La ceguera del espíritu.

September 12, 2017 | Autor: Luis Contreras | Categoría: History, Cultural History, Cultural Studies, Comparative Literature, Philosophy, Art History, Education, Languages and Linguistics, Cultural Heritage, Literature, Renaissance Humanism, Social and Cultural Anthropology, Poetry, Cultural Theory, Academic Writing, Erasmus, Poetics, Humanism, Contemporary Poetry, Moral and Political Philosophy, Filología, Filosofía Política, Historia, Literatura, Humanismo, Filosofía, Filosofia y Derechos Humanos en America Latina, Patrimonio Cultural, Poesía, Antropología filosófica, Ética, História, Ética (Filosofia), Metafísica, Poesia, Ética y Política - Democracia y Ciudadanía, Filosofía latinoamericana y pensamiento crítico en América Latina, Erasmus of Rotterdam, ENSAYOS LITERARIOS, Ensayo, Desiderius Erasmus, Etica Filosofica, Filosofia, Art History, Education, Languages and Linguistics, Cultural Heritage, Literature, Renaissance Humanism, Social and Cultural Anthropology, Poetry, Cultural Theory, Academic Writing, Erasmus, Poetics, Humanism, Contemporary Poetry, Moral and Political Philosophy, Filología, Filosofía Política, Historia, Literatura, Humanismo, Filosofía, Filosofia y Derechos Humanos en America Latina, Patrimonio Cultural, Poesía, Antropología filosófica, Ética, História, Ética (Filosofia), Metafísica, Poesia, Ética y Política - Democracia y Ciudadanía, Filosofía latinoamericana y pensamiento crítico en América Latina, Erasmus of Rotterdam, ENSAYOS LITERARIOS, Ensayo, Desiderius Erasmus, Etica Filosofica, Filosofia
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Descripción

La ceguera del espíritu sábado, 7 de julio de 2007 Luis Alejandro Contreras

I. Imaginémonos a un hombre solitario, imbuido en sus pensamientos. Figurémonos que está sentado en un banco de una plaza saturada de gentes desempleadas u ociosas que se juntan para la conversa (los menos se dedican a ver cómo otras gentes cruzan la plaza atareadas, como presurosas y obsesas hormigas, sin detenerse); claro que el soledoso hombre podría estar también sentado en la acera de una calle poco transitada por citadinos peatones o, acaso, estar vagando por parajes y veredas silvestres, ausentes del bullicio de modernidad que alienta en las ciudades, y sin otra compañía que la de sus impresiones, ansiedades y sentimientos. Podría estar, si no, tumbado sobre un colchón devorando el techo con sus ojos o absorto sobre la hierba mientras disfruta los escarceos de las nubes. Supongamos, además, que esa soledad suya tiene su matriz en un despoblamiento, en su alma, hacia todo aquello que luce más despiadado que piadoso comercio de los hombres y que, por gracia de esa soledad, ha declarado para sí su desarraigo de ese mundo. ¿Tendría sentido para cualquier mortal, a estas alturas de la humilde, cuando no precaria historia de la humanidad, el que nos imagináramos a ese hombre -un individuo presumiblemente execrado por “su” tribu o, a lo menos, un ser degradado por los frígidos y comedidos cánones de eso que aún insistimos en llamar civilización- consumiéndose en un fuego de amor por lo gregario? A la luz de los patrones de barbarie que hoy tanto privilegian los hombres en toda latitud de ese “su” mundo signado por deidades tales como fraude & despojo, parecería un auténtico exabrupto, todo un canto a la desmesura, si respondiéramos de modo afirmativo a tal cuestión. Pero eso es lo que haremos aquí y ahora.

