INGOLD, Tim: HACIENDO CULTURA Y TEJIENDO EL MUNDO

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Descripción

HACIENDO CULTURA Y TEJIENDO EL MUNDO Tim Ingold [Making Culture and Weaving the World, en: Matter, Materiality and Modern World, P. M. GravesBrown, ed. Routledge, Londres, pp. 50-71, 2000. Traducción: Andrés Laguens, 2009]

Artefactos y organismos En su libro, El azar y la necesidad (1972), el distinguido bioquímico Jacques Monod parte de determinar lo distintivo de los seres vivientes por medio del contraste con otra clase de cosas – aparentemente también dotadas con propiedades de forma y función – conocidas comúnmente como artefactos. Monod nos invita a imaginarnos como habitantes inteligentes de otro planeta, interesados en hallar si hay alguna evidencia de actividades que produzcan artefactos en la Tierra. Planeamos enviar una nave espacial a la Tierra, equipada con una computadora programada para distinguir, sobre la base de un espectro de datos de entrada, entre objetos que son artefactos y objetos que no lo son. ¿Cómo debería ser escrito este programa? Quizás la máquina debería tener instrucciones para buscar regularidades de formas, tales como varias clases de simetrías una repetición rítmica de elementos estructurales. Debido a que éstas son propiedades muy generales de la materia a nivel molecular, tendría que concentrarse en los rasgos macroscópicos de los objetos que encontrase. Aun así, sin embargo, las cosas que potencialmente podría registrar como “artefactos” podrían incluir la Calzada de los Gigantes, las alas de una mariposa, casi cualquier clase de concha marina, un panal de abejas, la cabeza de un girasol y una cantidad de otros objetos que – con la posible excepción del panal – normalmente no consideraríamos artificiales para nada. Por otro lado, la máquina no consideraría las sábanas arrugadas de una cama de la cual nos hayamos recién levantado después de una noche de sueño difícil, y ¡aún podría ubicar el hacer la cama de todas las mañanas en casa en la misma categoría de producción de artefactos como la de hacer camas que corresponde a una fábrica de muebles! Puede ser que el problema surja debido a que la en la programación de nuestra computadora para atender solamente a las propiedades formales, estructurales, de los objetos hayamos ignorado el rasgo más sobresaliente de los artefactos: que ellos han sido diseñados para un propósito. Supongamos, entonces, que corregimos esta deficiencia instruyendo a la máquina para que atienda a la ejecución de cosas, esto es, a su capacidad de funcionar de modos particulares para los cuales parecen peculiarmente adaptados más que contingentemente aptos (ver Preston, Capítulo 2). Una piedra que aparece naturalmente de tamaño y forma apropiados, en ausencia de algo mejor, puede ser útil para martillar clavos en la madera, pero el martillo de carpintero ha sido diseñado específicamente para esa tarea, y como tal calificaría como un artefacto mientras que la piedra no. Como señala Monod (1972:21), sin embargo, la propiedad del diseño funcional no es única de los artefactos sino que también es compartida por todas las cosas vivientes. Los paralelos con respecto a esto entre la ingeniería humana y la adaptación orgánica son una legión: las alas de los aviones y los pájaros, la disposición helicoide de las fibras en una cuerda y de los músculos de un pez, la combinación del arco y la suspensión en la construcción de un puente y en el esqueleto de un brontosaurio1. Nuestra computadora, registrando estos paralelos como equivalentes, fallaría totalmente en discriminar entre artefactos y formas de vida.

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Estos ejemplos son tomados de French (1988: 32-36, 117-118, 161), quien brinda muchos más. Ver también Steadman (1979, Capítulo 2).

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Existe una sola solución al problema, concluye Monod. Instruir a la computadora para que busque no sólo los objetos terminados sino todos los procesos por los cuales llegan a existir: su génesis y construcción. Notaría así de una vez que de los objetos dotados con forma y función hay una clase para la cual estas propiedades resultan de la aplicación a sus materiales constituyentes de fuerzas externas a los objetos en sí mismos, y otra clase cuyas propiedades no deben nada a la acción de fuerzas externas y sí todo a las interacciones “morfogenéticas” que son internas a los objetos en cuestión. La primera clase, entonces, abarca a los artefactos, mientras que la segunda abarca a los organismos vivientes (Monod 1972:21). Los primeros son “hechos” por alguna agencia que reside fuera de ellos, los últimos sólo “crecen”, enteramente por su propia voluntad. Ahora supongamos que hemos programado exitosamente nuestra computadora para atender a las irregularidades formales, la ejecución funcional y la morfogénesis. En medio de mucha excitación y anticipación popular, la nave con la computadora a bordo estar a punto de ser despachada a la Tierra. Antes de tomar la historia de lo que encuentra allí, permítaseme una pausa para considerar precisamente lo que está implicado en los artefactos por su caracterización como cosas que son hechas más que cosas que crecen.

Haciendo y creciendo Ante todo, se supone una distinción entre forma y sustancia, la que es entre las especificaciones de diseño del objeto y las materias primas de las cuales está compuesto. En el caso de cosas vivientes, se supone que la información que especifica el diseño de un organismo es portada en los materiales hereditarios, los genes, y así que cada nuevo ciclo de vida se inaugura con la inyección de esta especificación en un medio físico. Pero con los artefactos, esta relación entre forma y sustancia está invertida. La forma es aplicada desde el exterior, antes que desplegada desde dentro. La misma distinción entre un con y un sin de las cosas, sin embargo, implica la existencia de una superficie, donde la sustancia sólida se encuentra con el espacio de acción de aquellas fuerzas que inciden sobre ella. El sentido común, en términos prácticos, del muy difícil imaginar. Muchos de nuestros artefactos más familiares son (o eran, antes de los días de los materiales sintéticos) hechos de materias más o menos sólida como piedra, metal, madera o arcilla. La propia utilidad de estos objetos depende de ser relativamente resistentes a la deformación. Nosotros mismos, sin embargo habitamos un medio gaseoso – el aire – el cual, sin tal resistencia no sólo permite una completa libertad de movimientos, sino que transmite tanto la luz como el sonido. Muy lejos del hecho obvio que necesitamos el aire para respirar, y por ende simplemente para estar vivos, las posibilidades del movimiento y percepción (visual y auditiva) que brinda el aire son cruciales para cualquier actividad de producción de artefactos. Existe entonces una muy clara distinción entre el medio gaseoso que nos rodea y los objetos sólidos que atestan nuestro ambiente; además los patrones de luz reflejada de las superficies de estos objetos nos permite verlos por lo que son (Gibson 1979:16-22). Estas consideraciones prácticas, sin embargo, se confunden fácilmente en nuestro pensamiento con especulaciones tipo más metafísico. Para mostrar porque esto es así, permítaseme retornar al caso del panal de abejas cuyo status como un artefacto – como señalé arriba – es algo equívoco. Con seguridad, los panales no crecen. En medida que resultan de la aplicación de una fuerza exterior-sobre la materia prima, el panal aparecería tan “hecho por abejas” como la casa humana es “hecha por hombres”. ¿O lo es? Reflexionando sobre la cuestión, y el poder verlo a un Karl Marx llegó famosamente a la conclusión que “lo que desde el principio distingue al arquitecto más incompetente de l mejor de las abejas es que el

