La construcción del otro en América Latina: orígenes y paradigmas de una ideología excluyente

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construcción América LaLaLa construcción deldel otrootro en en América Latina: tina: orígenes y paradigmas de una orígenes y paradigmas de una ideología ideología excluyente excluyente Karim GHORBAL Institut Supérieur des Sciences Humaines de Tunis Université de Tunis El Manar

Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí solo. Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos. Si rehúso al otro –distante de mí, detrás de mí, o muy por delante de mí– minimizo mi propia integridad: Cada uno de nosotros solo es único porque hay otro, distinto de nosotros, ocupando otro tiempo y otro espacio en el mundo […]. El otro define nuestro yo. Carlos Fuentes. Los cinco soles de México. Memoria de un milenio (2000: 25).

Introducción Si “el otro define nuestro yo” como dice Carlos Fuentes, no deja de ser cierto que “el infierno son los demás” según aseveró Jean-Paul Sartre (2004: 93). Desde tiempos inmemoriales todas las culturas del globo terráqueo (a través de palabras, ceremonias o escritos) desarrollaron retóricas de autodefinición con vistas a promover sus intereses a expensas de los otros. Esta afirmación identitaria se basa en un 21 17

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imaginario que define cada comunidad según una serie de rasgos simbólicos como la raza, el sexo, la nación o el imperio (Said, 2000: 79; Lander, 2005: 58). Pese a su carácter universal, la construcción del otro es particularmente notable en la tradición occidental. El que la historiografía occidental ordenara la historia de la humanidad bajo el prisma de la experiencia europea, según una concepción unilineal del devenir, sugería que el Viejo Continente representaba el modelo más acabado de civilización y que, en consecuencia, las sociedades no europeas llevaban un retraso que justificaba su colonización (Wachtel, 1971: 21). La expansión de Occidente se apoyó en una ideología esencialista que dividió la humanidad entre seres superiores y seres minorizados. Por tanto, el concepto de alteridad emana de una voluntad de jerarquización, de la que es a la vez medio y justificación (Delphy, 2008). En esta comunicación me propongo contemplar en qué medida la colonización del llamado Nuevo Mundo jugó un papel central en la constitución del mundo moderno al inaugurar la clasificación racial de los pueblos del planeta. La “colonialidad del poder”, según el sociólogo peruano Aníbal Quijano, se organiza en torno a cuatro ejes constitutivos: la explotación de la fuerza de trabajo, la dominación étnicoracial, el patriarcado y el control de las formas de subjetividad –es decir la imposición de un modelo cultural eurocentrado– (Lander, 2005). Quisiera considerar el continente americano como un laboratorio de la colonización, del esclavismo, del capitalismo y en tanto que encrucijada sin22 18

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crónica y diacrónica de diferentes formas de opresión cuya matriz permanece central en las relaciones sociales actuales. Las primeras sociedades multiculturales y multiétnicas aparecieron por primera vez en el mundo moderno en América. El vocablo “migración” es contemporáneo de las primeras migraciones transatlánticas que empiezan con el “descubrimiento” del Nuevo Mundo a finales del siglo XV. En este trabajo, me propongo contemplar algunas de las tensiones dialécticas que aparecen a raíz de la conquista y de la colonización del continente americano por los españoles. Intentaré poner de manifiesto que la construcción del imaginario occidental moderno responde en parte a los discursos elaborados por las élites peninsulares y criollas en América a partir de 1492. En un primer momento, mi análisis pretenderá mostrar cómo la conquista de América sentó algunas de las bases de la organización colonial del mundo moderno al clasificar y jerarquizar las poblaciones y los saberes. A continuación expondré en qué medida este metarrelato de la modernidad se apoyó en un imaginario que toma sus raíces en la España de la Reconquista. Las cuestiones entremezcladas de los idiomas y del sexo –que representan aquí el mestizaje– serán consideradas como formas de opresión y de dominación igualmente constitutivas de la modernidad. Dedicaré una parte de este artículo al concepto de “raza” –considerado aquí como una categoría socialmente construida– y mostraré que engloba a la vez el color y una serie de rasgos más o menos visibles que representarían la pertenencia étnica, la religión, la cultura y el origen nacional. Con base en esta 23 19

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taxonomía racista y excluyente defenderé la tesis según la cual el modo en que se tratan las problemáticas del multiculturalismo y de la inmigración hoy en día se hace eco de algunos de los esquemas retóricos propios de la conquista y la colonización de América.

La conquista de la modernidad Cuando se consideran el genocidio, la violencia y la destrucción del mundo indígena causados por la conquista de América, es difícil recurrir al eufemismo del “encuentro” para calificar este choque entre dos civilizaciones que se ignoraban. El filósofo argentino Enrique Dussel piensa, con razón, que “el concepto de encuentro es encubridor porque se establece ocultando la dominación del yo europeo, de su mundo, sobre el mundo del Otro, del indio” (1994: 62). La conquista, claro, generó una nueva cultura sincrética y mestiza pero que se basaba en la idea de dominación. Querría destacar el valor paradigmático y performativo1 del seudo descubrimiento de América en la medida en que este acontecimiento es la piedra angular de la modernidad y la organización colonial del mundo (Todorov, 2010: 15; Lander, 2005: 8). Desde el comienzo de la conquista y durante todo el período colonial, los conquistadores, encomenderos, cronistas, teólogos y esclavistas tuvieron J. L. Austin (1994) llama enunciado performativo al que no se limita a describir un hecho sino que por el mismo hecho de ser expresado realiza el hecho. 1

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discursos que tendían a demostrar el carácter universal y superior de la experiencia europea. Esta construcción mítica tuvo por consecuencia excluir otras formas de cultura, de saber, así como tipos de organizaciones sociales diferentes. Según esta visión eurocéntrica, el otro, que encarnaba lo primitivo y lo premoderno incapaz de adaptarse al progreso, debía, en consecuencia, considerarse como inferior. Pocos años tras el inicio de la conquista, los españoles procuraron buscar legitimaciones teológico-jurídicas para justificar la empresa violenta que estaban llevando a cabo. En 1512, la Junta de Burgos encargó a Juan López de Palacios Rubios, jurista y consejero real, redactar un texto que los conquistadores leían en español o en latín y desde la distancia a los indios antes de que empezara la batalla. El Requerimiento evocaba el Génesis, Jesucristo, el Papa, los Reyes Católicos y exhortaba a los indios a convertirse al cristianismo y a someterse a los españoles: Os ruego y requiero que entendáis bien esto que os he dicho y toméis para entenderlo y deliberar sobre ello todo el tiempo que fuese justo, reconozcáis a la Iglesia por señora y superiora del Universo Mundo, y al Sumo Pontífice llamado Papa en su nombre, y a su Majestad en su lugar, como superior y señor y rey de las islas y tierra firme [...]. Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certifícoos que con la ayuda de Dios entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas las partes y manera que pudiere [...], tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere (López de Palacios Rubios, 1512).

