La actuación popular como patrimonio cultural intangible en riesgo

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Descripción

La actuación popular como patrimonio cultural intangible en riesgo
Karina Mauro
(CONICET-UBA / UNA)

La tradición del actor popular argentino constituye una intervención
singular y nacional en el arte teatral universal, forjada a través de años
de creación, ejercicio y transmisión de procedimientos estéticos, en los
que intervinieron e intervienen varias generaciones de artistas. En este
sentido, es oportuno pensarla entonces como parte de nuestro patrimonio
cultural inmaterial o intangible.

Diversos documentos de la UNESCO, como la Convención para la Salvaguardia
del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003 o la Recomendación para la
Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular de 1989, definen al
patrimonio cultural intangible como los usos, representaciones, expresiones
y técnicas que las comunidades reconocen como propias y que les infunden un
sentimiento de identidad y continuidad a las mismas, promoviendo su
creatividad, es decir, promoviendo la creación de nuevos bienes culturales.
Y cabe destacar que las artes del espectáculo son mencionadas
explícitamente en estos documentos como parte de este patrimonio.

Ahora bien, hablar de bienes culturales intangibles es hablar
indefectiblemente de un patrimonio siempre en riesgo, dado que su
existencia depende exclusivamente del uso y de la transmisión de estos
bienes por parte de los sujetos. Y como las prácticas culturales no son
objetos sino hechos vivos, varían y surgen mixturas que las transforman a
lo largo de las generaciones hasta a veces hacerlas desaparecer. Por
consiguiente, estos documentos proponen una serie de medidas para la
preservación del patrimonio cultural intangible. Estas medidas consisten en
identificar estos bienes y en garantizar que los depositarios de dicho
patrimonio prosigan con el desarrollo de sus conocimientos y técnicas, y
las trasmitan a las generaciones más jóvenes, e incluso se agrega la
posibilidad de que los Estados otorguen, a determinados sujetos, la
distinción de "tesoros humanos vivientes".

Por supuesto, el riesgo que llevan implícitas iniciativas de este tipo es
que estas prácticas culturales se anquilosen o se conviertan en piezas de
museo, vaciadas de su carácter acontecimental. Pero en el caso de la
tradición del actor popular argentino eso está muy lejos de suceder, debido
a ciertas actitudes e ideas muy arraigadas en nuestro campo cultural que a
lo largo de los años han perjudicado el desarrollo y la continuidad de la
actuación popular, poniendo en riesgo su preservación.

Es conocida la gran desvalorización de la que esta forma actoral ha sido
víctima desde su aparición a fines del siglo XIX y principios del XX, que
corrió por cuenta de la intelectualidad e incluso de los mismos dramaturgos
cuyos textos eran estrenados por estos actores. La acusación de falta de
decoro en el escenario y de falta de respeto al texto dramático era moneda
corriente, pero estos reproches de tipo ético fueron mixturándose o
decantando en la idea de que estos actores actuaban mal o de que los
actores cultos o serios, los de la declamación y con el correr de los años,
los stanislavskianos, eran mejores. Hay muchos ejemplos de cómo operaba
esta deslegitimación, pero recordemos una vez más el caso emblemático de
Luis Arata, de quien se decía que era mal actor e incluso que tenía
dificultades de intelección. Recién cuando estrena El gorro de cascabeles
en 1933 y recibe una felicitación muy elocuente por parte de su autor,
Luigi Pirandello (una figura y además extranjera, quien exclama que Arata
era el mejor actor que había interpretado esa obra), la crítica comenzó a
percibirlo de otra manera. Pero recordemos que Arata había sido uno de los
actores fundamentales del grotesco discepolliano durante la década anterior
y esto no había sido valorado en su justa medida.

Sucede con el actor popular lo que sucede con muchos aspectos vinculados al
fenómeno teatral, que es el sometimiento a parámetros de valorización
provenientes del mundo de las letras, postura que luego irradia a la
valorización de manifestaciones actorales en otros medios, como el cine, la
radio y la televisión. De este modo se asoció a la actuación popular con el
denominado género chico, corriendo igual suerte que el mismo según se lo
vituperara o se lo exaltara, pero nunca alcanzando su autonomía como
práctica artística, lo que hubiera motivado su valoración como una estética
particular que podía desbordar los límites del género teatral en el que se
había desarrollado. Pero, ¿qué significa esto?