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arquitecto ha construido una celda en su cabeza antes de que la construyera en cera”. En otras palabras, el criterio por el cual la casa es totalmente artificial – y por comparación el panal de abejas sólo figurativamente – es que surge de una representación o de un “modelo mental”, el que ha sido moldeado en la imaginación del practicante antes de su ejecución en lo material. Podemos suponer que a las abejas, por contraste, les faltan los poderes de la imaginación y que no tienen más concepción de sus panales de la que tienen de sus propios cuerpos, ambos de los cuales son formados bajo control genético (Ingold 1983; cf. Marx 1930: 169-170). Aquí, la exterioridad de las fuerzas que moldean los artefactos se entiende en un sentido muy distinto, en términos no de la separación física del medio gaseoso y la sustancia sólida, sino de la separación metafísica de mente y naturaleza (ver Williams y Costall, Capítulo 5). A diferencia de las formas de los animales y las plantas, establecidas a través del mecanismo evolutivo de la selección natural e instalado genéticamente en el corazón de los organismos en sí mismos (en los núcleos de cada célula), las formas de los artefactos se supone que tienen su fuente dentro de la mente humana, como soluciones preconcebidas, intelectuales, a problemas de diseño particulares. Y mientras el crecimiento orgánico es visto como un proceso que sucede dentro de la naturaleza, y que sirve para revelar su arquitectura incorporada, en la fabricación de artefactos la mente es entendida como ubicando sus formas ideales sobre la naturaleza. Si hacer [make] significa entonces la imposición de formas conceptuales sobre la materia inerte, luego la superficie del artefacto viene a representar mucho más que una interfase entre la sustancia sólida y el medio gaseoso; más bien se convierte en la misma superficie del mundo material de la naturaleza en la media que se confronta con la mente creativa humana. Esta es precisamente el tipo de visión que reside en el fondo de las mentes de los antropólogos y arqueólogos cuando hablan de los artefactos como ítems de la llamada “cultura material”. Lo último que quieren sugerir, al recurrir a esta frase, es que en el objeto manufacturado los dominios de la cultura y la materialidad de alguna forma de superponen o se mezclan. Nada de su composición sustantiva per se califica a los artefactos para su inclusión dentro de la cultura. Los materiales de los cuales están hechos – madera, piedra, arcilla o lo que sea – están en todo caso generalmente disponibles en la naturaleza. Aún con los objetos manufacturados de materiales sintéticos de los cuales no existen contrapartes que aparezcan naturalmente, sus status como ítems de cultura material de ningún modo es condicional sobre su composición “antinatural”. El juguete de un niño hecho de plástico no es más cultural, desde esta perspectiva, que su equivalente de madera. Es la forma del artefacto, no su sustancia, lo que es atribuido a la cultura. Esto es el por qué, en la extensa literatura antropológica y arqueológica sobre cultura material, se le presta tan poca atención a los materiales concretos y sus propiedades. El énfasis está casi enteramente en temas de significado y forma – esto es, sobre la cultura como opuesta a la materialidad. Entendida como un ámbito discurso, significado y valor que habita la conciencia colectiva, la cultura es concebida como para flotar sobre el mundo material pero sin penetrarlo. En esta visión, en síntesis, cultura y material no se mezclan; más bien, la cultura se envuelve alrededor del universo de las cosas materiales, modelando y transformando sus superficies externas sin siquiera penetrar su interioridad. Así, la superficie particular de cada artefacto participa en la superficie impenetrable de la materialidad en sí misma en la medida que es envuelta por la imaginación cultural (ver Figura 3.1). Al encontrarse con una canasta La nave espacial, habiendo sido disparada desde su planeta hogar, ha llegado ahora a la Tierra. La máquina que incorpora nuestro sofisticado programa de detección de artefactos rueda sobre la superficie, y su computadora se pone a trabajar para procesar los datos sobre el primer objeto que encuentra. De una sola vez es presa de una confusión total. No es que tenga

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mucha dificultad con sus investigaciones de forma y función: el objeto es redondeado, con una base plana y lados elevados, inclinados, más bien como una cono truncado boca arriba; además es hueco y abierto arriba, lo que permite que funciones como un contenedor y un dispositivo de carga. El problema surge cuando llega a la dinámica de la construcción. Equipada con una habilidad de revertir el tiempo, nuestra máquina es capaz de volver a un período anterior y a otra localidad, donde observa el objeto como gradualmente toma forma. Quiere saber si ha crecido de acuerdo a su propio consenso, o si ha sido hecho a la manera de un verdadero artefacto. Veamos lo que está realmente sucediendo.

Figura 3.1: La superficie del artefacto como una interfase física entre la sustancia sólida y el medio gaseoso (izquierda), y como una instancia de la interfase metafísica entre la cultura y el mundo material (derecha).

Un ser humano está trabajando aquí, rodeado por una cantidad de material fibroso, evidente derivado de los tallos u hojas de ciertas plantas. Tomando un haz de fibras, ubicado longitudinalmente uno junto al otro para formar una especie de cuerda de alrededor de un centímetro de diámetro, ella comienza diestramente a torcerlo entre sus dedos para producir una espiral plana, usando al mismo tiempo fibras algo más anchas para envolverlas transversalmente alrededor de sucesivos giros de la espiral de manera tal de mantenerla compacta y evitar que se desenrolle. Después de un rato, la espiral envuelta se vuelve reconocible como la base del objeto. Luego, a medida que prosigue el trabajo – de manera pareja, rítmica y repetitiva – las curvas de la espiral son ajustadas, de manera que cada una se levante parcialmente sobre la base de su predecesora, formando así los lados. La máquina, por supuesto, está observando la construcción de la canasta en espiral (sobre esta técnica ver Hodges 1964: 131-32). Tengo la cosa terminada a mi lado mientras escribo: es el papelero de mi estudio (ver Figura 3.2). ¿Qué es lo de este objeto mundano que causa tanta confusión? ¿Porqué su construcción no parece ajustarse a nuestras expectativas normales de lo que está involucrado en el hacer cosas? Creo que hay tres razones. La primera tiene que ver con la topología de la superficie, la segunda con la aplicación de fuerza y la tercera con la generación de forma. En todos estos aspectos, sostendrá, la cestería parece confundir la distinción entre hacer y crecer. Por supuesto que la construcción de canastas normalmente es descripta como un proceso de tejido. Nuestro programa de computadora estaba confundido debido a que trató de comprender al tejido como una forma de hacer. Frustrada en su intento, tuvo que volver a la hipótesis por defecto que la cesta simplemente había crecido bajo su propia dinámica interna, un resultado que parecía igualmente imposible. En lo que sigue, quisiera proponer que pensamos al hacer, al contrario, como una modalidad del tejer. Este cambio en el énfasis, creo

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que podría abrir una nueva perspectiva no justamente sobre la cestería en particular, sino sobre nuestras relaciones con los diferentes tipos de objetos de nuestro alrededor. Pero también tendría el efecto de suavizar la división entre artefactos y cosas vivientes, los que, resulta, no son muy diferentes después de todo.

