Infancia desprotegida: de las políticas públicas en México a la migración internacional a los Estados Unidos

May 20, 2017 | Autor: Rogelio Marcial | Categoría: Migraciones, Niñez Y Adolescencia, Desigualdades Sociales, Políticas púbicas
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Descripción

Infancia desprotegida: De las políticas públicas en México a la migración internacional a los Estados Unidos ©Rogelio Marcial

Universidad de Guadalajara ([email protected])

Prepared for Delivery at the 2017 International Congress of the Latin American Studies Association (LASA) “Diálogo de Saberes” Lima, Perú, Abril 29 – Mayo 1 de 2017

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Infancia desprotegida: De las políticas públicas en México a la migración internacional a los Estados Unidos

Rogelio Marcial Universidad de Guadalajara

América del Norte se revela para los mexicanos como un espacio altamente paradójico: caracterizado a la vez por una integración pronunciada y una exclusión punitiva. Annie Lapalme.

Palabras iniciales El presente trabajo intenta colaborar, desde sus limitantes, a la forma de percibir el fenómeno de la niñez desprotegida. Busca por lo menos aclarar algunas concepciones, para hacer hincapié en la necesidad de un abordaje integral de la problemática infantil en condiciones negativas de bienestar social. Así, en primera instancia intento resaltar lo peligroso del empleo del conceptos como “sujetos marginados” o “sujetos excluidos” y su apoyo ideológico hacia la estigmatización social de grupos y estratos socio-culturales. Posteriormente, cuestiono sobre los aspectos más negativos del resultado de una inclusión social desigual de los menores de edad. Demuestro que esta situación llega a desembocar en la falta de acceso a cuestiones elementales, como los derechos individuales y la reproducción cotidiana. Intento destacar que, muchas veces, la inclusión desigual no solo tiene que ver con cuestiones económicas como los ingresos, la vivienda y el empleo; sino que su situación se agrava por otras desigualdades insertas en aspectos culturales. Para todo ello, centro mi atención en los menores de edad que se ven obligados a emigrar, solos o acompañados, desde ciudades mexicanas como Guadalajara hacia los Estados Unidos. Lo relevante, en este sentido, es el empeoramiento de la situación de estos menores de edad ante las carencias y los peligros que actualmente representa la inserción en los circuitos ilegales de migración desde México al llamado “país del norte” en busca del “sueño americano”. Niños y niñas en inclusión social desigual Todas las sociedades actuales presentan, en diferentes grados, problemáticas muy complejas. Ello ha desembocado en que algunos mecanismos de bienestar social no logren incidir definitivamente en la solución de la problemática que atienden. Es un hecho que en nuestras sociedades algunos servicios básicos no llegan a las grandes

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mayorías que los necesitan; sin embargo, no por una carencia permanente de dichos servicios en las zonas empobrecidas de ciudades y las áreas rurales debemos acostumbrarnos a ello. Ello debe ser un “punto de partida” desde donde nos acerquemos a la forma de percibir el fenómeno de la niñez desprotegida. Por esto, resulta necesario hacer hincapié en la necesidad de un abordaje integral de la problemática infantil en condiciones negativas de bienestar social. Considero lo anterior de relevancia, precisamente por los procesos permanentes de “marginación” a los que se enfrentan cotidianamente millones de niños, niñas y adolescentes desprotegidos en las ciudades latinoamericanas, en general, y en México de forma particular. Así, en primera instancia quiero resaltar lo peligroso del empleo del concepto de “marginalidad” o “marginación” y su apoyo ideológico hacia la exclusión social de grupos y estratos socio-culturales. “Marginados” siempre han existido, aunque a quienes se les ha englobado en tal categoría llegan a variar en demasía. Sin embargo, la idea de “marginación” ha desembocado en una construcción social de la exclusión hacia diferentes sectores de la población, como mecanismo de desigualdad social. Debemos cuestionarnos críticamente sobre los aspectos más negativos del resultado de la “marginación” o “exclusión social” hacia los menores de edad que aquí nos ocupan. Me parece adecuado reconocer la existencia de una exclusión real de estos niños y niñas en rubros como la educación, el empleo, la recreación, el bienestar individual y comunitario, así como el incumplimiento de diferentes derechos como la identidad, la seguridad social, la vida sin violencia, etc.; que llega a desembocar en la falta de acceso a cuestiones elementales, como los derechos humanos y la reproducción cotidiana. Sin embargo, no por estar excluidos de estos y otros aspectos, esa población debe ser pensada (y analizada) como sectores que están “excluidos” y “marginados” de sus respectivas sociedades. Suele pensarse así debido al reduccionismo economicista al que ha llegado el concepto de marginación cuando, en ocasiones, se limita a aspectos materiales como ingresos económicos, vivienda, educación, etc.; y deja de lado cuestiones no menos importantes como los derechos individuales y la reproducción cultural. Pero habrá que considerar que las formas de identificar y calificar los procesos relativos al desarrollo social adecuado y armónico han encontrado en la “exclusión” y la “marginación” marcos referenciales de interpretación al ubicar “por fuera” de la sociedad a algunos actores sociales (especialmente a las mujeres, los indígenas, los homosexuales, los disidentes políticos, los niños y los jóvenes), para explicar las condiciones específicas que les impiden acceder a los estándares adecuados de bienestar social. Lo que ha implicado justificar una realidad que afecta con mayor contundencia a quienes no han logrado esa inserción en “lo social” por medio de los servicios y apoyos institucionales y las políticas públicas, ya que éstas suelen estar diseñadas para quienes sí pueden demostrar que “su lugar” esta “dentro” de la sociedad a la que pertenecen y no “por fuera” de ella. La exclusión (estar “por fuera”) y la marginación (estar “al margen”) son construcciones discursivas que, por adelantado, ubican a ciertos pobladores empobrecidos o disidentes “apartados” de su sociedad y, por ello, “naturalmente” privados de los beneficios institucionales a los que tiene derecho por ser miembros de ésta.

