“La fortuna del Laberinto”, en Cristina Moya García, ed., Juan de Mena: de letrado a poeta (Woodbridge: Tamesis, 2015), pp. 153-161.
Descripción
Colección Tamesis
SERIE A: MONOGRAFÍAS, 345
Juan De Mena De letrado a Poeta
Tamesis
Founding Editors †J. E. Varey †Alan Deyermond General Editor Stephen M. Hart Series Editor of Fuentes para la historia del teatro en España Charles Davis Advisory Board Rolena Adorno John Beverley Efraín Kristal Jo Labanyi Alison Sinclair Isabel Torres Julian Weiss
Juan de Mena De Letrado a poeta
Edición de Cristina Moya GArcía
TAMESIS
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First published 2015 by Tamesis, Woodbridge
ISBN 978 1 85566 260 5
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Índice de materias Ilustraciones ix Relación de Autores Prólogo Cristina Moya García
x xiii
Introducción 1 Julian Weiss 1.
Juan de Mena, secretario de latín y cronista del rey: un letrado de la Cancillería Real al servicio de Juan II y Enrique IV Francisco de Paula Cañas Gálvez
2. La ‘Muy casta dueña de manos crueles’: Juan de Mena y los Guzmanes Andaluces Juan Luis Carriazo Rubio 3. La idea de nobleza entre Mena, Valera y Rodríguez del Padrón Federica Accorsi
11
23 45
4.
Juan de Mena, Álvaro de Luna y los Mendoza: literatura y estrategias de linaje Cristina Moya García
55
5.
Guerras civiles y virtud republicana. Nota sobre la influencia de Lucano en Juan de Mena Julián Jiménez Heffernan
75
6.
Juan de Mena: lenguaje poético y posiciones de campo Pedro Ruiz Pérez
7.
Santillana y Mena: aliados y competidores Daniel Hartnett
93 109
viii
Índice de Materias
8.
El tratado de amor atribuido a Juan de Mena en el contexto de los tratados filosófico morales del siglo XV Claudia Piña Pérez
9.
Juan de Mena, Alfonso X y la Farsalia Carlos Alvar
10. Las múltiples facetas de la escritura de Juan de Mena Françoise Maurizi
117 129 143
11. La fortuna del Laberinto 153 Ángel Gómez Moreno 12. Los procedimientos de dignificación en el Comentario de Hernán Núñez al Laberinto de Fortuna Sila Gómez Álvarez
163
13. El Comentario de Hernán Núñez de Toledo y las ediciones de Coci (Zaragoza) (II) Antonio Cortijo Ocaña
175
14. ‘El famosíssimo poeta Juan de Mena’: producción y lectura de su obra impresa en el siglo XVI Linde M. Brocato
187
15. Intersecciones: Juan de Mena, Juan del Encina Daniela Capra
205
16. Las glosas al Laberinto de Fortuna en los mss. PN7 y PMM1 (olim MM1) Maxim. P. A. M. Kerkhof
217
Bibliografía general
255
Índice
277
Relación de Autores Federica Accorsi se ha dedicado a la filología medieval, tanto castellana como italiana. Entre sus publicaciones destacan diversos artículos sobre las fuentes del Libro de buen amor y la edición crítica de la Defensa de virtuosas mujeres de Diego de Valera. Realizó su tesis doctoral sobre el Espejo de verdadera nobleza, del mismo autor, analizado en el marco de la tradición castellana de nobilitate. Carlos Alvar es catedrático de las Universidades de Alcalá y de Ginebra. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Córdoba (España, 2006) y por la Universidad Hebrea de Jerusalén (Israel, 2008), es autor de cerca de trescientas publicaciones sobre literatura románica medieval, entre las que destacan los trabajos dedicados a la literatura artúrica, a los trovadores y poetas gallegoportugueses y castellanos, a la poesía épica, a la narrativa breve, a Alfonso X o la historia de la traducción. Linde M. Brocato estudia la cultura y la literatura ibéricas del siglo XV y de comienzos del siglo XVI, principalmente la castellana, prestando especial atención a la historia intelectual, la historia del libro y los problemas de la cultura, la identidad y la ética. Ha trabajado en la University of Illinois, UrbanaChampaign, y actualmente desempeña su labor en la University of Memphis. Francisco de Paula Cañas Gálvez es profesor de Historia Medieval en la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones se han centrado fundamentalmente en la dinámica administrativa de la cancillería real castellana durante la primera mitad del siglo XV y en el estudio de las Casas reales castellanas bajomedievales. Es miembro de diferentes grupos y proyectos de investigación de ámbito nacional e internacional. Daniela Capra es doctora en Filología española por la Universidad de Pisa. Ha realizado un Master of Arts en el Departamento de Español de la Johns Hopkins University de Baltimore, EE.UU.. Profesora en las Universidades de Turín, Urbino y Módena, donde trabaja en la actualidad, ha participado en diversos proyectos de investigación. Ha realizado diferentes estudios sobre los siglos XV y XVI.
