La densidad

October 7, 2017 | Autor: Carlos Piera | Categoría: Poetry, Literary Theory
Share Embed


Descripción

LA DENSIDAD Carlos Piera

Debo disculparme por empezar esto con una anécdota personal e ínfima, tanto más ínfima, y chirriante, cuanto fue y es enorme lo que dio lugar a ella. He intentado muchas veces poner en palabras algo de lo que viví en Madrid el 11 de marzo del 2004, día de una emoción como la de ningún otro día, para mí y para otros millones de personas. La necesidad de ponerlo en palabras era, claro está, proporcional a la vivencia de que aquello no era cosa mía, sino de todos, y de que yo desaparecía en ello por completo. El mundo era, ese día, así, y eso, digo, es una vivencia, no una experiencia o una convicción.

Esa condición común de la vivencia, más todavía que las condiciones históricas de mi persona, abocaba a la expresión en verso. Pues bien, desde entonces no he conseguido pasar nada de aquello a una forma poética que me resultara mínimamente aceptable, en el sentido de que no traicionara las vivencias (ahora, en plural) que habrían de medir su verdad. Relaciono este fracaso, en buena medida, con que el mundo, aquel día, se hizo denso. Cada objeto parecía aislado de los otros, como envuelto, bajo una luz sin embargo clara, por un aire corpóreo y consistente. Esa densidad, como una manifestación de la pesadumbre mediante la que cada cosa era más hondamente lo que era, ese fortísimo y dominante “Esto es lo que hay”, derrotó a mis capacidades poéticas. Esto, evidentemente, no implica que alguien con superiores capacidades no pudiera conseguir lo para mí inalcanzable. Pero me atrevo aquí a explorar la posibilidad de que esta derrota, banal en sí, no se siga sólo de mis limitaciones, sino también, en cierta medida, de algo que está en la poesía lírica. Dicho zafia y apresuradamente, de que la poesía lírica es hasta cierto punto incompatible con la densidad.

Con una pizca más de precisión: conjeturo que en poesía se puede decir de algo que es denso, incluyendo tal vez al yo, pero es problemático decir que todo, incluyendo explícitamente al yo, lo sea. Situémonos recordando un poema muy citado de Mark Strand, Keeping Things Whole: In a field I am the absence 1

of field. This is always the case. Wherever I am I am what is missing.

When I walk I part the air and always the air moves in to fill the spaces where my body's been.

We all have reasons for moving. I move to keep things whole.1 Una de las lecturas más sencillas de este poema declara que para que algo sea plenamente es preciso que yo no lo presencie. No es propiamente una lectura equivocada. Pero reparemos en que lo que ocupa el lugar que “yo” dejo libre al desplazarme es el aire y que este ocupa el lugar de mi cuerpo, no, claro está, el de mi mente de observador. Si yo soy el no-campo no es sólo por mi conciencia del campo: es por algo más básico y más general (This is/always the case, “Esto/sucede siempre”, supone que también con una mente desatenta se produce el efecto). Soy una presencia física que es el negativo de las demás presencias y, en lo que aquí se recoge, no soy ninguna otra cosa. Salvo que me puedo desplazar, haciendo sitio a la diafanidad del aire. Pero ¿qué quiere decir que con este desplazarme mantenga o conserve las cosas whole

1

En un campo/soy la ausencia/de campo./Esto/sucede siempre./Dondequiera que esté/soy lo que

falta.//Cuando camino/divido el aire/y siempre/se viene el aire/a llenar los espacios/donde ha estado mi cuerpo.//Todos tenemos razones/para movernos./Yo me muevo/para mantener las cosas enteras (traducción de C. Piera –lo más conservadora posible, aunque “desplazarse” sería más exacto que “moverse”). El poema apareció originariamente en Sleeping with One Eye Open, de 1964. Texto en Strand (2007).