No porque el conjunto de la humanidad haya adoptado e instaurado la potestad de la ofuscación o de la inadvertencia ante la vida natural y mucho menos porque sumisamente se haya entregado al gobierno de una mefítica noción del poder y la autoridad de unos sobre otros (semejantes que se empeñan en verse como desemejantes, prójimos que se imponen el tratarse como contrincantes); no porque el común de la humanidad se haya impuesto el soslayo y la artería como una contrahecha norma de convivencia; no porque, en resumidas cuentas, se haya dado la espalda a sí misma o porque tan campantemente haya despachado al desván de los trastos inservibles todo culto por la mirada interior, ha de profanarse quien no está dispuesto a acoplarse con tal perversidad. Nuestro ermitaño no se encuentra, anda un poco extraviado. No se halla porque no entiende que el hombre no se halle. Se pregunta por lo que ha de ser el mundo para el hombre, cualquier ser como él. ¿Un espacio habitable, un regalo milagroso o un marco que sirva de referencia a sus propios caprichos? Tiende a pensar, por su experiencia, que la suma de los hombres optará por lo último. Si usted no está dispuesto a profanarse, ha de estar preparado para saber vivir al margen, lo que de ningún modo es lo mismo que vivir marginado. El mundo presente está marcado por el malvivir del ser humano, pues éste se ha abrumado a sí mismo con una oleada de simulacros. Falsedades de todo cuño que han de ser defendidas a sangre, fuego, capa y espada. Las palabras clave son fanatismo e intransigencia. Sea que se apuntalen en razones políticas, raciales, religiosas, culturales, metafísicas, históricas o cualquier otra de suntuario o frívolo valor, fanatismo e intransigencia causan los más severos daños sobre las florestas del alma humana, que se ve continuamente sometida al fragor de una contienda indesmayable; resultado de ello es la embrutecedora masificación y perturbación en que se vive hoy. El común de los hombres no se atreve a visitar ni a reconocer los campos y praderas del alma antes, durante, ni después de la batalla que significa cada jornada diaria. Porque muy bien saben ellos contentarse con librar sus batallas en el campo de lo que es foráneo a su naturaleza espiritual; porque lograron implantar, como norma, una ilusión en torno al vivir: la de detener el péndulo de sus pulsaciones en un extremo del ámbito de lo que han preconcebido como “lo exterior”. Lo grave es que, al impulsar ese péndulo de vida hacia un preconcebido extremo, sus humanidades fueron arrastradas y condenadas a vivir en una dimensión de apariencias, un espejismo insubstancial. Pero deteniéndonos por un momento

en este punto, ¿quién concibe que un péndulo pueda, por sí solo, perpetuarse en uno de dos extremos? A un primer vistazo, un péndulo no tendrá mucho sentido si no es en relación al movimiento. Yendo más allá les asociaremos con tiempo y espacio. Mas péndulo y movimiento, tiempo y espacio, considerados como ciegas y separadas entidades tampoco nos obsequiarán algo de luz en torno a la razón de su presencia. Un péndulo es y será un objeto hermoso si, y sólo si, lo imaginamos o, más bien, lo percibimos tocado de aliento en virtud de su correlación con el alma, ese animado animal que nos habita. Y las cosas, nuestras cosas, enseres de intasable valor -dado que su estimación nace de su correlación con nuestro vivir-, puede decirse que son, a su vez, depositarias del alma, en gracia de la relación de intimidad que establecen con nosotros sus usuarios, sus distraídos propietarios o, en demasiadas ocasiones, sus esclavos[1]. Sin esa relación, todo objeto, será una forma huérfana de vida. Pero esa correspondencia es a diario negada por nuestras humanas costumbres. Y así pues, el súmnum de los hombres vive en el afuera y al desamparo. Y, para colmo, se anda por el mundo sin tomarse el cuidado de reconocer el terreno que se pisa. Los hombres no aperciben que ese terreno que huellan las plantas de sus pies es, también, terreno del espíritu. No advierten que entre humus y piel lo que coexiste es una filiación de la carne, una de las tantas variantes de dicción exhaladas del juego de creación y caos que es el cosmos. No perciben que la genuina grandeza de la humana pequeñez, sólo llegará a ser “hallazgo” o “tesoro” por gracia de un acto de reconocimiento en todo aquello lo que no “se es”. Pero los hombres persisten en convencerse de que todas aquellas cosas o seres que “se encuentran afuera” de sus identidades de seres vivos, al no formar parte de la sublimada humanidad, son susceptibles de ser subordinados, domeñados, empadronados, alterados, tasados y vendidos. No prestan oídos al canto de filiación cósmica inmanente en todo lo creado y no se percatan que ellos son, también, parte medular del afuera. De allí que el hombre moderno, grosso modo, no pueda vivir si no es aferrado a dogmáticos amuletos, como alguna creencia fundamental, una aherrojada declaración de fe, sea del tenor que sea es lo de menos; lo que le mueve y conmueve, lo que le agita e impulsa a seguir hacia adelante es creer ciegamente en algo, cualquier cosa. Y enseñan sus dientes, sacan a relucir sus sables, hacen rodar cabezas por defender lo que, aducen, son incuestionables credos e insobornables verdades; en realidad, no pasan de ser preceptos cimentados sobre farsas remendadas al exceso con el fin de conferirles su tufillo de sofocada veracidad. Lo cierto es que quienes se aferran a cerrados credos, sean de tinte político, religioso, racial u otro, padecen una fatídica