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Con la lectura de este texto, los conquistadores estimaban que los indios habían sido “advertidos” a pesar de que estos, por razones obvias, no podían haber entendido los conceptos ni la lengua en que se expresaban sus enemigos. El gran defensor de los indios, fray Bartolomé de las Casas, juzgó severamente el Requerimento al decir que “es una burla de la verdad y de la justicia y un gran insulto a nuestra fe cristiana y a la piedad y caridad de Jesucristo, y no tiene ninguna legalidad”. El obispo de Chiapas, que había sido encomendero antes de arrepentirse de ello, fue sin duda el que más puso de relieve la violencia de la conquista: Luego que los conocieron [a los indios], como lobos e tigres y leones crudelísimos de muchos días hambrientos, se arrojaron sobre ellos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, hasta hoy, e hoy en este día lo hacen, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y nuevas y varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad (Las Casas, 1989: 24).

El debate de Valladolid en 1550 es, a este respecto, representativo del enfrentamiento entre dos percepciones del mundo2. Mientras que Bartolomé de Las Casas pensaba que era preciso modernizar al indio sin destruir su alteridad, el teólogo dominicano Juan Ginés de Sepúlveda se erigía en El debate de Valladolid puede ser visto como uno de los mitos fundadores de la modernidad en la medida en que sostiene la idea de una escala de desarrollo que va del “primitivo” hasta el “civilizado” (Quijano, 2007: 116). 2

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defensor de una modernidad que veía al otro como un ser bárbaro e inmaduro que hacía falta civilizar por todos los medios, incluso los más violentos: La primera [razón de la justicia de esta guerra y conquista] es que siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros [indios], incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades […], siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien de todos […]" (Ginés de Sepúlveda, 1996).

Estas pocas líneas bastan a Sepúlveda para decretar la utilidad de la dominación sobre el otro al cual no vacila en sacrificar en aras del progreso y la modernidad. Es innecesario leer entre líneas para detectar la justificación maniquea de la esclavitud, la colonización y el machismo, tres rasgos constitutivos de la modernidad. Considerarse a sí mismo como “civilizado”, implicaba un contraluz de “barbarie”, construcción que establecía un muro infranqueable entre el colonizador y el colonizado. En un brillante artículo titulado “Europa, modernidad y eurocentrismo”, Enrique Dussel analiza en siete puntos la retórica y los alcances implícitos y explícitos sostenidos por pensadores como López de Palacios y Sepúlveda:

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La civilización moderna se auto-comprende como más desarrollada, superior (lo que significará sostener sin conciencia una posición ideológicamente eurocéntrica). La superioridad obliga a desarrollar a los más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral. El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa (es, de hecho, un desarrollo unilineal y a la europea, lo que determina, nuevamente sin conciencia alguna, la "falacia desarrollista"). Como el bárbaro se opone al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer en último caso la violencia si fuera necesario, para destruir los obstáculos de la tal modernización (la guerra justa colonial). Esta dominación produce víctimas (de muy variadas maneras), violencia que es interpretada como un acto inevitable, y con el sentido cuasi-ritual de sacrificio; el héroe civilizador enviste a sus mismas víctimas del carácter de ser holocaustos de un sacrificio salvador (el indio colonizado, el esclavo africano, la mujer, la destrucción ecológica de la tierra, etc.). Para el moderno, el bárbaro tiene una "culpa" (el oponerse al proceso civilizador) que permite a la "Modernidad" presentarse no solo como inocente sino como "emancipadora" de esa "culpa" de sus propias víctimas. Por último, y por el carácter "civilizatorio" de la "Modernidad", se interpretan como inevitables los sufrimientos o sacrificios (los costos) de la "modernización" de los otros pueblos "atrasados" (inmaduros), de las otras razas esclavizadas, del otro sexo por débil, etc. (Lander, 2005: 49)

La brutalidad y la desigualdad de esta confrontación con el otro permite a Europa, cerca de un siglo antes del ego cogito de Descartes (1636), tomar conciencia de su superiori28 24

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dad afirmando su ego conquiro (yo conquisto). Dussel define esta nueva ontología diciendo que “ese Otro no fue descubierto como Otro, sino que fue en-cubierto como lo Mismo que Europa ya era desde siempre” (Dussel, 1994: 8). Esta voluntad de poder de Europa se asentará, en particular, en un discurso orientado hacia la clasificación social de los seres humanos en torno a la idea de “raza”. Este concepto, según Aníbal Quijano, es “una construcción mental que expresa la experiencia básica de la dominación colonial” y cuyos efectos aún se hacen sentir hoy día (Lander, 2005: 216). La categorización entre conquistadores y conquistados, y luego entre colonizadores y colonizados, se medía en una escala biológica que situaba a los vencidos en un nivel inferior. No obstante, esta clasificación de la población americana, que se aplicó más tarde al conjunto de la población mundial, no apareció en el Nuevo Mundo sino en España.

