La crisis y las reformas

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Martes, 24 de abril de 2007

La crisis y las reformas El autor nos advierte que la Argentina sigue en medio de la crisis, pero que los argentinos están perdiendo la conciencia de dicha crisis, por lo cual el peligro de creer erróneamente que nuestros problemas principales se superaron, puede hacernos retroceder gravemente. Por Héctor Ghiretti - Licenciado en Historia. Por Héctor Ghiretti - Licenciado en Historia. Si nos preguntáramos por las causas generales del cambio social, podríamos responder que se trata de una respuesta a un problema o desafío planteado a la vida en común. Estos problemas pueden ser cuestiones de funcionamiento puntual, que exigen adaptaciones o ajustes limitados, o grandes crisis que ponen en peligro la subsistencia misma de la sociedad, y obligan a grandes transformaciones. Si en cambio nos limitamos, dentro del amplio espectro del cambio social, a la cuestión de la reforma política, encontramos que se trata de una transformación que obedece a una idea preconcebida y resulta de una voluntad explícita en un sentido determinado. Cuando se trata de grandes transformaciones, las reformas políticas rara vez son efecto de líderes aislados o de partidos políticos que actúan en solitario. Más bien parece fruto de la acción continuada y policéntrica de una elite dirigente que más allá de las diferencias puntuales está de acuerdo en lo fundamental y posee objetivos comunes claros.

Muchas veces se ve que las reformas políticas fundamentales se hacen visibles y posibles en el momento en que golpea una profunda crisis. ¿Quién puede dudar que en muchas ocasiones, la reforma política como respuesta a una seria crisis ha posibilitado a muchos pueblos cambiar su historia y aspirar a los más altos destinos? Queda claro que no se trata de desear o auspiciar un mal general y seguro (la crisis) por un bien probable, sino de advertir sobre las necesidades de aprovechar al máximo las potencialidades de una situación de estabilidad relativa para evitar la próxima crisis. El mundo actual sufre los efectos de un proceso que desde hace cinco siglos no ha hecho más que avanzar: la progresiva expansión de lo económico sobre otras actividades del hombre. Es por esta razón que las crisis más temidas y que mayor efecto tienen son, al menos en el mundo occidental, las de naturaleza económica. Así como la marcha de la economía permite a los gobiernos hacer casi cualquier cosa en otras materias, las crisis económicas son la causa principal de los cambios de orientación política. Probablemente, el presidente Bush no habría podido sostener su controvertida política exterior si no hubiese tenido las espaldas cubiertas por los indicadores económicos. Pero si es cierto que la crisis es un disparador del cambio social, también lo es que un restablecimiento repentino e inesperado de la situación previa a la crisis opera como inhibidor de la transformación social necesaria. Se ha dicho que para superar con éxito una crisis es fundamental que exista conciencia de crisis. Si las causas de la crisis

desaparecen, la conciencia de la crisis también lo hace. Esto es precisamente lo que parece estar sucediendo en nuestro país. La reactivación económica ha sido tan espectacular e inesperada, que parece haber suprimido la dolorosa memoria de la última gran crisis y la obligada y posiblemente fecunda labor de introspección que le siguió. Estamos a punto de perder los beneficios saludables de la crisis, es decir: de explotar el bien probable del mal seguro del descalabro. Nada puede reprochársele, en este sentido, al ciudadano de a pie, que siente directamente en el bolsillo los beneficios de la reactivación. Quizá no tenga ya conciencia de la crisis, pero también es cierto que muy poco -aparte de votar- puede hacer ante ella. Desde la perspectiva del poder, la cosa es diferente. El punto de vista auténticamente político debe ser, por definición, sintético (entender la unidad en la complejidad), preclaro (anticipar los procesos en curso y los efectos de las acciones propias y ajenas) y universal (al menos respecto de la propia comunidad y su contexto). El poder político no puede engañarse con recuperaciones repentinas: en el mejor de los casos, debe aprovecharlas para obtener todos los beneficios posibles de esa situación. Si hay alguien que debe mantener la perspectiva de la crisis -tanto pasada como futura- ése es el gobernante, el que toma las decisiones políticas. Así, las mejorías imprevistas pueden servir para motorizar, disponiendo de medios materiales proporcionados, las reformas políticas cuya necesidad la crisis ha mostrado, pero que en razón de ser, precisamente, un momento de estrechez e incertidumbre, no ha permitido llevar a cabo. Si la recuperación repentina es el peor escenario para superar realmente una crisis, para el poder político es la mejor noticia para impulsar las reformas que hacen falta: puede hacerlo disponiendo de una relativa abundancia de medios. Un aprovechamiento oportunista de la actual prosperidad económica es la que define a la caricatura del conservador: no mover nada porque así va bien. Si esta actitud es comprensible en el plano de las preferencias electorales, en la esfera de la toma de decisiones demuestra una miopía y una irresponsabilidad descalificantes. Si las medidas que son potencialmente impopulares pero que se muestran como necesarias no se toman en momentos en los que otros aspectos de la vida del país son boyantes, menos aún es posible aplicarlas cuando todo parece naufragar. El gran político no teme ser impopular cuando es necesario, pero trata de aplicar la reforma resistida con un criterio prudencial, es decir, cuando su aplicación efectiva puede encontrar terreno favorable. Pero esto, sin lugar a dudas, parece ser una cuestión propia de estadistas, no de “estadísticos”, esos aventureros oportunistas que “gobiernan” a golpes de efecto y con las encuestas de opinión en la mano.

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