La consagración de los esposos en las nuevas formas de vida consagrada
Descripción
La consagración de los esposos cristianos en las nuevas formas de vida consagrada Documento de trabajo 9ª sesión del seminario de NFVC Loeches (Madrid), 16 de diciembre de 2014 0. Introducción El planteamiento de la cuestión acerca de la consagración de los esposos cristianos en este trabajo es unitario, es decir, desde la única llamada que recibe todo hombre (varón y mujer)1 a la perfección en el amor (cf. Mt 5,48) se intenta comprender las vocaciones cristianas al matrimonio y a la virginidad y el sentido (o sentidos) de “consagración”; desde ahí se aborda la cuestión específica de la consagración de los esposos. La llamada a la perfección en el amor está inscrita desde la creación en su mismo cuerpo como dualidad psicosomática y especificada sexualmente. Es ésta una revelación primigenia de Dios, manifestándose como aquel hacia quien tiende el deseo y el amor del hombre. La plenitud de la revelación de Dios en Cristo manifiesta y realiza la llamada a la unión con Dios que por la encarnación se da en el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. La Iglesia, como Esposa y Cuerpo de Cristo, es la realización de la vocación a la unión esponsal con Dios del hombre y de toda la humanidad. Para ello ofrece dos caminos de realización de la única vocación: matrimonio y virginidad. Cada uno tiene su valor propio en la comunión de los carismas y estados de la Iglesia, pero no de forma autónoma y mucho menos independiente, sin relación a la otra. En este contexto las nuevas formas de vida consagrada (en cuanto además admiten miembros en el estado matrimonial) abren perspectivas más allá de la recuperación de la dignidad del sacramento del matrimonio que se podrían denominar de auténtica consagración ‐según su propio estado‐ por su íntima relación existencial con miembros de vida consagrada. Ello no tanto por cambio alguno en su estado de vida y sus status teológico o canónico, sino en virtud de la forma canónica de las nuevas formas de vida consagrada. 1. La raíz antropológica: la teología del cuerpo El punto de partida es la experiencia antropológica, aunque interpretada desde una correcta visión y de acuerdo con el evangelio y la fe cristiana. 1.1. La teología del cuerpo de Juan Pablo II
1
Hay que notar que a lo largo de esta reflexión es importante la distinción terminológica entre “hombre” y “varón” (aunque paulatinamente vaya cayendo en desuso y suene casi anacrónica): el primer término hace referencia a la persona humana en general; el segundo, a la persona humana de sexo masculino. Se ha buscado la coherencia con este criterio, sustituyéndolos incluso en las transcripciones donde el original no lo tenía en cuenta, por claridad conceptual.
1
La novedad que aporta Juan Pablo II en su enfoque acerca de la comprensión de la corporeidad del hombre y de su naturaleza personal se podría resumir muy sucintamente en las siguientes ideas2: a) El sexo es «constitutivo de la persona», no sólo atributo suyo. «La función del sexo, que en cierto sentido es “constitutivo de la persona” (no sólo “atributo de la persona”), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como “él” o “ella”». b) El significado esponsal del cuerpo. «El cuerpo humano, orientado interiormente por el “don sincero” de la persona, revela no sólo su masculinidad o feminidad en el plano físico, sino que revela también este valor y esta belleza de sobrepasar la dimensión simplemente física de la “sexualidad”. De este modo se completa, en cierto sentido, la conciencia del significado esponsal del cuerpo, vinculado a la masculinidad‐feminidad del hombre. Por un lado, este significado indica una capacidad particular de expresar el amor, en el que el hombre se convierte en don; por otro, le corresponde la capacidad y la profunda disponibilidad para la “afirmación de la persona”». c) La complementariedad varón‐mujer es no sólo biológica y psíquica, es también ontológica. Si el sexo, como hemos visto, configura la persona misma, se puede hablar de dos tipos de persona, la persona masculina y la persona femenina. Por otra parte, la persona se caracteriza por su donación de sí, en lo que consiste el amor. El amor siempre requiere apertura. Pero abrirse no es siempre salir de sí mismo. También puede significar que los demás entren en uno. Por eso he pensado que las explicaciones clásicas del amor como éxtasis son visiones masculinas del amor. ¿Por qué? Porque la mujer ama fundamentalmente acogiendo. d) Varón y mujer constituyen una «unidualidad» relacional. «En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el varón no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la “unidad de los dos”, o sea una “UNIDUALIDAD” RELACIONAL, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante». El fundamento es el método filosófico de Karol Wojtyla que le lleva a interpretar el lenguaje propio del cuerpo, de carácter personal. El lenguaje del cuerpo es lenguaje de la persona3: a) El cuerpo humano tiene su propio lenguaje y es testigo de una serie de significados que van más allá de lo meramente material o cultural. Esos significados más profundos del cuerpo hacen que lo biológico no sólo se trascienda hacia lo humano y personal sino que, además, se convierta en una vía privilegiada de acceso al misterio de Dios. 2
B. CASTILLA DE CORTÁZAR LARREA, “Varón y mujer en la ‘teología del cuerpo’ de Karol Wojtyla”, en: J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Madrid 2007, p. 279. 3 C. ÁLVAREZ, “Más allá del género y del sexo: el lenguaje del cuerpo, según Juan Pablo II”, en: Familia: Revista de ciencias y orientación familiar, 46 (2013) 113.
2
b) El cuerpo humano habla del hombre en su unicidad, como ser distinto de Dios y del resto de los cuerpos creados. Se trata de un significado radical, existencialmente anterior a cualquier otro significado del cuerpo, derivado del ser humano en cuanto humano. Juan Pablo II lo llamó “soledad ontológica” y rastreó todas sus implicaciones a partir de los primeros textos del Génesis. Este carácter humano del cuerpo es el punto de partida fundamental para la labor de humanización de la sexualidad. c) El cuerpo humano habla del hombre como hijo, como ser que nace y depende de otro para el inicio de su existencia. La creación del ser humano, tal como es narrada en el Génesis, habla de la filiación como condición primordial del hombre y de la paternidad divina como experiencia fundamental del primer hombre creado. Adán y Eva llegan a la conciencia de la propia filiación divina a partir de la experiencia de su propio cuerpo. d) El descubrimiento del carácter filial del cuerpo humano conduce al conocimiento de su carácter esponsal y comunional. Según describe el Génesis, Adán y Eva se descubren iguales en la misma naturaleza humana, pero distintos en su especificidad sexual. El conocimiento del cuerpo sexuado del otro habla de una vocación fundamental de todo ser humano a la comunión y a la donación. Esa vocación se expresa a través del lenguaje del cuerpo y hace de la masculinidad y feminidad el ámbito y el modo humanos de realizar esa vocación. e) El carácter esponsal del cuerpo abre al hombre al descubrimiento del significado generador y fecundo de la sexualidad. La masculinidad y la feminidad se abren a un amor que les trasciende y que se hace carne en el hijo. Pero, tal como revela también el Génesis, la maternidad y paternidad biológicas son sólo expresión y signo en la carne de una maternidad y paternidad espirituales de las que también se hace eco el lenguaje del cuerpo. f) La cualificación más elevada que podemos dar al cuerpo humano es la de ser signo y sacramento del misterio de Dios. En la sexualidad humana, masculina y femenina, tenemos –según la expresión de Juan Pablo II– un “sacramento primordial” que nos revela el núcleo mismo del misterio de Dios, que es misterio de comunión y de donación creadora y fecunda. 1.2. El carácter esponsal del cuerpo4 San Juan Pablo II expone la síntesis acerca del carácter esponsal del cuerpo en la carta apostólica Mulieris dignitatem; resumidamente se puede observar que: Cada hombre es imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26‐27); de ahí su el carácter personal del ser humano, gracias al cual ambos —varón y mujer— son semejantes a Dios y como criatura racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo. Además el hombre no puede existir «solo» (cf. Gén 2, 18); puede existir solamente como «unidad de los dos» y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de una relación recíproca, del varón con la mujer y de la mujer con el varón. Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios, Uno y Trino. La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como varón y mujer y la llamada a ser «unidad de los dos» indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina 4
La idea básica la desarrolla san Juan Pablo II más ampliamente en la catequesis del 16 de enero de 1980.