Los espejos de 1492 Cabe recordar que el año 1492 es doblemente simbólico en la medida en que, como indica oportunamente Tzvetan Todorov, España consigue, por una parte, dominar a su otro interior, expulsando a los moros en la última batalla de Granada y forzando a los judíos a dejar la Península, y, por otra parte, descubre a su otro exterior en el territorio que habrá de llamarse América (2010: 57). En aquel entonces, España se define sobre todo por su pertenencia a la cristian29 25

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dad, en contraste con los moros y los judíos, figuras de la alteridad que, por sus diferencias, amenazan su singularidad. Si, como sugiere Carmen Bernand, “para definirse a sí mismo siempre es necesario marcar los límites que nos separan del Otro” (Descamps, 1993: 13-14), no es sorprendente que durante el siglo XVI, el temor provocado por esta alteridad haya dado lugar al establecimiento de la “limpieza de sangre”3 destinada a separar a los viejos cristianos de los nuevos cristianos, judíos y musulmanes, cuya conversión se ponía en duda. Como en el caso de estos últimos, se impone la conversión a los indios sin que lleguen a integrar la unidad religiosa española. No pocas veces los conquistadores y los cronistas ven las poblaciones indígenas según las categorías aplicadas a los moros y a los judíos en España en el momento de la Reconquista. Octavio Paz explica que el cronista Bernal Díaz del Castillo, “al ver los templos de Tenochtitlan, habla de "mezquitas". Para él, como para Hernán Cortés, los indios eran "los otros" y los otros eran, por antonomasia, los musulmanes” (Paz, 2004: 341). Durante la conquista de México, y más tarde del Perú, no solo los templos se comparan con En 1449 se decretaron por primera vez los “Estatutos de Limpieza de Sangre” en la Península Ibérica, cuyo propósito era impedir que los judeoconversos y los moriscos accedieran a instituciones y organismos como los colegios mayores, órdenes militares, cabildos, monasterios (…). Dichas instituciones regidas por los “Estatutos” solo eran abiertas a individuos que podían certificar su “pureza de sangre” a través de un árbol genealógico. Es de notar el deslizamiento que se opera, en aquella época, entre las ideas de “religión” y de “raza” (Véase Herring Torres, 2007). Sebastián de Covarrubias, en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), precisa de modo significativo que la “Raza, en los linajes se toma en mala parte, como tener alguna raza de moro o judío”. 3

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las mezquitas, también se perciben las lenguas habladas por los indígenas como un dialecto parecido al árabe (Descamps, 1993: 8-16). La Reconquista y la Conquista están, por cierto, íntimamente vinculadas a los ojos de Cristóbal Colón, como lo demuestra el inicio del Diario de su primer viaje: “Este presente año de 1492, después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros, que reinaban en Europa, y […] después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India” (Colón, 2011: 39-40). De manera sintomática, cuando Colón quiere hablar con un gran cacique indio, envía como emisario a un tal Luis de Torres, un judío converso que tenía algunas nociones de árabe: “Luis de Torres, que había vivido con el Adelantado de Murcia, y había sido judío y sabía diz que hebraico y caldeo, y aun algo arábigo” (Colón, 2011: 84-85). Por otra parte, desde su primer encuentro con los que creía ser indios, Colón hace alarde de sus pocas ganas de comunicar. Parece más interesado por la naturaleza, en la cual engloba de buen grado a los indígenas que encuentra, que por su cultura. Es significativo que cuando menciona por primera vez a los habitantes de las islas, destaque su ausencia de ropa: “Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió”. Ahora bien, para el navegante genovés, esta desnudez simboliza una ausencia de cultura y religión: “creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían” (Colón, 2011: 59. Véase Todorov, 2010: 41-45). 31 27

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Uno de los rasgos esenciales del encuentro entre Colón y los indios se ubica sin duda en torno al concepto de intercambio. El hecho de que los indios acepten trocar oro por objetos de poco valor es la ocasión, para Colón, de comprobar a su estúpida generosidad así como a su ausencia de sistema de intercambio:

Yo, porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra santa fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que tuvieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde estábamos, nadando, y nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nosotros les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles (Colón, 2011: 59).

Incapaz de pensar la alteridad bajo el prisma de la intersubjetividad, Colón mira a los indios con sus ojos de europeo. En un primer momento, el genovés, convencido de la inmadurez de los indios, quisiera que adoptaran las “costumbres y las cosas de la fe” de los europeos (Colón, 2011: 91). Sin embargo, esta postura asimilacionista, que hubiera podido desembocar en una relativa igualdad, desliza hacia una ideología esclavista tendiendo a demostrar la inferioridad de los indios. Algunos extractos del Diario de Colón bastan para convencerse de ello: el 12 de octubre de 1492, escribe: 32 28

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“Ellos deben ser buenos servidores”. El 16 de diciembre, precisa: “Son buenos para les mandar”. En 1494, propone que los buques procedentes de Europa con animales estén cargados a la vuelta por esclavos indígenas de los que estigmatiza la supuesta inhumanidad:

Sus Altezas podrán dar licencia y permiso a un número de carabelas suficiente que vengan acá cada año, y traigan de los dichos ganados y otros mantenimientos y cosas de poblar el campo y aprovechar la tierra […], las cuales cosas se les podrían pagar en esclavos de estos caníbales, gente tan fiera y dispuesta y bien proporcionada, y de muy bien entendimiento, los cuales quitados de aquella inhumanidad creemos serán mejores que otros ningunos esclavos […] (Colón, 2011: 209).

Para Colón, el indio no puede ser sino un buen salvaje que es preciso civilizar o un esclavo a quien se puede utilizar. Este rechazo en reconocer a los indios como sujetos diferentes pero con los mismos derechos que cada uno inspiró estas palabras a Tzvetan Todorov: “Colón ha descubierto América, pero no a los americanos” (Todorov, 2010: 57).