ceguera. Quienes tan prestamente afirman estar dispuestos a preservar, hasta las últimas consecuencias, verdades acuñadas en monedas de una sola cara, no son capaces de distinguir ni, mucho menos, de gozar las múltiples coloraciones que nos depara la vida. Y cuando hablamos de ceguera lo hacemos para señalar una ofuscación padecida en los contornos del corazón y del espíritu. Hoy se acusa ese padecimiento, de manera fehaciente, en prácticamente todo acto humano, pues en nuestras conductas priva la malevolencia: tanto en el más insignificante de los timos perpetrado por un individuo, acaso el último de la fila de una necrológica cadena de miseria, como en los más consumados artilugios de los enroques geopolíticos con que se busca mudar manoseados y acomodadizos principios en puntos de honor, bien sean éstos de amañado o intransigente corte religioso, moral o legal y que puedan servir de reivindicativo o justificativo para el empleo de las antediluvianas políticas del garrote. Acotemos que esta práctica del abuso de poder, eufemística y ancestralmente, ha sido disfrazada con una terminología inexorablemente formalista, mas no por ello, ha dejado de ser cabal y celosamente cultivada por quienes han sido bendecidos con la responsabilidad de detentar algún tipo de poder temporal sobre la masa; pues, con el fin de preservar algún pretendido statu quo y en nombre del colectivo, se ampararán en adulteradas y maleables legitimidades históricas y no dudarán de apelar a todo tipo de represión -sea policial, parapolicial, delincuencial o psicológica-, si se ven en la extremosa necesidad de tener que defender y sostener un orden social que sempiternamente resulta ser autoritario y que, por alguna recóndita razón, jamás buscará tratar con el individuo de otro modo que no sea el ductor y paternalista. Pero lo más importante a remarcar es el hecho de que no media una gran diferencia en los motivos o causales que determinan la perversidad e inquina con que procede un avasallado individuo como en aquellos que determinan el proceder de las minorías que ejercen algún poder político. Y allí está: hemos caído en el insoslayable tema del poder. Así pues, no lo evadamos. El poder ha sido imperecederamente ejercido por cerradas minorías. El hombre, en lo que respecta a vida social, no ha logrado avanzar mucho más allá de lo que él mismo cataloga como especies inferiores. Es un ser que no puede vivir con seguridad si no es en forma de clan o de sectas. Resulta irónico que viendo más allá en el horizonte, según preconiza, de lo que pueden ver otras especies vivas, no se atreva a vivir conforme a su visión. El hombre avasalla, somete, domestica y reduce no sólo a otras especies sino, incluso, a sí mismo; es un extintor de vida natural incapaz de ver las ingentes, formidables

