Impunidad y corrupción. Injusticia y desigualdad en México.

July 26, 2017 | Autor: C. Gutiérrez Gonz... | Categoría: Criminal Justice, Constitutional Law, Social Sciences, Social Justice in Education, Constitutional Theory
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Descripción

ACTUALIDAD

IMPUNIDAD Y CORRUPCIÓN Las fuentes de la injusticia y la desigualdad en México Carlos Martín Gutiérrez González

Contenido 11

Presentación

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Introducción

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Capítulo primero Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales I. La fuerza normativa de la Constitución II. La dimensión sustancial de la democracia III. La cultura político-jurídica en México

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Capítulo segundo Verdad, transparencia y corrupción I. Transparencia y rendición de cuentas II. Las responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción III. El Sistema Nacional Anticorrupción

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Capítulo tercero De las plazas públicas al mercado I. La ética ciudadana II. La demanda del interés general III. Rezago en el acceso IV. Rectoría económica y rendición de cuentas V. Concesiones para explotar el espectro electromagnético y otros recursos públicos

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Contenido

VI. Responsabilidad de los concesionarios, solidaridad y rendición de cuentas VII. La prohibición de los monopolios 127

Capítulo cuarto Rendición de cuentas y justicia



I. Mecanismos constitucionales de garantía II. Control constitucional y derecho a la resistencia III. El derecho a resistir el derecho IV. Justicia e impunidad

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Capítulo quinto Principio de legalidad y rendición de cuentas

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I. Principio de legalidad versus II. Un ejemplo “legislativo”

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Capítulo sexto El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción I. El derecho a la información, la transparencia y la rendición de cuentas como elementos esenciales del combate a la corrupción

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Conclusiones

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Bibliografía

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A mis hijas: Natalia, Mariana y Sofía. A mi esposa. A mi madre. Gracias a todas, por todo.

Presentación […] una Teoría de la Constitución de cuño científico-cultural puede cooperar también a la necesaria reducción de toda fijación en objetivos basados exclusivamente en puro bienestar materialista, al tiempo que preconiza el alejamiento de todo parámetro economicista típico de ideologías y actuaciones políticas contemporáneas, al ofrecer el sustrato que facilita la crítica de toda interpretación del Estado social de derecho que se pretenda basada exclusivamente en términos de crecimiento cuantitativo y sobredimensionado. Peter Häberle1

Tuve la fortuna de conocer a Carlos Martín Gutiérrez González, autor del presente libro en la ciudad de Morelia, durante 2011, en el marco de mis actividades académicas. Me correspondió impartir el Seminario de Investigación Jurídica en el marco de la maestría en derecho constitucional de la Universidad Latina de América. Desde el primer día de clases dimos comienzo a un permanente y enriquecedor diálogo intelectual. Después de ese espacio académico también hemos compartido aficiones literarias, experiencias profesionales y grata convivencia familiar. En ese contexto, iniciamos un intercambio de ideas en torno de preocupaciones comunes: el tortuoso proceso de democratización de México, la lacerante pobreza de más de la mitad de su población, las dificultades para transitar hacia un mundo mejor, entre otras. Lo anterior hizo posible sumar esfuerzos y publicar, bajo el sello de la editorial Novum, el libro Educación y ética ciudadana. Algunas aproximaciones, con una reflexión de Carlos Martín que sería la semilla germinal de su trabajo final de posgrado, además de un par de ensayos míos.   Teoría de la Constitución como ciencia de la cultura, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 160 y 161.

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El centro de atención del libro se circunscribe justamente en la trascendencia de los factores educativo y cultural en la dinámica de desarrollo de las personas, en un primer momento, y de las naciones, en segundo término, sin los cuales no es posible la transformación social y mucho menos el mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad. A partir de este ejercicio, Carlos Martín Gutiérrez se empeñó en elaborar su tesis de maestría, bajo mi tutoría, cuyo foco de atención fue precisamente la cultura en un Estado constitucional de Derecho, tema muy pertinente, en especial porque en México, a finales del siglo pasado y durante los primeros años de éste, se presentaban, como una gran oportunidad, distintas posibilidades de transformación: un naciente pluralismo político y significativos cambios jurídicos que han puesto en vilo el pensamiento positivista tradicional. Con los trazos apuntados se ensanchaba el horizonte para abrazar viejas y nuevas teorías que se distanciaban de la inercia que se mantuvo durante muchos años en el país, y como otros procesos de democratización que han tenido lugar en otros países, se comenzaba a hacer referencia a los “nuevos paradigmas”. Sin embargo, casi nadie ha reflexionado, y mucho menos escrito, sobre el modelo de cultura que se ocupa como piedra de toque para estar en condiciones de superar realmente los obstáculos que enfrentamos con el fin de aproximarnos a una sociedad más justa. Como bien se sabe, el término cultura posee distintos significados. Empero, este concepto siempre incluye la perspectiva valorativa en relación con la organización social y la forma de vida del ser humano.2 En otras palabras, el mínimo de valores que necesita una comunidad pluralista para vivir pacífica y civilizadamente, con la dignidad personal como columna vertebral. En el esquema de la tesis de Carlos Martín la palabra “cultura” tiene una connotación enfocada a la cuestión jurídica, desde la óptica de un modelo de democracia constitucional, lo cual se traduce, entre otros aspectos, en el cumplimiento de la norma jurídica por parte de todos los integrantes de la comunidad —los gobernantes, para empezar— (que se engloba en la idea de “cultura de legalidad”) y la irradiación del valor de la dignidad en todas las relaciones sociales y políticas que dan contenido 2   Diccionario de psicología, voz “cultura”, a cargo de Hellpach, Friedrich Doesch (director), 5ª ed., Barcelona, Ediciones Herder, 1985, p. 176, citado por Pablo Lucas Verdú, Teoría de la Constitución como ciencia cultural¸ Madrid, Dykinson, 1998, pp. 39 y 40.

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y sentido a todas las normas del ordenamiento jurídico (lo que rompe con el absolutismo del principio mayoritario). Esto es lo que los teóricos del nuevo paradigma han llamado “constitucionalización del derecho”. En efecto, el derecho no es inerte. En la dinámica del mundo actual uno de los principales desafíos del derecho es que lo previsto por el legislador se cumpla fielmente en la vida cotidiana. Por tanto, reviste un grado alto de dificultad que la actualización de las normas jurídicas vayan a la par de la realidad. No basta con que una norma jurídica se publique y entre en vigor para que, ipso facto, se concrete en la realidad. Esta cuestión, muy estudiada por todas las teorías jurídicas contemporáneas, es una de las más polémicas y difíciles de resolver. En el caso de México aún más. Desde siempre, pese a que el orden jurídico mexicano —desde la Ley Fundamental hasta la más insignificante de las disposiciones— es modificado constantemente para “ajustarse a la realidad”, muy poco o nada se cumple en la práctica. Se dice que para que las leyes sean plenamente cumplidas por las autoridades es menester “voluntad política”. También se afirma que para que los ciudadanos de un país acaten las normas jurídicas se requiere “cultura de la legalidad”. En un supuesto y en otro, sobran los discursos y las justificaciones. Frente a tanta retórica urge el cumplimiento ejemplar. Por supuesto que en países como los nuestros resulta indispensable que culturalmente asimilemos que, al cumplir con las normas del derecho, estamos apostando por una comunidad mejor, por relacionarnos civilizadamente. Si no lo hacemos así tendríamos que asumir plenamente las consecuencias de nuestro incumplimiento o transgresión, incluidas las respectivas sanciones. También es relevante respetar, con acciones concretas, la dignidad del ser humano. De nada sirven grandilocuentes declaraciones, amplísimos catálogos de derechos para su aplicación erga omnes, si en la cruda realidad la mayoría de los habitantes de la tierra son considerados y mal tratados como mercancías desechables, sin sopesar los alcances de sus sueños, sus anhelos, sus alegrías, sus frustraciones, sus padecimientos, dimensiones todas que constituyen una parte trascendente del proyecto de vida de cada persona. De ahí la pertinencia de estudios jurídicos relacionados con la cultura. Tenemos ejemplos de muy reconocidos juristas que han aportado con creces al acercamiento del derecho con la cultura. Están, por ejemplo,

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alemanes como Peter Häberle, Dieter Grimm y Erhard Denninger, y también las invaluables reflexiones del muy distinguido profesor español Pablo Lucas Verdú.3 Tras la decisión de Carlos Martín de pulir su trabajo terminal de grado y publicarlo, cabe hacer notar que, una vez más, ha contado con la generosidad del doctor Miguel López Olvera, director de Novum. Mucho de lo escrito en estas páginas da cuenta del motivo por el cual el autor de esta obra tomara la decisión de invitarme para escribir de su presentación. Sinceramente espero que el presente libro tenga mucho éxito porque será el reflejo del entusiasmo de muchos lectores que reafirmarán su compromiso con la lucha a favor de la dignidad humana, de las libertades, de la justicia, entre otros nobles valores, ya sea en la casa, en la escuela, en el centro de trabajo, en la plaza pública o donde sea, junto con más noveles lectores que cobrarán conciencia del verdadero estado actual que guarda el mundo y de sus lastimosas inequidades, las cuales, por cierto, no son pocas. Frente a tanta frivolidad de la que somos testigos en el marco de esta “civilización del espectáculo”, a propósito del libro de Mario Vargas Llosa, no podemos sino trabajar, con humildad y paciencia, para erigir los auténticos valores del ser humano, cuestión que necesariamente implica no paralizarnos ante las supuestas bondades de la economía del mercado, elevar nuestra enérgica voz contra los abusos de los poderosos y evitar —a toda costa— ser indiferentes ante tanta injusticia y tanta desigualdad. Armando Alfonzo Jiménez Ciudad de México, abril de 2016

3   Además de las obras citadas en el aparato crítico de este proemio, vale la pena aludir a la obra Derecho constitucional para la multiculturalidad de los juristas alemanes Dieter Grimm y Erhard Denninger, Madrid, Trotta, 2007.

Ante la libertad de elegir entre el bien y el mal, el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Fiodor Dostoievski El objetivo que debemos perseguir es que la vida sea libre para cada uno y justa para todos. Albert Camus

Introducción Los altísimos índices de impunidad,1 la corrupción que carcome los cimientos de las instituciones,2 la creciente inseguridad pública y los alarmantes niveles de pobreza3 que padece nuestro país encuentran sus causas en múltiples factores, pero el principal lo constituye el hecho de que, generalmente, el Estado mexicano, apoyado en una amplia tolerancia de la sociedad, evita el cumplimiento de las normas constitucionales y de sus atribuciones como pacificador y nivelador de las relaciones sociales. Es posible ubicar una de las raíces de este fenómeno dentro de un proceso también complejo: en los últimos 30 años México ha sufrido cambios profundos en la manera como la clase política conduce la economía y el desarrollo social de los gobernados; uno de los factores que más han repercutido en el notable descenso de la calidad de vida de millones de mexicanos ha sido la imposición del modelo económico neoliberal, cuya consecuencia principal es el debilitamiento del Estado social de derecho, así como la transformación o desaparición de instituciones que antes representaban cierta garantía de igualdad y redistribución más o menos equitativa de la riqueza. Por su parte, el debilitamiento estatal ha dejado el poder político a merced del mercado o, en palabras de Luigi Ferrajoli, de los poderes salvajes.4 Si revisamos la historia del Estado moderno, el poder político se ha visto obligado, durante siglos, a intervenir para imponer las reglas del juego al poder económico, con propósitos pacificadores y civilizatorios. Simplemente, llegó un momento en que el mercado ya no fue concebible ni posible sin un Estado fuerte que lo regulara y limitara en aras de una redistribución más equitativa y justa de la riqueza. Lo anterior no supone añoranza ni nostalgia alguna de tiempos pasados, cuando México padecía una economía cerrada y la vida pública del país era dominada por un régimen político autoritario, con un partido de Estado (el pri) que se convirtió en la agencia de trabajo de las corporaciones que lo sostenían y en una máquina de producción de selectos millonarios a costa del resto de los mexicanos. Sin embargo, junto a Joseph 17

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Stiglitz, Paul Krugman, Tony Judt y Thomas Piketty (entre otros), creo que la respuesta a la relativa disfuncionalidad del estatalismo no fue la más adecuada ni exitosa: apertura económica más apertura política con la condición de desmantelar el Estado de bienestar social y darle un sitio preeminente al mercado como factor de “equilibrio”, “regulación económica” y “redistribución” de la riqueza nacional. En pocas palabras, asistimos al triunfo de Hayek sobre Keynes. La razón es muy simple: culturalmente no estábamos preparados para competir en el mercado global ni para vivir en una democracia. Así las cosas, hoy, en la segunda década del siglo xxi (el generoso lector sabrá perdonar el lugar común), México sigue siendo una república sin ciudadanos, una democracia sin demócratas. El resultado está a la vista: más de 53 millones de mexicanos en estado de pobreza, de los cuales casi 12 millones padecen pobreza extrema; una clase media debilitada y empobrecida, dividida y cooptada por organismos intermedios al servicio de los poderes fácticos, y una élite política que, en general, sirve a los intereses económicos de grandes empresas privadas que cotidianamente depredan los recursos nacionales sin ningún tipo de freno ni control. Frente a este fenómeno, vemos cómo, salvo notables excepciones, el Estado mexicano omite sistemáticamente el cumplimiento de las normas constitucionales, en particular de aquellas que implican una verdadera rendición de cuentas y de las relacionadas con el desempeño eficiente de los órganos del poder frente a los gobernados: la transparencia en la gestión gubernamental; la obtención eficaz de resultados; la regulación efectiva del desarrollo económico y social; la difusión oportuna de información veraz y creíble; la responsabilidad de los servidores públicos, su disciplina; la imposición de sanciones administrativas y, en su caso, la compurgación de las penas a las que se hicieren acreedores quienes incumplieren con sus obligaciones constitucionales y legales. Esta situación es grave, sobre todo cuando los evasores de tales obligaciones son aquellos que han jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Desgraciadamente, como ya he señalado y veremos a lo largo de este libro, este incumplimiento sistemático cuenta, muchas veces, con el apoyo de un amplio sector de la sociedad, cuya tolerancia y aceptación de la corrupción se han convertido en una práctica cotidiana, común y corriente. El incumplimiento generalizado de los principios constitucionales de eficiencia, eficacia, economía, transparencia, honradez, imparcialidad y lealtad no es exclusivo de los agentes del poder público; nace y se desarrolla dentro de una intrincada red de complicidades con los particulares, espe-

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cialmente con ciertos grupos de interés y de presión a los que se ha dado en llamar poderes fácticos. La violación sistemática de los principios señalados antes es, asimismo, producto de los altos niveles de corrupción y de impunidad que imperan en México y cuyas raíces históricas provienen de la época virreinal, cuando la Nueva España contaba con dos órdenes jurídicos distintos y simultáneamente vigentes: el castellano y el indiano, así como el derecho canónico indiano y la costumbre, en particular durante la era de la Casa de Habsburgo. Aunque el orden castellano desempeñaba el papel de ordenamiento supletorio respecto del indiano, ambos se caracterizaron por ser sistemáticamente inobservados por las propias autoridades virreinales. Uno de muchos ejemplos de esta elusión legal podría ser la orden girada por el rey Carlos V a Hernán Cortés en el sentido de dejar a los indios en condición de hombres libres, aun bajo el régimen de la encomienda (a la que algunos peninsulares y clérigos se opusieron desde el principio): pese a la disposición real, en la Nueva España los indios continuaron en calidad de esclavos hasta el siglo xviii.5 Cabe aclarar que, si bien es cierto que los funcionarios de la época virreinal cobraban directamente a los súbditos los servicios públicos prestados —lo cual constituía una práctica generalmente aceptada como correcta, pues carecían de un salario o estipendio oficial como contraprestación de la Corona por su trabajo—, también lo es que al parecer esos mismos funcionarios siguen trabajando en la época actual con la misma mentalidad de entonces: como el gobierno les paga mal —o no les paga—, deben procurarse en otro lugar los medios para su subsistencia y la de su familia. En nuestros días ésta parecería ser la lógica que busca justificar la corrupción del sistema: una corrupción que muchos ciudadanos utilizan como pretexto para evadir su obligación de pagar impuestos. Así, el fenómeno resulta, evidentemente, complejo, pues la tolerancia a la corrupción y a la ausencia de una rendición de cuentas por parte del poder también encuentra sus orígenes en la cultura política de una ciudadanía que secularmente ha preferido la comodidad del arreglo inmediato, al margen de cualquier norma (jurídica o moral), o la componenda que agilice los trámites, libere al indiciado o encarcele al inocente. Por ello, afirmo que aun cuando México puede contar, hoy por hoy, con un texto constitucional de vanguardia en lo que a la protección y tutela de los derechos humanos se refiere, con la cultura jurídico-política imperante muchos de los preceptos contenidos en nuestra ley fundamental se convierten, por utilizar un lugar común, en letra muerta.

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No obstante todo lo anterior, hoy vemos cómo un amplio sector de la sociedad se manifiesta, cada vez más y mejor, en contra de actos de corrupción cometidos no sólo por agentes policiacos o funcionarios menores, sino, en el colmo de la prepotencia y el cinismo, por el presidente “constitucional” de los Estados Unidos Mexicanos. El notorio caso de conflicto de intereses, el incumplimiento de la obligación legal y, sobre todo, constitucional, de declarar su situación patrimonial con transparencia y veracidad, esto es, el abuso de poder del jefe del Ejecutivo federal en la muy cuestionable posesión de una lujosa casa por parte de su esposa en una de las zonas residenciales más exclusivas de la Ciudad de México, expuesto recientemente por la periodista Carmen Aristegui y su equipo de reporteros, y criticado por académicos, intelectuales y políticos como Denise Dresser, Jesús Silva-Herzog Márquez, Leo Zuckerman y Javier Corral, entre otros muchos, muestra la descomposición del sistema político y la red de complicidades en todos los órdenes de gobierno con el crimen organizado. Este tema es desarrollado en los capítulos correspondientes a la impunidad, las responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción. Ahora bien, si partimos de que la transparencia y la rendición de cuentas son elementos esenciales de toda democracia constitucional, y que el derecho a la información pública debe ser garantizado no sólo por la Constitución, sino, en la práctica cotidiana, por todos los órganos del poder estatal, entonces en México nos falta mucho camino por recorrer. Es cierto que en los últimos 12 años se ha avanzado notablemente en la materia. Desde la publicación, en 2002, de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental hasta la “constitucionalización” del órgano encargado de garantizar ese derecho fundamental, a saber, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos, así como la adopción de la institución en las entidades federativas, México tiene cada día una mejor calidad de información pública que sirve, entre otras cosas, para tomar decisiones trascendentales en la vida cotidiana de los ciudadanos o para defenderlos de los abusos del poder. Pero todo ello no ha sido suficiente. Hoy persisten una resistencia y una reticencia sistemáticas, generalizadas, para informar puntualmente y rendir cuentas, con todo lo que ello implica. Esa falta de transparencia en la gestión pública y la ausencia de una auténtica cultura de rendición de cuentas atentan contra el derecho fundamental de toda persona a contar con información oportuna y clara que permita evaluar el desempeño de quienes detentan el poder, un poder que esa misma persona les ha delegado mediante su voto libre. En cualquier democracia avanzada,

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la rendición de cuentas es una herramienta imprescindible de control del poder, con la que se puede premiar o castigar a los servidores públicos de cualquier nivel, al tiempo que garantiza una relación armónica y productiva entre gobierno y gobernados a favor del bien común. Así, nos encontramos con el problema de conciliar el aspecto meramente formal de nuestra democracia con su dimensión sustancial, que no es otra cosa que instrumentar los postulados constitucionales que vinculan y limitan el poder, tanto público como privado, mediante un sistema de controles múltiples, horizontales y verticales, que realmente procure el interés público y, al mismo tiempo, proteja a los más débiles. Todo esto no será posible hasta que se verifique en la realidad un cambio radical de nuestra cultura jurídico-política, que abarque desde la manera de operar de los servidores públicos hasta la forma como la sociedad en general, y los ciudadanos en particular, exijan el respeto, la protección y la reparación de sus derechos. En otras palabras, hace falta alcanzar la plena y eficaz vigencia del artículo 17 constitucional, según el cual “ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho”, y por el que “toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial”. Y es que uno de los disparadores de la violencia generalizada y de la injusticia es, por supuesto, la impunidad. El cambio cultural al que me he referido párrafos arriba necesariamente deberá propiciar la reconciliación del derecho con la justicia, o, mejor aún, vincular la norma jurídica con la moral, para configurar e institucionalizar una ética del poder que dignifique la función pública a favor del bien común y de la protección de los derechos humanos. En México, la frecuente ruptura del orden constitucional en la impartición de justicia, propiciada por los mismos operadores jurídicos (dentro y fuera de los tribunales), con su lamentable saldo de impunidad, lleva, necesariamente, a la procuración de la justicia extralegal, es decir, por propia mano del ofendido. Esta consecuencia, de por sí nefasta, muchas veces es considerada delito por ciertos detentadores del poder, cuando en realidad se trata del extremo más lamentable del ejercicio del derecho a la resistencia contra un orden jurídico y un sistema judicial que atenta, por acción y omisión, contra quienes debería proteger. Esta parte de mi hipótesis se verá comprobada más adelante, con una serie de estudios y encuestas de instituciones oficiales y organismos no gubernamentales. Naturalmente, todos los días vemos destellos de acciones

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y movilizaciones por parte de los ciudadanos como signos inequívocos de cambio y como una confirmación de que todavía hay esperanza. No obstante, las aristas de la realidad social y política de México no sólo son múltiples sino también agudas. Un ominoso botón de muestra de todo lo anterior se manifestó hace unos días con la segunda fuga del delincuente más peligroso y buscado del mundo: Joaquín Guzmán Loera, considerado el capo más sanguinario y poderoso en México y Estados Unidos. La forma en la que se dice pudo escapar del penal de alta seguridad del altiplano, ubicado en el municipio de Almoloya de Juárez, Estado de México, no se explica más que como producto de la corrupción que impera en el país. Otro aspecto del problema planteado en mi hipótesis de trabajo es el hecho de que cada día hay más consumidores que ciudadanos. Hemos abandonado el ágora, la plaza pública, el espacio y el tiempo para la discusión de asuntos que a todos deberían importarnos, para cederlos al mercado, a la satisfacción inmediata de nuestras “necesidades” materiales. Hemos cultivado el egoísmo individualista que nos aísla de los demás, actitud que va debilitando, poco a poco, el tejido social. Un factor que ha contribuido a este fenómeno es la aplicación acrítica e incondicionada de las políticas económicas del neoliberalismo. En un país como México, que históricamente ha sufrido la imposición de instituciones políticas y económicas excluyentes y extractivas para el enriquecimiento de unos cuantos en detrimento de la gran mayoría, el neoliberalismo no hace más que debilitar al Estado, con lo que se excluye y elimina a los más débiles. Ésa es una de las razones por las que, hoy, alrededor de 53 millones de mexicanos padecen una situación de pobreza patrimonial, y cerca de 12 millones de ellos se encuentran en pobreza extrema, como lo demuestran los estudios más recientes del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).6 Sin embargo, aun en ese turbio escenario creo que existe la esperanza de que el trinomio Constitución, cultura política y rendición de cuentas llegue a convertirse algún día en un sistema de garantías para la paz, la justicia, la libertad, la igualdad y la gobernabilidad en un país que hoy está muy lejos de alcanzarlas. Una de las condiciones necesarias para que esto llegue a ocurrir es que todos, sociedad y gobierno, nos conduzcamos con verdad, congruencia, solidaridad y generosidad, valores ajenos a la mayoría de los mexicanos. En ese sentido, trato de establecer el tipo de relación que guardan entre sí la Constitución, la cultura política y la rendición de cuentas, así

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como sus consecuencias. Sobre todo, intento averiguar qué tan eficaz resulta esa relación, en dos planos: el normativo y el real. Parto del supuesto de que una sociedad democrática, plural e incluyente, con una cultura política forjada por la experiencia histórica y nutrida de valores éticos y principios jurídicos que la dignifiquen, es capaz de darse un gobierno igualmente democrático y justo, al que vigilará sistemáticamente, pues sus ciudadanos cuentan con una elevada conciencia de sus derechos y obligaciones, y están siempre dispuestos a ejercer su libertad con responsabilidad y solidaridad. La obligación de rendir cuentas por parte de los órganos del Estado, en cualquier orden de gobierno (municipal, local y federal), debería ser exigible por la norma jurídica y por la presión social, cuyo peso moral depende de la historia de cada comunidad. A este poder de exigencia corresponde una respuesta del poder público, que debería basarse en un sistema de vida y de convivencia democrático y sustentado en principios éticos. Concibo la rendición de cuentas como una obligación de los poderes públicos y privados frente a sus mandantes: los ciudadanos. Aclaro que considero que esta obligación es extensiva para los órganos constitucionales autónomos. Este deber del Estado, en sentido amplio, corresponde al derecho fundamental de toda persona a ser informada sobre los asuntos públicos. Y es que la rendición de cuentas y la transparencia resultan imprescindibles para la democracia; por ello son elementos definitorios del Estado democrático y constitucional de derecho. Para que una sociedad pueda gozar de un Estado constitucional y democrático de derecho es indispensable contar, por lo menos, con los siguientes elementos: 1. La voluntad expresa de la mayoría de la población, mediante el voto ciudadano libre y secreto, de que desea convivir en un sistema democrático y está dispuesta a someterse al mandato de su Constitución, al tiempo que vigila y exige la protección de los derechos fundamentales reconocidos por ésta. 2. Una Constitución rígida que conste de: a) un catálogo de derechos fundamentales contenido en las llamadas cláusulas pétreas, con la suficiente “porosidad” para enriquecer, incluso de manera implícita, su “bloque de constitucionalidad” con reglas y principios del orden jurídico internacional en materia de derechos humanos;

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b) mecanismos de garantía para la defensa y reparación de esos derechos, así como un sistema disciplinario que sancione a quienes los violen; c) vínculos, límites y competencias de los órganos estatales para un ejercicio controlado del poder, con base en los principios de imparcialidad, legalidad, lealtad, eficiencia, eficacia, honradez, economía y transparencia; d) una estructura gubernativa con obligaciones, atribuciones y facultades coercitivas cuyo objeto sea garantizar el respeto y la protección de los derechos humanos, así como sancionar sus violaciones, además de facilitar a todas las personas el disfrute de una vida digna y feliz; e) un orden jurídico basado en los principios de justicia, libertad, igualdad, verdad y solidaridad, que también contenga mecanismos eficaces de coerción y sanción a quienes violen los derechos fundamentales, sean los perpetradores agentes del poder público o del poder privado. 3. Una cultura político-jurídica que propicie la deliberación cotidiana de los problemas comunes, la instrumentación eficaz de sus soluciones y la vigilancia social de los poderes públicos y privados. Una Constitución expresa contenidos que rebasan el aspecto meramente jurídico, de suerte que el acatamiento por parte de las personas sujetas a esa Constitución, “su arraigo en el ethos ciudadano y en la vida de los grupos, su incardinamiento con la comunidad”, suponen una correspondencia con “la cultura política” del pueblo.7 Entonces, la doble dimensión del ordenamiento constitucional —la política en cuanto a la institucionalización y la organización de la formación, la transmisión, el ejercicio y el acatamiento del poder público bajo ciertos principios y reglas que sirven a la sociedad para la satisfacción de sus necesidades, y la jurídica en cuanto al reconocimiento, el respeto, la promoción, la protección y la garantía de los derechos fundamentales de todos— es producto de una cultura desarrollada a lo largo del tiempo, pero también, a su vez, impone conductas que van afinando, refinando o adaptando esa misma cultura. Y es que, generalmente, una Constitución refleja al mismo tiempo las experiencias históricas y la idea del futuro del pueblo que la concibe. En ese sentido, el texto de la ley suprema no sólo es resultado de una cultura anterior a la norma constitucional: también crea cultura. Sin embargo,

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en el caso de México, y considerando los datos arrojados por diversos estudios y encuestas que se reproducen más adelante, creo que hoy en día la cultura política en general se manifiesta, en los hechos, de manera contradictoria frente a nuestro texto constitucional. A lo largo del presente trabajo veremos cómo, en nuestro país, dos factores fundamentales se combinan para tornar nugatorio el derecho de todo gobernado a la información pública, así como para propiciar el incumplimiento de las obligaciones estatales relacionadas con la rendición de cuentas. El primero de esos factores es la cultura, que, en términos generales, facilita cierta predisposición de los servidores públicos y los ciudadanos a considerar normal el hecho de que los agentes del poder omitan informar y rendir cuentas con oportunidad, transparencia, precisión y veracidad. El segundo factor se encuentra en el diseño institucional y en los mecanismos de garantía previstos tanto en la Constitución como en la legislación secundaria. Este segundo factor se divide en dos partes. La primera tiene que ver con las normas que obligan a los servidores públicos a rendir cuentas de manera periódica y sistemática, las cuales están contenidas en el título IV y en los artículos 6 y 134 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. La segunda consiste en el nivel de impunidad, el cual, de acuerdo con las últimas tres encuestas de victimización del inegi, se ubica en poco más de 92% de los delitos cometidos en el país, producto de la combinación de un sistema de impartición de justicia —en los ámbitos jurisdiccional, administrativo y legislativo— que podríamos calificar, en general, como deficiente y corrupto, y de una cultura ciudadana basada en la desconfianza respecto del aparato gubernamental. Asimismo, en las siguientes páginas abordaré temas que me parecen capitales, como la eticidad de la norma, la Constitución, la cultura política y los valores sociales. Así, más adelante trato de establecer cómo pueden conciliarse las teorías iuspositivistas, que separan la norma moral de la jurídica, con el iusnaturalismo y el racionalismo, que reconocen en la axiología jurídica una fuente de los derechos humanos. Enseguida trato el tema de la fuerza normativa de la Constitución, a partir de las tesis de Manuel Aragón, Luigi Ferrajoli, Maurizio Fioravanti, Eduardo García de Enterría y Karl Loewenstein, quienes, desde mi punto de vista, lo han abordado con mayor claridad. Para ello, es importante establecer la relación teórica entre el principio democrático como legitimador de la Constitución y la función de ésta como norma suprema en un sistema jurídico donde el derecho queda subordinado al

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mismo derecho y no a la política, aun cuando una de sus fuentes formales sea un órgano de poder eminentemente político como el Legislativo. Esto implica que el Congreso, en el caso de México, se sujete a las normas constitucionales, lo cual implica renunciar al concepto tradicional de soberanía. Si bien es aceptable que, en un régimen con separación formal de poderes, los parlamentos tengan entre sus funciones la de controlar al Ejecutivo, al Judicial y a los órganos autónomos, el control último del poder público debe ser el que se establece en la propia Constitución y aquel que, en última instancia, debiera ejercer la ciudadanía con base en lo preceptuado por la norma suprema. Igualmente, toco la cultura político-jurídica en México e incluyo varios estudios y encuestas relativamente recientes que muestran la percepción y las preferencias de los ciudadanos respecto de su comportamiento cotidiano frente a la autoridad y al resto de la sociedad. Resulta interesante, por decir lo menos, adentrarse en las motivaciones de la conducta colectiva de los mexicanos, en sus contradicciones y en la manera como muchos prefieren privilegiar su propio interés en situaciones en que el sentido común prescribiría su sacrificio en aras del bienestar general. Luego, trato de establecer la relación entre los conceptos de verdad, transparencia y corrupción. Parto de las propuestas de Albert Camus y Peter Häberle, quienes, en momentos históricos diferentes y con perspectivas distintas, expusieron la necesidad de elevar el derecho a la verdad a rango constitucional como derecho humano, y no sólo como un requisito de validez formal de la información proporcionada por los agentes del poder (público o privado), o de credibilidad en cuanto a su relación directa con la realidad de los hechos pasados y presentes, sino también como un valor universal y permanente, presupuesto al de justicia y también anterior a la libertad y a la igualdad: la verdad que otorga a cada quien lo suyo, la verdad como base de la justicia, la verdad que libera. Dentro de ese mismo capítulo, en el apartado “Transparencia y rendición de cuentas”, intento explicar el concepto de rendición de cuentas en su necesaria relación con los de transparencia gubernamental, obligación, derecho, potestad, facultad y responsabilidad. Por supuesto, como ya he señalado párrafos arriba, parto de la premisa de que la rendición de cuentas a la vez es una obligación del Estado y un derecho fundamental de los ciudadanos. Por ello, trato de resumir las obligaciones de los agentes del poder y los derechos de la ciudadanía en ambos temas, íntimamente relacionados y que deberían ubicarse en el corazón de un auténtico Estado democrático y constitucional de derecho. Adicionalmente, me remito a los criterios

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que últimamente ha establecido la Suprema Corte de Justicia de la Nación para interpretar las normas en materia de derechos fundamentales a la luz del derecho internacional de los derechos humanos. Como un tema neurálgico, expongo la necesidad urgente de encontrar un equilibrio en la vida cotidiana de la sociedad y de cada uno de sus ciudadanos, entre el ágora y el mercado. El tercer capítulo, “De las plazas públicas al mercado”, pretende dar cuenta de la regresión al “estado de naturaleza”, donde el egoísmo individualista impera sobre la necesidad colectiva de solidaridad y fraternidad, como consecuencia del fenómeno conocido como mercantilización de la polis. Entre otros temas relevantes, ataco el mito de que el sector privado suele ser más eficiente que el público en la prestación de ciertos servicios, incluso en aspectos relacionados con la “autorregulación” de las actividades concesionadas por éste a favor de aquél. Sostengo que en ocasiones es deseable la “privatización” de actividades económicas de índole pública siempre y cuando, si se pretende eficacia, sean ejecutadas por entidades públicas, aun si en éstas participa parcialmente el sector privado, pero bajo la vigilancia de todos. El mismo capítulo lo subdivido en temáticas más específicas, como “Rectoría económica y rendición de cuentas”, con el propósito de explorar los problemas que en la realidad plantean la interpretación y la aplicación del capítulo económico de la Constitución, y de establecer cómo el poder público ha renunciado paulatinamente a la protección de los más débiles —abrumadora mayoría en nuestro México actual— y se ha aliado a los poderes privados —o fácticos—, formales e informales, para favorecer sus propios intereses particulares o sectarios, fenómeno que muy bien podría reducirse a su mínima expresión en un sistema en que la rendición de cuentas resultara realmente eficaz, con todo lo que supone de combate a la corrupción, transparencia y justiciabilidad de los derechos humanos. Más adelante, en el capítulo cuarto, “Rendición de cuentas y justicia”, abordo temas como las responsabilidades de los servidores públicos, los mecanismos constitucionales de garantía y la ética ciudadana. En primer lugar, afirmo que las obligaciones y los derechos no son justiciables sin el establecimiento de responsabilidades y las sanciones disciplinarias correspondientes, por lo que emprendo un análisis sistemático del título IV de la Constitución. Para todo efecto práctico, concibo la rendición de cuentas como un proceso que incluye la obligación de informar al público, de manera permanente, transparente y sistemática, sobre los programas y los actos de gobierno, antes, durante y después de su ejecución;

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el fincamiento de responsabilidades (administrativas, políticas y penales), y la imposición de las sanciones correspondientes. Este proceso, para resultar eficaz, debe garantizar la compurgación efectiva de las sentencias condenatorias y el resarcimiento del daño o perjuicio económico que, en su momento, el servidor público hubiere infligido a los gobernados. En segundo lugar, esbozo el entramado constitucional desde el artículo 1º hasta el 134 de nuestra ley fundamental, para llegar a la lamentable conclusión de que no basta contar con el reconocimiento explícito de los derechos humanos, así como con las garantías necesarias y suficientes para su protección y justiciabilidad, pues corremos el riesgo de que la cultura jurídico-política de los ciudadanos y el gobierno los convierta en letra muerta. De este modo, inevitablemente exploro una consecuencia —que puede adquirir dimensiones trágicas— de la inobservancia de los principios y las reglas constitucionales por parte de los poderes públicos y privados, así como de los órganos constitucionales autónomos: el derecho a la resistencia y su relación con los procesos de control constitucional. Como desenlace de lo anterior, en el apartado “Justicia e impunidad” intento dar cuenta de esta trágica paradoja en la vida jurídica y política del México actual. Ya en la recta final, en el capítulo quinto, “Principio de legalidad y rendición de cuentas”, intento vincular esta relación con el principio de constitucionalidad; es decir, el grado de seguridad y justiciabilidad de las personas dependerá de la correcta aplicación de cualquiera de esos dos principios y de las facultades constitucionales de la autoridad resolutora, pues en México, en materia de derechos humanos, el control difuso de constitucionalidad y de convencionalidad es una atribución muy reciente para todos los órganos jurisdiccionales, tanto federales como locales. En el último capítulo abordo la reciente reforma constitucional en materia de combate a la corrupción, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 27 de mayo de 2015, así como la expedición de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública del 4 de mayo del mismo año. Desde mi punto de vista, se trata de dos esfuerzos legislativos por fortalecer las instituciones con el fin de que garanticen la vigencia del Estado de derecho, erradiquen la corrupción y reduzcan los niveles de impunidad; fuentes estas últimas de la desigualdad y la injusticia que aquejan a México.

