\"La encarnación del alma cristiana de María en el mármol pagano de la Venus de Milo\" la imagen de la mujer en el primer poemario modernista de Francisco Villaespesa

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Descripción

"La encarnación del alma cristiana de María en el mármol pagano de la Venus
de Milo": la imagen de la mujer en el primer poemario modernista de
Francisco Villaespesa[1]


"Mujer, eco de luna y de jazmines,/ fija en el hondo azul de mis
jardines/ esa presencia que a la muerte arrancas"[2]... Esa presencia que
cantara Juan Ramón Jiménez hacia 1907 no es otra que la de Elisa González
Columbie, la malograda esposa de Francisco Villaespesa, "venero y restaño
para el poeta y sus amigos"[3]: los hermanos Machado, Isaac Muñoz, Julio
Pellicer, Rafael Cansinos Assens, el propio Juan Ramón y tantos otros que
incorporaron la entusiasta aventura del modernismo en el momento
finisecular. Elisa, "suave y delicada como una brisa, como una
fragancia"[4], tendría una gran significación en la etapa inicial del
autor, con quien compartiría sus inquietudes espirituales, y a su temprana
desaparición sería cálidamente evocada por sus "hermanos" modernistas[5].
Villaespesa conocerá a la que habría de ser su mujer durante el
primer viaje que realice a Madrid. La presentación entre ambos la llevará a
cabo Manuel Machado -quien por entonces mantenía relaciones con una hermana
de ésta- entre finales de 1897 y comienzos de 1898[6]. En marzo de este
último año aparece publicado el primero de los muchos textos que el autor
le dedicaría, el poema "A Elisa", que encabeza su ópera prima
Intimidades[7]. A mediados del mes de agosto de 1899 tiene lugar la
celebración de los esponsales y, acto seguido, la pareja parte de viaje
hacia Laujar, patria del escritor. Días antes de la boda ha podido ver
terminado su segundo poemario, significativamente titulado Luchas[8], en
consonancia con la renovación de las estéticas literarias que el almeriense
persigue.
Pero esta batalla por la nueva literatura no alcanzará densidad de
manifiesto[9] hasta la publicación, en el otoño de 1900, del tercero de sus
libros que ve la luz, La copa del rey de Thule[10]. En esos momentos Elisa,
que viene padeciendo desde hace meses la tuberculosis que acabará
finalmente con su vida[11], aparece ante el grupo de amigos del escritor
todavía más languideciente y etérea, como si de una figura literaria se
tratase: "Elisa [...] flotaba, como la ondina, sobre nuestro lago. [...] De
ella, de su inspiración, salió, creo yo, buena parte del más delicado
modernismo español, pues Elisa estaba muy cerca de las princesas del
modernismo, que eran las del simbolismo, los fantasmas del cisne y la
estrella. Elisa era para mí la representación de la femenina dignidad
esbelta, como una encarnación de las heroínas de Poe, de Maeterlinck, de
Rubén Darío"[12].
Elisa, idealizada, se muestra así como la transposición de un
personaje literario a la vida real, y como tal, su reflejo puede
encontrarse en una gran parte de las abundantes imágenes de mujer presentes
en el primer poemario modernista de su marido. Pues si en La copa del rey
de Thule tienen cabida todos los componentes propios de la hiperestésica
sensibilidad finisecular, no podía faltar la importante presencia de la
Mujer, que remite con frecuencia al Eterno Femenino que tanto fascinaba al
autor[13].
Años más tarde, Rafael Cansinos Assens evocaría muy descriptiva y
simbólicamente el alcance que tuvo la imagen femenina en esta etapa liminar
del grupo de jóvenes poetas modernistas:

Nuestra lírica juventud está henchida de versos y de románticos
suspiros; sobre ella la mujer pasa como una leve sombra inspiradora,
no como una roja mancha impura; con congoja de estrella y fragancia de
lirio [...]. ¡Oh, nuestro anhelo de renovación! ¿De dónde sino de
nuestro disgusto por los labios de rosa y las mejillas de clavel nació
nuestro amor a ti ¡oh mujer pálida y misteriosa, ligera y fina como un
nenúfar!, que te erguiste con una gracia efímera sobre el agua de
nuestros sueños?[14]

Esa mujer nívea y delicada, que podría corresponder tanto a la
descripción de la propia Elisa como a la musa inspiradora de los primeros
modernistas, es una presencia incesante en las páginas de La copa del rey
de Thule y refleja, dentro de una indudable tradición romántica y
baudeleriana, el anhelo de fusión del poeta con un prototipo de mujer
ideal: "El fin de siglo adoptó una figura de mujer como símbolo de
inocencia y pureza, como ideal de amor espiritual y místico. El lejano
modelo era Beatriz, que guía a su amado, de la mano, a través de las
sombras, hacia una, más trascendente, realidad. En centenares de pinturas,
marqueterías, porcelanas y poemas apareció la evocación de esa mujer de
rostro pálido, delgada, ectoplásmica, blanca, desprovista de realidad"[15].
Esta imagen femenina altamente espiritualizada -y opuesta a la también
arquetípica "mujer fatal"[16]- ha sido calificada por la crítica
especializada como "mujer prerrafaelita", "mujer espiritual" o "mujer
frágil"[17].
En el poemario villaespesiano, y comenzando por los sustantivos
comunes[18], la mujer espiritual se representará en bastantes ocasiones
como "virgen" (14), "musa" (7) o "princesa"[19] (6) y, en campos semánticos
cercanos, como "reina" (2), "novicia" (2), "novia" (1), "joven desposada"
(1) o "vestal" (1); pero también, en el ámbito antitético de la femme
fatale -topos característico del modernismo decadente que no podía faltar
en un libro tan representativo-, y aunque con menor presencia que su
contraria, será "bacante" (4), "bruja"[20] (2), "meretriz" (1) o
"cortesana" (1).
En cuanto a los nombres propios, se encuentran en La copa del rey de
Thule alusiones a los personajes literarios de Margarita y Julieta, o al
bíblico de María Magdalena, modelos femeninos de alta espiritualidad
caracterizados por su connotación simultánea de purificación y amor.
Especialmente significativo resulta el caso de la primera, cuyo nombre -hoy
generalizado- poseía en la época un carácter marcadamente literario al
recordar a la protagonista del Fausto de Goethe[21]. Esta obra, que tuvo
una gran influencia en la literatura de la época, alcanzando abundantes
traducciones durante el siglo XIX[22], resulta imprescindible para entender
el título elegido por Francisco Villaespesa para su libro de poemas, pues
el topónimo mítico de Thule, que los geógrafos de la antigüedad situaban en
las desconocidas tierras que constituían el límite norte del mundo, aparece
en una de las baladas que Margarita canta en la epopeya goethiana. Mención
aparte merecen igualmente dos nombres[23]: Elena y Dalila[24], causantes
ambas -por su tremenda fuerza subyugadora- de la destrucción de los
hombres, y que representan, en un terreno opuesto, el prototipo de la mujer
fatal.
También la mitología clásica se halla representada en el primer
poemario modernista de Villaespesa con referencias a Leda[25] (1), a Aurora
(1), a las Horas (1), a la Quimera (1) y, en mayor número de ocasiones, a
la diosa del amor Afrodita/Venus (4) y a otro ser mítico destinado a
convertirse en una constante finisecular como símbolo del enigma y de la
impenetrabilidad del alma femenina y su misterio[26]: la Esfinge[27] (4):

Y al pie de la Esfinge
del Amor Eterno,
busto femenino con garras de tigre,
los lascivos labios
de Afrodita ríen[28] ("Neurótica", La copa..., p. 51).

Pero la figura femenina predominante en La copa del rey de Thule es
la de la mujer virginal, que inspira románticamente al poeta (en cuanto
musa) y se asemeja a las princesas de las leyendas medievales:

él mirándose en los ojos de la virgen soñadora
y ella oculta en negros tules, ojerosa, triste y pálida, [...]
el poeta
y su musa favorita, la que tiene la tristeza de la luna[29] en la
mirada ("Los crepúsculos de sangre", La copa..., p. 17).