Relación De Autores
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Juan Luis Carriazo Rubio es profesor titular de Historia Medieval en la Universidad de Huelva. Sus líneas de investigación abarcan el estudio de las distintas manifestaciones políticas, socioeconómicas y culturales de la nobleza andaluza bajomedieval, con particular atención a los procesos de construcción de la memoria familiar. Antonio Cortijo Ocaña es catedrático en la University of California. Ha publicado numerosos trabajos sobre literatura medieval, renacentista, barroca y del siglo XVIII. Es director y fundador de la revista eHumanista. En sus investigaciones se ha ocupado, entre otros temas, del Humanismo, la ficción sentimental de los siglos XV y XVI, el teatro renacentista y barroco español y el teatro colonial de América. Sila Gómez Álvarez, doctora por la Universidad de Córdoba, es profesora en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). Ha compaginado sus estudios en distintos ámbitos de la literatura española con su trabajo en varios proyectos de la Real Academia Española vinculados a la elaboración del Diccionario Histórico. Ángel Gómez Moreno es catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, Valladolid, Wisconsin, Los Angeles, Otawa, L’Aquila, Ginebra y Maryland. Solo o en compañìa de algún otro experto, ha escrito veinte libros en papel y es coeditor de otros diez bases de datos y obras de referencia en formato electrónico; a ello hay que sumarle cerca de ciento cincuenta articulos, capítulos de libro o notas críticas. Pertenece al consejo de redacción y consejo asesor de diversas revistas, editoriales y sociedades científicas. Daniel Hartnett es profesor de Literatura Española en el Kenyon College, en Gambier, Ohio (EE.UU.). Especializado en la poesía política ibérica del siglo XV, su tesis doctoral, dirigida por Michael Gerli, analizó la influencia de la obra de Dante en los poetas bajomedievales de los diferentes reinos peninsulares. Julián Jiménez Heffernan, doctor en Filología por la Universidad de Bolonia (1994), es catedrático de Literatura Inglesa en la Universidad de Córdoba. Ha sido investigador visitante en las Universidades de Yale, Nottingham, Cambridge, Toronto y Munich. Sus investigaciones se han centrado en la poesía y el teatro inglés renacentista, la retórica del romanticismo, la ficción contemporánea o la poesía española contemporánea, entre otros temas. Maximiliaan P. A. M. Kerkhof es catedrático emérito de la Radboud Universiteit de Nimega (Holanda), donde fue profesor de filología española y portuguesa. Además de numerosas contribuciones a revistas especializadas, ha publicado
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Relación De Autores
importantes ediciones críticas de autores medievales y áureos, entre las que destacan las de distintas obras de Juan de Mena. Pertenece al consejo de redacción y al comité asesor de diversas revistas y editoriales y es fundador y director de Medievalia Hispanica. Françoise Maurizi es profesora en la Universidad de Caen (Francia) y es investigadora del LEMSO (Literatura Española Medieval y del Siglo de Oro) en la Universidad de Toulouse. Especialista en teatro del siglo XV y en poesía de cancionero, es autora de numerosos artículos sobre Juan del Encina y Lucas Fernandez, entre otros escritores. Cristina Moya García, doctora por la Universidad Complutense de Madrid, es profesora en la Universidad de Sevilla. Ha realizado diferentes estudios sobre la literatura castellana del siglo XV, entre los que destacan los de carácter historiográfico. Fue la directora académica del Congreso Internacional ‘Juan de Mena: entre la corte y la ciudad’, celebrado en Córdoba en 2011. Claudia Piña es licenciada por la Universidad Autónoma MetropolitanaIztapalapa. Desde que comenzó su labor investigadora se ha centrado en la literatura medieval. Su tesis doctoral estudia las características métricas, retóricas, estructurales y temáticas del decir amoroso. Ha publicado distintos artículos tanto en México como en España. Pedro Ruiz Pérez es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Córdoba. Profesor invitado en las Universidades de Paris III y Toulouse-Le Mirail, desarrolla su labor investigadora en el marco del Grupo P.A.S.O. (Poesía Andaluza del Siglo de Oro). Fundamentales son sus publicaciones sobre el período áureo. Julian Weiss ha desarrollado su labor docente en las Universidades de Liverpool, Virginia, Oregón y King’s College London, donde actualmente es catedrático. Entre sus publicaciones destacan libros y artículos sobre teoría literaria medieval y renacentista, narrativa eclesiástica del siglo XIII, poesía de cancionero y Humanismo vernáculo.