El poder de la lengua / el sexo del poder La subjetividad eurocéntrica de Colón se trasluce especialmente en su relación con la lengua. Intenta constantemente buscar la correspondencia de las palabras 33 29

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en castellano. castellano.AAColón Colónlelecuesta cuestaconcebir concebirque queel elsistema sisteindias en mapensamiento de pensamiento de no loscorresponda indios nonecesariamente corresponda de de los indios forzosamente al deCosa los europeos. Cosa para un políal de los europeos. extraña para unextraña políglota (Colón haglotagenovés, (Colón latín, hablaportugués genovés, latín, portugués castellano), es bla y castellano), es yapenas si muesapenas si muestra interésextranjeras por las lenguas extranjeras no eutra interés por las lenguas no europeas. Enfrentado Enfrentado a personas Colón que notiene comprende, Colón aropeas. personas que no comprende, dos soluciones: tiene dos soluciones: o reconoce que hablan una lengua que o reconoce que hablan una lengua que se parece a la suya, o se parece a la suya, o toma nota de la diferencia pero se niega toma nota de la diferencia pero se niega a admitir que se trata a admitir que se trata de una lengua. El 12 de octubre de de una lengua. El 12 de octubre de 1492, en su primer encuen1492, en su primer encuentro con los indios, se inclina por la tro con los indios, se inclina por laalsegunda posibilidad escri-a segunda posibilidad escribiendo Rey: “Yo, placiendo biendo Rey: “Yo, placiendo Nuestro aquía NuestroalSeñor, llevaré de aquía al tiempoSeñor, de millevaré partidadeseis al mi partida seis afablar” V. A. para que deprendan V.tiempo A. paradeque deprendan (Colón, 2011: 59).fablar” Estas (Colón, 2011: 59).hirieron Estas últimas palabras hirieron ade numeroúltimas palabras a numerosos traductores Colón sos endulzaron el “que que traductores endulzarondeelColón “que que deprendan fablar” pordeprendan un “que fablar” pornuestra un “quelengua” aprendan nuestra lengua” (Todorov, 2010: aprendan (Todorov, 2010: 37-38), más diplomático por lo tanto,y,totalmente erróneo. 37-38), másy,diplomático por lo tanto, totalmente erróneo. El idioma del que habla Cristóbal Colón, no es una casualidad, es el castellano. En 1492, el humanista Antonio de Nebrija publica una gramática que hace del castellano la primera lengua romance unificada, antes que el francés, el italiano, el portugués y el catalán. Nebrija piensa que la unidad de la lengua y la unidad de la nación van parejas. En palabras de Nebrija, “siempre la lengua fue compañera del imperio”. Cuando la Reina Isabel le pregunta cuál sería la utilidad de su gramática, Nebrija contesta que sería necesario imponer leyes y una lengua a los pueblos bárbaros y a las naciones que tienen lenguas extrañas y que España iba a someter (Descamps, 1993: 19). A estas alturas de la exposi34 30

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ción, es interesante preguntarse aún más sobre el carácter simbólico de la lengua: como sugirió Nebrija, la lengua es poder. Es, pues, enfrentamiento entre un alter y un ego. Hernán Cortés, el conquistador del imperio azteca, a diferencia de Colón, concedió una importancia particular a la comprensión y al diálogo. Con el fin de informarse sobre el otro que estaba conquistando, busca a un intérprete que encuentra en la persona de una mujer india, que los suyos llamaban Malintzin y que los españoles nombraban Doña Marina, pero que se conoce sobre todo bajo el nombre de la Malinche. Esta, que había sido esclava de los mayas, fue cedida a los españoles en 1519. Rápidamente, la Malinche, que domina el náhuatl, su lengua materna, y el maya, la lengua de sus antiguos amos, se familiariza con el castellano y hace las veces de intérprete y de amante de Hernán Cortés. Este la considera como una ventaja esencial para su empresa de conquista. Bernal Díaz del Castillo afirma, por cierto, que “Cortés, sin ella, no podía entender a los indios”. De hecho, la conquista de México hubiera sido difícil sin ella, o sin alguien que asumiera su papel (Todorov, 2010: 108-109). La Malinche es una figura contradictoria y fundadora a los ojos de los mexicanos. Para unos, personifica el mestizaje, para otros, la traición. Carlos Fuentes, que la describe como “una mujer que le da la lengua indígena a los conquistadores y la lengua española a los conquistados”, juzga que como amante de Cortés, encarna simbólicamente a la madre “del primer mestizo mexicano, el primer niño de sangre india y europea” (Fuentes, 2000: 12). Cabe señalar que el Diccionario de la Real Academia Española define al mestizo co35 31

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mo la persona “nacida de padre y madre de raza diferente, en especial de hombre blanco e india, o de indio y mujer blanca”. Aunque las mezclas étnicas no sean atributo propio de México y América en general, esta definición destaca el carácter específico y paradigmático del fenómeno en el Nuevo Mundo. Por cierto, el historiador Serge Gruzinski utiliza la palabra mestizaje para “designar las mezclas nacidas en el siglo XVI en suelo americano entre seres, imaginarios y formas de vida surgidas de cuatro continentes: América, Europa, África y Asia” (2007: 73). La figura de la Malinche pone también de relieve el ego violento del conquistador que mata al varón indio, lo esclaviza y se apodera de la india. Visto desde esa perspectiva, el mestizaje es el fruto de una relación que supone la dominación del otro, la india en este caso (Dussel, 1994: 53). Esta erótica alienante se trasluce especialmente en la violencia de las palabras de Carlos Fuentes cuando narra el nacimiento simbólico del primer mexicano: “Oh sal ya, hijo mío, sal, sal, sal entre mis piernas... Sal, hijo de la traición... sal, hijo de puta... sal, hijo de la chingada...” (2000: 81). En El laberinto de la soledad, Octavio Paz explica mejor que nadie quién es la Malinche, es decir, la Chingada. Ante todo, dice, “la Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre” (2004: 83). La Chingada personifica pues a la Madre violada, burlada por la fuerza. Paz establece una clara distinción entre la expresión mexicana “hijo de la Chingada” y la expresión española “hijo de puta”: “Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que 36 32

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voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, es ser fruto de una violación” (2004: 87-88). Y, en la medida en que la Chingada representa para él a la Madre violada, Octavio Paz la asocia con la Conquista, “que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias” (2004: 94). En este sentido, el mestizaje no es solo una señal de integración, representa también una de las formas de explotación de las que sufrieron los oprimidos, las mujeres en particular. Un episodio acaecido durante la segunda expedición de Cristóbal Colón es particularmente representativo de la relación entre la dominación imperial y el sexo. Uno de los hombres de Colón, Michel de Cúneo, relata el modo en que, con el consentimiento del Almirante, capturó a una indígena y mantuvo relaciones sexuales forzadas con ella:

Mientras estaba en la barca, hice cautiva a una hermosísima mujer caribe, que el susodicho Almirante me regaló, y después que la hube llevado a mi camarote, y estando ella desnuda según es su costumbre, sentí deseos de holgar con ella. Quise cumplir mi deseo pero ella no lo consintió y me dio tal trato con sus uñas que hubiera preferido no haber empezado nunca. Pero al ver esto (y para contártelo todo hasta el final), tomé una cuerda y le di de azotes, después de los cuales echó grandes gritos, tales que no hubieras podido creer tus oídos. Finalmente llegamos a estar tan de acuerdo que puedo decirte que parecía haber sido criada en una escuela de putas (Colón, Cúneo, 1982).

La conquista de América inaugura una larga tradición en la literatura occidental en la que los cuerpos de las indíge37 33

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nas se erotizan a la vez que se rebajan. La violación sexual de las mujeres no solo simboliza la imagen de la dominación imperial, sino que se impone como una forma de medir el colonialismo a través de la energía viril. Las colonias se piensan como espacios que permiten y exigen el machismo europeo. Los discursos sobre la sexualidad revelan la verdad de los individuos así como la verdad de su identidad racial y nacional (Stoler, 2010). En la Historia de la sexualidad, Michel Foucault explica cómo el deseo sexual vino a representar el medio de conocer el yo occidental y distinguirlo del otro interior. Esta retórica asentó las lógicas distintivas entre individuos racializados, (blancos, indios, negros…) y garantizó los privilegios de los vencedores como cuerpo político. El hecho de manchar la sexualidad del otro permitía definir, en contraste, la respetabilidad del yo burgués y europeo. Este interés por las características sexuales requería una taxonomía compleja que se articulaba en torno a conceptos como la clase, la nación, el género y la raza. A continuación, veremos que las palabras fueron verdaderas armas conceptuales con el fin de justificar la conquista, la colonización y la explotación de algunos grupos humanos.

Las palabras y los animales Si es cierto que en el siglo XVI, la religión es el criterio principal en torno al cual se articula la identidad, el ejemplo de la “limpieza de sangre” muestra bien el deslizamiento hacia la construcción de un determinismo biológico 38 34

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en detrimento de personas calificadas de impuras y, en consecuencia, de inferiores (Hering Torres, 2007: 16-17). Sin embargo, esta marginación del otro, ya sea interior o exterior, no es una invención de España. Los criterios de distinción, étnicos, religiosos o culturales, son el propio de la humanidad, desde épocas muy remotas. En efecto, tanto las tribus primitivas como las civilizaciones de la Antigüedad solían considerarse como diferentes de los otros. Para los bantús, por ejemplo, la palabra “hombres” se aplicaba solamente a los miembros de su tribu, y los demás no se consideraban como hombres. De la misma manera, para la tribu de indios suramericanos bakairi, la voz “kura” significaba a la vez “nosotros” y “buenos”, mientras que el término “kurapa” quería decir “nosotros no”, “extranjeros” y “malos”. Huelga decir que los griegos y los romanos tenían la costumbre de designar a los pueblos que consideraban más distantes, con el término “bárbaros”. El etnólogo cubano, Fernando Ortiz, explica que este criterio, el etnocentrismo, representa “la conciencia de la solidaridad social ofensivo-defensiva de un dado grupo humano, expresada mitológicamente a falta de una explicación racional” (Ortiz, 1975: 37-39). En la América española, la situación de los grupos étnicos dentro de la estructura social jerárquica de la colonia dio origen a lo que el científico chileno Alejandro Lipschütz llamó la “pigmentocracia” (1975). Los individuos eran clasificados según el color de su piel, siendo los dueños blancos los que ocupaban el estrato superior. El color más o menos claro de la piel indicaba la clase social a la que un individuo pertenecía. Las relaciones sociales que se fueron construyen39 35

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do con base en dicha idea dieron nacimiento a identidades nuevas a nivel histórico: blancos, indios, negros y mestizos. Incluso términos que solo indicaban la procedencia geográfica, como “español” o “portugués” llegaron a tener una dimensión racial (Lander, 2005: 217). Insisto en que la “raza” es una categoría socialmente construida. Por motivos ofensivos y defensivos, diferentes grupos humanos fueron percibidos por las sociedades dominantes como pertenecientes a una “raza” diferente, es decir, inferior. Características físicas como el color de la piel, los rasgos de la cara o la textura del cabello se asociaron con valores culturales, psicológicos o morales y llegaron a ser discriminatorias. Dicho de otro modo, las diferencias visibles importan menos que el valor que una sociedad otorga a dichas diferencias (Kebabza, 2006). Esta clasificación conceptual giraba en torno a la idea de “raza”, palabra que, al decir de Fernando Ortiz, “no es sino un estado civil firmado por autoridades antropológicas” (1940: 162). Este concepto se generalizó en la lengua común durante los siglos XVI y XVII. La palabra “raza” deriva de la voz árabe ra’s que significa “cabeza” y “origen” y que se empleaba en el sur de España para significar “res” y “raza” de ganado. Este término, que se aplicó en primer lugar a los animales, se extendió de manera metafórica a los humanos. Este tropo entra en la lengua común precisamente en la época en que, por razones sociales e imperialistas, se trata de inferiorizar algunos grupos humanos comparándolos con animales. Como “raza”, la palabra “casta” tuvo un sentido despectivo en el continente americano. Según Miguel de 40 36

