La chacra de Diego Casero: mansión rural y establecimiento productivo

July 18, 2017 | Autor: Carlos Birocco | Categoría: Rural History, Historia Rural
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Descripción

[Publicado en Revista de Historia Bonaerense Nro. 33, Agosto de 2008]

LA CHACRA DE DIEGO CASERO: MANSIÓN RURAL Y ESTABLECIMIENTO PRODUCTIVO

Carlos María Birocco

Casa de Diego Casero, por Besnes

Desviándose del camino de Gaona antes de llegar a la villa de Morón, a cinco leguas al oeste de Buenos Aires, se llegaba a las tierras de Diego Casero. En el corazón de esta enorme chacra de más de 800 hectáreas se hallaba su mansión de campo, rodeada de huertas, jardines y arboledas y de un cerco hecho con tunas y zanjas. Aquel cerco tenía dos entradas: la principal era un portón en el costado este, como mirando a la ciudad, y la otra era una tranquera de lapacho que se hallaba al sur. Entrando por el portón principal, uno podía caminar hasta la casa por el sendero que bordeaba el jardín. Este no era un jardín en términos modernos, porque tenía poco de ornamental y mucho de huerto. Por entre un sinnúmero de árboles frutales –naranjos chinos, nogales, moreras, duraznos y guindos– se veían plantíos de espárragos, matas de

orégano y retamas de flores amarillas. Por detrás, separado por una parecita, había un trasjardín de manzanos, durazneros e higueras. Finalmente llegamos a la casa. A más de dos siglos de distancia, es difícil hacernos una idea de su aspecto a partir de las descripciones generales.1 En su testamento, Caseros afirmó que se componía de veinticuatro piezas, pero entre ellas incluía oficinas y pasadizos. Gracias a una segunda descripción de conjunto, algo más precisa, sabemos que dos de sus frentes eran “corredores” o galerías techadas –una mirando al norte y otra al este– y que disponía de diecisiete habitaciones dispuestas en torno a un patio interno. Algunos de esos cuartos servían como dormitorios y otros cumplían con distintas funciones, parte de las cuales hoy nos cuesta dilucidar. Sobre una de estas habitaciones, Casero había hecho construir un mirador desde donde se tenía una rápida ojeada sobre el entorno, pero que a la larga sólo sirvió como desván.2 En el interior de la casa existía una clara separación entre los ambientes de uso privado y los que estaban preparados para recibir invitados. Entre éstos, el comedor se destacaba por lo espacioso. En el centro había dos grandes mesas y ocho sillas: teniendo en cuenta la reducida familia del dueño de casa –su esposa, María del Rosario Salas, y una huérfana que crio desde niña– todo hace pensar que recibía visitas con cierta frecuencia, sobre todo en verano, cuando los porteños buscaban alivio en las fincas de extramuros. El servicio de vajilla y cubiertos con que atendía a sus comensales era, según cuenta el mismo Casero, algo menos costoso al que utilizaba en la ciudad, pero no por ello era de baja calidad. La presencia habitual de visitas justificaba que en este salón se hiciera especial ostentación de lujo y buen gusto. Por ello, el resto del mobiliario era puramente ornamental: dos “medias mesas” de color verde, arrimadas a la pared, y dos rinconeras. En la decoración, Casero no ocultaba su fuerte inclinación por la temática geográfico-militar: había hecho colgar en las paredes cinco grandes cuadros, tres de ellos con mapas de regimientos, otro con banderas y el último con un plano de la ciudad de México. La sala de recepción no le iba a la zaga en fausto. Los invitados pasaban allí a distenderse y conversar. Estaba dominada por tres amplios ventanales por los que entraba la luz al descorrer los cortinados, cuyas varillas estaban escondidas detrás de cenefas doradas pintadas con motivos chinescos. En ella se destacaba un reloj de pie, que funcionaba a cuerda y anunciaba la hora con campanadas. El amplio y cómodo mobiliario nos habla de la intensa vida social que transcurría entre esas paredes: cuatro canapés con colchoncillos, diez sillas de asiento pajizo con almohadillas y cuatro mesas de arrimo, con sostén en forma de pie de cabra, donde podían apoyarse tazas o vasos. Los almohadones estaban forrados en angaripola, una tela que, que, sin de la mejor calidad, se destacaba por sus listones coloridos. Las paredes estaban cuidadosamente empapeladas y en ellas se repetían los motivos geográficos. Casero hizo colgar doce cuadros que representaban “paisecitos”: posiblemente se tratara de una colección de pequeñas piezas cartográficas. 1

La descripción de la chacra y la casa y las noticias sobre el manejo del establecimiento proceden de varias fuentes, algunas no utilizadas hasta hoy. Generalmente, se ha recurrido al testamento de Diego Casero, fechado el 17 de junio de 1794, que se encuentra en Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires “Ricardo Levene” [en adelante AHPBA] 5-1-5-9. Pero resultaron esenciales para reconstruir la historia de la chacra los inventarios del 28 de diciembre de 1795 y 13 de septiembre de 1798, que se hallan en Archivo General de la Nación [en adelante AGN] IX-42-6-6 María del Rosario Salas contra Domingo Ispisua sobre daños y prejuicios. Hay otros inventarios fechados en 5 de noviembre de 1808 y 28 de julio de 1813 en el ya citado AHPBA 5-1-5-9. 2 El mirador aún existe, pero el resto del edificio fue muy reformado y en parte ha desaparecido. Carlos MORENO y Horacio CALLEGARI La antigua chacra de Diego Casero. Un lugar para la historia nacional Fundación Banco Cooperativo Caseros, Buenos Aires, 1994, págs. 51-58.