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La fortuna del Laberinto Ángel Gómez Moreno Universidad Complutense de Madrid A Nicasio Salvador Miguel y Ana Gascó
Antes de nada, deseo que reparen en el título de mi breve intervención (que recuerda un guiño semejante por parte de Francisco Rico en ‘La clerecía del mester’),1 pues deja claro que el participio de presente ludens no sólo es aplicable al artista. Al mismo tiempo, anuncia mi propósito de revisar el esplendor y ocaso de una estrofa y su principal testigo textual, que, desde finales del siglo XVI para acá, han interesado tan sólo a un público profesional, y minoritario. La octava real nunca entró propiamente en una fase de letargo gracias a que ahí estaban Garcilaso y su Égloga III; además, aún habría tiempo para la reivindicación de Góngora y su Polifemo y Galatea, autor y obra de culto para el más exigente de los lectores.2 Aunque los tiempos, y con ellos los gustos, cambian, no alcanzo a imaginar nada parecido en el caso de la copla de arte mayor y el Laberinto de Fortuna. Pasado el tiempo durante el que esta estrofa y la poesía de cancionero mantuvieron su vigencia estética, de Juan de Mena, ya sin apenas lectores, quedó, eso sí, merecida fama de escritor de altos vuelos en verso y prosa. Antes de ocuparnos del prolongado letargo del Laberinto, detengámonos por un instante en el siglo largo en que gozó del aprecio generalizado de los aficionados al verso. La tradición textual del cordobés, de la que me ocupé al editar su obra completa (con Teresa Jiménez Calvente) y al redactar la ficha del Diccionario
1 2
Francisco Rico, ‘La clerecía del mester’, Hispanic Review, 53 (1985), pp. 1–23 y 127–50. De que de la fascinación por Góngora participaron todos nuestros artistas de Vanguardia tenemos testigos tan elocuentes como la Cabeza de Góngora (1927) del gran Alberto Sánchez, que puede contemplarse en el Museo Reina Sofía de Madrid, o la cubierta del mítico número de la revista Litoral (1927) en que Juan Gris remata una composición característicamente cubista con la dedicatoria: ‘A don Luis’.
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ÁNGEL GÓMEZ MORENO
filológico coordinado por Carlos Alvar y José Manuel Lucía,3 confirma que entusiasmó a varias generaciones. El terminus ad quem en lo que a la vigencia de la poesía cancioneril respecta coincide con la última edición del Cancionero general de Hernando del Castillo (1573); en el caso de Mena, tenemos otra data: 1582, año en que vio la luz la edición del Brocense, que silencia arteramente su inmensa deuda ecdótica y exegética con el Comendador Griego. En realidad, este volumen hace las veces de certificado de defunción de Mena y de la poesía de cancionero toda, en su formulación lírica y narrativa. Es la conclusión que se extrae de las palabras del catedrático salmantino y, sobre todo, de las del impresor, Lucas Junta, a don Juan de Guzmán, generoso mecenas:4 Como en este tiempo tanto se usa en España la compostura italiana, muchos tienen ésta [la castellana] por impertinente y aun algunos que piensan tener voto en poesía han llegado a tanta desemboltura que osan dezir que Juan de Mena es pesado y enfadoso.