2

–enteras, intactas, plenas, íntegras? Naturalmente, que la presencia de su negativo no es sin más la de un antagonista al lado, sino una disminución de la cosa misma. Así pues, una presentación de algo en que también comparezca el observador, aun objetivado y corpóreo, será una presentación de la cosa, si no disminuida, al menos interpretable como disminuida. De donde resulta que la mención de algo en la lírica, si en la lírica ha de haber un yo, como tanta gente supone, sería siempre mención de algo disminuido. Y sin embargo es a la lírica a lo que recurrimos para invocar la plenitud de algo, cosa tan notoria que no hay ni que recordarla. En la práctica, tenemos ahí una pura contradicción, que diría Rilke. De donde, entre otras mil cosas, la eficacia del poema de Strand, cuya apacible superficie no oculta, sino que registra, y casi constituye, una tensión insoluble. Sin intentar aquí enfrentarnos directamente a tensiones de esta clase, explayémonos un poco sobre qué se sigue de lo que dice Strand. Seguiremos en el mundo de éste, pues la presentación, o problematización, lírica de la plenitud de una entidad objetiva es un topos distintivamente estadounidense: William Carlos Williams habla de una carretilla roja, Wallace Stevens, cierto que en muy otros términos, de un tarro en Tennessee. Para Strand, tales presencias, por cuanto lo son para el poeta, son manifestación de algo que contiene su negativo. Señalábamos que con ello, trivialmente, se tiene un resultado menor que ese algo: un algo disminuido, ya no whole. Pero, por una aritmética igualmente trivial, también es algo más. Stevens, claro predecesor de Strand, lo expresaba muy directamente en The Snow Man: se trata de ver nothing that is not there and the nothing that is (“nada que allí no haya y la nada que hay”, en la excelente traducción de Jiménez Heffernan). “La nada que hay” no está en el mundo del que Strand se ha retirado, o al menos no puede estar toda ella, pues las cosas han pasado a ser whole. Ahora bien, y mirando las cosas más en general: “nada”, por definición, no “hay”. La nada, donde la hay, es cosa mía. Y tal vez sea esa la cuestión. El título The Snow Man, dicho sea de paso, es un ejemplo evidente y sencillo de lo intraducible. En poesía, los casos como este en que se aprovecha la ambigüedad léxica de un idioma no se pueden traducir más que a lenguas que dispongan de idéntica ambigüedad. Y aquí “El muñeco de nieve” no acaba de servir, porque se trata de un hombre (you must have a mind of winter, “hace falta una mente de invierno”), pero de un hombre que para poder presenciar los rasgos del invierno se tiene que identificar con ellos hasta hacerse un “hombre de nieve”, que es como se llama en inglés, pero no en

3

español, al muñeco en cuestión. A lo nuestro: esa identificación implica, pues, anularse; el que logra contemplar no es humano porque “no es nada” (and, nothing himself, beholds). Lo que así se gana es veracidad de experiencia (“nada que allí no haya”); lo que se entrega a cambio es la identidad, esto es, según solemos ver las cosas, todo salvo el bulto. La alternativa de Strand, marcharse (de resonancias igualmente ascéticas, o irónicas) carga a la verdad con una dosis de conjetura, pues la verdad plena nunca habrá sido presenciada. Pero el paisaje verdadero es, en ambos casos, aquel del que el observador se ha borrado. No sería raro que la variante de Stevens (dejar de ser lo que se es para ver mejor) nos hiciera pensar en un uso distinto de un proceso comparable, y comparablemente paradójico: los diversos estilos de meditación, sobre todo de raíz budista, cuyo objeto es que el meditador deje de pensar, esto es, no piense en nada (lo que incluye no pensar en la nada). Lo que en ellos resulta paradójico, visto desde fuera, es que en semejante proceso pueda verse un, digamos, camino de sabiduría: ¿cómo puede ser “mejor”, y en qué sentido, quien alcanza una condición tan simplificada y aun, diríamos, reniega de algo distintivamente humano? Como el hombre-muñeco de nieve, el meditador es capaz de identificarse sin reservas con lo que percibe, sea cual sea su origen. También aquí se gana, evidentemente, veracidad de percepción: atender a lo que hay, no a lo que se le cruce a uno por la cabeza, sea bueno o malo (and not to think/Of any misery in the sound of the wind “y no pensar/en miseria ninguna en el sonido del viento”). Y en esto sí es razonable ver, sin mayores averiguaciones, un requisito sine qua non de la sabiduría. Bien es verdad que nuestra tradición parece subestimar, a ojos “orientales”, la dificultad de cumplir con ese requisito, que sólo una práctica asidua nos haría capaces de satisfacer. Pero el principio está claro en cualquier tradición, como lo está que, claro o no el principio, sí es efectivamente paradójica su aplicación: de igual manera que una poesía que quiera ser fiel al invierno requiere que se haya abandonado la mente de poeta, una conducta que quiera guiarse por “nada que… no haya y la nada que hay” tiene, al parecer, que prescindir de las aportaciones de la mente. Entonces, ¿cómo es poesía, cómo es conducta adecuada la que surge de no distinguirse del invierno? Porque es indiscutible que poesía es, buena o mala, o conducta, adecuada o no: lo que no es es invierno. Lo de Strand, el gesto de marcharse, sirve para marcar esto y para evitar lo más saliente de la paradoja (¿dejándola tal vez en una suerte de melancolía?): con toda su rotundidad, expone, no un conflicto menor, pero sí un conflicto contenido. 4