En contraste con las habitaciones anteriores, la alcoba principal era el reducto privado de los dueños de casa. Allí había tres camas. Una de ellas, por su importancia, parece haber sido la de la pareja, con pilares dorados y dosel, que había sido traída de España. Resulta difícil interpretar el uso que se dio a las otras dos. Una era un simple catre de lona, que pudo haber servido para el criado que asistía a los amos durante la noche. La otra, una camita con “pilarcitos verdes y dorados”, la pudo haber usado la esposa cuando dormían separados, cosa no poco usual en aquel entonces. Cada cama tenía su colchón y sus almohadas. El mobiliario se completaba con una mesita de arrimo y ocho sillas dispuestas contra la pared, que indican que la alcoba podía convertirse eventualmente en un espacio de reunión, aunque más íntimo que la sala.3 Al igual que ésta, estaba prolijamente empapelada y tenía tres ventanales con cortinados de zaraza y cenefas doradas con dibujos chinescos. Pero difería de la sala en la decoración: aquí predominaban los motivos religiosos. La devoción y el rezo eran asuntos que sucedían dentro de la intimidad del dormitorio y una de las paredes estaba dominada por un cuadro de Nuestra Señora del Rosario. El cuarto que se hallaba junto a la alcoba principal fue convertido en capilla doméstica y, luego de 1795, abierto a los labradores de la vecindad para la celebración de la misa. Del resto de las habitaciones sólo podemos intuir la función que cumplían por los muebles y objetos encontrados en su interior. La que se hallaba debajo del mirador y otras dos habitaciones contiguas parecen haber servido de dormitorios para las visitas, por hallarse bien amueblados y decorados con estampas de santos. Otros ocho cuartos alojaban al capataz y a los criados negros. En el mirador se amontonaban plumeros, felpudos y otros objetos, lo que indica que se lo usaba como altillo. También se destinaron un par de habitaciones a funciones domésticas: en una de ellas se conservaba el agua en una tinaja y la otra servía de alacena, pero como era usual en las viviendas rurales, la cocina y el horno se encontraban fuera de la casa, a manera de precaución contra los incendios. Casero se reservó un cuarto para su uso personal: una suerte de “sala de estar” donde tenía su escritorio. Siguiendo sus gustos, hizo colgar en sus paredes ocho pequeños mapas enmarcados. Allí contaba con dos canapés con sus colchoncillos, en los que podía descansar o conversar con algún amigo privadamente, y con una mesa con un tablero de damas, para entretenerse jugando. Pero cuando pasaba una temporada en su chacra, su principal distracción parece haber sido la caza, y era en aquel cuarto donde guardaba su equipo: un trabuco, una carabina y una alforja de red para atrapar las presas. La mayor parte de estas habitaciones daban a un patio interno y en él había un aljibe. Aunque la finca disponía de otros pozos, éste era el de mejor agua. Refiere Casero que brindaba “un agua más sobresaliente que sólo sirve para el gasto de los habitantes y para el riego de un jardín que se halla al costado de la casa”. Como todo aljibe, era una cámara abovedada destinada al almacenamiento de agua de lluvia, y tenía un brocal superior hecho de tres palos labrados. En los días soleados, su boca estaba cubierta con dos tablas de madera, para evitar que se depositaran impurezas. De todas las comodidades de que se gozaba en la chacra, la más notable era esa abundancia de agua. Otras necesidades no estaban tan bien atendidas, por ejemplo la calefacción. La chimenea no era aún conocida en Buenos Aires, pero tenían cierta difusión los braseros de cobre o hierro. Resulta paradójico que en una finca donde se producía leña hubiera un único brasero, que a lo sumo podía templar uno de los ambientes de la casa. En cuanto a la higiene, patrones y dependientes practicaban 3

Sobre la funciones de la alcoba y su mobiliario, consúltese el revelador trabajo de Raffaella SARTI Vida en familia. Casa, comida y vestido en la Europa Moderna Crítica, Barcelona, 2003, págs. 157162.

hábitos diferenciados. Estos últimos usarían una letrina, o quizás el pozo donde se vertían las cenizas del horno. Casero, su esposa y algún visitante distinguido disponían, en cambio, de dos “cajas de servicios” portátiles con bacinillas. Saliendo de la casa nos encontramos con dos patios, creemos que de tierra apisonada, formados por el trajín de la gente hacia los otros edificios. Cruzando uno de ellos, situado al sur, se hallaban la cocina y el horno. El otro patio se encontraba al oeste y al atravesarlo se llegaba al espacioso galpón donde se almacenaba el trigo que se cosechaba en la chacra. Algo más alejados, a unas 40 varas de la casa, estaban el gallinero y el célebre palomar, que contaba con 10.000 mechinales y era sin duda el más grande de toda la campaña.4 Junto a estos, Casero había hecho construir un pilón de material con dos piletas para que bebieran los bueyes que trabajaban en la hacienda. En aquella mansión de campo no faltaba nada: cuando dictó su testamento, Casero recordaría haberla provisto generosamente “de sillas, camajes, mesas, cortinas, cenefas, un reloj de campana corriente, catres, colchones, batería de cocina, servicio de mesa y todo cuanto se pueda necesitar en el campo sin ocurrir a la ciudad por provisión, cuyos muebles y servicios, aunque no son del valor más costoso, tampoco es despreciable su mérito”. Al final de su vida encomendó a sus albaceas que pusieran en conservarla el mismo empeño que él había mostrado al edificarla y amueblarla. Estaba lejos de sospechar que, a diez años de su muerte, no quedaría más que el edificio, arruinado por la humedad y la falta de cuidados, y vaciado de su rico mobiliario y su fino menaje.

Diego Casero: un mercader opulento a través de su testamento A diferencia de otros personajes coloniales, casi todo lo que sabemos de la vida de Diego Casero nos lo ha contado él mismo. El 17 de junio de 1794 dictó su testamento, verdadera pieza autobiográfica en la que no se limitó a ordenar sus asuntos frente a la proximidad de la muerte, sino que intentó explicar cada uno de sus actos, públicos y privados, desde su arribo al puerto de Buenos Aires. La lectura de este documento –de características poco usuales por su minuciosidad y su extensión– nos permite acercarnos a sus intereses y expectativas profesionales y personales. Este comerciante, oriundo de San Lúcar de Barrameda, residía desde hacía diecisiete años en el Río de la Plata. Había llegado en 1777 como maestre y sobrecargo de la fragata “Santo Temor de Dios”, propiedad del Conde de Clonard, comerciante de Cádiz. Al emprender el viaje que lo alejó para siempre de su Andalucía natal, Casero no ignoraba los riesgos que lo esperaban. El relato de su aventura comercial se inicia con una descripción de las condiciones de recesión que se vivían en la América española, donde imperaban “la calamidad y pobreza del comercio, abundancia de mercaderías y escasez de compradores”. Pero en el plazo de seis años logró colocar los efectos que trajo en la fragata –entre otros, más de 1000 quintales de hierro– vendiéndolos a plazos o trocándolos por cueros. La operación no rindió lo esperado y Clonard, que se limitó a exigirle retornos en plata, resultó ser un pésimo socio, del que jamás recibió la más mínima rendición de cuentas. Pero como otros representantes de firmas comerciales peninsulares, Casero no se limitó a defender los intereses de su habilitador sino que emprendió sus propios negocios, que en un principio se respaldaron en el prestigio que le daba representar a