Por mucho que a ambos, editor e impresor, les guste Mena y lo defiendan, el estado de cosas que reflejan sus palabras no admite duda: a esas alturas, Mena era un autor de antaño. El tiempo fue luego tan inexorable como injusto al silenciar la seminal labor del Comendador y realzar la de Francisco Sánchez de las Brozas; de hecho, la memoria de Juan de Mena siguió viva gracias a la edición salmantina de 1582, que hizo posible su recuperación para un lector culto y curioso, primero, y para su uso en las aulas, más tarde. Y a nada más se llegó, a decir verdad, pues incluso a día de hoy raro es el estudiante de Filología que ha leído a Mena antes de licenciarse o graduarse. Quedémonos por un momento con ese siglo largo en que el lector español halló satisfacción plena en nuestro poeta. El éxito de su obra, en particular las Trescientas y las Cincuenta, tiene como correlato una tradición textual rica donde las haya. Si atendemos concretamente al Laberinto, parece claro que no pesaron en su contra ni la caída en desgracia, ni tan siquiera la muerte de don Álvaro de Luna, a quien Mena elogia sin tasa a lo largo del poema. No cabe hablar en ningún caso de una damnatio memoriae del Condestable, que habría supuesto (1) la eliminación de lo que él mismo escribió (Libro de las virtuosas y claras mujeres), (2) la eliminación de lo que mandó escribir (la traducción del Árbol de batallas de Honnoré Bouvet por Diego de Valera), (3) la eliminación de las obras a él dedicadas (como el Compendio de medicina de Gómez de Salamanca), o (4) la eliminación de una obra 3 Ángel Gómez Moreno y Teresa Jiménez Calvante (eds.), Juan de Mena, Obra completa, Madrid, Turner, Biblioteca Castro, 1994; Ángel Gómez Moreno, ‘Juan de Mena’, en Diccionario filológico de literatura medieval española. Textos y transmisión, ed. Carlos Alvar y José Manuel Lucía Megías, Madrid, Castalia, Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica, 21, 2002, pp. 670–85. 4 Gómez Moreno y Jiménez Calvente (eds.), Juan de Mena, Obra completa, p. 7.
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como el Laberinto, en la que don Álvaro es figura principal. En 1498, con un ambiente idóneo para la reivindicación de su figura y empresa política, Maria de Luna pudo honrar a sus progenitores, don Álvaro y doña Juana Pimentel, gracias al bello grupo fúnebra que podemos contemplar en la capilla de santo Tomás Cauriense de la catedral de Toledo luego conocida como capilla del Condestable. El poema, a la luz de los datos de que hoy disponemos, fue incluso a más en tiempos de los Reyes Católicos, y por cuatro poderosas razones: (1) En primer lugar, porque el monarca ensalzado era el padre de la reina. Sin su deseo de preservar la memoria paterna por encima de todo, tampoco se entendería que la Cartuja de Miraflores, donde reposan los huesos de Juan II e Isabel de Portugal, esté libre de las granadas e hinojos, los yugos y las flechas, las ‘efes’ y las ‘y griegas’ de, pongo por caso, San Juan de los Reyes de Toledo. Téngase en cuenta que, a pesar de que la obra final de la Cartuja fue impulsada por Isabel I en plena exaltación de su reinado, sus marcas no aparecen por ninguna parte, ni en la fachada ni en el túmulo o la sala mortuoria. El propósito de esta formidable obra plástica, ejecutada en alabastro por el gran Diego de Siloé, coincide con el del Laberinto. (2) No menos hubo de pesar la defensa de un ideal político, el de una monarquía todopoderosa, frente a una nobleza prácticamente reducida a la nada. Ése fue el anhelo frustrado de Juan II, una empresa para la que se apoyó decididamente en su valido; ése fue el fin perseguido, y alcanzado, por los Reyes Católicos, que, en un gesto cargado de simbolismo, desmocharon no pocos castillos nobiliarios, según repitieron luego los historiadores; en paralelo, Isabel y Fernando se metieron las órdenes militares en un puño al convertir en gran maestre de todas ellas al monarca aragonés; por lo que atañe al tercer poder, el eclesiástico, basta recordar que, en España, no volvería a darse nada parecido a Alfonso Carrillo, el levantisco arzobispo toledano que tantos quebraderos dio a los Reyes Católicos. (3) El Comendador quiso ofrecer a España un poema nacional a la altura