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Parto del concepto de inclusión social desigual como punto de análisis crítico de los llamados “procesos de exclusión y marginación”, concibiendo que todos los miembros de la sociedad estamos incluidos y somos parte de ella, estamos “dentro”. Pero ciertamente esta condición de inclusión es desigual, diferenciada y dispar, puesto que existen sectores sociales favorecidos que tienen acceso a todos los beneficios sociales, otros que solo acceden a algunos de estos beneficios, y muchos más cuya inclusión social se caracteriza por la carencia de todos esos beneficios debido a la injusta repartición de los ingresos, la falta de apoyos institucionales, programas sociales y políticas públicas (que no sean focalizados y paliativos, sino que logren superar las consecuencias de la desigualdad social, económica, política y cultural) y el vacío del diseño de una economía política basada en la sustentabilidad, y abierta a la participación de todos y todas en tanto miembros de la sociedad. La desigualdad en la inclusión social tiene sus raíces en las formas diferenciadas de acceso a la participación que tienen algunos sectores sociales en diferentes niveles: social, económico, laboral, educativo, político, jurídico, cultural, étnico, de género, de edad, etcétera. En tal sentido, puedo afirmar que los procesos de inclusión social desigual son el fundamento de sociedades jerarquizadas, desiguales e injustas en las que se presenta un incumplimiento sistemático de los derechos fundamentales a nivel social, como el derecho a la educación de calidad, al empleo digno, a la salud, a la recreación, a la cultura, al libre tránsito y a la ciudadanía integral. Esta realidad provoca que sectores sociales desfavorecidos se vean excluidos de servicios, políticas, prácticas o procesos concretos en esos ámbitos; pero no por ello, insisto, quiere decir que sean sectores que están y permanecerán “al margen”, “por fuera” o “apartados” del conglomerado social de pertenencia. Concebir como parte de la sociedad a todos sus grupos y sectores, aunque con formas desiguales de inclusión social, estoy convencido de que implica una visión respecto a cada individuo de la sociedad como parte de ella, en tal sentido, como sujetos de derechos sociales. Este intento no busca decir la última palabra sobre la forma de conceptualizar la realidad social de la niñez desprotegida, ni siquiera puede retratar los procesos negativos a los que están expuestos en las calles de nuestras ciudades. Tan sólo pretendo colaborar a pensar a este sector como una parte integrante de la sociedad, en lo cual urge la participación de la sociedad (gobierno y sociedad civil) ante tal realidad; aunque no por ello negamos una real carencia de factores para satisfacer sus necesidades más inmediatas. Tendencias negativas de la idea de “marginación” Como adelanté en párrafos anteriores, la existencia de un sector anónimo de individuos y grupos humanos catalogados como “marginados” ha caracterizado a la gran mayoría de las sociedades en la historia de la humanidad. Con ello se ha intentado diferenciar a aquellos pobladores que no gozan de los beneficios de la vida social, según el desarrollo propio de cada sociedad. Ya desde la Edad Media existían habitantes urbanos que eran calificados, por la propia sociedad en la que se

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desenvolvían, como elementos apartados o separados de las características que “se debían tener” en dicha sociedad. Las bases para hacer tal diferenciación muchas veces respondían más a la intolerancia ante la diferencia, que a situaciones o procesos de real divergencia. Un estudio encontró que durante los siglos que abarca la Edad Media eran considerados como marginales los mendigos, los locos, los monstruos, el hombre salvaje, las brujas, los alquimistas y los especuladores (Hallard, 1975). Otro estudio enfocado en el París de los siglos XIV y XV encuentra definidos como marginados a los criminales, los doctos y estudiantes marginales, los mendigos y las prostitutas, entre otros más (Geremek, 1971). Habrán de agregarse a estos grupos desfavorecidos como los musulmanes, los eremitas, los indefensos, los campesinos, los judíos, los presos políticos y rehenes, los prisioneros, los leprosos, los traidores, los niños y los enanos (CUERMA, 1978). Finalmente Le Goff (1994) añadiría a esta tipología a los herejes, los sodomitas, los tullidos e inválidos, los vagabundos, los suicidas, los que tenían un oficio considerado “deshonesto” (como los carniceros, los tintoreros y los mercenarios), los enfermos, los pobres, las mujeres, los viejos, los bastardos, los usureros, los extranjeros y los venidos a menos. Como podemos observar, esta larga lista de personas consideradas “diferentes a la normalidad” dejaba a pocos individuos el privilegio de no ser calificados como marginados, además de que aún las personas consideradas “normales” en cualquier momento estaban en peligro de cambiar su estatus debido a una eventualidad, sea ésta un accidente, una enfermedad o una crisis económica familiar.1 De esta forma, la intención ideológica por marcar, y con ello excluir, a algunos individuos o grupos sociales muchas veces se basó en diferencias nacidas en el origen de estos sujetos, su religión, su actividad laboral, su identidad, su preferencia sexual, sus características corporales; y hasta diferencias biológicas naturales o de crecimiento individual como los casos de las mujeres, los ancianos y los niños. Esto es ya un “común denominador” en los procesos de integración/exclusión social a lo largo de la historia. Émile Durkheim sugirió una vez que siempre que la desviación desaparece de facto, el sistema social redefine sus normas de modo de recrear la desviación estadística. [...] Esta escandalosa idea supone que la creación de marginales tiene alguna utilidad social, y efectivamente los científicos sociales con frecuencia han sugerido lo mismo en varias formas: el valor de un chivo expiatorio a quien cargar con nuestros pecados colectivos; la existencia de un infraestrato que suscite en las clases peligrosas el temor de que pueden quedar todavía peor de lo que están y por lo tanto las impulse a limitar sus demandas; el fortalecimiento de la lealtad de los miembros del grupo al ofrecer estratos contrastantes, e indeseables (Wallerstein, 2001: 127-128).2 Habrá que enfatizar que la palabra “anormal”, a pesar de que se ha usado para descalificar, no quiere decir otra cosa que simplemente estar fuera de la norma estadística, del promedio general. La relación entre esto con los procesos de exclusión a lo largo de la historia es abordada en Carrillo (1998); y Castillo y Oliver (2006). 2 Wallerstein (2001: 166) aclara más adelante que el término “clases peligrosas” es un “[...] concepto que nació a principios del siglo XIX precisamente para describir a los grupos y las personas que no 1

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Pero la intención por marcar la diferencia no acababa en la determinación de marginación para estos sujetos sociales. La construcción de mecanismos para una rápida y certera identificación de la diferencia, completaba un cuadro de intolerancia, racismo y prepotencia hacia los llamados “marginados”. Ya desde esa época existían mecanismos puntuales de discriminación acompañando a la marginalidad. Se habían construido las llamadas etiquetas sociales. Estigmatizaciones que calificaban peyorativamente, denotando segregación y desprecio, a aquellos que contenían una diferencia. Así era común que, por ejemplo, a los herejes se les llamara con nombres de animales salvajes, como zorros, lobos, serpientes, monos y arañas; mientras que a los marginados en general se les bautizaba cotidianamente como libertinos, pillos, tunantes, rufianes, belitres, bellacos, truhanes, ribaldos (Wallerstein, 2001: 133). También se demarcaban algunos signos que caracterizaban la forma de vestir de los marginados, desde las ropas “andrajosas y amplias” hasta la barba y el cabello largo. Muchas veces estos signos eran retomados como propios por los marginados como símbolos de protesta e inconformidad, cuando se portaban voluntariamente, ejemplo de ellos son los citados (formas de vestir y de traer el cabello, la barba y el aspecto físico en general). En otras ocasiones, tales signos eran impuestos por la sociedad a los “marginados” para su “vergüenza pública” por ser lo que son (ejemplo de estos son la rodaja o la estrella de David impuesta a los judíos, la matraca a los leprosos y las dos cruces obligadas, una por delante y otra por detrás, para los herejes confesos) (Le Goff, 1994: 134). Pero no en pocas veces los excluidos recurrían a cambiar su aspecto para tener acceso a lo que se les negaba por su condición de “marginados” (como las mujeres que se travestían de hombres para realizar actividades reservadas exclusivamente para los varones) (Dekker y Van de Pol (2006). Asimismo, la celosa insistencia por marcar la diferencia ponía atención en los gestos de los marginados con una doble intención. Por un lado, se pretendía con ello resaltarlos para que la gente no marginada evitara usarlos. Pero por el otro lado, y más importante que lo anterior, los agentes de la ideología oficial espiaban a los marginados para contribuir en su identificación. En el caso concreto de los herejes, se elaboraban manuales para inquisidores en los que se detallaban las formas de rezar, de saludar, de comer, de hablar, etc. De esta forma existía toda una gestualidad del herético, así como de los ladrones, mendigos, hombres salvajes y mujeres. Mediante tal gestualidad se lograba identificarlos, distinguirlos y aislarlos. Por último, la práctica de ritos y ceremonias mediante castigos a los marginados simbolizaron la exclusión y condenación de la diferencia, como una fuerte advertencia a no presentar conductas consideradas “extrañas”. Son famosos en la Edad Media ritos como la exposición y ahorcamiento de los criminales o de los traidores, la condenación de los herejes, el encierro en tumbas a leprosos, la quema de las brujas, etcétera (Le Goff, 1994).3 tenían poder ni autoridad ni prestigio social, pero sin embargo estaban presentando reclamaciones. Era el creciente proletariado urbano de Europa occidental, los campesinos desplazados, los artesanos amenazados por la expansión de la producción mecanizada y los marginales migrantes de zonas culturales distintas de las zonas a las que habían migrado” (para este debate desde las ciencias sociales, véase Llobera, 1989). 3 El rito siempre ha tenido la función, entre otras, de marcar severamente una diferencia, castigarla