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Notas   De los delitos cometidos en México, 92.1% no se denuncian o nunca llegan a convertirse en una averiguación previa, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi), en la Encuesta Nacional sobre Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, 2013. Cf. .  2   En 2013 México ocupó el lugar 106 de 177 países de acuerdo con el índice de corrupción utilizado por Transparencia Internacional, que indica la percepción de los ciudadanos acerca de las prácticas viciadas tanto del gobierno como de los particulares, donde el número 1 es el menos corrupto y el 177 es el más corrupto. Consultar las páginas y . The World Justice Project Rule of Law Index 2014 Report es, asimismo, un esfuerzo académico internacional independiente que establece índices respecto de componentes esenciales del Estado de derecho, y califica los niveles de corrupción, gobierno abierto, límites al poder público, derechos humanos y otros indicadores de 99 países, donde el número 1 es el menos corrupto (Dinamarca) y el 99 el más corrupto. En su último reporte, de 2014, México ocupaba el lugar 78. Cf. . Asimismo, se puede consultar la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (encig) 2013, en , p. 3.  3   Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federativas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en .  4   Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, pról. y trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Madrid, Trotta, 2011 (Mínima).  5   Para un estudio histórico más amplio y profundo, véase Óscar Cruz Barney, Historia del derecho en México, 6ª reimp., México, Oxford, 2008, pp. 200-588.  6   Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federativas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en .  7   Peter Häberle, Libertad, igualdad, fraternidad: 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional, Madrid, Trotta, 1998 (Mínima), p. 47. 1

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Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales La validez y la eficacia de un orden jurídico determinado que pretenda proteger derechos fundamentales están íntimamente ligadas al grado de eticidad de la norma, más allá de la validez que le otorga el proceso legislativo, cuyo carácter es meramente formal. En este trabajo utilizo diversos marcos teóricos y metodológicos: el iusculturalismo de Peter Häberle, el racionalismo jurídico y la sociología jurídica, sin dejar de considerar algunos de los postulados básicos del positivismo jurídico. Parto de la premisa de que “los derechos fundamentales no deben concebirse […] como un mero ideal sin sustento en el derecho positivo, sino más bien como una mediación entre la aspiración ética del desarrollo del ser humano como fin de la sociedad —valor fundamental de toda legitimidad justa— y la realización de dicha aspiración por medio del derecho”.1 Pero tal aproximación “tampoco reduce los derechos fundamentales a un fenómeno que únicamente subsiste en las normas jurídicas positivas”.2 Desde mi punto de vista, la norma ética y el grado de eticidad de un ordenamiento jurídico son definidos antes de llevarse a cabo el proceso legislativo-formal, y encuentran su anclaje en la cultura político-social y en las tradiciones históricas de los pueblos sujetos a tal orden. Esto es, la definición de qué es el derecho justo o qué es la justicia tiene su origen en factores culturales, precedentes históricos, usos y costumbres de las personas y los grupos que conforman la sociedad sobre la cual el derecho tendrá vigencia. Por supuesto, la interpretación de tal contenido variará según múltiples causas. Pero lo que importa es que la cultura político-jurídica vaya estableciendo parámetros que impidan dar cabida a relativismos. En ese sentido, Luis Gómez Romero señala que la justicia requiere un estudio multidisciplinario, que adopte al menos los métodos del ius31

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naturalismo y el positivismo jurídico “entre los criterios imprescindibles para el análisis teórico” de los derechos fundamentales.3 De esta manera, no es suficiente que la juridicidad y la eticidad queden establecidas en el orden jurídico vigente (los principios éticos positivizados); su eficacia también depende de “una realidad social condicionada […] por factores extrajurídicos”.4 Si uno de los presupuestos de la democracia es la actuación transparente y la rendición de cuentas de quienes han sido electos por el pueblo para hacerse cargo y responder por las decisiones tomadas y ejecutadas con el fin de resolver los asuntos públicos, entonces la cultura democrática nacional, la conducta ciudadana y el desempeño de los gobernantes, a lo largo de la última centuria y con pocas excepciones, han socavado al país cotidianamente. Me explico: para que los servidores públicos (electos o no) rindan cuentas, actúen siempre con transparencia, velen por el bien común, sean responsables y respeten los principios constitucionales que dan sentido a su existencia, se requiere una cultura jurídico-política auténticamente democrática, ausente, hoy por hoy, de la vida nacional. Por el texto constitucional actual, es de suponerse que la sociedad mexicana espera el día en que cuente con un Estado constitucional y democrático de derecho. Sin embargo, el relato histórico ha sido poco consistente con este anhelo. Por un lado, ha resultado contradictorio, como se advierte en la amplísima pluralidad de textos que registran hechos y contextos reinterpretados a la luz de diversas y encontradas posiciones ideológicas; por otro lado, ha sido incongruente, si partimos de que el discurso muchas veces no concuerda con las actitudes individuales y colectivas que bien podrían considerarse fuente y producto lógico de lo relatado, y viceversa. Para explicar lo anterior, parto de una doble perspectiva: la jurídica y la antropológica. Al respecto, Roger Bartra ha afirmado que la explicación del “misterio” del sistema político mexicano que creció a la sombra de la Revolución de 1910 y que dominó el país hasta el año 2000 “se encuentra en los ámbitos de la cultura, en una compleja trama de fenómenos simbólicos que permitieron la impresionante legitimidad y amplia estabilidad del sistema autoritario a lo largo de siete décadas”.5 Sin embargo, es evidente que esta legitimación cultural continuó verificándose también durante la llamada transición democrática, con ciertos matices. Entre otros factores, gracias a ello fue posible el regreso del pri al poder en diciembre de 2012. Tal vez las trágicas contradicciones sociales y culturales de México se deban a la flema melancólica y a la inasible identidad del mexicano,6

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o a su tendencia a la dispersión y al caos reinante en su desolado laberinto.7 O quizá la explicación pueda rastrearse en el futuro.8 No es objeto de esta investigación agotar el análisis del discurso histórico-cultural de nuestro país; sirva, no obstante, el señalamiento anterior como referencia a las múltiples contradicciones y marcados contrastes entre el discurso y la praxis político-jurídica de la sociedad mexicana; el paradójico talante autoritario y, simultáneamente, sumiso del México rural; la obstinación por arrancar de la tierra los secretos de la vida y, al mismo tiempo, entregarse a la muerte burlándose de ella. Y surge la sospecha: la proverbial actitud negativa de los mexicanos respecto de sí mismos y del “diferente” hace que nos concibamos como una sociedad discriminatoria. Aún más, una de las actitudes más comunes en nuestra cultura se “resuelve” de la siguiente forma: al tiempo que festeja y se burla de la muerte, el mexicano demuestra cotidianamente un marcado desprecio hacia la vida.9 No es posible llegar a tener un nivel de vida digno si se desprecia la vida misma. Pero la gran contradicción contemporánea de México consiste en que vivimos en una “democracia autoritaria”, cuya raíz se localiza en la historia de nuestro país y también tiene que ver con los desencantos producidos por una transición democrática fallida entre 1988 y 2012. El bajo desarrollo económico de la época neoliberal (1983-2012), en la que el crecimiento promedio anual del producto interno bruto (pib) fue de sólo 2.64%, frente a un promedio anual de 6.07% verificado entre 1935 y 1982, probablemente constituyó una de las causas de la “desilusión democrática”, reflejada hoy en un pírrico apoyo ciudadano a la democracia: sólo 40% de los mexicanos prefiere esa forma de gobierno.10 Concibo la democracia, fundamentalmente, como un modelo ideal,11 pero también, en un plano práctico, como un proceso de la dinámica social que a lo largo del tiempo configura un sistema jurídico-político en el que todas las decisiones públicas (desde la elección de los gobernantes hasta la resolución de conflictos entre diversos grupos sociales) resultan de una participación permanente, abierta, plural, transparente, equitativa y solidaria de todos los involucrados y afectados; como una relación jurídico-política (derecho-poder) entre gobernantes y gobernados, basada en el solidario intercambio de necesidades, conocimientos, capacidades, propuestas, competencias y acciones en busca del bien común.12 En ese sentido, creo que la Constitución no sólo expresa una amplia gama de experiencias históricas y el anhelo social de vivir en condiciones óptimas de bienestar personal y colectivo; su texto, en la medida en que es

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puesto en práctica por todos los sujetos obligados, también crea cultura. O, como mejor apunta Peter Häberle: “Los textos constitucionales deben ser literalmente cultivados para que resulten una Constitución”.13 Así, en el caso de México tendríamos una Constitución en estado embrionario, puesto que se trata de un texto constitucional en espera de ser cultivado. Toda Constitución democrática refleja, entre otros elementos, el papel legitimador del principio mayoritario,14 por un lado, y el régimen de protección, defensa y garantía de los derechos humanos institucionalizado por ella misma. Entonces, si la mayoría (en el caso de nuestro orden constitucional rígido, la mayoría calificada) “constituye” el derecho y el Estado a través del poder reformador de la Constitución, también lo hace, entre otras cosas, para, garantizar el respeto, la protección, la defensa y la garantía efectiva de los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas que se encuentren, de manera permanente o temporal, en el territorio nacional. Esto es, mientras el principio democrático opera como la voluntad de la mayoría expresada en el ámbito político con el fin de satisfacer las necesidades colectivas de esa misma mayoría, el ordenamiento jurídico, las instituciones y los poderes constituidos sirven también a las minorías para protegerlas de los excesos del poder “mayoritario”, donde la última minoría equivale a una persona. En este punto, resulta obligada la referencia al modelo constitucional surgido en Europa después de la segunda Guerra Mundial. Ante las atrocidades cometidas por los regímenes nazi y fascista en Alemania e Italia, cuyos perpetradores se apoyaron en el voto mayoritario de sus parlamentos, hubo que buscar la protección de las minorías de los abusos mayoritarios. Así, la persona en lo individual —esa “última minoría” a la que ya hice referencia— debía contar con la protección constitucional de su derecho a la vida, a pensar, a expresarse, a moverse libremente; es decir, el respeto a su dignidad intrínseca. Por ello, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 parte del principio rector del respeto a la dignidad humana; la dignidad del hombre que se funda en la razón, en su calidad de ser consciente, pensante, lo cual lo distingue del resto de los seres vivos. En suma, la declaración constituye el paradigma ético del ordenamiento jurídico mundial.15 Pero el modelo constitucional europeo no se detuvo en el discurso reivindicatorio de la defensa de la dignidad y la integridad de las personas, sino que dio un paso decisivo: la creación de los primeros tribunales constitucionales modernos. Esto significó la institucionalización de una especie de “cuarto poder” por encima de los poderes constituidos tradi-

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cionales: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Nacido de éste, el tribunal constitucional dio sentido al carácter normativo de la Constitución, norma fundamental que pasó de ser un instrumento meramente declarativo, lleno de buenas intenciones, a convertirse en el cimiento de toda una estructura dedicada a impartir justicia a favor del más débil. I.

La fuerza normativa de la Constitución

Manuel Aragón, quien fue magistrado del Tribunal Constitucional español (2004-2013), nos enseña que sólo una Constitución democrática resulta auténtica, con fuerza normativa, porque “únicamente ella permite limitar efectivamente, esto es, jurídicamente, la acción del poder”.16 De esta manera, una Constitución encuentra su legitimación en la democracia, la cual concibo en su doble dimensión, formal y sustancial, no solamente como una forma política sino también jurídica, pues, al menos teóricamente, es la voluntad de la mayoría, junto con valores como el respeto a la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, lo que dota de contenido al ordenamiento, y a partir de ello es que “la Constitución adquiere su singular condición normativa”, pues son las instituciones democráticas las que justifican esta calidad en un régimen constitucional, que también contribuye, en reciprocidad, a apuntalar la cultura jurídica de una sociedad auténticamente democrática.17 En otras palabras, una vez plasmados los principios éticos y jurídicos que son “fundamento de los derechos fundamentales”, se verifica la confluencia de dos principios: el mayoritario y el contramayoritario; el primero expresa la “voluntad del pueblo” y el interés general en una Constitución que garantiza la protección de los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas que lo integran, a partir del segundo que, ejercido por el Poder Judicial, vela por el interés de cada persona e imparte justicia.18 Entonces, sin el principio democrático “el Estado no sería la forma jurídico-política adoptada por una comunidad sino impuesta a ella. El Estado no sería del pueblo (forma auténtica), sino el pueblo del Estado (forma falsa por contradictoria)”.19 La expresión “pueblo del Estado” resulta contradictoria porque no es concebible que una entelequia, una ficción, origine sujetos concretos, humanos, como el pueblo, ese conjunto de personas que comparten identidad, lenguaje, cultura, historia y, al mismo tiempo, presentan diferencias ideológicas, religiosas, económicas y sociales de la más diversa índole.

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Puesto que el Estado no crea al pueblo, sino al revés, afirmo, junto con Manuel Aragón, que cuando una clase política determinada o un grupo en el poder están convencidos de que han sido ellos, como parte del Estado, quienes han creado al pueblo, con una Constitución que otorga derechos, se está ante un sistema autoritario. En su libro La invención del Estado, Clemente Valdés plantea con extrema crudeza los orígenes de la idea del Estado moderno (tras la Revolución francesa) como un instrumento de dominación del pueblo, pues ha servido históricamente para suplantar la soberanía popular por el dominio de unos cuantos, bien armados, sobre la mayoría inerme y pobre. Así, con una representatividad que, por lo menos hoy en día, ha sido y es cuestionable, tanto en los sistemas parlamentarios como en los presidencialistas, el Estado ha servido como muralla y ariete, simultáneamente, para contener y romper cualquier oposición popular al régimen actuante.20 Por ello resulta indispensable que el régimen constitucional sea congruente con el sistema político y con el principio democrático que lo provee de contenido y sentido, y, sobre todo, que la Constitución propicie un desarrollo de la cultura jurídica de la sociedad en la que opera. Esto será posible en la medida en que, como bien apunta Peter Häberle, se promueva desde las instituciones estatales y sociales el cultivo cotidiano y sistemático de los principios constitucionales, ya que, como he señalado antes, la Constitución también crea cultura. Al encontrar en la Constitución la dimensión sustancial de los derechos humanos, la democracia, como principio, da sentido a las instituciones que el propio orden jurídico construye a partir de la voluntad mayoritaria. Lo anterior de ninguna manera implica la afirmación de que en México hoy exista congruencia entre el régimen constitucional y la cultura jurídica de la sociedad; por el contrario, se trata de un ideal, una condición deseable por ser, precisamente, indispensable. Pero esta voluntad no siempre ni necesariamente es unívoca o uniforme. En un país caracterizado por su pluralismo ideológico y político, por su diversidad cultural y sus enormes diferencias socioeconómicas, que por fuerza fragmentan el interés público en múltiples expresiones de individuos o grupos que a su vez, conforme se desarrollan, forman centros de poder alternativos y concurrentes respecto del propio Estado, es indispensable partir del reconocimiento de la pluralidad para aspirar al establecimiento de las condiciones de posibilidad de la vida en común en la Constitución.21

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Con toda razón, Gustavo Zagrebelsky ha dicho: Las sociedades pluralistas […] marcadas por la presencia de una diversidad de grupos sociales, con intereses, ideologías y proyectos diferentes, pero sin que ninguno tenga fuerza suficiente para hacerse exclusivo o dominante […] asignan a la Constitución no la tarea de establecer directamente un proyecto predeterminado de vida en común, sino la de realizar las condiciones de posibilidad de la misma.22

De ahí que, en una sociedad plural como la nuestra, el consenso unánime resulte imposible, pues es una expresión del acuerdo unitario, el punto de confluencia del consentimiento total respecto de un proyecto unificador, es decir, la negación misma de ese “grado de relativismo” social. Por eso resulta indispensable que la Constitución contenga presupuestos universales e indiscutibles que representen los fundamentos de una cultura jurídico-política auténticamente democrática, o sea, incluyente, más allá de cualquier divergencia.23 Junto a John Rawls podríamos afirmar que la cultura política de una sociedad democrática se caracteriza por una diversidad irreconciliable de doctrinas religiosas, filosóficas y morales. Esa sociedad tolera generalmente la convivencia de doctrinas opuestas, pero razonables, que dan vida, a su vez, a un pluralismo también razonable, como resultado de la existencia de instituciones libres.24 ¿Puede México tener instituciones libres si éstas han sido impuestas desde el poder? Dado el caso, una vez asimiladas por la sociedad, ¿pueden estas instituciones actuar y permanecer vigentes, auténticamente, permeando a la sociedad para que ésta actúe conforme a las propias normas institucionales? ¿Estamos preparados para la cooperación igualitaria, la solidaridad y el reconocimiento de las diferencias? ¿Podemos superar nuestra proverbial actitud discriminatoria? En pocas palabras, ¿tiene México una sociedad igualitaria, capaz de sentar las bases para una vida comunitaria en libertad, solidaridad y respeto? En nuestro país, luego de un largo siglo de sufrir regímenes autoritarios, tuvo lugar una transición democrática que todavía se encuentra en proceso de consolidación, pues si bien existe una democracia formal, basada en los principios de equidad, imparcialidad, libertad e igualdad, y en la que se supone que el voto de cada ciudadano cuenta y pesa lo mismo respecto del resto de los electores, los contenidos expresados en el estilo de vida de la sociedad mexicana y en la actuación cotidiana de

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muchos de sus gobernantes distan mucho de una forma de vida sustancialmente democrática. Creo que estamos sufriendo una transición del Estado autoritario-corporativista a un autoritarismo de mercado, sin que la democracia se haya arraigado aún en el espíritu ciudadano. La prevalencia de los bienes materiales sobre los bienes espirituales ha generado una actitud apática y escéptica de la mayoría de los ciudadanos en torno del quehacer político, los asuntos públicos y el orden jurídico. Por ello, resulta explicable la inexistencia de incentivos para que los gobernantes rindan cuentas de modo puntual. Como resultado, hoy vemos que el individualismo egoísta inmoviliza a la comunidad, aísla a las personas y propicia todo tipo de abusos desde el poder contra el más débil. En su obra Los derechos fundamentales, Maurizio Fioravanti define el individualismo de nuestros tiempos (y de prácticamente todos los tiempos) como “privatismo económico […] una situación tal que en la base del edificio político común está sólo y exclusivamente un contrato de garantía o una relación de aseguración mutua entre individuos propietarios”.25 Este privatismo económico parte del proceso denominado por Fioravanti mercantilización de la polis, la cual sólo puede revertirse mediante un “gran proyecto de disciplina social y política, de las aspiraciones de todas las fuerzas” que necesariamente recurren “a la práctica de la virtud: de los monarcas, para que no se conviertan en tiranos; pero también de la aristocracia, para que no se transforme en oligarquías cerradas, y también del pueblo, para que no oiga la voz de los demagogos”.26 En pocas palabras, México necesita, como los antiguos griegos, una comunidad política ordenada por una Constitución y disciplinada por el bien común, por la búsqueda de la felicidad de los otros, por el sacrificio del interés particular para satisfacer el interés general. Por su parte, Luigi Ferrajoli ha dejado testimonio muy claro sobre este fenómeno: el poder económico ha establecido un sistema de dominio que prevalece sobre el interés general de la ciudadanía común y corriente. Esta forma de imposición del poder económico se ha visto favorecida por el Estado liberal, que protege al individuo de la intromisión estatal mediante vínculos negativos o de “no hacer”, no intervenir en la esfera privada.27 El abuso histórico de esa protección a favor del más fuerte ha perjudicado al más débil, que hoy constituye una amplia mayoría en México. Aparentemente, el constitucionalismo surgido en Europa a partir de la segunda posguerra no inculcó lección alguna al sistema político-jurídico mexicano, pues en nuestro país es más común ver a los operadores jurídicos postular los derechos solamente en razón de su positivación en

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la ley, que defenderlos acudiendo a las fuentes constitucionales y convencionales, o incluso a las fuentes doctrinarias y jurisprudenciales de las cortes internacionales. Para el profesor florentino: La constitucionalización rígida de los derechos fundamentales, al imponer prohibiciones y obligaciones a los poderes públicos, ha injertado también en la democracia una dimensión sustancial relativa a lo que no puede ser o debe ser decidido por cualquier mayoría, añadida a la tradicional dimensión política, meramente formal o procedimental, relativa a las formas y a los procedimientos de las decisiones.28

Lo trascendental de la dimensión sustancial de la democracia es que el derecho deja de estar subordinado al poder político y ahora es éste el que debe subordinarse al derecho. Así, “la política se convierte en instrumento de actuación del derecho”.29 Pero, como se demuestra más adelante, en México la cultura políticojurídica continúa favoreciendo la subordinación del derecho al poder político, y de éste al económico. Por ello no es exagerado afirmar que los operadores jurídicos, en su mayoría, continúan actuando hoy como lo hacían a finales del siglo xix y principios del xx, cuando las constituciones carecían de fuerza normativa pues eran consideradas bandos solemnes portadores de buenas intenciones, de declaraciones idealistas cuya concreción en la realidad de sus destinatarios resultaba poco menos que imposible. De la misma manera, otros factores confluyen en la explicación de este fenómeno, como la misma naturaleza del poder. Karl Loewenstein definió el “carácter demoniaco del poder” en su Teoría de la Constitución. El gran jurista alemán inicia su obra señalando que son tres “los incentivos fundamentales que dominan la vida del hombre en sociedad y rigen la totalidad de las relaciones humanas: el amor, la fe y el poder”.30 Para Loewenstein, “el poder de la fe mueve montañas y el poder del amor es el vencedor de todas las batallas; pero no es menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder. La historia muestra cómo el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre, y cómo el poder a su miseria”.31 Y es que se trata de una verdad universal que no necesita demostración: Allí donde el poder político no está restringido y limitado, el poder se excede. Rara vez, por no decir nunca, ha ejercido el hombre un poder ilimitado

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con moderación y comedimiento. El poder lleva en sí mismo un estigma, y sólo los santos entre los detentadores del poder […] serían capaces de resistir la tentación de abusar del poder.32

Por supuesto que en ninguna parte del mundo encontraremos a esos “santos” que al ejercer el poder se autocontengan, a menos que existan límites y controles externos lo suficientemente claros y contundentes para prevenir su abuso de manera eficaz. Los orígenes del “demonio político” también han sido explorados por Ferrajoli, quien, como ya he señalado, sostiene que sólo con la subordinación de toda clase de poder a la Constitución se podría controlar y reducir su ejercicio autoritario, al tiempo que se garantizaría el respeto de los derechos fundamentales. El maestro italiano parte de la premisa de la desconfianza hacia cualquier poder: el poder no se autolimita; el poder quiere más poder. Así, Ferrajoli distingue dos fases en el desarrollo del concepto de Estado de derecho. La primera: En sentido lato o débil ha asumido las formas de lo que llamaré Estado legislativo de derecho […] la afirmación del monopolio estatal de la producción legislativa […] y la consiguiente legitimación formal de la eficacia de los actos preceptivos, cualesquiera que sean los efectos producidos, en función (solamente) de la forma legal de las normas que los prevén.33

En una fase más evolucionada, encontramos en Ferrajoli “el Estado de derecho en sentido estricto o fuerte”, el cual se ha afirmado en cambio como Estado constitucional de derecho gracias a la que podemos considerar la segunda revolución jurídica moderna: la sujeción de toda la producción del derecho a principios normativos, como los derechos fundamentales y el resto de principios axiológicos sancionados por constituciones rígidas, y la consiguiente legitimación sustancial de la eficacia de todos los actos de poder, incluidos los legislativos, en función (también) de los contenidos o significados que expresan.34

En pocas palabras, para el profesor florentino el poder, cualquier poder, debe estar siempre subordinado al orden jurídico, al Estado constitucional, al constitucionalismo mundial, en contra de la noción clásica de soberanía, según la cual, en un primer momento, sobre la voluntad

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del monarca no había más poder que el de Dios y, tiempo después, sobre la voluntad “popular” depositada en el parlamento (o en el Legislativo) no había nada que pudiera someterla o sujetarla a un orden distinto del propio. Desde esta perspectiva, resulta necesario que hoy la “soberanía” del Congreso también se sujete, efectivamente, a los mandatos constitucionales, a esos principios normativos y axiológicos que una Constitución rígida enarbola como inviolables, con el propósito de proteger al sujeto del derecho: la persona, en lo individual o en lo colectivo. En ese sentido, Ferrajoli apunta: El Estado constitucional de derecho no es otra cosa que este “derecho sobre el derecho”: el conjunto de límites y vínculos jurídicos —formales y sustanciales— que deberían envolver cualquier ejercicio de poder, no sólo público sino también privado, no sólo ejecutivo sino también legislativo, y no sólo en el seno de los ordenamientos estatales sino también en las relaciones internacionales.35

En su vasta obra, Ferrajoli explica que, a lo largo de la historia, el paradigma del Estado de derecho ha sufrido diversas transformaciones a partir de dos modelos normativos diferentes: 1. El Estado legislativo de derecho, que surge con el nacimiento del Estado moderno y el monopolio de la producción jurídico-legal. 2. El Estado constitucional de derecho, con base en constituciones rígidas y en un sistema de control de constitucionalidad de las leyes ordinarias; modelo que se refuerza a partir de la segunda Guerra Mundial. El contexto histórico del surgimiento de este modelo normativo es la posguerra, cuando, en 1948, se creó la Organización de las Naciones Unidas —cuya carta es un primer intento de Constitución global o cosmopolita— y entró en vigor la Constitución de la República Italiana —la cual es una respuesta al fascismo y a todos los totalitarismos—.36 Ferrajoli señala que la democracia formal está incompleta si su Constitución carece de principios sustanciales (los derechos fundamentales de libertad y los derechos sociales) y únicamente se concentra en los sistemas de elección por mayoría, la organización y el funcionamiento del Ejecutivo (y del propio Legislativo), sin instituir mecanismos de garantía que hagan justiciables los derechos fundamentales para todos, incluidas las minorías.

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En pocas palabras, de acuerdo con Loewenstein y Ferrajoli podríamos afirmar que el abuso del poder está en la misma naturaleza del poderoso. Pero, como sabemos, no fueron Loewenstein ni Ferrajoli los primeros en advertir sobre el problema del abuso del poder y la manipulación del concepto de soberanía como poder absoluto, en el que suelen escudarse los legisladores de manera más que frecuente, aun cuando resulte contrario a cualquier noción moderna de democracia liberal: la sentencia de que quien ostenta el poder tiende a abusar de él proviene de la Antigüedad griega.37 Una idea, por cierto, constatable en la realidad histórica, palmo a palmo, a lo largo de los siglos. Es frecuente leer, escuchar y ver cómo los líderes del Poder Legislativo tratan de imponer sus criterios “jurídicos” escudándose en el tan manido argumento de la inviolabilidad de la “soberanía” del Congreso. El concepto clásico de soberanía, si nos atenemos a Jean Bodin, indica que por encima del soberano no existe ni obra poder alguno. Así, el Congreso pretende erigirse, como lo hizo mucho tiempo el monarca, en el depositario absoluto e incuestionable del poder no sometido a la ley o al derecho (potestas legibus soluta). La historia muestra cómo, con la Revolución francesa, al despojar la Asamblea Nacional del poder absoluto al entonces soberano (el rey, por supuesto), se convierte ella misma en un tirano feroz (la era del Terror es una muestra fehaciente de este hecho ominoso), bajo la premisa de que el pueblo, a pesar de ser el titular de la soberanía, no puede ejercerla por sí mismo y, en consecuencia, delega el ejercicio de ese atributo a la asamblea. Cuando se ha constituido así, la tiranía de la mayoría ha sido igual o más cruel que los autócratas en lo individual. Éste es el mecanismo de las dictaduras institucionalizadas, asambleas equívocamente llamadas democráticas, que abusan del poder manipulando las nociones de mayoría y soberanía para imponer la voluntad de unos cuantos. La experiencia histórica enseña que ciertas “democracias” formales llegaron a decidir la supresión de minorías —la Alemania de Hitler, por ejemplo— a partir de una decisión convalidada por la mayoría del pueblo —como Carl Schmitt lo justificó en su momento—. Así, las mayorías han sido capaces de decidir barbaridades, hoy inconcebibles, contra determinadas minorías, en un contexto de franca degeneración de la democracia en autocracia.38 Pero una democracia constitucional auténtica no puede ni debe permitir el abuso del poder de las mayorías sobre los demás, porque su misma naturaleza es incluyente, tolerante y justa. Entonces, para mantener

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incólumes estos tres valores, requiere contrapesos y controles del poder realmente eficaces. Al día de hoy, cualquier mecanismo de vigilancia y control desde el interior del poder ha sido ineficaz para evitar el abuso del propio poder. No basta, pues, con tener una Constitución escrita, incluso rígida, para garantizar el respeto de los derechos humanos y obligar al Estado (y a cualquier tipo de poder) a ser honrado, eficiente, eficaz, transparente, responsable; en una palabra, a rendir cuentas. Se requiere, como se verá más adelante, una cultura ciudadana que actúe permanentemente con base en principios éticos, en una moral pública, y cuyo peso en su relación frente al poder sea tal que logre que éste respete, proteja y repare los derechos fundamentales, amén de rendir cuentas de sus actos y omisiones de forma sistemática. Podemos intentar explicar este fenómeno considerando que, más allá de lo que está escrito en la Constitución, las relaciones de poder y dominación entre ciertos grupos en una sociedad determinada condicionan y definen las decisiones políticas que favorecen el privilegio de unos cuantos y propician la ruina de los más débiles, quienes suelen conformar una mayoría en todo el mundo y particularmente en México. En países como el nuestro, la debilidad institucional abre la puerta a la intromisión de los poderes fácticos: gobiernos extranjeros, empresarios, jerarcas de la Iglesia, caciques, medios de comunicación, líderes sindicales, crimen organizado, entre otros, quienes suelen ser “la verdadera fuente de muchas de las decisiones de autoridad”.39 En México, paralelamente a la estructura formal del poder, existe y opera una estructura real de poder. Esta doble estructura de poder político, como señala Lorenzo Meyer, ha propiciado el debilitamiento del Estado mediante la violación sistemática de los derechos del más débil y la impunidad. En un país donde más de 90% de los delitos quedan impunes y la discrecionalidad en la aplicación del derecho es la regla y no la excepción, donde se privilegia el interés personal sobre el interés general, resulta difícil negar que la nuestra es una sociedad fracturada con instituciones débiles que hacen que el Estado se vuelva disfuncional.40 Y es que los Estados fallan cuando sus instituciones son débiles u operan sólo a favor de ciertos grupos de poder y de presión, poniendo por encima de la Constitución y del interés general los intereses de una minoría económicamente poderosa y excluyente. Los países que prosperan, en cambio, mantienen un diseño institucional política y económicamente incluyente, que opera en función del interés general.41 En esos casos, el

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grado de respeto y prevalencia de la norma constitucional es sensiblemente mayor que aquel observado en los países donde prevalecen las redes de complicidad, la corrupción y las instituciones débiles. Eduardo García de Enterría ha demostrado que una Constitución —en este caso la española— puede llegar a ser tanto un pacto social como un ordenamiento jurídico con auténtica fuerza normativa y cuya eficacia no depende de factores políticos. De esta forma, a partir del triunfo del principio democrático como base única de la organización del poder, se pudo llegar a “la consagración definitiva del sistema de justicia constitucional”, de la protección de los derechos fundamentales y de los valores sustantivos en que se apoya, “frente a las mayorías electorales eventuales y cambiantes, protección que cree asegurarse con un sistema de justicia constitucional capaz de hacer valer ese núcleo esencial frente a las leyes ordinarias, fruto de posibles mayorías ocasionales”.42 En general, la fuerza normativa de la Constitución parte de dos ideas básicas. La primera es la de la Constitución como pacto social, donde la libertad de cada individuo no es destruida por este convenio, pues se somete a un orden jurídico que ha de ser obra sucesiva del consentimiento común, pues ningún gobierno tiene poder para hacer leyes sobre una sociedad si no es por el consentimiento de ésta. Así aparece la idea de edificar a partir de los derechos naturales de cada individuo un sistema político colectivo, capaz de preservar la parte sustancial de esos derechos y en especial la libertad y la propiedad.43

La segunda idea es la de la libertad individual que, según García de Enterría, es el límite último al poder de las mayorías, pues “la sociedad que el poder está llamado a sostener ha de ser una sociedad compuesta precisamente de hombres libres, con capacidad para actuar a su albedrío, en el gobierno de sí mismos y de sus bienes, en la elección de su futuro, en la negociación y formación de sus pactos”.44 Es menester que cualquier pacto colectivo quede supeditado al interés general y a la protección de los derechos de las minorías, con el fin de evitar abusos que históricamente han tenido consecuencias trágicas, devastadoras. Así, la fuerza normativa de una Constitución radica en que todo el ordenamiento, tanto el fundamental como el secundario, quede subordinado al derecho mismo y no al poder político. Dicho de otra forma, la Constitución adquiere fuerza normativa cuando todo lo demás, incluyendo el poder político, se sujeta al orden jurídico, donde los de-

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rechos fundamentales operan como límites y vínculos del poder mismo, desde el propio legislador hasta el Ejecutivo y el Judicial, así como los órganos constitucionales autónomos.

II. La dimensión sustancial de la democracia Sostengo que los tribunales constitucionales, en general, tienen la misión de proteger, nutrir y fortalecer la dimensión sustancial de la democracia a la que se refiere Luigi Ferrajoli. En su relación con los representantes de la democracia formal (los legisladores), los jueces (o ministros) constitucionales, al resolver sobre la constitucionalidad de una norma emitida por el Congreso, confrontan ambas dimensiones y hacen prevalecer el principio de justicia, con lo que evitan lo que Fioravanti llama “el absolutismo parlamentario”, esa tiranía de las mayorías que puede poner en riesgo la justiciabilidad de los derechos fundamentales. “Algún límite sustancial —señala Ferrajoli— es necesario para la supervivencia de cualquier democracia. Sin límites relativos a los contenidos de las decisiones legítimas, una democracia no puede (o al menos puede no) sobrevivir.” Pues, según nuestro autor, siempre es posible que con métodos democráticos se supriman, por mayoría, los propios métodos democráticos.45 En toda democracia constitucional, “la garantía de los derechos fundamentales es la finalidad última del constitucionalismo. Esto implica la existencia de un gobierno limitado, con lo que se excluye cualquier forma de gobierno absoluto o autoritario”.46 Y puesto que el control de constitucionalidad, como ya vimos, no puede dejarse en manos del propio legislador, Kelsen prescribe que debe quedar a cargo de “un órgano diferente de él, independiente de él, y por consiguiente, también de cualquier otra autoridad estatal, al que es necesario encargar la anulación de los actos inconstitucionales —esto es, a una jurisdicción o tribunal constitucional—”.47 Así, la legitimación democrática del control de constitucionalidad de las leyes, ejercida por los jueces constitucionales como una forma de garantizar la inviolabilidad de los derechos fundamentales, radica en la misma naturaleza del Poder Judicial. Decir la ley, interpretarla no sólo para efectos de su aplicación en casos concretos sino para identificar su legitimidad constitucional, es una tarea propia, definitoria de quienes componen este poder. Y no sólo eso: por principio de cuentas, es una tarea que le asignó, en su momento, una mayoría calificada a través del constituyente.

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En general, facultado para ello por la propia Constitución, un tribunal constitucional conoce de los asuntos de constitucionalidad de las leyes, y establece, en su calidad de intérprete autorizado por el propio pueblo a través del constituyente (sea originario o permanente), reglas relativas al alcance de las normas constitucionales. De esta manera, un tribunal constitucional tiene a su cargo, a partir de la interpretación extensiva de las normas contenidas en la Constitución, “la regulación jurídica del derecho positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino también por lo que se refiere a los contenidos producidos”.48 Entonces, el mandato constitucional preexistente y el procedimiento de su conformación (que le otorga una legitimidad derivada) justifican, de entrada, que el control de constitucionalidad sea ejercido no sólo sobre las formas en que las leyes han sido producidas, sino también sobre sus contenidos. Parafraseando a Ferrajoli, esta dimensión sustancial de la democracia constitucional es la que da sentido y justifica la prevalencia axiológica del derecho sobre el derecho mismo. Y es que “son los mismos modelos axiológicos del derecho positivo, y ya no sólo sus contenidos contingentes —su ‘deber ser’, y no sólo su ‘ser’—, los que se encuentran incorporados en el ordenamiento del Estado constitucional de derecho, como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos y límites jurídicos a la producción jurídica”.49 Por estas razones, los principios y los valores democráticos de igualdad, libertad y justicia habrán de ser vigilados por los jueces constitucionales a favor tanto de las mayorías que establecieron esos principios como de las minorías, y en contra de las arbitrariedades del poder público, del poder privado y de los excesos del propio legislador. En suma, se trata, por un lado, de un mecanismo de contención que el propio constituyente institucionalizó ante el riesgo de incurrir en excesos legislativos que vulneren los derechos fundamentales, y, por otro, de un límite en contra del gobierno de los peores,50 así como de la temible tiranía de las mayorías. El control de constitucionalidad se convierte, de esta manera, en fuente de legitimidad del mismo Estado. Ante el posible argumento en contra, a saber, que las nociones de poder soberano y poder limitado son contradictorias, cabe señalar que ambos conceptos son compatibles si el soberano es limitado en su propia Constitución.51 Otro argumento a favor de la existencia y la validez de los tribunales constitucionales es que mediante sus sentencias se colman las lagunas legislativas que el Congreso tardaría demasiado en cubrir con nuevas reglas o a través de reformas constitucionales.

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Sin embargo, en el análisis final hay que considerar la posibilidad de que la política, vista como tarea institucional del orden jurídico, se subordine a la justicia, precisamente donde se encuentra el conjunto de los derechos que son la razón de ser y la fuente de legitimidad de las instituciones.52 Por ello, el juez constitucional habrá de imprimir al texto supremo, en su interpretación, la máxima eficacia posible, pues tiene la responsabilidad de llevar los principios constitucionales, y no sólo sus reglas, a expandir la protección de los derechos fundamentales como fuente legitimadora de la democracia. En México urge fortalecer las instituciones que, al menos en el discurso constitucional, han sido creadas para emitir tanto normas de convivencia que representen efectivamente a las mayorías y a las minorías, como aquellas destinadas a salvaguardar la paz y el orden jurídico, y, sobre todo, tutelar los derechos fundamentales. Por ello, propongo la creación de un auténtico tribunal constitucional de carácter autónomo, federal, que admita un control difuso de la constitucionalidad. Este sistema “confederado” de tribunales constitucionales, cuya función sería desempeñada por los juzgados de distrito y los diversos órganos jurisdiccionales en el orden local, y cuyos titulares actuarían como jueces de constitucionalidad y ya no de legalidad, tal como lo prevé el párrafo tercero del artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, buscaría salvaguardar el orden constitucional en los ámbitos federal y local, desempeñando un papel político pero desarrollado con métodos y razonamientos jurídicos. En cuanto a la naturaleza del control jurisdiccional de la constitucionalidad, cabe señalar que, a pesar del papel político de la institución, el control que ejerce sobre el Legislativo es de carácter jurídico, lo cual debe garantizar la observancia de los principios de objetividad, certeza, preexistencia e indisponibilidad del procedimiento correspondiente, frente a la naturaleza incierta, volátil, impredecible y muchas veces turbulenta de las asambleas de representantes reunidas en los congresos (federal y locales), en representación del pueblo, cuya voluntad, ciertamente, puede cambiar de un día para otro impulsada por las circunstancias. Y puesto que el carácter fundamental del control constitucional es preeminentemente jurídico, habremos de distinguir aquí, con Manuel Aragón, la naturaleza del control político respecto del carácter del control jurídico, en cuanto la primera es subjetiva y el segundo opera un cambio “objetivado” de la norma emitida por el legislador.53

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Ese carácter objetivado significa que el parámetro o canon de control es un conjunto normativo, preexistente y no disponible para el órgano que ejerce el control jurídico. En cambio, el carácter “subjetivo” del control político significa todo lo contrario: que no existe canon fijo y predeterminado de valoración, ya que ésta descansa en la libre apreciación realizada por el órgano controlante, es decir, el parámetro es de composición eventual y plenamente disponible.54

Por ello, me parece que las resoluciones de un tribunal constitucional autónomo serían también fuente de su propia legitimidad y podrían contribuir a que los gobernados llegaren a confiar en el orden constitucional y, como consecuencia, en el orden jurídico nacional y global; pues, en la medida en que no se pierda ese carácter de control objetivado de la constitucionalidad de las leyes, en función de las razones y los argumentos jurídicos, así como de la eficacia de sus resoluciones, el tribunal constitucional habrá de contribuir a que el pueblo, al verse finalmente protegido contra los poderosos e integrado nuevamente en el sistema, colabore en el fortalecimiento de sus propias instituciones republicanas y democráticas. Algunos de los argumentos de la oposición democrática se basan, por ejemplo, en la ineficacia y el alto costo de la revisión judicial-constitucional de la legislación, cuando se considera que ésta atenta contra los derechos reconocidos en la Constitución. Por otro lado, el argumento a favor de un control difuso de constitucionalidad tiene que ver con la dimensión invaluable de los derechos fundamentales; esto es, cueste lo que cueste, no puede haber nada por encima de la dignidad y la libertad del hombre. Finalmente, y a partir de la cuestión medular de hasta qué grado representa el Poder Judicial o un tribunal constitucional una amenaza para la democracia al ejercer el control de constitucionalidad de leyes, afirmo, a la luz de los argumentos vertidos a lo largo de este trabajo, que el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes es una garantía de supervivencia, legitimación y fortalecimiento de la propia democracia, y sobre todo, hoy por hoy, de viabilidad del Estado constitucional y democrático de derecho en México. III.