de lo que merecían la nación española y su lengua, que unas veces se mostraba eufórica por su superioridad frente al resto de los idiomas vernáculos, mientras otras, las más frecuentes, revelaba su complejo por no contar con el respaldo de un canon literario de verdadera calidad. La célebre declaración de Nebrija, con una translatio imperii atque studii, comprendida en la frase ‘siempre fue la lengua compañera del imperio’, no era nada sin la correspondiente nómina de escritores. Tras el latín, estaba una larguísima poetarum enarratio; por el contrario, tras las soflamas de quienes se gloriaban de la preeminencia de la lengua española, no había nada. Como Italia, con Dante y la Commedia, España y su monarquía precisaban al menos de un gran nombre y un gran título. A procurárselo vino Hernán Núñez, también llamado el Comendador Griego o el Pinciano: el nombre era el de Juan de Mena; el título, el Laberinto.5 5
Aunque cabrían otras citas, me conformo con señalar la magna labor editorial e interpretativa
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(4) En último término, cabe decir que aquéllos eran buenos tiempos para la épica, a la que el Laberinto sirvió de modelo fundamental. Y es que la voluntad primera de Mena fue hacer un gran poema patrio, una obra altisonante y cargada de erudición, esto último en línea con la Commedia. Entre ésta y aquélla hay, no obstante, dos diferencias dignas de tener en cuenta: fue el público de Dante el que convirtió la Commedia en el gran poema de la República de Florencia y, ya en el siglo XIX (tras innegables altibajos, entre filias como la de Cristóforo Landino y fobias como la de Pietro Bembo), el que la transformó en epopeya para el conjunto de una Italia recién unificada. Por el contrario, cuando Mena acometió la redacción del Laberinto tenía en mente un patrón épico, sentido éste reforzado por Hernán Núñez y señalado por el Brocense (cuando habla de ‘una poesía heroica como ésta’).6 Esta clave de lectura, primera entre todas las posibles, se esfumó con el paso de los siglos; de hecho, el recuerdo de esta dimensión fundamental del Laberinto es algo que sólo hemos venido destacando en los últimos años. La estima por Mena no había disminuido un ápice al cambio de siglo y de era: ni entre los consumidores o cultivadores de la poesía cancioneril, ni entre los humanistas que escribían versos latinos idénticos a los de sus correligionarios italianos. Así, cuando Nebrija atiende a la poesía en lengua vulgar, Mena se lleva la palma, a pesar de que el sevillano, al mismo tiempo, canta las excelencias del romancero por su característica rima asonante. Algo había dicho yo mismo al respecto, pero mucho más rotundo y convincente es lo escrito por Juan Casas Rigall en Humanismo, gramática y poesía: Juan de Mena y los ‘auctores’ en el canon de Nebrija (Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela, 2010). Queda claro, por ejemplo, que, en lo que se refiere a la poesía vernácula, su larga estancia italiana no tuvo efecto alguno: por ningún lado se perciben atisbos de petrarquismo o de pasión por el endecasílabo. Lo que cita en su Gramática es, digámoslo así, lo que tenía a su alcance un lector cualquiera: versos octosílabos y dodecasílabos de raigambre cancioneril, al gusto de los trovadores del Cuatrocientos español. En ningún caso percibimos algo parecido a un intento por marcar nuevas tendencias; por ello, coincido plenamente con Juan Casas cuando, tras atender al mismo problema que aquí me ocupa, afirma: En la Gramática nebrisense no hay ningún juicio de valor expreso, positivo ni negativo, sobre la estética literaria de Juan de Mena, como tampoco las Introductiones evalúan explícitamente el mérito poético de Virgilio. Sin embargo, en un sector de la crítica actual aflora a menudo un prejuicio de de Julian Weiss y Antonio Cortijo Ocaña (eds.), Hernán Núñez de Toledo, Las ‘Trezientas’ del famosíssimo poeta Juan de Mena con glosa, http://www.ehumanista.ucsb.edu/projects/Weiss%20 Cortijo; y el sesudo artículo de Teresa Jiménez Calvente, ‘Los comentarios a las Trescientas de Juan de Mena’, Revista de Filología Española, 82 (2002), pp. 21–44. 6 En Gómez Moreno y Jiménez Calvente (eds.), Juan de Mena, Obra completa, p. 9.