3
(«communio»). Esta semejanza es llamada y tarea: fundamento de todo el «ethos» humano, cuyo vértice es el mandamiento del amor. Varón y mujer son la «ayuda adecuada» el uno para el otro (Gen 2,18‐25). El matrimonio es la dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada: la integración en la humanidad misma, querida por Dios, de lo «masculino» y de lo «femenino». Esta verdad concierne también a la historia de la salvación. A este respecto es particularmente significativa una afirmación del Concilio Vaticano II. En el capítulo sobre la «comunidad de los hombres», de la Constitución pastoral Gaudium et spes, leemos: «El Señor, cuando ruega al Padre que “todos sean uno, como nosotros también somos uno” (Jn 17, 21‐22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Con estas palabras el texto conciliar presenta sintéticamente el conjunto de la verdad sobre el varón y sobre la mujer (verdad que se delinea ya en los primeros capítulos del Libro del Génesis) como estructura de la antropología bíblica y cristiana. El ser humano —ya sea varón o mujer— es el único ser entre las criaturas del mundo visible que Dios Creador «ha amado por sí mismo»; es, por consiguiente, una persona. El ser persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de «encontrar su propia plenitud»), cosa que no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir «para» los demás, a convertirse en un don. Esto concierne a cada ser humano, tanto mujer como varón, los cuales lo llevan a cabo según su propia peculiaridad. Ya el Libro del Génesis permite captar, como un primer esbozo, este carácter esponsal de la relación entre las personas, sobre el que se desarrollará a su vez la verdad sobre la maternidad, así como sobre la virginidad, como dos dimensiones particulares de la vocación de la mujer a la luz de la Revelación divina. Estas dos dimensiones encontrarán su expresión más elevada en el cumplimiento de la «plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4), esto es, en la figura de la «mujer» de Nazaret: Madre‐Virgen. 1.3. Conclusión: Reciprocidad entre los sexos y llamada a la comunión con Dios La reciprocidad entre los sexos es el signo de la vocación a un amor superior: la respuesta humana al amor del Creador, la llamada a la comunión con Dios. Por esta razón, la dimensión mundano‐temporal del matrimonio necesita de la escatológica de la virginidad y viceversa, ya que ni el matrimonio es una realidad meramente natural ni la virginidad solamente espiritual. El matrimonio forma parte del designio creador de Dios que lleva inscrita la vocación al amor a su plenitud; por eso el matrimonio contiene en sí mismo un elemento escatológico. La fecundidad no es sólo naturaleza, no es mera reproducción biológica. La fecundidad humana es la bendición que Dios creador pronuncia sobre la pareja humana y es promesa de la alianza eterna con el hombre.
4
La virginidad, por otro lado, tiene un valor también antropológico: ante la pansexualización de todo lo humano y la visión naturalista y meramente materialista del hombre, es necesario mostrar los valores superiores de la persona, los valores del espíritu. La virtud de la castidad, pues, tiene en sí misma un valor original: “entraña la integridad de la persona y la totalidad del don” (CEC 2337). Por este motivo, en aras de los valores espirituales, vale incluso la pena la renuncia y el sacrificio de los menos esenciales en el hombre, no como mero sacrificio de los mismos, sino para mostrar el camino de la verdadera humanización, de la realización personal plena del hombre. La revelación cristiana lleva esta idea a sus más altas cotas: la virginidad es signo de la resurrección de la carne5. 2. Fundamentación teológica6 Además desde un punto de vista más estrechamente teológico hay que considerar que para iluminar el misterio de la persona humana en su constitución psicosomática y sexuada confluyen los principales temas de la teología. 2.1. Fundamento cristológico7 2. (La unión de Cristo y de la Iglesia) La unión esponsalicia de Cristo y la Iglesia no destruye sino que, por el contrario, lleva a cumplimiento lo que el amor conyugal del varón y la mujer anuncia a su manera, implica o ya realiza en el campo de comunión y fidelidad. En efecto, el Cristo de la Cruz lleva a cumplimiento la perfecta oblación de sí mismo, que los esposos desean realizar en la carne sin llegar, sin embargo, jamás a ella perfectamente. Realiza con respecto a la Iglesia que Él ama como a su propio cuerpo, lo que los maridos deben hacer por sus propias esposas, como dice San Pablo. Por su parte la resurrección de Jesús, en el poder del Espíritu revela que la oblación que hizo en la Cruz lleva sus frutos en esta misma carne en que se realizó, y que la Iglesia por Él amada hasta morir, puede iniciar al mundo en esta comunión total entre Dios y los hombres de la que ella se beneficia como esposa de Jesucristo. 4. (Jesús, esposo por excelencia) Descuidado de ordinario por la cristología, este título debe reencontrar ante nuestros ojos todo su sentido. De la misma manera que es el Camino, la Verdad, la Vida, la Luz, la Puerta, el Pastor, el Cordero, la Vid, el Hombre mismo, porque recibió del Padre «la primacía en todo» (Col 1, 18), Jesús es asimismo, con la misma verdad y el mismo derecho, el Esposo por excelencia, es decir, «el Maestro y el Señor» cuando se trata de amar a otro como a su propia carne. Por lo tanto, por este título de Esposo y por el misterio que evoca, debe iniciarse una cristología del matrimonio. En este terreno como en cualquier otro, «no puede ponerse otro fundamento que el que realmente se encuentra allí, a saber, 5
En esta perspectiva se comprende además el valor del celibato apostólico y las formas de consagración privada de los laicos que aparecen también en las nuevas formas de vida consagrada. 6 La consideración de la estructura antropológica de la persona humana y el descubrimiento del carácter esponsal del cuerpo humano conduce a la búsqueda de la fundamentación de todo ello en el ámbito de una metafísica que dé razón de ello, es decir, una metafísica de la relacionalidad. En cierta medida está esbozada en la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI. Además desde ella se puede abrir al horizonte teológico de la vida trinitaria, haciendo de nexo entre antropología y teología. Sin embargo, por razón de brevedad, todas estas consideraciones aquí se deben obviar y remitir a L. GROSSO GARCÍA+++++++++++++++++++ 7 “Dieciséis Tesis” del P. G. Martelet aprobadas «in forma generica» por la Comisión teológica internacional, en: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Doctrina católica sobre el matrimonio (1977).
5
Jesucristo» (1 Cor 3, 10). Sin embargo, el hecho de que sea Cristo el Esposo por excelencia no puede separarse del hecho de que es «el segundo» (1 Cor 15, 47) y el «último Adán» (1 Cor 15, 45). 5. (Adán, figura del que había de venir) El Adán del Génesis, inseparable de Eva, al cual el mismo Jesús se refiere en Mt 19 donde aborda la cuestión del divorcio, no será plenamente identificado si no se ve en él «la figura de Aquel que había de venir» (Rom 5, 14). La personalidad de Adán, como símbolo inicial de la humanidad entera, no es una personalidad estrecha y encerrada sobre sí misma. Ella es, como también la personalidad de Eva, de un orden tipológico. Adán es relativo a Aquel al cual le debe su sentido último, y, por lo demás, también nosotros: Adán no se entiende sin Cristo, y, a su vez, Cristo no se entiende sin Adán, es decir, sin la humanidad entera ‐sin todo lo humano‐ cuya aparición saluda el Génesis como querida por Dios de manera completamente singular. Por esto la conyugalidad que constituye a Adán en su verdad de hombre, aparece de nuevo en Cristo por quien ella llega a cumplimiento al ser restaurada. Estropeada por un defecto de amor, ante el cual Moisés mismo ha tenido que plegarse, va a encontrar en Cristo la verdad que le corresponde. Porque con Jesús, aparece en el mundo el Esposo por excelencia, que puede, como «segundo» y «último Adán», salvar y restablecer la verdadera conyugalidad que Dios no ha cesado de querer en provecho del «primero». FC 13 (Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento del matrimonio). La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo. Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio» y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente. Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del varón y de la mujer desde su creación; el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al varón y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz. En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente la grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: «¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica? ... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es única, único es el espíritu». La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza.