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Unamuno, el uso de la palabra “casta” “comenzó en la ganadería y por eso, al igual que la voz raza, sigue teniendo un sabor de animalidad” (Ortiz, 1975: 42-47). Eso explica ciertamente por qué los Reyes de España prohibieron, en 1805, los matrimonios entre personas blancas “de conocida nobleza y notoria limpieza de sangre, con negros, mulatos, chinos y otras castas” (Zamora y Coronado, 1845). Para convencerse de la analogía entre los grupos étnicos dados por inferiores y las especies animales, tan solo basta con detenerse en la etimología de algunas palabras utilizadas para definir los distintos tipos de mestizajes entre blancos, indios y negros. En el Tesoro del lengua castellana o española de Covarrubias, primer diccionario monolingüe del castellano publicado en 1611, el “mestizo” es “el que es engendrado de diversas especies de animales” mientras que el “mulato” es “el que es hijo de negra y hombre blanco, o al revés: y por ser mezcla extraordinaria la compararon a la naturaleza del mulo” (Covarrubias, 1611: 548 y 558). Otras categorías intermedias, como lobo, barcino, coyote, pardo o loro tienen también una filiación animal. La nomenclatura de estas “castas”, que procedía de la que se aplicaba en España a los animales, era completada por algunos términos que se referían a la aritmética de los mestizajes, absurda, pero generalmente creída entonces, como atestiguan las expresiones siguientes: tercerón, cuarterón, quinterón, requinterón, ochavón, octavón... Esta taxonomía demuestra que nada quedaba sin nombrar y que la realidad del colonialismo y de los mestizajes era de una enorme complejidad. La discriminación, tal 41 37

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como se practicaba en América, tomaba formas de carácter sutil. Recordemos que la sociedad americana era en parte el resultado del trasplante de la sociedad jerárquica de la Península Ibérica en un contexto colonial y multiétnico. No obstante, mientras que en España el concepto de “pureza de sangre” se aplicó al inicio para diferenciar a los viejos y los nuevos cristianos, en las colonias españolas, tomó un nuevo sentido. En un primer momento, se utilizó esta noción para diferenciar a los individuos colonizados y dominados (indígenas, africanos, esclavos) de los de ascendencia europea y libre. Lo que llama la atención es el contraste sobrecogedor entre la precisión quirúrgica con la que se nombran los diferentes grupos humanos dominados y la forma grosera en que se les agrupa en categorías esencialistas. Es que, como señaló Serge Gruzinski, “la comprensión del mestizaje tropieza con hábitos intelectuales que conducen a preferir conjuntos monolíticos antes que espacios intermediarios” (2007: 56). La retórica de la alteridad –cuya reencarnación será elel multiculturalismo– multiculturalismo– precisaba precisabaesta estavisión visiónmaniqueísta maniquea que solo permitía identificar los grandes bloques humanos pasando por alto la complejidad de la realidad socio-cultural. El concepto de identidad, basado en supuestas características comunes e invariables, impide contemplar con sutileza los intersticios socio-étnicos. La categoría “español”, por ejemplo, esconde una gran variedad de individuos que se definían ante todo por su procedencia regional (los vascos, los asturianos, los andaluces…). Del mismo modo, el término “indio” no daba cuenta de la diversidad histórica, cultural y lingüística de la que eran portadoras las civilizacio42 38

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nes aztecas, mayas, chimús, aimaras, incas, etc.4 En el Nuevo Mundo, los africanos y sus descendientes pasaron por el mismo esquema colonial y racial. Olvidados los carabalíes, congos, yorubas, ashantis, etc., ya todos eran “negros” y marcados por el sello indeleble de la esclavitud5 (Lander, 2005: 138; Ortiz, 1975: 53). A medida que se desarrollaba el contacto con nuevas culturas, pensadores y científicos europeos procuraron ordenar “racionalmente” su percepción de la alteridad. La obra de Carlos Linneo, Systema naturae naturae (1735), (1735) constituye un paso decisivo en la voluntad de otorgar legitimidad a la dominación colonial. El naturalista sueco inaugura la ciencia de la taxonomía –que procede de las raíces griegas taxis (ordenamiento) y nomos (norma o regla)– que pretendía asociar una serie de defectos a determinados “colores” o “razas” (Hering Torres, 2007: 20). A mediados del siglo XIX, el conde de Gobineau, con su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855), se inscribe en la misma vena positivista al erigir los rasgos fenotípicos como cualidades para clasificar

Gruzinski señala que “el contexto de la conquista y de la colonización de América es el que invita a los invasores europeos a identificar a sus adversarios como indios, englobándolos de este modo en un apelativo unificador y reductor” (2007: 62). 5 Fernando Ortiz explica este fenómeno: “Con la palabra raza sucedió como con la voz negro, que fue extendida por Europa y América desde Portugal y España por los tratantes de esclavos africanos desde el siglo XV. En los países coloniales la voz negro tuvo una acepción específica más allá de la simple connotación del color y de la epidérmica. La expresión “es un negro” equivalía a decir “es un esclavo”. Por ser negros casi todos los esclavos en ciertos países y épocas, negro vino a ser sinónimo de esclavo” (1975: 50). 4

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la población mundial según un esquema jerárquico supuestamente natural. Estas categorías despectivas, que reflejan el sistema de representación de los actores de la época, salen a la luz cuando el europeo siente la necesidad de definirse con relación al otro ordenando y sistematizando “en categorías plausibles para el entendimiento” esta diversidad. Como sugiere Max Hering Torres, “los esquemas perceptivos ante la otredad se construían siempre desde el prisma cultural y simbólico de lo propio y cada desviación se entendía y se tildaba como una anomalía” (Hering Torres, 2007: 20). Es interesante constatar que el corolario de esta clasificación seudo-científica basada en características fenotípicas, fue asociar a cada grupo étnico con una forma de control del trabajo determinada. Se entrevé aquí uno de los rasgos de la organización moderna del trabajo que se articula de manera paradigmática en torno a la asociación de los conceptos raza/trabajo (Lander, 2005: 220).

Paradigmas eurocéntricos El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista, tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Karl Marx. El Capital, t. I (1964: 638).