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La sociedad fue evolucionando a través de la historia, evidentemente los procesos de marginación también han sufrido cambios de acuerdo a esta evolución. Afortunadamente hoy no se ahorca a ateos y no se apedrea a enfermos contagiosos, pero desgraciadamente la intolerancia y la condenación a la diferencia existen en la mayoría de las sociedades.4 Hoy, entonces, los marginados son otros. Así han sido definidos muchas veces los indígenas, los homosexuales, los pobres que habitan cinturones urbanos de miseria, grandes grupos de campesinos, los pandilleros y los niños en situación de calle, entre otros más. Es preciso aclarar que ahora se pretende sustentar esta diferencia mediante teorías sociológicas que intentan eliminar una calificación basada en preceptos moralizantes y estigmatizantes. El término moderno de “marginalidad” surge con la ecología urbana de los años sesentas, intentando describir con él a los habitantes de las grandes ciudades del “tercer mundo” que se localizan en las zonas periféricas ocupando viviendas precarias, carentes de servicios y casi siempre levantadas sobre terrenos ilegalmente ocupados. Sin embargo, estos habitantes pueden llegar a ser muy heterogéneos. Por ello el concepto evolucionó rápidamente a un nivel sociológico, el cual engloba además cuestiones como la falta de participación en la toma de decisiones políticas y de integración al mercado y a la ciudadanía. El proceso de marginalidad, parte integrante del proceso de desarrollo del modelo capitalista dependiente de países como los latinoamericanos, [...] da cuenta de la manera indirecta, fragmentaria e inestable de inserción, a que crecientes segmentos de la población son sometidos, en las tendencias que el modo de producción capitalista asume como dominantes, y, por consecuencia de lo cual, esos segmentos pasan a ocupar el nivel más dominado del orden social (Quijano, 1973: 175). Al identificar operativamente a los habitantes que se ven envueltos en este proceso de marginación, se cayó en el riesgo de marcar la diferencia y sacar a grandes mayorías de la población de la sociedad en su conjunto. Las pocas posibilidades de un desarrollo integral de esa población quedaban eliminadas de entrada, debido directamente a una vaguedad teórica que no colaboró con la problemática real de la sociedad. Más adelante, esta vaguedad teórica fue revisada y se redefinió a la marginalidad como una forma (la peor) de integración, pero no una forma de nointegración. Además se le intentó dar su sentido histórico: corresponde al periodo monopolista e imperialista del sistema capitalista mundial (Michel, 1979: 153). Sin embargo, no se logró identificar las razones por las cuales estos segmentos poblacionales no se desarrollaban, crecían o modernizaban a la misma velocidad que el resto de la sociedad. pero perpetuarla. Al respecto apunta García Canclini (1990: 179): “La historia de todas las sociedades muestra los ritos como dispositivos para neutralizar la heterogeneidad, reproducir autoritariamente el orden y las diferencias sociales”. 4 Aunque aún hoy los crímenes de odio hacia homosexuales y los feminicidios, así como la negación de derechos humanos a indígenas, enfermos de VIH-SIDA y población en situación de calle son excesos de intolerancia aún presentes en nuestra realidad.

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El proceso, no pretendido pero más significativo, que trajo consigo el hecho de marcar ideológicamente a los sectores populares de la sociedad segregó a grupos e individuos que, en tanto sujetos sociales, son integrantes de dicha sociedad, con los derechos y obligaciones que ello conlleva. Lo peligroso de esta segregación ideológica, su tendencia más negativa, es que, en algunos casos la atención a las necesidades de los sectores marginados es entendida como un favor del gobierno hacia esta población. O, peor aún, la “caridad” es entendida por parte de la sociedad como una manera de ayudar a los desprotegidos para la “tranquilidad y salvación personal”; como ya sucedía en la Edad Media.5 Aunque mucho más sutilmente que en esa época, hoy en día se reproducen algunas etiquetas sociales y signos distintivos para resaltar la diferencia. En cuanto a las primeras tal vez las más difundidas, pero seriamente peyorativas son las etiquetas de “naco”, “chusma”, “cualquierada” o “broza”; que han perdido su fuerza debido a lo estigmatizante de su sentido ideológico. Pero existen algunas otras como “güilas” para las prostitutas, “cismáticos” para los integrantes de religiones no católicas, “maricas” para los homosexuales, “inditos” y para los indígenas, “gatas” o “chachas” para las trabajadoras domésticas, “marías” para las mujeres indígenas que migran a las ciudades, “raterillos” y “callejeros” para los niños y niñas en situación de calle. No niego que el término de marginación intenta referirse a la población que no tiene acceso a ciertos servicios sociales y urbanos, como la educación, el trabajo, una canasta básica completa, la vivienda digna, la recreación, el agua entubada, la electrificación y algunos más. Lo que quiero resaltar es que conforme se insista en referirse a los sectores populares como marginados, se corre el peligro de diferenciar, y con ello excluir, a esta población del resto de la sociedad; proceso que propicia la discriminación y la intolerancia a la diferencia y además limita las posibilidades de un trabajo integral con los más vulnerados; sobre todo en este caso la niñez desprotegida. Por una ciudadanía integral de la niñez Dentro de nuestras sociedades modernas cada vez representa mayor dificultad acceder a la ciudadanía, además de que este acceso no es igual para los diferentes estratos y clases sociales que la conforman. No es extraño toparnos cotidianamente Después de citar un pasaje de Migne (Patrologie latine) que dice: “Dios habría podido hacer ricos a todos los hombres, pero quiso que hubiera pobres en este mundo para que los ricos tuvieran ocasión de redimir sus pecados”, Le Goff (1994: 135) agrega: “En una sociedad acosada por el miedo a la contaminación ideológica, pero vacilante en cuanto a excluir a quienes puedan tal vez contribuir, contradictoriamente, a la salvación de los puros, lo que prevalece respecto de los marginados es una actitud ambigua. La cristiandad medieval parece detestarlos y admirarlos a la vez; les tiene miedo en una mezcla de atracción y de espanto. Los mantiene a distancia, pero fija esa distancia de manera tal que los marginados estén al alcance. Lo que esa sociedad llama su caridad por ellos se asemeja a la actitud del gato que juega con el ratón. Así, las leproserías deben estar situadas 'a un tiro de piedra de la ciudad' a fin de que pueda ejercerse 'la caridad fraternal' con los leprosos. La sociedad medieval tiene necesidad de esos parias apartados porque, si bien son peligrosos, son visibles, porque en virtud de los cuidados que les prodiga se asegura tranquilidad de conciencia y, más aún, porque proyecta y fija en ellos mágicamente todos los males que aleja de sí". 5