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El palomar de Caseros, que aún existe, tiene dos patios concéntricos y no está techado; Carlos MORENO Españoles y criollos, larga historia de amores y desamores. La casa y sus cosas Buenos Aires, Centro para la Conservación del Patrimonio Urbano y Rural, 1994, pág. 66-67.

una prestigiosa casa gaditana.5 Su propia supervivencia en un medio que le era extraño dependía de esa iniciativa y de su sentido de la oportunidad. Mientras negociaba con las mercancías que le confió Clonard, se hizo traer yerba desde Asunción y barras de cobre de Chile, que vendió con éxito en Buenos Aires. El tráfico con las provincias le permitió restituirse parte de lo invertido y eludir la quiebra. Pero a más de una década y media de haberse establecido en la ciudad, las sumas que se le debían seguían siendo enormes. Con el pasar de los años, algunos de sus compradores habían muerto y otros se habían empobrecido, y ya había perdido la esperanza de que saldaran sus compromisos. A los atrasos e insolvencia de los deudores se sumaron sus propios gastos, cada vez mayores, agravados por el opulento tren de vida que llevó desde que se avecindó en la ciudad. Se había visto obligado a rentar una casa de varias habitaciones a un precio exorbitante y la había hecho amueblar con decoro y servir por un enjambre de criados. Pero ese estilo de vida ostentoso, junto con el renombre que ganó en el mundillo del comercio, lo acercó a la recientemente establecida burocracia virreinal y le permitió ingresar a su exclusivo círculo. En ese aspecto, la inversión no productiva en inmuebles, servidumbre y bienes suntuarios contribuyó a que la experiencia de este mercader andaluz pueda considerarse como exitosa. Dos hechos son claves para confirmar esa inserción. En 1785, la Junta Superior de la Real Hacienda lo nombró apoderado general de los Treinta Pueblos de las Misiones, una prebenda muy codiciada que amplió el giro de sus negocios. La administración de los antiguos pueblos jesuíticos le aseguraba un mercado cautivo en el que colocar mercancías, la posibilidad de monopolizar los bienes que producían los indígenas y, sobre todo, un completo control sobre los precios de las transacciones. 6 Que se trataba de un ramo lucrativo lo confirma el hecho de que, mientras Casero ocupaba el cargo, otros ya enviaban solicitudes a la corte de Madrid para sucederlo.7 Tampoco fue casual que los administradores que lo precedieron hubieran sido comerciantes de relevancia como él.8 Obviamente, el testamento no dice nada sobre esto. Por el contrario, cuando relata cómo llevó la contaduría de las Misiones, Casero intenta soslayar los beneficios económicos que indudablemente le dio el cargo, poniendo énfasis, en cambio, en el servicio que estaba prestando a la corona. Destacaba “el desinterés y eficacia” con que se había desempeñado a lo largo de nueve años y sostenía que había encontrado los Treinta Pueblos en una completa indigencia, mientras que los bienes y caudales que administraba eran “inútiles y rezagados desde el tiempo de los Jesuitas”. De los muchos negocios que se le presentaron como administrador de aquellos Pueblos, quizás el más rentable haya sido era el de mediar entre los mercaderes de cueros de Buenos Aires y las comunidades indígenas que poseían estancias de ganado alzado. Si el virrey autorizaba la operación, el mercader enviaba su peonada a efectuar la faena de cueros y el administrador tenía asegurado el 8% de comisión sobre las ventas. Durante la administración de Casero, fueron sacrificados casi 100 mil animales en una estancia de Paysandú que pertenecía al pueblo guaranítico de Yapeyú y otros 20 mil que entregó el pueblo de San Borja. Pero el pago de comisiones sólo consistía en el 5

Para explicar la naturaleza de este tipo de negocios, véase Susan Migden SOCOLOW “Economic Activities of the Porteño Merchants: The Viceregal Period” en The Hispanic American Historical Review, Vol. 55, No. 1. (Feb., 1975), págs 1-24. 6 Susan Migden SOCOLOW “Economic Activities...” 7 Cuando Casero ya había recibido la administración de las Misiones, el virrey recibe una real orden por la que se reservaba este cargo para el comerciante Miguel García de Tagle; véase Susan Migden SOCOLOW The bureocrats of Buenos Aires, 1769-1810: Amor al Real Servicio. Duke University Press, Durham and London, 1987, págs. 76-77. 8 Se trata de Domingo de Basavilbaso, de su hijo Manuel de Basavilbaso y de Juan Angel Lazcano, yerno este último de uno de los regidores del cabildo, Alonso García de Zúñiga.

lado visible de un negocio que dejaba otras muchas utilidades, como la de hacerse pagar la mano de obra indígena que facilitó a los corambreros para el almacenamiento y cuidado de las pieles luego de la faena. Un segundo hecho en la vida de Diego Casero, de carácter privado pero no menos significativo, revela como ninguno su proximidad a los círculos locales de poder. El 9 de diciembre de 1789 contrajo matrimonio con María del Rosario Salas, hija del coronel del ejército Diego de Salas, teniente de rey de Buenos Aires, que era entonces la tercera autoridad local en orden de importancia, luego del virrey y del gobernador intendente. Esta unión no sólo lo vinculó estrechamente a la burocracia virreinal, sino también a la plana mayor del ejército, a la que pertenecían sus cuñados. María del Rosario era viuda de un coronel de infantería, pero no tenía hijos, ni tampoco los dio a su segundo esposo. “No hemos tenido hijos hasta la presente ni reconocemos indicios de tenerlos por ahora”, afirmó Casero en su testamento. Al no tener descendencia, la decisión sobre a quién dejar sus bienes se convertía en un verdadero asunto de conciencia: aunque deseaba privilegiar a su esposa, se esperaba que como cristiano los destinara a fines piadosos. Logró, sin embargo, una transacción entre sus aspiraciones personales y el temor por su alma. Declaró a María del Rosario heredera universal de toda su fortuna, pero aclarando que sólo lo sería en vida; a la muerte de ésta, los bienes pasarían al convento de los Padres Betlemitas. Mediante esa manda, Casero se aseguraba de que su esposa pudiera seguir disfrutando de una existencia confortable, tal como la que le había ofrecido durante el matrimonio. El testamento ilustra con colores vivos el estilo de vida opulento que habían compartido hasta entonces: no sólo le dejaba las casas que poseía en la ciudad y las fincas rurales, sino “todo el adorno de la casa de nuestra habitación, con los demás muebles que se encontraren en ella; asimismo todos los criados de servicio suyo y mío, y los que tengan oficio que puedan rendirle utilidad; todo el servicio de mesa, el de refresco de visitas, el de señoras, con las alhajas de plata y cualesquiera otro metal que le son correspondientes a estos usos; servicio de cocina, coches, libreas y cuantos muebles, adornos y utensilios compongan una casa servida y se encuentren en ella”.