Figura 3.2: Mi cesto de papeles y las sábanas arrugadas.

Superficie, fuerza y la generación de forma Hemos visto que hacer, en lo que desde aquí en adelante por conveniencia llamaré la “visión estándar”, implica la presencia previa de una superficie a ser transformada. Así el tallados de lítico desportilla la superficie de una piedra, el carpintero talla y cincela la superficie de la madera, el herrero martilla la superficie del metal modelado y al alfarero aplica presión manual sobre la superficie de la arcilla. Pero una vez que ha sido cortada y preparada para el tejido, el cestero no hace nada a la superficie de su material fibroso. En el proceso de tejido, la superficie de la canasta no es tanto transformada como construida. Además, no hay una correspondencia simple o directa entre la superficie de la canasta y las superficies de sus fibras constituyentes. Por ejemplo, las dos superficies externas de las fibras envolventes transversales alternativamente están “afuera” y “adentro” en lo que respecta a la superficie de la canasta (ver Figura 3.3). Es más, está en la naturaleza del tejido, como una técnica, que produzca un tipo particular de superficie que, hablando estrictamente, no tiene absolutamente un adentro y un afuera. En el caso especial de la cestería en espiral, hay un paralelo limitado con la técnica de enrollamiento de la cerámica. Aquí la arcilla es rodada en tiras largas, delgadas, como gusanos, algo análogo a las “cuerdas” fibrosas de la espiral de la cestería. Estas tiras son luego hendidas alrededor y alrededor para formar la base y los lados de la vasija. En este caso también, la superficie es construida. En el proceso, sin embargo, las superficies originales de las rollos coagulan en una sola masa, y el alisado final no deja trazas del modo de construcción original. Pero existe otra diferencia, igualmente crítica, que me lleva al tema de la fuerza. El alfarero puede haber tenido que lidiar con la fuerza de la gravedad (su material, siendo a la vez pesado y flexible, está inclinado a ceder). Pero la arcilla no ejerce ninguna fuerza independiente. Este no es el caso con la cestería, sin embargo, que implica el doblado y el entretejido de la fibras que pueden ejercer una considerable resistencia por sí mismas. En realidad, la cesta se

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mantiene junta y adquiere una forma rígida, precisamente por su estructura tensil2. En breve, la forma de la canasta es el resultado de un juego de fuerzas, tanto internas como externas, al material que la constituye. Se podría decir que la forma se despliega dentro de un tipo de campo de fuerza, en el cual el tejedor está atrapado en un diálogo recíproco y muy muscular con el material.

Figura 3.3: Patones de envoltura de cestería en espiral: (1) plano; (2) figura de ocho (Navajo); (3) largo y corto (“india perezosa”); (4) rollo peruano; (5) rollo cosido.

Esta observación me lleva a la pregunta final concerniente a la generación de la forma. De acuerdo con la visión estándar, la forma pre-existe en la mente del hacedor, y es simplemente impuesta sobre el material. Ahora bien, no niego que el cestero puede comenzar el trabajo con una idea muy clara de la forma que desea crear. La forma real, concreta, de la canasta, sin embargo, no surge de la idea. Más bien, llega a existir a través del despliegue gradual del campo de fuerzas establecido a través del compromiso activo y sensorial del practicante y el material. Este campo no es interno al material ni interno al practicante (por ende externo al material); más bien, atraviesa la interfase emergente entre ambos. Efectivamente, la forma de la canasta emerge a través de un patrón de movimiento habilidoso, y es la repetición rítmica de ese movimiento lo que da lugar a la regularidad de la forma. Este punto fue señalado hace tiempo por Franz Boas, en su trabajo clásico Arte Primitivo El cestero que manufactura una cesta en espiral, manipula las fibras que componen el haz de manera tal que resulta la mayor uniformidad del diámetro del haz…Haciendo sus puntos de sutura, el control automático de la mano izquierda que yace debajo del haz, y de la mano derecha que empuja los puntos de sutura sobre el haz, logra que las 2

Por adoptar un término arquitectónico, la coherencia de la canasta está basada en el principio de la tensegridad, de acuerdo al cual un sistema se puede estabilizar a sí mismo mecánicamente distribuyendo y balanceando las fuerzas contrarrestantes de comprensión y tensión a través de la estructura. De manera significativa, la estructuras de tensegridad son comunes tanto en los artefactos como en los organismos vivientes, y se encuentras en los últimos en cada nivel desde la arquitectura citoesquelética de la célula hasta los huesos, músculos, tendones y ligamentos de todo el cuerpo (Ingber 1998).

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distancias entre los puntos y la fuerza del estirón sean absolutamente parejas, de manera tal que la superficie será suave y redondeada de manera pareja y que los puntos muestren un patrón perfectamente regular (Boas 1955 [1927]: 20).

Las espirales en la naturaleza y el arte Boas ilustra el punto con un dibujo, que reproduzco aquí (Figura 3.4a). Opuesto, he ubicado otro dibujo, esta vez tomado de la obra del gran biólogo D´Arcy Wentworth Thompson, Sobre el crecimiento y la forma (Figura 3.4b). Muestra la concha de cierto tipo de gasterópodo. Pese a que la cesta en espiral y la concha tienen ambas una forma en espiral característica, son espirales de distinto tipo: la primera es una espiral aritmética, la segunda logarítmica (esto es, el radio de cada rulo sucesivo crece aritméticamente en el primer caso y geométricamente, en el segundo). La espiral aritmética, como explica D´Arcy Thomson, es característica de las formas artificiales que han sido producidas por un doblado mecánico, enrollado o espiralado de un largo dado de material, mientras que la espiral logarítmica comúnmente es producida en la naturaleza como resultado del crecimiento por depositación, donde el material se extiende acumulativamente en un extremo mientras se mantiene una constancia general en la proporción (Thompson 1961 [1917]: 178-179). De cualquier manera, sin embargo, la forma parece emerger con cierta inevitabilidad lógica a partir del proceso en sí mismo, de enrollar en el primer caso y de extenderse en el último.