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con realidades que demuestran que los espacios públicos pocas veces están pensados para mujeres, ancianos, jóvenes, adolescentes, niñas y niños; más escasos son los que están pensados para las personas en situación de discapacidad. Sin embargo, todos ellos deben luchar por conquistar (apoderarse y revitalizar) su ciudad como forma de ejercer la ciudadanía. Para el caso de la niñez, esto llega a condicionarlos enormemente. En la gran ciudad actual los niños son tan víctimas del desinterés colectivo (no se ha pensado la ciudad para ellos, no tienen estatuto de ciudadanos) como, paradójicamente, de la creciente atención social que merecen (Borja, 1991: 8). Es fácil imaginar que para aquellos menores de edad que día a día tienen que enfrentarse a la ciudad para asegurar el mínimo nivel de reproducción individual y, en ocasiones familiar, el acceso al estatuto ciudadano queda apartado de sus posibilidades. Más que habitantes de la ciudad, ellos y ellas tienen que vivir en contra de procesos que los hacen aparecer como sujetos que permanentemente son disgregados, apartados, excluidos y marginados. Revertir estos procesos escapa con mucho de las potencialidades de niños y niñas que tienen enfocada su atención en su situación cotidiana, en un medio que se les presenta hostil. Evidentemente, estos procesos de exclusión dejan experiencias concretas, individuales, familiares y colectivas, sobre las formas de resolver la problemática cotidiana desde su propia lógica; desde la lógica de una “cultura de calle” que no pocas veces choca con las formas institucionales de reproducción social, sus valores y sus normas. Pero las conductas que de esto se desprenden deben valorarse como respuestas ante situaciones de extrema desventaja, que imprimen en la niñez formas particulares de comportamiento, valorizaciones y visiones de mundo. Así, “las conductas que presentan algunos menores que han vivido un tiempo en la calle, deben entenderse como mecanismos adaptativos ante una situación extrema” (Reyes y Sanabria, 1988: 150). Es en este contexto, en la realidad de la calle, donde deben ubicarse las especificidades del mundo propio de los menores de edad en situación de vulnerabilidad social. Querer pensar esta realidad como algo “marginal”, insisto, tiene por lo menos dos tendencias negativas. Por un lado introyecta en sus actores, en la niñez desprotegida, la creencia de que sus desventajas sociales tienen origen en cualidades propias o familiares, cualidades que contienen aspectos negativos desaprobados por la sociedad. Así, pareciera que es un “justo castigo” el negarles el beneficio social, cuando en realidad el problema tiene origen en la sociedad misma y es ella la que “desecha” o “aparta” a quienes considera que contienen esas cualidades “negativas”. Por el otro lado, pensar esta problemática como algo “marginal” reproduce en la sociedad una ideología segregacionista, en la que el niño en situación de calle está “condenado” a vivir en el espacio público por la familia o barrio en la que “le tocó vivir”. Olvidando con ello que como niño o niña es merecedor de derechos, en especial el de no tener que trabajar para asegurar su sustento cotidiano o tener que depender de la caridad de instituciones y de la sociedad en general.

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A veces la idea de “lo marginal” presenta un cuadro en el que, por desajustes económicos y sociales, una parte de la población no tiene acceso a cuestiones como la educación, el trabajo, la salud, la vivienda, etc. En el caso concreto de miles de menores de edad desprotegidos, no es una regla que no haya un lugar en alguna escuela para ellos y ellas, sino que deben estar atentos a su situación cotidiana. Es decir, antes que aprender a leer ellos y ellas necesitan comer; o encontrar el lugar menos peligroso donde dormir antes que saber los secretos de la multiplicación, la división y la raíz cuadrada. Para que estos millones de niños y niñas no se vean orillados a salir al espacio público, antes deben de tener satisfechas una serie de necesidades desde el plano individual y desde el seno familiar. Los procesos sociales actuales, de deterioro de la economía familiar y de exclusión socio-cultural, están propiciando, cada vez con más fuerza, la expulsión de los menores de edad de sus familias, orillados a descifrar y reproducirse dentro de una realidad dura. No es de extrañar, entonces, que salir a las calles a buscar alguna moneda se convierta en una opción o en la única posibilidad de subsistencia para los menores y sus familias. De esta situación, es decir, de que el menor salga esporádicamente o regularmente a la calle, a que la torne en su hábitat natural, media sólo un paso. De lo anterior se deriva la importancia que tienen las labores preventivas, estrechamente vinculadas a la lucha contra la marginalidad, no sólo en el aspecto económico, sino también en el educativo, de servicios, cultural, etcétera. (Fletes, 1994: 18). Es dentro de esta lógica, desde donde me parece que es más urgente seguir luchando por una ciudadanía integral de los menores de edad desprotegidos, antes de esperar al triunfo en la lucha por desterrar la marginación en tanto carencia de satisfactores de reproducción económico-social y, a la vez, en tanto ideología de exclusión, estigmatización e intolerancia. En un país como el nuestro, la marginación será por mucho una realidad a la que se enfrenten diferentes sectores populares de la población en el presente y en el futuro. La urgencia radica en las condiciones actuales en las que se desenvuelven estos menores de edad. Por ello, es de vital importancia redefinir las especificidades de las niñas y niños desprotegidos, para desde ahí poder construir una ciudadanía que les permita apropiarse de sus derechos. En este sentido, tal ciudadanía tendría la primacía de atender a su formación física e intelectual, evitando por ello la necesidad de trabajar. Pero cuando la realidad así no lo permita, que el menor pueda contar con trabajos favorables según sus condiciones, dentro de ambientes seguros y pensados para ellos; en vez de arriesgarse cotidianamente en el espacio público y a la explotación de los adultos y la policía. Ello propiciaría que los menores en situación de calle no se vieran envueltos en el círculo vicioso de la marginación real: expulsión de sus hogares, vida en los espacios públicos, explotación en subempleos inestables, paralegalidad, ilegalidad, redadas policiacas, conflictos con la ley, adicciones, consejos tutelares, encierro en centros de integración, expulsión de éstos, vida en espacios públicos otra vez, redadas otra vez, actividades ilegales otra vez, explotación otra vez, etcétera (Marcial, 2001; Marcial, 2006; Marcial, 2012).