6
En efecto, mediante el bautismo, el varón y la mujer son inseridos definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo». Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. «Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación reciproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae, 9). En una palabra, se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos». 2.2. Fundamento eclesiológico La Iglesia viva es el cuerpo de Cristo8 Dice el Señor: Todo el día, sin cesar, ultrajan mi nombre entre las naciones; y también en otro lugar: ¡Ay de aquel por cuya causa ultrajan mi nombre! ¿Por qué razón ultrajan el nombre de Dios? Porque nuestra conducta no concuerda con lo que nuestros labios proclaman. Los paganos, en efecto, cuando escuchan de nuestros labios la palabra de Dios, quedan admirados de su belleza y sublimidad; pero luego, al contemplar nuestras obras y ver que no concuerdan con nuestras palabras, empiezan a blasfemar, diciendo que todo es fábula y mentira.
8
Homilía de un autor del siglo segundo, caps. 13,2‐14,5: Funk 1,159‐161.
7
Cuando nos oyen decir que Dios afirma: Si amáis sólo a los que os aman no es grande vuestro mérito, pero grande es vuestra virtud si amáis a vuestros enemigos y a quienes os odian, se llenan de admiración ante la sublimidad de estas palabras; pero luego, al contemplar cómo no amamos a los que nos odian y que ni siquiera sabemos amar a los que nos aman, se ríen de nosotros, y con ello el nombre de Dios es blasfemado. Así, pues, hermanos, si cumplimos la voluntad de Dios, perteneceremos a la Iglesia primera, es decir, a la Iglesia espiritual, que fue creada antes que el sol y la luna; pero, si no cumplimos la voluntad del Señor, seremos de aquellos de quienes afirma la Escritura: Vosotros convertís mi casa en una cueva de bandidos. Por tanto, procuremos pertenecer a la Iglesia de la vida, para alcanzar así la salvación. Creo que no ignoráis que la Iglesia viva es el cuerpo de Cristo. Dice, en efecto, la Escritura: Creó Dios al hombre, varón y mujer los creó; el varón es Cristo, la mujer es la Iglesia; ahora bien, los escritos de los profetas y de los apóstoles nos enseñan también que la Iglesia no es de este tiempo, sino que existe desde el principio; en efecto, la Iglesia era espiritual como espiritual era el Señor Jesús, pero se manifestó visiblemente en los últimos tiempos para llevarnos a la salvación. Esta Iglesia que era espiritual se ha hecho visible en la carne de Cristo, mostrándonos con ello que, si nosotros conservamos intacta esta Iglesia por medio de nuestra carne, la recibiremos en el Espíritu Santo, pues nuestra carne es como la imagen del Espíritu, y nadie puede gozar del modelo si ha destruido su imagen. Todo esto quiere decir, hermanos, lo siguiente: Conservad con respeto vuestra carne, para que así tengáis parte en el Espíritu. Y, si afirmamos que la carne es la Iglesia y el Espíritu es Cristo, ello significa que quien deshonra la carne deshonra la Iglesia, y este tal no será tampoco partícipe de aquel Espíritu, que es el mismo Cristo. Con la ayuda del Espíritu Santo, esta carne puede, por tanto, llegar a gozar de aquella incorruptibilidad y de aquella vida que es tan sublime, que nadie puede explicar ni describir, pero que Dios ha preparado para sus elegidos. 2.3. Fundamento sacramental‐espiritual El lenguaje esponsal y la teología esponsal gozan de una amplia tradición espiritual y mística de la Iglesia, a la vez que han sido miradas a veces con aires de cierta sospecha. Hoy en día se da un movimiento de recuperación de su legitimidad en la teología católica9. El texto bíblico de referencia no puede ser otro que el famoso pasaje donde se hace el paralelismo entre el amor de Cristo por la Iglesia y el amor mutuo de los cónyuges: Ef 5,25‐30: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. El texto hace una clara referencia los dos sacramentos más importantes de la Iglesia: el bautismo y la eucaristía. El bautismo ‐por el baño del agua y la palabra‐ lava al hombre y lo incorpora al Cuerpo de Cristo; 9
Cf. J. SANZ MONTES, La simbología esponsal como clave hermenéutica del carisma de Santa Clara de Asís, Roma 2000, pp. 16‐21.
8
él se presenta a sí mismo a la Iglesia. Cristo es el “salvador del cuerpo” (Ef 5,23) y san Pablo habla de la comunidad cristiana como una esposa a la que conducir ante el esposo (cf. 2 Cor 11,4). La eucaristía ulteriormente alimenta al Cuerpo de Cristo en este mundo durante la espera escatológica: “Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9). La ley de la sacramentalidad pone de manifiesto que el Cuerpo lo recibe todo del Esposo, hasta el punto de que no tiene vida en sí mismo que no provenga de la Cabeza, pero es presentado ante ella en una relación yo‐tú caracterizada por una alteridad radical superada por la relación de amor10. Por eso la vinculación tan fuerte que el sacramento de la eucaristía tiene con todos los aspectos esenciales de la vida de la Iglesia: ‐ el matrimonio, como P. Evdokimov pone de manifiesto en el rito oriental y en la teología occidental A. Scola11. ‐ el sacerdocio12. ‐ la vida consagrada13. Todos ellos son aspectos diversos del misterio nupcial de Cristo que se manifiesta en la Iglesia y tiene una importancia decisiva en la vivencia de la fe del fiel cristiano. 2.4. Conclusión mariológica En el misterio de María Virgen y Madre se encuentra la mayor síntesis de toda esta realidad: ella ha recibido el don de la virginidad abierta a la fecundidad. Es un don único e irrepetible, pero es inicio e imagen de la Iglesia y Madre de los creyentes. En ella se manifiesta plenamente la vivencia esponsal que todo cristiano debe tener con Cristo independientemente del modo de vida que asume en la Iglesia. En María la Iglesia ha ya alcanzado la perfección de este misterio: “sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27), es decir, esposa. En ella se da la prueba ostensible y físicamente de cómo la virginidad puede de hecho coexistir con la esponsalidad en su resultado pleno de maternidad. Pero además es el anticipo de cómo la humanidad de Cristo está destinada a un amor esponsal y virginal, total y universal, eucarísticamente y escatológicamente ofrecido al amor de todos en su completitud: una humanidad que amaba y ama a cada hombre totalmente mientras se deja consumir por el amor del Padre. De estos dos amores totales y universales, esponsales y virginales, de los que la Iglesia es prolongación y explicitación histórica los cónyuges concretan y prolongan una esponsalidad que tiende a hacerse virginal y los vírgenes concretan y prolongan una virginidad que tiende a hacerse esponsal14. Desde el fundamento antropológico de la llamada a la perfección en el amor (la santidad), el sacramento del bautismo la perfecciona y en el de la eucaristía alcanza su culmen. De ahí que en línea con el magisterio de la 10
Cf. A. SICARI, Matrimonio e verginità nella rivelazione. L’uomo di fronte alla “gelosia” di Dio, Milán 1987, p. 195. Cf. A. SCOLA, “Matrimonio y familia entre antropología y eucaristía. Notas para la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la familia”: Ecclesia 3.744 (13 de septiembre de 2014) 24‐30. 12 Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “Sacerdocio y Eucaristía. Aproximación desde la Teología del cuerpo, de Juan Pablo II”: Tabor 11 (2010) 103‐118. 13 Cf. L. GROSSO GARCÍA (ed.), La vida consagrada, vida eucarística. III Jornada para la Vida Consagrada en la Iglesia de España, Madrid 2010. 14 Cf. A. SICARI, Matrimonio e verginità nella rivelazione. L’uomo di fronte alla “gelosia” di Dio, Milán 1987, p. 202. 11
9