Figura 3.4a: Cestería en espiral. Fuente: Boas (1955 [1927]:20)

Figura 3.4b: Concha de gasterópodo. El ángulo α es conocido como el “ángulo espiral”, que en este caso es grande. Fuente: Thompson (1961 [1917]: 192) Ahora se asume comúnmente, en el estudio tanto de organismos y artefactos, que preguntar sobre la forma de las cosas es, en sí mismo, plantear una pregunta sobre diseño, como si el diseño contuviera una especificación completa que solo tiene que ser “escrita” en el material. Esta suposición es central para la visión estándar que, como ya hemos visto, distingue entre cosas vivientes y artificiales sobre el criterio de la interioridad o exterioridad de la

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especificación del diseño que gobierna su producción, sin cuestionar la premisa que las formas resultantes son en realidad especificadas independientemente y en anticipación a los procesos de crecimiento o manufactura en los cuales se realizan. Así se supone que la arquitectura básica de un organismo ya está establecida, como un “plan” genético, desde el mismo momento de la concepción; asimismo, se supone que el artefacto pre-existe, totalmente representado como un “objeto virtual” en la mente, aún antes que haya sido levantado un dedo en su construcción. En ambos casos la actualización de la forma se reduce a un simple asunto de transcripción mecánica: todo el trabajo creativo ya ha sido hecho anticipadamente, sea por selección natural o por la razón humana3. ¿Cómo, entonce, partiendo de esta premisa, podríamos emprender el dar cuenta de la formación de espirales en la naturaleza y en el arte, en la concha de un gasterópodo y la espiral de una canasta? El reporte iría probablemente a lo largo de las siguientes líneas: la forma de la concha está especificada internamente en la herencia genética del gasterópodo, y es revelada en su crecimiento; la forma de la canasta está especificada externamente en la mente del tejedor, como parte de una herencia cultural recibida, y es revelada en su manufactura. Ahora bien, la selección natural, de acuerdo a la ortodoxia darwinista, diseña los organismos para que estén adaptados a sus condiciones particulares de vida y, como han propuestos muchos estudiosos, un proceso algo parecido de variación ciega y retención selectiva, operando en la arena de las ideas culturales, podría hacer lo mismo en el diseño de los artefactos que están bien ajustados a su propósito. El hecho de que nos encontremos con espirales en el crecimiento de cosas vivientes (como en los gasterópodos) así como en la manufactura de artefactos (como en la cestería) puede ser puramente fortuito, o puede ser el resultado de cierto tipo de convergencia adaptativa – de selección natural y de intelecto humano, operando muy independientemente, llegando a soluciones paralelas a lo que podría ser, en esencia, un problema bastante similar de diseño de ingeniería. Si, para ser más preciso, la solución pide un tipo de espiral aritmética, o alternativamente del tipo logarítmico, esto es entonces lo que encontraremos en las formas resultantes, sin importar si el diseño en sí mismo está codificado genética o culturalmente. Por lo tanto, por esta descripción, la distinción entre espirales aritméticas y logarítmicas no sería relevante, en sí misma, como un índice del status orgánico o artefactual de los objetos considerados.

Los límites del diseño De acuerdo con la visión estándar, como se señaló arriba, la forma es totalmente explicable en términos del diseño que le da lugar. Una vez que hayas dado cuenta del diseño, para todo intento y propósito, habrás explicado la forma. ¿Habrás? ¿Sería posible, aún en teoría, para todo diseño, especificar la forma de un organismo o artefacto completamente? En su fascinante estudio de los principios de diseño incorporados en la construcción de los organismos vivientes y los artefactos manufacturados, escrito originalmente como un libro de texto para estudiantes de ingeniería, Michael French especula sobre la cuestión de cuánta información sería necesaria para especificar cada aspecto de la forma de un organismo (1988: 266-267). Su conclusión es que la cantidad sería inimaginable grande, mucho más allá de lo que podría estar codificado en el ADN de cualquier forma de vida conocida. La situación no es diferente con los artefactos. En verdad, aún los mayores logros de la ingeniería humana no son rival para la mayoría del común de los organismos: así, la locomotora a vapor, como French irónicamente observa “es simplicidad en sí misma comparada con las complejidades de una 3

La priorización del diseño sobre la ejecución delata un rango de la labor intelectual sobre la física, que es uno de los rasgos característicos de la modernidad occidental. Separa al científico del técnico, al ingeniero del operario, al arquitecto del constructor, y al autor de la secretaria.

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marimoña” (1988:1). Pero entonces, ningún diseño humano se podría aproximar al ADN del genoma en su contenido de información. Una vez más, una especificación completa estaría aparentemente más allá del alcance de la posibilidad. En breve, las formas de ambos organismos y artefactos parecen estar indeterminadas significativamente por sus planes subyacentes. Siendo así el caso, French propone, tendríamos que reconocer que una gran mayoría de los rasgos de los organismos y artefactos son meramente accidentales, debidos al azar, revelando no los diseños en sí mismos sino sus limitaciones. Aunque intentó apuntalar el argumento del diseño en contra de la objeción que ninguna especificación puede ser exhaustiva, esta apelación al azar es una reductio ad absurdum que contribuye a resaltar la pobreza del mismo argumento. Para mostrar por qué, permítaseme ir a otro ejemplo de la formación en espiral: el remolino de la bañadera como se forma en el desagüe. ¿Es la forma del remolino un asunto del azar? Ciertamente no está dictado por la especificación de ningún diseño. Se puede determinar si la espiral corre hacia la derecha o la izquierda estableciendo una corriente en el agua con la mano; más allá de eso, sin embargo, la espiral parece formarse por su propia cuenta. Pero su formación es cualquier cosa, menos un accidente. De hecho, puede ser explicado en términos de principios bien establecidos de la dinámica de fluidos. El ejemplo del remolino no es mío, está tomado del trabajo del biólogo Brian Goodwin (1982), quien lo usa para decir algo importante sobre la generación de las formas espirales en los organismos vivos. En una cierta especie de caracol, la mayoría de los individuos tienen conchas con una espiral logarítmica, hacia la derecha, pero en algunos es hacia la izquierda. Ha sido demostrado que la dirección de la espiral está controlada por los productos de un gen particular, así como la dirección de la espiral del remolino en la bañera está controlado por el movimiento intencional de la mano. Pero – y éste es el punto crucial – la forma de la concha no es más el producto de un programa genético de lo que es la forma del remolino el producto de un diseño de tu mente. No hay, en síntesis, un “diseño” para la espiral de la concha del gasterópodo. Más bien, la forma surge a través de un proceso de crecimiento dentro de lo que es conocido técnicamente como el “campo morfogenético” – esto es, el sistema total de relaciones establecidas en virtud de la presencia del organismo en desarrollo en su ambiente. Y el rol de los genes en el proceso morfogenético no es especificar la forma, aún incompletamente, sino establecer los parámetros – tales como la dirección y el ángulo de la espiral (ver Figura 3.4b) – dentro de los cuales se desenvuelve (Goodwin 1982: 11).