La experiencia de quien haya practicado la meditación y obre en consecuencia posiblemente anime a tratar estos tiquismiquis con sonriente indulgencia. Se percibe, se obra, y ya está, eso es lo que hay. Si no tiene importancia quién es la que o el que obra, será porque eso nunca tiene importancia, o porque ser un quién o un algo es más el problema que la solución. O bien, cabe que estas que he llamado paradojas, tematizadas, convertidas ellas mismas en objeto de práctica, vengan a ser algo parecido a los koan del zen: algo que debe ser penetrado y trascendido por la acción y la experiencia consciente, nunca resuelto en los términos convencionales en que se resuelve un problema, unos términos que son siempre, casi por definición, formulables, esto es, verbales. Atenerse a lo verbal común es, para el meditador experto, una fuente de error; confiar en ello, indicio de una (tal vez conmovedora) ingenuidad. Aquí, sin embargo, nos estamos entregando a esa ingenuidad, a riesgo de aburrir a los lectores con un remedo de pedantería escolástica que, según se malician, no va a ninguna parte. Y es que, me parece, tenemos que obrar así. Podemos consolarnos con la remotísima posibilidad de destapar algo que funcione como koan. Pero la razón por la que tenemos que afinar nuestra percepción de lo verbal es modestísima, y precisamente la misma que exige una mente de invierno al hombre de nieve. Queremos ver si sabemos algo de la poesía, que es pura palabra. Si habláramos de pintura podríamos tirar por otro lado; aquí en cambio no podemos negarnos a priori a aceptar el riesgo de la pedantería retórica. La nieve es blanca, la palabra es inagotable. Ante eso, sólo nos cabe, para intentar atenernos a cierta honradez intelectual cuando hablamos de lírica, guiarnos por lo que señalaba un clásico aún mayor, Yeats, en cita también clásica: “De la disputa con los demás hacemos retórica, pero de la disputa con nosotros mismos poesía”2. La contrapartida del excepcional relajamiento que nos permitimos tomando en serio a lo verbal es el compromiso de atenernos estrictamente a cuanto suponga disputa con nosotros mismos. Una forma elemental de disputa consigo mismo es la que conduce a anularse en el entorno. Más tarde, necesariamente más tarde, cuando ya no somos entorno, nos quedan las imágenes y sensaciones de ese entorno que hemos sido, y también una certeza nueva: la de que nos hemos anulado en él. Es en este punto en el que aparece la

2

We make out of the quarrel with others, rhetoric, but of the quarrel with ourselves, poetry. Es el inicio

de la sección v de Anima Hominis, en Per Amica Silentia Lunae (1918).