La puesta en producción de la chacra Además de comerciante y burócrata, Casero había sido un exitoso empresario rural. En 1781, había comprado a Isidro Burgos una chacra en el pago de la Cañada de Morón. No se trataba de una única suerte de chacra sino de dos suertes contiguas, una de ellas con 600 varas de frente al arroyo Morón y una legua de fondo, y la otra con 1200 varas de frente a la barranca del río de las Conchas, hoy río Reconquista. De acuerdo con una mensura posterior, la superficie del terreno sobrepasaba las 812 hectáreas, sin incluir las barrancas y bañados.9 Con el paso de los años, la finca sería conocida como la “Chacra de Casero” o “Caseros”. Al adquirirla, la encontró “sin aperos ni utensilios para la labranza”. El propietario anterior había construido una casa de tapias en las cercanías del bañado, y desde allí Casero hizo vigilar las primeras sementeras. El mismo año en que compró la chacra, sembró trigo y obtuvo buenos rendimientos, pero lo decepcionó la escasa utilidad que dejaron las ventas. Repitió la experiencia en los años que siguieron hasta que, en 1784, una fuerte suba en los precios del grano le dio grandes utilidades. No fue hasta entonces,

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La superficie de la chacra fue estimada por el agrimensor Adolfo Sourdeaux en 1865; Archivo de Geodesia y Catastro de la Provincia de Buenos Aires [en adelante AGYCPBA] Mensura 30 del Partido de San Martín.

admite Casero en su testamento, que encontró aliciente para emprender mejoras en la finca. Junto con los terrenos y la casa, Casero había recibido del propietario anterior una atahona. La hizo reparar, cambiándole la rueda y otras piezas, e hizo convenio con un pulpero de la zona, Juan Bautista Burgos, para explotarla a medias. Pero cuando se deshizo el trato con Burgos, la hizo desarmar y la mantuvo inactiva. Según explicó, esto se debía a que no había encontrado otro “sujeto de inteligencia y fidelidad” a quien pudiera confiar su manejo. En realidad, Casero había perdido interés en la producción de harina y prefirió concentrarse en el acopio de trigo. Hizo construir en la chacra un granero de 35 varas de largo y 80 de ancho, con nueve ventanas con rejas de lapacho que lo resguardaban de los pájaros, y lo rodeó de corredores para evitar que las lluvias humedecieran los cimientos. En 1788 compró una casa en la ciudad, en el Barrio de San Miguel, que convirtió en un segundo almacén para la producción de la chacra. A ello agregó una flotilla de doce carretas “para el manejo y transporte de los productos que rinde esta posesión”. En sus inicios, la chacra estuvo abocada preponderantemente a la producción y acopio de trigo, por lo que sus esfuerzos se centraron en introducir costosas mejoras en las instalaciones y aumentar la capacidad de almacenamiento. Al edificar un depósito de gran capacidad en su chacra y sumarle otro en la ciudad, es indudable que planeaba especular con retener el grano para colocarlo con ventaja: a lo largo de toda la década de 1780, y particularmente en su segunda mitad, los precios del trigo en el mercado porteño experimentaron una clara tendencia a subir.10 Pero desde mediados de aquella década dejó de verla como mero establecimiento productivo y se dio a la tarea de transformarla en una residencia de recreo. Con sus diecisiete cuartos dispuestos en torno a un patio según el modelo español, la casa de campo que inauguró en 1788 contaba con todas las comodidades y lujos que un comerciante de su posición y fortuna podía disponer en la ciudad. Paralelamente, se abocó a cercar el “casco” de la finca, donde se agrupaban las edificaciones, los jardines, las huertas y el monte de árboles. Casero –que obviamente no manejaba el término “casco”– llamaba a aquel conjunto “lo principal del terreno” y buscó mantenerlo aislado por medio del zanjeado y el cerco vivo. Rodearlo con un cerco de tuna y zanja de 5604 varas de circunferencia le llevó una década de pacientes trabajos. Planeaba a la larga reemplazar por completo las zanjas por la tuna, pero la implantación de ésta última no era tarea sencilla: en su testamento, recomendaba que se completara el cercado “hasta que por sí, sin el amparo de la zanja, pueda dar resguardo a su terreno”. Otra labor que afrontó Casero fue la de plantar una huerta –de unas 6 cuadras, donde se sembraban “menestras y legumbres para el gasto de la Hacienda”– y una extensa arboleda. Reservó 70 cuadras de terreno dentro del área cercada para extender su monte de durazneros, destinado al corte de leña. En el momento en que Casero hizo su testamento, en 1794, el monte tenía más de 130.000 árboles y estaba dividido en cuatro parcelas, que al parecer recibían cortes en forma rotativa. La venta de leña de durazno era un ramo sumamente provechoso, teniendo en cuenta las dificultades que tenían los hogares y las panaderías de Buenos Aires para proveerse de combustibles.11 La leña, además, presentaba menos complicaciones para su almacenamiento que el grano, y podía conservarse a la intemperie, debajo de ramadas o incluso sin cobertizo, como se observa en los diversos inventarios de esta chacra. Su rentabilidad explica que la flotilla 10