Sobre el crecimiento de los artefactos Retornando del crecimiento de los organismos a la manufactura de los artefactos, se aplica un argumento paralelo. Así como una forma orgánica es generada por el despliegue del campo morfogenético, así la forma del artefacto se desarrolla dentro de lo que he llamado un campo de fuerzas. Ambas clases de campos atraviesan la interfase que se desarrolla entre el objeto (organismo o artefacto) y el ambiente, el cual, en el caso del artefacto, incluye críticamente a su “hacedor”. Donde el organismo acopla su ambiente en el proceso de desarrollo ontogenético, el artefacto acopla a su hacedor en un patrón de actividad habilidosa. Éstos son verdaderamente acoples creativos, en el sentido de que realmente dan lugar a formas artefactuales y orgánica del mundo real con las que nos encontramos, más que servir – como sostendría la visión estándar – para transcribir una forma pre-existente a la materia prima. Además, como mostrará un momento de reflexión sobre el ejemplo del remolino en la bañera, las propiedades de los materiales están implicadas directamente en el proceso de generación de la forma. Por ende no es posible sostener por más tiempo la distinción entre forma y sustancia que, como hemos visto, es central en la visión estándar de la construcción de cosas.

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Finalmente, los modelos mentales, medidas y reglas del artesano o del oficial no agregan al diseño del artefacto que produce más que aquello que los genes en cuanto constituyen un plan para el organismo. Como los genes, establecen los parámetros del proceso, pero no prefiguran la forma4. Todos estos puntos se aplican a la manufactura de una cesta en espiral. Así la forma aritmética de la base en espiral de la canasta no sigue los dictados de ningún diseño; no es impuesta sobre el material sino que surge a través del trabajo en sí mismo. En efecto, el desarrollo de la forma actúa como su propia plantilla, debido a que cada vuelta de la espiral es hecha colocando las fibras longitudinales a lo largo del borde formado por la precedente. Ahora bien, D´Arcy Thompson estaba por supuesto en lo correcto al señalar que existe una diferencia entre doblar el material para una forma, como en la cestería, y el crecimiento del organismo en ésta, como en la concha del gasterópodo, y en que esto puede llevar a formas con propiedades matemáticas contrastantes. Sin embargo, si el despliegue del campo morfogenético es descripto como un proceso de crecimiento, ¿no sería justo proponer que hay un sentido en el cual los artefactos, cuyas formas se desarrollan de manera semejante dentro de un campo de fuerzas, también “crecen” – aunque de acuerdo a principios diferentes? Podríamos describir el crecimiento como un proceso de autopoiesis, esto es, la autotransformación en el tiempo del sistema de relaciones dentro del cual un organismo o un artefacto llegan a ser. Debido a que el artesano está involucrado en el mismo sistema como el material con el cual trabaja, así su actividad no transforma el sistema sino que – como el crecimiento de las plantas y animales – es parte integrante de la misma transformación del sistema. A través del proceso autopoiético, los ritmos temporales de la vida son construidos gradualmente como las propiedades estructurales de las cosas – o como lo dijo Boas, con respecto a los artefactos: El ritmo del tiempo aparece aquí traducido en espacio. En la talla, en la labranza, el martilleo, en el presionar y girar regular requerido en la manufactura de la alfarería en rodetes, en el tejido, la regularidad de forma y la repetición rítmica del mismo movimiento están necesariamente conectados. (Boas 1955 [1927]: 40) El artefacto, en síntesis, es la cristalización de una actividad dentro de un campo relacional, con sus regularidades de forma abarcando las regularidades de movimiento que le dieron lugar. Me gustaría concluir esta comparación de la cestería en espiral y la concha del gasterópodo comentando acerca de las razones de la notable durabilidad de sus respectivas formas. De acuerdo con la visión estándar, debido a que la forma emana del diseño, la persistencia de forma sólo puede ser explicada in términos de la estabilidad de las especificaciones que subyacen en el diseño. En el caso del organismo, estas especificaciones son genéticas, en el caso del artefacto son culturales. La constancia de forma es luego una función de la fidelidad con la cual es copiada una información genética o cultural de una generación a la otra, combinada con los efectos de la selección natural – o su análogo en el ámbito de las ideas culturales – eliminando las variantes menos adaptadas. 4

En un estupendo artículo sobre la construcción de la gran catedral de Chartres, en el siglo trece, David Turnbull (1993) muestra que el más magnífico de los artefactos humanos no fue precedido por un plan alguno. La construcción tomó forma gradualmente, durante un período considerable de tiempo, a través del trabajo de muchos grupos de trabajadores, con distintas habilidades, cuyas actividades fueron coordinadas holgadamente mediante el uso de plantillas, cuerdas y geometría constructiva.

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El argumento que he propuesto aquí, sin embargo, es justo el opuesto. Si las formas son resultados de procesos dinámicos, morfogenéticos, luego su estabilidad puede ser entendida en términos de las principios generativos incrustados en las condiciones materiales de su producción. Para la concha el principio es uno de proporción invariante; para la canasta es el principio de que cada incremento de la extensión longitudinal va acoplado con lo que ha pasado antes en un añadido transversal. Mientras el primer principio, a través de repetición simple, generará siempre y en todos lados una espiral logarítmica, el segundo sólo generará confiablemente una aritmética. Son estos principios generativos, y no la fidelidad de la copia genética o cultural, los que aseguran la constancia de las formas respectivas y explican su persistencia durante inmensos lapsos de tiempo, tanto históricos como evolutivos.