5

posibilidad de la poesía. De ese modo, el nombre exacto de lo que se ha producido incluye el vacío de mi desaparición. Y a su vez la poesía que persigue dar con ese nombre exacto, aun si presenta un paisaje estático, como el del invierno, incluye al menos la constancia de un lapso de tiempo: el que va desde que me anulo hasta mi reaparición (de algún modo, para bien o para mal, renovado) como origen de esa poesía. En ese lapso de tiempo germina un rasgo enigmático de mucha poesía lírica: el que en ella incluso una expresión de gozo pueda dejar, y deje a menudo, un leve regusto de melancolía. En la lírica hay tiempo, y la presencia del tiempo es siempre, si no la de la pérdida, al menos la del azar, la incertidumbre y la ausencia. Como casi todo el arte, la poesía es, además, mimética, y así el hecho de que se desarrolle en el tiempo (de que tenga un principio, un decurso y un final, a diferencia de la pintura) apunta a esa presencia de lo temporal; a la vez, el que el tiempo de la poesía a menudo procure retornos (clásicamente, mediante el paralelismo) refleja en un segundo grado que su tiempo originario es el que va de una experiencia a su plasmación verbal, esto es, de algo a lo que quiere ser su testimonio. Y esto último puede reiterarse, con experiencias cada vez inevitablemente enriquecidas, a lo largo del poema. Así pues, en poesia se requiere una ausencia doble: la del poeta para que se manifieste el objeto, la del objeto para que se manifieste el poema. Hay más, y en particular más ausencia, pero estas dos son tan básicas y elementales que apenas las juzgamos dignas de atención. Las ausencias de Strand son las de este modelo básico, y se dan no porque Strand sea un observador, sino porque, atento o no, hace versos: su oficio, su condición, implica crear ausencias. Que estas luego se vivan como emblema de la condición humana, y que con ello nos reconozcamos todos en el personaje de Strand, es otro asunto, y típico también de la poesía. En ella quien dice “yo” acaba siempre por ser alegórico, y alegórico de la condición humana, nada menos, precisamente porque no hay un yo poético que funcione que no sea, y esto es literal, cualquiera. No hay poesía de Marcelina Fernández Ruiz (documento de identidad número tal) mirando la nieve. Esto, una vez más, lo sabíamos de sobra, hasta el extremo de no molestarnos en sacar las conclusiones pertinentes. De donde una tercera ausencia, y paro ya de enumerarlas: cuando Marcelina Fernández hace un poema (y le sale medio bien) pierde de nuevo en una segunda fase cuanto tuviera de identidad específica. O, si se prefiere, la entrega, abdica de ella. No es una abdicación potestativa, sino que se sigue de la naturaleza de la lírica, en virtud de un rasgo que ha destacado Rafael 6

Sánchez Ferlosio y al que quien esto firma vuelve una vez y otra: el “usuario” de la poesía, su lector o lectora, hace suyo el “yo” de lo que lee, que es como una forma en blanco disponible allí para él o ella, al modo como en la oración la frase “yo, pecador” designa siempre a quien está rezando (Sánchez Ferlosio 1974: 203). Una de las infinitas consecuencias de esto es que en el poema de Strand “yo” es como es por ser poeta y (no pese a ello sino por eso mismo) lo que dice lo puede hacer suyo cualquier persona, sea poeta, funcionaria o pescadero. Quizá podamos regresar ya a la densidad. La primera y la tercera de las ausencias que hemos registrado son abdicaciones de un ser humano, la segunda una propiedad, técnica por así decirlo, de la poesía (como en otro sentido lo es también la tercera). Nos toca ahora registrar que las abdicaciones humanas son humanas en el más estricto de los sentidos: de todos los entes del mundo sólo el ser humano es capaz de ellas. Sólo el ser humano puede contemplar su propia ausencia, no digamos ya ponerla en práctica sin perder la vida. Aprovechemos por última vez la comparación, quizá algo forzada, con algunas prácticas de sabiduría orientales. En ellas la liberación de una criatura sólo se juzga posible cuando esta se ha encarnado en una persona. Pudiera parecernos que esta doctrina es arbitraria, interesada e injusta, por mucho que el privilegio que implica sea el único que se reconoce a nuestra especie. Pero ahora hemos visto en varios espejos que refleja una sola cosa, y bien sencilla: es la contrapartida de la capacidad, exclusivamente humana, de anularse. De vuelta a nuestro terreno, entonces, si la poesía se resistiera al espesor sería como réplica de todo esto. Sería, en última instancia, porque también ella es exclusivamente humana. Al “yo” de la poesía le ha tocado ser una encarnación contradictoria: la de una ausencia. Potencial, cumplida o pasada, pero ausencia. Ser capaz de personificar es ser capaz de no estar, y eso sucede en poesía porque, en el fondo, sucede en todas partes. De esto y, como apuntábamos, por diversas vías, se sigue tal vez que lo representado en poesía no puede tener por lo común una densidad no mitigada. O, dicho en positivo, que la poesía, por dramática que sea, muestra necesariamente una cierta levedad. Tal vez se encuentre por aquí una de las claves de que la poesía tenga cierto efecto consolador. Más allá, quiero decir, del que tenga sólo por ser expresión, cuando lo sea, dado que la expresión puede ser enteramente prosaica. Aquello mismo que puede ser fuente de tristeza (lo poco sólido, lo precario de algo que quisiéramos perdurable) 7