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Esta marginación real y cotidiana atenta en contra de los derechos de estos menores de edad; no les permite contar con instancias que garanticen sus derechos, que les defiendan de los abusos de los adultos, sean los propios padres, quienes les dan trabajo o algunos policías; tampoco con un ambiente adecuado para su desarrollo integral, los mantiene en un mundo hostil que los perfecciona para la delincuencia, les ofrece sustancias peligrosas que prometen ablandar la dureza de su realidad, y cosas que aún son peores. Los “sinsabores” de la migración forzada e ilegal No pocos estudiosos del fenómeno migratorio han llamado la atención sobre la importancia que tiene la conformación de redes sociales complejas entre quienes viajan a Estados Unidos, los que se quedan a vivir allá y los que se quedan en México, dentro de la lógica y el desenvolvimiento de este fenómeno demográfico, laboral y cultural. A pesar de llamarlo de diversas formas,6 aceptan que el entorno propio de diferentes grupos de migrantes queda construido por territorios conquistados en ambos lados de nuestra frontera norte, lo que implica que se involucren elementos y procesos tanto de la comunidad de origen como del espacio social al que se arriba. Cabe destacar que es precisamente la acción colectiva, así como el proceso mediante el cual se comparten y ordenan las experiencias de quienes pertenecen al grupo, lo que permitirá la construcción de identidades que trascienden las delimitaciones de una frontera y se constituyan por elementos pertenecientes a ambas partes de la realidad. Esta construcción identitaria desde "adentro" hacia "afuera", es posible gracias a las potencialidades de la acción colectiva en la construcción de comunidades que trascienden las fronteras, no precisamente desterritorializadas, sino con territorios discontinuos. Es también posible al tener una ideología, un lugar desde donde se apropia, se le da sentido, se ordenan y se reproducen las experiencias (López, 1996: 25-26). Por ello, resulta muy común que dentro del fenómeno migratorio se establezcan pueblos o ciudades "hermanas", desde los cuales el intercambio de personas, bienes materiales y bienes simbólicos no sólo posibilitan y propician una migración cada vez más importante, con mayor seguridad para los viajeros y mejores condiciones de empleo; sino que además sientan las bases para la construcción de esa "comunidad virtual", dentro de la cual los lazos familiares, de compadrazgo y de amistad guardan un importante lugar entre ambas localidades. [...] una característica muy importante de la migración a Estados Unidos es la 6

Joshua Reichert (1981) lo denomina "síndrome del migrante"; Rafael Alarcón (1989), "norteñización"; Douglas S. Massey (1990) lo llama "causales acumulativos de la migración"; Gustavo López (1986), "comunidad virtual"; Luin Goldring (1992) lo define como "comunidad trasnacional"; y Edmundo Mesa (2015) lo llama “diásporas digitales”.

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localización geográfica, a manera de enclaves, de los migrantes de un mismo origen en pueblos, ciudades y regiones específicas de México (López, 1996: 29). En este sentido, miles de mexicanos participan en complejas redes de migración que han establecido con asentamientos de mexicanos en diferentes localidades en territorio estadounidense. La mayoría de ellos cuenta con esas redes para viajar a los Estados Unidos, desde la posibilidad de contactar "enganchadores" o "coyotes" en la frontera para atravesarla ilegalmente y adentrarse en territorio norteamericano, hasta una alta probabilidad de conseguir empleo en el campo o en algunos servicios (gasolineras, restaurantes, comercios, cultivos, etc.) debido a que algunos miembros de la red tienen un mando en esos establecimientos o, al menos, una larga experiencia de actividad laboral en ellos. En tal contexto, los procesos de identificación colectiva entre menores expuestos a la migración internacional, están transitando por diferentes escenarios sociales y culturales que requieren ser pensados como un complejo mundo articulado de acuerdo a las concepciones y valorizaciones de quienes, arriesgándolo todo (incluso la vida), buscan mejores condiciones materiales de reproducción económica que no encuentran en sus sociedades de origen. Explorar estos procesos, constituidos por territorios fragmentados o discontinuos que sólo toman sentido para sus actores al estructurarse como una misma territorialidad, implica transitar de manera permanente entre simbolismos y significados que tienen raíces en ambos lados de nuestra frontera norte, y que son interpretados de acuerdo a toda una cultura popular cimentada en aspectos que dejan hondas huellas en los procesos de socialización a los que están expuestos muchos menores que viajan con familiares o solos a los Estados Unidos. Sin embargo, sabemos que lo anterior no es una cosa sencilla (Marcial y Vizcarra, 2014; Marcial y Vizcarra, en prensa). Un posible camino para entender las formas en que miles de niños, niñas y jóvenes construyen una identidad cultural vinculada a la migración internacional, considero, puede ser analizando las diversas práctica culturales que el grupo desarrolla en las que quedan expuestas las reinterpretaciones que elaboran de los simbolismos inherentes al fenómeno migratorio; aunque habrá que re-pensar y diseñar mejores estrategias metodológicas que permitan que nuestra reconstrucción de tales procesos logre armar una visión más completa de un fenómeno social y cultural tan complejo como lo es el de la identidad y la migración internacional. Podemos afirmar que, de acuerdo al camino de comprensión que seguimos aquí, los menores expuestos a esta migración internacional (forzada, por las carencias que enfrentan en México; e ilegal, por buscar no ser impedidos en su paso a los Estados Unidos) están creando sus propios territorios de reproducción cotidiana y espacios de expresión cultural muy a pesar de la sociedad en la que interactúan, la que no ha sido capaz de entender las necesidades, inquietudes y problemática general que afectan a miles de ellos y ellas para quienes irse a los Estados Unidos responde, en primera instancia, a una estrategia de sobrevivencia económica; pero también tiene que ver con cuestiones como la aceptación grupal y social, la maduración como persona y la

