\"La Actuación Popular Porteña como patrimonio cultural intangible\", en #PensarLaCulturaPública: apuntes para una cartografía nacional, Buenos Aires: Ministerio de Cultura de la Nación, ISBN 978-987-3772-71-9

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Descripción

#PensarLaCulturaPública

Apuntes para una cartografía nacional

Subsecretaría de Cultura Pública y Creatividad Ministerio de Cultura de la Nación

Ministerio de Cultura de la Nación #PensarLaCulturaPública : apuntes para una cartografía nacional. - 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2015. 210 p. ; 21 x 14 cm. ISBN 978-987-3772-71-9 1. Cultura Popular. 2. Patrimonio Cultural. CDD 306

Presidenta de la Nación

Cristina Fernández de Kirchner Vicepresidente de la Nación

Amado Boudou

Ministra de Cultura

Teresa Parodi

Jefa de Gabinete

Verónica Fiorito Secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional

Ricardo Forster

Subsecretaria de Cultura Pública y Creatividad

María Elena Troncoso

2015 Ministerio de Cultura Imagen de tapa: Ciudad no muy extensa (2007), de Clorindo Testa.

Perteneciente al acervo patrimonial del Banco Central de la República Argentina. Impreso en Argentina Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Se permite la reproducción, distribución y/o comunicación pública del contenido de este libro, sin fines comerciales. Deberá respetarse la autoría e integridad de los textos, manteniendo su versión original y citando adecuadamente la fuente. Queda prohibida su venta. Publicación gratuita de la Subsecretaría de Cultura Pública y Creatividad, Ministerio de Cultura de la Nación.

La actuación popular porteña

POPULARintangible PORTEÑA COMO PATRIMONIO LA ACTUACIÓN cultural como patrimonio CULTURAL INTANGIBLE

Karina KarinaMauro Mauro11 [email protected] [email protected]

Resumen La tradición del actor popular porteño constituye una intervención singular y nacional en el arte teatral universal, forjada a través de años de creación, ejercicio y transmisión de procedimientos estéticos, en los que intervinieron e intervienen varias generaciones de artistas. En este sentido, es oportuno pensarla entonces como parte de nuestro patrimonio cultural inmaterial o intangible. Diversos documentos de la UNESCO, como la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003 o la Recomendación para la Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular de 1989, definen al patrimonio cultural intangible como los usos, representaciones, expresiones y técnicas que las comunidades reconocen como propias y que les infunden un sentimiento de identidad y continuidad a las mismas, promoviendo su creatividad, es decir, promoviendo la creación de nuevos bienes culturales. Y cabe destacar que las artes del espectáculo son mencionadas explícitamente en estos documentos como parte de este patrimonio. Ahora bien, hablar de bienes culturales intangibles es hablar indefectiblemente de un patrimonio siempre en riesgo, dado que su existencia depende exclusivamente del uso y de la transmisión de estos bienes por parte de los sujetos. Y como las prácticas culturales no son objetos sino hechos vivos, varían y surgen mixturas que las transforman a lo largo de las genera-ciones hasta a veces hacerlas desaparecer. Por consiguiente, estos documentos proponen una serie de medidas para la preservación del patrimonio cultural 1 Doctora en Historia y Teoría de las Artes por la UBA. Investigadora Asistente del CONICET. Se especializa en Teoría e Historia de la Actuación en Teatro y Cine. Directora del Proyecto UBACyT “Los trabajadores del espectáculo en Buenos Aires: la especificidad laboral como condicionamiento de su situación social, cultural y gremial (1902 – 1955)”. Profesora Titular de Historia Sociocultural del Arte I y II (UNA), y Docente Regular de Psicología del Arte (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Investigadora del GETEA (Instituto de Arte Argentino y Latinoamericano “Luis Ordaz”, Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Ha realizado numerosas publicaciones y presentaciones en congresos nacionales e internacionales. Organizó el I Coloquio del Actor Popular en 2014. Ha dictado cursos de posgrado y de grado, y se ha desempeñado como crítica en las revistas Teatro XXI y Alternativateatral. Actriz y cantante.