Lyman JONHSON “La historia de los precios en Buenos Aires durante el período colonial” en Lyman JONHSON y Enrique TANDETER (Comp.) Economías coloniales. Precios y salarios en América Latina, siglo XVIII Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992, págs. 160-162. 11 Idem, págs. 180-181.

de carretas de Casero sirviera para su acarreo a la ciudad y que la casa que servía como depósito en Buenos Aires fuera utilizada para su acopio. Tanto el manejo de huertas y trigales como el cuidado y conservación de los montes de durazneros requirieron de inversión en útiles de labranza y mano de obra esclava. El instrumental agrícola que se usó en la chacra se diferenciaba en poco del empleado en otras unidades productivas del cinturón agrícola de Buenos Aires, caracterizado por su simplicidad y el escaso uso de metal.12 Si en algo se distinguía Casero de los demás labradores era por su mayor capacidad de inversión, pero en términos generales, esto sólo se tradujo en la posesión de un mayor número de arados, hoces y otros rústicos instrumentos agrícolas, y no en una superioridad de carácter tecnológico. En 1795, la finca disponía de 21 arados de timón, yugo y reja, pero que carecían de vertedera. A menudo éstos se quebraban, ya que los suelos, pesados y arcillosos, no eran de tan fácil roturación como se ha afirmado.13 Casero no mandaba repararlos sino comprar otros nuevos, como se desprende de los numerosos yugos y rejas rotas que se encontraron en la chacra cuando se realizó el primer inventario. También ordenaba reemplazar con frecuencia las hoces con que se recogía la cosecha: dicho inventario detalla la existencia de 12 nuevas y otras 18 desgastadas o “de medio servicio”. Y aunque contaba con el granero más espacioso de toda la campaña, recurría a los métodos tradicionales para el almacenaje: el trigo era extendido sobre cueros y tapado con otros cueros, como en las trojas de otros agricultores más modestos. Se ha afirmado que esta manera de conservar el grano era propia de los labradores sin recursos pero, como se ve, también era la que utilizaba el productor de granos más rico de toda la campaña: no debe, por lo tanto, ser atribuida a la carencia de medios sino al atraso en las técnicas de almacenamiento.14 La huerta y el jardín parecen haberse trabajado con palas, azadas y rastrillos, y el agua para su riego, transportada desde las piletas con baldes y regaderas. Para el corte de leña se disponía de una decena de hachas, unas más grandes para cortar los troncos y otras “de mano” para desguazar las ramas. Respecto a la mano de obra, Casero refería que la chacra estaba “servida de negros esclavos para los trabajos diarios del año que ocurren y nunca falta en estas posesiones”. Sea cual haya sido su número –que no fue consignado en ninguno de los inventarios– se veía obligado a contratar peones para las labores estacionales que necesitaban de un concurso mayor de brazos, como la cosecha, y los prefería en las tareas que implicaban riesgo físico. Tampoco confiaba a los esclavos, objeto de un mayor control, aquellos trabajos que los obligaban a desplazarse lejos del “casco” de la chacra, como la conducción de leña o la atención del ganado. Explicaba Casero que “sólo se ocupan peones para los trabajos fuertes, que son el corte de los Montes de Duraznos, conducciones de leña a la Ciudad en la que vienen los carreteros domando novillos, en las aradas de tierra para las siembras de trigo y en las recogidas de cosechas, porque en todo lo demás se ocupan los esclavos, y aun no se excusan si hay necesidad en los trabajos referidos”. Pero no parece haber sido inusual 12

Para el utilaje agrícola en la campaña bonaerense, considerado tan pobre como en el resto América Hispana, consúltese: Juan Carlos GARAVAGLIA “Ecosistemas y tecnología agraria: elementos para una historia social de los ecosistemas agrarios rioplatenses (1700-1830)” en Desarrollo Economico, Buenos Aires, 1989, Vol. XXVIII Nº 112, págs. 9-13. 13 En este sentido, llama la atención la afirmación de Garavaglia, para quien el rusticidad del arado colonial se explicaba por la escasa resistencia que ofrecían las “tierras ricas y blandas” de nuestra pampa húmeda; “Ecosistemas y tecnología agraria…”. 14 En el inventario de 1795 no se mencionan percheles ni estanterías en el granero, sino sólo 132 “cueros de servicio”, que con toda probabilidad cumplían con la función de sostener o cubrir el grano. Se ha dicho que el uso de cueros con ese fin era propio de los labradores sin recursos: Carlos GARAVAGLIA Pastores y labradores de Buenos Aires. Un historia agraria de la cmpaña bonaerense 1700-1830 Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1999, pág. 194.

que recurriera a la fuerza de trabajo externa, y la documentación menciona la presencia de conchabados, tanto en la casa como al cuidado de los animales. El ganado de la chacra era mantenido apartado del “casco”. Sólo los bueyes, que eran 52 en tiempos del primer inventario, disponían de un corral y un pequeño potrero cerca de la casa. Esto se debía a que eran objeto de mayores cuidados y el mismo Casero, que consideraba que su boyada era de calidad sobresaliente, quiso preservarlos del maltrato y la fatiga disponiendo de una “remuda suficiente para que no trabajen unos mismos animales todos los días”. En 1795, también existían en la finca 60 vacas y novillos, 24 caballos “de servicio” y una majada de 2785 ovejas. Este crecido número de ovinos cumplía una importante función: la de proveer de carne a los trabajadores de la finca, tanto peones como esclavos. Al disponer de más de 800 hectáreas, Casero pudo permitirse organizar el espacio, separando actividades productivas cuya coexistencia era problemática: concentró las arboledas y los sembrados en los terrenos más altos, mientras que los ganados fueron retirados a los terrenos bajos que se encontraban junto al bañado del río Reconquista, donde contaban con aguadas y pasturas permanentes. Allí mantuvo en pie la antigua casa edificada por Isidro Burgos, en la que vivía la peonada, e hizo construir tres corrales, uno de fuertes postes de ñandubay para encerrar el ganado vacuno y dos de postes de durazno para las ovejas. Al referirse a aquella vieja casa, nos explica que servía “como de una especie de estanzuela y habitación de boyeros y caballerizos y aun también de peones cuando los hay, con el motivo de hallarse en el mismo paraje los corrales de ganado, caballada y ovejas al beneficio de las aguas y pastos del Bañado que se halla inmediato en el arroyo que forma la cañada, con aguas abundantes la mayor parte del año”. Casero no ocultaba su intención de reservarse el bañado, considerado por la legislación española como terreno de uso comunal. Pero este bajío también estaba en la mira de otros labradores, que le disputaban las pasturas y le corrían sus ganados. Este inmenso humedal se extendía en torno a la desembocadura del arroyo de Morón en el río Reconquista, y Casero nos ha dejado una llamativa descripción del mismo y del uso que se le daba: “al frente de la suerte de tierra mía de seiscientas varas que comienzan en la Cañada de Juan Ruiz, hay un terreno pasado ésta que llega hasta el río de las Conchas, el cual desde mas de setenta años según alcanzan las noticias no se le ha conocido dueño y siempre se ha tenido como desahogo de las chácaras, mayormente cuando la mayor parte del terreno es bañado con sólo algunos retazos de tierra, que levantan más que las otras, en donde algunos a su voluntad y sin ser incomodados han tenido ranchos para el cuidado del ganado, que en la estación del verano vienen al amparo de los pastos y cercanías de las aguas del río”. Con el paso de los años, quienes lo sucedieron en la propiedad de la finca lograron hacerse reconocer la posesión exclusiva de este recurso, y así se mantuvieron hasta la década de 1860, en que la Ley de Ejidos devolvió el carácter fiscal a esos terrenos.15