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Según el análisis marxista de Etienne Balibar e Immanuel Wallerstein (1991), la raza representa el eje principal de la división del trabajo a nivel internacional. La “etnización de la fuerza de trabajo”, que toma sus raíces en la explotación de la mano de obra esclava, india y africana, en el siglo XVI, constituye la base para la “acumulación originaria del capital” (1991: 80). Balibar muestra que el fenómeno racista, cuyas formas se mantienen en la actualidad, engendró la producción del nacionalismo, según un proceso de etnificación que desembocó en la exclusión de determinados individuos. Por su parte, Wallerstein sostiene que el recurso a conceptos como nacionalismo, racismo, etnicismo, sexismo y discriminación por edad procede de la voluntad de establecer esquemas jerárquicos flexibles útiles al proceso de acumulación del capital. Desde dicha perspectiva, la categorización racial viene a legitimizar la división del trabajo entre las diferentes partes del globo, a la vez que, a nivel interior, cumple con la función de segmentar el proletariado. Cabe destacar que el clasismo, que resulta ser una constante histórica, toma como blanco privilegiado al inmigrante en la medida en que representa la fracción más débil y explotada del cuerpo social en las naciones occidentales. En este sentido, la inmigración aparece como el chivo expiatorio responsable de los problemas sociales que padecen los “auténticos nacionales” (1991: 344). La categorización racial tiene, pues, como función segmentar la fuerza de trabajo y, de forma paralela, establecer una dinámica desigual entre centro y periferia. 45 41

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El intelectual uruguayo, Eduardo Galeano, inicia su obra militante Las venas abiertas de América apuntando que “la división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder” (2010: 15). La “derrota” de los latinoamericanos y, por extensión, de todos los condenados de la tierra, como diría Frantz Fanon, se debe al proceso de asimilación impuesto por la Europa Occidental, que tuvo por consecuencia borrar superficialmente su alteridad exterior. Los valores occidentales se impusieron a través del mundo, en cierto modo, como lo quería Cristóbal Colón (Todorov, 2010: 257). ¿Hoy en día, quién encarna mejor que el inmigrante esta “desviación existencial” (Fanon, 1975: 11) impuesta por el Occidente? Edward Said acierta al hacer hincapié en el hecho de que “más importante que el pasado en sí, está su sombra proyectada sobre las actitudes culturales de hoy. Por razones en parte arraigadas en la experiencia Imperial, las viejas divisiones entre colonizadores y colonizados reaparecieron en lo que a menudo se nombra las relaciones Norte-Sur” (Said, 2000: 54). “A la igualdad real que produce la fortuna o la ley, sucede siempre una desigualdad imaginaria que tiene sus raíces en las costumbres”. Estas palabras que Alexis de Tocqueville (2005: 327) escribe refiriéndose a los esclavos negros muestran hasta qué punto los estereotipos heredados de la era colonial siguen caso de de los los inmisiguen siendo siendo operacionales. operativos. ElElcaso grantes en la actualidad se inscribe en el paradigma colonial, tanto atlántico como mediterráneo y asiático, en la medida en que las desigualdades económicas y sociales que presenciamos, y que se podrían calificar de “apartheid global”, son 46 42

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estructuradas por la raza, el género y la clase (Booker y Minter, 2001). De modo esquemático, esta división del mundo se articula en torno a una “línea del color”, entre “blancos” y “no blancos”. Si, como hemos visto, no faltan las palabras para estigmatizar a los seres y grupos humanos considerados como inferiores (los “no blancos”: indios, negros…), el sector mayoritario y dominante de las sociedades capitalistas no se nombra. Este proceso de marginalización del otro por el silenciamiento del yo es analizado por Colette Guillaumin: “El grupo adulto, blanco, de sexo masculino, católico, de clase burguesa, sano de espíritu y de costumbres, es pues esta categoría que no se define como tal y pasa por alto su yo. No obstante, impone a los demás, a través de la lengua, su definición como norma, en una especie de inocencia primaria, creyendo que las cosas son lo que son” (Guillaumin, 1992: 294). La feminista Peggy McIntosh fue una de las primeras en cuestionarse acerca de los “privilegios de los blancos” (white skins privileges) que percibe como una “mochila invisible” de ventajas inmerecidas:

Creo que a los blancos se les enseña cuidadosamente a no reconocer los privilegios que tienen los blancos, como a los hombres se les enseña a no reconocer el privilegio de ser varón. Así que he comenzado a preguntar en forma empírica cómo se siente gozar del privilegio de los blancos. He llegado a visualizar el privilegio blanco como un paquete invisible de bienes no ganados, con los que puedo contar cada día, pero de los que “se supone” que debo permanecer inadvertido. El privilegio de los blancos es como una mochila invisible y sin peso, llena de provisio-

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nes especiales, mapas, pasaportes, libros de códigos, visas, trajes, herramientas, y cheques en blanco (McIntosh, 1989).

Como vimos al hablar de la Malinche, la opresión colonial va pareja con la opresión machista. A este respecto, me parece importante mencionar el concepto de “interseccionalidad” introducido por la feminista afroamericana Kimberle Crenshaw. Utiliza el análisis interseccional en tanto que “metodología que intenta poner fin a las tendencias de concebir la raza y el género como categorías exclusivas o separables” (Crenshaw, 1991). El hecho de relacionar el sexismo con el racismo le permite mostrar cómo diferentes tipos de opresión se entremezclan y fortalecen el proceso de marginalización (Véase Kebabza, 2006). Si bien los conceptos que acabo de mencionar –propios de los estudios poscoloniales– constituyen herramientas para procurar superar las diferentes formas de dominación, es particularmente interesante fijarse en la noción de “aculturación” aparecida por primera vez en Estados Unidos, a fines del siglo XIX. Según el antropólogo Bronislaw Malinowski, “aculturación”,

Es un vocablo etnocéntrico con una significación moral. El inmigrante tiene que “aculturarse” (to acculturate); así han de hacer también los indígenas, paganos e infieles, bárbaros o salvajes, que gozan del “beneficio” de estar sometidos a nuestra Gran Cultura Occidental. La voz acculturation implica, por la preposición ad que la inicia, el concepto de un terminus ad quem. El “inculto” ha de recibir

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los beneficios de “nuestra cultura”; es “él” quien ha de cambiar para convertirse en “uno de nosotros” (Ortiz, 2002: 124-125).