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acumulación de experiencias que permiten completar una mejor visión de su realidad y del mundo complejo que la forma. Destaco con esto que son las propias comunidades de pertenencia en México las que históricamente han construido procesos y experiencias que buscan solucionar lo más elemental con relación a sus viajes ilegales a los Estados Unidos. Esto es así porque el Estado mexicano no ha logrado solucionar las problemáticas económicas, políticas y de inseguridad pública que afectan directamente a estos pobladores y que hacen crisis específicamente en millones de niños, niñas y jóvenes de nuestro país. Ante la carencia absoluta de políticas públicas asertivas que modifiquen las condiciones estructurales de dichas problemáticas, miles de pobladores de zonas urbanas y rurales empobrecidas buscan con la migración ilegal a los Estados Unidos lograr acceder a condiciones idóneas de bienestar individual, familia y comunitario, aun cuando ello implique migrar a un país diferente. Las condiciones estructurales a las que me refiero en el párrafo anterior tienen que ver con la combinación de un fuerte desempleo, un extendido subempleo, el incremento de actividades laborales informales y la deserción escolar, que imprimen a la realidad que viven millones de menores de edad de nuestro país un ambiente de incertidumbre y contradicciones sociales. Cada vez es más evidente para la juventud de estratos populares que la obtención de títulos escolares no forzosamente retribuye un mejoramiento económico y social. Por su parte, el campo laboral de inicio se presenta cerrado por falta de la experiencia siempre requerida para iniciarse en un trabajo. Así, las expectativas se limitan si añadimos a esto la pobreza de instalaciones deportivas, de instalaciones para el ocio, y, sobre todo opciones culturales, destinadas específicamente para el esparcimiento de la niñez y la juventud mexicanas. Otro factor relevante que influye en las actitudes y visiones de mundo de muchos de estos menores es la corrupción y prepotencia de algunos miembros de los cuerpos policíacos, los cuales mantienen una relación sumamente conflictiva con todos ellos que, por no tener acceso a otros espacios, se ven orillados a reunirse en las calles y esquinas de sus respectivos barrios y unidades habitacionales; o aquellos otros que, aun cuando tienen acceso a espacios propuestos y reglamentados por los adultos, prefieren crear sus propios espacios a sus gustos y necesidades. Podríamos sumar a los anteriores otros aspectos como los complicados procesos de socialización a los que se enfrenta esta población infantil y juvenil, el papel de los medios masivos de comunicación, y las situaciones personales y familiares tan heterogéneas para muchos de ellos. Los caminos posibles para el bienestar económico y social de aquellos niños, niñas y adolescentes de sectores sociales empobrecidos, sea la migración ilegal o integrarse a la delincuencia organizada, encuentran una serie de obstáculos de explicación estructural.7 Las repercusiones del fracaso económico de países como el nuestro, provoca condiciones de pobreza imposibles de ser superadas por aquellos sectores de la sociedad que quedan al 7

En un trabajo anterior (Marcial, 1997) abordo con más detenimiento la situación de exclusión económica y cultural de los menores de edad en nuestro país y en Jalisco.

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margen del desarrollo. La CEPAL (Comisión Económica para América Latina de la Organización de las Naciones Unidas, ONU) anunció una situación preocupante: al inicio del siglo XXI, cerca de la mitad de la población regional vive en la pobreza. Según sus estimaciones, de los 441 millones de habitantes en América Latina, 191 millones (el 43.3%) viven por debajo del nivel de pobreza. Pero dentro de esta población, 78 millones (un 42%) son niños y jóvenes menores de 18 años. Lo que llevó a la CEPAL a afirmar que la mayoría de los pobres son menores de edad y la mayoría de los menores de edad son pobres (CEPAL, 1985). Concretamente en nuestro país, las situaciones de la niñez y la juventud, sobre todo de aquellos que no cuentan con lo más elemental para vivir (tanto en un sentido afectivo como material, social y cultural), es realmente preocupante. Ello lo podemos observar gracias a resultados de destacadas investigaciones realizadas por Oswald y Álvarez (1995), Bar-Din (1995) y Fernández (1995), las que arrojan cifras que deben llamar nuestra atención: ocho millones de menores de 14 años dependen del subempleo, trabajando sin ningún tipo de protección legal. Se calcula que en todo el país podrían existir doce millones de menores de 18 años que dependen exclusivamente de su actividad en las calles para sobrevivir, lo que significaría que en diferentes grados han abandonado las dos principales instituciones sociales de formación y socialización: la familia y la escuela. Si revisamos datos más contemporáneos correspondientes al estado de Jalisco, encontramos que dos millones y medio de habitantes están considerados como población pobre (alrededor del 47%). La realidad a la que se enfrentan cotidianamente los niños y jóvenes jaliscienses es preocupantemente peligrosa. Siendo uno de los estados del país con mayores índices de criminalidad, cuenta con una de las tasas más altas del mundo en homicidios (13.3 por cada 100 habitantes). Particularmente en la Zona Metropolitana de Guadalajara, dicha tasa se duplica en comparación con la de la ciudad de Nueva York en los Estados Unidos (16.3 para la primera y 8.8 para la segunda). Desgraciadamente, el rubro de la criminalidad está estrechamente relacionado con la población infantil y juvenil. Según la Universidad de Guadalajara, poco más de la mitad de los presuntos delincuentes (el 54%) se ubica entre los 18 y 30 años de edad (Jalisco a tiempo, 2015: 11). El estado de Jalisco ocupa el cuarto lugar con mayor población en el país (5.3 millones de habitantes) por debajo del Estado de México, el Distrito Federal y Nuevo León; concentrando al 6.7% de los mexicanos con una densidad de 66 habitantes por kilómetro cuadrado. Dos millones y medio de jaliscienses están considerados como población pobre, prácticamente la mitad de la población total. La tasa de fecundidad para Jalisco nos indica un promedio de 3.08 hijos por mujer, cantidad que se ubica por debajo de la tasa nacional (3.2) y de la de otras entidades con mayor pobreza como Oaxaca y Chiapas (3.91 y 3.96, respectivamente) (Velázquez, 1996: 5-7). La población de niños, niñas y adolescentes en Jalisco siempre ha sido significativa. Los menores de 15 años representan un importante segmento poblacional, y aunque en 1970 llegaron a ser casi la mitad del total de la población, desde el año 2000 han representado alrededor de una tercera parte de la población total. La tendencia es que

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en Jalisco, como sucede a nivel nacional, de cada tres habitantes uno es niño (de cero a 15 años), otro es joven (de 16 a 30 años) y el último es adulto (de 31 años en adelante). De los menores jaliscienses ubicados entre los 6 y los 14 años de edad, el 15.5% no asiste a la escuela y casi el 11% no sabe leer ni escribir. Jalisco ocupa el cuarto lugar nacional con mayor porcentaje de empleados u obreros de 12 a 14 años (el 53.6%), sólo por debajo del Distrito Federal, Nuevo León y Baja California (Jalisco a tiempo, 2015: 13 y ss.). La población joven del estado ubicada entre los 12 y 29 años de edad sobre pasa los dos millones. En una encuesta que aplicamos en la Zona Metropolitana de Guadalajara hace ya 22 años,8 encontramos que cuatro de cada diez adolescentes necesitaban trabajar para pagar sus estudios, mientras que el 51% se podía dedicar exclusivamente a estudiar. Casi una tercera parte (29%) no estaba estudiando, el 75.8% de ellos porque trabajaba y el 24.2% restante no tenía actividad alguna. 91% de estos jóvenes cohabitaban con cinco o más familiares en sus casas. Cerca del 78% de ellos afirmaron tener un pariente cercano viviendo en los Estados Unidos, aunque sólo el 15% aceptó tener idea de migrar a ese país en el futuro. El 83% se declaró como católico, un 14% aceptó haber probado alguna sustancia ilícita y casi el 64% haber tenido relaciones sexuales sin estar casado(a). El 14% consideró que los adultos que los rodean no se preocupan por ellos y un 70% confesó tener sentimientos de soledad. Cerca de la mitad de ellos (46%) tuvo algún problema con los vecinos de sus barrios, una cantidad semejante (47%) había enfrentado riñas callejeras y casi una cuarta parte (23%) había sufrido asaltos. En otros estudios que realizamos (Marcial, 2001; Marcial y Vizcarra, 2006), encontramos que para 2005 el 32.8% de la población del estado de Jalisco es joven; es decir, de sus 6´752,113 habitantes, 2´216,135 tienen una edad que oscila entre los 12 y los 29 años. En aquel año, el 48.6% (1´077,173) eran hombres, las mujeres representaban el 51.4% (1´138,962) restante, característica que debería ser valorada por las autoridades en el diseño e implementación de las acciones de gobierno.9 En la actualidad, poco más de la mitad de los jóvenes jaliscienses (55.3%) viven en la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el municipio de Guadalajara habitan el 42% de ellos, en Zapopan vive un 31.3%, en Tlaquepaque el 15.4% y, por último, en Tonalá se encuentra el 11.2% restante. Este factor, aunado al hecho de ser la zona de la entidad que ofrece mayores facilidades para el uso de las nuevas (y viejas) tecnologías en telecomunicaciones, son algunas de las cuestiones más importantes que han favorecido la gran heterogeneidad cultural de este sector poblacional. Por otra parte, el grupo de edad que reportó mayor número de muertes durante el 2016 fue el que va 8