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intangible. Estas medidas consisten en identificar estos bienes y en garantizar que los depositarios de dicho patrimonio prosigan con el desarrollo de sus conocimientos y técnicas, y las trasmitan a las generaciones más jóvenes, e incluso se agrega la posibilidad de que los Estados otorguen, a determinados sujetos, la distinción de “tesoros humanos vivientes”. Por supuesto, el riesgo que llevan implícitas iniciativas de este tipo es que estas prácticas culturales se anquilosen o se conviertan en piezas de museo, vaciadas de su carácter acontecimental. Pero en el caso de la tradición del actor popular porteño eso está muy lejos de suceder, debido a ciertas actitudes e ideas muy arraigadas en nuestro campo cultural que a lo largo de los años han perjudicado el desarrollo y la continuidad de la actuación popular poniendo en riesgo su preservación. La actuación popular en el teatro porteño Es conocida la gran desvalorización de la que esta forma actoral ha sido víctima desde su aparición a fines del siglo XIX y principios del XX, que corrió por cuenta de la intelectualidad e incluso de los mismos dramaturgos cuyos textos eran estrenados por estos actores. La acusación de falta de decoro en el escenario y de falta de respeto al texto dramático era moneda corriente, pero estos reproches de tipo ético fueron mixturándose o decantando en la idea de que estos actores actuaban mal o de que los actores cultos o serios, los de la declamación y con el correr de los años los stanislavskianos, eran mejores. Hay muchos ejemplos de cómo operaba esta deslegitimación, pero recordemos una vez más el caso emblemático de Luis Arata, de quien se decía que era mal actor e incluso que tenía dificultades de intelección. Recién cuando estrena El gorro de cascabeles en 1933 y recibe una felicitación muy elocuente por parte de su autor Luigi Pirandello (una figura y además extranjera, quien exclama que Arata era el mejor actor que había interpretado esa obra), la crítica comenzó a percibirlo de otra manera. Pero recordemos que Arata había sido uno de los actores fundamentales del grotesco discepoliano durante la década anterior y esto no había sido valorado en su justa medida. Sucede con el actor popular lo que sucede con muchos aspectos vinculados al fenómeno teatral, que es el sometimiento a parámetros de valorización provenientes del mundo de las letras, postura que luego irradia a la valorización de manifestaciones actorales en otros medios, como el cine, la radio y la televisión. De este modo se asoció a la actuación popular con el denominado género chico, corriendo igual suerte que el mismo según se lo vituperara o se lo exaltara, pero nunca alcanzando su autonomía como práctica artística, lo que

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hubiera motivado su valoración como una estética particular que podía desbordar los límites del género teatral en el que se había desarrollado. Pero, ¿qué significa esto? Sabemos que el sainete y el grotesco fueron géneros considerados menores por el campo teatral y cultural, hasta la revisión planteada por David Viñas en su ensayo “Grotesco, inmigración y fracaso”. O sea, una vez más, la legitimación procede del campo de las letras y se produce por los valores referenciales de los textos dramáticos, más que por la intervención estética que implicaba su puesta en escena, que desafiaba el canon representativo vigente. En este sentido, el rol del actor popular era fundamental. Es decir, lo que el actor popular era capaz de hacer en el aquí y ahora del hecho escénico era profundamente disruptivo y perturbador en términos estéticos y era esto lo que promovía la configuración de referentes con una dimensión política muy fuerte, aunque compleja, no directa ni unívoca. Recordemos que uno de los procedimientos más importantes del actor popular es la parodia: a la actuación seria y al teatro serio, pero más ampliamente es la cultura oficial la que resulta parodiada. En este sentido, la actuación popular tiene un profundo carácter carnavalesco (en términos de Bajtin) sobre todo si tenemos en cuenta que los espectadores de aquél teatro eran las clases populares conformadas por criollos e inmigrantes, marginados de esa cultura oficial que se exaltaba en el teatro culto. Entonces era importante la presencia del conventillo (muchas veces “abuenado”, es verdad, pero colocado arriba de la escena, no negado o escondido), la presencia del tango, pero además eran importantes los sujetos que poblaban ese escenario y que recurrían a los acentos extranjeros y el uso del balbuceo, produciendo un habla que resultaba significativa justamente por ser inentendible, y la explotación de una postura corporal en permanente desequilibrio, heredera del payaso, por supuesto. Sin duda, una de las cosas que aportó a la desvalorización fue la relación del actor popular con el humor. Sabemos que en nuestra cultura occidental el humor es considerado inferior al drama, y aunque no podemos justificar mucho por qué, seguimos sosteniendo esta creencia. Pensemos lo que pasó cuando se estrenó La Vida es Bella, por ejemplo. Pareciera que el humor no puede utilizarse para hablar de temas importantes. La relación del actor popular con el humor, promovió esa idea de que los actores populares eran “caricatos” que no podían más que hacer reír mediante groserías. Pero como espectadores sabemos que cuando un actor popular es cómico es muy cómico, pero cuando un actor popular se pone serio es muy difícil escapar a su influjo. ¿Quién se puede resistir a Tita Merello en Los Isleros (Lucas Demare, 1951), o a la