proporciones de su continuado asesinato. Es por ello que silenciosa o vocingleramente predica el clan, el don de sectas, el culto por las cofradías como medios para convivir; y pedimos excusas por la paradoja, pues ¿qué son los clanes de adoradores del poder sino un cenáculo de minorías? En lo que toca a vida colectiva, las minorías que persiguen el ejercicio del poder se distinguen porque todos sus integrantes profesan (y han de hacerlo obligatoriamente, so pena de la exclusión) un mismo credo; pero es éste un credo de connivencias antes que de convivencia, un credo de confabulaciones antes que de espíritu, un credo de solidaridades que apuntan a los objetivos de la agrupación de que se forma parte; a sus integrantes no les mueve el fondo sino la meta. Cuando tales minorías se hacen con el poder, llegan a ser altamente seducibles por su afán de ejercer, a perpetuidad, el mando sobre la masa, pues llegan a representárselo como un bien inmanente a la naturaleza de su linaje. ¿Y quién puede negar que a lo largo de la historia se ha visto cómo se repite, una y otra vez, el caso de reinos, imperios, autocracias, dictaduras, pseudo-democracias (amparados todos bajo un común denominador plutocrático) y, lo más grave, el de pueblos enteros arrastrados al cataclismo por el capricho de unas absolutistas minorías supuestamente distinguidas con cualidades superiores a las del común de la gente, para gobernar en nombre de esa informe y por siempre anónima masa de conciudadanos? Deseo intercalar un inciso que, pienso, abonará el camino para lo que se dirá luego, aun a despecho de que resulte ser una perogrullada: toda minoría está integrada por individualidades. E indicios no faltan para pensar que la base de los contrahechos sistemas de vida que conforman nuestras sociedades, se encuentra ya de suyo alojada en la psique de la individualidad humana, lo que agrava aún más el asunto y pudiera llevar a algunos a asumir una visión nihilista del vivir. Sin embargo, yo no puedo acogerme a tal enfoque y prefiero creer que, a pesar de tan sombrías conjeturas, el hombre, en y desde su individualidad, puede salvar grandes escollos; pienso, incluso, que a costa de sí mismo y en un largo proceso de metamorfosis verá cómo muda de piel; acaso se vea forzado a renacer de sus cenizas, así como impelido a derribar las estatuas de falsos dioses, antes de lograr constituirse en un ser más avanzado, entendiendo por ello a un ser más cooperador con sus prójimos, a un ser que finalmente aprenda a vivir en concordia. Cuántas lunas han de trenzar el cielo antes de que se opere tal cambio es un interrogante que nadie puede responder. Esperemos y confiemos en que pueda concluirse antes de que nuestra irracionalidad y bajas pasiones imperen y supriman todo vestigio de

vida sobre el planeta. Acaso esa metamorfosis haya de comenzar en un punto equiparable al de aquel andariego solitario de que hablábamos al principio, desandando caminos…

II. En la modernidad se ha instituido un culto al dios Sistema. Como si de un becerro de oro se tratare, los hombres han erigido a un impasible daemón para colmar sus vidas con algo que confiera sabor de contenido, un daemón que cambia de rostro a placer y cuyo mayor atributo es el don de la ilusión, bien lo saben los sacerdotes que se consagran bajo sus órdenes. Acá toma forma de sabio gorila, más allá viste piel de lobo democrático, acullá se disfraza de sanguijuela igualitaria. Quienes rinden culto al dios Sistema saben que, en sus misas, han de pintar lo efímero como una bienaventuranza. Este dios, engañosamente moderno, suele abrigarse en la nada moderna noción de “democracia” [2] y sus ministros bien saben cumplir sus oficios y rasgarse las vestiduras en nombre de tan venerable sacramento de la política. Saben que con el simple pero oportuno e histriónico pronunciamiento de este mágico vocablo logran imponer la eucaristía de su prédica política e inducen al noviciado para que tome sus hábitos, comulgue con su pan, adore a su dios. Y de este modo logran las intransigentes minorías, conquistar una limpidez inobjetable para su por siempre añorado y bruñido poder político y una sacralidad a toda prueba en la impartición y mando de los asuntos públicos de la congregación sobre la que gobiernan.