La aplicación de cuestionarios se realizó entre junio y agosto de 1994 en la Plaza Tapatía, en las calles de barrios populares (Del Fresno, Santa Margarita, Constitución, Miravalle, Oblatos y Polanco) y, en menor medida, en algunas escuelas (la secundaria federal núm. 56 y las preparatorias 2 y 6). Se encuestaron a jóvenes entre los 11 y los 33 años de edad, con un promedio de 16.2 años. El 67.5% fueron hombres y el 32.5% mujeres de un total de 618 jóvenes encuestados. 9 Como se sabe, junto con los jóvenes y los niños, las mujeres también conforman otro segmento poblacional pocas veces tomado en cuenta en las políticas públicas. Por ello la perspectiva de género, además de la etaria, es una de las grandes ausentes en este ramo.

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de los 20 a 24 años, con el 10.6%. En los demás grupo etarios dentro de la edad juvenil, las cifras quedan como sigue: de los 25 a los 29, se reportó un 10%; entre 15 y 19, el 6.7%; por último, de los 10 a los 14, solo el 2.1%. Es decir, casi la tercera parte de fallecimientos en el estado son casos de jóvenes (SISVEA, 2016). A pesar de la infraestructura educativa con que cuenta el estado y, principalmente la Zona Metropolitana de Guadalajara, la educación no es uno de los ámbitos que escapa de ser un problema para sus jóvenes, ya que 43,520 no saben leer ni escribir (INEGI, 2015). Otro importante problema, en este sentido, es que el nivel de escolaridad es bajo. La mayoría de los jóvenes deja las instituciones educativas en el nivel de enseñanza media; los 13, 15 y 16 años son las edades que reportan los más altos índices de deserción escolar (14.5%, 17.4% y 16.6% respectivamente) (IMJ, 2016). Pocos llegan a cursar educación media superior y una minoría algún posgrado. La Encuesta Nacional de la Juventud 2015, (IMJ, 2016) señala que el 43.6% de los jóvenes de Jalisco solo estudia, 28.6% solo trabaja, 5.1% estudia y trabaja y casi una cuarta parte, el 22.7%, no realiza ninguna de estas actividades (de ellos, un 19% dijo dedicarse a actividades dentro del hogar). Sin embargo, la misma encuesta aplicó la pregunta: “¿estudias actualmente?”, y reportó 48.8% de respuestas afirmativas y 51.2% de respuestas negativas (IMJ, 2016). Al analizarse las causas de la deserción escolar, destacan como las más importantes las respuestas de “tenía que trabajar” (38.1%), “porque ya no me gustaba” (33%), “porque acabé mis estudios” (22.5%), “tengo que cuidar a la familia” (9.9%) y “mis padres ya no quisieron” (6.1%) (IMJ, 2016). Sólo un 25% señaló que su primer trabajo fue de “tiempo completo” (IMJ, 2016). En busca de dólares Para muchos de estos niños, niñas y jóvenes, una estrategia de reproducción económica es la venta eventual de su fuerza de trabajo. Debido al desempleo, y muchas veces debido más a la resistencia de emplearse permanentemente, muchos jóvenes por sus actividades trabajan periódicamente en ocupaciones que les permiten entrar y salir de ellas dependiendo de sus necesidades y requerimientos. Por ello, son muchos los jóvenes que prefieren trabajos ocasionales que los ocupen sólo por el día en que van a trabajar y sean pagados a destajo y al terminar la jornada laboral; de hecho sólo los mayores y/o quienes están casados conservan trabajos relativamente fijos. Sin embargo, ni las empresas jaliscienses ni las oficinas de gobierno han diseñado programas de empleo juvenil que respondan a las necesidades de los menores referidos. No hay la posibilidad de acceder a empleos que le permita al joven no abandonar la escuela. La terrible disyuntiva para ellos es comer o estudiar, aunque la sociedad debería propiciar y diseñar empleos con horarios escalonados precisamente para muchos de estos jóvenes. Ante esta escasa oferta de empleo juvenil, el recurso de buscar empleo en el país del norte (los Estados Unidos) se ha convertido en una alternativa significativamente atractiva para muchos de ellos. Jalisco se inserta en una zona del país, el occidente de México, en donde la población ha logrado establecer durante décadas (cerca de

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un siglo) un continuo flujo de objetos y personas a diferentes ciudades de la Unión Americana, específicamente en los estados de California, Colorado, Texas e Illinois. Por lo difícil que resulta viajar a la frontera norte de nuestro país, cruzarla ilegalmente y viajar dentro de los Estados Unidos, muchos niños y jóvenes han seguido la estrategia de viajar en pequeños grupos, cuando no viajan con sus padres; incluso se han incrementado significativamente los casos de menores de edad viajando completamente solos. La ayuda mutua durante este recorrido, su estancia en los Estados Unidos y el regreso aligera un poco las dificultades a las que se enfrenta cualquier mexicano que migra en estas condiciones de ilegalidad al país del norte. Asimismo, como dije anteriormente, para muchos habitantes del occidente mexicano en general, y de la Zona Metropolitana de Guadalajara en particular, la migración ha sido un recurso en las estrategias de sobrevivencia económica de muchas familias, que ha creado fuertes lazos de comunicación entre ellas y las comunidades de origen mexicano radicadas en los Estados Unidos, así como toda una cultura propia en ambas zonas geográficas. Palabras finales Para comprender los sentidos profundos del acto de migrar, resulta necesario entender que el aspecto económico ciertamente es lo más importante en ello. “Buscar unos dólares en el norte” siempre ha sido, y seguirá siendo, el principal motor que pone en movimiento a miles de mexicanos que no encuentran en su propio país las condiciones mínimas necesarias para la reproducción económica de ellos, ellas y sus familias. Pero, además, debemos reconocer también que en la actualidad, las situaciones de inseguridad pública y el incremento de las violencias sociales agrega significados destacables en las decisiones de esa población de “tomar rumbo al norte”. Pero no todo se agota allí. Existen otras dimensiones importantes en estos significados individuales, familiares y comunitarios que les lleva a arriesgar todo por cruzar a los Estados Unidos de manera ilegal. En lo cultural, cabe resaltar ritos sociales entre los jóvenes varones de estratos empobrecidos que ven en la migración internacional un conducto para “hacerse hombres” y regresar “maduritos” a México (Marcial y Vizcarra, 2014 y Marcial y Vizcarra, en prensa). Como bien lo define Narváez (2010), migrar guarda significados cuyos orígenes son multidimensionales, en el sentido de que tales movimientos de población entre fronteras nacionales conllevan procesos y dinámicas de diferentes dimensiones en los que lo económico puede ser lo más importante, pero no lo único, trastocando por mucho todos los niveles de la vida en sociedad. En un contexto donde la globalización multiplica incertidumbres, mantiene latente el riesgo a originar sociedades aún más desiguales, acentúa la crisis del individuo, y perpetúa la tendencia hacia la disolución de solidaridades o formas tradicionales de reciprocidad como la familia o la pareja, se hace evidente y más complicado el ejercicio de la libertad [en tanto acceso de todos los individuos a la movilidad entre fronteras nacionales], se originan nuevos espacios que entre la confrontación y el desorden producen escenarios complejos: tierra fértil para las dinámicas culturales y sociales que recrean y desarrollan nuevas identidades,