La cultura político-jurídica en México

Para que exista una vigilancia efectiva y eficaz sobre los políticos y los servidores públicos se requiere un nivel de participación y de exigencia

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mayor por parte de la ciudadanía. Aunque no se trata de un fenómeno cultural exclusivo de nuestro país, quisiera centrarme aquí en la relación sui generis de la sociedad mexicana respecto del sistema político y su orden jurídico. Varias encuestas relativamente recientes muestran una tendencia marcada de los mexicanos a no interesarse en los asuntos públicos.55 De acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, elaborada en 2008 por el inegi y divulgada por la Secretaría de Gobernación, “60% de los ciudadanos dijo tener poco o nada de interés en la política”. Más recientemente, en 2011, la Encuesta Nacional de Cultura Constitucional, practicada por el Instituto Federal Electoral (ife) y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), mostró que 30% de los ciudadanos se interesaba poco en los asuntos públicos, mientras que 18.9% tenía nulo interés en tales asuntos. Solamente 13.8% de los entrevistados afirmó tener mucho interés, y 36.8% dijo interesarse “algo” en los asuntos públicos, mientras que 49% dijo no interesarse en los asuntos que se discuten en el Congreso (cámaras de diputados y de senadores).56 En cuanto al respeto a la ley, 49.5% de los entrevistados manifestó que la razón por la cual debe respetarse la ley es que hacerlo beneficia a todos. Y cuando se les preguntó qué tanto se respetan las leyes, los mismos entrevistados calificaron con un promedio de 5.65 (en una escala de 0 a 10) la observancia de las normas en el país. En la misma encuesta se observa también que 67.1% de los entrevistados considera más importante vivir en una sociedad donde se respeten y apliquen las leyes, frente a 61.3% que da prioridad a una sociedad sin delincuencia, en contraste con 31.3% que cree que tiene mayor importancia vivir en una sociedad más democrática y 32.2% que prefiere una sociedad donde haya menos diferencias entre ricos y pobres. Ante la pregunta ¿quién viola más las leyes?, 23.2% de los entrevistados opinó que los políticos, 21.9% señaló que los policías, 15.1% culpó a los funcionarios, y 11%, a los jueces; es decir, 71.2% de los mexicanos cree que es en el sector público donde más se transgrede el orden jurídico. Partiendo de esta respuesta, no debería causar extrañeza que casi la mitad de la población no esté interesada en los asuntos públicos del país. Uno de los efectos más perniciosos de esta actitud de la población frente a los asuntos públicos se refleja en una modificación radical de sus actividades cotidianas. Este cambio de hábitos, según el inegi, tiene su

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origen en la percepción de los ciudadanos sobre la seguridad pública y la “eficiencia” de las autoridades para perseguir y castigar delitos. Así, “a nivel nacional, en 2012 las actividades cotidianas que la población de 18 años y más dejó de hacer fueron usar joyas y permitir que sus hijos menores de edad salieran, con 65 y 62.8% respectivamente”, indica la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública de 2013. No permitir que los hijos menores de edad realicen actividades fuera del hogar (con propósitos recreativos, culturales o de mera convivencia) en sí mismo es un efecto grave; pero en esta encuesta también aparecen datos preocupantes: salir a caminar es algo que la población mayor de 18 años dejó de hacer en 32.8% (el año anterior el resultado fue de 29.4%), mientras que visitar parientes o amigos lo suspendió en 32.5% (contra 32.6% un año antes).57 Como resulta obvio, esta modificación de conductas sociales tiene la consecuencia negativa de reducir, cada vez más, el nivel y la intensidad de la convivencia en la comunidad política, una condición que históricamente ha contribuido a cimentar los Estados autoritarios. No menos importante que los datos anteriores, en esa misma encuesta se estima que en 2012 se denunció únicamente 12.2% de los delitos cometidos en todo el país, “de los cuales 64.7% llegó a inicio de averiguación previa ante el ministerio público”, con lo que se obtiene que, del total de los delitos (denunciados y no denunciados), sólo en 7.9% se inició averiguación previa. Este dato confirma la hipótesis de que en México más de 90% de los delitos que se cometen quedan impunes. De hecho, la encuesta citada estima que la “cifra negra” de delitos en los cuales no hubo denuncia o no se inició averiguación previa durante 2012 fue de 92.1%. Y así ocurrió en 2010, cuando esa cifra fue de 92%, y en 2011, de 91.6 por ciento.58 Ahora bien, respecto de las causas por las que no hubo denuncia, 61.9% fueron atribuibles a la autoridad, mientras que en 37.7% de los casos no se interpuso querella alguna. Y por si lo anterior fuera poco, del total de denuncias hechas por las víctimas ante el ministerio público, no pasó nada o no se resolvió en 53.2% de los casos.59 Otra encuesta, realizada por el Centro de Investigación para el Desarrollo, A. C. (cidac), y The Fletcher School de la Universidad Tufts, indica que “la debilidad de las instituciones podría explicar en buena medida la coexistencia de nociones contradictorias [del] actuar de los mexicanos, tales como saber que es malo meterse en la fila, pero al mismo tiempo pensar que es de tontos cumplir con la ley cuando en su entorno no se cumple”.60

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El altísimo nivel de desconfianza expresado por los mexicanos respecto de los servidores públicos (políticos, funcionarios, jueces, policías) debilita no sólo el tejido social —cuyo daño es, al mismo tiempo, una de las múltiples causas de esa desconfianza—, sino el propio entramado institucional. Así, “ante instituciones endebles, el entorno se vuelve más incierto y la búsqueda de soluciones informales se consolida. En este sentido, percibirse en un contexto incierto afecta desde la disposición a ser corruptos hasta las decisiones de ahorro”.61 Por si todo lo anterior fuera poco, “el Índice de Percepción de la Corrupción (ipc) ubica a México en la posición 100 de 183 países, con una calificación de 3 en una escala donde 0 es la mayor percepción de corrupción y 10 la menor percepción de corrupción”. En el ipc también se refleja la posición de nuestro país dentro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde): el lugar 34 de 34 países miembros; mientras que, en relación con el G20 —que recientemente fue presidido por el gobierno mexicano—, se ubica en la posición 16 de 19.62 Más recientemente, el World Justice Project (wjp) publicó su Índice del Estado de Derecho (Rule of Law Index) de 2014, en el que México ocupa una posición nada halagüeña en el factor 2, “Ausencia de corrupción”: el número 78 de 99 países, donde el número 1 (Dinamarca) es el menos corrupto, y el 99 (Afganistán), el más corrupto.63 Otro factor medido en este índice es el de los límites del poder público, donde México se ubica en el lugar 48, mientras que en el factor 3, “Gobierno abierto”, ocupa la posición 32; en el factor 4, “Respeto a los derechos fundamentales”, el 60, y en el 5, “Orden y seguridad”, el 96.64 Asimismo, el wjp ubica a nuestro país en el lugar 97 respecto del factor 8, “Justicia penal”, y en el 88 dentro del factor 7, “Justicia civil”. Todo lo anterior muestra la descomposición institucional y social de México, cuyo gobierno se precia de ser miembro del G20, el selecto grupo de las economías más fuertes del mundo. Igualmente, las mediciones expresadas en las encuestas e índices antes referidos influyen en el comportamiento de los ciudadanos. “Si no hay castigo para los culpables, ¿por qué he de denunciar los delitos?”, “Si la autoridad incumple con sus obligaciones legales, ¿por qué yo debería cumplir con las mías?”, parecieran decirse a sí mismos. Más allá de las declaraciones públicas, sabemos que en México subsiste hoy una cultura egoísta del privilegio, cuyo origen puede ser rastreado en el sistema político y en el modelo económico actuales. Nuestra conducta cotidiana tiende a anteponer el interés particular al bien común.

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Uno de los riesgos sociales de esta actitud es que, parafraseando a John Rawls,65 aun como personas racionales, cuanto más propendamos a defender exclusivamente nuestro interés individual para beneficiarnos sólo a nosotros mismos, más nos acercaremos a un estado de psicopatía, cuya manifestación más típica la padecemos hoy en la forma de altos índices de inseguridad pública. Por otra parte, el Índice de Desarrollo Democrático (idd) 2011, elaborado por la Fundación Konrad Adenauer y la consultora argentina Polilat, apunta que México se encuentra en séptimo lugar respecto de América Latina, con 4 925 puntos de un total óptimo de 10 000, por debajo de Argentina, Panamá, Perú, Costa Rica, Uruguay y Chile (que van del sexto al primer lugar, respectivamente). Es decir, si se tratara de un examen escolar, tendríamos una calificación reprobatoria de 4.9 o 5 sobre 10.66 Lo preocupante del caso es que hoy nuestro país se encuentra en una posición sensiblemente menor que la de hace una década. En 2002 México obtuvo una puntuación de 6 340, mientras que en 2003 fue calificado con 6 623, para luego descender a 5 522 en 2004; después se mantuvo fluctuando entre los 5 500 y los 6 500 puntos aproximadamente, hasta 2010, cuando terminó con 5 455.67 En los resultados de la encuesta correspondiente a México, en la cual, además de la Fundación Konrad Adenauer y Polilat, participa la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), se muestra una serie de avances relativos. Por ejemplo, el estudio señala que “el país cuenta con una mayoría de estados con desarrollo democrático medio. Son pocos los estados con alto desarrollo democrático y subsisten varios con bajo desarrollo”.68 De acuerdo con la misma encuesta, “más de la mitad de las entidades federativas ha mejorado su puntuación respecto a 2010 y hubo una mayor participación en los procesos electorales”. Respecto de los pueblos originarios, el estudio apunta que, “aunque la población indígena sigue siendo el grupo social con los índices de desarrollo humano y social más bajos del país, ha mejorado su situación respecto a los datos del conteo en 2005”. ¿Acaso significan estos datos que la conciencia política y social de la nación se robustece? Creo que no. Por un lado, los datos arrojados por la encuesta del idd muestran el nivel de mediocridad en el que México se encuentra estancado; por otro, los indicadores de corrupción, verdaderamente alarmantes, no dejan lugar a dudas sobre el grado de descomposición institucional y social que padecemos.

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Cuando se acerca a la composición de los congresos locales, el estudio indica que en la mayoría de los estados de la República “participa una cantidad ideal de partidos políticos”; pero acota: “Si no existieran los efectos de la corrupción, esa composición facilitaría el cumplimiento de la agenda del Poder Ejecutivo, el logro de una razonable representación de la diversidad social y un reajuste de la gobernabilidad”. Quisiera detenerme aquí para analizar esta situación: en México, la verdadera diferencia entre los partidos políticos no consiste en su programa de gobierno o en su “proyecto de nación”, sino en la oportunidad que cada programa y cada presupuesto les brindan para manipular el gasto público con el fin de “aclientelarse”, crecer en militancia e incrementar su “voto duro” con vistas a la próxima elección. La subcultura política del clientelismo y el voto corporativo, la mayoría de las veces ejercido con coacción o amenazas de los líderes, representa una expresión más o menos colectivizada del privilegio y la prevalencia del interés particular (en este caso, los intereses facciosos) por encima del interés general o del bien común. Con la salida del pri del Poder Ejecutivo en 2000, muchos se congratulaban y esperaban que las cosas mejoraran para bien de todos; empero, la percepción social de eficiencia, legalidad, transparencia, eficacia y honradez con que el Estado debe actuar no mejoró sustancialmente. Y es que “las estructuras gubernamentales en México están muy lejos de esa eficiencia gerencial y están demasiado contaminadas por modalidades corruptas, paternalistas o corporativistas de gestión como para funcionar”.69 Y las aparentes buenas noticias, como la del idd en el sentido de que “las políticas de empleo desarrolladas han permitido recuperar niveles perdidos por la crisis económica de 2008 y 2009”,70 se esfuman ante la incapacidad de las instituciones de seguridad social, por ejemplo, para atender la demanda de sus nuevos derechohabientes, o frente a la calidad de empleos generados, salarios mínimos y condiciones laborales deplorables. Por otro lado, el estudio muestra algunos datos duros que podrían representar cierto avance, como el hecho de que “en la última década se redujo 27% la mortalidad infantil al pasar de 19.4 a 14.2 muertes por cada 1 000 nacidos vivos, con lo cual México podría cumplir con creces los Objetivos de Desarrollo del Milenio en este rubro, que establece, para el caso del país, que en 2015 no ocurran más de 13.1 decesos por cada 1 000 nacimientos”.71

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Notas   Luis Gómez Romero, El tiempo de los débiles. Garantismo y literatura, México, Porrúa, 2008.  2   Idem.  3   Idem.  4   Idem.  5   Roger Bartra, Anatomía del mexicano, México, Random House Mondadori, 2005.  6   Roger Bartra, La jaula de la melancolía, identidad y metamorfosis del mexicano, 2ª reimp., México, Random House Mondadori, 2011.  7   Octavio Paz, El laberinto de la soledad, 2ª ed., México, fce, 1993.  8   Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, México, fce, 2010.  9   Federico Reyes Heroles, “Los otros responsables”, en Excélsior, 1º de octubre de 2013. Este artículo puede ser consultado en línea en . 10   Lorenzo Meyer, Nuestra tragedia persistente, la democracia autoritaria en México, México, Debate, 2013. 11   Armando Alfonzo Jiménez, “Presentación”, en Michelangelo Bovero, Los desafíos de la democracia, México, Ubijus, 2013. 12   Para una discusión más amplia y profunda sobre los sistemas democráticos, véase, de M. Bovero, Los desafíos de la democracia…, op. cit., y Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores, Madrid, Trotta, 2002. 13   Idem. 14   Manuel Aragón, Constitución, democracia y control, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2002. 15   Véase la obra colectiva coordinada por José Luis Caballero Ochoa, La declaración universal de los derechos humanos. Reflexiones en torno a su 60 aniversario, México, Porrúa, 2009. 16   M. Aragón, op. cit. 17   Idem. 18   Luigi Ferrajoli, Principia iuris. Teoría del derecho y la democracia, Madrid, Trotta, 2011, vol. 2. 19   M. Aragón, op. cit. 20   Clemente Valdés S., La invención del Estado. Un estudio sobre su utilidad para controlar a los pueblos, México, Coyoacán, 2010. 21   Gustavo Zagrebelsky, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, 9ª ed., Madrid, Trotta, 2009. 22   Idem. 23   Idem. 24   John Rawls, Political Liberalism, ed. extendida, Nueva York, Columbia University Press, 2005. 25   Maurizio Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, 6ª ed., Madrid, Trotta, 2009. Las cursivas son del original. 26   M. Fioravanti, Constitución, de la antigüedad a nuestros días, Madrid, Trotta, 2007. 27   L. Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, pról. y trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Madrid, Trotta, 2011 (Mínima). 28   Idem. 1

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  Idem.   Karl Loewenstein, Teoría de la Constitución, Barcelona, Ariel, 1976. 31   Idem. 32   Idem. 33   L. Ferrajoli, Principia iuris…, op. cit., vol. 1, p. 461. 34   Idem. 35   Ibidem, p. 463. 36   L. Ferrajoli, “Pasado y futuro del Estado de derecho”, en Miguel Carbonell (ed.), Neoconstitucionalismo(s), 3ª ed., Madrid, Trotta, 2006, pp. 13-29. 37   M. Fioravanti, Constitución…, op. cit., p. 26. El autor afirma que con Polibio de Megalópolis “comienza a ser posible un discurso sobre la Constitución mixta que se traduce esencialmente en una teoría de las magistraturas y del equilibrio entre los poderes”. Y enseguida añade: “Si la Constitución puede durar mucho es sobre todo gracias a la constante aplicación del principio de contraposición, gracias al hecho de que cada poder esté bien equilibrado y contrapesado”. 38   Para una lectura más profunda de la obra de Schmitt en comparación con las teorías de las formas del Estado y la legitimación del poder de Kelsen, véase Lorenzo Córdova Vianello, Derecho y poder. Kelsen y Schmitt frente a frente, México, fce / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2009. 39   L. Meyer, Nuestra tragedia persistente…, op. cit., p. 103. 40   Ibidem, p. 105. 41   Cf. Daron Acemoglu y James A. Robinson, Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty, Nueva York, Crown Publishers, 2012. En esta obra, cuyo título en español sería “Por qué fracasan las naciones: el origen del poder, la prosperidad y la pobreza”, los autores combaten las teorías deterministas, según las cuales la geografía, la raza y el nivel cultural de los pueblos son los que definen su grado de desarrollo, y se enfocan en las relaciones de poder y el diseño institucional en los países con las sociedades más desfavorecidas del planeta, México incluido. Resulta por demás interesante la comparación que los autores hacen de una misma comunidad dividida por la frontera entre México y Estados Unidos: Nogales, Sonora, y Nogales, Arizona. Ahí conviven familias enteras con grandes diferencias en su calidad de vida, aun cuando comparten un mismo origen étnico y social, una misma geografía: las personas de esas mismas familias que viven en el norte gozan de mayor prosperidad que quienes habitan en el sur. La razón de esta diferencia abismal, explican, está en el diseño institucional y en los niveles de impunidad. 42   Eduardo García de Enterría, “La Constitución española de 1978 como pacto social y como norma jurídica”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, núm. conmemorativo, 1948-2008, México, 2008. Este artículo también está disponible en internet: . 43   Idem. 44   Idem. 45   L. Ferrajoli, Derechos y garantías: la ley del más débil, 6ª ed., Madrid, Trotta, 2009. 46   Idem. 47   Hans Kelsen, La garantía jurisdiccional de la Constitución. La justicia constitucional, trad. de Rolando Tamayo y Salmorán, México, unam, 2001. 48   L. Ferrajoli, Derechos y garantías…, op. cit. 49   Idem. 29 30

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  M. Bovero, Una gramática de la democracia…, op. cit.   L. Ferrajoli, Derechos y garantías…, op. cit., pp. 125 y ss. 52   Idem. 53   M. Aragón, op. cit. 54   Idem. 55   Para mayor detalle de los resultados de estas encuestas y su metodología, véanse y . 56   Encuesta Nacional de Cultura Constitucional: legalidad, legitimidad de las instituciones y rediseño del Estado, México, ife / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2011. 57   inegi, Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, 2013. Los resultados de la encuesta pueden ser consultados en la siguiente página electrónica: . 58   Idem. 59   Idem. 60   Encuesta Valores: diagnóstico axiológico de México, México, cidac / The Fletcher School, Tufts University, 2011. Disponible en . 61   Idem. 62  Para mayores detalles, véase . 63  Véase , pp. 14 y ss. 64   Idem. 65   Cf. J. Rawls, op. cit. 66   Fundación Konrad Adenauer y Polilat.com, en . 67   Idem. 68   Para información detallada, véase . 69   R. Bartra, Anatomía del mexicano…, op. cit., p. 15. 70   Cf. . 71   Idem. 50 51

CAPÍTULO SEGUNDO

Verdad, transparencia y corrupción Antes de continuar, considero necesario definir algunos conceptos básicos: hombre y dignidad humana. En el primer caso, por hombre me refiero a todo ser humano: hombre o mujer, sin ninguna implicación discriminatoria. Parto de un concepto meramente antropológico: el hombre, como especie, es un ser vivo dotado de razón, inteligencia y voluntad. Esos tres atributos naturales y consustanciales al hombre le permiten distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo bueno y lo malo, entre lo posible y lo imposible, entre lo probable y lo improbable, entre lo verdadero y lo falso. El ejercicio inteligente de la voluntad lo lleva a gozar de su propia libertad, pero limitada, es decir, con responsabilidad. Es necesario que ese ejercicio de sus capacidades volitivas sea, en efecto, inteligente; esto es, que parta de la razón, lógica y práctica, para que pueda tener sentido y ser bueno. El ejercicio de la razón práctica lleva al hombre a concebir y cultivar ciertos valores necesarios para su supervivencia y desarrollo en la colectividad: el respeto, la verdad, la solidaridad, la responsabilidad, la confianza, la credibilidad, el amor, la compasión, etc. —cada uno establece una escala de valores morales y parámetros éticos según corresponda a su propia cultura—. A lo largo de este proceso el ser humano se convierte en persona. Y la dignidad de la persona es un valor fundamental y trascendente que se encuentra en el corazón de los derechos humanos. El hombre sólo puede desarrollarse como persona a partir de la definición de su identidad en la comunidad. En este contexto, el papel del Estado constitucional consiste, a través de un “conjunto de derechos de tipo personal, por un lado, y los deberes, por el otro”, en permitir “al ser humano llegar a ser persona, serlo y seguir siéndolo”.1 Así, un Estado constitucional y democrático de derecho debería generar, al menos en teoría, una relación cotidiana de confianza entre las personas, los grupos sociales y los poderes públicos como condición mí57

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Verdad, transparencia y corrupción

nima de gobernabilidad. Tal confianza es posible si uno tiene la certeza de que el otro se manifiesta, en el discurso y en los hechos, con base en la verdad y de manera transparente. Cuando los ciudadanos dejan de creer en sus gobernantes o en el sistema político porque perciben simulación, engaño, trampa, incongruencia o mentira, surgen la resistencia, la transgresión y, tarde o temprano, la rebelión. Amén de antípodas de la verdad, la simulación, el engaño, la trampa, la incongruencia y la mentira son elementos esenciales de un sistema corrupto. La corrupción no sólo consiste en el hecho, ya de por sí grave, de que un servidor público exija beneficios indebidos a cambio de resolver trámites o peticiones de los gobernados, sino en muchas otras formas de ocultar la verdad o violar las normas, y, esencialmente, en privilegiar el beneficio personal o el interés particular frente al bien común o el interés general. Más que nunca, México necesita que los poderes, tanto públicos como privados, se conduzcan con transparencia y, ante todo, con verdad, como condición indispensable para combatir la corrupción y lograr que la rendición de cuentas, elemento sustancial de la democracia y la justicia, se convierta en realidad cotidiana. En su magnífico ensayo Verdad y Estado constitucional, Peter Häberle pregunta: “¿Descansa el Estado constitucional, aunque sea en términos ideales, en el valor de la verdad, del mismo modo como se afirma que por sus fundamentos está obligado a la justicia y al bien común?”2 También inquiere si los ciudadanos disponen de un derecho fundamental a la verdad, identificable dentro del amplio catálogo de los derechos humanos. En esencia, un Estado constitucional articula instituciones públicas donde confluye y se debate una pluralidad de ideas, actitudes, manifestaciones culturales, grupos étnicos e intereses diversos, con base en la tolerancia, la confianza y el respeto a la dignidad de las personas. Pero, siguiendo a Häberle, un Estado no puede ser tolerante, confiable ni respetuoso de la dignidad de nadie si no cuenta en sus cimientos con el principio de la verdad, ligado, fundamentalmente, a la justicia. En pocas palabras, donde no hay verdad no puede haber confianza ni justicia. Y ésta tampoco es posible donde no hay igualdad ni libertad. Y cuando la justicia no es un valor verificable, por inexistente, la paz resulta imposible. Häberle hace un rápido recorrido por la historia de las ideas en torno de la verdad: la verdad científica, la verdad artística, la verdad espiritual. Explora conceptos que van más allá de la definición kantiana de la verdad: la conformidad del conocimiento con su objeto. Se trata de llevar a la

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Verdad, transparencia y corrupción

Constitución la necesidad de actuar conforme a principios que otorguen certeza, confianza, transparencia y solidez a la gestión del poder; que hagan posible el flujo permanente, sistemático, de información pública constatable en la realidad, referida tanto al presente como al pasado. Si bien es deseable que la Constitución proteja información y datos personales, sensibles, como una forma de resguardar el derecho de las personas a la privacidad y a la protección de su propia dignidad, un Estado constitucional de derecho, es decir, una auténtica democracia constitucional, no suele ocultar información pública con el tan socorrido pretexto de la “seguridad nacional”, “información reservada” o “confidencial”, condiciones que generalmente son expuestas en nuestro país como la razón por la cual se niega cierta información a quienes la solicitan. En México, el artículo 6 de la Constitución contiene el derecho a la información, y, en su momento, la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental significó un hito histórico en la materia; sin embargo, hoy no representan mecanismos jurídicos suficientes para institucionalizar y garantizar el derecho a la verdad. Inevitablemente, esta necesidad del derecho a la verdad remite a la idea que ya he esbozado: es falso que en México vivamos en un Estado constitucional de derecho (contar con una Constitución escrita no es un requisito suficiente en nuestro caso); por el contrario, hay una especie de autoritarismo de mercado donde impera la ley del más fuerte sobre el más débil, donde los bienes materiales están por encima de los bienes espirituales y donde se cultivan la simulación, el privilegio y el egoísmo individualista. Por definición, estos tres últimos elementos se alimentan de la mentira con el fin de lograr en el menor plazo una alta rentabilidad personal, es decir, el beneficio particular o sectario a costa del bien común. Semejante actitud genera desconfianza, indudablemente, entre iguales y desiguales, entre poderosos y débiles, entre ricos y pobres. El Estado cayó en manos de quienes se guían por la ceguera de quien no puede —o no quiere— ver la verdad: una miopía aguda que impide mirar más allá del propio interés personal e inmediato, hacia el pasado y, mucho menos, hacia el futuro. Häberle reconoce en su ensayo la gesta de Vaclav Havel, poeta y dramaturgo que abandonó la prisión en la que el régimen autoritario de la República Socialista de Checoeslovaquia lo tuvo detenido por muchos años, para refundar su propio país a partir de la Revolución de Terciopelo, con lo que se convirtió en el primer presidente democráticamente electo de la República Checa.

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Havel fue el primero, apunta Häberle, en exigir el derecho a la verdad como derecho humano, como un fundamento del Estado auténticamente constitucional, esto es, un Estado tolerante, transparente, respetuoso de la dignidad del ser humano, que explica el pasado con claridad, con argumentos basados en hechos, no en fantasías ni estrategias propagandísticas, que responde por sus errores y que procura la justicia, todo con base en la verdad, en esa verdad que es la base de la confianza y de la justicia. Y es que, cuando un Estado presuntamente constitucional miente, simula, tergiversa, maquilla, se transforma en un aparato autoritario que puede alcanzar los niveles demenciales del Tercer Reich, del fratricidio basado en falsas verdades o, peor aún, en dogmas que se imponen a los gobernados, so pena de la expulsión o la aniquilación del diferente, del disidente, del rebelde, del inconforme, de la persona libre que basa su vida en una búsqueda auténtica de la verdad. Por su parte, Gustavo Zagrebelsky, en su libro Contra la ética de la verdad 3 —en el que, como él mismo aclara, no se pronuncia a favor de la mentira sino a favor de la duda como método para encontrar y confirmar la verdad—, ataca el dogma como una de las formas más perniciosas de la mentira institucionalizada. El problema central radica en que el Estado se convierta en el “dictador de la verdad” dogmática y busque imponerla, sistemáticamente, por cualquier vía: el engaño, la fe o la violencia. En el Estado medieval las condiciones de existencia y validez de las normas jurídicas estaban aseguradas por “las elaboraciones doctrinales y jurisprudenciales, no por la forma de su producción, sino por la intrínseca racionalidad o justicia de sus contenidos (veritas, non auctoritas, facit legem; es la verdad, y no la autoridad, la que produce el derecho)”.4 Pero con el positivismo jurídico (particularmente con lo que Ferrajoli llama el paleopositivismo) se restó validez a las consideraciones de la filosofía, de los propios juristas y de la experiencia jurisdiccional, con lo que la ciencia jurídica y la jurisdicción dejaron de ser las fuentes primordiales (materiales) del derecho, dando paso a la prevalencia de su fuente formal, el proceso legislativo, sea el que llevan a cabo el parlamento, el Ejecutivo o ambos, y sin importar sus contenidos para efectos de su validez y su vigencia, esto es, independientemente de la calidad sustancial de sus ordenamientos en cuanto a su concordancia con principios como la justicia, la verdad, la igualdad o la libertad. “El Estado de derecho moderno —afirma Ferrajoli— nace con la forma del Estado legislativo de derecho […] con la afirmación del principio de legalidad como criterio exclusivo de identificación del derecho

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Verdad, transparencia y corrupción

válido […] con independencia de su valoración como justo.”5 Entonces, merced al principio de legalidad formal, “una norma jurídica es válida no por ser justa sino exclusivamente por haber sido puesta por una autoridad dotada de competencia normativa”.6 Asimismo, con la afirmación del principio de legalidad (o del proceso formal de producción legislativa), como norma de reconocimiento del derecho existente, la ciencia jurídica deja de ser una ciencia inmediatamente normativa para convertirse en una disciplina tendencialmente cognoscitiva, es decir, explicativa de un objeto (el derecho positivo), autónomo y separado de ella.7

De esta manera, los teóricos y los filósofos del derecho dejaron de desempeñar un papel preponderante en la fijación de lo que es justo, equitativo, verdadero y lo que, por tanto, contribuye a la libertad del hombre. El derecho quedó a merced de meros formalismos normativos definidos por “la mayoría en el poder”, en detrimento de los derechos fundamentales de las minorías y de esa misma mayoría que llegó a ser víctima, también, de la tiranía legislativa. El reconocimiento por parte del Estado de los valores y principios que conforman los derechos fundamentales de libertad y los derechos sociales en una Constitución rígida significa el establecimiento de las primeras garantías de vigencia y respeto de esos derechos por encima de lo que la mayoría “democráticamente” pueda decidir o no al respecto. Esto representaría un cambio de paradigma “revolucionario […] del derecho, de la jurisdicción, de la ciencia jurídica y de la misma democracia” que sin embargo no ha sido valorado suficientemente.8 Al imponer obligaciones y prohibiciones a los poderes públicos, la Constitución rígida introdujo una dimensión “sustancial”, ya no sólo “formal”, a los sistemas democráticos que cuentan con ella. Una de esas obligaciones es la de rendir cuentas con verdad, claridad y oportunidad, elementos esenciales de una información confiable, correspondiente con la realidad. I.

Transparencia y rendición de cuentas

Considero indispensable establecer la definición más universalmente aceptada de los términos derechos fundamentales, obligación y rendición de cuen-

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tas, con el fin de determinar la trascendencia de este último concepto a favor de los gobernados, “para ampliar derechos y disolver privilegios”.9 Para Ferrajoli, los derechos fundamentales “son todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a todos los seres humanos en cuanto dotados del estatus de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar”. El profesor florentino entiende como derecho subjetivo “cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica”, y por estatus, “la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas”.10 Tomaré esta definición de derecho fundamental para indicar el derecho subjetivo de toda persona de gozar de cierto margen legal y legítimo de autonomía frente a los detentadores del poder (tanto público como privado). Obligación, por otro lado, es el deber derivado del gozo y ejercicio del derecho (tanto subjetivo como objetivo) para con los demás sujetos involucrados en una relación jurídica determinada. Las personas, en cuanto seres humanos, son titulares de derechos y sujetos de obligaciones. Aun cuando hay personas que no son seres humanos o personas físicas, como las sociedades mercantiles o el propio Estado, también son titulares de derechos y sujetos de obligaciones. El Estado puede ejercer facultades expresas (establecidas en la Constitución o en la ley) para exigir e imponer de manera coactiva el respeto al orden jurídico y el necesario cumplimiento de sus obligaciones no sólo a los gobernados o a los ciudadanos, sino también a sí mismo a través del régimen disciplinario de los servidores públicos, cuya fuente es el título IV de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Así, existe un derecho del Estado y sus correspondientes obligaciones y responsabilidades objetivas frente a los gobernados. Una de las obligaciones constitucionales de cualquier órgano y agente del poder público es informar a la sociedad de forma transparente sobre sus actos y omisiones, incluyendo la manera en que administra los recursos públicos que le han sido encomendados para el cumplimiento de sus atribuciones. Esta información transparente es uno de los elementos centrales de la rendición de cuentas. Veamos lo que los expertos dicen acerca de la rendición de cuentas. Andreas Schedler señala que el origen del concepto se encuentra en el idioma inglés: “El concepto clave se llama accountability. Como otros conceptos

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Verdad, transparencia y corrupción

políticos en inglés, se trata de un término que no tiene equivalente preciso en castellano, ni una traducción estable”.11 Por ello, “a veces se traduce como fiscalización, otras como responsabilidad. Sin embargo, la traducción más común y la más cercana es la rendición de cuentas”.12 Un proceso regular de rendición de cuentas comprendería, por ejemplo, el ejercicio responsable del gasto público, la difusión oportuna de la información relacionada con ese gasto, una revisión periódica de éste, la consecuente auditoría de resultados, la detección de fallas, el fincamiento de responsabilidades y la aplicación de las sanciones correspondientes. El mismo proceso, con sus variantes, debe seguirse en cualquier función pública, en materia de seguridad, educación, promoción cultural, finanzas públicas, servicios de salud, etcétera. Entonces, la rendición de cuentas abarca varias obligaciones específicas por parte del Estado: 1. Informar oportuna y puntualmente. 2. Conducirse con transparencia (antes, durante y después del ejercicio del presupuesto correspondiente o la ejecución de los programas, según el caso). 3. Prevenir actos de corrupción o desviaciones en el proceso. 4. Revisar sus propios actos y corregir las deviaciones encontradas. 5. Recibir e investigar quejas o denuncias. 6. Buscar y difundir la verdad histórica y jurídica de los hechos. 7. Fincar responsabilidades. 8. Sancionar a los responsables de las faltas encontradas. La rendición de cuentas incluye, en resumen, transparencia y responsabilidad, lo cual implica que el obligado a rendir cuentas también es auditable y sancionable por la propia sociedad a través de las instituciones competentes (órganos fiscalizadores internos y externos, tribunales, organizaciones no gubernamentales, auditores sociales, etc.). De esta manera podemos afirmar que accountability significa la obligación de rendir cuentas de quien ejerce un cargo público o político, sujeto que es imputable por incurrir en faltas durante el ejercicio de sus facultades o por incumplimiento de sus obligaciones constitucionales y legales. Es decir, una consecuencia de la responsabilidad en todo proceso de rendición de cuentas es la imputabilidad del sujeto o del órgano obligado, quienes, luego de ser imputados, habrán de ser sancionados conforme a derecho, después de habérseles fincado las responsabilidades correspondientes.

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En nuestra Constitución, los artículos 1, 6, 109 y 134 están directamente relacionados con la rendición de cuentas, pues establecen la obligación de todas las autoridades, en el ámbito de su competencia, “de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad” (tercer párrafo del artículo 1);13 el derecho de los gobernados a ser informados sobre los asuntos de interés público (artículo 6); las responsabilidades de los servidores públicos (artículo 109), y la obligación de los tres órdenes de gobierno de administrar los recursos públicos con eficiencia, eficacia, economía, honradez y transparencia (artículo 134). Estos dos últimos principios constitucionales están íntimamente ligados a un concepto de rendición de cuentas con base en la verdad: la honradez y la transparencia garantizan que lo que se expone al público es verdadero. Respecto de la obligación de rendir cuentas, vista como “una acción subsidiaria de una responsabilidad previa, que implica una relación transitiva y que atañe a la manera en que se dio cumplimiento a esa responsabilidad”,14 expertos en la materia como Sergio López Ayllón y Mauricio Merino enseñan que la rendición de cuentas es subsidiaria, en el sentido de que una acción o responsabilidad robustece a otra principal, y por ello carece de todo sentido si es un acto único y aislado de cualquier precedente. En rigor, las cuentas se rinden sobre una acción, una decisión o incluso una omisión previas. De modo que también la forma en que se rinden las cuentas ha de ser consecuente con el contenido sustantivo de esas acciones o decisiones.15

Un aspecto interesante de la perspectiva de estos autores es que consideran la rendición de cuentas como una relación transitiva, pues tiene lugar al menos entre dos sujetos que participan en el proceso. Y advierten: “Esa relación perdería todo sentido si aquellos que rinden cuentas no están obligados, no se someten a los juicios y no acatan los resultados de las sanciones impuestas de aquellos ante quienes se rinden las cuentas. De aquí que la rendición de cuentas sea, también, un antídoto contra la impunidad”.16 Por ello, la rendición de cuentas es un factor determinante en cualquier política, norma o proceso de combate a la corrupción; es necesario reforzarlo dándole operabilidad jurídica y jurisdiccional con otro término que Andreas Schedler ha añadido: “answerability, entendida como la

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capacidad de asegurar que los funcionarios públicos respondan por sus acciones”.17 Otro término cuyo significado valdría la pena desarrollar en nuestra lengua y en nuestra cultura es enforcement, el cual “describe un conjunto de actividades orientadas hacia la observancia de la ley. Quiere decir, en esencia: hacer valer la ley”.18 Así, estaríamos ante tres conceptos “que aluden […] a los tres componentes […] pilares de la rendición de cuentas: la información, la justificación y el castigo”.19 Un primer problema cultural referido a la proverbial incertidumbre de que el Estado mexicano “rinda cuentas”, por ejemplo, en materia de protección de los derechos humanos, se puede advertir en los criterios disímbolos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El 3 de septiembre de 2013 el más alto tribunal de México resolvió una contradicción de tesis que, si bien confirma el criterio de que los tratados internacionales en materia de derechos humanos tienen la misma jerarquía normativa que los correspondientes preceptos constitucionales, las restricciones que para su ejercicio establezca la Constitución mexicana deberán prevalecer en la interpretación de las normas aplicables a cada caso concreto. Poco antes, en la jurisprudencia [J] del Tercer Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, publicada en el Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, y su Gaceta, libro xx, t. 2, mayo de 2013, p. 1221, y cuyo rubro reza: “derechos fundamentales. cuando de manera suficiente se encuentran previstos en la constitución política

de los estados unidos mexicanos, se torna innecesario en interpretación conforme acudir y aplicar la norma contenida en tratado o convención internacional, en tanto el orden jurídico en su fuente

interna es suficiente para establecer el sentido protector del derecho fundamental respectivo”,

nuestro máximo tribunal confirmó su criterio de supremacía constitucional, en el sentido de que

acorde a lo dispuesto por el artículo 1 de la carta magna, en reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de junio de 2011, vigente a partir del día siguiente, en sus dos primeros párrafos se establece que en los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que la propia Constitución establece; en forma

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adicional se determina que las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán “conforme” a esa norma fundamental y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a la persona en su protección más amplia. De este modo, el referido método de “interpretación conforme” entraña que los derechos fundamentales positivizados en los tratados, pactos y convenciones internacionales prevalecen respecto de las normas del orden jurídico de fuente interna si contienen disposiciones más favorables al goce y ejercicio de esos derechos, lo cual lleva a establecer que la obligación del Estado mexicano se refiere no sólo a garantizar el ejercicio de los derechos humanos enumerados en la Constitución, sino también los contenidos en esos instrumentos internacionales, cuyo conjunto puede considerarse integra un bloque unitario de protección. Sin embargo, la aplicación del principio pro persona no puede servir como fundamento para aplicar en forma directa los derechos fundamentales contemplados en los tratados internacionales, no obstante que el derecho internacional convencional sea una fuente del derecho constitucional de carácter obligatorio, toda vez que tal principio constituye propiamente un instrumento de selección que se traduce en la obligación de analizar el contenido y alcance de los derechos humanos contenidos en dos o más normas que regulan o restringen el derecho de manera diversa, a efecto de elegir cuál será la aplicable en el caso concreto, lo que, por un lado, permite definir la plataforma de interpretación de los derechos humanos y, por otro, otorga un sentido protector a favor de la persona humana, en tanto la existencia de varias posibles soluciones a un mismo problema obliga a optar por aquella que protege en términos más amplios, lo que implica acudir a la norma jurídica que consagre el derecho de la manera más extensiva en detrimento del precepto más restrictivo. Bajo esa premisa, cabe decir que si el derecho fundamental cuestionado se encuentra previsto tanto en la Constitución de la República como en los instrumentos de carácter internacional, a lo que se adiciona que los principios y lineamientos en los que se apoya ese derecho se retoman y regulan en idéntico ámbito material de protección a nivel interno, por ende, ello hace innecesario aplicar la norma de fuente internacional cuando la de origen interno es constitucionalmente suficiente para establecer un sentido protector del derecho fundamental respectivo. [Las cursivas son mías.]