Iglesia en el Concilio Vaticano II sea claro que las nuevas formas de vida consagrada hacen una interesante e importante propuesta para que recuperar la dignidad bautismal laical plenamente: ‐ en la vocación como consagración en el celibato apostólico, ‐ en la vocación matrimonial como consagración apostólica según su estado. 3. Relación entre el estado de la virginidad y el del matrimonio15 Como contexto general de la cuestión hay que tener en cuenta que el significado del matrimonio es diferente, sin caer en dicotomías perniciosas, en el nuevo y en el antiguo testamento. En el antiguo testamento el matrimonio es un signo de la alianza de Dios con el hombre y con el pueblo elegido; en esta etapa de la revelación está en íntima conexión con la fecundidad prometida a los primeros padres (cf. Gn 1,28) y a Abrahán (cf. Gn 15,5). En consecuencia la esterilidad es algo vergonzoso (casi una maldición) y el celibato algo impensable. En el nuevo testamento, el nuevo pueblo de Dios no nace ni de la carne ni de la sangre, sino de Dios (cf. Jn 1,12‐13). La fe en el evangelio es la que da la verdadera descendencia a Abrahán, el primer creyente (cf. Rom 4,1‐24; Heb 11,8.17); el ser miembros del nuevo pueblo de Dios se da al cristiano por la fe, “lo mismo que Abrahán: creyó a Dios, y le fue contado como justicia. Reconoced, pues, que hijos de Abrahán son los de la fe” (Gal 3,6‐7). Por eso es “nuestro padre en la fe” (Canon romano; cf. St 2,21). “El bautismo es el signo de este nuevo nacimiento de los hijos de Dios en la Iglesia. En la Nueva Alianza, Cristo y la Iglesia reemplazan al hombre [sic] y a la mujer de la Alianza antigua para suscitar a Abraham una posteridad santa”16. Jesús remite “al principio” mostrando así el significado original del matrimonio en la creación y en la ley de Moisés. De esta manera, le da pleno sentido al matrimonio, que ya no puede ni debe ser contrapuesto a la virginidad. Matrimonio y virginidad son dos modos diversos de vivir la única vocación bautismal de salvación y de santidad, que tiene en Cristo y en la Iglesia su fundamento y en el don del amor su expresión concreta. En ambas se realiza la salvación y la santidad a través del ejercicio y la expansión del amor, en la donación recíproca (matrimonio) o en la donación a los demás (virginidad). En la línea del amor estas dos expresiones del misterio cristiano que en el plano natural se excluyen recíprocamente, en el plano eclesial tienden a identificarse. La Iglesia es de hecho al mismo tiempo virgen y madre. Es esposa virginalmente pura, es virgen en cuanto conserva, con plenitud virginal, su fidelidad a Cristo, de quien espera el retorno definitivo (cf. Mt 25,1‐3; Ap 19,7‐9; 21,2‐9). Estando, sin embargo, la Iglesia constituida por cristianos, el cristiano es virgen en la medida en que vive la plenitud de su vocación, permaneciendo fiel a Cristo en el camino en que Cristo le ha llamado: el matrimonio como norma, la virginidad como excepción. Por tanto, todos los cristianos, aun en la diversidad de sus vocaciones, realizan el misterio de esponsalidad virginal de la Iglesia; y es precisamente en esta virginidad esponsal, común a todos los bautizados, que se funda la esencia y la unidad de la Iglesia. “Tengo celos de vosotros, los celos de 15
La originalidad de la aportación de A. SICARI (Matrimonio e verginità nella rivelazione. L’uomo di fronte alla “gelosia” di Dio, Milán 1987) está en centrar la reflexión sobre el tema en el amor celoso de Dios. En las pp. 48ss. presenta un breve resumen del estado de la cuestión y los enfoques de los diversos autores. 16 M. THURIAN, Matrimonio y celibato, Zaragoza 1966, p. 88.
10
Dios, pues os he desposado con un solo marido, para presentaros a Cristo como una virgen casta” (2 Cor 11,2)17. Matrimonio y virginidad son dos caminos diversos de seguimiento de Cristo18. En ambos se manifiesta la radicalidad a la que Jesús llama a sus discípulos para que le imiten en su entrega a Dios y a su Reino. La virginidad por el Reino es efectivamente algo novedoso que viene del testimonio de palabra y de vida de Jesús. También el matrimonio ‐renovado por la palabra y el ejemplo de Jesús‐ está llamado a ser indisolublemente fiel con una exigencia que no se corresponde con algo meramente humano; así lo atestigua la reacción de los discípulos a las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio: “Si esa es la situación del varón con la mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10). De hecho, el origen de ambas realidades es único, como también lo es el fin, aunque las formas de realización sean distintas; de ahí que matrimonio y virginidad están en estrecha y recíproca relación. 3.1. La actitud de Jesús ante el matrimonio y la virginidad Según Romano Guardini19: ‐ La actitud de Jesús no está motivada ni por la aversión al sexo ni el temor al instinto sexual; Jesús es libre con libertad perfecta. ‐ El matrimonio es una institución de Dios; el hombre es libre de contraerlo o no, pero si lo contrae Dios imprime a la unión un carácter que el hombre no puede borrar. ‐ La enseñanza de Jesús acerca del matrimonio no se puede entender de manera “natural”, hace falta la fe. En ese orden de cosas se entiende incluso que algunos renuncien al matrimonio para orientar su amor a Dios y su reino. ‐ Presentar el matrimonio como algo meramente natural es desnaturalizarlo en una institución moral o social y privarlo del carácter sagrado que tiene. El matrimonio no es la mera realización del amor entre varón y mujer, sino la lenta transformación del mutuo amor en un amor cualitativamente superior. Por eso no se puede hablar de un amor meramente “natural”. ‐ La virginidad cristiana es la afirmación de que es posible que el hombre concentre en Dios todo su amor de forma absoluta, no como sucedáneo o pretexto ni sublimación del deseo humano. ‐ Jesús es el fundamento de ambos órdenes y la fuerza para vivirlos. Para P. Evdokimov20: Éste es el sentido preciso de las admirables palabras de Isaías: Alégrate, oh estéril, la que no pariste; estalla en cantos de júbilo, tú que ignoraste los dolores de parto, porque más son los hijos de la dejada que los de la 17
A. SICARI, Matrimonio e verginità nella rivelazione. L’uomo di fronte alla “gelosia” di Dio, Milán 1987, pp. 10‐11. Cf. ibíd., p. 204. 19 “El sublime amor de Cristo. Matrimonio y virginidad”: R. GUARDINI, El Señor, vol. I, pp. 481‐496. 20 La mujer y la salvación del mundo, pp. 287ss. 18
11
casada, ha dicho Yahvé (Is 54,1). Porque tu esposo es tu hacedor (Is 54,5). La cuestión de saber si la mujer será esposa y madre o sponsa Christi es meramente accidental. La imagen original de la pura esencia femenina rompe las fronteras empíricas y hace patente la gracia de la “madre espiritual”. Si la vida humana en todas sus formas tiende siempre a su máximum, el celibato en particular es la vocación del maximalismo escatológico, el ministerio de la espera y de la preparación de la parusía. A los célibes, como a los monjes, les está reservado un testimonio peculiar, que traspone el Evangelio al Apocalipsis, pues cada cual tiene de Dios su gracia particular: uno de una manera y otro de otra (1 Cor 7,7), según nos dice san Pablo. Mientras el matrimonio comporta la figura del reino y profetiza la unidad de lo masculino y de lo femenino, el celibato por su parte profetiza aquella existencia que es como la de los ángeles en el cielo (Mt 22,30) y está vuelto hacia el Señor que viene. Conviene que algunos se abstengan de la vida conyugal para subrayar así que los casados deben usar el mundo como si no lo usaran (1 Cor 7,31), y unirse en la única espera. Los monjes contribuyen a revelar el sentido escatológico del ministerio conyugal. Los esposos contribuyen a captar lo esencial del ascetismo ante la figura de este mundo que pasa y a hacerla “maternal”. Pero, a su manera harto peculiar, deben seguir asimismo su propio ascetismo conyugal, vivir su amor crucificado y, en la castidad encarnada de la estructura misma del ser humano, contribuir a la plenitud de la encarnación. Sería ceder a la más funesta de las tentaciones (que en el arte ascético se llama acedia, abatimiento del espíritu, desesperanza mortal porque resiste al Espíritu Santo) no esperar ya nada de la vida... En cambio, la espera positiva acepta plenamente el presente y lo abre a las anticipaciones, a los kairoi. “La hora presente que vives, el hombre con el que te tropiezas ahora y aquí, la tarea que inicias en este momento, son los más importantes de tu vida”, nos enseña la sabiduría ascética: es la irrupción de la ocasión propicia (2 Cor 6,2), que interrumpe el tiempo negativo de las esperas frustradas y de la sordera de los oídos que no oyen. El Único que dice: “Estuve junto a ti cuando el dolor te abrumaba”, sitúa esta hora de sufrimiento en el tiempo rescatado, en el tiempo renovado en que todo destino renace con su frescor inicial y surge henchido de una significación sin ocaso. Aquí es donde las órdenes monásticas deben desempeñar su función providencial. Alrededor de su hogar, radiante de maximalismo, pueden engendrar vastas cofradías y comunidades en las que todo destino, y sobre todo el del célibe, sea claramente descifrado, sostenido, encaminado hacia el oriente interior, ya parusíaco. 