La epidérmica diversidad de sistemas que surge de esta idolatría del patrón Sistema es prácticamente incontable, pues habrá tantos sistemáticos cultos como congregaciones haya susceptibles de ser apadrinadas (o empadronadas). Y lo cierto es que, en la práctica, tales “sistemas” no se compadecen de las bellas palabras y los prometedores sueños de quienes detentan entre sus

manos el cetro del guía, pues una fatalidad impone que tal cetro se transfigure en garrote y así, entre los clementes preceptores de toda polis resurge incansablemente el “saludable entretenimiento” del arte de los estacazos, ya para con sus propios conciudadanos o para con las naciones que adolecen de la “culpa” de ser menos afectas al uso de la violencia o de ser, llanamente, menos fuertes. Pero lo más importante a destacar es que este deporte de los vergajazos (virtuales o físicos, igual de dañinos a la postre) se practica sin descuidar las muy específicas direcciones y más determinados fines con que deben delinearse obligatoria y piramidalmente las pautas sociales que tratan sobre los deberes y derechos de los hijos de toda república, venerados conciudadanos y, muy especialmente, las normas que tratan sobre el manejo de los fondos públicos de las masas tuteladas, normas obvia y convenientemente manipuladas por quienes, por obra y gracia del espíritu santo, tienen la responsabilidad de cuidar los intereses de la colectividad. Sin el control de la hacienda no se puede garantizar el éxito de los predicadores políticos y es, obviamente, en el seno de sus conciliábulos donde se definen las directrices y fines para el manejo de la cosa pública; es allí donde se trazan los justificativos demagógicos; es allí donde sesudamente se pergeñan falacias vestidas de dictamen; es allí donde se diseña la utopía como una pesadilla para entregarla a la comunidad aderezada de toda suerte leyes y dispositivos que, al final, no harán otra cosa que mediatizar al individuo y favorecer al sempiterno cultor de la confabulación política.

El caso de Venezuela no escapa a la práctica de ese viejo y sano juego de las aspiraciones y transpiraciones que implica el deseo de transformar realidades y que caracteriza al ser humano. La cuestión es que, indefectiblemente, ese juego de transformación más se traduce, en éste como en otros pueblos, en un ejercicio de encasillado determinismo, en un sistematismo vacío de sentido, en un juego en el que las reglas no escritas predican, primeramente, que todo individuo ha de prepararse para conquistar y gobernar sobre una realidad extrínseca, siempre con la mira puesta en el influjo que pueda imponer su

presencia -o la de su sombra- sobre la presencia de los demás mortales; se le conmina a perseguir el despunte o el descollamiento por encima de sus prójimos. Tal conducta rememora la ceguera de Narciso, pues ¿no hay una ceguera alojada allí, en la psique de quien sólo es capaz de verse a sí mismo como un arcángel triunfante que exhibe sus blasones, mientras su pie somete el cuello de un animal fabuloso, engendro que -no se ha percatado- es, ni más ni menos, tan hombre como él? En Venezuela, como en otras latitudes, padecemos una ceguera del alma y es, gracias a ello, que no salimos del encandilamiento en lo que toca a vida en comunidad. Si no estamos en condiciones de convivir siquiera con aquello que alienta en nuestro fondo, ¿en virtud de qué sino, hado o fuerza lo estaríamos para convivir con los otros y, más aún, con la esfera natural que nos circunda? No hay tiempo ni razones para justificar discusiones bizantinas que tan sólo propician la confusión por todas partes, mas eso es lo que hacemos día a día. Tampoco tenemos tiempo ni razones para evadir un tema central de nuestra hora, cual es que, por un lado, un grupo de ciudadanos se uniforme, sectorice y forme línea tras las hueras consignas de una barnizada doctrina o las escurridizas promesas de un oficiante demagogo (otra de las vestimentas de que se sirve el dios Sistema) para lograr, como único objetivo, detentar la sombra del poder por el poder en sí y, por el otro, que otro grupo de ciudadanos esté deshojando la margarita para decidir a qué orilla del río les conviene colocarse, bien sea para salvarse de una presagiada crecida, bien sea para aprovecharse, luego, de la pesca en aguas revueltas. Y éste es el súmmum del tema: ni se piensa ni se siente en función del hombre –bien sea en el hombre fusionado o bien sea en el hombre individuado-, sino en función del más mediatizado y estrecho de los egos que pueda poseer un individuo; esto es, desde una individualidad envilecida. Si bien es cierto que, como dijera Erasmo, no hay mayor síntoma de locura que el desamor por uno mismo, también es cierto que todo amor propio tiene un lindero. Si nos empeñamos en desestimar nuestro lindero personal por hacernos más extensos y ganar brillo a la vista del otro o de los otros, caeremos en el riesgo de perder la brújula de nuestra interioridad. Y ésa es la cruda realidad de nuestras andanzas en medio de la colectividad. Y no es otra la tesis que se ha predicado a los niños secularmente, por una inmensa mayoría de quienes han tenido la “misión de la enseñanza” en Occidente; tales misioneros creyeron y aún creen que comporta una sana y primordial doctrina la que predica el ejercicio de las inducciones sobre el individuo, como si la naturaleza no manifestara ya de suyo sus impulsos en la vida de cada uno de sus hijos[3].