Como se puede observar, los epítetos que acompañan a la descripción
de la doncella villaespesiana no resultan en absoluto inmotivados. Tanto
"soñadora" como "ojerosa", "triste" y "pálida", apuntan nuevamente en la
dirección de esa imagen de mujer espiritual que se dibuja incesantemente en
los versos del poemario. Una caracterización que, atendiendo al aspecto
físico, hará que el autor utilice de forma reiterada el calificativo
"pálida" para describirla, más allá del color de la piel, como si de un
estado del alma se tratara. De este modo, la palidez es considerada como un
rasgo de exquisitez y espiritualidad[30]. En el texto, encontraremos la
sugerencia a esta connotación mediante un vocabulario ligado siempre al
campo semántico de la blancura:

¡Oh, Princesa, [...] toda blanca y ruborosa ("Epitalamio", La copa...,
p. 32).

con sus dedos de nieve la pálida princesa ("Medieval", La copa..., p.
45).

la blanca princesa gemela de los lises (Ibidem, p. 46).

¡Oh, mi pálida virgen ("Neurótica", La copa..., p. 52).

una pálida novicia de ojos tristes y enlutados ("Parábolas", La
copa..., p. 58).

Se trata, en todo caso, de una mujer dotada de una belleza serena
apenas esbozada, y cuyo aspecto parece adecuarse al ideal prototípico
desarrollado por los prerrafaelitas ingleses[31], lo que se hace evidente
de manera particular en el poema "Medieval", donde la atmósfera de
recreación legendaria favorece aún más esta similitud[32]:

Es bella y dolorosa. Parece la Quimera
de amor que un pincel místico trazó en la vidriera

de la claustral ojiva ("Medieval", La copa..., p. 45).

Dos partes del cuerpo de este ser virginal, las manos y la cabellera,
recibirán una especial atención por parte del poeta, lo cual no resulta de
extrañar puesto que fueron rasgos físicos de frecuente presencia en el arte
y la literatura finisecular. La obsesión por unas manos blancas y finas,
que contribuían a aureolar a sus poseedoras de un halo de fragilidad y
espiritualidad, se encuentra en innumerables textos del momento[33]. De
hecho, uno de los poemas que otorgaría con posterioridad mayor fama a
Francisco Villaespesa fue precisamente el titulado "La sombra de las
manos", cuyos intimistas versos se recitaban de memoria: "¡Oh enfermas
manos ducales,/ olorosas manos blancas!...// ¡Qué pena me da miraros,/
inmóviles y enlazadas/ entre los mustios jazmines/ que cubren la negra
caja!"[34].Pero dicha fijación por unas manos delicadas ya aparecía
insistentemente en La copa del rey de Thule:

con sus dedos de nieve la pálida princesa
el azahar de una margarita deshoja ("Medieval", La copa..., p. 45).

Palidecen en su mano los lirios (Ibidem).

Por el contrario, y en lo referente al cabello, habría que tener en
cuenta en principio su consideración genérica como un símbolo de fuerte
carga sexual[35]. Según afirma Erika Bornay en su estudio monográfico
dedicado al tema: "la melena femenina como constante de mito, como agente
fetichista, incitador de secretas imágenes en la imaginación del varón, ha
motivado secularmente infinidad de narraciones orales, escritas y
plásticas. Elemento de enorme capacidad perturbadora en los mitos eróticos
de la sociedad masculina, la cabellera opulenta de la mujer simboliza
primordialmente la fuerza vital, primigenia [...] y la atracción
fatal"[36]. El célebre psicopatólogo británico Havelock Ellis, en una de
sus obras que alcanzó mayor difusión, Estudios de psicología sexual,
exponía en los albores del siglo XX que el cabello es, usualmente, la parte
del cuerpo femenino a la que se presta más atención después de los ojos,
además de hacer notar que proporciona una fuente importante de
fetichismo[37]. Esta idolatría del cabello fue desarrollada cumplidamente
en el fin de siglo[38], uno de cuyos ejemplos más significativos puede
encontrarse en el célebre episodio de la Sonata de otoño de Valle-Inclán:

Quité el alfilerón de oro con que se sujetaba el nudo de los cabellos,
y la onda sedosa y negra rodó sobre sus hombros:
-Ahora tu frente brilla como un astro bajo la crencha de ébano. Eres
blanca y pálida como la luna. ¿Te acuerdas cuando quería que me
disciplinases con la madeja de tu pelo?... Concha, cúbreme ahora con
él[39].

También en La copa del rey de Thule -aunque sin llegar a tales
extremos- se pueden encontrar varios pasajes que parecen conceder a la
cabellera femenina todo su atractivo como símbolo erótico:

Ven, poeta,
y corona con nosotros los cabellos ondulantes de tu amada ("Los
crepúsculos de sangre", La copa..., p. 18).

por el tibio alabastro de los hombros
los flotantes cabellos destrenzados ("Flores de ensueño", La copa...,
p. 25).

Tendió el cisne la curva de su cuello,
y con el ala, cándido abanico,
acarició los senos y el cabello ("Pagana", La copa..., p. 43).

Aunque el matiz perceptiblemente sensual de los versos quizá pueda
entenderse como un contrasentido ante una representación de mujer pura y
espiritual, se halla en plena congruencia con la imagen arquetípica
recreada por Villaespesa, pues, si una vez analizado su aspecto físico
pasamos a examinar los aspectos psicológicos que la caracterizan,
encontramos que la descripción de su "ser interior" vendría determinada por
tres facetas, la primera de las cuales consistiría en su tristeza o
melancolía ("En la negra cabellera de la virgen, triste y pálida", "Los
crepúsculos de sangre", La copa…, p. 22; "Enferma de nostalgias",
"Histérica", La copa…, p. 23; "donde tejen su tristeza las esclavas del
Misterio", "Los Murciélagos", La copa…, p. 38; "Es bella y dolorosa",
"Medieval", La copa…, p. 45; etc.), que no es sino una proyección del
estado anímico del poeta, que refleja así sus sentimientos y sensaciones,
al igual que acostumbraron a hacer los escritores románticos en relación
con la Naturaleza.
Las otras dos facetas anímicas presentes en esta fémina virginal
podrían parecer, en primera instancia, opuestas o contradictorias, puesto
que si la protagonista es mostrada por un lado como modelo de mujer
espiritual, motivo por el que se la rodea de un despliegue de vocabulario
en consonancia: "como mística azucena/ que se marchita en el jardín del
claustro" ("Flores de ensueño", La copa..., p. 25), "una virgen que
piadosa, con las manos enlazadas, mira al cielo" ("Epitalamio", La copa...,
p. 31), etc., por otro se presenta como una doncella que semeja exhibir, de
algún modo, toda su plena potencialidad erótica. Dichas facetas, sin
embargo, pueden congeniarse armónicamente porque, como bien explica Manuela
Dunn Mascetti en su estudio sobre los diversos prototipos femeninos
existentes a lo largo de la historia, en "la joven virgen tal como la
retrata la mitología, [...] su sexualidad está presente en sus ojos y en
sus movimientos [...] en un juego de seducción sutil y a menudo inocente.
[...] vive en el límite entre la santidad y el pecado; su cuerpo es puro e
inmaculado y, no obstante, expresa la fuerza de una indómita ola de pasión
sexual, del anhelo por unirse a un hombre y a la vida vista a través del
nuevo velo del amor"[40].
Esta irradiación de erotismo en correspondencia con su nubilidad es
lo que parecen exhalar las vírgenes del poemario villaespesiano, sin que
por ello pierdan su halo de inocencia:

Florecemos en los labios que se funden en un beso
y en el rostro de una virgen que se entrega enamorada ("Los
crepúsculos de sangre", La copa..., p. 18).

incendio de unos labios febricientes,
en los senos palpitantes y desnudos de la joven desposada (Ibidem, p.
19).

Entre rosas una virgen amorosa sonreía...
Y el viajero, sin pararse, dice triste y melancólico:
"¡La sonrisa que yo busco no es tu lúbrica sonrisa!" ("Parábolas", La
copa..., p. 59).