puede ser, obviamente, consolador cuando se refiere a una percepción opresiva. Pero no es eso lo que importa, sino que el descargarse, de lo bueno como de lo malo, para el “yo” que escribe como para el que lee, es una asunción de impermanencia, una aceptación de lo más íntimo y definitorio que tenemos. Esto más íntimo nuestro es (irónicamente, y ahora ya podemos usar este adverbio) que cuando vivimos de veras, y cuando nos expresamos de veras, no somos nada. Toda constatación irónica es un pasito de sabiduría. Y la conciencia del poso de la sabiduría es la imagen misma de lo consolador.

No quita que la expresión tenga su papel, e incluso que éste sea el de una expresión pública. En poesía, por lo que veíamos de la disponibilidad del yo, se comparte aunque no se quiera. Siempre. Pues bien, precisamente ahí aparece una vía para eludir el rechazo de la densidad: consiste en cambiar el “cualquiera” por el “todos” y, en consecuencia, no partir de “yo” sino de “nosotros”. La primera persona del plural no puede anularse como yo lo hago; esto en ella sólo está al alcance de un individuo, el portavoz, el que habla por los demás. Pero éste, puesto que habla sólo en tanto que uno del grupo, no puede destacar por una propiedad que es exclusiva suya, ni aun dar lugar a que esa propiedad se trasluzca engañosamente. “Nosotros”, desde luego, siempre ocupamos espacio. Y en esa medida podemos participar de la densidad. Si se me permite, regresaré a mi recuerdo de la jornada trágica que evocaba al principio. No sé bien decir cómo estaba yo, pero tengo muy claro cómo estábamos nosotros. Crucialmente, éramos todos uno. Todos. De las cosas más conmovedoras que vi aquel día: en la calle que está frente a mi casa, un gran lazo negro en la puerta de un bar de señoritas de alterne y otro en la de un local gay de aparatosa simbología sadomasoquista. La gente, abatida y a la vez necesitada de mostrarse con la cabeza bien alta, ni se planteaba que entre nosotros hubiera excepciones. Nosotros nos debíamos a los trágicamente ausentes y, precisamente por su ausencia, nosotros teníamos que estar y estábamos allí. Todos, sin distinción, ocupando nuestro lugar.

Lo que vino a renglón seguido fue el descuartizamiento de aquel nosotros. Todo el mundo sabe que las alturas políticas se lanzaron a una campaña propagandística que no respondía a la verdad ni podía corresponder a lo que nosotros, todos, sentíamos. El dolor verdadero no es capaz de acompasarse a la propaganda, ni siquiera para el que cree en ella. Para ser propaganda tiene que transformarse en ira, o cualquier otro 8

sentimiento. El dolor es dolor, punto. Y la unión que el dolor produce, esa constancia de que todos y cada uno de nosotros estamos encarnándolo, no sobrevive a la manipulación y la hipocresía. La unidad es el testimonio automático de que el dolor es verdadero, y su piedra de toque, y por eso mismo no viene a cuento siquiera el señalar que existe. Es el punto de partida: hay nosotros porque hay dolor, y sólo cuenta esto, bajo la conciencia abrumadora y compartida de las causas de este. La densidad es entonces la faz de esta vivencia, que es la de una unidad en la congoja tan poderosa que el mundo entero es signo y partícipe de ella: uno, espeso. Si se le quiere dar otro cariz al nosotros, añadiéndole características o requisitos, no digamos ya orientándolo en un sentido u otro, sencillamente se está quebrando la unidad y desdeñando al nosotros, por tratar de fingir que es un nosotros distinto del que hay. En el mejor y más improbablemente cándido de los casos, ese nosotros de la propaganda sería un nosotros ideal, vale decir, inexistente. Lo cierto es que en Madrid al menos el nosotros que hubo apenas duró un día. Dejó de haber “todos” y nos quedamos cada uno con su desolación. La densidad pasó a ser un recuerdo. A ser subjetiva y, con ello, no algo a que rendir el yo, sino una carga que irremisiblemente lo agobia.