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endeble fundamento: un fino humanista como Nebrija despreciaría el estilo medieval del Laberinto, tosco e ingenuo en comparación con las nuevas sutilezas de las letras renacentistas. La recepción de Juan de Mena durante los siglos XVI y XVII obliga a atemperar muy mucho tal aseveración.7
Volvamos a la edición de Francisco Sánchez de las Brozas, que resalta el mérito de Mena al tiempo que nos informa de que, para sus contemporáneos, era un artista de otra época. La poesía de los años del Brocense (la estéticamente activa) responde a otros impulsos, como se percibe en su breve prólogo: ‘Ansí que no ay razón de desechar a Juan de Mena porque en nuestra edad ayan salido otros de estilo muy differente’.8 La lejanía es la razón por la que el texto abunda (1) en escollos editoriales (la culpa la tienen copistas e impresores, responsables de todo tipo de estragos), (2) en escollos lingüísticos (sin enciclopedias, diccionarios y demás útiles a mano, la lectura del poema supone un verdadero calvario) y (3) en escollos exegéticos en general (por esos años, la dimensión heroica de Las Trescientas resultaba manifiesta, aunque esa lectura, porque así lo quiso su autor, no agotaba otras tantas posibles). Como señalé en mi coedición de 1994, lo hecho por el Brocense es muy poco. En realidad, verso a verso, le roba el mérito a Hernán Núñez, que se había enfrentado al Laberinto casi un siglo antes; sin embargo, la historia literaria es, a veces, así de injusta, pues mientras todos se olvidaron del vallisoletano (de su cuna le venía precisamente a Núñez el sobrenombre de Pinciano), el catedrático salmantino dejó una fama de sabio que ha llegado intacta a nuestros días, tanto por ésta como por otras labores. Luego, como he dicho, la edición del Brocense sirvió para recuperar a Mena en los siglos XVIII y XIX, pues de ella partieron quienes se propusieron darla a la estampa. En la edición de Ginebra (1766), se dice: ‘Conforme a la Edición de Salamanca del año 1582’; en la siguiente, Madrid (1804), leemos otro tanto: ‘Hemos hecho la presente edición siguiendo la que corrigió, declaró y comentó el doctísimo maestro Francisco Sánchez Brocense’; en fin, la última edición decimonónica, publicada igualmente en Madrid (1840), es una mera reimpresión del texto de 1582. Ya en pleno siglo XX, la vulgata de José Manuel Blecua (1943) volvía aún decididamente por esos mismos pasos, tras dejar a un lado la labor realizada por Foulché-Delbosc con los códices del Laberinto. Sabemos lo que vino tras la edición del Brocense: el medievalismo madrugador de Francisco de Quevedo, al que ha atendido María José Alonso Veloso.9 7 Juan Casas Rigall, Humanismo, gramática y poesía, Juan de Mena y los ‘auctores’ en el canon de Nebrija, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2010, p. 105. 8 Gómez Moreno y Jiménez Calvente (eds.), Juan de Mena, Obra completa, p. 9. 9 María José Alonso Veloso, ‘La recepción de la literatura medieval en Quevedo’, en Actas del IX Congreso de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval (A Coruña, 18–22 de septiembre de 2001), vol. I, ed. Carmen Parrilla y Mercedes Pampín, Noia (A Coruña), Toxosoutos, 2005, pp. 277–300.
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Dentro del patrón literario de la pugna entre antiguos y modernos, la España defendida pone a la misma altura a los autores grecolatinos y a los españoles, y mezcla, pues para ese fin no convienen distingos, a Juan de Mena, a Jorge Manrique o a Garci Sánchez de Badajoz con Cristóbal de Castillejo y los italianizantes Garcilaso y Boscán, Aldana y Herrera. El siglo XVII abunda en elogios a Mena, en la defensa de la fórmula gongorina por Pedro Díaz de Rivas (ca. 1618), en la laus Hispaniae de José Pellicer (ca. 1630), entre otros muchos. Tampoco, claro está, faltan las pullas. En línea con los anteriores, para Nicolás Antonio, Mena es un caso sobresaliente de pericia versificadora; no obstante, el Garcilaso anotado por Fernando de Herrera (1580) había logrado imponer al toledano como el clásico tras el que andaba la literatura española. Se silenciaron por completo las voces de aquellos que, según Boscán (en su prólogo a la Duquesa de Soma), rechazaban la nueva métrica italiana por dos razones parejas: ‘Los unos se quexavan que en las trobas desta arte los consonantes no andavan tan descubiertos ni sonavan tanto como en las castellanas; otros dezían que este verso no sabían si era verso o si era prosa.’10 Lo último va a cuenta de la estética del encabalgamiento,11 que muchas veces viajaba con unas oraciones tan largas que precisaban de la totalidad del soneto. Con razón decía Cristóbal de Castillejo, en sus célebres denuestos