3.2. Textos magisteriales MD 20 (La virginidad por el Reino). […] En este contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un camino para la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella realiza su personalidad de mujer. Para comprender esta opción es necesario recurrir una vez más al concepto fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio (GS 24) y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don para el otro. Por otra
12
parte, de modo análogo ha de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado religioso. FC 16 (Matrimonio y virginidad). La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los cielos. En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado superlativo». En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo nuevo de la resurrección futura. En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento. Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre, «hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los hombres», la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios. Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios. Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquéllos. Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a aquellos que por motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y han aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio. VC 32 (El valor especial de la vida consagrada). En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido el Orden sagrado, especialmente los Obispos. Ellos tienen la tarea de apacentar el Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los Sacramentos y el
13
ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica, ordenada jerárquicamente. Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia que es la santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del Reino de los cielos presente ya en germen y en el misterio, los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como ángeles de Dios (cf. Mt 22, 30). En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino, considerada con razón la «puerta» de toda la vida consagrada, es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de los cónyuges «testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella». En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre sí, pero complementarias. […] 3.3. Dos perspectivas que se iluminan recíprocamente ‐
El don esponsal en el sacerdocio y la eucaristía21
Al Principio sólo fue la voz del Esposo, creando y dando el ser a la esposa. Al Principio sólo se oyó la voz del esposo Adán asombrado ante la belleza de la esposa Eva. Al Principio sólo Dios, como ninfagogo de la creación y de la historia, condujo a Eva a la presencia del esposo Adán. Con esta figura, Dios conduciendo a la esposa Eva ante el esposo Adán, el Génesis describió ya figuradamente el misterio del sacerdocio. Y así, en el misterio del Principio que celebramos en cada Eucaristía es, de nuevo, el Esposo, el definitivo Adán, Cristo en la persona del ministro, quien como ninfagogo de la Iglesia, la nueva y verdadera Eva, conduce a esta Esposa ante el Padre. La historia de la salvación comenzó en una pareja primordial y el dinamismo del Apocalipsis se orienta hacia la culminación de esa pareja en las bodas entre el Cordero y la Esposa. Y, al final, como al Principio, sólo se oirá la voz del Esposo, que clama en el Espíritu: ¡Ven, Esposa! ‐
El sacerdocio conyugal22
‐ Los sacramentos son signos e instrumentos de salvación. La gracia del sacramento transforma el amor humano en comunión carismática y lo eleva a la dignidad eclesial del sacerdocio conyugal.
21
C. ÁLVAREZ ALONSO, “Sacerdocio y Eucaristía. Aproximación desde la Teología del cuerpo, de Juan Pablo II”: Tabor 11 (2010) 118. 22 Extraído de P. EVDOKIMOV, “El sacerdocio conyugal. Ensayo de una teología ortodoxa del matrimonio”: CRESPY, G.‐ EVDOKIMOV, P.‐DUQUOC, C., El matrimonio, Bilbao 1969, pp. 132‐135.
14
‐ Todo fiel participa del sacerdocio de Cristo por el bautismo para ofrecer en sacrificio al Señor la totalidad de su vida y de su ser, hacer de su vida una liturgia. ‐ Cristo desciende a los infiernos y surge “como el esposo de su alcoba”; el matrimonio está llamado a establecer este vínculo entre el templo de Dios y la civilización sin Dios, como pequeña iglesia. El Espíritu hace germinar los carismas de la caridad sacerdotal en los maridos y la ternura maternal en las esposas y los derrama sobre el mundo. ‐ El matrimonio en la antigua alianza era funcional (procreación) y orientado hacia el Mesías; el matrimonio cristiano es ontológico, libera el corazón y llena el tiempo presente de eternidad. Escatológico, con el monaquismo, es “el misterio del octavo día”. ‐ En el matrimonio la naturaleza del hombre está sacramentalmente cambiada; es un camino determinado por la llamada, el don y la vocación personal. ‐ La santidad monástica y la santidad conyugal son ambas laderas del Tabor; del uno y del otro, el término es el Espíritu Santo. Los que llegan a la cumbre por el uno o la otra de estas vías entran “en el descanso de Dios, en el gozo del Señor”, y allí, ambas vías, contradictorias por la razón humana, se encuentran interiormente unidas, misteriosamente idénticas. 3.4. Excursus: la virginidad de Jesús Normalmente el estado cristiano de la virginidad es presentado como imitación de Jesús, casto, pobre y obediente. Sin embargo, hay que ir con cuidado para no quedarse en la mera forma exterior del signo. Ciertamente Jesús no se casó, pero para el célibe cristiano no se trata de la mera reproducción del hecho que Jesús no tuviera una esposa. El signo del celibato de Jesús muestra el amor total y universal de Dios por la Iglesia y, en ella, por toda la humanidad. Todo cristiano está llamado a reproducir este mismo amor de Jesús, sea en el estado que sea, virginal o esponsal. El signo del matrimonio cristiano es precisamente recordar en la Iglesia que Jesús amó a la Iglesia entregándose por ella; el signo de la virginidad hace presente la universalidad de ese amor, que sólo en la plenitud escatológica alcanzará su realización total. 4. Consagración: pluralidad de significados23 Hasta este momento se ha hablado de matrimonio y virginidad, del significado de cada realidad y de la relación entre ambas formas de vida en la Iglesia. De manera consciente, para mostrar con claridad cómo la llamada a la perfección en el amor se realiza de una u otra manera, no se ha diferenciado dentro de la virginidad cristiana que ésta se puede vivir a su vez bajo dos formas diversas: en el ministerio ordenado y en la vida consagrada. El don de sí mismo propio de la virginidad cristiana se debe concretar y por este motivo se plasma en la Iglesia tradicionalmente como “consagración”. Éste es un concepto que reúne en sí dos aspectos distintos: la 23
Cf. J. PÉREZ‐BOCCHERINI STAMPA, “Aproximaciones al concepto de consagración en el Concilio Vaticano II”: Tabor VIII 23 (2014) 45‐72.