En posteriores ediciones de La copa del rey de Thule su autor añadirá
composiciones especialmente relevantes en este sentido, donde pueden
encontrarse ejemplos como los que siguen, que conjugan las evocaciones de
la mitología clásica con sugerencias sacro-profanas de evidente voluntad
transgresora:

La alba novia, que ceñida de azahares abrió trémula
el jardín de los amores a los faunos del Deseo ("A Juan R. Jiménez",
en Poesías completas, vol. I, p. 126).

Aun cándidas doncellas, en horas cenitales,
ofrendan a Afrodita sus velos virginales
y lúbricas llamean de amor, en la floresta ("Pentélica", en Poesías
completas, vol. I, p. 133).

Rondador de conventos, acaricia
-en sueños- a la pálida novicia
que anhela el beso de la bestia humana ("El tentador", en Poesías
completas, vol. I, p. 134).

En cualquier caso, podría considerarse que, al igual que el estado de
ánimo que exhibe la musa de sus versos no supone sino un trasunto del
sentir melancólico y doliente del poeta, el retrato obsesivo que nos ofrece
-de modo tan reiterado- de esta virgen ardiente, no revela otra cosa que su
propio deseo erótico. Para confirmar esta premisa se pueden recordar las
palabras que en la temprana fecha de finales de 1898 escribiera el
almeriense a su amigo, el malagueño José Sánchez Rodríguez, en relación con
un nuevo libro que estaba escribiendo y que habría de llevar por título
Confidencias, dedicado a su joven prometida, Elisa González Columbie. En
esta obra se contenían, según su autor, "todos esos anhelos del espíritu y
esas inspiraciones de la carne[41] que nacen al contacto de las manos de la
virgen querida que tiembla entre nuestros brazos"[42]. Francisco
Villaespesa concebía a la mujer virginal como alguien capaz de suscitar
sensaciones no sólo espirituales, sino también carnales, y así evocaría a
su amada en los poemas de Confidencias acordándose "de ese cuerpo que apaga
mis fiebres,/ de ese alma que calma mis penas"[43] ("Tarde de otoño. III",
en Poesías completas, vol. I, p. 98) y de ahí que, con frecuencia, en sus
composiciones la doncella se encuentre en ese momento nupcial[44] que la
convierte en eróticamente accesible:

la virgen deshoja las flores
del Epitalamio ("Ofrenda", La copa..., p. 11).

los senos palpitantes y desnudos de la joven desposada ("Los
crepúsculos de sangre", La copa..., p. 19).

Junto al tálamo regio de azahares y rosas
los amantes enlazan sus manos temblorosas ("Medieval", La copa..., p.
48).

En relación con este aspecto central del poemario, y como se puede
observar por el último de los fragmentos citados, cabría señalar aquí la
importante y reiterada presencia del azahar, dotado de un claro matiz
simbólico. En efecto, la flor del naranjo siempre se ha considerado como un
símbolo de la virginidad femenina y, hasta fechas bien recientes, componía
el ramo que las novias portaban ante el ara nupcial[45]:

Azahar inviolado de la frase no escrita...
La flor a quien consulta amores Margarita... ("Silencio", La copa...,
p. 15).

Sólo queda bajo el palio de un naranjo florecido,
una virgen ("Epitalamio", La copa..., p. 31).

vuela en busca de la nieve de tu ramo de azahar (Ibidem, p. 33).

Pero no será ésta la única flor que se utilice en el texto
villaespesiano con el objetivo de representar la pureza, sino que también
aparecerá la azucena, consagrada tradicionalmente a la Virgen María, y con
idéntico significado metafórico[46]:

pálida como mística azucena
que se marchita en el jardín del claustro,
la virgen duerme ("Flores de ensueño", La copa..., p. 25).

De este modo, La copa del rey de Thule utilizará con profusión la
imaginería vegetal en consonancia con una arraigada tendencia del periodo
modernista, que se complacía en convertir las flores en un lenguaje
simbólico[47], siguiendo una antigua tradición preexistente. La composición
más significativa en este sentido es "Los crepúsculos de sangre", donde los
diversos elementos -claveles, jazmines, laureles y adelfas- ofrecen al
autor, y a su pálida y frágil musa, los atributos que les son inherentes.
Así, los claveles personificarían la pasión; los jazmines, la pureza; los
laureles, la gloria; y las adelfas, en la opción elegida finalmente por el
poeta, encarnarían esas flores del mal tan caras al modernismo decadente de
entre siglos, que muy bien podrían ser las "flores enfermizas" a las que se
refirió Baudelaire en la dedicatoria de su poemario canónico. En concreto,
dicen así los versos de Villaespesa:

Nuestras flores son sangrientas
como carnes desgarradas
a mordiscos lujuriosos.
Florecemos con la fiebre... [...]
Alumbramos los oscuros calabozos donde ruge la Locura,
y las celdas solitarias
donde en místicos espasmos[48] las histéricas[49] novicias
de lujuria se embriagan
con la sangre de los Cristos ("Los crepúsculos de sangre", La copa...,
p. 21).

Con la expresión de estos versos, el almeriense pretende, de una
manera un tanto ingenua, pero efectiva en su momento, acentuar al máximo la
exaltación de la morbosidad erótica y de la perversidad provocadora y
sacrílega, tan propias del modernismo decadente[50].
Las adelfas detentan un parecido significado en el soneto "Paisaje
interior", cuyo terceto final volverá a relacionarlas con la fascinación
por el mal:

y entre las adelfas alza lentamente
su verde cabeza la Eterna Serpiente ("Paisaje interior", La copa...,
p. 29).

Las propias características físicas de la adelfa posibilitaron tal
identificación, puesto que se trata de una planta de atractivos colores
pero cuya cercanía puede comportar el daño, el dolor, o incluso la muerte
debido a su componente tóxico[51].
Otro ejemplo de simbolismo vegetal en La copa del rey de Thule es el
protagonizado por el lirio[52], encarnado claramente en un sexo
femenino[53] en el poema "Flores de ensueño":

Y ve cómo entreabre su corola
a las bruscas caricias de un abrazo
-hostia sagrada en el altar de Venus[54]-
un misterioso lirio ensangrentado ("Flores de ensueño", La copa..., p.
26).

Este "lirio ensangrentado" representa además una evidente metáfora de
la desfloración, expresión esta última no ausente en sí misma de un fuerte
simbolismo vegetal. Puesto que la virgen ardiente del poemario
villaespesiano se ofrece generalmente en el momento nupcial, resulta lógico
que abunden en el texto las alusiones a una unión carnal que conlleva el
desvirgamiento. Así, en el poema inicial "Ofrenda" -ya citado-
encontrábamos que "En ella [se refiere a "la copa"] la virgen deshoja las
flores/ del Epitalamio" (La copa..., p. 11)[55]. Las menciones a la
desfloración, y a la efusión de sangre[56] que comporta, se convirtieron en
una verdadera obsesión para Francisco Villaespesa, que las prodigó a lo
largo de todo su libro:

tibia lluvia de rubíes que enrojece los azahares de la novia ("Los
crepúsculos de sangre", La copa..., p. 18).

y la sangre que enrojece los claveles de su boca
canta el triunfo de las rosas en los tálamos nupciales ("Epitalamio",
La copa..., p. 32).