contra las composiciones a la italiana (Reprensión contra los poetas españoles que escriben en verso italiano), que éstas eran ‘tardías de relación’.12 Los cancioneros castellanos del siglo XV recibieron la atención que se les había negado durante dos largos siglos gracias al poeta Manuel José Quintana (1772–1857), con su Tesoro del Parnaso español o poesías selectas desde el tiempo de Juan de Mena hasta el fin del siglo XVIII (1817). En su introducción, dedica un total de cuarenta y tres páginas a presentar nuestra antigua poesía, desde el Cantar de mio Cid hasta los cancioneros cuatrocentistas; en su edición, aparece bien definida –de una vez y para siempre– la principal nómina cancioneril o, si se prefiere, el trío obligado: el Marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique. A los dos grandes del siglo XV se unía don Jorge, el mejor de todos los poetas de su grupo en la temprana opinión de Juan de Valdés, cuyo Diálogo de la lengua (1533) canta las excelencias de la poesía amatoria de Mena al tiempo que ensalza las Coplas a la muerte de su padre. Como continuación de la labor de Quintana, y con abundantes materiales de 10 11
Cito por Carlos Clavería (ed.), Juan Boscán, Obra completa, Madrid, Cátedra, 1999, p. 116. Este modo de poetizar fue eficazmente defendido por Fernando de Herrera en sus Anotaciones a las Obras de Garcilaso de la Vega (Sevilla, 1580) en un pasaje que todo estudiante debería retener desde el primer año de carrera. Me refiero en concreto al momento en que, al comentar el soneto I, dice del encabalgamiento que ‘no es vicio sino virtud’ (p. 68). 12 Cito por la edición de Ramón Fernández, Obras de Christóbal de Castillejo (Madrid, Imprenta Real, 1792), p. 249.
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la Edad Media, presentaba Juan Nicolás Böhl de Faber (1770–1836) su Floresta de rimas antiguas castellanas (1821). En 1822, y durante todo un año, Alberto Lista (1775–1848) impartió diversas charlas sobre nuestra antigua literatura en la cátedra que, para ese propósito, dispuso el Ateneo de Madrid. Su plan seguía el común criterio cronológicoevolutivo, lastrado por prejuicios respecto del Medievo y, sobre todo, por su apenas ocultada repugnancia con relación al arte tardo-barroco. No es preciso leer su primera entrega (Lecciones de Literatura Española explicadas en el Ateneo Científico Literario y Artístico [1836]), sino la página inicial de la segunda serie de sus Lecciones de Literatura Española (1853), ya que compendia todo lo escrito en aquélla y resume muy bien su opinión, que otros muchos compartían, según la cual, tras siglos de rudos versos y tras el fallido intento de Juan de Mena, la alta poesía castellana nace con Garcilaso, se mantiene en el Siglo de Oro y se viene abajo con la decadencia de España: Empezamos nuestras esplicaciones por la poesía, y recorrimos todos sus ramos, escepto la dramática, desde los orígenes más remotos de la lengua castellana hasta nuestros días. Observamos aun en composiciones informes, como el Poema del Cid, el de Alejandro y en los Berceos, la lucha perpetua entre un idioma todavía inculto y bárbaro y el genio de la inspiración, que pugnaba por dominarlo y plegarlo a sus movimientos. Esta lucha fue ya menos terrible en las composiciones del Arcipreste de Hita, y aun menos en las de los poetas del siglo XV. No olvidamos la atrevida empresa del genio español Juan de Mena de crear en nuestra versificación un lenguaje poético y esclusivo. En fin, llegamos al siglo de Garcilaso, espusimos los progresos rápidos de la poesía y del idioma, notamos las causas de su decadencia espantosa hasta mediados del siglo XVIII, y de su restauración en el último tercio de este siglo, debida a los Luzanes, a los Moratines y los Meléndez.13
En la obra de Lista, como en todas las de su serie, el Medievo queda inicialmente fuera, algo que no extraña si se tiene en cuenta el público al que iba destinada. Lo mismo sucede ya en el caso del abate Marchena, aunque los prejuicios que éste muestra respecto de nuestros primitivos son mucho más marcados. A éstos, unos pocos en realidad, sólo los considera de pasada en su ‘Discurso preliminar acerca de la historia literaria de España y de la relación de sus vicisitudes con las vicisitudes políticas’ (1820), aunque su atención se centra en el siglo XVI, en la idea de que nuestra literatura nació propiamente en los años del Emperador, y con una fuerte impronta italiana. No extraña por ello que, en una peculiar translatio studii, vaya de Italia a España sin aludir siquiera a la Francia medieval, 13 Alberto Lista, Lecciones de Literatura Española explicadas en el Ateneo Científico, Literario y Artístico, Madrid, Librería de José Cuesta, 1853, p. iii.