La chacra tras la muerte de Casero Diego Casero murió el 28 de septiembre de 1795. Había encargado a otro comerciante de la ciudad, Joseph Rubio, que administrara sus bienes y atendiera las necesidades de su esposa. Casero y María del Rosario eran los padrinos de uno de los hijos y le habían 15

En julio de 1865, Adolfo Sourdeaux observa que “la chacra de Casero, como las demás arroyo arriba, aunque sus mojones del frente fueron colocados fuera de la aguada, el terreno comprendido contra este frente y la aguada ha sido siempre ocupado y reconocido como parte integrante de la propiedad”; AGYCPBA Mensura 30 del Partido de San Martín.

dado un fuerte espaldarazo en sus negocios, de modo que el cumplimiento de esa manda era una cuestión de honor. Durante más de tres años, Rubio intentó poner orden a la documentación de los Treinta Pueblos de las Misiones, volcada en varios libros de cuentas y carpetas de correspondencia, y saldar algunas de sus cuentas, además de ocuparse de la producción de la chacra. Había encontrado en las arcas del difunto casi 19.000 pesos en plata amonedada, pero se escurrieron pronto de sus manos, primero al costear los funerales de Casero y vestir de luto a la viuda y a sus criados, y después al solventar el costoso tren de vida de María del Rosario. Algunas reparaciones que debió emprender en las instalaciones de la chacra se llevaron el resto. Este último gasto obedecía puntualmente a los deseos de Casero. La chacra había sido su bien más preciado y la dejaba, según expresó en su testamento, en un estado más que ventajoso; pidió expresamente que se la conservara “adelantada y conservada a fuerza de industria y economía”. Rubio, a quien guiaba un sentimiento de agradecimiento por los muchos favores que había recibido de Casero, tomó esta manda al pie de la letra. Despidió al antiguo capataz, Joseph de Aramendi, y contrató en su lugar a Domingo Izpicua. Desde entonces llevó con puntualidad las cuentas de la finca, que no se han conservado, pero a las que aluden las cartas que envió a María del Rosario Salas. En una de ellas hay preciosas referencias a la administración de la chacra entre 1795 y 1798, único período del que poseemos datos concretos sobre sus rendimientos.16 En esos tres años se hicieron dos sementeras y se enviaron remesas de grano a Buenos Aires en tres oportunidades. El valor del trigo vendido en ese trienio ascendió a 5122 pesos. A fines de 1798, había almacenadas en la chacra 274 fanegas levantadas en la cosecha anterior, lo que indica que Rubio, como antes Casero, se mantenía a la espera de una suba en los precios del grano que justificara su envío a la ciudad. La venta de leña dejó una utilidad menor, de 2439 pesos, pero el monte de durazneros se extendió en más de 20 cuadras y llegó a tener unos 160.000 árboles, a razón de unos 1800 por cuadra. La producción de la huerta –que en los tiempos de Casero no estaba aún dirigida al mercado– rindió 211 pesos. En cuanto a la fuerza de trabajo utilizada, no se limitó a emplear esclavos negros. Rubio hace referencia a quince “cuentas de pagamentos de peonadas que han servido en dicha chácara en las faenas indispensables de ella”, que insumieron el gasto de 3850 pesos en jornales entre 1795 y 1798. El capataz Izpicua recibió también su paga y se decidió estimularlo permitiéndole que vendiera por su cuenta algo de leña, estacones, plantas de durazno e hinojo. Deducidos los jornales, la chacra dejó un margen anual que rondaba los 1400 pesos. Pero la viuda reclamaba ingentes remesas de dinero y resultó difícil invertirlo en reponer los útiles de labranza y en la reparación de las paredes de la casa y el granero, ganadas por la humedad. En el inventario que se llevó a cabo en 1798 se aprecia, por ejemplo, una disminución en el número de arados, de los que sólo quedaban cuatro en buen estado y no eran nuevos sino “acondicionados” o arreglados. Pero también resulta llamativa la presencia de una modesta innovación tecnológica, introducida en aquel trienio: la existencia de tres “escoplos de limpiar cardos en el trigo”, que pueden haber sido el más antiguo instrumento utilizado en nuestra campaña para desmalezar los cultivos. Donde Rubio demostró mayor iniciativa fue en el manejo de los ganados. Aunque siguió siendo la base de la alimentación de los trabajadores de la chacra, la majada de ovejas decreció por el poco énfasis que se puso en su procreo: de las 2785 cabezas que recibieron, sólo quedaban 1258 tres años más tarde. En cambio se introdujo ganado vacuno, casi inexistente mientras vivió Casero, quien lo consideraba dañino para los 16

Esta carta, fechada el 25 de octubre de 1798, se encuentra en AGN IX-38-8-7 María del Rosario Salas para que Joseph Rubio entregue los papeles de la testamentaria de su finado marido.

