto goza en la tradición política occidental. Los republicanos sí, y ello independientemente de que hubieran abrazado causas que sometían la noción de ciudadanía a una tensión radical en nombre de escatologías emancipatorias. Y por tanto los exiliados también. No quiero dejarlos de lado en un acto que forma parte de las actividades de un proyecto que es sobre el exilio. También creo que Europa tiene una deuda con los exiliados españoles: la deuda de reconocer que aquellos ciudadanos no dudaron a la hora de elegir entre quedarse donde había nacido y en cuya cultura se habían socializado o partir hacia lugares donde, aun a riesgo de perder sus referentes culturales, podían preservar su condición de ciudadanos. Sufrieron sin duda al hacerlo, pero no dudaron. Es una condición dura la del exiliado, que solo se entiende bien si uno es capaz de poner en uso una concepción fuerte de la tradición política occidental, esa que distingue abiertamente entre patriotismo y nacionalismo y sitúa el primero en el terreno de quienes solo relacionan el bienestar moral con vivir bajo un sistema de leyes justas que permiten el ejercicio de las libertades. Los republicanos españoles exiliados eran patriotas, pero creo que esto no es algo que haya sido objeto del reconocimiento que debiera. A mí al menos no me consta. 10

Termino. Las deudas hay que saldarlas. Y a tiempo, porque de lo contrario acaban hundiendo la economía doméstica. De te fabula narratur. Ahora que Europa empieza a vivir en sus carnes un fenómeno, aun no extenso, pero sí difuso de guerra civil confesional —manifiesto desde el momento en que hay europeos, nacidos y educados en Europa, combatiendo al lado del Estado Islámico y en su nombre atentando contra civiles en territorio europeo— el legado malentendido, malinterpretado del exterminio español de 1936-39 está llamado a adquirir una actualidad inusitada. Seguramente también sorpresiva, y no solo para extraños, también para los propios que vienen señalando la brutalidad del Islam radical desde una supuesta alteridad civilizatoria. Ahora la deuda se engrandece, se hace palpable: si queremos entender algo sobre por qué y cómo se producen repuntes de fanatismo religioso en el proceso de modernización decisiva, de construcción de ciudadanía, en mundos relegados a segundo plano, subalternos o poscoloniales, haríamos bien en estudiar mejor el acoso y derribo de la Segunda República española. Haríamos bien, quiero decir, como europeos. Lo haríamos, quiero decir, también nosotros, los españoles, ahora en tanto que europeos. Y así nos cobraríamos la deuda que Europa tiene con nosotros de manera justa, pues ya somos europeos de pleno derecho y hemos de aportar, no solo recibir. Lo que podemos aportar, y recibir, es ayuda para comprender que, hasta muy recientemente, solo en un rincón de Europa, la España democrática de los años treinta, se produjo el exterminio de ciudadanos de pleno derecho en nombre del integrismo religioso y en contra de la ciudadanía como condición de sujeto moderno. En lo que fue una lucha contra de la modernidad pero con un lenguaje ya plenamente moderno. Esto mismo sucede, creamos lo que creamos, en las planicies de Irak, Siria, etc.; como también ya en el corazón mismo de Europa, y en cuyo combate, mal entendido, una nueva razón liberal, en nombre de un mal anti-civilizatorio naturalizado, amenaza con hacer realidad el impulso hacia el estado de excepción y el régimen concentracionario que Agamben sitúa en el corazón del proyecto moderno. No merecemos pagar una nueva deuda sin haber saldado la que ya hay contraída con nosotros, herederos de aquel horroroso contexto excepción prolongado y concentracionario de los años treinta.

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