Expresiones semejantes hallaremos en multitud de textos
coetáneos[57], entre los que se pueden destacar los incluidos en el libro
modernista Ninfeas -dada la cercanía espiritual existente, en el momento de
su publicación, entre Juan Ramón Jiménez y el autor almeriense-, inmerso
como estaba el joven poeta moguereño en parecidas disquisiciones en torno a
la mujer virginal y el ansia de posesión que ésta suscita: "El Día más
grande de la Vida lúgubre,/ es el rojo día de la Desposada,/ de la pura
virgen/ que en delirios locos gozará una dicha lujuriosa y lánguida..."
("La canción de la carne", Ninfeas, en Primeros libros de poesía, p. 1486).
En un contexto erótico y epitalámico, sorprende inicialmente encontrarse
con un adjetivo tan cargado de negatividad como "lúgubre". Sin embargo, hay
que tener en cuenta que la desfloración comporta inevitablemente la pérdida
de la pureza, es decir, la cualidad esencial por la que esa mujer virginal
atraía al poeta: "A la oliente sombra del rosal de sangre, del rosal
florido,/ muerta su inocencia, muerta la fragancia de su frente pura"
("Marchita", Ninfeas, en Primeros libros de poesía, p. 1498).
En idéntica paradoja se debate el propio Villaespesa, preso entre dos
anhelos contradictorios. Por una parte, su atracción por lo puro, y por
otra, el afán de poseer esa pureza, deseo que se torna imposible, pues
poseerla conlleva inevitablemente su destrucción. De ahí proviene en buena
parte el tono melancólico que preside su obra, al comprobar que el valor
absoluto de la virginidad resulta incompatible con la posesión carnal de la
mujer. Así pues, esa mujer frágil y espiritual que fascina al poeta viene a
significar una solución bien precaria y efímera para el hombre[58].
Al autor, además, parece asaltarle la duda de si es la propia virgen
la que puede sucumbir a la tentación carnal llevada de sus propios deseos,
causando ella misma la perdición de su pureza. Esto es lo que parece
sugerir el ya mencionado poema "Flores de ensueño", donde asistimos al
descanso de una hermosa joven, "pálida como mística azucena", cuyos sueños
guarda serenamente el "Ángel del Pudor". A partir de aquí la composición
adopta una estructura bimembre paralelística, cuyos contenidos se presentan
simbolizados por las sugerencias cromáticas, tan usuales en el
modernismo[59]. De este modo, la primera parte de los delirios de la joven
se denomina "Ensueño Azul", y viene a desarrollar toda una serie de
imágenes beatíficas y angelicales: cisnes, ruiseñores, pavos reales,
palacios de cuento de hadas, etc. En cambio, pronto va a mudar el color de
sus visiones, pasando al "Ensueño Rojo", en el que la mujer va a
experimentar toda una serie de sensaciones físicas voluptuosas, que
culminarán en la escena de su desfloración (plasmada en los versos ya
reproducidos que describían el sexo femenino como "misterioso lirio
ensangrentado"). El colofón final del poema nos presenta la indudable
victoria de la carne sobre el espíritu:

De pie en la cabecera
del rico lecho de marfil y sándalo,
descorriendo el purpúreo cortinaje
Satanás ríe, y a sus pies postrado
el Ángel del Pudor suspira y llora
con la cabeza oculta entre las manos ("Flores de ensueño", La copa...,
p. 27).

La profunda contradicción planteada en el poemario se encuentra
reflejada también en los versos de multitud de escritores finiseculares
inmersos igualmente en tan irresoluble controversia. Esto explica de alguna
manera la enorme proliferación, por inspiración romántica, de imágenes de
jóvenes mujeres yacentes que poblaron las obras -tanto literarias como
artísticas- del periodo[60], puesto que la única virgen inaccesible e
invulnerable, a salvo incluso de sí misma, es la amada muerta[61], cuyo
recuerdo permanece para siempre inmarchitable:

y a la virgen que agoniza de ternuras y de olvidos
le servimos de mortaja ("Los crepúsculos de sangre", La copa..., p.
19).

Se alimentan con los lívidos gusanos que devoran a las vírgenes ("Los
Murciélagos", La copa..., p. 39).

¡de las vírgenes difuntas que se pudren en sus tálamos de piedra,
con las manos amarillas enlazadas sobre el pecho! (Ibidem, p. 40)[62].

Pero, como bien indica José Andújar Almansa, en La copa del rey de
Thule Francisco Villaespesa cambia su anterior "nota sentimental por las
contradicciones de un erotismo complejo y enigmático"[63], un tortuoso
sentimiento que actuará precisamente como una de las fuerzas vertebradoras
del poemario. Y, dentro de ese profundo y con frecuencia conflictivo
anhelo, es donde habría que encuadrar la innegable fascinación, no ausente
en el texto, hacia otro de los prototipos femeninos de la época, el de la
mujer fatal, que coexiste, en contradictoria dialéctica, con la dominante
atracción hacia su opuesto, la mujer espiritual. En este contexto es donde
cobra pleno sentido el poema "Histérica", que anticipa en cierto modo la
exaltación sadomasoquista de su posterior "Ensueño de opio", incluido en la
tercera edición de La copa del rey de Thule[64]. Así, a la "ardiente
cortesana" y "bacante" de "Histérica" habría que sumar la apasionada Leda
de "Pagana", "las histéricas novicias" y "la lúbrica bacante" de "Los
crepúsculos de sangre", las varias alusiones a Venus y Afrodita, etc.
Villaespesa parece mostrarse consciente de la existencia inequívoca
de una dualidad femenina, que correspondería con el binomio alma/cuerpo o
espiritualidad/carnalidad. Este punto queda especialmente puesto de relieve
en su poema "La sonrisa del Fauno" (La copa..., p. 53), donde se plantea
abiertamente el dilema entre lo que denomina las "púdicas vestales", por un
lado, y las "locas meretrices", por otro. Pero el Fauno protagonista de la
composición se revela incapaz de elegir entre ambas, de contestar a las
preguntas "¿Quiénes son más hermosas? ¿Quiénes son más felices?", como
prueba de la complicada visión dual de la mujer que dominó la literatura
finisecular.
Esa poderosa sugestión de un Eterno Femenino ambiguo y contradictorio
es lo que refleja también una de las composiciones más conocidas del
poemario, cuya publicación causó un gran escándalo en la época: el soneto
"Ave, Fémina". Compuesto a base de oposiciones y pares antitéticos, el
poema ofrece en cierto modo una imagen arquetípica de la mujer, concebida
como "encarnación del misterio fundamental de la existencia"[65]:

Te vi muerta en la luna de un espejo encantado.
Has sido en todos tiempos Elena y Margarita.
En tu rostro florecen las rosas de Afrodita
y en tu seno las blancas magnolias del pecado ("Ave, Fémina", La
copa..., p. 35).

Esta mujer a la vez pura y apasionada, que salvaguardaría el espíritu
y saciaría la carne del poeta, viene a configurarse, en realidad, como su
ideal femenino. Se trata de lo que Hans Hinterhäuser denomina "coincidentia
oppositorum" o "tercera Amante ideal", como conjunción de la mujer fatal y
de la virgen prerrafaelita[66].
Si en "Ave, Fémina" esta síntesis de naturaleza conjuntamente sensual
y espiritual se lleva a cabo de una manera incompleta, en cuanto que los
matices adversos que usualmente rodeaban la imagen de la mujer fatal
parecen inclinar la balanza hacia el polo negativo de la oposición
binaria[67], posteriormente el autor será capaz de asumir íntimamente
(mediante el uso del significativo verbo en primera persona "Amo") una
dualidad no marcada por términos adversos y de proclamar abiertamente su
ideal:

Amo los lirios místicos y las rosas carnales,
la luz y las tinieblas, la pena y la alegría,
los ayes de las víctimas y los himnos triunfales...

Y es el eterno y único ensueño de mi estilo
la encarnación del alma cristiana de María
en el mármol pagano de la Venus de Milo ("Renacimiento", en Poesías
completas, p. 183).