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dando pie a procesos que a su vez nos llevan a pensar en la construcción de un nuevo diálogo entre lo local y lo global, lo transnacional. Ahí, es donde la movilidad permanente de pueblos del Sur hacia el Norte adquiere mayor visibilidad. Más allá de buscar un hilo conductor entre todas las dimensiones por donde atraviesa el problema de lo global, en el acto de migrar se haya un significado de naturaleza multidimensional, en él se lleva a través de las fronteras nacionales: idiosincrasias, refrendos culturales, imaginarios religiosos, disputas, productos étnicos: sabores, bebidas y texturas, que en un proceso de ida y vuelta se reconfiguran y pasan de la localidad a lo trans-local y a la transnacionalidad, donde lejos de una lógica asimilacionista, se incorporan y reproducen casi de manera automática y un poco sin la conciencia presente del cambio permanente. Las identidades y las subjetividades juveniles en ese espacio de bricolage se representan en el rostro de la multiculturalidad, polaridad, fragmentación, radicalidad, subversión, diferencia, y libertad: violencia y simulacro dotados de claroscuros (Narváez, 2010: 62). Pero, a su vez, es necesario poner atención a las especificidades que están implicadas en la migración internacional según del tipo de población que la realiza. Una primera implicación destacable radica en la diferencia de género, pues la migración, como tantas otras cosas, no es lo mismo para varones y para las mujeres. Mientras que para los hombres la migración es fuente de valorización y refuerza su masculinidad, permitiéndoles cumplir el rol que socialmente se espera de ellos (el de proveedores económicos); para las mujeres la situación es muy diferente. Quienes osan romper el rol tradicional asignado a la mujer mexicana, sufren recriminaciones y tienden a ser estigmatizadas por su comunidad y culpabilizadas por sus hijos. Sin embargo, a pesar de los grandes costos familiares y emocionales, la migración permite a las mujeres adquirir una mayor independencia en México, ofrecer a sus hijos una mejor calidad de vida material y una mejor educación (Lapalme, 2010: 24). Y así resultan destacables otras dimensiones como la clase social, el nivel de escolaridad, la región en la que se vive, las valoraciones comunitarias sobre la migración, las distintas épocas históricas con diferencias en las relaciones de los gobiernos mexicanos y estadounidenses, etcétera. Cerramos este texto destacando una de estas diferencias que tiene que ver con la edad, ya que es el centro de nuestra atención. Los menores de edad involucrados en procesos de migración ahora presentan retos importantes al momento de irse a “al norte”. Cada vez es más común que estos menores migren solos, sin padres o adultos que les acompañen, enfrentando por sí mismos los riesgos de viajar por el territorio mexicano, cruzar la frontera de forma ilegal, pagar a un “coyote” o “enganchador” para el pase, convivir con integrantes del crimen organizados, moverse dentro del territorio estadounidense, etcétera. A ello agregamos lo tremendamente perjudicial para estos menores que va a implicar la medida de separar a las familias deportadas que el gobierno de Donald

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Trump está promoviendo (marzo de 2017) y que pretende poner en vigencia a la brevedad (Vázquez, 2017; Prensa Latina, 2017). Los riesgos se incrementan a sabiendas de que los flujos migratorios no van a decrecer y, mucho menos, a desaparecer. Para la inmensa mayoría de los niños, niñas y adolescentes que migran a los Estados Unidos esta realidad está implicando ya cuestiones relacionadas a la violación sistemática y recurrente de sus derechos más elementales, como el derecho a la vida, a la identidad, a la familia, al bienestar individual, familiar y comunitario, el derecho a la movilidad, etcétera. Por ello, los diversos sectores sociales tenemos mucho que hacer en estas cuestiones, pues es la vida y el bienestar de las nuevas generaciones lo que cada vez está más amenazado por las ineptitudes de los gobiernos mexicanos para brindar a su población, y en especial a los menores de edad, condiciones seguras de desarrollo social; y por la cerrazón e incomprensión de los gobiernos estadounidenses, que persisten en negarse a implementar políticas migratorias que coloquen a los individuos y sus derechos por encima de cualesquiera de las necesidades de los sistemas económicos y las ideologías de diferentes concepciones políticas. Mientras no logremos esto, nuestros menores seguirán “escapándose” de las políticas públicas mexicanas totalmente inoperantes, para “encontrarlos” en los vericuetos tan riesgosos de la migración internacional en condiciones de ilegalidad. Y esto no debe suceder. Referencias Bar-Din, Anne, comp. (1995.). Los niños marginados en América Latina: una antología de estudios psicosociales. México: UNAM. Borja, Jordi (1991). “La ciudad conquistada”, La jornada semanal, nueva época, núm. 104, México: La Jornada. Carrillo, Santiago et. al. (1998). Disidentes, heterodoxos y marginados en la historia, Salamanca: Universidad de Salamanca. Castillo, Santiago y Pedro Oliver, coords. (2006). Las figuras del desorden: heterodoxos, proscritos y marginados. Madrid: Siglo XXI. CEPAL (Comisión Económica para América Latina) (1985). Pobreza en América Latina: dimensiones políticas. Santiago de Chile: CEPAL (Estudios e Informes de la CEPAL núm. 54). Cuerma (1978). Exclus et systèmes d'exclusion dans la littérature et la civilisation médiévales, Provence : CUERMA-Université de Provence. Dekker, Rudolf M. y Lotte Van de Pol (2006). La doncella quiso ser marinero. Travestismo femenino en Europa (siglos XVII y XVIII). Madrid: Siglo XXI Editores. Hallard, Guy H. coord. (1975). Aspects de la marginalité au Moyen Age, Montreal: Instituto de Estudios Medievales-Universidad de Montreal, 1975. Fernández, David (1995), “Notas para comprender teóricamente la cultura de los niños de la calle”. David Fernández (ed.). Malabareando. La cultura de los niños de la calle. México: UIA-CRT-CRAS. Fletes, Ricardo (1994). La atención a los menores en situación extraordinaria en Guadalajara. Zapopan: El Colegio de Jalisco/DIF Jalisco. García Canclini, Néstor (1990). Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la

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