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interpretación “llorada” de Luis Sandrini? Y ni hablar de la secuencia final de La Cabalgata del Circo, de Mario Soffici (1945). Pero la desvalorización no sólo redundó en el desmerecimiento de los actores populares y de sus capacidades estéticas, sino también en el desmerecimiento del público que gustaba de estos actores, al que se diagnosticaba como carente de educación, cuando en realidad era un público que tenía que conocer las convenciones del teatro serio, para poder disfrutar y reírse de la parodia al mismo. Sin embargo, lo más perjudicial de esta actitud discriminatoria fue que no permitió ver más allá y separar la poética y los procedimientos del actor popular de un determinado tipo de dramaturgia. Si esa distinción hubiera podido operarse, eso habría permitido comprender las posibilidades de la actuación popular para enriquecer cualquier texto de cualquier género teatral, dada su capacidad de producir sentidos indeterminados y referentes más complejos que la actuación culta (incluida el realismo), que produce referentes más unidimensionales o carentes de ambigüedad. Como el actor popular se enfrenta cara a cara con el público con el fin de ganarse el sustento (o sea que sabe que depende del público y por eso no se olvida del mismo y busca complacerlo, no educarlo ni emanciparlo, sino entretenerlo y emocionarlo), puede dotar de teatralidad a cualquier texto, bueno o malo, culto o no culto, debido a su enorme capacidad de horadar, de cuestionar, de dialogar con el texto en escena. Pero por supuesto, al precio de no tratarlo con soberbia ni con un respeto acartonado, sino con la voluntad de producir teatralidad de las formas menos esperadas. Esto lo sabía muy bien Armando Discépolo cuando escribía sus textos dramáticos. Cuando uno lee sus obras advierte que necesitan de la actuación popular para producir el “efecto grotesco”, esa capacidad de provocar simultáneamente la risa y el llanto con un mismo gesto, con una misma actitud. Es decir, ese efecto, que es dificilísimo de lograr, no se desprende del texto mismo, sino que el texto “reclama” al actor popular y eso Discépolo lo sabía. Sabía cuál era el tipo de actor destinatario de esos textos. Independientemente de que él también defenestrara a los actores populares, porque justamente, la historia que estamos contando es una historia compleja y contradictoria. Y lo más trágico de esta historia es que siendo Discépolo nuestro dramaturgo nacional –esto merced a la lectura de Viñas– y dada la pérdida de la tradición del actor popular, nuestros actores tienen grandes dificultades para representar sus textos en la actualidad: dificultades para lograr el efecto grotesco, que como ya dijimos es estéticamente muy complejo, pero también para la imitación de acentos extranjeros, por ejemplo.

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Y acá opera la otra gran problemática que afecta la preservación del patrimonio cultural del actor popular y que es la falta de transmisión de sus procedimientos estéticos. Desde el origen de las instituciones de formación actoral en nuestro país, tanto públicas como privadas, los actores populares fueron dejados de lado. Se creía que el contacto de los aspirantes a actores con esta gente era perjudicial. En las últimas décadas, algunas instituciones de enseñanza de la actuación incorporaron procedimientos del teatro popular, pero europeo, como por ejemplo la Commedia dell’arte, y la técnica del clown en su variante francesa, pero no del teatro popular argentino. De este modo, los grandes actores populares fueron muriendo sin transmitir sus experiencias y sus conocimientos. Otro aspecto que solapadamente atenta contra la transmisión de esta poética es evaluar a los buenos actores populares como artistas excepcionales. Es decir, se los valora, pero por su excepcionalidad y no por su pertenencia a una tradición o a una escuela. Y esto atenta contra la preservación, porque la excepcionalidad no es transmisible. Una tradición, una técnica sí, pero eso es justamente lo que se le escamotea al actor popular. El actor popular no tiene técnica, hace lo que le surge, es espontáneo. Entonces, la enorme ductilidad del actor popular para representar todo tipo de textualidades es algo que pasó desapercibido para la mayor parte del campo teatral a lo largo de las décadas, pero algunos teatristas en particular sí lo comprendieron, aunque ellos mismos fueron muchas veces incomprendidos. Hay una incipiente actitud de rescate por parte de Oscar Ferrigno padre, por ejemplo, en Fray Mocho y después también. Hay que leer el relato que hace Eduardo Pavlovsky de su trabajo con Ferrigno, por ejemplo, y de cómo era desvalorizado por los actores cultos. Pero fundamentalmente es Alberto Ure el que explícitamente propugna que es el actor popular el que llegó más lejos estéticamente. Cuando Ure va a los Estados Unidos para encontrarse con los grupos de la experimentación y la vanguardia teatral de los 60, se da cuenta de que lo que ellos hacen ya lo había hecho el actor popular porteño y por eso comienza a utilizar esta estética en sus puestas, como El campo (Griselda Gambaro), Sucede lo que pasa (Griselda Gambaro), Los invertidos (José González Castillo), etc. O sea, la actuación popular era capaz de producir aquello que intentaban generar las propuestas experimentales, es decir, una intervención estética que redundara en una intervención política, pero no mensajista. Lo atinado de Ure fue percatarse de que eso no podía lograrse mediante la implantación directa e irreflexiva de experimentaciones formales foráneas, porque eso diluía el efecto político de esas estéticas, que pasaban a ser