Francisco Villaespesa nos propone una imagen de la mujer que en su
plenitud amorosa aúna, de alguna manera, la omnipotente fuerza genésica de
la naturaleza y las aspiraciones místicas del espíritu. Concebido lo
erótico, la "Eterna Lujuria", como profunda armonía cósmica y como anhelo
ideal de trascendencia, la mujer encarnaría en gran medida la fuerza
creadora y transfiguradora del amor. Y es que, como diría su admirado Rubén
Darío: "[...] la rosa sexual/ al entreabrirse/ conmueve todo lo que
existe,/ con su efluvio carnal/ y con su enigma espiritual" (" XXIII",
Cantos de vida y esperanza, p. 242).
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[1]. Este artículo fue publicado en el volumen Villaespesa y los inicios
del modernismo poético en España (ANDÚJAR ALMANSA, José, coord.), Almería,
Universidad de Almería, 2005.
[2]. JIMÉNEZ, Juan Ramón, "A Elisa", en "Recuerdo al primer Villaespesa
(1899-1901)", en Prosas críticas, ed. Pilar Gómez Bedate, Madrid, Taurus,
1981, p. 80. Jiménez publicó por primera vez este artículo el día 10 de
mayo de 1936 en el periódico El Sol (Madrid); allí afirmará que compuso el
soneto titulado "A Elisa" a petición del propio Francisco Villaespesa,
quien se lo solicitó epistolarmente hacia 1907, cuando estaba preparando su
obra elegíaca In memoriam.
[3]. DÍAZ LARIOS, Luis F., "Prólogo", en VILLAESPESA, Francisco, Antología
poética, ed. de Luis F. Díaz Larios, Almería, Lib.-Ed. Cajal, 1977, p. 20.
[4]. GULLÓN, Ricardo, Direcciones del modernismo, Madrid, Alianza, 1990,
p. 255.
[5]. La adjetivación más reiteradamente empleada en dichas evocaciones
("clara", "delicada", "dulce", "fina", "leve", "suave") es reveladora de la
impresión que la esposa del escritor causó en los compañeros de éste.
[6]. Para el episodio de este primer contacto entre Francisco Villaespesa
y Elisa González Columbie, cf. MENDIZÁBAL, Federico de, "Francisco
Villaespesa. Introducción a la obra lírica del maestro", en VILLAESPESA,
Francisco, Poesías completas, ed. de Federico de Mendizábal, Madrid,
Aguilar, 1954, pp. XXXII-XXXIV. Sin embargo, Mendizábal fecha inexactamente
el encuentro, entre 1898 y 1899. La datación correcta del mismo puede
encontrarse en SÁNCHEZ TRIGUEROS, Antonio, Francisco Villaespesa y su
primera obra poética (1897-1900). Cartas al poeta malagueño José Sánchez
Rodríguez, Granada, Universidad de Granada, 1974, pp. 45-47.
[7]. VILLAESPESA, Francisco, "A Elisa", Intimidades, pról. de Emilio
Fernández Vaamonde, Madrid, Tip. de Antonio Álvarez, 1898.
[8]. VILLAESPESA, Francisco, Luchas, pról. de Salvador Rueda, Madrid, C.
Apaolaza, 1899.
[9]. En este sentido, se pueden recordar las palabras de su coetáneo
Rafael Cansinos Assens, quien afirmaba en 1917 en su obra La Nueva
Literatura. I, Los Hermes: "Este libro minúsculo, circunstancial y efímero,
es erigido en canon de la estética modernista y granjea a su autor el
renombre ambiguo y peligroso de los escritores raros" (en Obra crítica,
vol. I, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, p. 80).
Por su parte, Antonio Sánchez Trigueros sostiene que La copa del rey
de Thule "es el libro más lleno de Modernismo debido a las dotes imitativas
de su autor; el libro más valiente junto con Ninfeas, y, al estar más
conseguido que éste, se convierte en modelo único de la nueva poesía"
(SÁNCHEZ TRIGUEROS, Antonio, op. cit., p. 138).
[10]. VILLAESPESA, Francisco, La copa del rey de Thule, Madrid, Est. Tip.
"El Trabajo", 1900.
[11]. Elisa González Columbie fallecerá finalmente en el año 1903.
[12]. JIMÉNEZ, Juan Ramón, "Recuerdo al primer Villaespesa", p. 81.
[13]. "Poeta de sensibilidad, muy andaluza y sensual -[Villaespesa] adoraba
al «eterno femenino»-" (POMPEY, Francisco, Recuerdos de un pintor que
escribe. Semblanzas de grandes figuras, Madrid, Artes Gráficas
Iberoamericanas, 1972, p. 92).
[14]. CANSINOS ASSENS, Rafael, op. cit., p. 15.
[15]. LITVAK, Lily, Erotismo fin de siglo, Barcelona, Antoni Bosch, 1979,
p. 63.
[16]. En general, la imagen de la "mujer fatal" en la cultura de fin de
siglo ha recibido mayor atención por parte de la crítica especializada,
probablemente porque suele ser el prototipo predominante. Entre los
estudios monográficos dedicados al tema, aparte del ya clásico de PRAZ,
Mario, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Caracas,
Monte Ávila, 1969, se pueden destacar los de DIJKSTRA, Bram, Ídolos de
perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo (1986),
trad. de Vicente Campos González, Madrid/Barcelona, Debate/Círculo de
Lectores, 1994 y BORNAY, Erika, Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 1990.
[17]. "Mujer frágil" es la denominación elegida en su estudio clásico por
THOMALLA, Ariane, Die "femme fragile". Ein literarischer Frauentypus der
Jahrhundertwende (Düsseldorf, 1972), mientras que en HINTERHÄUSER, Hans,
Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, Taurus, 1998, su autor opta por
"mujer prerrafaelita". En otros estudios en que esta figura aparece más
fugazmente se la llama "mujer espiritual". Lily Litvak, por ejemplo, la
nombra metafóricamente como "la novia de nieve", con el préstamo de un
título de Jardines lejanos de Juan Ramón Jiménez.
[18]. Para su recuento, se han tenido en consideración tanto las formas del
sustantivo en singular como en plural.
[19]. En relación a la relativa escasez que presenta el modernismo español
en cuanto a motivos como la princesa, cf. la siguiente afirmación:
"Seguramente el poema canónico «con princesa» modernista fuera el escrito
por un poeta «menor», José Durbán Orozco" (PRAT, Ignacio, Poesía modernista
española. Antología, Madrid, Cupsa, 1978, p. L, nota a pie de página nº 3).
Se trata, en concreto, de la composición titulada "La princesa rubia": "La
princesa rubia, triste y pensativa,/ marcha por un bosque que guarda un
tesoro./ Marco de su frente, de su frente altiva,/ suelto al aire ondea su
cabello de oro" (DURBÁN OROZCO, José, "La princesa rubia", Tardes grises,
Madrid, Lib. de Fernando Fe, 1900).
No obstante, a pesar de no ser una de las temáticas preferidas por
nuestros modernistas, tampoco fue un asunto tan extraño en sus
composiciones. En este sentido, se pueden recordar por ejemplo los poemas
"Acuarela" o "Leonoreta", de Agustín Aguilar Tejera; "La princesa lejana",
de Marcos Rafael Blanco Belmonte; "El príncipe feliz" o "A una infanta", de
Felipe Cortines Murube; o el poemario La sombra de una infanta, de Isaac
Muñoz Llorente (cf. CORREA RAMÓN, Amelina, Poetas andaluces en la órbita
del modernismo. Diccionario y Antología, Sevilla, Alfar, 2001 y 2004).
[20]. La alusión a la mujer como bruja se puede poner en relación con otras
expresiones presentes en el texto, como "hada" y "maga", que pretenden
evocar la cercanía de la fémina con las potencias mágicas y sobrenaturales,
creencia cuya tradición procede -al menos- de la Edad Media.
[21]. Con tal carácter literario se encuentra en diversas obras de autores
contemporáneos de Francisco Villaespesa, como en el caso de su amigo y
paisano, el ya mencionado José Durbán Orozco, quien en su libro Tardes
grises, publicado, según se adelantó, el mismo año de La copa..., escribió
los siguientes versos: "Como a orillas del Rhin y del Escalda/ iba soñando
amores Margarita,/ ¡oh, mi virgen! acudes a la cita/ con el cabello suelto
por la espalda" ("Gloria", apud MARTÍNEZ ROMERO, Josefa, José Durbán Orozco
(1865-1921). Un poeta almeriense del novecientos, Almería, Diputación de
Almería, 1987, p. 133).
[22]. Cf. PAGEARD, Robert, Goethe en España, Madrid, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, 1958. Este autor, sin embargo, no menciona la