Queda claro que la Constitución mexicana tendrá preferencia si sus preceptos en materia de derechos humanos resultan suficientes para impartir justicia a los agraviados. No obstante este criterio, que a primera vista pareciera satisfactorio, si no se establece un parámetro de “suficiencia” que aclare cuándo el derecho interno colma la exigibilidad y la justiciabilidad de los derechos fundamentales, creo que se están sentando las

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bases para que en un futuro se desechen las normas internacionales en la materia, en contra de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que hoy por hoy obliga a todos los jueces a llevar a cabo el denominado control de convencionalidad, de preferencia frente al control de constitucionalidad. Percibo el riesgo de que la rendición de cuentas en materia de derechos humanos, en cuanto es exigible el cumplimiento de la obligación de sancionar y reparar sus violaciones por parte de las autoridades competentes, se vea debilitada con esta potencial reducción del bloque de constitucionalidad, al excluir los tratados y las convenciones internacionales de la ecuación. Pues no se trata de definir la jerarquía normativa, sino la aplicabilidad de la norma internacional en materia de derechos humanos a cada caso concreto. Y una aplicabilidad directa, además. Si partimos del texto vigente del artículo 1 de la Constitución, la interpretación de la norma frente a los tratados y las convenciones internacionales en la materia “no debe asociarse con la validez (o jerarquía normativa), sino sólo con la (posibilidad de) aplicación” de la misma.20 En todo caso, para que el derecho internacional de los derechos humanos pueda formar parte del llamado bloque de constitucionalidad, debe ser considerado de la misma jerarquía normativa que la Constitución, con el fin de que su interpretación resulte conforme al ordenamiento fundamental. El problema de la aplicabilidad de la norma internacional sería de orden estrictamente metodológico, pues no cabe duda de que los tratados y las convenciones obligan a los Estados parte a su observancia, ya que generalmente no admiten ordenamiento interno en contra. Ese problema tiene que ver con el control previo de constitucionalidad de la norma internacional, el cual debería ser llevado a cabo antes y durante el proceso de aprobación o ratificación del instrumento internacional por parte del Senado de la República, y no solamente antes de emitir una resolución sobre un caso concreto.21 De esta forma, el criterio de aplicabilidad resulta ser el más razonable, puesto que el de jerarquía ha quedado resuelto de antemano. Por otra parte, es una realidad que en los últimos años la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha sido reformada para fortalecer el derecho fundamental a la información. La primera modificación al artículo 6, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 6 de diciembre de 1977, estableció: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso

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de que ataque la moral, los derechos de tercero, provoque algún delito o perturbe el orden público; el derecho a la información será garantizado por el Estado”. Tres décadas después, con la reforma publicada el 20 de julio de 2007 en el mismo medio, al citado artículo se le añadió un segundo párrafo para precisar los principios y las bases del derecho a la información. Así, en primer lugar, la Constitución prevé que “toda la información en posesión de cualquier autoridad, entidad, órgano y organismo federal, estatal y municipal, es pública y sólo podrá ser reservada temporalmente por razones de interés público en los términos que fijen las leyes. En la interpretación de este derecho deberá prevalecer el principio de máxima publicidad”. El principio de máxima publicidad, aplicado al derecho a la información, entraña la obligación del Estado mexicano de publicitar sus actos. En una tesis aislada publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta en marzo de 2013, el Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito interpretó que, a partir de la lectura del artículo 6, “se advierte que el Estado mexicano está constreñido a publicitar sus actos, pues se reconoce el derecho fundamental de los ciudadanos a acceder a la información que obra en poder de la autoridad”.22 Luego, el principio de máxima publicidad dicta la tesis: “Implica para cualquier autoridad realizar un manejo de la información bajo la premisa inicial [de] que toda ella es pública y sólo por excepción, en los casos expresamente previstos en la legislación secundaria y justificados bajo determinadas circunstancias, se podrá clasificar como confidencial o reservada, esto es, considerarla con una calidad diversa”. La tesis citada se basa en una jurisprudencia previa, aprobada por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación con el número 54/2008, y que interpreta al acceso a la información como un derecho de “doble carácter: como un derecho en sí mismo y como un medio o instrumento para el ejercicio de otros derechos”.23 En la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 13 de noviembre de 2007 se añadió una oración al primer párrafo del artículo 6 para incorporar, luego de muchos años de discusión al respecto, el derecho de réplica, que “será ejercido en los términos dispuestos por la ley”. En su cuarta modificación, publicada el 11 de junio de 2013, el artículo 6 constitucional conservó algunos de los siguientes conceptos centrales y sumó otros:

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1. La prohibición de toda inquisición judicial o administrativa sobre la expresión de las ideas.24 2. El derecho de réplica. 3. La garantía al derecho a la información pública. 4. El principio de máxima publicidad. 5. La integración del gobernado a la sociedad mediante la radiodifusión y las telecomunicaciones, con base en una política de inclusión digital universal. 6. La elevación a rango constitucional del carácter de las telecomunicaciones y la radiodifusión como “servicios públicos de interés general”. 7. El establecimiento de un organismo público regulador de la radiodifusión. 8. La utilización de la reserva de ley para “mejor proveer” a las políticas públicas delineadas en la Constitución. La importancia de estas reformas radica en que el derecho a la información se vio fortalecido como un derecho fundamental intangible con una doble dimensión (que incluye la de ser fuente de otros derechos fundamentales) dentro del catálogo universal de los derechos humanos; un derecho “nuclear”, porque de su debida protección y respeto depende el ejercicio de muchos otros derechos igualmente considerados fundamentales. Por ejemplo, el derecho a la salud, también incluido como parte del núcleo central de los derechos humanos, puede ser ejercido de mejor forma en la medida en que el ciudadano o el gobernado cuenten con información transparente, confiable y suficiente sobre los servicios médicos que presta el Estado, la aplicación de los recursos públicos en el ramo y las formas de acceso a esos servicios, sus costos y sus trámites. No sólo eso: la garantía del derecho del gobernado a saber cómo se aplican los recursos públicos en materia de servicios de salud resulta fundamental para impartir justicia y para el desarrollo armónico de la vida en sociedad. El ejercicio efectivo del derecho de acceso a la información pública gubernamental es, hoy por hoy, una de las garantías procesales más utilizadas para promover la protección jurisdiccional de los demás derechos fundamentales en México. La reserva de ley, en éste como en muchos otros artículos constitucionales, tiende a generar una inflación legislativa elevada, pero constituye, a la vez, un mecanismo de flexibilización “operativa” sin el cual las insti-

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tuciones no resultarían viables en el plano práctico. Sin embargo, habrá que vigilar que la legislación secundaria no se desborde o, mejor aún, que el legislador afine sólo aquellos postulados constitucionales que resulten trascendentales para la eficacia de este derecho en una reglamentación ejecutable. En múltiples ocasiones la inflación legislativa, o su contrario, la omisión, fomentan la “retórica” constitucional, puesto que el propio legislador no cumple con el mandato y muchas veces ni siquiera legisla aquello que resulta realmente importante para la sociedad. La Ley Federal de Acceso a la Información Pública Gubernamental, publicada por primera vez el 11 de junio de 2002 y reformada 10 años después, el 8 de junio de 2012, es un ordenamiento público que busca “garantizar el acceso de toda persona a la información en posesión de los poderes de la Unión, los órganos constitucionales autónomos o con autonomía legal, y cualquier otra entidad federal” (artículo 1). Se trata de una ley de observancia obligatoria para los servidores públicos federales (artículo 5) que incluye el deber de “favorecer el principio de máxima publicidad y disponibilidad de la información en posesión de los sujetos obligados” en la interpretación de esta norma y su reglamento (artículo 6). Asimismo, dispone que el derecho de acceso a la información pública se interpretará conforme a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; la Declaración Universal de los Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos civiles y Políticos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos; la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, y demás instrumentos internacionales.

La introducción en la ley de la normatividad convencional, contenida en los tratados, convenciones, pactos y protocolos internacionales, es consecuente con lo estipulado en el artículo 1 de nuestra Constitución, en el sentido de que todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en ella y en los tratados internacionales de los que México sea parte, con la correlativa obligación de todas las autoridades de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos. Como toda norma que busque garantizar la justiciabilidad de los derechos fundamentales, la ley también establece límites y excepciones al derecho de acceso a la información pública: la información clasificada como reservada o confidencial, que no puede ser expuesta o difundida ya que con semejante acto se estaría vulnerando el derecho a la privacidad

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o al debido proceso, pues se afectarían la intimidad y el honor de las personas, o se las expondría a ser blanco de prejuicios, discriminación o escarnio público. Tampoco es permitida la difusión de cuestiones que están sujetas a un procedimiento administrativo o jurisdiccional pendiente de resolución y cuya exposición podría alterar o influir en el resultado. El 14 de julio de 2014 se reformó nuevamente la Ley Federal de Acceso a la Información Pública Gubernamental para aclarar el catálogo de los sujetos obligados, que, como es el caso de los órganos constitucionales autónomos, fue ampliado dos años antes. Hoy, en su artículo 3, fracción IX, define, por ejemplo, a qué órganos constitucionales autónomos se refiere como sujetos obligados a observar este importante ordenamiento: El Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Banco de México, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica, las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía y cualquier otro establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Aun cuando debería bastar con su mención en nuestra ley fundamental para contar con eficacia normativa, y considerando que se encuentran comprendidos dentro de la frase “cualquier otro establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”, el hecho de que la citada fracción IX, así como la XIV del artículo 3 de la ley, omitan mencionar, por ejemplo, a los sindicatos, a los fideicomisos o a los particulares que reciban recursos públicos, puede causar confusión en los órganos jurisdiccionales encargados de hacer valer los derechos fundamentales en aquellos casos en que se demande el cumplimiento de las obligaciones de transparencia por parte de tales sujetos, por lo que considero que lo más conveniente sería establecer en la ley una relación más amplia de sujetos obligados, acorde con lo que establece la fracción I del artículo 6 constitucional: Toda la información en posesión de cualquier autoridad, entidad, órgano y organismo de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, órganos autónomos, partidos políticos, fideicomisos y fondos públicos, así como de cualquier persona física, moral o sindicato que reciba y ejerza recursos públicos o realice actos de autoridad en el ámbito federal, estatal y municipal, es pública y sólo podrá ser reservada temporalmente por razones de interés público y seguridad nacional, en los términos

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que fijen las leyes. En la interpretación de este derecho deberá prevalecer el principio de máxima publicidad. Los sujetos obligados deberán documentar todo acto que derive del ejercicio de sus facultades, competencias o funciones; la ley determinará los supuestos específicos bajo los cuales procederá la declaración de inexistencia de la información. [Las cursivas son mías.]

Y es que en la actual redacción de la fracción XIV del mismo artículo 3 del ordenamiento citado sólo aparecen enumerados: XIV. Sujetos obligados: a) El Poder Ejecutivo federal, la administración pública federal y la Procuraduría General de la República; b) el Poder Legislativo federal, integrado por la Cámara de Diputados, la Cámara de Senadores, la Comisión Permanente y cualquiera de sus órganos; c) el Poder Judicial de la Federación y el Consejo de la Judicatura Federal; d) los órganos constitucionales autónomos; e) los tribunales administrativos federales, y f) cualquier otro órgano federal.

Por ello, considero necesario actualizar el catálogo para incluir a los partidos políticos, los sindicatos que reciban recursos del erario, los fideicomisos, fondos públicos y demás contemplados en la citada fracción I del artículo 6 constitucional. Si, como señalé en páginas anteriores, la transparencia es una obligación que pretende garantizar el derecho fundamental a la información y forma parte del también obligatorio proceso de rendición de cuentas, componente esencial de todo Estado constitucional y democrático, resulta de suma importancia la inclusión de los partidos políticos, no sólo por la enorme cantidad de recursos públicos que manejan y cuyo destino generalmente se mantiene en secreto, sino porque se han convertido en grupos de interés gremial a merced del Estado y han dejado, paulatinamente, de cumplir con su misión democrática original: servir a la ciudadanía como medio para alcanzar el poder público. Es decir, al igual que los sindicatos “oficiales”, los partidos forman parte del basamento corporativo que tradicionalmente ha sostenido a los regímenes autoritarios, proporcionándoles clientela político-electoral a cambio de privilegios, prebendas y beneficios para unos cuantos, con cargo a los contribuyentes.

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Desde la reforma constitucional del 7 de febrero de 2014 en el Poder Legislativo federal se encuentra detenida la necesaria actualización legal antes mencionada. Ahora bien, el último párrafo del apartado A del mismo artículo 6 constitucional establece: El organismo garante 25 coordinará sus acciones con la entidad de fiscalización superior de la Federación, con la entidad especializada en materia de archivos y con el organismo encargado de regular la captación, procesamiento y publicación de la información estadística y geográfica, así como con los organismos garantes de los estados y el Distrito Federal, con el objeto de fortalecer la rendición de cuentas del Estado mexicano. [Las cursivas son mías.]

¿Qué rendición de cuentas puede esperarse de partidos políticos que controlan corporativamente la agenda legislativa y las decisiones de sus grupos parlamentarios a la hora de votar leyes que potencialmente afectarían sus intereses personales y gremiales? ¿Qué rendición de cuentas puede esperarse de legisladores que no responden a su electorado sino a la cúpula partidista? II.

Las responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción

Antes de exponer mi punto de vista sobre la eficacia del artículo 109 constitucional como garantía de la rendición de cuentas, en relación con el artículo 6 de nuestra ley fundamental, me referiré al diverso 134, precepto que, en su primer párrafo, ordena: “Los recursos económicos de que dispongan la Federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, se administrarán con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados”. Ésa es, en mi opinión, la base de la obligación de rendir cuentas, no sólo referida a la entrega puntual de informes —antes, durante y después de su ejercicio; de oficio o a petición de parte— en los que se aprecie la forma en que se administran o se han administrado los recursos públicos, en su dimensión material y financiera; también en cuanto a la conducta de los servidores públicos encargados de su ministración. El cumplimiento de los principios enumerados —eficiencia, eficacia, economía, trans-

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parencia y honradez— depende tanto de la experiencia, ética y capacidad personal de quienes manejen los recursos públicos como del sistema mismo y de los instrumentos utilizados para ello. Estos dos factores, la competencia personal y el óptimo funcionamiento del sistema, son determinantes para el cumplimiento de las obligaciones constitucionales que constriñen a los servidores públicos y a los órganos de gobierno. En una tesis jurisprudencial emitida por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, bajo el rubro “recursos públicos. la legislación que se expida en torno a su ejercicio y aplicación debe permitir

que los principios de eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez que estatuye el artículo

134

de la constitución política

de los estados unidos mexicanos puedan ser efectivamente realizados”,26

queda claro que el propósito del artículo 134 constitucional es garantizar, bajo la más estricta vigilancia, la transparencia y la rendición de cuentas en la aplicación de los recursos públicos, con el fin de que resulte realmente eficaz la satisfacción de los objetivos a los cuales están destinados, mediante la armonización de la legislación secundaria federal y local, fortaleciendo con ello el Estado de derecho. Sin embargo, esto no siempre se logra. El segundo párrafo de este precepto remite a la institucionalización que de la evaluación de los resultados en la aplicación de los recursos públicos hagan tanto la Federación como los estados y el Distrito Federal: Los resultados del ejercicio de dichos recursos serán evaluados por las instancias técnicas que establezcan, respectivamente, la Federación, los estados y el Distrito Federal, con el objeto de propiciar que los recursos económicos se asignen en los respectivos presupuestos en los términos del párrafo anterior. Lo anterior, sin menoscabo de lo dispuesto en los artículos 74, fracción VI, y 79.

Tal evaluación tiene relación con el aspecto legal o formal del gasto público y con la dimensión sustantiva y cualitativa de su aplicación, pues no basta con demostrar, a la hora de rendir cuentas, que el dinero de todos fue erogado conforme a la norma aplicable, sino que su utilización arrojó los resultados esperados; es decir, se establece, desde la Constitución, un conjunto de mecanismos para evaluar y determinar el grado de cumplimiento de los principios de eficacia, economía, transparencia y honradez. Uno de los procesos que históricamente han sido asociados con la corrupción sistémica en los tres órdenes de gobierno en México es el de

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la contratación pública. Antes de la reforma del artículo 134 constitucional del 28 de diciembre de 1982, los contratos de adquisiciones y obras públicas se otorgaban de manera discrecional o conforme a disposiciones o reglamentos ambiguos emitidos coyunturalmente por cada titular de dependencia o entidad. En pocas palabras, la contratación pública no estaba sujeta a la observancia de principios constitucionales como los de eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez, que, hoy por hoy, son los que idealmente guían las leyes secundarias y los criterios derivados de ellas para alcanzar los objetivos de la administración pública a favor de los gobernados. Así, el segundo párrafo del artículo 134, conforme al decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 28 de diciembre de 1982, dice: Las adquisiciones, arrendamientos y enajenaciones de todo tipo de bienes, prestación de servicios de cualquier naturaleza y la contratación de obra que realicen, se adjudicarán o llevarán a cabo a través de licitaciones públicas mediante convocatoria pública para que libremente se presenten proposiciones solventes en sobre cerrado, que será abierto públicamente, a fin de asegurar al Estado las mejores condiciones disponibles en cuanto a precio, calidad, financiamiento, oportunidad y demás circunstancias pertinentes.

La frase “que será abierto públicamente, a fin de asegurar al Estado las mejores condiciones disponibles” es clave para cumplir con los principios de economía, eficiencia y transparencia. Para cerrar el círculo y tratar de garantizar que, en efecto, se logre la mejor contratación pública posible, en la reforma del 28 de diciembre de 1982 se introdujo un tercer párrafo, aún vigente, en los siguientes términos: Cuando las licitaciones a que hace referencia el párrafo anterior no sean idóneas para asegurar dichas condiciones, las leyes establecerán las bases, procedimientos, reglas, requisitos y demás elementos para acreditar la economía, eficacia, eficiencia, imparcialidad y honradez que aseguren las mejores condiciones para el Estado. [Las cursivas son mías.]

Al remitir a la ley, el poder reformador de la Constitución pretendió seguramente fijar principios éticos como los de imparcialidad y honradez, los cuales, pese a estar en la Constitución, no significa que serán observados siempre y en todo momento por los servidores públicos. De hecho, aun cuando se encuentran en nuestra ley fundamental, los prin-

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cipios de eficiencia, eficacia, economía, honradez, imparcialidad y transparencia son violados frecuentemente por los agentes del poder público, a pesar de que el artículo 128 de la Constitución establece que “todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo, prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”. Sin embargo, se trata de casos en los que pesa más la cultura antidemocrática e inconstitucional de la sociedad en su conjunto que la propia norma fundamental. El párrafo siguiente, luego de la referida reforma del 28 de diciembre de 1982, indicaba: “El manejo de recursos económicos federales se sujetará a las bases de este artículo”. Posteriormente, el 7 de mayo de 2008 se publicó una tercera reforma del artículo 134 constitucional, que modificó ese párrafo (antes tercero, ahora quinto) como sigue: El manejo de recursos económicos federales por parte de los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, se sujetará a las bases de este artículo y a las leyes reglamentarias. La evaluación sobre el ejercicio de dichos recursos se realizará por las instancias técnicas de las entidades federativas a que se refiere el párrafo segundo de este artículo. [Las cursivas son mías.]

Considero pertinente señalar aquí que seis meses antes, el 13 de noviembre de 2007, la segunda reforma a este precepto constitucional añadió lo siguiente: “Los servidores públicos serán responsables del cumplimiento de estas bases en los términos del título IV de esta Constitución”. Esta adición sirvió para establecer la correlación necesaria entre el resultado de la aplicación de los recursos económicos y la responsabilidad de los servidores públicos encargados de administrarlos, contratar su ejecución y ministrar los fondos necesarios para ello. Y más allá de estos dos elementos (recursos económicos y responsabilidad) también está la regulación de la conducta de los propios servidores públicos a partir de la vigilancia del cumplimiento de sus obligaciones constitucionales y legales durante su desempeño en el encargo que les fue conferido. También en ese sentido el 134 constitucional deriva el mismo enfoque, pero ampliado al ámbito político-electoral, hacia los servidores públicos de la Federación y de “los estados y los municipios, así como del Distrito Federal y sus delegaciones”, quienes “tienen en todo tiempo la obligación de aplicar con imparcialidad los recursos públicos que están bajo su responsabilidad, sin influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos”.27

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Asimismo, como complemento de este “blindaje electoral” que hace la Constitución respecto del gasto público —que se desvía muy fácilmente hacia apoyos indebidos a campañas políticas o de promoción personal—, en la reforma de 2007 se añadieron un octavo y un noveno párrafos al artículo 134, cuyo texto reza: La propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan como tales, los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente de los tres órdenes de gobierno, deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. En ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público. Las leyes, en sus respectivos ámbitos de aplicación, garantizarán el estricto cumplimiento de lo previsto en los dos párrafos anteriores, incluyendo el régimen de sanciones a que haya lugar.

Es clara la relación que guarda el cuidado de los principios de eficiencia, eficacia, economía, transparencia, imparcialidad y honradez en la aplicación de los recursos económicos públicos con la necesidad de evitar su desvío hacia fines ajenos al interés general —es decir, hacia fines grupales, como los político-electorales— o estrictamente personales —esto es, actos que favorezcan exclusivamente el interés particular, en detrimento del interés general—. Como ya he señalado, si por corrupción entendemos el privilegio, la preferencia de beneficiar el interés particular sobre el interés general o el bien común, en el 134 constitucional tenemos una herramienta ideal para combatir las desviaciones, las perversiones y los abusos a los que propenden, por su propia naturaleza, los detentadores del poder. El escandaloso caso de conflicto de interés del presidente de la República relacionado con la posesión, por parte de su esposa, de una lujosa mansión en una zona residencial exclusiva de la Ciudad de México es una clara muestra del incumplimiento sistemático de las obligaciones de los servidores públicos en materia de transparencia y rendición de cuentas. Las explicaciones dadas públicamente en su momento, tanto por el presidente Enrique Peña Nieto como por su cónyuge, no convencieron a la mayoría de los mexicanos. Y no solamente no convencieron; sembraron más dudas en el país lo mismo que en el extranjero. En el contexto de las multitudinarias exigencias de justicia por múltiples casos de desapari-

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ciones forzadas de personas, a raíz de la ejecución de 22 supuestos delincuentes en Tlatlaya, Estado de México, y de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero, junto con el asesinato de otros seis jóvenes el 27 de agosto de 2014 en las inmediaciones de Iguala, Guerrero, y ante la lentitud e ineficiencia de los tres órdenes de gobierno para dar una respuesta satisfactoria a los padres de los jóvenes desaparecidos, se desató una ola de malestar nacional y una cascada de críticas de medios extranjeros por la falta de transparencia y claridad en la constitución del patrimonio de la pareja presidencial. Se trata, en suma, de un asunto de decencia política y ética jurídica. En efecto, en el caso de la posesión de la mansión de lujo por parte de la esposa del presidente sí existe, desde mi punto de vista, conflicto de intereses, en términos del artículo 8, fracciones XI y XII, de la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos (lfrasp). Además, el presidente sí tiene la obligación de rendir su declaración de situación patrimonial con oportunidad y veracidad, según indica la fracción XV del diverso 8 de la lfrasp, en relación con el artículo 36, fracción II, del mismo ordenamiento, que establece que todos los servidores públicos, desde el nivel de jefe de departamento u homólogo hasta el presidente de la República, tienen la obligación de presentar declaraciones de situación patrimonial. Adicionalmente, en el artículo 44 de la misma ley se lee: Para los efectos de esta ley y de la legislación penal, se computarán entre los bienes que adquieran los servidores públicos o respecto de los cuales se conduzcan como dueños, los que reciban o de los que dispongan su cónyuge, concubina o concubinario, y sus dependientes económicos directos, salvo que se acredite que éstos los obtuvieron por sí mismos y por motivos ajenos al servidor público.

Ante la exigencia de algunos medios informativos de que declarara la totalidad de su situación patrimonial, el presidente afirmó que no estaba obligado a hacerlo y que, en todo caso, era un asunto que le correspondía aclarar a su señora esposa. En este punto, habría que dilucidar si la famosa “casa blanca” fue adquirida por la primera dama de México por sí misma “y por motivos ajenos al servidor público”, o sea, a su esposo, el presidente de la República, Enrique Peña Nieto. A la fecha en que se dieron a conocer los hechos por los medios de comunicación masiva y por las redes sociales, la mansión pertenecía al grupo higa, propiedad de Armando Hinojosa Cantú, em-

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presario tamaulipeco que se vio beneficiado con la asignación de diversos contratos de obra pública en el Estado de México, cuando el hoy presidente era gobernador de la entidad, por una cantidad total que ronda los 8 000 millones de pesos, y quien, ya en este sexenio, ha obtenido numerosos contratos por parte del gobierno federal, incluyendo el multimillonario proyecto del tren rápido México-Querétaro, asignado a un consorcio chino, Railway Construction Corporation, en el cual participaba el señor Hinojosa Cantú, por un monto cercano a los 51 000 millones de pesos. Todo lo anterior nos lleva a dudar seriamente de que la transacción de la mansión haya ocurrido por motivos ajenos al presidente. Si el jefe del Ejecutivo federal se puede dar el lujo, en México, de ser opaco en sus declaraciones de situación patrimonial, y de recibir regalos multimillonarios como la casa multimencionada; es decir, si puede incumplir sus obligaciones legales y constitucionales de transparencia y rendición de cuentas, cualquier otro funcionario, desde los secretarios de despacho y los directores generales hasta el nivel más bajo del organigrama del gobierno federal, está siendo autorizado, tácitamente, para violar el orden jurídico nacional en el momento que mejor le plazca. III.

El Sistema Nacional Anticorrupción

A finales de 2012 el Ejecutivo federal prometió hacer cambios en materia de combate a la corrupción, los cuales aún no han sido institucionalizados ni puestos en marcha. En la reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal (loapf) publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de enero de 2013, se planteó la desaparición de la Secretaría de la Función Pública (sfp), hecho que no ha sucedido luego de casi dos años de vigencia de tal disposición. Del análisis de las causas, el proceso y sus resultados, se desprende que esa propuesta legislativa no buscaba mejorar, en el fondo, el combate a la corrupción, sino reconcentrar el poder. Hay diversas razones que sostienen semejante afirmación. Primera: la desaparición de la sfp no es un remedio eficaz para rediseñar una política pública destinada a erradicar la corrupción como práctica cotidiana en la sociedad y su gobierno, pues las funciones de vigilancia y control de la administración de los recursos públicos y su aplicación a favor de los gobernados no pueden desaparecer sólo por decreto. Históricamente se ha demostrado que el sistema administrati-

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vo de cualquier empresa, corporación, institución o proceso contiene al menos siete etapas o funciones internas necesarias por indispensables e indivisibles: planeación, organización, dirección, ejecución, supervisión, evaluación y control. (Las dos últimas son tareas que venía desempeñando la sfp desde el interior de la propia administración pública federal.) Así, podrá desaparecer la sfp, pero esas funciones no, pues, al ser erradicadas del ciclo administrativo, romperían con los contrapesos mínimos necesarios para corregir el rumbo y sus resultados. En la reforma se trasladaron algunas de las atribuciones de la sfp —como el desarrollo administrativo, el registro patrimonial de los servidores públicos, la prevención de la corrupción y el sistema de contrataciones públicas— a la ya de por sí superpoderosa Secretaría de Hacienda y Crédito Público (shcp), con lo cual se corre el riesgo de convertir las tareas de vigilancia y control en un mecanismo vertical, con un amplio margen de discrecionalidad y sin contrapesos internos. En cambio, la naturaleza de las atribuciones de vigilancia y control interno de la sfp, en su etapa preventiva, es de índole horizontal y transversal, independientemente de su carácter de autoridad administrativa y de sus facultades sancionatorias —éstas sí verticales por la necesaria coercibilidad de sus resoluciones disciplinarias— en su etapa correctiva. En ese sentido, la sfp desarrollaba una tarea fundamental para detectar fallas en el sistema, preverlas y corregirlas con el fin de enderezar el rumbo hacia los objetivos establecidos desde la planeación y la dirección. Pero el Ejecutivo federal decidió promover la transmisión de atribuciones y facultades claves del control interno a otra dependencia, así como la creación de una “Comisión Anticorrupción”. En el discurso, este planteamiento equivalía a un primer paso para inmediatamente después iniciar otras reformas, como la energética, la de telecomunicaciones, etc. Sin embargo, el proceso ha ocurrido a la inversa. Segunda: si el control interno se lleva a cabo en la realidad bajo los principios constitucionales de legalidad, lealtad, eficiencia, eficacia, economía, honradez y transparencia, es posible contribuir a la tutela efectiva del interés público, condición sine qua non para promover la elevación de la dignidad humana, es decir, para que el Estado cumpla con su obligación fundamental de facilitar a los seres humanos, en lo individual y en lo colectivo, llegar a ser personas y seguir siéndolo.28 El problema de la reforma de la loapf del 2 de enero de 2013 consiste en que estas funciones, que no van a desaparecer del ciclo administrativo, se están concentrando en dos secretarías de despacho (que no de Estado,

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pues la única de Estado, en el sentido original, es la de Relaciones Exteriores): la de Hacienda y la de Gobernación (esta última en calidad de “coordinadora total” del gabinete). Tercera: se ha postergado inexplicablemente la creación de una Comisión Nacional Anticorrupción que presumiblemente sería la instancia encargada de fijar la política pública en la materia y de vigilar a los mismos vigilantes. La estructura propuesta por el Ejecutivo federal podría llevar, de nuevo, a la concentración del poder en una sola persona. Con independencia de los efectos inmediatos de estas propuestas inacabadas, estamos ante un ejemplo más del incumplimiento de los mandatos y las obligaciones constitucionales por parte de dos poderes: el Ejecutivo y el Legislativo. El primero por exceso, al pretender concentrar mayor poder y “transformar” algunas fases del control interno, y el segundo por defecto, al incurrir en omisión legislativa, que puede llegar a provocar situaciones jurídicas de inconstitucionalidad y su correlato: de injusticia. La minuta del Senado de la República para concretar la reforma constitucional propuesta a finales de 2012 por el Ejecutivo federal se recibió en la Cámara de Diputados más de un año después, el 4 de febrero de 2014. Dicha minuta contiene un proyecto de decreto por el que se reforman los artículos 73, 107, 109, 113, 114 y 116, y se adiciona el artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; su texto es el siguiente: artículo único.

Se reforman los artículos 73, fracción XXIX-H; 107, fracción V, en su primer párrafo e inciso b); 109; 113; 114, tercer párrafo, y 116, fracción III, quinto párrafo, y se adiciona el artículo 73, con una fracción XXIX-V, todos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para quedar como sigue: Artículo 73. … I a XXIX-G. … XXIX-H. Para expedir leyes que instituyan tribunales de lo contencioso-administrativo, dotados de plena autonomía para dictar sus fallos, estableciendo las normas para su organización, su funcionamiento, los procedimientos y los recursos contra sus resoluciones, los cuales tendrán a su cargo dirimir las controversias que se susciten entre la administración pública federal y los particulares, así como para conocer de las impugnaciones en contra de sanciones a los servidores públicos de la Federación por responsa-

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bilidad administrativa, impuestas por autoridades distintas al órgano federal a que se refiere el artículo 113 de esta Constitución; XXIX-I a XXIX-U. … XXIX-V. Para expedir la ley general en materia de responsabilidades de los servidores públicos y combate a la corrupción a que se refiere el artículo 109 de esta Constitución, aplicable a la Federación, las entidades federativas y los municipios, que establezca, entre otros aspectos, los tipos penales en materia de corrupción y sus sanciones, así como el funcionamiento y organización del órgano responsable de combatir la corrupción. XXX. … Artículo 107. … I a IV. … V. El amparo contra sentencias definitivas, laudos, o resoluciones que pongan fin al juicio, o al procedimiento administrativo sancionador del órgano a que se refiere el artículo 113 de esta Constitución y de los órganos especializados de las entidades federativas, se promoverá ante el Tribunal Colegiado de Circuito competente de conformidad con la ley, en los casos siguientes: a) … b) En materia administrativa, cuando se reclamen por particulares sentencias definitivas y resoluciones que ponen fin al juicio, dictadas por tribunales administrativos o judiciales, no reparables por algún recurso, juicio o medio ordinario de defensa legal, o resoluciones definitivas del procedimiento administrativo sancionador del órgano a que se refiere el artículo 113 y de los órganos especializados de las entidades federativas. c) a d) … … VI a XVIII. … Artículo 109. Los servidores públicos que incurran en responsabilidad serán sancionados conforme a lo siguiente: I. Se impondrán, mediante juicio político, las sanciones indicadas en el artículo 110 a los servidores públicos señalados en el mismo precepto, cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho. No procede el juicio político por la mera expresión de ideas. Cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión respecto de las conductas a las que se refiere la presente fracción.