Sabemos que el sainete y el grotesco fueron géneros considerados menores
por el campo teatral y cultural, hasta la revisión planteada por David
Viñas en su ensayo "Grotesco, inmigración y fracaso". O sea, una vez más,
la legitimación procede del campo de las letras y se produce por los
valores referenciales de los textos dramáticos, más que por la intervención
estética que implicaba su puesta en escena, que desafiaba el canon
representativo vigente.

En este sentido, el rol del actor popular era fundamental. Es decir, lo que
el actor popular era capaz de hacer en el aquí y ahora del hecho escénico
era profundamente disruptivo y perturbador en términos estéticos y era esto
lo que promovía la configuración de referentes con una dimensión política
muy fuerte, aunque compleja, no directa ni unívoca. Recordemos que uno de
los procedimientos más importantes del actor popular es la parodia: a la
actuación seria y al teatro serio, pero más ampliamente es la cultura
oficial la que resulta parodiada. En este sentido, la actuación popular
tiene un profundo carácter carnavalesco (en términos de Bajtin) sobre todo
si tenemos en cuenta que los espectadores de aquél teatro eran las clases
populares conformadas por criollos e inmigrantes, marginados de esa cultura
oficial que se exaltaba en el teatro culto. Entonces era importante la
presencia del conventillo (muchas veces "abuenado", es verdad, pero
colocado arriba de la escena, no negado o escondido), la presencia del
tango, pero además eran importantes los sujetos que poblaban ese escenario
y que recurrían a los acentos extranjeros y el uso del balbuceo,
produciendo un habla que resultaba significativa justamente por ser
inentendible, y la explotación de una postura corporal en permanente
desequilibrio, heredera del payaso, por supuesto.

Sin duda, una de las cosas que aportó a la desvalorización fue la relación
del actor popular con el humor. Sabemos que en nuestra cultura occidental
el humor es considerado inferior al drama, y aunque no podemos justificar
mucho por qué, seguimos sosteniendo esta creencia. Pensemos lo que pasó
cuando se estrenó La Vida es Bella, por ejemplo. Pareciera que el humor no
puede utilizarse para hablar de temas importantes. La relación del actor
popular con el humor, promovió esa idea de que los actores populares eran
"caricatos" que no podían más que hacer reír mediante groserías. Pero como
espectadores sabemos que cuando un actor popular es cómico es muy cómico,
pero cuando un actor popular se pone serio es muy difícil escapar a su
influjo. ¿Quién se puede resistir a Tita Merello en Los Isleros (Lucas
Demare, 1951), o a la interpretación "llorada" de Luis Sandrini? Y ni que
hablar de la secuencia final de La Cabalgata del Circo, de Mario Soffici
(1945).

Pero la desvalorización no sólo redundó en el desmerecimiento de los
actores populares y de sus capacidades estéticas, sino también en el
desmerecimiento del público que gustaba de estos actores, al que se
diagnosticaba como carente de educación, cuando en realidad era un público
que tenía que conocer las convenciones del teatro serio, para poder
disfrutar y reírse de la parodia al mismo.

Sin embargo, lo más perjudicial de esta actitud discriminatoria fue que no
permitió ver más allá y separar la poética y los procedimientos del actor
popular de un determinado tipo de dramaturgia. Si esa distinción hubiera
podido operarse, eso habría permitido comprender las posibilidades de la
actuación popular para enriquecer cualquier texto de cualquier género
teatral, dada su capacidad de producir sentidos indeterminados y referentes
más complejos que la actuación culta (incluida el realismo), que produce
referentes más unidimensionales o carentes de ambigüedad.

Como el actor popular se enfrenta cara a cara con el público con el fin de
ganarse el sustento (o sea que sabe que depende del público y por eso no se
olvida del mismo y busca complacerlo, no educarlo ni emanciparlo, sino
entretenerlo y emocionarlo), puede dotar de teatralidad a cualquier texto,
bueno o malo, culto o no culto, debido a su enorme capacidad de horadar, de
cuestionar, de dialogar con el texto en escena. Pero por supuesto, al
precio de no tratarlo con soberbia ni con un respeto acartonado, sino con
la voluntad de producir teatralidad de las formas menos esperadas.