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gran motor literario, único e indiscutible, antes del Trecento. Poco dice sobre nuestro Medievo, y además lo hace en tono especialmente despectivo: La literatura y las lenguas de los pueblos modernos de Europa se han ido formando en épocas distintas. La Italia fue la primera de las naciones europeas que vio perfeccionarse su idioma manejado por el audaz y sublime Dante, por el delicado cuanto puro Petrarca, por el donoso y castigado Bocaccio. Siguiose a esta nación inmediatamente la España, que a fines del quinto décimo y principios del décimo sesto siglo pulió su tosca lengua, tan desaliñada en los poemas de Gonzalo de Berceo, tan llena de argucias escolásticas, y en uno tan boba y pobre en las trovas de los copleros de la trecena y cuarta décima centuria.14
En el ambiente, para él de pura decadencia, de Juan II y (extraña mucho menos que así lo perciba, dadas las nieblas que tradicionalmente rodean su figura y su reinado) de Enrique IV, las letras españolas comenzaron su ascenso; de todo lo que se hizo por entonces, lo mejor es, de nuevo, el Laberinto de Fortuna, acerca de cuyo autor dice: ‘remontábase a veces Juan de Mena hasta rayar lo sublime’.15 Incómodo ya, el abate salta, y no podía ser de otro modo, a Garcilaso y Boscán, en una cita sabrosísima de veras, que no puedo silenciar: […] convencidos de la analogía que en la índole, y más aun en la prosodia, de los idiomas toscano y castellano reinaba, trasladaron a España el metro florentino; y al fastidioso sonsonete de las coplas de arte mayor, al insípido ritornelo de las trovas de tres o cinco versos de siete y cinco sílabas, le sucedieron las variadas estancias, las magestuosas octavas, el severo y dificultoso terceto.16
Tras tales reflexiones, no es de extrañar que, como en la antología primera de Lista, no haya una sola muestra de elocuencia extraída del Medievo. Lo cierto, no obstante, es que la Edad Media iba colándose inexorablemente en el imaginario de todos, españoles y europeos. De ese afianzamiento dan cuenta, antes que nadie, Amador de los Ríos y la ya citada Antología literaria (1860) de Carlos de Ochoa, que ofrece pasajes de El Victorial y cartas sacadas del mendaz Centón epistolario de un inexistente bachiller Gómez de Ciudad Real; además, esta 14 José Marchena (Abate Marchena), ‘Discurso preliminar acerca de la historia literaria de España y de la relación de sus vicisitudes con las vicisitudes políticas’, en Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia; o Colección de los trozos más selectos de Poesía, Elocuencia, Historia, Religión, y Filosofia Moral y política, de los mejores Autores Castellanos, Burdeos, Imprenta de Don Pedro Beaume, 1820, p. vii. 15 Marchena, ‘Discurso preliminar’, p. iv. 16 Marchena, ‘Discurso preliminar’, p. v.
LA FORTUNA DEL LABERINTO
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vez con buen juicio y acierto pleno, se recoge íntegro el Prohemio e carta del Marqués de Santillana, junto a muestras de Diego de Valera, Fernán Pérez de Guzmán, Alfonso de la Torre y Hernando del Pulgar. Por lo que respecta al verso, aquí se ofrece, perfectamente configurada para el gran público, la tríada de los cancioneros castellanos establecida por Quintana: Juan de Mena, el Marqués de Santillana y Jorge Manrique. A continuación, sin aducir un solo romance (cosa extraña, tras medio siglo de difusión de la célebre obra de Agustín Durán), viene el grande entre los grandes: Garcilaso de la Vega. En el siglo XX, al toledano nadie lo bajaría del podio, aunque en la relación de la que forma parte tampoco falten autores y títulos medievales. En esa nómina, seamos sinceros, no figura Juan de Mena, ajeno por completo a las expectativas del lector actual. Desde el siglo XVIII para acá, el Laberinto y el resto de la obra de Mena, en prosa y verso, interesan a los profesionales de nuestro ramo, y ni siquiera a todos. Ahora bien, para el historiador en general, y no sólo para aquel que se ocupa del hecho literario, el Laberinto se erige en una pieza básica para entender la estética y el pensamiento en Castilla y en España durante al menos un siglo y medio.
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