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II. La comisión de delitos por parte de cualquier servidor público será sancionada en los términos de la legislación penal aplicable, y la ley general en materia de responsabilidades de los servidores públicos y combate a la corrupción. La ley determinará las sanciones penales por causa de enriquecimiento ilícito, a los servidores públicos que durante el tiempo de su encargo, o por motivos del mismo, por sí o por interpósita persona, aumenten su patrimonio, adquieran bienes o se conduzcan como dueños sobre ellos, cuya procedencia lícita no pudiesen justificar. Dicha ley sancionará con el decomiso y con la privación de la propiedad de dichos bienes, además de las otras penas que correspondan, y III. El Congreso de la Unión expedirá la ley general en materia de responsabilidades de los servidores públicos y combate a la corrupción, cuya aplicación corresponderá a la Federación, las entidades federativas y los municipios, en los términos que establezca la misma. En dicha ley se determinarán las obligaciones de los servidores públicos a fin de salvaguardar la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia en el desempeño de sus empleos, cargos y comisiones; las responsabilidades y sanciones administrativas que deriven de hechos calificados como de corrupción y de los cuales conocerán los órganos a que se refiere el artículo 113 de esta Constitución; las demás responsabilidades y sanciones administrativas, de las cuales conocerán las autoridades competentes de los poderes y órganos públicos; así como los procedimientos y la competencia de los órganos y autoridades referidos. Las sanciones administrativas consistirán en suspensión, destitución e inhabilitación, así como en sanciones económicas que deberán tomar en consideración los daños y perjuicios patrimoniales causados. En los casos de corrupción la sanción económica considerará además los beneficios obtenidos. En ningún caso las sanciones excederán de tres tantos los beneficios obtenidos o los daños y perjuicios causados. Los procedimientos para la aplicación de las sanciones mencionadas en las fracciones anteriores se desarrollarán autónomamente. No podrán imponerse dos veces por una sola conducta sanciones de la misma naturaleza. El Congreso de la Unión y las legislaturas locales, dentro de los ámbitos de sus respectivas competencias, expedirán las leyes relativas a las sanciones previstas en la fracción I de este artículo. La responsabilidad del Estado por los daños que, con motivo de su actividad administrativa irregular, cause en los bienes o derechos de los particulares, será objetiva y directa. Los particulares tendrán derecho a una

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indemnización conforme a las bases, límites y procedimientos que establezcan las leyes. Artículo 113. El órgano responsable de combatir la corrupción estará a cargo de la prevención, investigación y sanción de las responsabilidades administrativas que deriven de los hechos de corrupción así calificados por la ley, cometidos por los servidores públicos de la Federación, así como por cualquier persona física o moral involucrada en tales hechos o que resulte beneficiada por los mismos y, en vía de atracción, conocerá de aquellos hechos competencia de las entidades federativas y los municipios, en los términos que establezca la ley. Asimismo, podrá atraer investigaciones e imponer sanciones administrativas a servidores públicos de la Federación, por hechos diversos de los calificados como corrupción, siempre que en los términos que prevea la ley concurran razones suficientes que justifiquen su conocimiento directo. Para tal efecto, las unidades de auditoría interna de los poderes y órganos públicos deberán, en los términos y plazos que disponga la ley, informar al órgano responsable de combatir la corrupción, sobre los procedimientos de responsabilidades a su cargo, incluyendo las investigaciones que se encuentren realizando y las sanciones que hayan impuesto a los servidores públicos durante el periodo correspondiente, así como las acciones de prevención en materia de combate a la corrupción que hayan llevado a cabo. El órgano responsable de combatir la corrupción es un organismo público autónomo, con personalidad jurídica y patrimonio propio. El órgano será dirigido por un titular nombrado por la Cámara de Senadores a propuesta de los grupos parlamentarios, con el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes, siguiendo el proceso establecido en la ley. El titular del órgano responsable de combatir la corrupción deberá cumplir los mismos requisitos que se establecen en el apartado A del artículo 102 de esta Constitución, excepto el de licenciado en derecho; desempeñará su encargo por un periodo de siete años improrrogable; sólo podrá ser removido en los términos del presente título, y no podrá tener ningún otro empleo, cargo o comisión, con excepción de aquellos no remunerados en actividades docentes, científicas, culturales o de beneficencia. El cobro de las sanciones económicas que imponga el órgano responsable de combatir la corrupción lo realizará directamente a través del procedimiento administrativo de ejecución que señale la ley. El órgano responsable de combatir la corrupción desarrollará programas y acciones para difundir y promover la ética y la honestidad en el servicio público, así como la cultura de la legalidad. Igualmente, podrá emitir recomendaciones particulares o de carácter general a los órganos públicos

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de los tres órdenes de gobierno, orientadas a mejorar los procedimientos administrativos y prevenir las prácticas de corrupción. Tendrá un Consejo Consultivo integrado por el titular de dicho órgano, quien lo presidirá; tres ciudadanos nombrados por la Cámara de Senadores; un representante del Poder Ejecutivo; un representante de la entidad de fiscalización superior de la Federación, y un representante del organismo garante a que se refiere el artículo 6 de esta Constitución. Las entidades federativas, en los términos de la ley general en materia de responsabilidades de los servidores públicos y combate a la corrupción, establecerán órganos especializados con plena autonomía, personalidad jurídica y patrimonio propio, que serán competentes para la aplicación de dicha ley en las entidades federativas y sus municipios. Dichos órganos serán dirigidos por un titular, quien desempeñará su encargo por un periodo improrrogable de siete años y estará sujeto a los requisitos que establezca dicha ley. Su nombramiento estará a cargo de las legislaturas de las entidades federativas, observando para ello el procedimiento señalado en el párrafo tercero de este artículo. Las autoridades de la Federación, de las entidades federativas y de los municipios, incluyendo las unidades de auditoría interna, colaborarán y prestarán auxilio al órgano responsable de combatir la corrupción y a los órganos especializados señalados en el párrafo anterior, en los términos que fije la ley. En el cumplimiento de sus atribuciones los órganos responsables de combatir la corrupción no estarán limitados por los secretos bancario, fiduciario ni fiscal. La ley fijará las bases del sistema nacional de combate a la corrupción, para la coordinación entre el órgano responsable de combatir la corrupción, las instancias de procuración de justicia, el organismo garante en materia de transparencia y acceso a la información, la entidad de fiscalización superior de la Federación, y los órganos equivalentes en las entidades federativas, para el mejor desempeño de sus respectivos mandatos. Artículo 114. … … La ley señalará los casos de prescripción de la responsabilidad administrativa tomando en cuenta la naturaleza y consecuencia de los actos y omisiones a que hace referencia la fracción III del artículo 109. Cuando dichos actos u omisiones sean calificados por la ley como de corrupción, los plazos de prescripción no serán inferiores a cinco años. Artículo 116. … … I a II. …

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III. … … … … Los magistrados durarán en el ejercicio de su encargo el tiempo que señalen las constituciones locales; podrán ser reelectos, y si lo fueren, sólo podrán ser privados de sus puestos en los términos que determinen las constituciones y la ley general en materia de responsabilidades de los servidores públicos y combate a la corrupción. … IV a VII. … transitorios

Artículo primero. El presente decreto entrará en vigor el día siguiente al de su publicación en el Diario Oficial de la Federación. Artículo segundo. El Congreso de la Unión, dentro del plazo de 120 días, contados a partir de la publicación del presente decreto en el Diario Oficial de la Federación, aprobará la legislación a que se refiere el artículo 73, fracción XXIX-V, de esta Constitución, incluyendo: I. Los requisitos para ser designado titular de las unidades de auditoría interna, competentes para investigar y sancionar responsabilidades distintas a los hechos calificados por la ley como de corrupción. Dichos titulares, de manera previa a su designación, deberán contar con la evaluación y certificación del órgano responsable de combatir la corrupción, salvo en los casos en que la Constitución establezca un procedimiento especial para su designación; II. Las bases y los lineamientos que, en los tres órdenes de gobierno, deberán reunir los registros de servidores públicos de todos los poderes y órganos públicos que contengan, entre otra información, la relativa a la situación patrimonial, historial de servicio público y sanciones administrativas impuestas. Dicha información será recabada por los registros correspondientes de los organismos responsables de combatir la corrupción, y concentrada en una base de datos nacional, y III. Los requisitos y condiciones para el nombramiento, por un periodo de siete años y de forma escalonada, de los tres ciudadanos que formarán parte del Consejo Consultivo, conforme al artículo 113 de la Constitución y que se ajustarán a un procedimiento de consulta pública, que deberá ser transparente, en los términos y condiciones que determine la ley. Artículo tercero. La designación del titular del órgano responsable de combatir la corrupción deberá realizarse en un plazo máximo de 30 días naturales, contados a partir de la publicación en el Diario Oficial de la

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Federación de la legislación que regule el funcionamiento y organización de dicho órgano. Artículo cuarto. Las entidades federativas deberán establecer los órganos especializados en combatir la corrupción a que se refiere el presente decreto, en un plazo no mayor a 90 días, contado a partir de la entrada en vigor de la ley general en materia de responsabilidades administrativas de los servidores públicos y combate a la corrupción. Artículo quinto. La ley reglamentaria del segundo párrafo del artículo 113 constitucional, reformado en el presente decreto, se entenderá en adelante referida al último párrafo del artículo 109 constitucional. Artículo sexto. En tanto se expide la legislación a que se refiere el artículo segundo transitorio de este decreto, se aplicará la relativa en materia de responsabilidades administrativas de los servidores públicos, en el ámbito federal y de las entidades federativas que se encuentre vigente a la fecha de entrada en vigor del presente decreto, a los procedimientos iniciados antes de la entrada en vigor de dicha legislación. Artículo séptimo. El Congreso de la Unión y los órganos legislativos en las entidades federativas, conforme a sus respectivas competencias, aprobarán, en un plazo no mayor a un año, contado a partir de la entrada en vigor del presente decreto, las reformas legales que, en su caso, sean necesarias para dar cumplimiento al presente decreto a fin de prevenir y reducir los riesgos de corrupción en materia de contratación gubernamental; mejora regulatoria, a efecto de simplificar y transparentar los trámites y procesos gubernamentales; de servicio profesional de carrera y de administración de recursos humanos, para simplificar y transparentar los procesos de contratación, así como fortalecer la honestidad, la profesionalización, la especialización y la evaluación de los servidores públicos, así como a toda la legislación que sea necesaria para dar cumplimiento al presente decreto. Artículo octavo. Si de la investigación de los hechos de corrupción a que se refiere el artículo 109, fracción III, de la Constitución, los órganos responsables de combatir la corrupción advirtieren la posible comisión de delitos, deberán presentar las denuncias penales y actuarán como coadyuvantes del ministerio público competente. Las procuradurías de las entidades federativas crearán fiscalías especializadas en investigar y perseguir los delitos de corrupción. Artículo noveno. La Federación y las entidades federativas realizarán los actos necesarios para que el órgano responsable de combatir la corrupción en el respectivo orden de gobierno cuente con los recursos humanos, financieros y materiales necesarios para su integración e inicio de operación

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en los plazos previstos en los artículos transitorios tercero y cuarto de este decreto. [Las cursivas son mías.]

Hasta aquí la minuta del Senado. Nueve meses después de haber sido recibida esta minuta en la Cámara de Diputados, el Partido Acción Nacional (pan) presentó, también ante este mismo órgano legislativo, otra iniciativa para crear el denominado “Sistema Nacional Anticorrupción”. Me permito reproducir algunas de las partes que considero más importantes de esta iniciativa, por sus propios méritos y por el apoyo que tanto el Ejecutivo federal como su partido, el pri, han manifestado públicamente a través de los medios de comunicación masiva y de las redes sociales. En sus consideraciones, la iniciativa plantea: Las causas de la corrupción en México, lo mismo que sus consecuencias, se explican por una multiplicidad de factores: una estructura económica oligopólica y su influencia en la toma de decisiones de políticas públicas (licitaciones públicas concertadas, concesiones pactadas); un marco institucional débil en supervisión, sanciones, transparencia, presupuesto; y además, la lentitud en la impartición de justicia. Todo esto hace de la corrupción un fenómeno omnipresente —manifiesto mediante tráfico de influencias, contrabando, soborno, peculado, uso privado de bienes públicos, sanciones al contribuyente, altos costos de trámites, castigo al consumidor— que ha hecho de la impunidad parte de nuestra vida pública. [Las cursivas son mías.]

La iniciativa es omisa en señalar una de las causas principales de la corrupción en México: la impunidad. Es cierto que la lentitud en la impartición de justicia más la debilidad de las sanciones contribuye a la impunidad; pero el fenómeno es mucho más complejo y, a fin de cuentas, se traduce en injusticia y desigualdad. La iniciativa del pan continúa en sus consideraciones: El fenómeno de la corrupción emana de un sistema político y económico que se aprovecha de la fragmentación y dispersión de los órganos reguladores y de supervisión, que si bien están facultados para garantizar la transparencia y el correcto ejercicio de los recursos de los contribuyentes, en la práctica, debido a la falta de claridad en los mandatos, la dispersión de facultades y la falta de coordinación entre poderes y los distintos órdenes de gobierno, alimentan la cultura de la corrupción. Ésta es también promovida a nivel institucional por un sistema que se encuentra fragmentado, y que presenta amplias lagunas jurídicas en la tipificación de

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actos de corrupción, tanto de servidores públicos como privados, lo que provoca que el sistema de procuración de justicia resulte completamente ineficaz en la disuasión e investigación de dichos actos. [Las cursivas son mías.]

En efecto, dispersión, fragmentación y oscuridad, entre otros, son factores que propician la corrupción; pero, sobre todo, la impunidad en la que queda la mayoría de los actos de corrupción. Si bien es importante reforzar el marco constitucional y legal, no todo se resuelve con las reformas constitucionales, la legislación secundaria, la tipificación ni el endurecimiento de las sanciones; se requiere un cambio de cultura política y jurídica que debe generarse desde la ciudadanía. Otro de los factores que propician la impunidad en México es la cultura de la ilegalidad, que se padece prácticamente en todos los ámbitos socioculturales, económicos y gubernamentales. Los promotores de esta iniciativa señalan que, “de acuerdo con el Índice de Competitividad del Foro Económico Mundial (wef), el Estado de derecho en México tiene uno de los peores desempeños, al ocupar el lugar 134 de 142”,29 y se apoyan en el criterio del Instituto Mexicano para la Competitividad, según el cual “un país con alta percepción de la corrupción carece de reglas claras y genera incertidumbre en las empresas, lo que inhibe las inversiones y el crecimiento económico”. Desde esta perspectiva, el pobre crecimiento económico de México encuentra una de sus causas principales en la corrupción. Por ello tiene sentido tomar en cuenta que el costo de la corrupción en nuestro país representa alrededor de 9% de su producto interno bruto, mientras que “las empresas erogan hasta el 10% de sus ingresos en sobornos”.30 Así, en sus consideraciones la iniciativa propone “el combate directo y decidido a los actos de corrupción, mediante la modernización de nuestras instituciones”, otorgando a la ciudadanía “funciones directas de fiscalización, investigación y persecución de los delitos en la materia”. Según los legisladores panistas, una de las estrategias urgentes sería entonces “combatir la cultura de la impunidad que prevalece en México, y eliminar la incertidumbre jurídica de ciudadanos, empresarios y de la sociedad en su conjunto”.31 Con la reforma que esta iniciativa pretende realizar a los artículos 22, 73, 74, 76, 109, 113, 116 y 122 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se llevarían a cabo algunos cambios sustantivos, como los siguientes:

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1. La creación de un Consejo Nacional para la Ética Pública que asegure una amplia representación del sector público y de la sociedad civil organizada. 2. La institucionalización de un Comité de Participación Ciudadana, responsable de la instalación de observatorios ciudadanos. 3. El fortalecimiento de la Secretaría de la Función Pública en materia de auditoría e investigación, para efectos de control interno. 4. La ampliación de las facultades de la Auditoría Superior de la Federación y de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción para el control externo. 5. La eliminación de la facultad de sanción a las contralorías municipales, estatales y federal, y la consecuente ampliación de facultades a tribunales. 6. La reproducción de todo el sistema anticorrupción en el ámbito local de los estados.

Notas   Peter Häberle, El Estado constitucional, 1ª reimp., México, unam, 2003, p. 170.  2   P. Häberle, Verdad y Estado constitucional, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2006.  3   Gustavo Zagrebelsky, Contra la ética de la verdad, Madrid, Trotta, 2010.  4   Luigi Ferrajoli, “Pasado y futuro del Estado de derecho”, en Miguel Carbonell (ed.), Neoconstitucionalismo(s), 3ª ed., Madrid, Trotta, 2006, pp. 13-29.  5   Idem.  6   Idem.  7   Idem.  8   L. Ferrajoli, “La democracia constitucional”, en M. Carbonell (ed.), Democracia y garantismo, Madrid, Trotta, 2008, pp. 25-41.  9  Alonso Lujambio Irazábal, “Presentación”, en Alberto Hernández Baqueiro (coord.), Transparencia, rendición de cuentas y construcción de confianza en la sociedad y Estado mexicanos, México, ifai, 2006. 10   L. Ferrajoli, Derechos y garantías: la ley del más débil, 6ª ed., Madrid, Trotta, 2009, p. 37. 11   Andreas Schedler, ¿Qué es la rendición de cuentas?, México, ifai, 2004 (Cuadernos de Transparencia, 3). 12   Idem. 13   El tercer párrafo del artículo 1 constitucional obliga a todos los agentes del poder público a rendir cuentas en cuanto a la protección, garantía, sanción y reparación de las violaciones a los derechos humanos, de manera indubitable. “En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.” 1

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  Sergio López Ayllón y Mauricio Merino, “La rendición de cuentas en México: perspectivas y retos”, en Mauricio Merino, Sergio López Ayllón y Guillermo Cejudo, La estructura de la rendición de cuentas en México, México, cide / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010, pp. 1-28. 15   Idem. 16   Idem. 17   Idem. 18   Idem. 19   Idem. 20   Édgar Corzo Sosa, “Control constitucional, instrumentos internacionales y bloque de constitucionalidad”, en Eduardo Ferrer Mac-Gregor y Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, La ciencia del derecho procesal constitucional. Estudios en homenaje a Héctor Fix-Zamudio en sus cincuenta años como investigador del derecho, t. iv, Derechos fundamentales y tutela constitucional, México, imdpc / Marcial Pons / unam, Instituto de investigaciones Jurídicas, 2008, pp. 749-761. 21   Idem. 22   Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito, “Tesis aislada [TA]”, en Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, y su Gaceta, libro XVIII, t. 3, marzo de 2013, p. 1899. 23   Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, “Tesis jurisprudencial [J]”, en Semanario Judicial de la Federación, Novena Época; y su Gaceta, t. xxvii, junio de 2008; p. 743. Vale la pena revisar su texto: “El acceso a la información se distingue de otros derechos intangibles por su doble carácter: como un derecho en sí mismo y como un medio o instrumento para el ejercicio de otros derechos. En efecto, además de un valor propio, la información tiene uno instrumental que sirve como presupuesto del ejercicio de otros derechos y como base para que los gobernados ejerzan un control respecto del funcionamiento institucional de los poderes públicos, por lo que se perfila como un límite a la exclusividad estatal en el manejo de la información y, por ende, como una exigencia social de todo Estado de derecho. Así, el acceso a la información como garantía individual tiene por objeto maximizar el campo de la autonomía personal, posibilitando el ejercicio de la libertad de expresión en un contexto de mayor diversidad de datos, voces y opiniones; incluso algunos instrumentos internacionales lo asocian a la libertad de pensamiento y expresión, a las cuales describen como el derecho que comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole. Por otro lado, el acceso a la información como derecho colectivo o garantía social cobra un marcado carácter público en tanto que funcionalmente tiende a revelar el empleo instrumental de la información no sólo como factor de autorrealización personal, sino como mecanismo de control institucional, pues se trata de un derecho fundado en una de las características principales del gobierno republicano, que es el de la publicidad de los actos de gobierno y la transparencia de la administración. Por tanto, este derecho resulta ser una consecuencia directa del principio administrativo de transparencia de la información pública gubernamental y, a la vez, se vincula con el derecho de participación de los ciudadanos en la vida pública, protegido por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. // pleno // controversia constitucional 61/2005. Municipio de Torreón, Estado de Coahuila. 24 de enero de 2008. Unanimidad de 10 votos. Ausente: José Ramón Cossío Díaz. Ponente: 14

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José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretaria: Carmina Cortés Rodríguez. // El Tribunal Pleno, el 12 de mayo en curso, aprobó, con el número 54/2008, la tesis jurisprudencial que antecede. México, Distrito Federal, a 12 de mayo de 2008”. 24   Tal prohibición contempla, como sabemos, ciertas salvedades: que la manifestación de las ideas ataque la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque o apologice la violencia y el delito, o perturbe el orden público. 25   Se refiere al Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos. 26   Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, “Tesis jurisprudencial [J]”, en Semanario Judicial de la Federación, Novena Época; y su Gaceta; t. xxxii, noviembre de 2010, p. 1211, cuyo texto se reproduce a continuación: “El citado precepto constitucional fue reformado por decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 7 de mayo de 2008, a fin de fortalecer la rendición de cuentas y la transparencia en el manejo y administración de los recursos públicos, con el firme propósito de que su utilización se lleve a cabo bajo la más estricta vigilancia y eficacia, con el objeto de garantizar a los ciudadanos que los recursos recibidos por el Estado se destinen a los fines para los cuales fueron recaudados. En este tenor, el artículo 134 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos estatuye que los recursos económicos de que disponga el Estado deben administrarse con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados, y prevé que las leyes garanticen lo anterior. Así, para cumplir con este precepto constitucional, es necesario que las leyes expedidas en torno al uso de recursos públicos recojan, desarrollen y permitan que estos principios y mandatos constitucionales puedan ser efectivamente realizados. // El Tribunal Pleno, el 7 de octubre en curso, aprobó, con el número 106/2010, la tesis jurisprudencial que antecede. México, Distrito Federal, a 7 de octubre de 2010”. 27   El texto completo del séptimo párrafo del artículo 134 de la Constitución dice: “Los servidores públicos de la Federación, los estados y los municipios, así como del Distrito Federal y sus delegaciones, tienen en todo tiempo la obligación de aplicar con imparcialidad los recursos públicos que están bajo su responsabilidad, sin influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos”. 28   Peter Häberle, El Estado constitucional, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003. 29   Idem. 30   Idem. 31   Idem.

CAPÍTULO TERCERO

De las plazas públicas al mercado I. La

ética ciudadana

Con todo lo que ya hemos visto, me atrevo a afirmar que, con algunos matices tecnológicos, hoy estamos igual que en 1914, al estallar la primera Guerra Mundial, cuando los Estados eran incapaces de limitar o siquiera regular el poder de las grandes empresas colonialistas; una época en la que las libertades individuales y los derechos fundamentales eran letra muerta para los poderosos. En pocas palabras, hoy vivimos una regresión “del ágora al mercado”,1 pues paulatinamente, en los últimos 30 años, hemos abandonado la plaza pública, los asuntos de todos, para refugiarnos en nuestros pequeños mundos, “seguros y confortables”. La finalidad del bienestar personal, comunitario y social, producto de nuestra participación en el ágora, y de la consecuente creación del Estado como fuerza protectora del interés público, ha sido degradada a la suficiencia del confort material que el mercado ofrece a quienes, por supuesto, cuenten con recursos para adquirirlo. “El desarrollo económico no ha partido ni ha sido acompañado de un bagaje moral.”2 Si a ello sumamos cierta actitud acrítica, alimentada por el prejuicio, el lugar común y la banalización de la política, los nubarrones de la inconsciencia individual y colectiva amenazan con inundar el valle de la esperanza. Aurelio Arteta se refiere al tópico (del día, de la semana, de la temporada...) como el lugar común o la muletilla con que se inicia una conversación entre desconocidos. “Inocentes en apariencia —apunta—, estos clichés van degradando el nivel del análisis, de la reflexión y, por ende, de la discusión pública sobre los asuntos comunes.”3 De esta manera, la terrible superficialidad con la que se abordan los temas del ágora, entre otras razones, propicia la mercantilización de la polis. Según el filósofo vasco, no se trata solamente de modos más o menos inocentes de expresarnos. Esos clichés pueden constituirse en monedas 93

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CAPÍTULO TERCERO

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corrientes de la conversación que faciliten nuestro intercambio de ideas al precio de degradarnos. Así se va llegando, poco a poco, a la devaluación del pensamiento y de las ideas en materia política. De esta forma, “al parecer —continúa—, en política no hay abstracción que valga y todo recurso a ella sonará a escapismo: nada de adquirir, depurar o debatir conceptos o doctrinas”.4 Y es que la acción soportada y catapultada por las ideas, por las teorías, por la filosofía, es mucho más eficaz, más edificante, más benéfica, más sólida, y sus efectos trascendentes y permanentes, que aquella que tiene como único fin producir una alta ganancia en el menor tiempo posible. Muchos “ciudadanos” creen que hablar de teoría del Estado, teoría del derecho o filosofía política es perder el tiempo, y esa falsa creencia los lleva a confundir categorías. Parecen convencidos de que la reflexión acerca del bien común y la dignidad humana equivaldría a hablar de conceptos como las nanopartículas o el Bosón de Higgs. Creo que no hay duda de que, para hacer que estas teorías de las ciencias exactas adquieran formas de aplicación práctica, se requiere un mayor esfuerzo; pues, a diferencia de las teorías derivadas de la filosofía política, de la ética o de cualquier otra disciplina de la razón práctica, generalmente sus efectos en la realidad social suelen tomar mucho más tiempo. En mi opinión, dependiendo de la concepción que cada persona tenga sobre la democracia y el interés público o el bien común, o de su posición frente a los derechos humanos, su acción cotidiana, como ciudadano, como servidor público, como padre, como cónyuge, como hermano, aportará, en mayor o menor medida, una solución viable y encomiable a los problemas comunes, a los asuntos públicos. “El imperio de la mentalidad técnica presente” dicta que “no se discuta de los fines mismos y de su legitimidad, que se dan por supuestos, sino tan sólo de los medios adecuados a esos fines”, añade Arteta.5 Y bueno, ni qué decir de los tópicos que degradan la cosa pública. Uno de ellos es aquel que “condena la violencia, venga de donde venga”. Quien dice esto podría parecer una persona con autoridad moral, pero “o no sabe lo que dice o —si lo sabe— busca desarmar al Estado aunque no logre desarmar a los criminales”.6 Detrás de semejante postura hay un malentendido de consecuencias nefastas contra el interés público, puesto que, desde mi punto de vista, sí existe una violencia legítima, cuando se ejerce desde el poder público constituido por la ciudadanía para controlar o desaparecer la violencia que proviene del estado de naturaleza, para castigar la imposición de la ley del más fuerte sobre el más débil, para detener

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a los sociópatas y a los criminales, con la condición de que también sea respetuosa de los derechos humanos y auténticamente protectora del más vulnerable, puesto que, en caso contrario, estaríamos ante una violencia ilegítima e inconstitucional. Es un asunto vinculado, en efecto, con el interés público, con la paz social y la estabilidad política, pero que también busca la protección constitucional de las minorías, cuya expresión mínima, como ya lo he anotado en páginas anteriores, es la persona en lo individual. Sin embargo, en México hemos llegado al extremo ya no de ignorar o despreciar una doctrina determinada, como el humanismo político, el liberalismo igualitario, el solidarismo o las tesis socialdemócratas sobre el Estado de bienestar; no, sino de despreciar la actividad política o la acción pública en sí misma, de manera que podemos olvidarnos, pues, del debate de las ideas. Ahora, como apunta Arteta, “la política es la clase de vida más noble (así como el saber acerca de ella sería la ciencia más alta), por ser la condición de la felicidad de todos”. Tan aristotélica afirmación recuerda que para los clásicos griegos no había virtud privada sin virtud ciudadana. Por eso, remata el autor, “a quienes se desentendían de lo común para preocuparse sólo de lo suyo (idíos) les llamaban idiotas”.7 Otros lugares comunes que degradan la cosa pública son aquellos que se escuchan tan a menudo, como: “La política es cosa de los políticos… para eso les pagamos”, “Todos los políticos son iguales”, y un largo etcétera.8 Frente a este sistema de creencias, uno podría preguntarse: ¿para qué profundizar en el análisis de las propuestas de los distintos partidos y sus candidatos a cualquier puesto de elección popular? ¿Qué sentido tiene estudiar y discutir las ideas que soportan sus programas o sus plataformas? Hacer lo contrario supondría un compromiso ético, disciplinar la propia voluntad para alcanzar el bien común por encima del interés particular, siempre en busca de la felicidad de la comunidad política. Esto es, conducirse como ciudadano, no como consumidor ni como súbdito. Pero “ser un ciudadano demócrata significa contrariar a menudo nuestra tendencia natural: dedicar tiempo y esfuerzo a formar nuestra opinión política, prestar atención a los problemas de nuestra comunidad, aceptar que todo lo que sea de interés común ha de pasar por el debate y la decisión de todos”.9 Y no sólo no nos interesan los asuntos públicos; peor aún, hemos aceptado acríticamente la desvinculación de los valores éticos respecto

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de la norma jurídica, herencia del positivismo decimonónico que padecemos en México. Se ha perdido de vista que “la distinción admitida entre derecho y moral no implica […] que el derecho quede vaciado de orientación ética”.10 En cuanto a la conducta de las personas, del pueblo, de los ciudadanos, cuya soberanía teóricamente ha sido fijada en y por el orden jurídico, “el orden moral apunta no sólo a la interioridad del Hombre […] sino a veces también hacia el otro…”11 Cuando el acto individual carece de sentido moral, cuando la persona busca su bien particular con fines egoístas y por encima del bien común, las relaciones comunitarias o sociales sufren un desgaste inevitable por la imposición del poder de cada uno, actitud que genera una contienda permanente de todos contra todos.12 ¿Cuántas veces hemos sido testigos del hecho ominoso de que personajes públicos (y privados) tratan de justificar sus tropelías con el pretexto de que “la ley no lo prohíbe”, ante el oído escandalizado y la mirada atónita de los demás? Así, regreso a Arteta, también ha resultado muy conveniente, por cómoda, la confusión entre lo legal, lo legitimado y lo legítimo. Mientras lo legal tiene que ver con lo jurídicamente correcto, lo legitimado proviene de la aceptación generalizada (social y culturalmente hablando, soportada por los usos y las costumbres del pueblo), y lo legítimo serían aquellos motivos, acciones o consecuencias basadas en valores éticos.13 Muchos denominan legítimo simplemente a lo que es legal y amparado por el derecho, de manera que mientras su comportamiento no esté prohibido, está permitido y hasta recomendado. La pregunta por su justicia está de más, el se puede agota al se debe y no tiene sentido interrogarse por el mayor o menor valor de aquel comportamiento o medida […] lo valioso se ha transformado hoy en lo válido.14

Si el ciudadano no alcanza a comprender que su bien particular será definido, en principio, por la calidad del bien común, su acción cotidiana afectará negativamente el orden fundamental del conjunto social. Así, la búsqueda del privilegio como regla primordial para alcanzar nuestras aspiraciones personales ha generado un conflicto permanente de intereses que lleva al rompimiento del orden social, así como del jurídico y de su legitimidad conforme a valores éticos, universales y trascendentes: un orden jurídico y legítimo que, supuestamente, fue definido por la mayoría para el bien de todos.

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En este sentido, el egoísmo de nuestro aislamiento respecto de los asuntos que sí nos conciernen (o deberían concernirnos) a todos, de las cuestiones públicas que afectan a la comunidad, engendra desconfianza y suspicacia, mientras que nuestras relaciones con el conjunto social, en el orden de la igualdad que inspira confianza y solidaridad, dormitan plácidamente frente a una pantalla de televisión o al monitor de una computadora.15 La “civilización del espectáculo”, como la ha llamado Mario Vargas Llosa,16 nos ha llevado a abandonar el sentido natural de solidaridad, de fraternidad, para refugiarnos en la frivolidad, que sólo busca el confort personal, la comodidad que supone dejar de preocuparnos por los demás. Esta frivolidad, signo de la conducta individual de nuestros tiempos, se caracteriza por la tergiversación de los valores y por la prevalencia de la forma sobre el contenido. Así, la cosa pública se convierte en algo superficial, ligero, banal, a lo que poco importa ponerle atención, ya que “todo da igual”. Así se explica, entonces, que no protestemos cuando los gobernantes, los políticos, se preocupan más por la forma que por el fondo de los asuntos públicos cuya atención es obligatoria para ellos. Importa más la apariencia personal que los contenidos y las acciones institucionales de fondo. “Cuidar las arrugas, la calvicie, las canas, el tamaño de la nariz y el brillo de la dentadura, así como del atuendo, vale tanto, y a veces, más que explicar lo que el político se propone hacer o deshacer a la hora de gobernar.”17 Estamos aquí frente a varios principios que se ven comprometidos por una crisis de los valores que soportan la actuación tanto de los ciudadanos como de los servidores públicos; a saber, la libertad, la igualdad, la solidaridad, la lealtad, la honradez, la subsidiariedad, el bien común y la dignidad humana, esta última “como premisa antropológico-cultural”.18 Todos los principios enumerados antes interactúan a favor del bien común y lo promueven cuando son ejercidos por cada uno de nosotros con plena conciencia de que el otro existe, siente, expresa y produce también en función de todos los demás; considerado el hecho de que el otro, regularmente, ofrecerá resistencia y contenderá contra nosotros cuando nuestras acciones afecten su esfera particular. A estas alturas de la civilización occidental, la siguiente proposición debería ser un lugar común: nuestra libertad personal está delimitada por el principio de solidaridad, es decir, la consideración del otro como actitud moral básica de la persona en su relación con la comunidad, siempre a partir de la lealtad y de un fraterno respeto hacia la dignidad humana.

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Aquí, la naturaleza social del hombre y la dignidad de la persona tienen una relación necesaria con el bien común en dos sentidos: como causa y como efecto de la acción tanto personal como social. Puesto que el ser humano se manifiesta ante el mundo como una persona digna de ser considerada por los demás en la comunidad a la cual pertenece y de la cual depende para su desarrollo individual, debe, en reciprocidad, considerar al otro y a los otros en su propia dignidad. Esta relación recíproca establece la posibilidad de que el grupo alcance con mayor facilidad el objetivo común, incluso el individual de cada uno de sus miembros, sobre todo cuando uno solo no pueda lograrlo, ya que, como dicta el lugar y el sentido comunes: el conjunto es tan fuerte como el más débil de sus integrantes. Conviene aquí recordar el conocidísimo y en aquel entonces revolucionario lema de los franceses del siglo xviii: “Libertad, igualdad y fraternidad”. Al respecto, Mario Bunge reflexiona con pulcritud: “La libertad es necesaria para procurar la igualdad y sólo la igualdad puede impedir la concentración de la libertad en unas pocas manos […] sin embargo, la búsqueda de ésta o de cualquier otra meta pro social requiere de la solidaridad antes que del egoísmo”.19 Y remata: “La razón de ello es que nadie puede conseguir nada importante sin la ayuda desinteresada de los demás”.20 Entonces, un primer efecto del abandono del ágora por el mercado, ese monstruo excluyente que elimina al que no puede participar en él o con él, es el debilitamiento del Estado y, con ello, la desprotección de los grupos vulnerables; la prevalencia, como ya he señalado, de la ley del más fuerte. Un problema relacionado íntimamente con este fenómeno es el hecho de que, si bien es cierto que asistimos a un debilitamiento del aparato estatal, paradójicamente se advierte un fortalecimiento de la “clase política”, cuyos principales dirigentes forman parte de la élite económica, a la cual le conviene conservar el statu quo del mercado. Así, para regresar al ágora sería conveniente “revalorizar y relanzar el significado propiamente político, e incluso ético, de la convivencia civil, que no sólo es tráfico de riquezas o mera coincidencia de intereses económicos, sino también, y sobre todo, proyecto de perfeccionamiento moral, además de material”.21 Fioravanti, de hecho, nos recuerda que la obra aristotélica recurre “continuamente al gran tema de la virtud, de la ciudadanía activa”.22 Con el paso de los siglos, esta disciplina social (participación ciudadana, activa en el ágora) “deviene disciplina del poder”; en consecuencia, “la única moralidad cuya falta se teme y se pone en duda es la de los gobernantes”23.

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En términos generales, el descrédito social del sector público ha favorecido un efecto regresivo que opera en contra de la propia sociedad. Producto de una idea larga y pacientemente cultivada según la cual el mercado resultaría más eficiente que el Estado en la generación y redistribución de la riqueza, y debido a la perniciosa influencia de ciertos aspectos de los medios de comunicación masiva y las “carreteras de la información”, hoy se percibe una regresión al individualismo egoísta del siglo xix, que parte de la creencia de que el bienestar material es la base de la felicidad, con desprecio de los bienes espirituales que, en mi opinión, son el fundamento de la vida en sociedad y de la solidaridad que precede a un estadio de plenitud por la realización del bien común. El célebre historiador Tony Judt exploró a fondo este fenómeno, y en una de sus últimas obras24 lo explicó de la siguiente manera: el mercado, por sí mismo, no reduce la desigualdad económica dentro de ninguna sociedad. Una y otra vez, sobre todo durante los últimos 30 años, el mercado ha demostrado su incapacidad para generar, por sí solo, la infraestructura necesaria para llevar ciertos bienes y servicios públicos a la gran masa de desposeídos. Cuando las empresas privadas han incursionado en diversos negocios públicos como las carreteras, el ferrocarril, la banca de desarrollo, el financiamiento de programas sociales, etc., generalmente han tenido que volver a pedir el apoyo del Estado para que las rescate de la quiebra con dineros públicos.25 En referencia a la crisis económica de 2008-2009, el profesor Judt apunta que ésta “fue un recordatorio de que el capitalismo no regulado (el libre mercado sin Estado para controlarlo) es el peor enemigo de sí mismo: tarde o temprano cae presa de sus propios excesos y regresa una vez más a pedirle al Estado que lo rescate”.26 Otra voz autorizada para establecer el rotundo fracaso del desmantelamiento del Estado de bienestar a favor del libre mercado sin reglas (el término desregulación ha sido el más usado por los empresarios) es el Premio Nobel Joseph Stiglitz, quien afirma que el capitalismo ha fallado en producir lo que prometió, y, a cambio, ha traído aquello que no prometió: desigualdad, contaminación ambiental, desempleo y, lo más importante, la degradación de los valores éticos a un punto en que todo es aceptable y nadie es responsable ni paga por ello.27 En su libro más reciente, El precio de la desigualdad, Stiglitz demuestra cómo 1% de la población mundial tiene acceso a bienes y servicios de alta calidad a costa del 99% restante, y que históricamente esa minoría de privilegiados se da cuenta de que su propio destino está íntimamente

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ligado a la forma y el nivel de vida de aquella gran mayoría desprotegida, sólo cuando ya es demasiado tarde.28 Parecería entonces que el sistema político prefiere una democracia basada en un cálculo antidemocrático (y yo añadiría: antiético): un dólar, un voto; frente a una ecuación más legítima: una persona, un voto. Así, en lugar de corregir las fallas del mercado, el Estado las ha incentivado y robustecido.29 Las políticas económicas y sociales del neoliberalismo impulsadas desde la Universidad de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza, han socavado los cimientos del Estado de bienestar que durante décadas (entre las posguerras del siglo xx y finales de los años setenta) garantizaron un nivel mínimo de renta social, de vida digna y de decoro para las comunidades menos favorecidas. Una de las hipótesis sostenidas por Stiglitz es que, aun cuando las fuerzas del mercado existen efectivamente en la realidad, son conformadas y condicionadas por los procesos políticos. Los mercados “son configurados por el orden jurídico, la regulación y las instituciones públicas. Cada ley, cada regla, cada arreglo institucional tiene consecuencias distributivas”.30 La desigualdad social tiene que ver tanto con la debilidad de los Estados y la falta de una regulación eficaz en los mercados como con las normas sociales y la conducta de sus miembros, en lo individual y en lo grupal. En gran parte, dice Stiglitz, el orden jurídico y las instituciones políticas reflejan y amplifican las normas y la conducta sociales.31 “En muchas sociedades —apunta—, los de abajo, en su abrumadora mayoría, son grupos que, de una forma u otra, sufren discriminación. El alcance de tal discriminación depende de la norma social.” Los cambios que la norma social ha experimentado históricamente han influido también en avances positivos para reducir la desigualdad.32 El artículo 1 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos prohíbe “toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. En pocas palabras, todos tenemos derecho a no ser discriminados, lo que incluye, entre otros, el derecho a ser diferentes y, por supuesto, a ser incluidos en la dinámica del desarrollo. Entonces, de lo que se trata es de que todos gocemos de la misma oportunidad de acceder, en igualdad de condiciones, a los mismos derechos, particularmente quienes pertene-

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cen a los grupos conocidos como vulnerables: mujeres, niños, personas mayores, grupos étnicos excluidos, personas con capacidades diferentes y homosexuales, entre otros. Pero las normas sociales y la conducta de muchos de los “de arriba” son profundamente discriminatorias, y al parecer no tienen prisa en modificarlas. Hoy, debido al fortalecimiento del libre mercado y con un Estado débil, el número de excluidos de los beneficios de la “sociedad abierta” ha ido en aumento paulatino; sin embargo, lo más preocupante es el incremento gradual de la brecha entre los más ricos —que son cada vez menos— y los más pobres —cuyo número sigue a la alza—. “Lo único peor que sufrir demasiado gobierno es contar con muy poco gobierno”, señala Tony Judt en su ensayo sobre la crisis del Estado social, la socialdemocracia, el neoliberalismo y el Estado liberal capitalista.33 Al reflexionar sobre la necesidad de recuperar al ciudadano que llevamos dentro —solidario, generoso, igualitario y sensato—, regresando a los espacios públicos para entablar una discusión abierta, con bases éticas, sobre los asuntos comunes, el historiador considera: “En los Estados fallidos, la gente sufre por lo menos la misma violencia e injusticia que la que padecería bajo un gobierno autoritario, sólo que sin trenes que partan a tiempo”.34 Salvo notables y esporádicas excepciones, los bajos niveles de participación política de los ciudadanos mexicanos, su renuncia —a veces por ignorancia o lamentable abulia— a reclamar el respeto de sus derechos fundamentales —incluidos los sociales, económicos y culturales— y la ineficacia de las instituciones públicas encargadas de procurar el bien común, impartir justicia y redistribuir la riqueza, tienen una explicación compleja, que atiende a múltiples factores, pero cuyo común denominador es que tanto gobernantes como gobernados se han replegado en una actitud egoísta que se manifiesta claramente cuando vemos cómo se le otorga mayor peso al bienestar material individual que al espiritual comunitario, es decir, cuando se privilegia el interés particular sobre el interés público. Desgraciadamente, los resultados de este egoísmo materialista son innegables: a pesar de que en la primera década del siglo xxi las políticas públicas de desarrollo social del gobierno mexicano lograron reducir prácticamente a la mitad la cantidad de personas en estado de pobreza alimentaria, de 2008 a 2010 se registró un aumento de 3.2 millones de personas en situación de pobreza patrimonial, quienes pasaron de 48.8

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millones a 52 millones, lo que representa 46.2% de la población total del país. Sin embargo, en el mismo periodo hubo una disminución de la cantidad de personas en pobreza extrema o alimentaria, al pasar de 18.2% en 2008 a 10.4% de la población total en 2010. Sin dejar de reconocer el logro del Ejecutivo federal en la reducción de los niveles de pobreza extrema, estas cifras dan idea de la distancia que separa a quienes viven dignamente y con decoro de quienes todavía se encuentran en la incertidumbre y la zozobra cotidianas. La promesa del libre mercado de propiciar un mayor progreso y una redistribución más justa de la riqueza como alternativa frente a la proverbial ineficiencia de los Estados que carecían de la capacidad suficiente para satisfacer las exigencias y los derechos de los más débiles; la idea de incorporar a las sociedades y a los países en desarrollo en una ola de crecimiento y bienestar económico sin las barreras estatales ni el “estorbo burocrático”, mediante el proceso de apertura económica y liberalización de los mercados, ha demostrado tener un efecto contrario: convirtió a los ciudadanos en consumidores, provocó su paulatino aislamiento, propició la exclusión de los más pobres y ha generado una pérdida del sentido de comunidad por parte de los consumidores. Otra promesa parcialmente incumplida fue la de ciudadanizar los procesos y las instituciones públicas como respuesta al pernicioso efecto de cosificación del corporativismo, estructura “medieval” convertida en el mecanismo de control clientelar y político del poder fascista desde la Italia de Mussolini y adoptado por los fundadores del antiguo régimen mexicano a lo largo de siete décadas en el siglo xx. Entiendo la ciudadanización de los procesos y las instituciones públicas como el ejercicio pleno de las libertades de asociación, reunión, expresión y tránsito, así como el del derecho de votar y ser votado, como resultado de la voluntad propia de cada persona que, en lo individual o en lo colectivo, decida participar en los asuntos públicos. Pero el neoliberalismo topó —para decirlo en términos coloquiales— con pared, pues la cultura corporativa y cortesana del antiguo régimen se había arraigado demasiado en el alma del mexicano. Y es que “las organizaciones sociales importantes no eran resultado de la libre voluntad de los individuos, sino estructuras corporativas que se les impusieron para controlarlos y atomizarlos, dentro de redes organizativas creadas desde la cúspide del poder”.35 Por otro lado, los límites y los vínculos jurídicos a los que tanto se refiere Ferrajoli, y que son tan necesarios para propiciar la igualdad y

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proteger la libertad a partir de la solidaridad, se ven cada vez más debilitados por la clase política, que obedece más los mandatos del capital económico que los de sus electores. Así, el fenómeno más preocupante consiste en que tanto el mercado como el propio Estado han fallado en satisfacer las expectativas que cada uno creó: bienestar, libertad, igualdad, prosperidad, felicidad para todos. Estas fallas tienen un origen común: la crisis del Estado de derecho. Mientras los poderes, tanto públicos como privados, no se sujeten al derecho; mientras continúen operando sin límites ni controles de ningún tipo, “gobernados por intereses fuertes y ocultos”, la desigualdad y la miseria económica irán en aumento, con los riesgos de inestabilidad política, quiebra económica y violencia social que todo ello conlleva.36 Ahora bien, si partimos de que las causas profundas de esta crisis del Estado de derecho —que al mismo tiempo es un factor determinante de la situación de pobreza en la que sobrevive prácticamente la mitad de los mexicanos— se pueden encontrar en las constantes omisiones del Estado, en la corrupción de muchos servidores públicos o en la acción depredadora de los agentes económicos privados (formales e informales) que aprovechan los vacíos generados por la renuncia del propio Estado a su papel como autoridad y promotor de la justicia redistributiva, podemos concluir que, por desgracia, la norma constitucional es sistemáticamente violada, lo que se traduce en un incumplimiento contumaz de la obligación estatal de intervenir en los diversos procesos que inciden en el desarrollo económico y social. De esta manera, más que vivir en un Estado constitucional de derecho, vivimos en un estado permanente de ejercicio inconstitucional del poder. En su ensayo “¿Hay que regular la globalización?”, David Held se pregunta: “qué posibilidades hay de llevar a cabo una regulación pública y exigir responsabilidad democrática en el contexto de una intensificación de interconexiones regionales y globales, y de los cambios en el equilibrio del poder público y el poder privado, y en los mecanismos regulatorios locales, nacionales, regionales y globales”.37 Si partimos del planteamiento cosmopolita de Ferrajoli y del propio Held, podremos encuadrar una propuesta viable para el sistema mexicano, sin olvidar en ningún momento las relaciones de interdependencia que nuestro país sostiene con el resto del orbe. Sin duda, la regulación del desarrollo económico en la Constitución mexicana es un asunto “novedoso”, que ciertamente no se remonta a 1917 y que surgió como producto de los cambios en las relaciones de in-

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terdependencia, primero del capital respecto del trabajo —donde el Estado debe actuar (en concordancia con las teorías liberales más rancias) como el árbitro respetable e incontestable—, de la propiedad privada respecto del dominio originario de la nación sobre su territorio y luego de los intercambios comerciales y financieros a nivel regional y global, a partir de la posguerra y del Nuevo Orden Económico Mundial (noem); sin embargo, también encuentra sus raíces en la ideología del régimen y su discurso nacional-revolucionario.38 En todo caso, y para los efectos prácticos de esta reflexión, habría que partir del primer párrafo del artículo 25 constitucional vigente: Artículo 25. Corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la soberanía de la nación y su régimen democrático y que, mediante el fomento del crecimiento económico y el empleo y una más justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el pleno ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales, cuya seguridad protege esta Constitución.