relación de Fausto con el libro de Francisco Villaespesa.
[23]. En el poemario aparece otro nombre propio, "Marta", que se encuentra
en la composición "Flores de ensueño" (La copa..., pp. 25-27). Por su
contexto, tal vez pudiera suponerse también de influencia literaria;
pudiendo provenir, en concreto, de la primera novela de HUYSMANS, Joris-
Karl, Marthe, histoire d'une [jeune] fille (1876).
[24]. Los nombres de Elena y Dalila tuvieron considerable raigambre en la
literatura y -muy especialmente- en el arte del periodo. En concreto, se
pueden destacar tres lienzos de conocidos artistas finiseculares que
retrataron la fascinación hacia la esposa del rey Menelao. El primero de
ellos, "Helena de Troya" (1863) fue pintado por Dante Gabriel Rossetti, y
en el reverso se encuentran reproducidos unos elocuentes versos de Esquilo:
"Helena de Troya, destructora de naves, destructora de ciudades,
destructora de hombres". Posteriores a éste son "Helena en los muros de
Troya" (c. 1885), de Gustave Moreau, y "Helena" (1863), de la prerrafaelita
Evelyn de Morgan. En cuanto a la figura bíblica de Dalila, cuya historia se
narra en el Libro de los Jueces, atrajo también la atención del belga
Gustave Moreau, quien le dedicó dos acuarelas en torno a 1880 y 1882. Se
encuentra igualmente este tema en el seguidor de Rossetti, Simeon Solomon,
que pintó el óleo "Sansón y Dalila", título que retomará el artista alemán
Max Lieberman en 1901 para uno de sus lienzos.
[25]. Francisco Villaespesa se ocupa en el poema "Pagana" de una narración
mitológica de gran contenido erótico: la posesión de Leda por Zeus
transmutado en cisne. El tema parece provenir de Rubén Darío, quien lo
había recreado ya tangencialmente en composiciones como "Blasón" y "El
cisne", de Prosas profanas (1896), y lo desarrolla por completo en "Leda",
poema publicado en noviembre de 1896 en La España Moderna, donde quizá pudo
ser leído por el poeta almeriense. Dicha composición se incluirá
posteriormente en Cantos de vida y esperanza (1905), en el que, por cierto,
se introducirán también un conjunto de poemas dedicados al mismo tema con
el título global de "En la muerte de Rafael Núñez". En el número IV de
éstos, se encuentra una imagen al cuello del cisne -insinuado bajo un
evidente simbolismo fálico- que podría recordar una sugerencia similar del
"Pagana" de Villaespesa:
"Leda dio un grito, y se quedó extasiada.../ Y el cisne levantó rojo
su pico/ como triunfal insignia ensangrentada" (La copa..., p. 43).
"¡Melancolía de haber amado,/ junto a la fuente de la arboleda,/ el
luminoso cuello estirado/ entre los blancos muslos de Leda!" [DARÍO, Rubén,
"En la muerte de Rafael Núñez. IV", Cantos de vida y esperanza (1905), en
Azul... Cantos de vida y esperanza, ed. de Álvaro Salvador, Colección
Austral, 4ª ed., Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. 216].
[26]. El motivo de la Esfinge, como símbolo de la enigmática y peligrosa
sensualidad de la mujer encarnada en su ambigua naturaleza, mitad animal,
mitad humana, aparece en una multitud de obras literarias y artísticas
finiseculares. Además de algunos capítulos parciales en los volúmenes
dedicados al tema de la mujer fatal ya mencionados, se puede recordar el
libro de PEDRAZA, Pilar, La Bella, enigma y pesadilla (Esfinge, Medusa,
Pantera...), Valencia, Almudín, 1983.
[27]. Precisamente la expresión "La Esfinge con el dedo en el labio",
repetida en su poema "Silencio" (La copa..., p. 15), ocasionó en el momento
de la publicación del volumen innumerables críticas a la falta de
conocimientos sobre mitología de Francisco Villaespesa, puesto que, al
estar dotada la Esfinge clásica de un cuerpo de león, resultaba imposible
que pudiera tener "el dedo en el labio".
[28]. Siempre que no se indique lo contrario, las citas provendrán de la
primera edición de La copa del rey de Thule.
[29]. En relación con esta expresión se puede recordar que, desde tiempos
primitivos, la mujer se ha asociado siempre con la luna, al asimilarse
exactamente el ciclo femenino al lunar. De hecho, una de las primeras
representaciones iconográficas que acompaña a la Diosa que adoraron los
pueblos mediterráneos es precisamente la de la luna, lo cual ha perdurado
soterradamente en la religión católica, muchas de cuyas imágenes de la
Virgen María se representan precisamente situadas sobre una media luna.
[30]. Cf. REVILLA, Federico, Diccionario de iconografía y simbología, 3ª
ed., Madrid, Cátedra, 1999, p. 334.
[31]. La influencia de esta imagen prototípica en otros autores de nuestra
literatura finisecular ha sido tratada en los ya clásicos estudios de LÓPEZ
ESTRADA, Francisco, Rubén Darío y la Edad Media, Barcelona, Planeta, 1971 y
Los "Primitivos" de Manuel y Antonio Machado, Madrid, Cupsa, 1977.
[32]. También muestra idénticas reminiscencias prerrafaelitas la mujer que
aparece evocada en el "Atrio" que Francisco Villaespesa escribió para el
libro Almas de violeta (1900) del joven Juan Ramón Jiménez, a la que
denominaba "Musa bizantina, pálida y taciturna" (VILLAESPESA, Francisco,
"Atrio", en JIMÉNEZ, Juan Ramón, Primeros libros de poesía, ed. de
Francisco Garfias, Madrid, Aguilar, 1962, p. 1518).
En relación con esta configuración femenina de inspiración
prerrafaelita, cf. el siguiente texto procedente de un Discurso sobre la
poesía leído por Gaspar Núñez de Arce en 1888 en el Ateneo de Madrid:
"¿Cómo no habrían de maravillar, no obstante su sentido arcaico, aquellas
figuras de mujer, diáfanas como las imágenes pintadas en los vidrios de las
catedrales, casi incorpóreas, ceñidas de blancas túnicas flotantes como
ráfagas, con la frente orlada de flores místicas y largos cabellos [...]?"
(Apud HINTERHÄUSER, Hans, p. 103).
[33]. En efecto, el motivo de las manos espirituales, finas y pálidas,
aparece en muy diversas obras literarias. Así, por ejemplo, se pueden
recordar las palabras que el Marqués de Bradomín dice a su prima Concha en
la valleinclaniana Sonata de otoño: "Ella cruzó sus manos pálidas y las
contempló melancólica. ¡Pobres manos delicadas, exangües, casi frágiles! Yo
le dije:/ -Tienes manos de Dolorosa" (VALLE-INCLÁN, Ramón del, Sonata de
otoño, en Sonata de otoño. Sonata de invierno, 22ª ed., Colección Austral,
Madrid, Espasa Calpe, 1997, p. 74).
También podría aducirse, entre multitud de ejemplos representativos,
el caso de "Las manos de Elena", capítulo del libro de Emilio Carrere El
dolor de la Literatura, al que pertenece el siguiente fragmento: "Sus manos
finas, transparentes y monjiles, que parecían hechas para tejerse en los
éxtasis y para filigranar ofrendas de vírgenes y capas pluviales [...].
Tenía un aroma vago y casi religioso: olía a cera y a flores de mortaja"
(CARRERE, Emilio, El dolor de la Literatura, Madrid, Mundo Latino, s.f.,
pp. 64-65).
[34]. VILLAESPESA, Francisco, "La sombra de las manos", El alto de los
bohemios, en Poesías completas, vol. I, p. 165.
[35]. De ahí que determinadas religiones, como el islamismo, hayan
decretado que la mujer debe ocultar su cabello. En cuanto a la religión
católica, en la primera epístola de San Pablo a los Corintios se puede
leer: "Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a
su cabeza" (I. Cor., 11, 5). De hecho, hasta hace escasas décadas las
mujeres debían cubrir su cabellera con un velo al entrar en una iglesia,
práctica que sigue siendo preceptiva entre las monjas consagradas a Dios,
como signo externo de su renuncia a la sexualidad.
[36]. BORNAY, Erika, La cabellera femenina, Madrid, Cátedra, 1994, p. 15.