Canastas y textiles Volvamos a la máquina de detección de artefactos computarizada de nuestro “experimento de pensamiento” anterior. Podemos imaginarnos que está aún vagando en búsqueda de evidencia. Habiendo tenido primero la mala suerte de encontrar mi cesta del papel, la siguiente cosa que procesa es mi cama sin hacer. ¿Qué es la ropa de cama? La canasta, al menos, tiene una forma claramente reconocible: las sábanas parecen no tenerla en absoluto (ver Figura 3.2). Por supuesto, si la máquina pudiera solo estirar las sábanas, podría notar inmediatamente la forma rectangular. Pero no está programada para hacer eso: si lo estuviera, si portara una instrucción para estirar cualquier cosa que encontrase, luego descubriría naturalmente artefactos por todos lados – ¡de su propia creación!. Ahora bien, las sábanas de mi cama son casos de lo que normalmente llamamos textiles. La palabra “textil” viene del latín textiles, significando un tejido, y texere, significando tejer. Si un textil es cualquier cosa tejida, y dado que esto se aplica también a las canastas como a la ropa de cama, ¿no debería contemplarse a la cestería como una sub-división de los textiles? Una respuesta podría ser que realmente no interesa. Confrontado con un objeto que evidentemente es el resultado de cierto tipo de proceso de tejido, no hay diferencia si lo llamamos canasta o no: lo que importa son las propiedades del objeto en sí mismo, y el significado que tiene para aquellos quienes lo hicieron y usaron. Pero si la distinción es tan arbitraria e inconsecuente, ¿cómo es que está tan enraizada en nuestro pensamiento? Por alguna razón, encontramos que concebir a la canasta como un tipo de textil es algo extraño; parece dar vueltas patas para arriba nuestros entendimientos convencionales. ¿Por qué?5 Una clave a la respuesta reside en nuestro hábito común de referirnos a la ropa tejida como “material” [material (en inglés) = paño]. Pareciera que en el caso de los textiles, el proceso de tejido no hubiera producido en sí mismo una forma, sino solo la sustancia cruda para aquellos actos de dar forma aún por venir. Estos actos, como en el hacer de prendas de vestir, pueden involucrar corte y costura, estirado en un marco, estampado u otras técnicas, todas las cuales 5

Fui impulsado a reflexionar sobre esta cuestión por una magnífica exhibición, montada en la Righton Gallery de la Manchester Metropolitan University en Marzo-Abril de 1996. Llamada Más allá de los límites, la exhibición consistía en trabajos de artistas y artesanos que deliberadamente emprendieron explorar y desafiar la distinción categórica convencional entre cestería y textiles. Las notas que acompañaban a la exhibición señalaban que las cestas y los textiles se habían separado tanto en nuestro pensamiento que rutinariamente fallamos en observar la conexión entre ellas. El preguntarme sobre las razones de esta separación eventualmente me llevó a escribir este artículo. Quisiera agradecerle a Mary Butcher por impulsarme a hacerlo y a los participante del seminario “Arte, arquitectura y antropología” de la University of Manchester por su inspiración.

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implican la impresión o inscripción de forma sobre la materia [stuff = tela, materia] que ya ha sido tejida. En la cestería, por el contrario, el tejido en sí mismo brinda una forma rígida, tridimensional. Al intentar asimilar la cestería con nuestra concepción general de la manufactura de artefactos, estamos inclinados a imaginar que esta forma en parte es superpuesta sobre una sustancia en crudo que, en este caso, es identificada con el material fibroso original. En breve, la cestería y los textiles han sido separados en nuestro pensamiento por oposición entre forma y sustancia, lo que, como hemos visto, residen en el corazón de la visión estándar de lo que significa hacer cosas. Mientras tejer una canasta es concebido como un tipo de hacer, con los textiles el hacer es entendido como secundario, y a continuación, al tejido. En ambos casos, sin embargo, el énfasis está puesto directamente en los productos – sobre las canastas como formas sólidas, en la ropa como una sustancia material – a expensas del proceso en sí mismo. Hay evidencia de esto en el hecho de que en el uso cotidiano, la noción de “textil” ya no está más anclada con el tejido en absoluto sino que se extiende libremente a cualquier tela – incluyendo paños de punto, de fieltro, de pelo incrustado – en la medida en que pueda ser trabajada en actos adicionales de dar forma. Si prestamos atención al proceso de tejido, sin embargo, hallamos un contraste técnico significativo. Es casi seguro que, históricamente, la cestería precedió el tejido de ropa, y existe evidencia para postular que las técnicas de este último realmente se desarrollaron a partir de la cestería (la que, a su vez, puede haberse desarrollado a partir de la confección de redes). El equipo instrumental de un cestero es muy simple: aún hoy, no se requiere más que un cuchillo filoso y una vara pesada (conocida como “hierro conductor”) usada para golpear el tejido (Hodges 1964: 147). Para tejer ropa, sin embargo, se necesita otro aparato, específicamente un telar. Esto por la simple razón que las fibras constituyentes del tejido no ejercen fuerzas de tracción por sí mismas. La función del telar es mantener los hilos de la urdimbre bajo tensión mientras proceda el tejido. Una vez que el tejido está completo y es removida la tensión, la tela se mantiene unida nada más que con la fricción de sus fibras. A diferencia de la canasta, sin embargo, no puede mantener una forma rígida, ya que la canasta, como hemos visto, mantiene su forma sólo gracias a la tensión ejercida por sus elementos.

Hacer como un modo de tejer Es tiempo ahora de volver a mi propuesta inicial que revirtamos nuestros orden normal de prioridades y veamos el hacer como una modalidad del tejer, más que de la forma inversa. Una observación intrigante apunta en esta dirección. Nuestra palabra “telar” [loom en inglés] viene de lome del Inglés Medieval, que originalmente se refería a una herramienta o utensilio de cualquier tipo. ¿No sugiere esto que para nuestros predecesores, al menos, la actividad de construir superficies mediante el tejido, más que cualquiera de aquellas actividades que implican la aplicación de fuerza a superficies pre-existentes, resumía de algún modo los procesos técnicos en general? La noción de hacer [making, manufacturar], por supuesto, define una actividad puramente en términos de su capacidad de producir cierto objeto, mientras que tejer se focaliza en el carácter del proceso mediante el cual ese objeto llega a existir. Enfatizar el hacer es ver al objeto como la expresión de una idea; enfatizar el tejer es verlo como la encarnación de un movimiento rítmico. Por ende, invertir hacer y tejer es también invertir idea y movimiento, ver al movimiento como verdaderamente generativo del objeto más que meramente una revelación de un objeto que ya está presente, de forma ideal, conceptual o virtual, en anticipación al proceso que lo revela. Cuanto más esos objetos son removidos de los contextos de las actividades vitales en los cuales son producidos y usados – más aparecen como objetos estáticos de contemplación desinteresada (como en los museos y galerías) – más también