cercos que rodeaban la casa y el monte. Los animales fueron confiados a un tal Lucho Maldonado, no sabemos si en calidad de puestero o de aparcero, quien llegó a estar a cargo del pastoreo de 498 vacas y toros y unos 125 terneros. El número de bueyes también creció, de 52 en 1795 a 117 en 1798, y presumimos que no sólo se los criaba para tiro de arado, sino para ser vendidos a los carreteros. Otra innovación notable fue la adquisición de burros para la cría de mulas. En 1795 la finca sólo contaba con 8 burras “lecheras”, pero en 1798 disponía de 18 burros sementales y 70 mulas nacidas en la hacienda. Esto nos dice que en la finca, aunque sustancialmente dirigida a proveer al mercado porteño de leña y granos, se estaban explorando nuevos ramos de producción, y la crianza de ganado mular indica que se tenía en la mira la venta de animales a quienes negociaban con las provincias andinas. Estos cambios en el manejo de la chacra tuvieron como objeto elevar al máximo la rentabilidad en un momento en que las reservas en plata dejadas por Casero se estaban agotando y la viuda ya casi no contaba con otras entradas que las que dejaba la finca. En 1799, Rubio informó a María del Rosario Salas que quedaban menos de 1000 pesos de los 19.000 que había dejado su esposo. Hasta entonces, ella se había mantenido relegada en su casa de Buenos Aires, dejando toda decisión en manos de su compadre. Pero cuando éste dejó de girarle dinero, se presentó ante la Justicia y lo acusó de haber administrado los bienes sin haberla consultado en nada. Y añadió un cargo más grave: Rubio, que había recibido el encargo de ordenar los papeles de la administración de los Treinta Pueblos, había falsificado algunas partidas en los libros contables y se había apoderado del dinero que había dejado Casero. En realidad, María del Rosario buscaba restituirse el control de lo que quedaba de su fortuna y traspasar el manejo de los negocios y la finca al esposo de una de sus hermanas, el capitán de ingenieros Antonio Durante. Rubio fue obligado a entregarle los libros y papeles de Casero y lo que quedaba de su patrimonio pasó a ser tutelado por el “clan” de los Salas. Cuando hizo inspeccionar la chacra, María del Rosario tomó nota del menoscabo que había sufrido desde la muerte de su esposo. Lejos de reconocer que las utilidades de la finca no habían sido invertidas en equipamiento sino en solventar sus propios gastos personales, prefirió hacer responsable de las pérdidas a Domingo Izpicua, a quien Rubio había permitido que se manejara con bastante independencia. Se supo que este capataz había tomado prestadas algunas carretas, bueyes y arados y los había llevado a su propia chacra, que se hallaba en Lobos, para atender sus sementeras. En abril de 1799, la Audiencia de Buenos Aires ordenó a pedido de la viuda que Joseph González, alcalde de la Cañada de Morón, estudiara el inventario de la finca y detallara los faltantes. También se acusó a Izpicua de no haberse ocupado en señalar los corderos en la majada, que se habían mezclado con las ovejas de los vecinos, y de no haber vigilado los bueyes. Estos habían entrado al monte de durazneros y causado en él grandes daños, “ya en quebrar los árboles al rascarse, ya al comer los brotes y renuevos de los árboles cortados”. A partir de entonces, el proceso de deterioro se aceleró. María del Rosario siguió empleando esclavos y peones en el servicio de la chacra, pero la casa, el granero y los útiles de labranza fueron tratados con descuido y parte del monte de duraznos se perdió.17 En 1808 decidió desentenderse de ella y la arrendó a un panadero, Francisco Antonio de Ortega, por 600 pesos anuales. Un curioso detalle en el contrato que firmaron revela que se esperaba que el patrimonio de la chacra siguiera menguando: Ortega no estaría obligado a reponer las herramientas, animales y muebles que se perdiesen mientras arrendase la finca, sino sólo a entregarle los que quedasen en el 17

Se sabe que María del Rosario empleó peones y esclavos porque en 1808 hay una referencia a “algunos criados de la Señora y peones que allí existían”.

momento de devolverla. La enumeración de los útiles y animales que recibió habla a las claras de lo que quedaba de la otrora floreciente finca: seis carretas que necesitaban ser reparadas, tres arados viejos con su yugo pero sin coyundas, cuatro hachas de mano muy usadas, otras dos hachas de buen uso, tres azadas viejas, dos picos y dos palas de fierro. Del ganado, quedaban 69 bueyes, 86 caballos y sólo 200 ovejas. En cuanto al monte de durazneros, había sufrido el avance de las malezas: los bueyes se había comido cercos y retoños y los claros que se habían formado entre los árboles habían sido ocupados por hinojales, que dificultaron el rebrote.

Embargo, venta, confiscación En los años que siguieron a la muerte de Diego Casero, el Tribunal de Cuentas pidió infructuosamente a sus albaceas que presentaran los comprobantes de la administración de los Treinta Pueblos de las Misiones. Joseph Rubio, que se había ocupado con tanta puntualidad de la chacra, retuvo los papeles sin terminar nunca de ordenarlos, y en ese estado los devolvió a la viuda en 1799. Los oficiales reales, que sospechaban que Casero se había enriquecido mediante operaciones fraudulentas, contaban con evidencias de uno de esos negociados, el cobro de una comisión por una faena de cueros que se había realizado en tiempos del administrador anterior de las Misiones, Juan Ángel Lazcano. Este se había hecho adelantar el 8% del valor de la corambre, estimado en 150.981 pesos, pero las pieles fueron vendidas durante la administración de Casero, que se apoderó de otro 8% sobre el valor de la transacción. 18 Entre 1805 y 1809 se solicitó repetidas veces a las viudas de ambos administradores que entregaran la documentación que poseyeran, pero María del Rosario Salas, escudándose en su estrecha relación con la burocracia virreinal, logró eludir la inspección de esos papeles. La coyuntura cambió luego de 1810. Como hija y viuda de funcionarios peninsulares, María del Rosario no contó con el respaldo ni las simpatías de los criollos que depusieron al último virrey. Ese año se dio noticia del asunto de los cueros a la Junta Gubernativa, que dio la orden de retomar la causa. En julio de 1811 se propuso a las viudas de Lascano y Casero que conservaran cada una el 4% de la comisión y restituyeran el resto. Pero esta solución de compromiso no prosperó y en mayo de 1813, María del Rosario fue sometida al embargo de sus bienes, con excepción de los muebles de la casa donde vivía. De esa manera, la chacra de Casero pasó a manos del Estado. La finca fue encontrada en pésimas condiciones. Francisco Antonio de Ortega, que la había arrendado, había sacado provecho de los recursos que le ofrecía sin reponer nada. El sector más afectado era el monte. De las poco más de 91 cuadras de durazneros, la mayor parte había sido ganada por los hinojales y sólo 9 seguían en condiciones de dar leña. El ministro José Joaquín de Araujo, acompañado de dos peritos enviados por el gobierno, pasó a la chacra a hacer un reconocimiento y se encontró con que los cercos y las zanjas habían sido descuidados, la majada de ovejas había desaparecido y el granero era inutilizable, con el techo a punto de caerse por estar podridos los tirantes. Tomás Grigera, que actuó como perito, opinó los durazneros ya no se hallaban en condiciones de regenerarse, por lo que recomendó que se arara la tierra, se sacaran raigones y malezas y se plantaran otros. No sabemos si se siguió su consejo, pero varias décadas más tarde el monte todavía estaba en pie y continuaba siendo uno de los principales ramos de explotación de la chacra.19 18