15
dedicación y entrega total de sí mismo a Dios, que es el fundante, y la entrega a los demás. Desde aquí se entiende en significado del ministerio sagrado y de la vida consagrada. Además, bajo esta perspectiva, el matrimonio es considerado por el Concilio Vaticano II como una “casi‐consagración”. 4.1. Concepto24 El término «consagración» se deriva de «consagrar», que significa «hacer sagrado». «Sagrado» es lo que pertenece a un orden de cosas separado, reservado, inviolable. El mundo de Dios es el ámbito de lo «sagrado» por excelencia: se lo aplicamos a él en sentido prioritario, mientras que de las otras cosas lo decimos solamente en la medida en que tiene alguna relación o conexión con él: o porque significan, o porque facilitan, o porque realizan su presencia. La palabra «consagración» designa el acto que une a la divinidad mediante un vínculo tan estrecho que hace que esa cosa o esa persona se encuentre separada de su mundo y de todo lo que poseía, y apartada de él a fin de quedar reservada para Dios. Puesto que todo lo que existe es obra de Dios, participación y revelación suya, resulta que todo es en cierto sentido sagrado. Esto vale de manera muy especial para el hombre, que es «imagen de Dios». Pero cuando hablamos de consagración, nos queremos referir a una intervención ulterior de Dios, más allá de su intervención creadora. Esto quiere decir que la consagración admite varios grados, que podríamos presentar como círculos concéntricos. Con la encarnación del verbo toma cuerpo definitivamente el designio eterno de Dios, que es el de «recapitular todas las cosas en Cristo» (cf. Ef 1, 3‐ 10). En el Antiguo Testamento Dios constituyó y reservó para sí a un pueblo, a través de sus intervenciones prodigiosas y continuadas; pero ahora se hace personalmente presente en su Hijo, «adquiriéndose» (cf. Ef 1,14) un pueblo, no con la fuerza de su poder, sino pagando personalmente. Nace así el nuevo pueblo de Dios que, desde este momento, es el pueblo de Cristo. Todo esto se expresa sacramentalmente y se realiza inicialmente a través del sacramento del bautismo, que inserta al creyente en Cristo como miembro de su cuerpo y (junto con la confirmación que lo completa en el orden dinámico) pone en el que ha sido llamado el sello de la pertenencia total y definitiva a su Cabeza, a través de la impresión de un carácter indeleble (cf LG 10‐12; 34‐36) y de la consiguiente participación de su misma consagración. Lo que define a la Iglesia y a cada uno de sus miembros es precisamente esta introducción específica y definitiva en el mundo de Dios y su relativa pertenencia a él en Jesucristo. El hecho de que toda la Iglesia sea una «comunidad de índole sagrada» no impide que un miembro determinado, por especial disposición de Dios, pueda ser llamado a encarnar de manera específica un aspecto particular de la sacralidad eclesial. El Señor elige a algunos para que lo sigan más de cerca y participen de su vida y de su misión de un modo particular: «Llamó a los que quiso y se acercaron a él; designó entonces a doce, a los que llamó apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13‐14; cf. Lc 6,12‐15). Esto indica no sólo el fundamento, sino la necesidad de algunas consagraciones «particulares». Tras la llamada «especial» a participar en el «ministerio» o en la «forma de vida» de Cristo, viene la consagración correspondiente. 24
A. PIGNA, “Consagración”, en: VocTEO (http://www.mercaba.org/VocTEO/C/consagracion.htm).
16
Estas consagraciones se realizan en el sujeto: una mediante la sagrada ordenación, otra a través de la profesión de los consejos evangélicos. La primera está ordenada principalmente a habilitar a la persona para cumplir un ministerio determinado, como participación privilegiada en la obra de Cristo mediador: la segunda está ordenada a hacer a la persona capaz de «seguir a Cristo más de cerca», es decir, a ponerla en una «forma de vida» que reproduzca de la mejor manera posible el mismo proyecto existencial del Señor. En el primer caso se subraya la dimensión objetiva del sacerdocio de Cristo; en el segundo, la subjetiva. Estas dos consagraciones tocan al ser y al obrar de la persona: pero mientras que la primera está ordenada esencialmente a un modo «nuevo» de obrar, es decir, al sagrado ministerio, la segunda se ordena a un «nuevo» modo de ser, es decir, a una configuración especial con Cristo casto, pobre y obediente. 4.2. Consagración litúrgico‐sacramental La consagración tradicionalmente en la Iglesia viene dada por un sacramento (personas) o un sacramental (templos y cosas). El caso más importante es el del sacramento del orden, que imprime carácter sacramental en la persona que lo recibe. La importancia del sacramento del orden estriba en la participación en el servicio que Cristo presta a la Iglesia. El sacramento estructura la Iglesia, al dotarla de una estructura jerárquica de derecho divino para garantizar la eficacia de la acción salvífica de la Iglesia en la persona de los ministros ordenados. Aunque hay que notar que este servicio se desarrolla en dos maneras diversas: la del sacerdocio y la de la diaconía. C. 1008 Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno, con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios. C. 1009 § 1. Los órdenes son el episcopado, el presbiterado y el diaconado. § 2. Se confieren por la imposición de las manos y la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado. § 3. Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado o del presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad Además del carácter indeleble (cf. CEC 1581ss.), en las personas ordenadas el sacramento produce el efecto de la gracia del Espíritu Santo para “ser configurado Cristo, Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro” (CEC 1585). Es, pues, necesario que el ordenado oriente su vida de un peculiar de acuerdo con su estado (cf. CEC 1589). El derecho canónico se encarga de determinar con precisión el estatuto jurídico del estado de vida de los clérigos en la Iglesia (cc. 232‐293). 4.3. Consagración por la profesión de los consejos evangélicos Se hace por la respuesta a una especial vocación y un don del Espíritu25 por la que el cristiano se entrega totalmente a Dios. Es un “voto” (von Balthasar): una entrega total, que se especifica en los consejos 25
Cf. J. CASTELLANO, “Especificidad de la vida consagrada, vida de especial consagración”, en: Tabor 1 (2007) 44‐51.
17
evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. La Iglesia acoge el don de la vida consagrada en su seno y le da el carácter de testimonio público y de estado de vida en ella, regido por las normas del derecho canónico (CIC, L. II, P. III). El CIC resume la esencia del estado de la vida consagrada en la Iglesia en el c. 573: § 1. La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial. § 2. Adoptan con libertad esta forma de vida en institutos de vida consagrada canónicamente erigidos por la autoridad competente de la Iglesia aquellos fieles que, mediante votos u otros vínculos sagrados, según las leyes propias de los institutos, profesan los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y, por la caridad a la que éstos conducen, se unen de modo especial a la Iglesia y a su misterio. Por razón del reconocimiento como estado de vida eclesial, la consagración a Dios en un instituto de vida consagrada se realiza por medio de un acto litúrgico aprobado por la Iglesia. Pero este acto litúrgico no es un sacramento. Según VC 30 se trata de la “nueva y especial consagración” sobre la base de los sacramentos del bautismo, confirmación y orden. Es “una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal”, no una consecuencia necesaria del mismo y se corresponde con un don específico del Espíritu Santo. La vida consagrada asume el testimonio público del amor de Dios y del prójimo con un servicio carismático de gran importancia en la Iglesia. En cuanto modo de vivir que adelanta en este mundo el reino escatológico no puede ser sacramento, porque el rito litúrgico se queda en el signo y no puede producir el efecto, ya que no es de este mundo; la anticipación de la realidad futura trascendente puede ser anticipada en el tiempo sólo como profecía26. En este sentido explica Chr. Duqocq27: ‐ El matrimonio como sacramento es profecía del desposorio del hombre con Dios, es símbolo escatológico. ‐ La diferencia sexual, en cuanto signo de este mundo, encierra la ambigüedad y la tentación de reducir el “tú” humano a un objeto o idolatrarlo. La castidad perfecta simboliza que el reconocimiento del “tú” humano postula lo Absoluto de Dios. Pero la verdadera figura escatológica es el matrimonio porque vive la unidad de la doble relación: reconocimiento de un “tú” en su diferencia y reconocimiento de Dios. ‐ La Iglesia disocia el símbolo de las relaciones humanas como camino hacia Dios en sacramento del matrimonio y castidad perfecta. La dualidad tiene su origen en el estado pecador del hombre. ‐ La castidad perfecta no es sacramento: la figura escatológica de la Alianza es el matrimonio, pero en nuestra condición histórica tiene necesidad de un polo opuesto con el fin de manifestar mejor su sentido. 4.4. La “quasi‐consagración” del matrimonio (GS 48) 26 27
Cf. E. CORECCO, “Il matrimonio, cardine della costituzione della Chiesa”: Communio 51 (1980) 109. “El sacramento del amor”: CRESPY, G.‐EVDOKIMOV, P.‐DUQUOC, CHR., El matrimonio, Bilbao 1969, pp. 226s.