La paulatina introducción del concepto de desarrollo integral y sustentable a lo largo de tres sexenios (de Miguel de la Madrid a Ernesto Zedillo) supuso un cambio radical de primera importancia en la concepción constitucional del Estado como rector de las actividades económicas, sociales y culturales de la nación, tanto del sector público como del social y del privado. Como el lector recordará, el Constituyente de 1917 redactó otro artículo 25, cuyo único párrafo decía: “La correspondencia que bajo cubierta circule por las estafetas estará libre de todo registro, y su violación será penada por la ley”. A partir de la reforma constitucional promovida por el presidente De la Madrid en 1983, este párrafo pasó a formar parte del artículo 16 de la ley fundamental, probablemente con la intención de que la inviolabilidad de la correspondencia quedara dentro de las garantías individuales frente a actos arbitrarios de la autoridad; pero ése es otro asunto. Regresando al tema que nos ocupa, aquí puede advertirse un cambio radical en cuanto al al papel del Estado como director del desarrollo en general y de las actividades económicas de los gobernados en particular. Desde mi punto de vista, en sus comentarios a este precepto constitucional el propio De la Madrid trata de forzar el origen “revolucionario” de su reforma. Me explico: el ex presidente señala que “la inclusión ex-

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plícita del concepto de la rectoría económica del Estado obedece a la tradición constitucional mexicana de atribuir al Estado la responsabilidad de organizar y conducir el desarrollo nacional”, y se remite a los artículos 27, 28 y 123, que “implicaban ya esta posición”.39 Veamos: en primer lugar, cuando el ex presidente De la Madrid publicó su comentario, el artículo 27 constitucional vigente mantenía, en efecto, muchas similitudes en contenido y estructura con el original de 1917. Como sabemos, se trata de una norma que regula los modos de propiedad de la tierra y desde el principio expone las bases para la creación de la propiedad privada, además de señalar que “la nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público […] para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación”; pero las referencias al desarrollo, redactadas en 1917, tienen que ver básicamente con los asentamientos humanos en el campo y en la ciudad, y con cierta idea de desarrollo básico del sector secundario o industrial. En segundo lugar, si bien es cierto que el régimen de propiedad de la tierra es la base que otorga seguridad jurídica y constituye los cimientos económicos para el fomento de cualquier actividad humana que pretenda no sólo la supervivencia y la reproducción sino el desarrollo de la especie, también lo es que la rectoría del desarrollo integral y sustentable va mucho más allá que la mera regulación de la propiedad privada, de la propiedad social y del dominio directo del Estado sobre el territorio nacional. En tercer lugar, el reparto agrario basado en el 27 constitucional fue, históricamente, más que una “política de desarrollo”, un instrumento de control político propio del esquema corporativista sobre el cual se edificó el régimen de la revolución institucionalizada. Que hayan sido plasmadas en el texto original frases como “para el desarrollo de la pequeña propiedad” o “respetando siempre la pequeña propiedad” no autoriza a Miguel de la Madrid a hablar de una “tradición revolucionaria” de la rectoría económica del Estado, por lo menos con base en ese artículo. En efecto, el dominio de las tierras y de los recursos naturales (agua, petróleo, minerales, etc.) hacía que el Estado mexicano y quien lo controlaba (su partido) tuvieran el privilegio de decidir sobre la vida, el tipo de trabajo y el nivel de riqueza (o de miseria) de cada uno de sus gobernados; pero eso es muy distinto del pretendido espíritu neoliberal del Estado rector e impulsor del “crecimiento económico, del empleo y de una más justa distribución del ingreso y la riqueza”.

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Una vez más, el corporativismo y el estilo caciquil de los principales políticos en las diversas zonas agropecuarias del país, aunados a la corrupción imperante en el campo mexicano, contrastan con el texto constitucional y hacen nugatorio el derecho a un desarrollo económico y social armónico y justo. En resumen, una cosa es el necesario reparto agrario para satisfacer las demandas de una población rural devastada por el Porfiriato y la guerra fratricida de la Revolución, y sobre todo para apaciguar a los caciques regionales que después de 1917 seguían levantándose contra cualquiera que se sentara en la silla presidencial de Palacio Nacional, y otra muy distinta satisfacer las exigencias de una comunidad comercial global que en los años ochenta ya venía presionando fuerte a todos los países del “Tercer Mundo” para que participaran del Acuerdo General de Tarifas y Aranceles (gatt), al que México se sumó tres años después de la reforma promovida por De la Madrid, con el fin de preparar el terreno para la apertura comercial y la liberalización económica posterior (particularmente la entrada en vigor del tlcan en 1994). En su comentario, De la Madrid incurre en una contradicción más cuando, por un lado, señala que la rectoría económica del Estado está basada en la tradición contenida, entre otros preceptos, en el artículo 27 original, que habla del dominio territorial y de diversas formas de la propiedad de la tierra, empezando por la propiedad privada; pero, por otro lado, dos páginas más adelante afirma: No puede pretender atribuirse al concepto de rectoría la extensión de gestión directa de los fenómenos económicos, ya sea en la forma de titularidad de la propiedad y, ni siquiera, titularidad de la gestión o administración en los procesos económicos. Debe quedar muy claro que el concepto de rectoría se usa en el texto constitucional como sinónimo de gobierno, de conducción.40

En realidad, si una tradición existía en México era la del Estado intervencionista, expropiador y confiscatorio de la propiedad privada y de las actividades económicas de sus gobernados, y no precisamente la de la rectoría del desarrollo en el sentido que el ex presidente pretendía dejar establecido. Una tradición estatalista que, además, no garantizaba la propiedad de la clase media naciente y menos la de las comunidades indígenas.

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II. La

demanda del interés general

Para los efectos de este apartado me concentraré en el segundo párrafo del artículo 25 constitucional vigente: “El Estado planeará, conducirá, coordinará y orientará la actividad económica nacional, y llevará al cabo la regulación y fomento de las actividades que demande el interés general en el marco de libertades que otorga esta Constitución”. Específicamente, me interesa la facultad de “regulación y fomento de las actividades que demande el interés general” mencionada en este precepto. Si el objetivo social del principio de rectoría económica es, como lo indica el primer párrafo de esta disposición constitucional, una más justa distribución de la riqueza, entonces la regulación debe ir encaminada a lograr que los agentes económicos, privados o del propio sector público, generen bienestar social y, además, rindan cuentas claras sobre su gestión en ciertas actividades (las que demande el interés general). Entre otras acepciones, el interés general o interés público “es el conjunto de pretensiones relacionadas con las necesidades colectivas de los miembros de una comunidad y protegidas mediante la intervención directa y permanente del Estado”.41 Así visto, y para efectos del artículo 25 constitucional, el interés general consistiría también en la obtención de ciertos bienes y servicios que faciliten la vida a los gobernados y sienten las bases para una mejoría en su nivel de bienestar bajo condiciones no discriminatorias de calidad, oportunidad y precio accesible, es decir, los derivados de aquellas actividades estratégicas o prioritarias que impliquen la explotación y el usufructo de algún bien nacional o recurso natural, como el gas, el petróleo, el espectro electromagnético, etcétera. Con el pretexto de hacer más eficiente la distribución de la riqueza, la rectoría económica del Estado mexicano, poco a poco, y precisamente desde los tiempos en que Miguel de la Madrid fue presidente de la República, se hizo cada vez más laxa, más débil, cediéndole el espacio al libre mercado. Empezaron a desincorporarse entonces bienes de la nación para privatizar su explotación o la prestación de ciertos servicios a través de las concesiones o los traslados al dominio pleno de los particulares. Pero el mercado es, por su propia naturaleza, discriminatorio, ya que sólo hará accesibles sus productos y servicios a quienes tengan la capacidad de pago o acceso en igualdad de condiciones frente a tal oferta. Precisamente para procurar un equilibrio y una justa distribución de esos bienes y servicios (como parte de la riqueza que genera nuestro país)

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es que interviene el Estado. Aun bajo la lógica del mercado puro —según la cual el acceso de los consumidores al bien o servicio está sujeto al precio que estén dispuestos a pagar por él—, el papel del Estado debería consistir en hacer por el más débil lo que éste no puede hacer por sí mismo. En páginas anteriores me referí a la situación en la que se encuentra la mayoría de los mexicanos, es decir, de pobreza patrimonial. Por definición, este nivel de pobreza impone condiciones de desigualdad o discriminatorias para todos aquellos que no pueden adquirir los productos o servicios ya referidos. Por ello cuestiono el grado de cumplimiento, por parte del Estado mexicano, de la norma constitucional (artículo 25) que lo obliga a intervenir en los diversos procesos que inciden en el desarrollo nacional. Entre las omisiones más cuestionables del Estado mexicano, relacionadas con su obligación de impulsar y promover las actividades que demanda el interés general, hay dos que están íntimamente asociadas con el grado de bienestar de la población: su incumplimiento sistemático en materia regulatoria de la industria de las telecomunicaciones, así como la referida a los medios electrónicos de comunicación masiva. Por un lado, estas industrias no sólo propician la comunicación y la integración social, sino que dan empleo y “redistribuyen riqueza” a miles de mexicanos de manera directa, y a millones de manera indirecta. Son, pues, dos actividades económicas cuyos efectos en los planos social, político y cultural resultan innegables, y muchas veces contundentes, pues ejercen una gran influencia en las decisiones del electorado sobre el tipo de Estado que se “quiere”, amén de incidir en la conciencia colectiva sobre el concepto de lo correcto y lo incorrecto, del bienestar de todos y de lo que le conviene al público tener o querer tener. Vaya, en nuestros días es un lugar común escuchar o leer que la decisión política fundamental del pueblo, expresada en el voto, es resultado en gran medida de la influencia de los medios de comunicación masiva. Por si todo lo anterior fuera poco, ambas actividades conectan a los mexicanos con los procesos de globalización económica y de mundialización cultural en boga. Además, en el caso concreto de los medios electrónicos de comunicación masiva, se trata de una actividad económica cuyo peso sobre el uso de la libertad personal y colectiva es enorme. En relación con los medios electrónicos, Luigi Ferrajoli ha planteado la cuestión con claridad meridiana: “¿Qué otro servicio público es más esencial y tiene un mayor carácter de interés general que el que se ha

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convertido en la arena pública de nuestros días, en la sede más visible, más concurrida, más entrometida y más decisiva para el debate público y la formación del consenso?”42 Desafortunadamente, también asistimos a un fenómeno todavía más grave: la mundialización cultural, social y económica, en ausencia de reglas igualmente globales, “ha producido un crecimiento exponencial de las desigualdades: de la concentración de la riqueza y a la vez de la expansión de la pobreza, del hambre y de la explotación”.43 Este empobrecimiento global también alcanza a México, como vimos al principio, y encuentra sus causas en múltiples factores. Uno de los principales es la renuncia del Estado mexicano a sus obligaciones constitucionales, señaladamente la de regular las actividades “que demande el interés público”. Una explicación a este fenómeno se encuentra en el libro de Joseph Stiglitz que ya he citado: La desregulación iniciada en los ochenta llevó a numerosas crisis financieras en las tres décadas siguientes, de las cuales la de Estados Unidos en 20082009 fue la peor. Pero las fallas gubernamentales no sucedieron por accidente: el sector financiero utilizó su poder político para asegurarse de que las imperfecciones del mercado no fuesen corregidas, y que las ganancias privadas del sector permanecieran muy por encima de su contribución social; uno de los factores que contribuyeron al inflamiento del sector financiero y a los altos niveles de inequidad.44

Insisto en un tema crucial para el desarrollo de un Estado constitucional democrático: el equilibrio entre los poderes del Estado y el mercado. Los mercados por sí mismos, sin regulación alguna, a menudo fracasan en su intento de producir resultados eficientes y deseables; por eso resulta indispensable el papel regulador del Estado como “corrector” de esas fallas del mercado, a través del diseño de políticas (fiscales y regulatorias) que equilibren el interés público con el particular, y pongan en línea las ganancias privadas con la renta social.45 En buena medida, el debilitamiento del Estado como regulador del desarrollo económico ha sido producto no sólo de las causas señaladas en los capítulos anteriores (el mito de que los mercados son más eficientes y producen mayor renta social que un Estado interventor, confiscatorio e ineficiente) o del desencanto y la apatía del ciudadano común y corriente, sino de una campaña permanente de parte de los concesionarios

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de la radio y la televisión que, en abuso de la libertad de expresión, han desprestigiado al Estado como rector de la vida cotidiana de la sociedad. Así, también a partir de un nuevo “planteamiento de la vida social y política del presente en unas coordenadas distintas a las que hasta ahora presidieron el funcionamiento del Estado”, como lo ha señalado Pedro de Vega, se ha generado una disminución de los ámbitos de actuación del propio Estado y se han puesto en riesgo “las propias razones de su existencia”.46 En efecto, la presión de los medios y su capacidad de cooptación del poder público han contribuido a este “proceso de sometimiento de la política a las exigencias y los dictados de la razón tecnocrática e instrumental”, en el que el “desmoronamiento de la razón política ha propiciado que la razón económica tome la batuta de la historia”.47 El abuso del mercado sobre los más débiles y la tutela de los derechos fundamentales de éstos por parte del Estado han sido analizados por muchos, y no es el objeto de este ensayo agotar semejante discusión; sin embargo, conviene recordar aquí lo que Ferrajoli señala en cuanto a que los portavoces del neoliberalismo “han conseguido acreditar la idea de que la autonomía empresarial no es un poder, en cuanto tal sujeto de regulación jurídica, sino una libertad, y que el mercado no solamente no tiene necesidad de reglas sino que tiene necesidad, para producir riqueza y empleo, de no encontrar ningún límite”.48 Entonces, ¿quién podrá intervenir para imponer límites y equilibrar la balanza si no es el Estado, en el nivel que sea: local, nacional, regional o global? Creo que la base constitucional está ahí, en el segundo párrafo del artículo 25, pero el Estado mexicano, desde 1983, paulatinamente ha evadido el cumplimiento de tal obligación, al grado de que, hoy por hoy, no existen instituciones fuertes, sólidas, con el suficiente prestigio y poder para imponer sanciones a quien abuse de la población menos favorecida. El caso de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel) es paradigmático. Luego de dos décadas de gestiones sometidas a los designios del mercado y a los intereses del poder económico, recientemente se logró una reforma constitucional al artículo 6 para dotar de autonomía al órgano regulador, tanto respecto del Poder Ejecutivo federal como de la propia industria, con el fin de lograr un mayor grado de independencia y eficacia en sus resoluciones. Esta reforma será explicada más adelante. El hecho es que todavía hoy existe una baja cobertura de servicios de telefonía fija en comparación con otros países de América Latina, la cual no permite que los pueblos más apartados tengan comunicación con

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otras poblaciones o regiones del país. Se trata de un mercado con escasa oferta, alta demanda y un elevado costo para el usuario, particularmente el de las zonas rurales, ya que el operador dominante cuenta con una altísima concentración de las líneas móviles. A finales de 2006, según cifras oficiales, en México existía una cobertura de 19.9 millones de líneas telefónicas fijas, esto es, menos de 20% de la población contaba con ese servicio. A diciembre de 2012 el número de líneas fijas descendió a 19.7 millones, lo cual representa 17.6 líneas por cada 100 habitantes. Por otro lado, en el periodo 2007-2012 la telefonía móvil aumentó de 55 millones a 102 millones de suscripciones, lo que representa un crecimiento promedio anual de 10%. Así, la densidad de telefonía móvil creció de 52.6 usuarios por cada 100 habitantes en 2006, a 90.8 en 2012.49 En cuanto a la concentración del mercado, las prácticas monopólicas del operador dominante en ambos servicios, el fijo y el móvil, llevaron a México a ser el quinto país más caro de los miembros de la ocde por sus elevadas tarifas de interconexión, lo cual provocaba distorsiones en perjuicio de los usuarios. De acuerdo con un comunicado de la Comisión Federal de Competencia publicado el 3 de mayo de 2012, los problemas asociados con las altas tarifas de interconexión en México han generado daños por 6 000 millones de dólares cada año (alrededor de 78 000 millones de pesos), en detrimento de los consumidores.50 Por otro lado, la elevada concentración de las frecuencias de televisión abierta en dos grandes grupos, Televisa y TV Azteca, ha dejado pocas opciones al público para formarse un criterio objetivo de la realidad del mundo. De acuerdo con el mismo órgano regulador, la concentración de la infraestructura televisiva en México sigue siendo muy alta. En su informe de gestión 2006-2012, la Cofetel afirmaba que el Índice Herfindahl Hirschman (ihh), calculado con base en el porcentaje de estaciones concesionadas en las que Televisa y TV Azteca transmiten sus contenidos, es de 4 682 unidades.51 “Comparado con algunos países de América Latina, se observa que el ihh de México es sensiblemente mayor. Por ejemplo, Brasil y Chile cuentan con un ihh en infraestructura de televisión abierta de 2 211 y 2 978 unidades, respectivamente”, indica el informe.52 La cobertura de la televisión abierta es muy amplia. De acuerdo con el segundo Conteo de Población y Vivienda 2005 del inegi, 91% de las viviendas en el país cuenta con aparato de televisión, lo cual significa que

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poco más de 93 millones de mexicanos tienen acceso a la señal abierta, mientras que la señal televisiva por satélite llega a poco más de dos millones y la televisión por cable alcanza a casi cinco millones de usuarios. Cabe anotar que, aun cuando la ley prevé la posibilidad de otorgar permisos (no concesiones) a estaciones de radio y / o televisión comunitarias, el porcentaje de supervivencia de esos proyectos es bajísimo; además, cada vez que una estación de ese tipo pretende prestar servicio a su comunidad, se ve sometida a una persecución sistemática por parte de los grandes medios y del propio gobierno. Poco menos de 7% de la población tiene opciones distintas de las que ofrecen Televisa y TV Azteca mediante los canales abiertos, que llegan a 91% de los mexicanos. A la luz de estas consideraciones, el poder de influencia de estos dos corporativos sobre las decisiones políticas de los mexicanos resulta más que evidente. Se trata de un emisor unilateral que además no puede ser cuestionado por el televidente, suponiendo que éste quisiera responder con algún juicio crítico sobre el mensaje que recibe (por ejemplo, a partir de la simple comprobación en los hechos de la falta de concordancia de su realidad inmediata con los datos difundidos por las televisoras). Si bien es cierto que el Instituto Nacional Electoral, en ejercicio de sus facultades fiscalizadoras en cuanto al uso de los medios electrónicos para difundir las campañas de los partidos, ha sancionado a las dos principales televisoras (lo cual ya es un avance), México sigue corriendo los riesgos que supone la prevalencia del mercado sobre el Estado. III. Rezago

en el acceso

Otra muestra de cómo el Estado mexicano ha renunciado a ejercer sus atribuciones como regulador, promotor y facilitador del desarrollo tecnológico con miras al bienestar social, es el ínfimo nivel de penetración de la banda ancha en nuestro país. A pesar de que en 2009 el gobierno federal lanzó la llamada “agenda digital”, con el propósito de insertar a México en la sociedad global de la información, los resultados son pírricos. De acuerdo con el informe de 2013 de la Unión Internacional de las Telecomunicaciones (uit), organismo perteneciente a la Organización de las Naciones Unidas, México ocupa el lugar 64 de entre 183 países en el rubro de penetración de la banda ancha, con una cobertura de 10.9 por cada 100 habitantes, en un renglón

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donde los países líderes, Suiza y Holanda, cuentan con una penetración de 41.9 y 39.4 respectivamente. Sin embargo, en cuanto a la penetración de la banda ancha móvil, nuestra situación es todavía peor: ocupamos el lugar 92, con una cobertura de 9.7 por cada 100 habitantes, muy por debajo de las naciones más avanzadas en la materia, como Singapur, Japón y Finlandia, cuyo índice de penetración supera con mucho la meta óptima: 123.3, 113.1 y 106.5, respectivamente.53 Respecto del acceso a internet, México se ubica en el lugar 43, con 26 de cada 100 familias, nivel muy bajo si se compara con el 97.4% de los hogares coreanos. Ahora bien, en cuanto al porcentaje de individuos que usan la red, México desciende hasta el lugar 97 en el ranking mundial, debido a que sólo 38.4% de la población utiliza internet. Con estos datos podemos percatarnos del nivel de cumplimiento de las políticas públicas que el propio gobierno mexicano ha establecido para promover el uso de las tecnologías de la información “como palanca del desarrollo social y económico”. No sólo eso: el bajo índice de penetración y utilización de las tecnologías de la información y la comunicación (tic) es una clara muestra de la cultura de incumplimiento y falta de rendición de cuentas que México ha mantenido casi permanentemente en todos sus compromisos internacionales respecto de la protección, promoción y garantía de los derechos humanos. El acceso a la banda ancha, por ejemplo, es un componente esencial, hoy por hoy, del derecho fundamental a la información y la educación, no sólo porque está en la Constitución, sino porque en el terreno práctico constituye una herramienta que permite acortar distancias y reducir tiempos en actividades como la educación, la salud y las relaciones comerciales, factores indiscutibles de elevación de la calidad de vida y, por tanto, de dignificación de las personas. IV. Rectoría

económica y rendición de cuentas

Como ya he señalado, la trascendencia que para el desarrollo social, político y económico de la nación revisten las telecomunicaciones y la radiodifusión radica en el hecho de que, con las tic al servicio de la sociedad, se facilita el ejercicio del derecho a ser informado, puntualmente y con transparencia, sobre los actos de gobierno, la utilización de los recursos públicos y los beneficios que todo ello conlleva a favor de los gobernados, al tiempo que se impulsa la integración de todos a la sociedad de la

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información y el conocimiento. Así lo dispone la fracción I del apartado B del artículo 6 constitucional: “El Estado garantizará a la población su integración a la sociedad de la información y el conocimiento, mediante una política de inclusión digital universal con metas anuales y sexenales”. La inclusión digital universal constituye una política pública que hasta hace muy poco había estado contemplada sólo a nivel de ley o del Plan Nacional de Desarrollo y cuya obligatoriedad no se encontraba en el rango constitucional, lo cual hoy le da una aparente permanencia que, por lo menos en teoría, busca garantizar su concreción en el mediano y largo plazos. Sin embargo, las metas de tales políticas son anuales y sexenales, por lo que el cumplimiento de la norma constitucional se encuentra acotado por temporalidades políticas. Por su parte, las fracciones II y III del mismo apartado dictan: II. Las telecomunicaciones son servicios públicos de interés general, por lo que el Estado garantizará que sean prestados en condiciones de competencia, calidad, pluralidad, cobertura universal, interconexión, convergencia, continuidad, acceso libre y sin injerencias arbitrarias. III. La radiodifusión es un servicio público de interés general, por lo que el Estado garantizará que sea prestado en condiciones de competencia y calidad y brinde los beneficios de la cultura a toda la población, preservando la pluralidad y la veracidad de la información, así como el fomento de los valores de la identidad nacional, contribuyendo a los fines establecidos en el artículo 3 de esta Constitución.

Como se puede apreciar, ambas fracciones elevan a rango constitucional la característica de servicios públicos de interés general de las telecomunicaciones y la radiodifusión. Al señalar que ambos servicios deberán ser prestados en condiciones de competencia y calidad, la norma fundamental genera la necesidad de un compromiso social, político y jurídico por parte tanto de los concesionarios como de los permisionarios (y del propio Estado mexicano) de propiciar un desarrollo tecnológico y de contenidos necesario para el fortalecimiento de la democracia y elemental para el desarrollo de un auténtico Estado constitucional de derecho. Sin embargo, insisto, la cultura política en nuestro país obra en contra de las más avanzadas reformas constitucionales. Y es que la captura regulatoria, la opacidad en la gestión pública, la corrupción y la impunidad continúan siendo prácticas cotidianas en México.

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A pesar de sus aparentes bondades, con esta reforma constitucional podríamos estar ante el nacimiento de un aparato estatal de propaganda cuyas consecuencias sociales y políticas son de pronóstico reservado. Mientras que, por un lado, se garantiza su autonomía constitucional, los derechos de los usuarios y de las audiencias quedan reservados en la ley. Esta remisión recuerda los viejos usos y costumbres del “paleopositivismo” del siglo xix en materia jurídica: si no está en la ley, el derecho no existe. Así, el aparente progreso logrado con la elevación a rango constitucional del derecho de inclusión digital y de una cobertura social total en materia de telecomunicaciones se ve seriamente deteriorado con la creación de este aparato estatal de propaganda, no obstante la prohibición de transmitir “publicidad o propaganda presentada como información periodística o noticiosa” (lo que en la jerga periodística se conoce como “gacetillas”). Otra adición preocupante de esta reforma consiste en que desde la Constitución se prevé que “se establecerán las condiciones que deben regir los contenidos y la contratación de los servicios para su transmisión al público, incluidas aquellas relativas a la responsabilidad de los concesionarios respecto de la información transmitida por cuenta de terceros, sin afectar la libertad de expresión y de difusión [sic]”. ¿Y qué sucedió con la prohibición de la censura previa? En el momento en que desde la Constitución se condicionan los contenidos y la contratación de los servicios para su transmisión, la libre expresión deja de ser tal y se convierte en una “libertad condicionada” que no es limitada por otro derecho fundamental, sino por cuestiones eminentemente políticas y coyunturales, sujetas al arbitrio del funcionario en turno encargado de autorizar su difusión. Una cosa es que la libertad de expresión o de difusión, e incluso el derecho de acceso a la información, sean limitados o “condicionados” por el respeto o la observancia de otras libertades o derechos fundamentales, como el honor, la privacidad o el propio interés público, y otra muy distinta es que se les limite por situaciones de índole política, publicitaria o de negocio privado, según el caso. Ahora bien, el artículo 7 de nuestra carta magna, a partir de la reforma del 11 de junio de 2013, queda como sigue: Artículo 7. Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio. No se puede restringir este derecho

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por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión, que no tiene más límites que los previstos en el primer párrafo del artículo 6 de esta Constitución. En ningún caso podrán secuestrarse los bienes utilizados para la difusión de información, opiniones e ideas, como instrumento del delito. [Las cursivas son mías.]

Donde antes de la reforma se leía: “Es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia”, ahora el texto dicta: “Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio”. La diferencia, evidentemente, tiene que ver con los medios a través de los cuales se difunden las opiniones, información e ideas. Simplemente, la antigua frase “libertad de prensa” cambió a “libertad de expresión” o de difusión. La segunda oración del primer párrafo de esta disposición constitucional preceptuaba: “Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni exigir fianza a los autores o impresores, ni coartar la libertad de imprenta, que no tiene más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública”. Después de la reforma dicta lo siguiente: No se puede restringir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones.

Los límites previamente existentes en el artículo 7 constitucional respecto del ejercicio de la libre expresión pasaron a formar parte del primer párrafo del artículo 6, y son los mismos que antes: “ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, se provoque algún delito, o se perturbe el orden público”.

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V. Concesiones

para explotar el espectro electromagnético y otros recursos públicos Cuando el Estado concesiona a los particulares la prestación de algún servicio público, como el de las telecomunicaciones, la persona jurídica en la que recae tal concesión asume el papel del Estado como proveedor del servicio de que se trate. Luego de la reforma constitucional del 11 de junio de 2013, el artículo 27 constitucional quedó, en su parte aplicable, como sigue: La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana… … … En los casos a que se refieren los dos párrafos anteriores, el dominio de la nación es inalienable e imprescriptible y la explotación, el uso o el aprovechamiento de los recursos de que se trata, por los particulares o por sociedades constituidas conforme a las leyes mexicanas, no podrá realizarse sino mediante concesiones, otorgadas por el Ejecutivo federal, de acuerdo con las reglas y condiciones que establezcan las leyes, salvo en radiodifusión y telecomunicaciones, que serán otorgadas por el Instituto Federal de Telecomunicaciones… … … … … … I-XX… [Las cursivas son mías.]

Es importante reconocer el trascendental paso que el poder reformador de la Constitución dio al dotar de autonomía constitucional al Instituto Federal de Telecomunicaciones, entidad encargada ahora de regular las telecomunicaciones y la radiodifusión, pues no sólo elimina la doble ventanilla que antes existía entre la extinta Comisión Federal de Telecomunicaciones y la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, sino que

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busca garantizar la independencia del regulador al darle, en exclusiva, la facultad de otorgar concesiones. VI. Responsabilidad

de los concesionarios, solidaridad y rendición de cuentas

Nuestra condición de seres humanos, de personas que necesitamos de los demás no sólo para sobrevivir sino para desarrollar nuestro potencial, en lo individual y en lo colectivo, nos hace responsables ante nosotros mismos y, sobre todo, ante los más débiles. La responsabilidad está íntimamente ligada a la obligación que surge de las relaciones de interdependencia, al poder y al alcance que nuestros actos y omisiones tengan respecto de los demás. El cumplimiento de nuestros deberes exige una rendición de cuentas oportuna y transparente, condición inherente a la naturaleza misma de toda obligación, pues el derecho que da origen a la obligación constitucional de informar, explicar y responder proviene de las facultades que en nuestra ley suprema son atribuidas a los poderes constituidos. Esta relación necesaria entre facultad (o derecho) y obligación existe desde los orígenes del derecho romano; en ese sentido, se trata de una relación preconstitucional, presupuesta al orden jurídico vigente. Por ello, si los deberes constitucionales son incumplidos sistemáticamente por los detentadores del poder, particularmente por los concesionarios de los servicios públicos, la relación jurídica existente entre gobierno y gobernados se desnaturaliza, se corrompe y, al final, perpetúa el régimen de privilegios basado en la impunidad y en las redes de complicidad, en detrimento del derecho de todo ciudadano a saber qué hace el Estado con sus dineros y cómo trabaja a favor del interés público, así como a conocer la eficacia de los esfuerzos estatales en cuanto a la promoción, el respeto y la garantía de sus derechos fundamentales. Se requiere, pues, que el Estado discipline a los agentes económicos privados en cuanto concesionarios con derecho a la explotación del espectro electromagnético de la nación y sujetos de una norma constitucional vigente en varios sentidos: el de la vigencia material y formal, por supuesto, y el de otorgar plena eficacia al devolverle al Estado su capacidad coercitiva ante poderes privados que tienden a abusar de las libertades y los derechos consagrados en la Constitución, con el fin de hacer justiciables, ante todo, los derechos de los más débiles.

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Esos derechos, que van, como ha señalado Ferrajoli, de los derechos de libertad a los derechos de los trabajadores, de los derechos de las mujeres a los derechos sociales […] han sido conquistados como limitaciones de correlativos poderes y en defensa de sujetos más débiles contra la ley del más fuerte —iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policales o judiciales, empresarios, potestades paternas o maritales— que regía en ausencia de una Constitución aceptada y cumplida por todos.54

Puesto que una de las funciones del Estado constitucional de derecho es garantizar la justiciabilidad de los derechos fundamentales, es menester que contribuyamos a la creación de mecanismos e instituciones que cumplan con tal obligación, si lo que se quiere es lograr un verdadero desarrollo integral y sustentable, como lo señala el artículo 25 de nuestra Constitución. Y mientras vivamos en un mundo en el que, hoy por hoy, “se ensanchan y universalizan los espacios económicos y sociales de los hombres en proporciones desmesuradas, al mismo tiempo [que], y con igual desmesura, se reducen o aniquilan escandalosamente los espacios políticos”,55 es necesario promover el fortalecimiento del Estado como el espacio político de discusión y deliberación plural, no excluyente, de la vida en común de toda la sociedad y sus posibilidades de desarrollo. Pero también se precisa contar con un Estado que cumpla con sus obligaciones de regular y promover el desarrollo social, cultural, económico y político del país. Entre esas dimensiones, la de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos es una función no únicamente obligatoria sino vital para el propio Estado. Por tanto, resulta trascendental la publicación, en el Diario Oficial de la Federación del 2 de abril de 2013, de la nueva Ley de Amparo, reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, la cual da cauce procesal y garantista a las acciones colectivas, superando la limitada figura del interés jurídico del agraviado en lo individual, para pasar al interés legítimo y a formas de defensa colectiva de los derechos fundamentales, entre los que se encuentra la libertad de elegir entre opciones distintas de medios electrónicos de comunicación masiva que realmente contribuyan a la formación de ciudadanos críticos, de servidores públicos verdaderamente comprometidos con el bien común y de instituciones que efectivamente fomenten el crecimiento económico, el empleo y la solidaridad social.

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De entrada, la primera fracción del artículo 5 de la Ley de Amparo vigente establece: Artículo 5. Son partes en el juicio de amparo: I. El quejoso, teniendo tal carácter quien aduce ser titular de un derecho subjetivo o de un interés legítimo individual o colectivo, siempre que alegue que la norma, acto u omisión reclamados violan los derechos previstos en el artículo 1 de la presente ley56 y con ello se produzca una afectación real y actual a su esfera jurídica, ya sea de manera directa o en virtud de su especial situación frente al orden jurídico.

La ley separa los conceptos de interés simple y legítimo, y prohíbe a la autoridad pública invocar el segundo a su favor. Un avance importantísimo en materia de protección constitucional de los derechos humanos es la posibilidad, establecida en el tercer párrafo de esta primera fracción, de que el juicio de amparo sea promovido “conjuntamente por dos o más quejosos cuando resientan una afectación común en sus derechos o intereses, aun en el supuesto de que dicha afectación derive de actos distintos, si éstos les causan un perjuicio análogo y provienen de las mismas autoridades”. En el párrafo siguiente (el cuarto), se prevé que “el quejoso deberá aducir ser titular de un derecho subjetivo que se afecte de manera personal y directa”, tratándose de actos o resoluciones de tribunales judiciales, administrativos, agrarios o del trabajo. Asimismo, el último párrafo de la fracción I del artículo 5 abre la puerta para la protección de las víctimas, cuando establece que “la víctima u ofendido del delito podrán tener el carácter de quejosos en los términos de esta ley”. En concordancia con la tesis de que también el poder privado debe responder y rendir cuentas cuando con sus actos afecte al más débil, ya desde el segundo párrafo del artículo 1 se contempla la protección de las personas “frente a normas generales, actos u omisiones por parte de los poderes públicos o de particulares en los casos señalados en la presente ley”. Igualmente, el segundo párrafo de la fracción II del artículo 5 indica: “Para los efectos de esta ley, los particulares tendrán la calidad de autoridad responsable cuando realicen actos equivalentes a los de autoridad, que afecten derechos en los términos de esta fracción, y cuyas funciones estén determinadas por una norma general”.