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desaparece el proceso o es ocultado detrás del producto, del objeto terminado. Así estamos inclinados a buscar el significado del objeto en la idea que expresa más que en la actividad concreta a la que, original y adecuadamente, pertenece. Es precisamente esta actitud contemplativa que lleva a la redesignación de los objetos ordinarios del ambiente cotidiano, tal como mi cesta de papeles, como ítems de “cultura material” cuyo significado reside no tanto en su incorporación en un patrón habitual de uso como en su función simbólica. Al proponer que la relación entre hacer y tener sea invertida, mi propósito es llevar estos productos de la actividad humana nuevamente a la vida, restaurarlos a aquel proceso en el cual, junto con sus usuarios, estaban absorbidos6. ¿De qué modo, entonces, el tejido resume la actividad técnica humana? ¿Qué sentido tiene decir que el herrero en su fragua, o el carpintero en su banco, al transformar las superficies del metal y de la madera respectivamente, están realmente tejiendo? Por supuesto, adoptar este idioma es interpretar la noción de tejido de manera más amplia de lo que es habitual. Sin embargo, ayuda a llamar la atención sobre tres puntos que creo que son cruciales para un entendimiento apropiado de las habilidades técnicas7. Primero, la habilidad no es una propiedad del cuerpo humano individual en aislamiento, sino de un sistema entero de relaciones constituido por la presencia del artesano en un ambiente ricamente estructurado. Este sistema corresponde a lo que describí arriba, en referencia específica al tejido, como un campo de fuerzas. Segundo, la habilidad no es sólo la aplicación mecánica de fuerza externa, sino – como ejemplifiqué con el tejido – implica cualidad de cuidado, juicios y destreza (ver Pye 1969: 22). Esto implica que sea lo que fuere que el practicante haga a las cosas, está basado en una participación perceptual, atenta, con ellas, o, en otras palabras, aquello que mira y siente mientras trabaja. Como el neurocientífico ruso Nicholai Bernstein escribió alrededor de cincuenta años atrás, la esencia de la destreza reside no en los movimientos corporales en sí mismos sino en la “afinación de los movimientos con una tarea emergente”, cuyas condiciones circundantes nunca son precisamente las mismas de un momento a otro (Bernstein 1996: 23). Tercero, la acción habilidosa tiene una cualidad narrativa, en el sentido que cada movimiento, como cada línea en una historia, crece rítmicamente de la anterior y establece las bases para la próxima. Como en el tejido, para recordar el punto de Boas, la estructura espacial crece a partir del ritmo temporal.

El tejido por aves y humanos En mi discusión preliminar sobre la distinción entre cosas que son hechas y cosas que crecen, mostré que en la visión estándar, el hacer tiene lugar en la interfase entre la imaginación cultural y el mundo material, y por ende es un logro exclusivamente humano. Las abejas, de acuerdo con esta visión, literalmente no “hacen” sus panales, debido a que no tienen una concepción de la tarea frente a ellas. Lo mismo puede decirse del trabajo de los pájaros al construir sus nidos, o del castor al construir su dique. A diferencia de los productos de la labor humana, los panales, nidos y diques no son admitidos generalmente como objetos de cultura 6

No intento con esto reinstalar la oposición desgastada por el tiempo entre utilidad práctica y significado simbólico. La noción de utilidad implicada por esta oposición es una noción empobrecida que establece una división radical entre al sujeto actuante y el objeto usado, y reduce la habilidad práctica a relaciones puramente mecánicas de causa y efecto. A hablar de la absorción de los artefactos en las actividades de vida de sus usuarios mi intención es enfatizar, por el contrario, la inseparabilidad de los objetos y las personas en contextos reales de vida de prácticas costumbrarias (esto es, usuales). La utilidad de un objeto, luego, reside no en su posesión de utilidad sino en su participación en la habitualidad de la vida cotidiana (Gosden 1994: 11). 7 Para una elaboración competa de estos puntos, ver Ingold (1996).

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material. Ahora bien, si el tejido es entendido como una modalidad del hacer, luego éste, también deber ser únicamente humano. Pero, si por el otro lado – para invertir la relación – el hacer es concebido como una modalidad del tejido, luego no hay una razón a priori acerca de por qué el tejido debería estar restringido a los seres humanos. De modo más general, ¿podrían atribuirse las cualidades de las habilidades delineadas arriba, y las cuales se resumen en la actividad de tejer, con la misma facilidad a las prácticas de los animales no humanos? Quizás el paralelo más cercano al tejido humano en el reino animal está dado por la construcción de nidos por parte del pájaro tejedor macho, el que ha sido investigado en una notable serie de estudios por N.E y E.C. Collias (1984). El nido es hecho a partir de largas tiras sacadas de las hojas de los pastos, las que son entretejidas en un entramado regular formado al pasar tiras sucesivas por arriba y por abajo, y en dirección ortogonal, a tiras ya puestas. Se mantiene junto, y agarrado al sustrato, por una variedad de puntos de sutura y cierres, algunos de los cuales se ilustran en la Figura 3.5. El pájaro usa su pico más bien como una aguja para coser o zurcir; en esto la parte más difícil reside en enhebrar la tira que está sosteniendo bajo otra, transversal, de manera que pueda ser pasada por arriba de la siguiente. La tira tiene que ser empujada hacia abajo, y a través, lo suficientemente lejos como para permitir que el pájaro suelte el pico de manera tal de cambiar su sostén y empujarla para el otro lado. Si el extremo libre se deja muy corto, la tira puede rebotar y volver; si se la empuja muy lejos, puede caer en el piso. Dominar esta operación requiere una buena cantidad de práctica. Desde una edad temprana, los pájaros tejedores pasan mucho de su tiempo manipulando todo tipo de objetos con sus picos, y parecen tener un interés particular en meter o sacar pedazos de hojas de pasto y materiales similares a través de agujeros. En las hembras este interés declina después de la décima semana desde la incubación, mientras que en los machos continúa incrementándose. Los experimentos han mostrado que los pájaros privados de oportunidades para practicar y de materiales apropiados son subsecuentemente incapaces de construir nidos adecuados, o inclusive de construir absolutamente. En efecto, juguetear con nidos potenciales parece ser tan esencial para el pájaro, al prepararse a sí mismo para la futura construcción, como es el balbuceo del infante humano al prepararse a sí mismo para el habla (Collias y Collias 1984: 201, 206-207, 212, 215-220). Es evidente desde el relato de los Collias que las habilidades del pájaro tejedor, así como aquellas de los humanos hacedores de canastas, son desarrolladas a través de una exploración activa de las posibilidades brindadas por el ambiente, en la elección de materiales y soportes estructurales, y de capacidades corporales de movimiento, postura y prensión. Además, lo que el pájaro adquiere a través de la práctica no es un programa de instrucciones o un conjunto de especificaciones de diseño a ser aplicadas mecánicamente, sino la habilidad para ajustarse a movimientos con exquisita precisión en relación a la forma en desarrollo de su construcción. Como informan Collias y Collias: Al observar los numerosos intentos de los tejedores machos jóvenes para ajustar las tiras iniciales de los materiales de los nidos y su gradual mejora en la habilidad para tejer, nos pareció que lo que cada tejedor macho joven tiene que aprender es lo que en la terminología subjetiva uno llamaría “juzgamiento”. (1984: 219) Finalmente, la forma del nido resulta de la repetición de una cantidad pequeña de movimientos básicos, y del hecho de que el pájaro se mantiene todo el tiempo en el mismo punto mientras teje todo alrededor – arriba, abajo y en el frente – empujando el desarrollo el armazón de la cámara principal tan lejos como pueda llegar su pico, y luego inclinándose gradualmente hacia atrás para completar la antecámara y la entrada (ibid. 193, 209-210).