18
Desde el momento en que prestan los fieles sinceramente tal consentimiento, abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde hay de sacar las energías sobrenaturales que les llevan a cumplir sus deberes y obligaciones, fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte. Porque este sacramento, en aquellos que no ponen lo que se suele llamar óbice, no sólo aumenta la gracia santificante, principio permanente de la vida sobrenatural, sino que añade peculiares dones, disposiciones y gérmenes de gracia, elevando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, de suerte tal que los cónyuges puedan no solamente bien entender, sino íntimamente saborear, retener con firmeza, querer con eficacia y llevar a la práctica todo cuanto pertenece al matrimonio y a sus fines y deberes; y para ello les concede, además, el derecho al auxilio actual de la gracia, siempre que la necesiten, para cumplir con las obligaciones de su estado. […] Si haciendo lo que está de su parte cooperan diligentemente, podrán llevar la carga y llenar las obligaciones de su estado, y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan excelso sacramento, pues, según enseña San Agustín, así como por el Bautismo y el Orden el hombre queda destinado y recibe auxilios, tanto para vivir cristianamente como para ejercer el ministerio sacerdotal, respectivamente, sin que jamás se vea destituido del auxilio de dichos sacramentos, así y casi del mismo modo (aunque sin carácter sacramental) los fieles, una vez que se han unido por el vínculo matrimonial, jamás podrán ser privados del auxilio y del lazo de este sacramento. (Pío XI, Casti connubi [31 de diciembre de 1930], 14). Carlo Caffarra para fundamentar la indisolubilidad del sacramento del matrimonio precisamente afirma que éste marca ontológicamente a los esposos por lo que el Concilio habló de que quedan “como consagrados” (GS 48b) por el sacramento28. El sacramento del matrimonio no imprime carácter como los del bautismo, confirmación y orden sacerdotal, ya que su efecto no es sólo espiritual. El sacramento del matrimonio se basa en la relación conyugal y el acto humano del consentimiento. Pero sobre la base de éste el Espíritu de Dios actúa para unir a los cónyuges con la caridad conyugal (cf. FC 13). Así la persona casada está ontológicamente consagrada a Cristo29. 4.5. Conclusión: la comunión de los consagrados en la Iglesia Se ha visto que la consagración contiene en sí una pluralidad de significados. En relación a los cristianos hay dos principales: el del ministerio sagrado y el de la vida consagrada. En realidad son usos dispares del mismo término ya que los efectos son distintos. Sin embargo, la consagración sacramental de los ministros conlleva un determinado estilo de vida, que en sí no es muy diverso de las personas consagradas. Por otro lado, las personas consagradas no lo son el mismo sentido que los ministros, ya que no es un sacramento, pero asumen un peculiar estilo de vida con valencia de testimonio y un servicio cualificado al pueblo de Dios. Así pues, el resultado al final es de un acercamiento de ambas vocaciones de los célibes en la Iglesia. Además el sacramento del matrimonio produce una casi‐consagración en los términos explicados en los cónyuges. Ciertamente no es en el mismo sentido que las personas célibes en la Iglesia, pero tampoco se puede olvida ni tan siquiera minusvalorar 1) el efecto sacramental en los esposos: la caridad conyugal (cf. FC 28
C. CAFFARRA, “Ontología sacramental e indisolubilidad del matrimonio”, en: R. DODARO (ed.), Permaneced en la verdad de Cristo. Matrimonio y comunión en la Iglesia católica, Madrid 2014, pp. 185ss. 29 Ibíd., p. 190.
19
13), que les constituye ante la Iglesia y el mundo testigos del amor de Cristo por la Iglesia; 2) la visible manifestación de la alianza fiel e indisoluble de los cónyuges y del amor mutuo esponsal y familiar, es decir, matrimonio y familia como realización de una auténtica communio personarum; y 3) la ministerialidad que en la Iglesia asumen como los primeros formadores y liturgos de la fe en la familia, que por eso es considerada como pequeña iglesia doméstica. Se puede decir que la inmensa riqueza del bautismo que consagra al hombre a la Trinidad se despliega en la Iglesia a través de ulteriores consagraciones de diversa naturaleza. Todas ellas admiten una lectura en común: el hombre ha sido creado como imagen y semejanza de Dios para manifestar y vivir en su vida la llamada a la comunión con Dios. Esta llamada está inscrita de manera indeleble en su cuerpo y en su espíritu (el carácter esponsal del cuerpo humano). El bautismo es la realización sacramental de esta llamada en orden a su perfeccionamiento; sin embargo, es imposible que el misterio de la comunión con Dios y la participación en la naturaleza divina (cf. 2 P 1,4) sea desvelado en único modo en la Iglesia. Precisa de ulteriores especificaciones diversas entre sí, pero interrelacionadas y en mutua comunión. Cada una de ellas ni agota ni explica exhaustivamente el misterio de la consagración del hombre a Dios; por eso, se exigen mutuamente y en su complementariedad recíproca la manifiestan en la comunión que generan en la Iglesia. De esta manera, brotando de la única fuente de la vida divina riegan la tierra en sequía y la fecundan plenamente con una eficacia que sólo la plena manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,18‐23; 1 Jn 3,2) pondrá plenamente de manifiesto. Mientras tanto, cada cristiano debe esforzarse por ser fiel al don de la gracia que ha recibido, consagrando su vida y su acción a la instauración del reino de Dios en este mundo. 5. Aspecto canónico 5.1. “Cada cual según su vocación” (1 Cor 7,7) Antes que nada matrimonio y virginidad son dos vocaciones eclesiales y tienen sentido en sí mismas, pero sobre todo para las personas llamadas en cada estado30. El matrimonio cristiano es una vocación como lo es la llamada a la virginidad. Rebajar el matrimonio a una concepción meramente natural y circunscribir la llamada de Dios sólo a vocaciones especiales dentro de la Iglesia produce una terrible disociación entre lo natural y lo sobrenatural y despega a la Iglesia de la realidad del mundo en que vive. De esta manera las vocaciones dentro de la Iglesia se comprenden sólo como excepción a la norma general del matrimonio y pierden su sentido de servicio a los demás y a la misión de la Iglesia y se convierten en élites espirituales que poco o nada aportan a la sociedad y al mundo. Hay que recordar las palabras de San Juan Crisóstomo citadas en FC 16b: «Quien condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado superlativo». Valorizando la vocación al matrimonio como llamada de Dios y elección libre del hombre, se valoriza al mismo tiempo la vocación a la virginidad, liberándola de la carga de aparecer como algo excepcional, raro y
30
Cf. M. MARTINEZ PEQUE, “Matrimonio y virginidad: desarrollo histórico‐teológico”, en: Revista española de teología LI (1991) 1, 57‐98.