Se vende a los niños, como razón de vida, la lucha por un puesto señero en el mundo. Mas, al final, lo que realmente tendrá cada persona que afrontar es un caso de honestidad para consigo misma: indagarse y encontrar cómo llegar a buen puerto ante el dilema de lo que se anhela ser -en y desde el fondo de sí mismo- y lo que hasta la saciedad se le ha predicado que “debe uno ser”, como parte de la sociedad. Realmente se trata de una lucha entre la libertad -en su sentido más pleno e irrevocable, entendida como el libre albedrío de toda interioridad- y el peso opresivo de un statu quo que concuerdan en sobrellevar algunos y en defender otros como colectividad, aún a costa de estar conscientes de que ese peso es ya un padecimiento, una carga inllevable. Y con esa presión extraordinaria que establece la plutocracia globalmente organizada, sea que se predique en regímenes abiertos o cerrados sobre sociedades e individuos (pues, paradójicamente, multitud y persona son tan semejantes como desemejantes y a toda plutocracia se le hace necesario atacar al hombre por ambos flancos), es sumamente improbable que se pueda lograr un desarrollo armónico en el seno del espíritu humano. Al final son voces aisladas, muchísimas de ellas respetables y señeras, intentando develar los ancianos males de la humanidad, intentando abatir al basilisco imperante en el sueño que llamamos realidad; acaso sea muy poco lo que logren incidir en el seno de la humana naturaleza, pues sus voces son y han sido ancestralmente mediatizadas con escarnio por un ideal crematístico que se sustenta a sí mismo y que, inexplicablemente, todavía hoy defienden, como hipnotizados autómatas, las grandes masas de nuestras sociedades, desde aquellos que viven en la más paupérrima de las pobrezas -aunque en descargo de ellos hay que decir que no les queda otro remedio que ejercer su derecho a tal defensa, pues tienen que amoldarse a los “hechos” y buscar una vía para su humana subsistencia-, pasando por los ciudadanos que se encuentran en el medio de la escala plutocrática, acariciando el sueño de una Edad de Oro hipotecada, llegando hasta los que asumen una vida plena de comodidades y riqueza material como un regalo divino para el que hubieran estado predestinados desde el más allá.

La crisis del hombre moderno halla su razón de ser en el desgano de éste por respirar a su aire, pues relegó su alma a un escondrijo del lenguaje, siendo que ella le habita, con o sin su consentimiento, a trastiendas; es como si, por inadvertencia, un novicio desprevenido hubiere postergado el cuidado de un huerto sagrado y, luego, no hallara los medios para hacerlo florecer nuevamente. Los más grandes conflictos del hombre moderno deben su génesis a un desacato o desoimiento del alma individual, a una desatención de la cualidad vaporosa del espíritu y a un rechazo por todo lo volátil e incorpóreo; hallan razón de ser en una carencia y, es más, en ella se enquistan; y, aunque parezca extraño, es allí donde ganan todas las batallas los mecanismos del poder y sus dioses de aserrín; es por una carencia del espíritu que se imponen los patrones de conducta en los pueblos y es por esa misma carencia que se justifica todo exabrupto amparado en variopintos credos políticos, económicos o ideológicos. La pobreza -toda pobreza- nace y muere en nuestro pecho.