[37]. Cf. ELLIS, Havelock, Estudios de psicología sexual, vol. VI, Madrid,
Hijos de Reus, 1913, pp. 2 y ss.
[38]. En este sentido, podrían recordarse los elocuentes versos de Charles
Baudelaire: "¡Oh vellón, que rizándose baja hasta la cintura!/ ¡Oh bucles!
¡Oh perfume cargado de indolencia!" (BAUDELAIRE, Charles, "La cabellera",
Las flores del mal, trad. de Antonio Martínez Sarrión, 2ª ed., Madrid,
Alianza, 1985, p. 37).
[39]. VALLE-INCLÁN, Ramón del, op. cit., p. 50.
[40]. DUNN MASCETTI, Manuela, Diosas. La canción de Eva, trad. de Teresa
Camprodón, Barcelona, Robinbook/Círculo de Lectores, 1992, pp. 31-33.
[41]. La cursiva es mía.
[42]. Apud SÁNCHEZ TRIGUEROS, Antonio, op. cit., p. 87.
[43]. Cf. la similitud de la expresión con el posterior "Neurótica": "¡Oh,
mi pálida virgen la musa/ de mis viejas canciones, no vengas/ a apagar en
mis brazos tu fiebre" (La copa..., p. 52).
[44]. Además de todo un despliegue de vocabulario relacionado ("novia",
"desposada", "tálamo", etc.) no se puede dejar de señalar la presencia de
un poema explícitamente titulado "Epitalamio" (La copa..., pp. 31-33).
[45]. Según Federico Revilla, el origen de este simbolismo se encuentra en
una antigua leyenda que narra cómo la Virgen María tenía en su huerto un
naranjo, cuya flor le agradaba más que ninguna otra, y siendo la única con
que se adornaba. De ahí surgiría la asociación del azahar con la pureza
(REVILLA, Federico, op. cit., p. 60).
[46]. Cf. REVILLA, Federico, op. cit., pp. 60-61. Habría que recordar,
además, que la azucena es una flor que tradicionalmente se representa
ligada al momento mariano de la Anunciación.
[47]. Por tratarse de alguien muy cercano a Francisco Villaespesa en el
momento de composición de La copa del rey de Thule, resulta relevante
mencionar que Juan Ramón Jiménez hará también uso frecuente de ese
simbolismo floral en sus primeros libros de poesía.
[48]. Para comprender el significado que la palabra "espasmo" tenía en el
periodo de entre siglos, cf. la nota a pie de página número 29 del artículo
"De niña a mujer en el imaginario de Rubén Darío. El rito de transición a
la pubertad en "El palacio del sol" en este mismo volumen.
[49]. Derivado -como es bien sabido- del griego hysterá ("matriz"), el
histerismo se consideraba una enfermedad exclusivamente femenina por
atribuirse su causa a este órgano. Las dolencias de origen nervioso en la
mujer fueron un tema recurrente en la literatura de la segunda mitad del
siglo XIX y comienzos del XX.
Se solía relacionar la histeria femenina con carencias emocionales de
tipo erótico, como parecen confirmar las palabras que Emilia Pardo Bazán
pone en boca del doctor Napelo, personaje de su novela Doña Milagros
(1894): "El injusto mundo [...] hace a las doncellas responsables de este
mal [...] cuando este mal es precisamente un certificado público de vida
honesta y de pureza incólume, pues las mujeres que se entregan a
desarreglos con varón, apenas conocen tan terrible padecimiento" (Apud
DOMÉNECH MONTAGUT, Asunción, Medicina y enfermedad en las novelas de Emilia
Pardo Bazán, Valencia, Centro Francisco Tomás y Valiente UNED Alzira-
Valencia, 2000, p. 194). Idéntico tema y planteamiento médico propone el
relato titulado "Virginidad", publicado por Melchor Almagro San Martín
("Virginidad", Sombras de vida, pról. de Ramón del Valle-Inclán, Madrid,
Imp. de Antonio Marzo, 1903, pp. 157-167). En el contexto finisecular fue
célebre también el apelativo femenino "flor de Histeria", empleado por
Rubén Darío en su poema "Margarita" de Prosas profanas y otros poemas
(1896).
Sintomáticamente, en La copa del rey de Thule, además de la cita
mencionada, encontramos dos poemas titulados precisamente "Histérica" y
"Neurótica".
[50]. Pues, como afirma José Andujar Almansa: "El caudal más subversivo de
esas innovaciones [de La copa del rey de Thule] corrió de la mano del
decadentismo, de donde recoge Villaespesa lo más impactante de su libro"
[ANDÚJAR ALMANSA, José, "La copa del rey de Thule de Francisco Villaespesa:
manifiesto poético del modernismo español", Revista de Literatura, LXIII,
125 (2001), p. 154].
[51]. Varias obras de la época ofrecerán abundantes ejemplos de esta
asimilación. Cf., por ejemplo, el "Nocturno madrileño" incluido en El mal
poema (1909) de Manuel Machado: "De un cantar canalla/ tengo el alma llena
[...]/ De un cantar veneno/ como flor de adelfa" (MACHADO, Manuel,
"Nocturno madrileño", El mal poema, en Alma. Caprichos. El mal poema, ed.
de Rafael Alarcón Sierra, Madrid, Castalia, 2000, pp. 219-220).
Igualmente proliferarán en el fin de siglo los ejemplos que ponen en
relación la adelfa con la muerte, como en el poema "Canto de la sangre"
perteneciente a Prosas profanas y otros poemas (1896) de Rubén Darío:
"Brotan las adelfas que riega la Muerte/ y el rojo cometa que anuncia la
ruina" (DARÍO, Rubén, "Canto de la sangre", Prosas profanas y otros poemas,
en Obras completas, vol. V, Madrid, Afrodisio Aguado, 1953, p. 823); o,
como sucede en una escena de la novela poemática Morena y trágica escrita
por uno de los más íntimos amigos de Francisco Villaespesa, el granadino
Isaac Muñoz: "Mordí la adelfa venenosa de su boca, gustando el perfume de
su amor y de la muerte" (MUÑOZ, Isaac, Morena y trágica, Madrid, Imp. de
Balgañón y Moreno, 1908, p. 202; reed.: ed. y pról. de Amelina Correa
Ramón, Granada, Comares, 1999).
[52]. El lirio fue una de las flores preferidas también por los artistas
finiseculares, que encontraron en él multitud de matices, en ocasiones
incluso contrapuestos, al ser utilizado para representar tanto la castidad
como el erotismo. Con frecuencia fue este último el significado elegido por
la literatura y el arte decadente en consonancia con lo manifestado por
Angelo de Gubernatis en su Mythologie des plantes, donde afirmaba que el
lirio "se atribuye a Venus y a los sátiros" (Apud Historia mágica de las
flores, Barcelona, Martínez Roca, 1999, p. 153).
En relación con esta creencia hay que recordar también un perfume
confeccionado a base de flor de lirio que, según la tradición, tenía
propiedades mágicas para propiciar el clímax amoroso de una pareja de
amantes (Cf. CALLEJO, Jesús, op. cit., p. 153). En cuanto al tema del
perfume, asunto hacia el que se mostraron tan sensitivos los autores
finiseculares -recordemos, por ejemplo, que el escritor y crítico literario
francés Ferdinand Brunetière consideraba que el sentido olfativo era el
único cuyo goce estaba desprovisto de intelectualismo, por lo cual vendría
a ser el más sensual y el menos espiritual de todos (Cf. BRUNETIÈRE,
Ferdinand, Nouveaux essais sur la littérature contemporaine, París, 1895,
pp. 137-138, apud LITVAK, Lily, op. cit., p. 37)- habría que destacar que
el del lirio, según el muy cualificado Joris-Karl Huysmans, "es
absolutamente opuesto a un olor casto; es una mezcla de miel y pimienta, un
tanto acre y un tanto dulzón, algo pálido y algo fuerte; tiene algo de la
conserva afrodisíaca del Levante y de la mermelada erótica de la India" (La
cita, procedente de la novela de Joris-Karl Huysmans, La Cathédrale (1898)
-en la que realiza un fascinante análisis sobre el simbolismo del arte
medieval-, está tomada de CALLEJO, Jesús, op. cit., pp. 153-154).
[53]. Simbolismo éste del lirio como órgano sexual femenino que no resultó
en absoluto inusual en el fin de siglo, pues otro de los autores
prototípicos del decadentismo erótico, el francés Pierre Louÿs, lo cultivó
en su composición titulada precisamente "El iris", incluida en el primero