Se pensará probablemente que estas notas sobre poesía han derivado sin justificación hacia un registro político. Creo que esa deriva puede ser trivial, pero no injustificada. Si la poesía se ancla en alguien que puede decir “yo”, necesariamente puede anclarse en ese alguien diciendo “nosotros”. A quien le impiden ver cómo puede dar ese paso le están recortando la única extensión natural de sí mismo. Desde hace siglos, a los españoles (a diferencia sin ir más lejos de nuestros vecinos portugueses y franceses) se les veta sistemáticamente esa extensión natural: el nosotros oficial y su historia son tan grotescamente inadecuados que es imposible identificarse con él incluso en broma. El nosotros realmente vivido, cuando logra aparecer de tarde en tarde, es inmediatamente relegado a un pasado semiclandestino, a menudo tras ridiculizarlo o cubrirlo de sospechas. Lo que se nos veta con eso es algo que hasta alguien tan desconfiado como Yeats (ya que lo habíamos tomado por consejero) tiene que invocar cuando habla de la Irlanda de 1916. De las cuatro estrofas que tiene Easter 1916, sólo en la última se estima necesario que comparezca la primera persona del plural, hablando de los muertos: That is Heaven's part, our part/To murmur name upon name (“eso es cosa del Cielo, a nosotros/nos toca murmurar nombre tras nombre”). Hasta entonces el poeta venía diciendo “yo”, mencionando sus encontradas impresiones, haciendo hasta 9

una lista de virtudes y defectos de los protagonistas de la rebelión. Pero llega un momento en que Yeats tiene que dejar el yo a un lado, porque lo que le cumple hacer es lo que cumple que todos los suyos hagan, en virtud de un sentimiento cuyo mejor nombre es piedad y de la conciencia de que, por vías tortuosas, discutibles o comoquiera que sean, ha empezado un futuro: a terrible beauty is born, “ha nacido una belleza terrible”. Estos son los sentimientos y los estados de conciencia que a nosotros, estos nosotros de aquí al sur, nos resulta tan difícil tener, porque nos exigen que no sean nuestros, sino sólo, dispersos, de cada uno. Y sin embargo son sentimientos y experiencias tan distintivamente humanas como la capacidad de anularse. Son, de hecho, la variante de esa capacidad que se manifiesta ante los seres humanos, la que hace que debamos (por piedad, creo, en los casos cruciales) dejar de atender a lo que tenemos de individualmente distintivo. Claro que es una posibilidad llena de peligros. Pero es tan nuestra que renunciar a ella es como cortarnos un brazo. Y, en cualquier caso, puesto que hablamos de peligros, tampoco es lo mismo mirar la nieve que mirar la televisión.

El contexto de estas palabras aconsejaba sin duda tirar de ejemplos y referencias de la poesía española. A mí no ha acabado de resultarme natural y he tirado de lo que he podido. Una vez más, algo que no tiene la menor importancia. Pero me he atrevido a sugerir por qué creo que pasan cosas como ésta y por qué dudo mucho de que sólo me pasen a mí.

REFERENCIAS Sánchez Ferlosio, Rafael (1974): Las semanas del jardín. Semana segunda: Splendet dum frangitur. Madrid: Nostromo. Stevens, Wallace (2002): Harmonium. Traducción, prólogo y notas de Julián Jiménez Heffernan. Barcelona: Icaria. Strand, Mark (2007): New Selected Poems. Nueva York: Alfred A. Knopf. Yeats, William Butler (1918): Per amica silentia lunae. Nueva York: Macmillan. En Proyecto Gutenberg, http://www.gutenberg.org/files/33338/33338-h/33338-h.htm Consultado por última vez el 12-X-2014. Yeats, William Butler (1962): Selected Poems and Two Plays of William Butler Yeats. Ed. and introduction by M.L. Rosenthal. Nueva York: Macmillan. 10

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.