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Tal apertura es plausible, pues protege a toda persona de los abusos de los concesionarios o contratistas del sector público, quienes han adquirido un poder político y económico descomunal frente a los usuarios o consumidores de sus servicios, en función de su actuación en sustitución del Estado. Es el caso de las empresas del sector telecomunicaciones o de televisión y radiodifusión. No obstante estos cambios en la legislación reglamentaria, todavía falta recorrer un largo proceso de adaptación y actualización cultural tanto de los operadores jurídicos como de los sujetos de los derechos fundamentales para que realmente podamos hablar de justicia en México. Por lo pronto, no podemos quedarnos inmóviles ante la evidencia de un Estado que “se esfuma progresivamente, [donde] la sociedad civil se descompone y los ciudadanos ven eliminados los espacios políticos [en los que] en nombre de la justicia pudieran formular sus reivindicaciones”.57 Se trata, en el fondo, de generar un cambio cultural necesario, pues, siguiendo a Pedro de Vega, el Estado “tiene como soporte inexcusable una sociedad civil en la que se fundamenta su estructura, y toda sociedad civil requiere en recíproca correspondencia de un Estado para poder subsistir”.58 Considero urgente resucitar al Estado como una entidad que puede, desde el interior de la nación, “corregir las disfuncionalidades históricas de la concepción liberal, expresadas en la acumulación abusiva de riqueza por unos pocos frente a la miseria de las masas [producto de] la lógica egoísta de los intereses particulares cuando actúan sin ningún tipo de control”.59 Ese control, precisamente, es el que ejercería un Estado que cumpliera con sus obligaciones constitucionales, de manera irrestricta, transparente, imparcial, eficiente, leal, honrada y eficaz. Por otro lado, las libertades de asociación, de reunión, de expresión, de tránsito, de empresa, de profesión, de intercambio de bienes y servicios, son derechos constitucionales. Pertenecen al mundo de lo político y de lo jurídico, al ámbito constitucional, al igual que las obligaciones estatales de proteger, respetar, promover y reparar los derechos fundamentales, mientras que el libre mercado o el capitalismo global (la libre empresa) pertenecen al mundo de lo económico, al ámbito mercantil. En todo caso, lo que habrá de buscarse es el equilibrio de las fuerzas del Estado y el mercado, entre las libertades ciudadanas, la igualdad, la solidaridad y la libertad de los mercados, siempre que se subordinen y acaten los principios, las reglas, los controles y los límites que les fije la Constitución.

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Ahora bien, por definición, la ciudadanía es una categoría multidimensional compuesta por principios como la libertad individual, la igualdad básica, el estatuto jurídico, la participación política para el bien común y la lealtad hacia la propia comunidad política. Esos presupuestos mínimos deberían ser cultivados y ejercidos por las personas en una sociedad determinada para poder considerarse a sí mismas ciudadanos de una república. No obstante, lo que se observa hoy es una lamentable ausencia de igualdad, un indeseable exceso de libertad individual, un notable descenso de la participación política para el bien común y una absoluta deslealtad respecto de la comunidad, motivada por el deseo permanente de la satisfacción inmediata de las necesidades creadas por el mercado con base en bienes materiales desechables y carentes de contenidos que dignifiquen a las personas-consumidores. Vaya, los bienes materiales han adquirido un mayor valor respecto de los espirituales. Los valores ético-políticos comprometidos con esta carencia son la libertad, la igualdad, la solidaridad y, por ende, la responsabilidad de los propios ciudadanos respecto de su comunidad, producto natural de una evidente falta de lealtad. Para revertir esta tendencia, la ciudadanía habrá de retornar al ágora y retomar la discusión de los asuntos públicos con bases éticas. Muchos esfuerzos han sido emprendidos. Dos de ellos, quizá los más importantes en los últimos años, son la reforma constitucional del 10 de junio de 2011 en materia de derechos humanos, y la nueva Ley de Amparo del 2 de abril de 2013. Sin embargo, dado nuestro contexto cultural, social y económico, todavía resultan insuficientes, ya que es menester modificar las formas y las posibilidades reales de involucramiento, participación y defensa de esos derechos por parte de la mitad de los mexicanos que viven en condiciones de pobreza. Así, comparto el cuestionamiento: ¿de qué libertad puede gozar una persona que carece de los recursos y los medios elementales para una vida digna?60 Porque “cuando las personas son efectivamente libres, conviven en condiciones de igualdad, ejercen su autonomía política y tienen sus necesidades básicas satisfechas, entonces el constitucionalismo de los derechos es una realidad práctica”.61 VII. La

prohibición de los monopolios

En el plano económico, la igualdad de oportunidades que el orden jurídico establece para las relaciones entre las personas y los grupos sociales es

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importante para el desarrollo de un país porque, por un lado, nivela el terreno de juego y, por el otro, en esa misma medida libera su potencial de desarrollo al máximo. Asimismo, la igualdad de acceso a la participación en los mercados a favor de las empresas es un factor crucial para lograr una más justa redistribución de la riqueza. Sin duda, la desigualdad social y económica representa un alto costo para cualquier Estado. La discriminación hacia los grupos más vulnerables de la sociedad, así como la que practican las empresas con mayor poder sustancial de mercado respecto de las más débiles o “entrantes”, impide el crecimiento por varias razones: 1. Los monopolios (totales o parciales) encarecen la vida por su capacidad para fijar los precios, la mayoría de las veces en niveles demasiado altos. 2. Los monopolios impiden la innovación. 3. Los monopolios abusan de su poder introduciendo distorsiones al mercado a partir de un manejo privilegiado de la información y del despliegue de una actividad especulativa rayana en el fraude. 4. Los monopolios potencian la capacidad de influencia del poder económico sobre el poder político para ajustar las reglas del juego a su favor. 5. Este mismo poder es utilizado por los grupos monopólicos para evitar la transparencia y hacer cada vez más opacas no sólo sus operaciones sino la misma información que debería estar disponible para todos en cualquier momento. En ese sentido, ha quedado demostrado que la opacidad en los mercados, al igual que la falta de transparencia del poder público, ha sido un factor detonante de las crisis económicas, políticas y sociales de las últimas décadas. Entonces, la actividad reguladora del Estado en materia económica cobra capital importancia como el árbitro imparcial que debería ser, siempre para nivelar el terreno e imponer las reglas del juego sin ninguna otra consideración que la de tutelar el bien común. Ahí es donde un elemento sutil, pero altamente nocivo, entra en el campo de juego: la captura regulatoria o “captación del regulador”. Ésta consiste en el hecho de que las grandes empresas con poder sustancial de mercado (o los monopolios) utilizan su influencia política, a partir de su poder económico, para lograr que personas afines a sus intereses, con

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su misma mentalidad y cultura empresarial (sea porque ya trabajan para ellas y al final de su gestión son rescatadas por sus antiguos empleadores, o simplemente porque así fueron educadas), lleguen a ocupar posiciones de poder público al frente de las agencias estatales encargadas de regular ciertos mercados (banca, telecomunicaciones o energía).62 No obstante, nuestra Constitución prohíbe, de manera contundente, la existencia de monopolios privados (artículo 28), al igual que todo tipo de discriminación (artículo 1). Entonces, cabe indagar las razones por las cuales, a pesar de existir en nuestra ley suprema prohibiciones tan claras e incuestionables, en México continúan existiendo la discriminación y los monopolios. Notas   Véase Zygmunt Bauman, Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global, México, 2011.  2   Stéphane Hessel y Edgar Morin, Le chemin de l’espérance, Clamecy, Francia, Fayard, 2011.  3   Aurelio Arteta, “Tópicos fatales (o las peligrosas perezas de la ciudadanía)”, en José Rubio Carracedo, José María Rosales y Manuel Toscano Méndez (coords.), Democracia, ciudadanía y educación, Madrid, Universidad Internacional de Andalucía / Akal, 2009.  4   Idem.  5   Ibidem, p. 18.  6   Idem.  7   Idem.  8   Idem.  9   Idem. Véase también A. Arteta, Tantos tontos tópicos, 2ª ed., Barcelona, Ariel, 2012. 10   Germán Bidart Campos, Teoría general de los derechos humanos, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1989, p. 82. 11   Ibidem, p. 83. 12   Una reflexión más profunda sobre el regreso al “estado de naturaleza” descrito por Hobbes y el desinterés por las cuestiones públicas puede encontrarse en Tony Judt, Algo va mal, México, Taurus, 2010. 13   A. Arteta, “Tópicos fatales…”, op. cit., pp. 27 y ss. 14   Idem. 15   Cf. Z. Bauman, op. cit. 16   Véase Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, México, Alfaguara, 2012. Para el Premio Nobel de Literatura, la frivolidad, más allá de su definición en el diccionario (lo ligero, veleidoso e insustancial), “consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”. 1

fce,

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  Idem.   Peter Häberle, El Estado constitucional, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003. 19   Mario Bunge, Filosofía política, solidaridad, cooperación y democracia integral, Barcelona, Gedisa, 2009, p. 152. 20   Idem. 21   Maurizio Fioravanti, Constitución. De la Antigüedad a nuestros días, 1ª reimp., Madrid, Trotta, 2007. 22   Idem. 23   Idem. 24   Tony Judt, Ill Fares the Land, Nueva York, The Penguin Press, 2010. 25   Idem. 26   Idem. 27   Joseph E. Stiglitz, The Price of Inequality: How Today’s Divided Society Endangers our Future, Nueva York, W. W. Norton & Company, 2012. Cf. la edición en español: El precio de la desigualdad, Madrid, Taurus, 2012. 28   Idem. 29   Idem. 30   Idem. 31   Idem. 32   Idem. 33   T. Judt, op. cit. 34   En su libro Ill Fares the Land, Judt se refiere al régimen fascista de Mussolini, quien gozaba de una reputación de dictador violento pero eficaz. La ironía italiana se refleja en la frase consignada por nuestro autor: “En un Estado autocrático nos va mal, pero por lo menos las cosas que deberían funcionar funcionan, incluso para escapar de la opresión de ese mismo régimen autoritario. Ahora también nos va mal, pero con la agravante de que no contamos con servicios públicos que funcionen adecuadamente ni medios para escapar del malestar”. 35   Lorenzo Meyer, El Estado en busca del ciudadano: un ensayo sobre el proceso político mexicano contemporáneo, México, Océano, 2005 (Con una cierta mirada). 36   Para un estudio a fondo de la necesidad de sujetar todo tipo de poder al imperio del derecho, véase Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías: la ley del más débil, 6ª ed., Madrid, Trotta, 2009. 37   David Held, “¿Hay que regular la globalización? La reinvención de la política”, en Miguel Carbonell y Rodolfo Vázquez (comps.), Estado constitucional y globalización, 2ª ed., México, Porrúa / unam, 2003. 38   Cf. Miguel Rábago Dorbecker, Derecho de la inversión extranjera en México, México, Porrúa / uia, 2004. 39   Miguel de la Madrid Hurtado, “Comentario al artículo 25”, en Miguel Carbonell (coord.), Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, comentada y concordada, 20ª ed., México, Porrúa / unam, 2009, t. 1, p. 599. 40   Ibidem, p. 601. 41   Esta definición podemos encontrarla en el artículo de Francisco M. Cornejo Certucha contenido en la edición histórica del Diccionario jurídico mexicano (México, Porrúa / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2009, pp. 2113 y ss.). 42   L. Ferrajoli, “Libertad de información y propiedad privada”, en M. Carbonell (ed.), Democracia y garantismo, Madrid, Trotta, 2008, p. 276. 17 18

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  L. Ferrajoli, “Sobre los derechos fundamentales”, M. Carbonell (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo, Madrid, Trotta, 2007, p. 88. 44   J. Stiglitz, op. cit., p. 34. 45   Idem. 46   Pedro de Vega García, “Mundialización y derecho constitucional”, en Miguel Carbonell y Rodolfo Vázquez (comps.), Estado constitucional y globalización, 2ª ed., México, Porrúa / unam, 2003, pp. 166 y 167. 47   Idem. 48   L. Ferrajoli, “Sobre los derechos fundamentales”, op. cit., p. 88. 49   Cf. . 50   Cf. . 51   Cf. . 52   Idem. 53   Consultar el informe completo en el sitio de internet de la Comisión de Banda Ancha de la Unión Internacional de las Telecomunicaciones: . 54   L. Ferrajoli, “Democracia constitucional y derechos fundamentales”, en M. Carbonell (ed.), Democracia y garantismo, Madrid, Trotta, 2008, pp. 51-52. 55   Pedro de Vega García, Estudios político-constitucionales, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2004. 56   El artículo 1 de la nueva Ley de Amparo dicta: “El juicio de amparo tiene por objeto resolver toda controversia que se suscite: ”I. Por normas generales, actos u omisiones de autoridad que violen los derechos humanos reconocidos y las garantías otorgadas para su protección por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, así como por los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte; ”II. Por normas generales, actos u omisiones de la autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía de los Estados o la esfera de competencias del Distrito Federal, siempre y cuando se violen los derechos humanos reconocidos y las garantías otorgadas para su protección por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; y ”III. Por normas generales, actos u omisiones de las autoridades de los estados o del Distrito Federal, que invadan la esfera de competencia de la autoridad federal, siempre y cuando se violen los derechos humanos reconocidos y las garantías otorgadas por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. ”El amparo protege a las personas frente a normas generales, actos u omisiones por parte de los poderes públicos o de particulares en los casos señalados en la presente ley.” 57   Pedro de Vega García, op. cit., p. 167. 58   Idem. 59   Idem. 60   Véase Miguel Carbonell y Pedro Salazar (coords.), La reforma constitucional de derechos humanos: un nuevo paradigma, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2011. 61   Idem. 62   Cf. J. Stiglitz, op. cit., pp. 95 y ss. 43

CAPÍTULO CUARTO

Rendición de cuentas y justicia Concibo la rendición de cuentas como un proceso que incluye la obligación de informar al público, de manera permanente, transparente y sistemática, sobre los programas y los actos de gobierno, antes, durante y después de su ejecución; el fincamiento de responsabilidades (administrativas, políticas y penales), y la imposición de las sanciones correspondientes. Este proceso, para resultar eficaz, debe garantizar la compurgación efectiva de las sentencias condenatorias y el resarcimiento del daño o perjuicio económico que, en su momento, el servidor público hubiere infligido a los gobernados. Pero las obligaciones y los derechos no son justiciables sin el establecimiento de responsabilidades y las sanciones disciplinarias correspondientes. Así, el título IV de nuestra ley fundamental abarca siete artículos, del 108 al 114, que establecen los sujetos obligados y los denomina servidores públicos. En el artículo 108 se prevé: Se reputarán como servidores públicos a los representantes de elección popular, a los miembros del Poder Judicial Federal y del Poder Judicial del Distrito Federal, los funcionarios y empleados y, en general, a toda persona que desempeñe un empleo, cargo o comisión de cualquier naturaleza en el Congreso de la Unión, en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal o en la administración pública federal o en el Distrito Federal, así como a los servidores públicos de los organismos a los que esta Constitución otorgue autonomía, quienes serán responsables por los actos u omisiones en que incurran en el desempeño de sus respectivas funciones.

Es claro que, como ya he venido señalando, la Constitución obliga a la rendición de cuentas tanto a los servidores públicos de los poderes tradicionales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en el orden federal como a aquellos que pertenecen a los órganos constitucionales autónomos. 127

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Rendición de cuentas y justicia

Otro sujeto obligado es el jefe del Ejecutivo federal, pues en el segundo párrafo del mismo artículo 108 se lee: “El presidente de la República, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”. Igualmente, los gobernadores de los estados, los diputados a las legislaturas locales, los magistrados de los tribunales superiores de justicia locales y los miembros de los consejos de las judicaturas estatales incurrirán en responsabilidades por violaciones a la Constitución y a las leyes federales, así como por el manejo indebido de fondos y recursos de la propia Federación. Tal disposición remite a las constituciones de los estados para que en el orden jurídico local se precise el carácter de servidores públicos de “quienes desempeñen empleo, cargo o comisión en los estados y en los municipios”. Respecto de las responsabilidades en las que pueden incurrir los servidores públicos, el artículo 109 constitucional1 prevé tres tipos: la política, la penal y la administrativa. En cuanto a estas últimas, para mejor proveer a la eficacia de la fracción III del artículo 109 constitucional, la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos prevé, en su artículo 7, lo siguiente: “Será responsabilidad de los sujetos de la ley ajustarse, en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones, a las obligaciones previstas en ésta, a fin de salvaguardar los principios de legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que rigen en el servicio público”. Inmediatamente después, el artículo 8 establece las obligaciones2 de los servidores públicos, entre las cuales las más importantes, desde mi punto de vista, son las relativas a la observancia del orden jurídico en general, al cumplimiento del servicio que les ha sido encomendado, a la utilización de los recursos asignados y las facultades que les han sido atribuidas exclusivamente para los fines a los que han sido destinados; rendir cuentas sobre el ejercicio de sus funciones y coadyuvar a la rendición de cuentas de la gestión pública federal; observar buena conducta en su empleo, cargo o comisión, tratando con respeto, diligencia, imparcialidad y rectitud a las personas con las que tengan relación con motivo de éste; abstenerse de influir o llevar a cabo la selección y contratación de personas afines a ellos en las áreas en las que tengan injerencia; excusarse de intervenir en la atención, tramitación o resolución de asuntos en los que tengan interés personal; abstenerse de solicitar, aceptar o recibir, por sí o por interpósita persona, dinero, bienes muebles o inmuebles,

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donaciones, servicios, empleos, cargos o comisiones para sí o para sus parientes consanguíneos o por afinidad; desempeñar su empleo sin obtener o pretender obtener beneficios adicionales a las contraprestaciones comprobables que el Estado les otorga por su función, sean para ellos o para las personas a las que se refiere la fracción XI; abstenerse de intervenir o participar indebidamente en la selección, nombramiento, designación, contratación, promoción, suspensión, remoción, cese, rescisión del contrato o sanción de cualquier servidor público, cuando tengan interés personal, familiar o de negocios en el caso, o pueda derivar alguna ventaja o beneficio para ellos o para las personas a las que se refiere la fracción XI, y presentar con oportunidad y veracidad las declaraciones de situación patrimonial, en los términos establecidos por la ley. Una obligación fundamental, me parece, es la referida a la abstención del servidor público de aprovechar su posición para promover o facilitar la contratación de servicios, bienes u obra pública a favor de sí mismo o de personas allegadas a él con el fin de obtener ventajas o beneficios económicos, así como abstenerse de celebrar contratos con personas inhabilitadas para el ejercicio de la función pública o para fungir como proveedores del gobierno. Una herramienta legal para recuperar la confianza en las autoridades es la declaración de situación patrimonial que año con año deben hacer, salvo ciertas excepciones, todas las personas que ostenten un puesto en el sector público. Como parece obvio, este mecanismo busca garantizar transparencia frente a los gobernados, pero también prevenir abusos que lleven al enriquecimiento ilícito de los servidores públicos. Así, el artículo 36 de la citada Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos establece la obligación de presentar declaraciones de situación patrimonial para diputados y senadores, secretarios generales, tesoreros y directores de la cámaras que componen el Congreso de la Unión, así como para todos los servidores públicos de la administración pública federal centralizada, desde el nivel de jefe de departamento hasta el de presidente de la República, pasando por el procurador general de la República y el secretario de Seguridad Pública. Asimismo, la autoridad administrativa competente podrá llevar a cabo investigaciones o auditorías para verificar la evolución del patrimonio de los servidores públicos, y, cuando existan elementos o datos que hagan presumir que el patrimonio de un servidor público es notoriamente superior a los ingresos lícitos que pudiera tener, se le podrá citar para que rinda cuentas al respecto.

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En cuanto a la relación que la rendición de cuentas guarda con el artículo 109 constitucional, en su fracción III encontramos algunos principios similares a los enumerados en el 134, los cuales deben guiar la conducta de los servidores públicos en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones: legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia. Como puede apreciarse, ambos preceptos coinciden en dos principios: eficiencia y honradez, aunque en su cuarto párrafo el 134 reitera el principio de imparcialidad. La eficiencia significa que el desempeño, tanto del servidor público como del sistema o de la institución, debe producir los mejores resultados en el menor tiempo y con el menor costo posible. Por su parte, la honradez está íntimamente relacionada con la conducta, en lo individual y en lo colectivo, de quienes operan el sistema o prestan el servicio; se trata de un mandato de conducta recta, que pretende salvaguardar la integridad patrimonial de la nación y la confianza de los ciudadanos en cuanto mandantes del gobierno que fue constituido en virtud de su voluntad expresada en las urnas. En una sociedad acostumbrada al latrocinio público, al enriquecimiento ilícito de sus gobernantes, es menester incluir este principio ético de observancia obligatoria en un Estado constitucional y democrático de derecho. Por otra parte, el segundo párrafo de la fracción III del artículo 109 establece el principio de autonomía de los procedimientos para aplicar las sanciones correspondientes a cada tipo de responsabilidad; de acuerdo con este principio, un mismo servidor público puede ser procesado por cada una de las tres vías, de manera autónoma, y se le pueden imponer sanciones administrativas, penales y / o políticas por una misma conducta u omisión. Ahora bien, la parte final de ese segundo párrafo PRINCIPIOS RECTORES DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

Artículo 109 cpeum III. Se aplicarán sanciones administrativas a los servidores públicos por los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones.

Artículo 134 cpeum Los recursos económicos de que dispongan la Federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, se administrarán con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados.

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establece el principio de non bis in idem: “No podrán imponerse dos veces por una sola conducta sanciones de la misma naturaleza”. Esto significa que el servidor público no puede ser sancionado dos veces en la vía penal o en la administrativa por una misma conducta irregular. Si partimos del principio de legalidad, en el sentido de que todo órgano de gobierno o toda autoridad (y, para nuestro propósito, todo servidor público) sólo puede hacer lo que la norma (constitución, ley, reglamento, etc.) le faculta de manera expresa, las obligaciones también deben quedar expresamente previstas en el ordenamiento. Si tales obligaciones están respaldadas en principios constitucionales (con bases éticas), debería ser relativamente fácil determinar el grado de su cumplimiento. Sin embargo, las obligaciones de los servidores públicos han sido y siguen siendo objeto de interpretación en sede judicial. Un ejemplo de ello es la siguiente jurisprudencia por reiteración de tesis, que reza: servidores públicos. su responsabilidad administrativa surge como consecuencia de los actos u omisiones previstos en la legislación que rige la prestación del servicio público y su relación con el estado.

La responsabilidad administrativa de los servidores públicos surge como consecuencia de los actos u omisiones —que se definan ya sea por la propia legislación bajo la cual se expidió el nombramiento del funcionario, la ley que rige el acto que se investigó, o bien por las que se contemplan en la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos— pues, de no considerarse así, bastaría que el ordenamiento jurídico respectivo no previera las obligaciones o deberes que a cada funcionario le corresponden, para dejar impunes prácticas contrarias a la legalidad, honradez, imparcialidad, economía y eficacia que orientan a la administración pública y que garantizan el buen servicio público, bajo el principio unitario de coherencia entre la actuación de los servidores públicos y los valores constitucionales conducentes, sobre la base de un correlato de deberes generales y la exigibilidad activa de su responsabilidad. Tan es así que la propia Constitución federal, en su artículo 109, fracción III, párrafo primero, dispone que se aplicarán sanciones administrativas a los servidores públicos por los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones, lo que constriñe a todo servidor público a acatar y observar el contexto general de disposiciones legales que normen y orienten su conducta, a fin de salvaguardar los principios que la propia ley fundamental estatuye como pilar del Estado de derecho, pues la apreciación de faltas implica constatar la conducta con

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las normas propias o estatutos que rigen la prestación del servicio público y la relación laboral y administrativa entre el servidor público y el Estado. Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito. Revisión fiscal 316/2002. Titular del Órgano Interno de Control en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado. 29 de enero de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Jean Claude Tron Petit. Secretario: Alfredo A. Martínez Jiménez. Revisión fiscal 357/2002. Titular del Área de Responsabilidades del Órgano Interno de Control en Pemex Exploración y Producción. 12 de febrero de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Jean Claude Tron Petit. Secretaria: Claudia Patricia Peraza Espinoza. Revisión fiscal 37/2003. Titular del Área de Responsabilidades de la Unidad de Contraloría Interna en el Instituto Mexicano del Seguro Social, encargado de la defensa jurídica de este órgano de control y del titular del ramo. 12 de marzo de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Jean Claude Tron Petit. Secretaria: Alma Margarita Flores Rodríguez. Revisión fiscal 22/2003. Titular del Área de Responsabilidades del Órgano Interno de Control en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, en su carácter de encargado de la defensa jurídica de dicho órgano interno y en representación del secretario de Contraloría y Desarrollo Administrativo. 12 de marzo de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Jean Claude Tron Petit. Secretaria: Alma Margarita Flores Rodríguez. Revisión fiscal 50/2003. Titular del Área de Responsabilidades del Órgano Interno de Control en Pemex Exploración y Producción, en representación del titular de la Secretaría de Contraloría y Desarrollo Administrativo. 2 de abril de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Jean Claude Tron Petit. Secretaria: Claudia Patricia Peraza Espinoza.3

El criterio jurisprudencial anterior rompe con varios paradigmas. Por ejemplo, tira por la borda el mito gremial de que no es posible sancionar a un trabajador que se desempeña en el sector salud por ser sindicalizado y porque su contrato colectivo de trabajo lo protege contra los abusos del patrón, cuando la falta tiene que ver con una violación a la Ley General de Salud o a la misma Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos. Es decir, un servidor público debe cumplir con las obligaciones previstas tanto en la Constitución como en cualquier ley, aun cuando la norma no esté directamente relacionada con su trabajo en un sector determinado.

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Me explico con un caso concreto, aunque hipotético: un médico del hospital general regional en la ciudad Paraíso Perdido pretende cobrar a un derechohabiente una cantidad de dinero adicional por practicarle ciertos procedimientos fuera de las instalaciones de la institución, pues el médico aduce que carece de los medios y los equipos suficientes para el tratamiento que salvará la vida del paciente. La ley establece la posibilidad de la prestación indirecta de sus servicios4 mediante convenios, por ejemplo, con el sector privado para suplir determinadas deficiencias, pero el procedimiento legal para lograrlo es distinto de “darle un dinero extra” al médico para atenderlo “como es debido”. Así, el médico está rompiendo con el protocolo legal que tiene que ver directamente con su labor dentro de la institución, además de estar comportándose de manera desleal y violando otro conjunto de leyes y normas relacionadas con la práctica médica y con la Ley General de Salud. Cuando el médico es denunciado, investigado y procesado administrativamente, él alega que el contrato colectivo de trabajo obliga a la institución a proveer todos los medios necesarios para el correcto desempeño de su labor y que, dada la falta de éstos, era su obligación dar al paciente alternativas de curación fuera de las instalaciones de la institución. Al mismo tiempo, la autoridad administrativa lo denuncia ante el ministerio público por la probable comisión de un delito. Aquí estamos frente al presunto responsable de dos o más violaciones de normas distintas: la ley de la institución pública donde labora, la Ley General de Salud, la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos, el Código Penal Federal, etc. Pero la defensa del médico se centra en que el contrato colectivo de trabajo lo protege ante las omisiones de la institución para la que trabaja. ¿Cómo resolver un caso semejante? Por supuesto, podemos comenzar por emprender un análisis jerárquico de las normas y determinar que el contrato colectivo no puede estar por encima de las leyes generales y federales. Ni siquiera podría estar por encima de la ley específica, que norma directamente a la institución. No obstante, el criterio jurisprudencial antes visto, aplicado al caso concreto, da una guía para resolver el asunto. Recordemos que la jurisprudencia citada señala que los principios constitucionales de legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que debe observar en el desempeño de su empleo, cargo o comisión obligan “a todo servidor público a acatar y observar el contexto general de disposiciones legales que normen y orienten su conducta, a fin de

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salvaguardar los principios que la propia ley fundamental estatuye como pilar del Estado de derecho”. Así las cosas, tomando en cuenta el contexto general de las normas que orientan su conducta y partiendo siempre del principio de presunción de inocencia, la autoridad investigadora habrá de reunir los elementos probatorios que lleven a una imputación sólida de las conductas indebidas en las que hubiere incurrido el médico, desechando aquellas que no estuvieren directamente relacionadas con la falta imputada, o considerando ciertos indicios que pueden llevar al conocimiento de hechos que confirmen la comisión de la infracción o del delito, según el caso. Si bien es cierto que, para evitar la imputación y la sanción por faltas administrativas, los servidores públicos están obligados a cumplir con las normas que regulan su conducta en el desempeño de su encargo, también lo es que, como lo señala el artículo 128 de la Constitución, deben observar todas las normas del orden jurídico nacional. I. Mecanismos

constitucionales de garantía

No basta con que los derechos estén plasmados en la Constitución y sean reconocidos por ésta y por el derecho internacional de los derechos humanos; todos los derechos fundamentales requieren cláusulas que, además de reconocerlos en su dimensión sustantiva, los hagan justiciables con procedimientos que faciliten su protección y aseguren su reparación a favor de los gobernados. Por ello, resulta necesario revisar, aunque sea someramente, los mecanismos contemplados por la propia ley suprema para el cumplimiento de los objetivos señalados en el párrafo anterior. En primer lugar, ya desde el artículo 1 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se establece, en su párrafo tercero, la obligación de toda autoridad, dentro del ámbito de sus respectivas competencias, de promover, respetar, proteger y garantizar, en el ámbito de sus competencias, “los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”. Y ya que el derecho a la información pública es un derecho fundamental, reconocido tanto en nuestra Constitución como en diversos tratados y convenciones internacionales en materia de derecho humanos,

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resulta indispensable que el Estado garantice el acceso de todos los gobernados al ejercicio pleno de tal derecho. Para ello, es requisito esencial que la información sea proporcionada por los agentes del poder (público o privado) de manera oportuna, precisa y verificable en la realidad, para que los gobernados puedan confiar en la veracidad de lo que se les informa. Ya señalábamos que las garantías procesales del acceso al ejercicio pleno del derecho a la información se inician en el artículo 1 constitucional, y continúan, sin duda, en el artículo 6 de nuestra carta magna. Sin embargo, la obligación central de rendir cuentas se encuentra en el artículo 134 constitucional. De todos estos preceptos se derivan leyes como la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública; la Ley General de Contabilidad Gubernamental; la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios; la Ley de Obras Públicas y Servicios Relacionados con las Mismas; la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas, etcétera. Respecto de la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 11 de junio de 2012, considero útil hacer una revisión, aunque somera, de sus principales contenidos. Primero, es una ley cuyos principales sujetos son los particulares que participen en la relación contractual con el gobierno, puesto que su artículo 2 señala lo siguiente: Artículo 2. Son sujetos de la presente ley: I. Las personas físicas o morales, de nacionalidad mexicana o extranjeras, que participen en las contrataciones públicas de carácter federal, en su calidad de interesados, licitantes, invitados, proveedores, adjudicados, contratistas, permisionarios, concesionarios o análogos; II. Las personas físicas o morales, de nacionalidad mexicana o extranjeras, que en su calidad de accionistas, socios, asociados, representantes, mandantes o mandatarios, apoderados, comisionistas, agentes, gestores, asesores, consultores, subcontratistas, empleados o que con cualquier otro carácter intervengan en las contrataciones públicas materia de la presente ley a nombre, por cuenta o en interés de las personas a que se refiere la fracción anterior; III. Las personas físicas o morales de nacionalidad mexicana que participen, de manera directa o indirecta, en el desarrollo de transacciones comerciales internacionales en los términos previstos en la presente ley, y IV. Los servidores públicos que participen, directa o indirectamente, en las contrataciones públicas de carácter federal, quienes estarán sujetos a

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responsabilidad en términos del título IV de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Si bien su fracción IV establece que también son sujetos de la ley los servidores públicos que participen en las contrataciones materia de su regulación, al remitirlos a lo dispuesto por el título IV constitucional se centra más en sancionar las conductas irregulares de los particulares, lo cual representa un avance sin precedentes en la historia de la lucha contra la corrupción en México. Ya desde su artículo 1 indica que su objeto es “establecer las responsabilidades y sanciones que deban imponerse a las personas físicas y morales, de nacionalidad mexicana y extranjeras, por las infracciones en que incurran con motivo de su participación en las contrataciones públicas de carácter federal”, así como en transacciones comerciales internacionales. Asimismo, se trata de un ordenamiento de índole adjetiva, pues regula el procedimiento para determinar responsabilidades y aplicar sanciones, así como qué autoridades federales son competentes para interpretarla y aplicarla. En resumen, éste es un mecanismo jurídico que pretende garantizar, mediante un procedimiento administrativo, la rendición de cuentas de agentes del poder privado, aunque también comprende las responsabilidades de los servidores públicos, con el fin de sancionar conductas irregulares y combatir la corrupción. Básicamente, parte del reconocimiento de que la corrupción no es un fenómeno que cobre vida únicamente en el sector público, sino también en el privado. De hecho, la premisa implícita en esta ley es que los actos de corrupción son bilaterales y que, generalmente, inician con ofrecimientos de dádivas por parte de los particulares para obtener ventaja en sus relaciones contractuales con el gobierno federal. Los sujetos de la ley incurrirán en responsabilidad cuando en las contrataciones públicas federales, directa o indirectamente, realicen alguna de las infracciones que se señalan en el artículo 8 de la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas.5 Desde mi punto de vista, las principales infracciones previstas en la ley comentada son prometer, ofrecer o entregar dinero o cualquier otra dádiva a un servidor público o a un tercero con el fin de obtener o mantener un beneficio o ventaja, y prometer u ofrecer dinero o dádivas a un tercero que de cualquier forma intervenga en el diseño o elaboración de la convocatoria de licitación pública o cualquier otro acto relacionado con el procedimiento de contratación pública federal.

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Otras infracciones en las que comúnmente se ven involucrados los particulares consisten en participar en contrataciones públicas federales a pesar de estar impedidos para ello por disposición de ley o resolución administrativa; evadir los requisitos o reglas establecidos en los procedimientos de contratación pública; intervenir a nombre propio, pero en interés de otras personas impedidas para participar en contrataciones públicas, con el fin de que éstas beneficien, total o parcialmente, a sus “representados”. De igual manera, la ley anticorrupción, en su artículo 9, establece el procedimiento para investigar y, en su caso, sancionar a los particulares mexicanos que por sí o a través de un tercero prometan, ofrezcan o entreguen dinero o cualquier otra dádiva indebida a un servidor público extranjero a un tercero, con el fin de obtener o mantener un beneficio o ventaja en alguna transacción comercial internacional. Las sanciones establecidas en el artículo 27 de la misma ley van dirigidas a personas físicas y morales; comprenden multas de 1 000 a 50 000 veces el salario mínimo diario general vigente para el Distrito Federal (entre 62 000 y 3.12 millones de pesos), en el caso de las personas físicas, y sanciones económicas contra las personas morales equivalentes a 10 000 y hasta dos millones de veces el salario mínimo diario general vigente para la Ciudad de México, lo cual significa que una empresa u organización privada puede llegar a pagar entre 623 300 y 124 660 000 pesos. Todo lo anterior nace de la necesidad de combatir una práctica perniciosa muy común en nuestra sociedad, acostumbrada a los actos de corrupción, pues ni los empresarios ni los servidores públicos provienen de otro lado: surgen de esta misma sociedad cuya cultura jurídico-política, hoy, no favorece el respeto al derecho de los demás ni a las normas, sean éstas de índole jurídica, moral o social, como lo demuestran informes, estudios y encuestas que he presentado en capítulos previos. II. Control

constitucional y derecho a la resistencia

Cuando todos los controles fallan, sobrevienen el abuso, la infracción (o el delito), la ausencia de rendición de cuentas, la impunidad y la injusticia. Entonces, la eficacia del último control, el que ejerce la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sobre las normas, los actos o las omisiones del poder, resulta crucial. Pero si ni siquiera éste funciona, los agraviados tienen todo el derecho de oponerse, de resistir pacíficamente al orden jurídico vigente,

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pues aquí se está ante el supuesto de que ese orden ha dejado de actuar para protegerlos y ahora opera sistemáticamente en su contra. Como sabemos, el control constitucional de las leyes sirve de contrapeso frente al poder de la mayoría, que ha incurrido en excesos realmente terribles a lo largo de la historia, en particular durante las primeras décadas del siglo xx. Así, desde cualquier perspectiva, sea histórica, política o jurídica, es deseable que los gobernados cuenten con la seguridad de que una aristocracia de científicos del derecho velará por la inviolabilidad de sus derechos fundamentales. Si partimos del principio de supremacía de la Constitución, es indudable el beneficio que para los gobernados representa una eficaz institución de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las normas emitidas por el legislador o por el Ejecutivo. Pero, por otro lado, habremos de cuestionar desde dónde se ejerce esta función, quién la realiza y cómo la lleva a cabo. Con el fin de precisar los términos del debate, Pedro Salazar aclara: “Una cosa es impugnar el principio de supremacía constitucional ante las demás leyes y normas del ordenamiento y otra distinta es criticar el poder de los jueces de garantizar dicha supremacía aplicando el ‘control de constitucionalidad’ ”.6 El asunto puede problematizarse todavía más, pues las tensiones naturales que surgen del contacto entre democracia y Constitución encuentran su origen precisamente en la necesidad de limitar el poder de las mayorías. Entonces, Salazar lanza la pregunta: “¿Hasta qué punto es posible limitar, no solamente desde el punto de vista procedimental (cómo decidir) sino también desde el punto de vista material (qué cosa se decide o no se decide), la soberanía popular sin desnaturalizarla?”7 En el caso de México, pregunto: ¿tiene la Suprema Corte de Justicia de la Nación la legitimidad democrática y la autoridad necesarias y suficientes para declarar la inconstitucionalidad de una ley producida por el Congreso y, en ese papel, sustituir al legislador en el establecimiento de normas de carácter general y abstracto? ¿Cómo puede conciliar su histórico papel de tribunal de casación con el de control constitucional, con un reparto de jueces de legalidad y una cultura positivista de aplicación del derecho, sin importar la calidad sustancial de los contenidos impugnados? Quizá la primera pregunta pueda ser respondida en sentido afirmativo, ya que, como he apuntado, el principio democrático y la protección constitucional de los derechos fundamentales se legitiman mutuamente, en

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un binomio jurídico-político esencial para la supervivencia y el desarrollo de nuestra sociedad, así como para alcanzar la justicia a partir de la elevación espiritual del hombre y su comunidad, mediante el respeto irrestricto de su dignidad humana. La segunda pregunta comporta un problema de diseño institucional con graves consecuencias para la vida nacional: al pretender tener una corte nacional con un “control concentrado” de la constitucionalidad, en un país con un importante déficit democrático y una profunda crisis de representación nacional, se crean distorsiones que “lesionan gravemente al régimen federal democrático cuya esencia es el pluralismo deliberativo y decisorio”.8 En México, ante 53.3 millones de personas en estado de pobreza patrimonial, de los cuales 11.5 millones se encuentran en situación de pobreza extrema,9 cabe suponer que ciertos mecanismos de tutela y protección de los derechos fundamentales han fallado estrepitosamente, sobre todo si hoy están positivizados tanto el derecho a la alimentación como el derecho al agua en nuestra Constitución.10 Así las cosas, las consecuencias de la injusticia social cada día son más alarmantes: la violencia y la inseguridad crecen de manera incontenible y amenazan con socavar los cimientos del Estado y de la incipiente democracia mexicana. Ante todo esto, procede preguntar por el derecho a la resistencia y su ejercicio efectivo en el país, ya que se encuentra en el corazón y en el origen de los derechos fundamentales del hombre. Por ello, habremos de revisar la relación entre la eficacia de los mecanismos de garantía que se supone deben hacer justiciables los derechos y la situación actual del derecho que asiste al pueblo de oponerse a un orden jurídico que opera sistemáticamente en su contra, en un contexto en el que son insuficientes los recursos del ciudadano de a pie para reclamar el respeto y la tutela efectiva de sus derechos fundamentales. III. El

derecho a resistir el derecho

En la Edad Media, el Renacimiento y los albores del Estado moderno, el derecho de resistencia era ejercido por el pueblo frente al tirano. En condiciones de concentración del poder, era muy fácil identificar la fuente del malestar general o del abuso en contra de la mayoría. El derecho de resistencia se manifestaba en formas violentas y contundentes de oposición al gobierno que funcionaba en contra del interés y de la voluntad general.