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Figura 3.5: Suturas y cierres comunes usados por los pájaros tejedores en la construcción de sus nidos.

En breve, cada una de las tres cualidades de la habilidad que, como he mostrado, son ejemplificadas en el tejido humano, también son claramente evidentes en la construcción del nido de los pájaros tejedores. La noción convencional que la actividad de los pájaros se debe al instinto mientras que los humanos siguen los dictados de la cultura es claramente inadecuada. La forma del nido no sigue las especificaciones de un diseño innato, genéticamente transmitido, más de lo que la cesta en espiral, en nuestro ejemplo inicial, sigue las especificaciones de un diseño adquirido, transmitido culturalmente. Con toda probabilidad el cestero humano tiene una idea en mente de la forma final de la construcción mientras que el pájaro tejedor seguramente no. Aún en ambos casos, es el patrón del movimiento regular, no la idea, lo que genera la forma. Y la fluidez y destreza de este movimiento es una función de las habilidades que son incorporadas en el desarrollo del modus operandi del cuerpo – sea aviar o

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humano – a través de la práctica y la experiencia en un ambiente. Tales habilidades son fundamentalmente resistentes a la codificación en la forma de representaciones o programas, las que solo entonces tienen que ser ejecutadas en el material. Esto es el por qué el programa de computación más sofisticado jamás diseñado, como fue previsto en el “experimento de pensamiento” con el cual comencé, podría aún fallar en comprender la naturaleza aún de un objeto tan mundano como la cesta de los papeles.

Conclusión En este estudio de cestas y cestería entre los Yekuana, un grupo nativo del sur de Venezuela, David Guss observa que el artesano maestro en esta sociedad, una persona acreditada con un conocimiento excepcional, “no solo teje el mundo al hacer una canasta, sino en todo lo que hace” (1989:170). Pero esto proceso creativo de tejer-el-mundo, propone, no está limitado a los expertos. Más bien involucra a todo la gente Yekuana a través de sus vidas – aunque en un nivel inferior de perfección – en su manufactura del equipamiento esencial del modo de vida tradicional, desde las canoas y ralladores hasta las casas y las canastas. Paradójicamente, sin embargo, al traducir el término indígena por el cual los ítems producidos localmente son distinguidos de las “cosas” manufacturadas comercialmente (tales como latas de estaño o baldes de plástico) que llegan desde afuera, Guss las traduce como cosas no tejidas, sino hechas. Además, la esencia del hacer, en su visión, reside en cargar al objeto con significado metafórico o contenido semiótico, de manera tal que los artefactos se convierten en un espejo en el cual la gente puede ver reflejada los fundamentos de su propia cultura. La capacidad simbólica de los artefactos, Guss insiste, “supera con creces su valor funcional” (1989: 70). Tejer el mundo, luego, resulta ser un asunto de “hacer cultura”, o someter el desorden de la naturaleza a las guías del diseño tradicional. Ahora bien, la idea de que en la manufactura de objetos como casas, canastas y canoas, la gente “teje el mundo”, está enteramente en consonancia con el argumento que he desarrollado en este capítulo – a saber, que el hacer debería ser visto como un modo de tejer, y no viceversa. Pero la epistemología por la cual Guss convierte estos productos de tejer-elmundo de vuelta en “cosas hechas”, casos de la transformación cultural de la naturaleza (1989: 161), es una que yo rechazo. Es, como he mostrado, una epistemología que toma como dado la separación de la imaginación cultural del mundo material y, entonces, presupone la existencia, en su interfase, de una superficie a ser transformada. De acuerdo a lo que he llamado la visión estándar, la mente humana se supone que inscribe sus diseños sobre esta superficie a través de la aplicación mecánica de fuerza corporal – aumentada, como sea apropiado, con la tecnología. Me refiero a proponer, por el contrario, que las formas de los objetos no son impuestas desde arriba sino que crecen desde la participación mutua de la gente y los materiales en un ambiente. La superficie de la naturaleza es entonces una ilusión: trabajamos desde dentro del mundo, no sobre éste. Hay superficies, por supuesto, pero éstas dividen estados de la materia, no la materia de la mente. Y emergen dentro del proceso de generación de formas, en lugar de pre-existir como una condición para ello. El filósofo Martin Heidegger expresó el mismo punto a través de una exploración de las nociones de construir y habitar. Oponiendo la convención modernista que el habitar es una actividad que sucede dentro, y es estructurada por, un ambiente que ya está construido, Heidegger sostuvo que no podemos involucrarnos en ninguna clase de actividad de construcción a menos que ya hayamos habitado dentro de nuestro alrededores. “Sólo si somos capaces de habitar”, declaró, “sólo entonces podemos construir” (1971: 160, énfasis original). Ahora bien, el habitar es al construir, en términos de Heidegger, lo que el tejer es al hacer en los míos. Mientras el hacer (como el construir) llega a un fin con la finalización de un trabajo en

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su forma final, el tejer (como el habitar) continúa tanto mientras la vida sigua – punteada pero no terminada por la apariencia de las piezas que sucesivamente lleva a la existencia8 . Habitar en el mundo, en breve, es equivalente a lo que continúa, un entretejido temporal de nuestras vidas una con otra y con los múltiples constituyentes de nuestro ambiente (ver Ingold 1995). El mundo de nuestra experiencia está, en efecto, naciendo continuamente y sin fin alrededor nuestro a medida que tejemos. Si tiene una superficie, es como la superficie de la cesta: no tiene “adentro” ni “afuera”. La mente no está por arriba, ni la naturaleza por debajo; más bien, si preguntamos dónde está la mente, está en el tejido de la misma superficie. Y es dentro de este tejido que nuestros proyectos del hacer, cualesquiera que puedan ser, son formulados y fructifican. Sólo si somos capaces de tejer, sólo entonces podemos hacer.

Referencias

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Entre los Bunu, un grupo de habla Yoruba de Nigeria central, esta idea es expresada en el tejido de lonjas de ropa blanca: La ropa es comúnmente sacada [del telar] sin cortar, acentuando la cualidad sin fin de estas piezas. Cuando eventualmente la urdimbre sin tejer es cortada para usar la ropa, las franjas sn dejadas, sugiriendo nuevamente continuidad más que la finitud de los bordes cortados y hechos dobladillos. (Renne 1991:715)

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