de sus libros publicados, el volumen poético Astarté (1891), cuyos poemas
fueron editados previamente en la efímera revista por él fundada, La Conque
(París), ese mismo año.
Sin embargo, "El iris" no sería la única ocasión en que Pierre Louÿs
recurriera a tal flor para simbolizar el sexo femenino. Así, Alexandrian,
en su obra de referencia Historia de la literatura erótica, recuerda que en
un conjunto de poemas titulados La mujer se encuentra uno dedicado al
clítoris, al que se refiere con estas palabras: "cual pistilo de carne en
doloroso lirio" (Apud ALEXANDRIAN, Historia de la literatura erótica,
Barcelona, Planeta, 1990, pp. 288-289).
[54]. Este verso presenta evidentes reminiscencias del rubendariano "su
espíritu es la hostia de mi amorosa misa", de "Ite, Missa est", incluido en
Prosas profanas y otros poemas (1896).
[55]. Idéntico sentido se otorga a este verbo en el poema de Juan Ramón
Jiménez titulado explícitamente "Deshojar" (Jardines lejanos, en Primeros
libros de poesía, p. 393).
Además, se podrían recordar unos versos posteriores del propio
Francisco Villaespesa, incluidos en la tercera edición de La copa del rey
de Thule, que recuerdan de algún modo esta imagen, junto con la sugerencia
sacral que evocan: "Yo fui tu sacerdote. El que oficio en la misa/ nupcial,
en la roja misa de Iniciación,/ el que bebió en el cáliz de tu más loca
risa/ toda la sangre virgen de tu fiel corazón" (VILLAESPESA, Francisco,
"¡Evohé!", La copa del rey de Thule, 3ª ed., Madrid, Lib. de G. Pueyo,
1909, p. 145).
[56]. Efusión de sangre que se manifiesta a veces en el texto mediante el
recurso al simbolismo vegetal de flores de color encarnado, como las rosas
o los claveles.
[57]. En concreto, Rubén Darío tiene una composición -ya aludida- titulada
precisamente "Canto de la sangre", donde se dedica una estrofa a la
desfloración: "¡Oh sangre de las vírgenes! La lira./ Encanto de abejas y de
mariposas./ La estrella de Venus desde el cielo mira/ el purpúreo triunfo
de las reinas rosas" (DARÍO, Rubén, "Canto de la sangre", Prosas profanas y
otros poemas, en Obras completas, vol. V, p. 823).
[58]. Como explica Lily Litvak en relación a la obra poética del primer
Juan Ramón Jiménez: "Si la mujer deseada es poseída, se revelará sin valor
al ser «manchada»; si es «pura», poseerla será tan imposible como poseer el
cielo, y escapará siempre al amante, en una virginal fuga" (LITVAK, Lily,
op. cit., p. 15).
[59]. Igual simbolismo cromático, donde el color azul se refiere a lo
espiritual y el rojo a lo carnal, aparecía ya en la composición liminar del
poemario, "Ofrenda" (La copa..., p. 11).
[60]. Según Bram Dijkstra, "fuese cual fuese la excusa narrativa, la
representación de bellas mujeres definitivamente muertas continuó siendo
una de las formas favoritas del siglo XIX de pintar el valor espiritual
trascendente del sacrificio femenino pasivo" (DIJKSTRA, Bram, op. cit., p.
50).
En el terreno concreto del arte pictórico español, se puede mencionar
como ejemplo significativo el cuadro del cordobés Julio Romero de Torres
titulado "¡Mira qué bonita era!" (1895), en que se retrata el velatorio de
una joven doncella que reposa en su blanco ataúd virginal, toda cubierta de
flores.
[61]. Según Ricardo Gullón, el origen de esta multiplicidad de virginales
difuntas habría que buscarlo en el poema "Annabel Lee" de Edgar Allan Poe,
donde se encuentra "el arquetipo del que han derivado tantas figuras de
amantes mortales inmortalizadas por la muerte; el arquetipo de la muchacha
encantadora que, de seguir viviendo, pudo perder su encanto en el desgaste
cotidiano, en el deterioro inevitable de la vida; muerta es invulnerable a
toda erosión, eviterna en una belleza que nada podrá alterar" (GULLÓN,
Ricardo, Direcciones del Modernismo, Madrid, Alianza, 1990, p. 167). En
cualquier caso, se puede recordar un enunciado de Poe según el cual "Sin
duda el tema más poético del mundo es la muerte de una mujer hermosa", cita
que procede de su obra La filosofía de la composición (1846) y es recordada
en CARDWELL, Richard A., "La obra poética de José Sánchez Rodríguez en su
contexto ideológico y literario", en SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, José, Alma andaluza
(Poesías completas), ed. de Antonio Sánchez Trigueros, Granada, Universidad
de Granada, 1996, p. 85; lema que, como otros muchos, parece seguir el
decadente Gabriele D'Annunzio -tan admirado por Francisco Villaespesa-
cuando hace exclamar a su protagonista del Triunfo de la muerte (1894):
"¡Cómo se espiritualiza su belleza en la enfermedad y en la languidez!
[...] Pienso que muerta alcanzará la suprema expresión de su belleza" (Apud
PRAZ, Mario, op. cit., p. 266).
[62]. El tema, tan reiterado en La copa del rey de Thule, no resultaba
nuevo a su autor, que ya lo había tratado antes, pudiéndose destacar en
este sentido la composición titulada "Jaramagos. VII", perteneciente a su
libro Flores de almendro, que, si bien se publicó con posterioridad a La
copa..., había sido compuesto al parecer entre abril de 1898 y marzo de
1899: "La luna es el rostro lívido/ de una virgen; las estrellas/ son los
cirios que iluminan/ las funerarias tinieblas,/ y el cielo, la azul
mortaja/ en que se envuelve la muerta.// La luz de la luna finge,/ cuando
moribunda tiembla/ la mirada de unos ojos/ que para siempre se cierran..."
(VILLAESPESA, Francisco, "Jaramagos. VII", en Poesías completas, p. 56).
Tampoco era desconocido el tema para la mayoría de sus "hermanos"
modernistas. Así, por ejemplo, el ya citado José Sánchez Rodríguez describe
a la amada muerta en poemas como "Rima", perteneciente a su libro
Remembranzas (1895), o "La última cita", de su libro Nocturnas (1896), al
que pertenecen estos versos: "Ya ciñe su cuerpo/ la túnica blanca/ y un
ángel dormido parece el cadáver/ de la niña pálida" (SÁNCHEZ RODRÍGUEZ,
José, op. cit., pp. 261 y 268-269). Igualmente cultivó esta imagen
necrofílica el almeriense Francisco Aquino Cabrera, quien dedica su poema
"Otoñal" a la amada gravemente enferma y próxima a morir; dicha composición
se incluyó en el volumen póstumo Al vuelo, prólogo de David Estevan,
intermedio de Salvador Rueda, epílogo de José Jesús García, Almería/Madrid,
Tip. de Fernando S. Estrella/Lib. de Fernando Fe, 1912, pp. 73-75).
[63]. ANDÚJAR ALMANSA, José, op. cit., p. 148.
[64]. Las relaciones amorosas evocadas por los escritores decadentes con
frecuencia se presentaron teñidas de sadomasoquismo. Definido como "emoción
sexual asociada con el deseo de producir dolor y usar violencia" (ELLIS,
Havelock, op. cit., vol. IV, p. 93), el sadomasoquismo, o algolagnia (de
las raíces griegas algo, "dolor" y lainos, "excitación sexual") fue una de
las patologías más estudiadas por los especialistas de la época.
Precisamente "Algolagnia" se titula el capítulo que Lily Litvak dedica
al tema en su obra citada, Erotismo fin de siglo, pp. 125-135.
[65]. ANDÚJAR ALMANSA, José, op. cit., p. 157.
[66]. HINTERHÄUSER, Hans, op. cit., p. 98. Hinterhäuser analiza en este
punto la novela El Placer, de Gabriele D'Annunzio, y explicita el deseo
ilusorio de su protagonista masculino, Andrea Sperelli, de reunir en una
sola a sus dos amadas: la espiritual María Ferres y la apasionada Elena
Muti (ambas, como se puede apreciar, dotadas también de un nombre
fuertemente simbólico).
[67]. En este sentido, el revelador vocabulario utilizado ("pecado", "boca
maldita", "suicidas", "infierno", "ponzoña", etc.) parece remitir a una
suerte de desasosiego o remordimiento no resuelto por el poeta.
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