Septiembre 25 de 2006.[1] Cuánta sutileza encierra la palabra enseres, ese plural sustantivo derivado de en y ser. Nos lleva a presumir que hay un hálito de vida coexistiendo en aquellas cosas tocadas por mano del hombre; nuestras prendas personales se hayan pues en estado de ser. [2] Me permito reproducir el término Democracia del Diccionario, tal como aparece en la apreciada página: La palabra del día, http://www.elcastellano.org/ Sistema político en el cual el pueblo ejerce el gobierno directamente o a través de sus representantes electos. Democracia proviene del latín tardío democratia y ésta del griego demokratía (gobierno del pueblo), formada por demos (pueblo) y kratein (gobernar), esta última proveniente de kratos (fuerza). En el siglo V A. C., durante el gobierno del estratega Pericles, surgió en Atenas un régimen político basado en decisiones populares. Los ciudadanos se reunían en la Ekklesia o "asamblea popular" para deliberar y decidir sobre las grandes cuestiones del gobierno. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de Atenas eran esclavos o metekos (extranjeros), mientras que los ciudadanos que efectivamente participaban en la vida política ateniense no pasaban del diez por ciento de la población. La democracia resurgió en Europa durante la Edad Media en lugares aislados, como en los cantones suizos y en algunas repúblicas alemanas o italianas, y el

prestigio del término se fue fortaleciendo lentamente con el ascenso gradual de la burguesía. El primer registro de uso de democracia en español está datado en 1640; la palabra ya estaba incluida en el Diccionario de la Real Academia de 1732 (su primera edición, conocida como Diccionario de Autoridades). No obstante, la voz democracia se hizo más conocida en la Revolución Francesa (1789), con la caída de la monarquía en Francia y la posterior democratización de los regímenes monárquicos en la mayor parte de Europa. Desde entonces, tanto los gobiernos basados en el capitalismo como los países comunistas de Europa y Asia, además de Cuba, se atribuyeron la calificación de "democráticos". Sin embargo, la democracia ejercida directamente por los ciudadanos -tal como en Atenas- parece no ser viable en nuestro tiempo debido a la complejidad del Estado, que adopta formas representativas mediante las cuales el pueblo ejerce su soberanía por medio de representantes electos. A partir de democracia se formaron palabras derivadas, tales como demócrata, democratizar y democratización. Entre los peligros del régimen democrático se ha señalado el de la aparición de demagogos, vocablo formado por las voces griegas demos (pueblo) y agein (conducir). Los demagogos son líderes que seducen al pueblo con sus promesas y lo conducen por caminos equivocados. A pesar de este significado, demagogo fue inicialmente un título honorífico que se concedía en la ciudad griega a líderes populares y personalidades ilustres, como el reformador Solón, reconocidos por la forma en que conducían al pueblo. [3] Sin dejar de anotar que, modernamente, el substrato filosófico de ciertas naciones del Oriente, tradicionalmente menos sustentado en lo deductivointelectivo que en lo sensitivo-contemplativo, ha cedido parte de esa virtualidad cósmica que innatamente ocupaba en el seno espiritual del individuo, para dar paso a un “metodismo de la idea” y, supremamente, a un culto exacerbado por la medición de todo acto humano, ambos originarios de Occidente. Y globalmente se ha venido imponiendo, con fuerza y velocidad inusitadas, un apego al vivir sobre la base de una consumación pragmática. Pero las ideas prevalecientes en Occidente, ésas que amenazan con atenazar al mundo, no son precisamente las nacidas en el lecho del espíritu. ¿Cómo podrían haber nacido en tal lecho esas Moiras que incitan al hombre a evadir su promesa de ser hombre? Las genuinas ideas de Occidente, aquellas que nacieron en el corazón y en el espíritu de sus hijos, viven errando entre catacumbas.

El primer fotograma ha sido tomado del film Clockwork Orange (Kubrik), los siguientes han sido tomados del film Baraka (Fricke).

Publicado previamente en: http://www.letralia.com/ http://es.geocities.com/revista_remolinos/ http://www.canasanta.com/ http://letrascontraletras.blogspot.com/2007/07/la-ceguera-del-espritu-luisalejandro.html

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