Esto lo sabía muy bien Armando Discépolo cuando escribía sus textos
dramáticos. Cuando uno lee sus obras advierte que necesitan de la actuación
popular para producir el "efecto grotesco", esa capacidad de provocar
simultáneamente la risa y el llanto con un mismo gesto, con una misma
actitud. Es decir, ese efecto, que es dificilísimo de lograr, no se
desprende del texto mismo, sino que el texto "reclama" al actor popular y
eso Discépolo lo sabía. Sabía cuál era el tipo de actor destinatario de
esos textos. Independientemente de que él también defenestrara a los
actores populares, porque justamente, la historia que estamos contando es
una historia compleja y contradictoria. Y lo más trágico de esta historia
es que siendo Discépolo nuestro dramaturgo nacional, y esto merced a la
lectura de Viñas, y dada la pérdida de la tradición del actor popular,
nuestros actores tienen grandes dificultades para representar sus textos en
la actualidad: dificultades para lograr el efecto grotesco, que como ya
dijimos es estéticamente muy complejo, pero también para la imitación de
acentos extranjeros, por ejemplo.

Y acá opera la otra gran problemática que afecta la preservación del
patrimonio cultural del actor popular y que es la falta de transmisión de
sus procedimientos estéticos. Desde el origen de las instituciones de
formación actoral en nuestro país, tanto públicas como privadas, los
actores populares nacionales fueron dejados de lado. Se creía que el
contacto de los aspirantes a actores con esta gente era perjudicial. En las
últimas décadas, algunas instituciones de enseñanza de la actuación
incorporaron procedimientos del teatro popular, pero europeo, como por
ejemplo la Commedia dell' Arte, y la técnica del clown en su variante
francesa, pero no del teatro popular argentino. De este modo, los grandes
actores populares fueron muriendo sin transmitir sus experiencias y sus
conocimientos.

Otro aspecto que solapadamente atenta contra la transmisión de esta poética
es evaluar a los buenos actores populares como artistas excepcionales. Es
decir, se los valora, pero por su excepcionalidad y no por su pertenencia a
una tradición o a una escuela. Y esto atenta contra la preservación, porque
la excepcionalidad no es transmisible. Una tradición, una técnica, sí, pero
eso es justamente lo que se le escamotea al actor popular. El actor popular
no tiene técnica, hace lo que le surge, es espontáneo.

Entonces, la enorme ductilidad del actor popular para representar todo tipo
de textualidades es algo que pasó desapercibido para la mayor parte del
campo teatral a lo largo de las décadas, pero algunos teatristas en
particular sí lo comprendieron, aunque ellos mismos fueron muchas veces
incomprendidos. Hay una incipiente actitud de rescate por parte de Oscar
Ferrigno padre, por ejemplo, en Fray Mocho y después también. Hay que leer
el relato que hace Eduardo Pavlovsky de su trabajo con Ferrigno, por
ejemplo, y de cómo era desvalorizado por los actores cultos.

Pero fundamentalmente es Alberto Ure el que explícitamente propugna que es
el actor popular el que llegó más lejos estéticamente. Cuando Ure va a los
Estados Unidos para encontrarse con los grupos de la experimentación y la
vanguardia teatral de los 60, se da cuenta de que lo que ellos hacen, ya lo
había hecho el actor popular argentino y por eso comienza a utilizar esta
estética en sus puestas, como El campo (Griselda Gambaro), Sucede lo que
pasa (Griselda Gambaro), Los invertidos (José González Castillo), etc. O
sea, la actuación popular era capaz de producir aquello que intentaban
generar las propuestas experimentales, es decir, una intervención estética
que redundara en una intervención política, pero no mensajista.