AGN IX-23-6-7 Expediente obrado a efecto de que doña María del Rosario Salas presente la cuenta que tiene pendiente. 19 Al realizar la mensura del terreno en 1857, el agrimensor Germán Kuhr, que debió internarse en el terreno a trazar una línea, observó que “el zanjeado y montes antiguos de la posesión primitiva de

Ortega debió abandonar la finca y el gobierno la arrendó a un religioso, el Dr. Feliciano Pueyrredón, que ofreció pagar 700 pesos por año y se comprometió a plantar 2000 plantas de durazno cada temporada. Pero no pudo afrontar los muchos arreglos que necesitaban la casa y el granero, y devolvió la finca en el estado en que la recibió. En 1815, el director supremo Carlos de Alvear ordenó su venta. Aunque dos años atrás había sido tasada en 43.502 pesos, sólo se presentó un comprador, Juan de Alagón, que ofreció por ella 8000 pesos. María del Rosario Salas, que se consideraba todavía con derechos sobre la finca, hizo una presentación en que denunciaba lo ridículo del precio y la poca claridad de una operación que se sustanció sin remate publico, “hecha precipitadamente entre las oscuridades misteriosas de un tiempo funesto para la Patria”. Pero en mayo de 1817 se le ordenó abandonar cualquier pretensión y guardar silencio. La chacra fue entregada a Alagón cuando éste no había abonado más que la mitad de lo convenido. Los 4000 pesos restantes los pagó seis años después, no en metálico sino en depreciados títulos públicos. La chacra fue escriturada a su nombre por la Comisión de Cuentas del Ramo de Temporalidades el 4 de diciembre de 1823 Juan de Alagón estuvo en posesión la chacra de Diego Casero durante casi quince años. El 3 de enero de 1832 hizo una permuta con Luis Saavedra, entregándole la propiedad a cambio de dos valiosas casas en Buenos Aires. Poco sabemos de la finca a partir de entonces. Es posible que Saavedra la hubiera puesto nuevamente en valor. En 1838, se levantó un censo en toda la campaña, donde se detalló el número de personas que habitaban cada propiedad: en la chacra de Caseros fueron empadronados 23 blancos y 12 negros, quizás peones y esclavos a su servicio. Según el registro de Contribución Directa de 1839, Saavedra era uno de los cinco propietarios más ricos del partido de Morón, con un capital estimado en 48.750 pesos. Pero al año siguiente, cuando se produjo la invasión de Lavalle, aquel se sumó a su causa y, luego de esta frustrada tentativa militar, se vio obligado a abandonar el país. La chacra fue embargada y convertida en una invernada de caballos del Estado, convenientemente cercana al destacamento de los Santos Lugares. El salvaje unitario Luis Saavedra no volvió del exilio hasta fines de la década de 1840, cuando la actitud de Rosas frente a sus enemigos políticos se hizo un poco más distendida. La propiedad de la finca le fue restituida, aunque desconocemos en qué condiciones la encontró. El 9 de abril de 1850, Saavedra vendió la finca a Manuel José Guerrico, quien la compró para Simón Pereyra y la escrituró a su favor el 5 de diciembre de ese año. Pereyra era un federal conspicuo que había hecho una inmensa fortuna como proveedor del ejército y había hecho fuertes inversiones en tierras. Era dueño de estancias en San Pedro, Baradero, San Nicolás, Ensenada, Bragado, Vecino, Tandil y Lobería y de chacras en Quilmes y Flores, a las que agregaba ésta en Morón. 20 Ya era inminente el enfrentamiento entre Buenos Aires y Entre Ríos, y aquel se vio tentado a ofrecer a Rosas su nueva posesión. Dice la carta en que le expresaba su adhesión: “Sabe usted muy bien que tengo un nuevo establecimiento llamado Caseros, y allí se encuentran bueyes, carretas y algunas maderas que servirán de buena leña. Todo lo presento lleno del mayor gusto y con el más fervoroso deseo de ayudar en lo posible al Excelentísimo Señor Gobernador. Quiero expresarle así mi voluntad de contribuir al exterminio del infame, traidor, salvaje unitario Urquiza”.21 El Restaurador no dejó pasar el Caseros por una cantidad tan considerable que consideraba esta línea imposible de establecerse”; AGYCPBA] Mensura 38 del Partido de San Martín. 20 Hay una reseña biográfica de Simón Pereyra en Andrea REGUERA Patrón de estancias. Ramón Santamarina: una biografía de fortuna y poder en la pampa Eudeba, Buenos Aires, 2006, págs. 192193. 21 Esta carta se encuentra en AGN X-21-3-4 Juzgado de Paz de Morón (1848-1852).

ofrecimiento y concentró parte de sus fuerzas en las inmediaciones de la casa, a la espera de que se presentara el Ejército Grande. El 3 de febrero de 1852 se produjo el choque en los campos que habían sido de Diego Casero, que se convirtieron en el escenario de la derrota de Rosas. Gracias a esa batalla, que tomó el nombre del monte de duraznos que se hallaba junto a la casa –Monte Caseros– esta antigua chacra, que fuera el más rico establecimiento de la campaña bonaerense colonial, entró en la historia grande de los argentinos.

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