El concepto de aculturación es, pues, portador de ambigüedad ya que, como bien señala Nathan Wachtel, “los estudios de aculturación tratan esencialmente de sociedades de fuerza desigual, la una dominante, la otra dominada” (1971: 25). Con el fin de ir más allá la valoración cultural unilateral del término “aculturación”, el etnólogo cubano Fernando Ortiz concibió el neologismo de “transculturación” en 1940:

Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz angloamericana acculturation, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación […]. En todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una transculturación, y este vocablo comprende todas las fases de su parábola. (Ortiz, 2002: 260).

Parece ser una idea comúnmente aceptada el que los inmigrantes europeos a América generaron cambios en las 49 45

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culturas receptoras. A nadie se le ocurriría negar que los españoles, portugueses, irlandeses o italianos que emigraron al Nuevo Continente a partir del siglo XVI trajeron consigo algo de sus culturas, lenguas, costumbres, etc. De este choque, de este “encuentro” de dos o más idiosincrasias, nació una nueva realidad, un mosaico transcultural. Al contrario, en el caso de los inmigrantes en Europa y Norteamérica, está casi ausente la idea de intercambio cultural. La sociedad receptora se considera como homogénea a pesar de las diversas oleadas de inmigración. Hablar de “asimilación” o de “integración” se inscribe en la misma retórica de oposición entre el yo occidental y el otro “no blanco”. Al modelo asimilacionista le cuesta esconder los sustratos racistas que sustentan su razón de ser. Estos fundamentos del racismo se van a desarrollar en primer lugar, según Michel Foucault, “con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador; cuando haya que matar gente, matar poblaciones, matar civilizaciones” (2001: 232-233). En las lecciones que da en el Collège de France entre 1975 y 1976 (Defender la sociedad), el pensador francés parte de la experiencia colonial para establecer una genealogía del racismo. Foucault considera este fenómeno como el

modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir. A partir del continuum biológico de la especie humana, la aparición de las razas, la distinción entre razas, la jerarquía de las razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como

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inferiores, será un modo de fragmentar el campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo, será una manera de producir un desequilibrio entre los grupos que constituyen la población. En breve: el racismo es un modo de establecer una cesura en un ámbito que se presenta como un ámbito biológico. Es esto, a grandes rasgos, lo que permitirá al poder tratar a una población como una mezcla de razas o –más exactamente– subdividir la especie en subgrupos que, en rigor, forman las razas. Son estas las primeras funciones del racismo: fragmentar (desequilibrar), introducir cesuras en ese continuum biológico que el biopoder inviste (1996: 206).

Este discurso –hábilmente orquestado por el Estado moderno (el biopoder)–, que presenta la sociedad como dividida entre dos poblaciones antagónicas y en guerra constante, reviste connotaciones ontológicas y simbólicas cardinales. Vislumbramos aquí una relación explícita e implícita entre la “colonialidad del poder” de Quijano y el “biopoder” de Foucault. Este conflicto, esta “guerra de razas”, que se produce en el interior de las sociedades, implica una valoración étnica (limpieza de sangre, raza), física (fuerza, virilidad) y moral (religión, cultura), rasgos de los que sería desprovista la franja de población enemiga (Véase Castro-Gómez, 2007). Para asentar su hegemonía, el Estado procuró racionalizar, clasificar y, por lo tanto, dividir los grupos de la sociedad. En esta mecánica biológica el racismo se impone como la herramienta para circunscribir lo “nacional”, la norma, por oposición a lo “foráneo”, lo anómalo: “La raza, el racismo, son la condición de aceptación del homicidio en una sociedad de normalización. Donde haya una sociedad de normalización, desde el momento en que el es51 47

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tado funciona sobre la base del biopoder, la función homicida del estado mismo solo puede ser asegurada por el racismo. Si el poder de normalización quiere ejercer el viejo derecho soberano de matar, debe pasar por el racismo” (Foucault, 2001: 233). Este racismo “hacia adentro”, de corte moderno, necesita tomar como blanco al otro interior como un medio de definir la norma. En las sociedades occidentales, este enemigo interior es, por antonomasia, el inmigrante que ha superado con creces el papel adscrito al loco o al criminal en épocas anteriores. Si bien los valores poscoloniales impusieron una ética que dificulta el recurso a la idea de “raza”, el uso actual del concepto más políticamente correcto de “identidad” se apoya en los mismos resortes. La “identidad” se erige como un muro invisible entre autóctonos e inmigrantes, ya sean de primera o segunda generación. El extranjero ya no es el que viene de otro lugar sino el que se reproduce en el cuerpo social (Boubeker, 2004). Una alteridad da paso a otra. Esta ruptura entre ciudadanos de pleno derecho y de segunda fila permite cristalizar todos los males de la sociedad en torno a la cuestión, a primera vista externa, de la inmigración. Sin embargo, sabemos de sobra que, como en un juego de espejos, la crítica de los inmigrantes es una forma indirecta de criticar una sociedad que, en tiempos de crisis, está en busca de valores comunes. Esta ficción discursiva permite hacer de la identidad de los otros, como en un espejo invertido, una referencia para la norma mayoritaria. Como subraya Michel de Certeau, “el inmigrado tiene como papel proporcionar una figura antinómica a una masa 52 48

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cada vez más desprovista de representaciones propias”. En un mundo globalizado, precisa, “la identidad de los otros, por turno dramatizada como una peligrosa inestabilidad o fijada en un sistema heterogéneo, sirve de referencia para una población indiferenciada. El inmigrado viene a ser el antídoto del anónimo” (Certeau, 1986: 793). El carácter supuestamente homogéneo de las sociedades receptoras dificulta la integración de los inmigrantes. Se les exige adaptarse sin exigir nada a cambio a las sociedades receptoras (Malgesini y Giménez, 2000: 55). La xenofobia actual toma sus raíces y se apoya en gran medida en el pasado colonial. Contra todo pronóstico, las lógicas de la conquista y la colonización de América, así como el contenido de los debates que tuvieron lugar en Valladolid más de 450 años atrás, son todavía de una inquietante actualidad.

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