Lo atinado de Ure fue percatarse de que eso no podía lograrse mediante la
implantación directa e irreflexiva de experimentaciones formales foráneas,
porque eso diluía el efecto político de esas estéticas, que pasaban a ser
percibidas como un juego para unos pocos. Ure apuesta en cambio a la
repercusión que producía al interior del campo cultural tomar los rasgos de
una poética desestabilizante y encima desvalorizada por el mismo. Hay una
anécdota muy conocida, relatada por el mismo Ure, quien en sus clases
elogiaba a Alberto Olmedo. En una oportunidad se encontraron en un
restaurante y Olmedo se acercó para pedirle que no lo cargara, que no le
tomara el pelo. Y Ure no sabía cómo explicarle que él lo admiraba de
verdad, pero tan raro era que alguien proveniente del teatro serio o el
teatro culto hablara bien de un actor popular. La pregunta que debemos
hacernos es, ¿cuánto teatro y cuántos personajes de Olmedo nos perdimos por
esa actitud?

Pocos días antes de que el I Coloquio del Actor Popular tuviera lugar,
sucedió un hecho en el que todos estos prejuicios mostraron su vigencia en
la actualidad, que fue el fallecimiento de Norma Pons. Era increíble
escuchar cómo sigue activa la idea de que la legitimación al actor popular
le llega cuando actúa "textos importantes", lo cual no sólo hace gala de un
prejuicio hacia el actor, sino de una concepción muy extraña del textro
dramático, y de cuándo considerarlo importante y cuándo no.

Y era increíble también escuchar la reproducción de declaraciones recientes
de la actriz cuando contaba qué le contestaron cuando fue a pedir trabajo
al teatro oficial. Cómo esas puertas estaban cerradas porque los actores
populares no pueden representar textos importantes y porque los textos no
importantes no se representan en esos teatros. Más o menos esa fue la
respuesta. Entonces nuevamente, ¿cuánto teatro y cuántos personajes de
Norma Pons nos perdimos por esa actitud?

Para concluir, agreguemos que la preservación del patrimonio cultural
intangible que representa la actuación popular requiere de varias acciones.
En primer término, de su identificación como una práctica artística
autónoma y de su descripción en tanto escuela o tradición compartida y
transmisible. En este sentido, el trabajo de Osvaldo Pellettieri, abrió una
puerta invalorable para que esta reflexión sea emprendida académicamente.

También la crítica tiene que desarrollar herramientas conceptuales para
liberar al actor popular de la mera espontaneidad, y asumir a la actuación
popular como un fenómeno artístico susceptible de apreciación estética,
pero según parámetros propios y no extrapolados del teatro culto.

Por último, promover la práctica de estos procedimientos es quizá una tarea
más compleja y que la corresponde a todo el campo cultural. Es tarea de los
teatros oficiales promover la puesta en escena de textos vinculados con
esta tradición y convocar a los actores populares para que representen esos
textos y textos de todo tipo. De las escuelas de actuación, transmitir
explícitamente y promover la práctica de los actores jóvenes en esta
poética.

En definitiva, pensar la actuación popular es revalorizar nuestra propia
experiencia como espectadores, mantener la memoria y comprender que eso que
nos emocionó, que nos hizo reír, que nos hizo llorar, es valioso y que
merece ser preservado, porque es algo singular y propio.

Bibliografía
AAVV, 2002. Historia del teatro argentino en Buenos Aires, Tomo II, La
emancipación cultural (1884-1930), Osvaldo Pellettieri (Dir.), Buenos
Aires: Galerna.
Bajtín, Mijail, 1994. La cultura popular en la Edad Media y el
Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Buenos Aires: Alianza
Editorial.
Pavlovsky, Eduardo, 2001. La ética del cuerpo, Buenos Aires: Atuel.
Pellettieri, Osvaldo, 2001, b. "En torno al actor nacional: el circo, el
cómico italiano y el naturalismo", en De Totó a Sandrini. Del cómico
italiano al "actor nacional" argentino, Buenos Aires: Galerna.
UNESCO, 1989. Recomendación sobre la Salvaguardia de la Cultura Tradicional
y Popular, París.
UNESCO, 2003. Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural
Inmaterial, París.
Ure, Alberto, 2003. Sacate la careta, Buenos Aires: Norma.
Viñas, David, 1969. "Armando Discépolo: Grotesco, inmigración y fracaso",
Introducción a Obras escogidas (de Armando Discépolo), Buenos Aires: Ed.
Jorge Álvarez.
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