20
hasta sorprendente. Dios llama al cristiano sea al matrimonio, sea a la virginidad y ambas vocaciones son valiosas en sí mismas y tienen sentido en la Iglesia31. El carácter vocacional de la virginidad cristiana ‐sea tanto en la vida consagrada como en el sacerdocio‐ es evidente dado su carácter espiritual y sobrenatural. La vocación al matrimonio supone: ‐
‐
La llamada interior, el sentirse interiormente destinado a vivir la vocación al amor como entrega de sí a otra persona del otro sexo. Porque hay muchas formas de “quererse” y de unirse las personas, pero el matrimonio es llamada a una concreta forma de amar, en el sentido de integración y superación del eros en el ágape (cf. DCE 2‐11)32. La llamada al matrimonio con una persona concreta y determinada; ésta tiene su raíz en la experiencia inicial del enamoramiento, al que sigue el itinerario del noviazgo como proceso de maduración personal y discernimiento y culmina en el acto del consentimiento matrimonial.
Es una vocación “natural” sólo en el sentido de que tiene su arraigo en el ser personal del hombre, pero supone no entender de forma meramente naturalista ni al hombre ni la vocación al amor, sino el ser espiritual del hombre y el sentido profundo de esta llamada que recibe al amor. 5. 2. Posibilidad de la consagración en el estado matrimonial La posibilidad abierta en VC 62, sin lugar a dudas no es generalizable a todos los matrimonios cristianos pero sí es la que han seguido muchos: el compromiso que “asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la perfección de la caridad su amor «como consagrado» ya en el sacramento del matrimonio, confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia” (VC 62). Aquí se presenta por un lado con todo paralelismo con la consagración en la virginidad o celibato una realidad de “consagración” en el estado matrimonial por otro los rasgos específicos que abren la posibilidad. El paralelismo estriba en que tampoco la consagración en la virginidad o celibato es generalizable a todos los cristianos; como insiste la misma exhortación apostólica, es un don de Dios a algunas personas que la Iglesia acoge y valora. Por medio de ella se muestra la riqueza y fecundidad del sacramento del bautismo. En la “consagración” en el estado del matrimonio sucede lo mismo: no es generalizable a todos los matrimonios, sino que es un don de Dios a algunas personas y es la manifestación de la riqueza espiritual del sacramento del matrimonio en los bautizados. El magisterio pontificio indica los siguientes elementos: •
en primer lugar como punto de partida lógico, el sacramento del matrimonio pero hay que resaltar que se le contempla bajo un punto de vista no demasiado frecuente: el de una “quasi‐consagración”;
31
Cf. las acertadas observaciones de M. Thurian citando a K. Barth en A. SICARI, Matrimonio e verginità nella rivelazione. L’uomo di fronte alla “gelosia” di Dio, Milán 1987, pp. 172ss (Matrimonio y celibato, Zaragoza 1966, pp. 56ss.). 32 J. SILVIO BOTERO, “El amor conyugal: integración de ‘eros’ y ‘agape’ (Deus caritas est, nn. 2‐11)”: Caurensia II (2007) 343‐362).
21
•
•
•
para comprender las posibilidades de una consagración en el estado matrimonial habría que profundizar en este sentido en la teología del sacramento del matrimonio y no conformarse ni con la teología no con la vivencia habituales; el deseo profundamente cristiano de aspirar a la perfección de la caridad a la que Jesús llama a todos sus discípulos; este deseo no es algo puramente emocional sino que es expresado de forma real como voto, es decir, compromiso ante Dios y la Iglesia; el contenido de los votos: como específico la castidad conyugal y, además, la pobreza y la obediencia en la amplitud propia del matrimonio que tiene como límite las obligaciones familiares, lo cual no quiere decir que no pueda ser muy radical; el contexto: un elemento esencial es que este tipo de vivencia de la fe y del sacramento del matrimonio no es generalizable (al menos a día de hoy) y es necesario un determinado contexto; éste sirve en primer lugar como garantía de fidelidad a la vocación y a los compromisos adquiridos y de perseverancia; y, luego, como ámbito de comprensión de su significado, porque posiblemente (al menos a día de hoy) una vivencia de esta realidad pero aislada de una comunidad en la que aparezcan los demás estados de vida de la Iglesia, o bien no tendría sentido en sí o sería muy difícil de vivir, o bien no sería entendida por los demás.
5.3. Modalidad es de consagración de los esposos cristianos En las nuevas formas de vida consagrada existentes se dan diversas modalidades de compromiso para los esposos cristianos: individual (con el correspondiente consentimiento del cónyuge, en el caso de que éste no participe), del matrimonio como tal, incluso de la familia en su conjunto y hasta matrimonios mixtos. En la perspectiva desarrollada aquí, la distinción entre las diversas maneras de consagración de los esposos es irrelevante. Las variantes dependen de otros factores: carismáticos, de desarrollo histórico e institucional, de tipo de misión, etc. El punto esencial es la posibilidad de la consagración de los esposos cristianos de alguna manera compatible con la casi‐consagración del matrimonio. Esto se ha mostrado como posible; ulteriores especificaciones forman parte de la riqueza de dones carismáticos de la Iglesia y en nada alteran la posibilidad que se vislumbra en este trabajo. 6. Conclusión A modo de conclusión se puede decir que: 1. Existe la posibilidad real de alguna forma de consagración de los esposos cristianos. Ésta no es sólo una realidad de hecho en muchas nuevas formas de vida consagrada en la Iglesia, sino que teológicamente es posible y canónicamente viable. 2. Ciertamente esta realidad no puede ser considerada como un nuevo estado de vida en la Iglesia, sino una especial vocación de algunos esposos cristianos en un contexto muy determinado que son las nuevas formas de vida consagrada (sin excluir que se puedan dar en otros contextos distintos, que no son objeto de este estudio).
22
3. Manteniendo firme que se trata de una especial vocación, no debe ser considerada como algo meramente excepcional. Es una vocación que ‐como toda vocación en la Iglesia‐ tiene un fuerte valor testimonial del verdadero significado del sacramento del matrimonio en la Iglesia. Es tarea esencial de los esposos cristianos consagrados en las nuevas formas de vida consagrada manifestar cómo vivir plenamente el sacramento del matrimonio y su inherente dimensión familiar para que la Iglesia recupere la conciencia de que el matrimonio es una realidad esencial y constitutiva de la Iglesia, impidiendo que la Iglesia se convierta en “una simple superestructura respecto a la historia real del hombre”33. En este sentido comparte el carácter de misión profética que tiene la vida consagrada en la Iglesia, como resalta el papa Francisco. 4. También está claro que esta forma de vida conyugal no puede ser considerada vida consagrada en el sentido teológico y canónico en que se usa en la Iglesia actualmente, de acuerdo con la tradición y el magisterio eclesiástico. Pero la integración de matrimonios consagrados según su estado en un instituto de vida consagrada de miembros célibes debería comportar la plenitud de obligaciones y derechos en todo aquello que les concierne a los casados en cuento miembros del mismo, esto es, excluyendo todas aquellas cuestiones referentes a la vivencia de la consagración de los célibes. 5. Por esta misma integración en un instituto de vida consagrada aprobado por la Iglesia (y a fortiori si es de derecho pontificio) con un compromiso permanente, por su testimonio (público) de vida y su dedicación a una misión definida carismáticamente y ejercida en el marco de un instituto con missio canonica, la consagración de los esposos cristianos en estos institutos de vida consagrada debería ser considerada como de carácter público. 6. Aún se hace necesaria una ulterior profundización en la idea acerca de la relación ‐desde el punto de vista teológico‐ dentro de las nuevas formas de vida consagrada entre los miembros casados y los célibes para comprender qué aportación hacen los miembros casados desde la gracia del sacramento del matrimonio a los miembros célibes. De esta manera se podría comprender mejor cómo son co‐esenciales a las nuevas formas de vida consagrada y no un mero apéndice.
33
Cf. E. CORECCO, “Il matrimonio, cardine della costituzione della Chiesa”: Communio 51 (1980) 108.
23
Lihat lebih banyak...
Comentarios