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percibidas como un juego para unos pocos. Ure apuesta en cambio a la repercusión que producía al interior del campo cultural tomar los rasgos de una poética desestabilizante y encima desvalorizada por el mismo. Hay una anécdota muy conocida, relatada por el mismo Ure, quien en sus clases elogiaba a Alberto Olmedo. En una oportunidad se encontraron en un restaurante y Olmedo se acercó para pedirle que no lo cargara, que no le tomara el pelo. Y Ure no sabía cómo explicarle que él lo admiraba de verdad, pero tan raro era que alguien proveniente del teatro serio o el teatro culto hablara bien de un actor popular. La pregunta que debemos hacernos es, ¿cuánto teatro y cuántos personajes de Olmedo nos perdimos por esa actitud? Hace muy poco tiempo sucedió un hecho en el que todos estos prejuicios mostraron su vigencia en la actualidad, que fue el fallecimiento de Norma Pons. Era increíble escuchar cómo sigue activa la idea de que la legitimación al actor popular le llega cuando actúa “textos importantes” lo cual no sólo hace gala de un prejuicio hacia el actor, sino de una concepción muy extraña del texto dramático, y de cuándo considerarlo importante y cuándo no. Y era increíble también escuchar la reproducción de declaraciones recientes de la actriz cuando contaba qué le contestaron cuando fue a pedir trabajo al teatro oficial. Cómo esas puertas estaban cerradas porque los actores populares no pueden representar “textos importantes” y porque éstos no se representan en esos teatros. Más o menos esa fue la respuesta. Entonces nuevamente, ¿cuánto teatro y cuántos personajes de Norma Pons nos perdimos por esa actitud? Conclusiones Para concluir, agreguemos que la preservación del patrimonio cultural intangible que representa la actuación popular requiere de varias acciones. En primer término, de su identificación como una práctica artística autónoma y de su descripción en tanto escuela o tradición compartida y transmisible. En este sentido, el trabajo de Osvaldo Pellettieri abrió una puerta invalorable para que esta reflexión sea emprendida académicamente. También la crítica tiene que desarrollar herramientas conceptuales para liberar al actor popular de la mera espontaneidad, y asumir a la actuación popular como un fenómeno artístico susceptible de apreciación estética, pero según parámetros propios y no extrapolados del teatro culto. Por último, promover la práctica de estos procedimientos es quizá una tarea más compleja y que la corresponde a todo el campo cultural. Es tarea de los

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teatros oficiales promover la puesta en escena de textos vinculados con esta tradición y convocar a los actores populares para que representen esos textos y de todo tipo. De las escuelas de actuación, transmitir explícitamente y promover la práctica de los actores jóvenes en esta poética. En definitiva, pensar la actuación popular es revalorizar nuestra propia experiencia como espectadores, mantener la memoria y comprender que eso que nos emocionó, que nos hizo reír, hizo llorar, es valioso y que merece ser preservado, porque es algo singular y propio. Bibliografía AAVV, (2002). Historia del teatro argentino en Buenos Aires, Tomo II, La emancipación cultural (1884-1930), OSVALDO PELLETTIERI (dir.), Buenos Aires: Galerna. BAJTÍN, M. (1994). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Buenos Aires: Alianza Editorial. PAVLOVSKY, E. (2001). La ética del cuerpo, Buenos Aires: Atuel. PELLETTIERI, O. (2001). “En torno al actor nacional: el circo, el cómico italiano y el naturalismo”, en De Totó a Sandrini. Del cómico italiano al “actor nacional” argentino, Buenos Aires: Galerna. UNESCO, (1989). Recomendación sobre la Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular, París. ------------- (2003). Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. París. URE, A. (2003). Sacate la careta, Buenos Aires: Norma. VIÑAS, D. (1969). “Armando Discépolo: Grotesco, inmigración y fracaso”, Introducción a Obras escogidas (de Armando Discépolo), Buenos Aires: Ed. Jorge Álvarez.

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