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A lo largo de la historia, la resistencia de los pueblos frente a sus opresores ha producido el surgimiento de las instituciones, así como cambios sustanciales en ellas: desde la claudicación del príncipe hasta el derrocamiento de una monarquía y la instauración de la República; desde la defenestración del dictador hasta la instauración de un régimen constitucional-democrático. Gracias al derecho de resistencia se fundaron instituciones como el parlamento o el propio derecho al voto. Las constituciones modernas son producto de la sangre de millones de personas que ejercieron de manera violenta su derecho de resistencia en contra de dictaduras y regímenes totalitarios. A la acción del gobierno en contra del pueblo, a la desviación del derecho de los fines para los que originalmente fue creado hacia objetivos contrarios a su deber ser, es a lo que Gargarella llama alienación legal, esto es, cuando todo el sistema normativo se vuelve en contra del pueblo que lo constituye. Entonces “el derecho comienza a servir a propósitos contrarios a aquellos que, finalmente, justificaban su existencia”.11 Y esto es así porque el orden jurídico “no era merecedor de respeto cuando sus normas infligían ofensas severas sobre la población (condición sustantiva) ni eran el resultado de un proceso en el que dicha comunidad estuviera involucrada de modo significativo (condición procedimental)”.12 Creo que un ejemplo de manifestación extrema del derecho de resistencia fue el movimiento armado contra la dictadura de Porfirio Díaz en el México de principios del siglo xx, mejor conocido como Revolución mexicana. En ese caso, la concentración del poder en un solo personaje y la estridencia de sus efectos hacían que fuera muy fácil identificar al déspota, lo que dio lugar a una revuelta sangrienta, cuyo objetivo, por lo menos en sus inicios, era claro: derrocar al tirano. En cambio, en condiciones de dispersión del poder en múltiples centros o polos, y en una situación de sobreproducción legislativa, es decir, cuando el sistema jurídico se vuelve más complejo (a partir del siglo xix y hasta nuestros días), se pasa de la alienación legal a la integración legal. Contrario a lo que sucede en un contexto de alienación legal en condiciones de concentración de poder, para Gargarella el fenómeno de la integración legal se verifica merced a la “dispersión del poder [que] dificulta la visibilidad de la opresión, al tornar más difícil distinguir exactamente quién es responsable de qué”.13 Por ello es frecuente conocer casos de ciertos grupos o individuos que están de acuerdo con el sistema en su conjunto pero se oponen pacíficamente a ciertos actos, ordenamientos o normas que violan uno o varios

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de sus derechos fundamentales y / o sociales. El individuo o el grupo se manifiestan de manera legal, respetando los principios jurídicos que ordenan la convivencia y la relación gobierno-gobernados en un Estado determinado. Aun cuando las violaciones a sus derechos sean sistemáticas por parte del Estado o del propio orden jurídico, el derecho a la resistencia se manifiesta de manera pacífica mediante formas conocidas como la objeción de conciencia o la desobediencia civil. Y es que las oportunidades políticas de cambio y las transiciones institucionales del poder han otorgado cierta estabilidad social y certeza jurídica a los gobernados, lo cual tiende a disminuir las manifestaciones de resistencia, pero favorece las formas antes mencionadas cuando se verifica una disidencia significativa respecto del orden legal prevaleciente. Sin embargo, hay grupos sociales en extrema pobreza cuya privación de las necesidades más elementales les impide tener acceso a una vida digna, y sobreviven en situaciones verdaderamente alarmantes. En tales circunstancias, el derecho a la resistencia adquiere formas menos pacíficas, más dramáticas y violentas, en las que vuelve a verificarse el fenómeno de la alienación legal. Por ello, Gargarella señala: “Ni la objeción de conciencia ni la desobediencia civil parecen ser herramientas útiles para capturar [sic] otras situaciones dramáticas”.14 El autor explica que grupos específicos en nuestra comunidad sufren dificultades sistemáticas “frente al derecho como un todo”, y advierte que no debe haber dudas “acerca de la existencia de importantes segmentos de la sociedad que tienen serias dificultades para satisfacer sus necesidades más básicas, para hacer conocer sus puntos de vista; para demandar de modo exitoso por la introducción de cambios en el derecho, o para reprochar las acciones y omisiones de sus representantes”.15 Nos hace notar, asimismo, que la situación de estos grupos es mucho más grave que la sufrida por los “objetores de conciencia o por quienes se enrolan en acciones de desobediencia civil”. Frente a la incapacidad del Estado de satisfacer las necesidades básicas de quienes viven en una situación de carencia extrema, hay quienes irremediablemente se manifiestan de manera violenta, resistiendo así la opresión del sistema, pues consideran que el orden legal es severamente injusto.16 Al referirse a los parámetros internacionales para medir la pobreza, Gargarella afirma que quienes “se encuentran privados de ciertos bienes básicos enfrentan […] situaciones de alienación legal”;17 es decir, se verifica la presencia de condiciones sustantivas y procedimentales que niegan a ciertas comunidades sus derechos sociales, económicos, civiles

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y políticos, los cuales deberían gozar de vigencia universal en las democracias actuales. El ensayo de Gargarella es una crítica a la incapacidad del orden jurídico vigente en muchas democracias para satisfacer necesidades básicas de la población y garantizar el respeto irrestricto a los derechos fundamentales de todos, y también constituye un reclamo en nombre de “aquellos que se ven sistemáticamente privados de abrigo u hogar; aquellos que padecen diariamente el hambre; aquellos que son víctimas sistemáticas de la violencia”, esto es, quienes “confrontan algunos de los peores agravios que una persona puede enfrentar”.18 Aún más, si el aparato del poder permite los abusos y la opresión de manera sistemática, se pone de manifiesto “la existencia de graves deficiencias procedimentales […] que se vinculan con el sistema institucional y que muestran que el mismo es incapaz de reparar los males existentes”.19 Tales deficiencias, que propician ofensas graves por parte del Estado contra la dignidad de la persona, están relacionadas con los “defectos propios del sistema judicial” y su incapacidad de satisfacer las demandas de los grupos más vulnerables o desprotegidos, aun cuando su fin último sería garantizar la protección de los derechos fundamentales.20 Aquí cabría robustecer los mecanismos de garantía para hacer justiciables los derechos fundamentales, mediante una mayor independencia del Poder Judicial, la autonomía de los magistrados y la ampliación de la esfera de lo indecidible para fortalecer el Estado constitucional de derecho en un sistema democrático. Pero el robustecimiento de las garantías procesales también debe estar dirigido contra los abusos del poder público y privado, tanto a favor de la última minoría (el individuo) como para proteger a los grupos menos favorecidos, típicamente excluidos del sistema. No basta con que los derechos fundamentales a la salud, la alimentación, el agua, la educación, el trabajo, la vivienda y un medio ambiente sano estén reconocidos en la Constitución; deben instituirse sus correspondientes garantías con el fin de hacerlos efectivos y asegurar su justiciabilidad, a favor de los individuos y de la colectividad, cualquiera que sea su sitio en la escala socioeconómica. El Poder Judicial, encabezado en México por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, está obligado a llevar a cabo el control de la constitucionalidad de los actos y las normas emitidos por las autoridades en todos los ámbitos: federal, local y municipal. El propio artículo 1 de la Constitución prescribe la obligación de todas las autoridades, en sus respectivos

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ámbitos de competencia, de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. Esto significa que, empezando por los órganos jurisdiccionales en los tres órdenes de gobierno, deben realizar ese control de constitucionalidad que, antes de las reformas en materia de derechos humanos de junio de 2011, eran tarea exclusiva del Poder Judicial de la Federación. Sin embargo, esa tarea era acometida con criterios excluyentes y legalistas que no permitían la justiciabilidad de los derechos humanos reconocidos en la Constitución, dado que la cultura paleopositivista a la que ya he hecho referencia impedía a los juzgadores ver más allá de la literalidad de la ley para adentrarse en la doctrina, la jurisprudencia, la filosofía del derecho y el propio texto constitucional con el fin de hacer valer los derechos del más débil. En consecuencia, el planteamiento del problema se torna más complejo todavía: ¿qué hacer ante la falla sistemática de las instituciones gubernamentales, incluida la encargada de controlar la constitucionalidad de los actos y las leyes del poder público, puesto que han operado contra sus propios mandantes? Pero ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la “justicia constitucional”? Precisamente, la naturaleza del trabajo jurisdiccional es la administración de la justicia, su concreción en la esfera jurídica de cada uno de los sujetos del derecho que contienden en una litis. Ese derecho se compone de un sistema de normas generales y abstractas emitidas por el legislador, y los jueces, al decir el derecho, las aplican a casos determinados. Por supuesto, habrá que recordar más adelante los posibles efectos adicionales de las sentencias, que pueden alcanzar a la generalidad de los gobernados. Si, como señalaba Hans Kelsen, “constitución, ley, reglamento, acto administrativo y sentencia, acto de ejecución, son simplemente los estadios típicos de la formación de la voluntad colectiva en el Estado moderno”, entonces carece de sentido discutir demasiado sobre la oposición aparente o sobre la tensión permanente entre las decisiones del legislador y las resoluciones de control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes, pues resultaría una oposición artificial, por decir lo menos. Esta hipótesis, que para Kelsen representaría el ideal de los estadios del proceso de creación del derecho, no siempre corresponde a la realidad, como él mismo reconoce.21 Así pues, debe haber un control político-jurídico entre los dos poderes que sí se oponen en tanto que la historia ha demostrado que la tentación de caer en los excesos del poder es prácticamente irresistible.

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En México, a raíz del Acta de Reformas de 1847, promovida por Mariano Otero, existió y estuvo vigente por lo menos nueve años el procedimiento de anulación legislativa de leyes inconstitucionales, que consistía básicamente en la derogación o modificación de leyes inconstitucionales con base en el principio de supremacía constitucional, aunque con efectos distintos de los que entonces tenía el juicio de amparo: generales para la anulación legislativa y particulares o aplicables sólo a las partes en el litigio, en el caso del control jurisdiccional. Sin embargo, “sería ingenuidad política —opina Kelsen— contar con que el parlamento anularía una ley votada por él en razón de que otra instancia la hubiera declarado inconstitucional”.22 De entrada, considero que la propia Constitución legitima a la Suprema Corte como la institución encargada del control de constitucionalidad de las leyes expedidas por el Congreso de la Unión, al conferirle —desde el propio Legislativo— la facultad de resolver las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad previstas en los apartados I y II, respectivamente, del artículo 105 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Aquí se trata, simplemente, de lo que Miguel Eraña denomina legitimidad por el ordenamiento.23 En ese sentido, el principio del precompromiso (precommitment), criticado, entre otros, por Jeremy Waldron, opera como una norma “preventiva”, autoimpuesta por el propio “soberano” a través de sus representantes en el Poder Legislativo: el autocontrol frente a las tentaciones del poder en las que la mayoría caería de manera natural si no se diera a sí misma instituciones de contención como el tribunal constitucional. Al argumento originalista de que los constituyentes quisieron dejar a las nuevas generaciones instrumentos para facilitarse la vida en un régimen democrático, yo añadiría el de que la mayoría de los constituyentes del siglo xx sufrió conflictos sociales, guerras intestinas y mundiales, además de dictaduras militares, que no han vivido las actuales generaciones. En ese sentido, algún valor debe haber en el sacrificio y el sufrimiento de los “padres fundadores”, de los constituyentes originales, que nos obligue a considerar la permanencia de ciertas reglas y ciertos principios. IV. Justicia

e impunidad

El equilibrio necesario entre los principios de justicia, libertad e igualdad se encuentra en la eficacia del orden constitucional, operado por un sis-

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tema jurisdiccional autónomo, mas no soberano, que ejerza el control de constitucionalidad de las normas y los actos (u omisiones) del poder, pero sujeto él también a la ley suprema. Y esa eficacia se traduce —o debería traducirse— en una reducción palpable de la impunidad.24 En la página 38 señalé que, según cifras del inegi, el porcentaje de delitos impunes en México es de 92.1%. Así ocurrió también en 2010, cuando esa cifra fue de 92%, y en 2011, de 91.6 por ciento. Si aceptamos como verdadera la proposición de que la impunidad genera injusticia, la relación entre ambas condiciones sufre una tensión constante que hace imposible la paz necesaria para el desarrollo óptimo de cualquier conjunto social. A ello sumemos el hecho de que uno de los factores determinantes del alto nivel de impunidad que sufre México es la corrupción, y ésta se alimenta de la ausencia de transparencia y responsabilidad de quienes detentan el poder (público y privado, insisto) y, por supuesto, de la nula rendición de cuentas. Todo esto nos lleva a sufrir la violación sistemática de los derechos fundamentales, a partir de una denigrante falta de respeto a la dignidad humana mediante el engaño, la mentira, la trampa, el abuso, el robo de los recursos públicos, el homicidio, la desaparición forzada y tantos otros delitos cuya lista no cabría en este capítulo. Así, en la realidad cotidiana de México, el vacío de justicia, la falta de libertad y la creciente desigualdad encuentran su explicación en la impunidad, la corrupción y el abuso de poder que ambas implican. En este punto, considero pertinente aclarar ciertos conceptos: primero, habrá que relacionar la libertad y la igualdad, reconociendo “que ambos valores responden a estructuras diferentes pero complementarias”.25 La distinción que Rodolfo Vázquez hace de dichos valores ayuda mucho a entender su complementariedad y su necesaria interdependencia: la libertad es un valor sustantivo, mientras que la igualdad es adjetiva.26 La justicia surge de la “combinación de ambos valores […] consiste en una distribución igualitaria de la libertad bajo el criterio de que las diferencias de autonomía pueden estar justificadas si la mayor autonomía de algunos sirve para incrementar la de los menos autónomos y no produce ningún efecto negativo en la de estos últimos”.27 Entonces, si la justicia resulta de esa distribución igualitaria de la libertad y, por el contrario, la injusticia es producto, entre otros, de la impunidad, la corrupción y el abuso del poder, éstos se convierten en factores que tienden a esclavizar e impedir el libre desarrollo de la autonomía personal y comunitaria, es decir, a la violación sistemática de la dignidad y los derechos humanos.

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Una forma de combatir la corrupción, la impunidad y el abuso de poder es la exigibilidad social de una rendición de cuentas sistemática e integral que, como ya he señalado antes, supone no sólo abrir la información pública del gobierno al escrutinio ciudadano, sino, además, el fincamiento de responsabilidades administrativas, políticas y / o penales a los servidores públicos que incumplan sus obligaciones constitucionales y legales, además de la imposición de las sanciones correspondientes, sin excepción alguna. Pero para que el escrutinio público sea posible se requiere que el ciudadano común y corriente se sacuda sus ataduras cotidianas y tome las calles y las plazas, y exija al poder esa rendición de cuentas a fondo, sin simulaciones, que tanta falta le hace a México. Ese acto de exigencia-resistencia al poder representa una actitud solidaria con el otro, con los otros. En efecto, para superar la actual crisis política, económica y social en el hemisferio occidental, particularmente en México, es menester que los ciudadanos adoptemos una actitud solidaria en el sentido de procurar el bien particular en función del bien común (o interés público), con acciones basadas en valores éticos y cuya consecuencia sea el logro de esos fines personales, evitando la invasión de otras esferas jurídicas individuales y, consecuentemente, el conflicto social. Esto es procurar el bien particular sin fines egoístas porque se antepone el bien común. Y el combate contra la impunidad y la corrupción, exigiendo esa necesaria rendición de cuentas, se puede traducir en justicia para todos, un elemento esencial del bien común. Pero ¿cómo se puede ofrecer una ayuda desinteresada, solidaria, cuando lo que prevalece es la búsqueda egoísta del bien particular a costa de los demás? Häberle es optimista cuando reconoce los avances constitucionalesculturales en materia de “relativización de los derechos privados mediante su función social y en la vinculación ético-social de estas facultades”,28 o los derechos laborales y la protección de los trabajadores frente al poder de sus patrones, y señala esas “huellas del principio de solidaridad, como un aliento para promover la fraternidad, la solidaridad en los nuevos campos problemáticos hoy especialmente apremiantes, y para creer en su parcial realización a medio plazo”.29 Sin embargo, antes que la solidaridad, uno de los valores más altos que produce la realización de los presupuestos éticos del bien común, y que se traduce en una tutela efectiva del interés público, es la justicia. Sin un acceso igual de todos a la justicia es imposible pensar en la igual-

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dad que permite la libertad. Ambas condiciones del ser humano, y de la propia comunidad en la que se desarrolla, son necesarias para que cada quien obtenga, conforme a derecho, lo que le corresponde; esto es el acceso a la justicia. En ese contexto, las herramientas constitucionales orientadas a la justicia son las garantías, entendidas no como los derechos fundamentales en su dimensión sustantiva, sino como las “técnicas idóneas para asegurar el máximo grado de efectividad de los derechos constitucionalmente reconocidos”.30 La administración de esas garantías, de carácter fundamentalmente adjetivo en cuanto mecanismos procesales establecidos tanto en la Constitución como en la legislación secundaria y en las disposiciones de carácter general, normalmente en reglamentos emitidos por el Ejecutivo, queda muchas veces a merced del arbitrio de los jueces o de aquellos funcionarios que, aunque no pertenezcan al Poder Judicial, ejercen funciones formalmente jurisdiccionales. Esa discrecionalidad contribuye en mucho al mantenimiento del alto nivel de impunidad imperante, en tanto todos los operadores jurídicos no queden sujetos a la norma constitucional, condición que implica, necesariamente, cumplir con la obligación de rendir cuentas. Por ello, la democracia constitucional, que es todavía un paradigma embrionario […], puede y debe ser extendido en una triple dirección […] hacia la garantía de todos los derechos, no solamente de los derechos de libertad sino también de los derechos sociales; en segundo lugar, frente a todos los poderes, no sólo frente a los poderes públicos sino también frente a los poderes privados; en tercer lugar, a todos los niveles, no sólo del derecho estatal sino también en el derecho internacional.31

Porque, al fin y al cabo, “la paz social es tanto más sólida y los conflictos tanto menos violentos y perturbadores cuanto más están extendidas y son efectivas las garantías de los derechos vitales”.32

Notas  “Artículo 109. El Congreso de la Unión y las legislaturas de los estados, dentro de los ámbitos de sus respectivas competencias, expedirán las leyes de responsabilidades de los servidores públicos y las demás normas conducentes a sancionar a quienes, teniendo este carácter, incurran en responsabilidad, de conformidad con las siguientes prevenciones: 1

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”I. Se impondrán, mediante juicio político, las sanciones indicadas en el artículo 110 a los servidores públicos señalados en el mismo precepto, cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho. ”No procede el juicio político por la mera expresión de ideas. ”II. La comisión de delitos por parte de cualquier servidor público será perseguida y sancionada en los términos de la legislación penal; y ”III. Se aplicarán sanciones administrativas a los servidores públicos por los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones. Los procedimientos para la aplicación de las sanciones mencionadas se desarrollarán autónomamente. No podrán imponerse dos veces por una sola conducta sanciones de la misma naturaleza. Las leyes determinarán los casos y las circunstancias en los que se deba sancionar penalmente por causa de enriquecimiento ilícito a los servidores públicos que durante el tiempo de su encargo, o por motivos del mismo, por sí o por interpósita persona, aumenten sustancialmente su patrimonio, adquieran bienes o se conduzcan como dueños sobre ellos, cuya procedencia lícita no pudiesen justificar. Las leyes penales sancionarán con el decomiso y con la privación de la propiedad de dichos bienes, además de las otras penas que correspondan. Cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión respecto de las conductas a las que se refiere el presente artículo.”  2   El texto completo del artículo 8 de la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas es el siguiente: “Artículo 8. Todo servidor público tendrá las siguientes obligaciones: ”I. Cumplir el servicio que le sea encomendado y abstenerse de cualquier acto u omisión que cause la suspensión o deficiencia de dicho servicio o implique abuso o ejercicio indebido de un empleo, cargo o comisión; ”II. Formular y ejecutar los planes, programas y presupuestos correspondientes a su competencia, y cumplir las leyes y la normatividad que determinen el manejo de recursos económicos públicos; ”III. Utilizar los recursos que tenga asignados y las facultades que le hayan sido atribuidas para el desempeño de su empleo, cargo o comisión, exclusivamente para los fines a que están afectos; ”IV. Rendir cuentas sobre el ejercicio de las funciones que tenga conferidas y coadyuvar en la rendición de cuentas de la gestión pública federal, proporcionando la documentación e información que le sea requerida en los términos que establezcan las disposiciones legales correspondientes; ”V. Custodiar y cuidar la documentación e información que por razón de su empleo, cargo o comisión, tenga bajo su responsabilidad, e impedir o evitar su uso, sustracción, destrucción, ocultamiento o inutilización indebidos; ”VI. Observar buena conducta en su empleo, cargo o comisión, tratando con respeto, diligencia, imparcialidad y rectitud a las personas con las que tenga relación con motivo de éste; ”VII. Comunicar por escrito al titular de la dependencia o entidad en la que preste sus servicios, las dudas fundadas que le suscite la procedencia de las órdenes que reciba y que pudiesen implicar violaciones a la ley o a cualquier otra disposición jurídica o admi-

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nistrativa, a efecto de que el titular dicte las medidas que en derecho procedan, las cuales deberán ser notificadas al servidor público que emitió la orden y al interesado; ”VIII. Abstenerse de ejercer las funciones de un empleo, cargo o comisión, por haber concluido el periodo para el cual se le designó, por haber sido cesado o por cualquier otra causa legal que se lo impida; ”IX. Abstenerse de disponer o autorizar que un subordinado no asista sin causa justificada a sus labores, así como de otorgar indebidamente licencias, permisos o comisiones con goce parcial o total de sueldo y otras percepciones; ”X. Abstenerse de autorizar la selección, contratación, nombramiento o designación de quien se encuentre inhabilitado por resolución de autoridad competente para ocupar un empleo, cargo o comisión en el servicio público; ”XI. Excusarse de intervenir, por motivo de su encargo, en cualquier forma en la atención, tramitación o resolución de asuntos en los que tenga interés personal, familiar o de negocios, incluyendo aquellos de los que pueda resultar algún beneficio para él, su cónyuge o parientes consanguíneos o por afinidad hasta el cuarto grado, o parientes civiles, o para terceros con los que tenga relaciones profesionales, laborales o de negocios, o para socios o sociedades de las que el servidor público o las personas antes referidas formen o hayan formado parte. ”El servidor público deberá informar por escrito al jefe inmediato sobre la atención, trámite o resolución de los asuntos a que hace referencia el párrafo anterior y que sean de su conocimiento, y observar sus instrucciones por escrito sobre su atención, tramitación y resolución, cuando el servidor público no pueda abstenerse de intervenir en ellos; ”XII. Abstenerse, durante el ejercicio de sus funciones, de solicitar, aceptar o recibir, por sí o por interpósita persona, dinero, bienes muebles o inmuebles mediante enajenación en precio notoriamente inferior al que tenga en el mercado ordinario, donaciones, servicios, empleos, cargos o comisiones para sí, o para las personas a que se refiere la fracción XI de este artículo, que procedan de cualquier persona física o moral cuyas actividades profesionales, comerciales o industriales se encuentren directamente vinculadas, reguladas o supervisadas por el servidor público de que se trate en el desempeño de su empleo, cargo o comisión, y que implique intereses en conflicto. Esta prevención es aplicable hasta un año después de que se haya retirado del empleo, cargo o comisión. ”Habrá intereses en conflicto cuando los intereses personales, familiares o de negocios del servidor público puedan afectar el desempeño imparcial de su empleo, cargo o comisión. ”Una vez concluido el empleo, cargo o comisión, el servidor público deberá observar, para evitar incurrir en intereses en conflicto, lo dispuesto en el artículo 9 de la ley; ”En el caso del personal de los centros públicos de investigación, los órganos de gobierno de dichos centros, con la previa autorización de su órgano de control interno, podrán determinar los términos y condiciones específicas de aplicación y excepción a lo dispuesto en esta fracción, tratándose de los conflictos de intereses que puede implicar las actividades en que este personal participe o se vincule con proyectos de investigación científica y desarrollo tecnológico en relación con terceros de conformidad con lo que establezca la Ley de Ciencia y Tecnología; ”XIII. Desempeñar su empleo, cargo o comisión sin obtener o pretender obtener beneficios adicionales a las contraprestaciones comprobables que el Estado le otorga por el desempeño de su función, sean para él o para las personas a las que se refiere la fracción XI;

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”XIV. Abstenerse de intervenir o participar indebidamente en la selección, nombramiento, designación, contratación, promoción, suspensión, remoción, cese, rescisión del contrato o sanción de cualquier servidor público, cuando tenga interés personal, familiar o de negocios en el caso, o pueda derivar alguna ventaja o beneficio para él o para las personas a las que se refiere la fracción XI; ”XV. Presentar con oportunidad y veracidad las declaraciones de situación patrimonial, en los términos establecidos por la ley; ”XVI. Atender con diligencia las instrucciones, requerimientos o resoluciones que reciba de la Secretaría, del contralor interno o de los titulares de las áreas de auditoría, de quejas y de responsabilidades, conforme a la competencia de éstos; ”XVII. Supervisar que los servidores públicos sujetos a su dirección cumplan con las disposiciones de este artículo; ”XVIII. Denunciar por escrito ante la Secretaría o la contraloría interna los actos u omisiones que en ejercicio de sus funciones llegare a advertir respecto de cualquier servidor público que pueda constituir responsabilidad administrativa en los términos de la ley y demás disposiciones aplicables; ”XIX. Proporcionar en forma oportuna y veraz toda información y datos solicitados por la institución a la que legalmente le competa la vigilancia y defensa de los derechos humanos. En el cumplimiento de esta obligación, además, el servidor público deberá permitir, sin demora, el acceso a los recintos o instalaciones, expedientes o documentación que la institución de referencia considere necesario revisar para el eficaz desempeño de sus atribuciones y corroborar, también, el contenido de los informes y datos que se le hubiesen proporcionado; ”XIX-A. Responder las recomendaciones que les presente la institución a la que legalmente le competa la vigilancia y defensa de los derechos humanos, y en el supuesto de que se decida no aceptar o no cumplir las recomendaciones, deberá hacer pública su negativa, fundándola y motivándola en términos de lo dispuesto por el apartado B del artículo 102 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y por el artículo 46 de la Ley de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; ”XIX-B. Atender los llamados de la Cámara de Senadores o en sus recesos de la Comisión Permanente, a comparecer ante dichos órganos legislativos, a efecto de que expliquen el motivo de su negativa a aceptar o cumplir las recomendaciones de la institución a la que legalmente le competa la vigilancia y defensa de los derechos humanos, en términos del apartado B del artículo 102 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; ”XX. Abstenerse, en ejercicio de sus funciones o con motivo de ellas, de celebrar o autorizar la celebración de pedidos o contratos relacionados con adquisiciones, arrendamientos y enajenación de todo tipo de bienes, prestación de servicios de cualquier naturaleza y la contratación de obra pública o de servicios relacionados con ésta, con quien desempeñe un empleo, cargo o comisión en el servicio público, o bien con las sociedades de las que dichas personas formen parte. Por ningún motivo podrá celebrarse pedido o contrato alguno con quien se encuentre inhabilitado para desempeñar un empleo, cargo o comisión en el servicio público; ”XXI. Abstenerse de inhibir por sí o por interpósita persona, utilizando cualquier medio, a los posibles quejosos con el fin de evitar la formulación o presentación de denuncias o realizar, con motivo de ello, cualquier acto u omisión que redunde en perjuicio de los intereses de quienes las formulen o presenten;

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”XXII. Abstenerse de aprovechar la posición que su empleo, cargo o comisión le confiere para inducir a que otro servidor público efectúe, retrase u omita realizar algún acto de su competencia, que le reporte cualquier beneficio, provecho o ventaja para sí o para alguna de las personas a que se refiere la fracción XI; ”XXIII. Abstenerse de adquirir, para sí o para las personas a que se refiere la fracción XI, bienes inmuebles que pudieren incrementar su valor o, en general, que mejoren sus condiciones, como resultado de la realización de obras o inversiones públicas o privadas, que haya autorizado o tenido conocimiento con motivo de su empleo, cargo o comisión. Esta restricción será aplicable hasta un año después de que el servidor público se haya retirado del empleo, cargo o comisión, y ”XXIV. Abstenerse de cualquier acto u omisión que implique incumplimiento de cualquier disposición legal, reglamentaria o administrativa relacionada con el servicio público. ”El incumplimiento a lo dispuesto en el presente artículo dará lugar al procedimiento y a las sanciones que correspondan, sin perjuicio de las normas específicas que al respecto rijan en el servicio de las fuerzas armadas.”  3   Tribunales Colegiados de Circuito, “Jurisprudencia [J]”, en Semanario Judicial de la Federación, Novena Época, y su Gaceta, t. xvii, abril de 2003, p. 1030.  4   La fracción II del artículo 89 de la Ley del Seguro Social prevé: “El Instituto prestará los servicios que tiene encomendados, en cualquiera de las siguientes formas: […] ”II. Indirectamente, en virtud de convenios con otros organismos públicos o particulares, para que se encarguen de impartir los servicios del ramo de enfermedades y maternidad y proporcionar las prestaciones en especie y subsidios del ramo de riesgos de trabajo, siempre bajo la vigilancia y responsabilidad del instituto. Los convenios fijarán el plazo de su vigencia, la amplitud del servicio subrogado, los pagos que deban hacerse, la forma de cubrirlos y las causas y procedimientos de terminación, así como las demás condiciones pertinentes.”  5  “Artículo 8. Cualquiera de los sujetos a que se refieren las fracciones I y II del artículo 2 de esta ley, incurrirá en responsabilidad cuando en las contrataciones públicas de carácter federal, directa o indirectamente, realice alguna o algunas de las infracciones siguientes: ”I. Prometa, ofrezca o entregue dinero o cualquier otra dádiva a un servidor público o a un tercero a cambio de que dicho servidor público realice o se abstenga de realizar un acto relacionado con sus funciones o con las de otro servidor público, con el propósito de obtener o mantener un beneficio o ventaja, con independencia de la aceptación o recepción del dinero o de la dádiva o del resultado obtenido. ”Se incurrirá asimismo en responsabilidad, cuando la promesa u ofrecimiento de dinero o cualquier dádiva se haga a un tercero, que de cualquier forma intervenga en el diseño o elaboración de la convocatoria de licitación pública o de cualquier otro acto relacionado con el procedimiento de contratación pública de carácter federal; ”II. Ejecute con uno o más sujetos a que se refiere el artículo 2 de esta ley, acciones que impliquen o tengan por objeto o efecto obtener un beneficio o ventaja indebida en las contrataciones públicas de carácter federal; ”III. Realice actos u omisiones que tengan por objeto o efecto participar en contrataciones públicas de carácter federal, no obstante que por disposición de ley o resolución administrativa se encuentre impedido para ello; ”IV. Realice actos u omisiones que tengan por objeto o efecto evadir los requisitos o reglas establecidos en las contrataciones públicas de carácter federal o simule el cumplimiento de éstos;

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”V. Intervenga en nombre propio pero en interés de otra u otras personas que se encuentren impedidas para participar en contrataciones públicas de carácter federal, con la finalidad de que esta o estas últimas obtengan, total o parcialmente, los beneficios derivados de la contratación; ”VI. Obligue, sin tener derecho a ello, a un servidor público a dar, suscribir, otorgar, destruir o entregar un documento o algún bien, con el fin de obtener para sí o un tercero una ventaja o beneficio; ”VII. Promueva o use su influencia, poder económico o político, reales o ficticios, sobre cualquier servidor público, con el propósito de obtener para sí o un tercero un beneficio o ventaja, con independencia de la aceptación del servidor o de los servidores públicos o del resultado obtenido, y ”VIII. Presente documentación o información falsa o alterada con el propósito de lograr un beneficio o ventaja. ”Cuando la infracción se hubiere realizado a través de algún intermediario con el propósito de que la persona física o moral a que se refiere la fracción I del artículo 2 de esta ley obtenga algún beneficio o ventaja en la contratación pública de que se trate, ambos serán sancionados previo procedimiento administrativo sancionador que se sustancie en términos de esta ley.”  6  Pedro Salazar Ugarte, La democracia constitucional: una radiografía teórica, México, fce / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2008.  7   Idem.  8   Idem.  9   Esos datos pueden verificarse en la página del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval): . 10   Artículo 4 constitucional, tercer párrafo: “Toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad. El Estado lo garantizará”. Artículo 4, sexto párrafo: “Toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. El Estado garantizará este derecho y la ley definirá las bases, apoyos y modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos, estableciendo la participación de la Federación, las entidades federativas y los municipios, así como la participación de la ciudadanía para la consecución de dichos fines”. 11   Roberto Gargarella, El derecho a resistir el derecho, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2005. 12   Idem. 13   Idem. 14   Idem. 15   Idem. 16   Idem. 17   Idem. 18   Idem. 19   Idem. 20   Idem. 21   Hans Kelsen, La garantía jurisdiccional de la Constitución. La justicia constitucional, trad. de Rolando Tamayo y Salmorán, México, unam, 2001.

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  Idem.   Cf. Miguel Ángel Eraña Sánchez, “¿Suprema Corte o Tribunal Constitucional en el 2010? Un caso para el poder revisor de la Constitución”, documento de trabajo, México, uia, 2009. 24   Idem. 25   Rodolfo Vázquez, Entre la libertad y la igualdad. Introducción a la filosofía del derecho, México, Trotta, 2010. 26   Idem. 27   Idem. 28   P. Häberle, Libertad, igualdad, fraternidad: 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional, Madrid, Trotta, 1998 (Mínima), p. 91. 29   Idem. 30   L. Ferrajoli, “Sobre los derechos fundamentales”, Miguel Carbonell (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo, Madrid, Trotta, 2007, pp. 71-90. 31   Idem. 32   Idem. 22 23

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Principio de legalidad y rendición de cuentas Basado en los principios del debido proceso y del imperio del derecho, el de legalidad tiene su asiento positivo en la Constitución mexicana, en los artículos 14 y 16. El principio de legalidad, asimismo, está íntimamente ligado a la idea de juridicidad, es decir, a la sujeción estricta de los órganos del Estado a la norma jurídica. En concordancia con lo anterior, el ex presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, J. Jesús Orozco Henríquez, indica que “el principio de legalidad establece que todo acto de los órganos del Estado debe encontrarse fundado y motivado por el derecho en vigor”. Esto significa que todos los actos de autoridad deben ser realizados con apego estricto a una norma legal, materialmente hablando, “la que, a su vez, debe estar conforme a las disposiciones de fondo y forma consignadas en la Constitución”. En ese sentido, dependiendo del acto o la norma emitidos por una autoridad competente, así como del nivel o la instancia de que se trate, si aquél o ésta fueren controvertidos en sede jurisdiccional, el control de los mismos puede ser “de legalidad” o “de constitucionalidad”.1 Así, “el principio de legalidad alude a la conformidad o regularidad entre toda norma o acto inferior […] respecto a la norma superior que le sirve de fundamento de validez”.2 Por ello, los reglamentos que no corresponden a los principios y a las normas legales pueden ser declarados inválidos o nulos por la autoridad competente (administrativa o jurisdiccional), al igual que los actos fundamentados en tales reglamentos. Cuando nos referimos al principio de legalidad, basado en el del debido proceso, hablamos de lo preceptuado por el segundo párrafo del artículo 14 constitucional: “Nadie podrá ser privado de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos, sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplan las formali155

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Principio de legalidad y rendición de cuentas

dades esenciales del procedimiento y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho”. Como es evidente, se trata de un mecanismo o garantía constitucional de protección de los bienes jurídicos de toda persona, como la vida, la libertad, las posesiones, las propiedades o los derechos. Respecto del artículo 16 constitucional, su primer párrafo ordena: “Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento”. Es claro que alude a actos de molestia emitidos por autoridades u órganos del poder estatal, los cuales deben estar apegados a derecho y se componen de cuatro elementos: mandamiento escrito, fundamentación, motivación y competencia (material, formal y / o territorial). A lo largo de poco más de 160 años de desarrollo del derecho constitucional y administrativo en México, ambos artículos, el 14 y el 16, han sido interpretados y reinterpretados jurisprudencialmente, por lo que sería inadecuado atenernos a su literalidad, puesto que en materia administrativa y constitucional el derecho está sujeto a la interpretación de la autoridad encargada de aplicarlo o administrarlo. Eso significa que, en el tránsito de la regla o del principio general y abstracto a su aplicación individual y concreta, no existen parámetros estrictos, estrechos y absolutos, sino una amplia gama de posibilidades que pueden o no servir a los principios superiores de seguridad jurídica y de justicia. En todo caso, el grado de seguridad y de justiciabilidad de los derechos del administrado estará en función de la correcta aplicación del principio de legalidad o de constitucionalidad, dependiendo del nivel de la autoridad resolutora. De acuerdo con el artículo 1 de la Constitución, hoy es posible hablar no sólo de control de constitucionalidad ex post y concentrado, sino de un control cuyo ejercicio es obligatorio para “todas las autoridades” en el ámbito de sus competencias; por lo tanto un control difuso, también de convencionalidad y ex ante (o control previo). I.

Principio de legalidad versus juridicidad

Si tradicionalmente hemos conocido el principio de legalidad como la observancia estricta de las disposiciones establecidas en la ley, sus reglamentos y demás ordenamientos jurídicos aplicables, este concepto hoy en día re-

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sulta insuficiente para que el Estado y sus órganos de poder —asumiendo que vivimos en un auténtico Estado de derecho— salvaguarden el interés social, procuren el cumplimiento de las normas de orden público y garanticen el respeto irrestricto de los derechos humanos. Se necesita evolucionar del principio de legalidad al de juridicidad.3 Normalmente, en la escuela nos enseñan que el principio de legalidad significa que las autoridades sólo pueden realizar aquello para lo que están expresamente autorizadas por las leyes. Toda decisión, entonces, debe basarse en una disposición general dictada con anterioridad, tal como lo ordena el artículo 14 constitucional. Además, en concordancia con el diverso 16 de la ley suprema, los actos de autoridad que afecten la esfera jurídica de los gobernados (o administrados) deben ser emitidos por un órgano competente, por escrito, debidamente fundados y motivados. Sin embargo, hasta hoy, vista la historia jurídica de México, el principio de legalidad ha sido distorsionado por un uso meramente formalista y, hasta cierto punto, ilegítimo. Por ello, para que exista un auténtico Estado de derecho —entendido como la sujeción de los órganos del poder a la Constitución y a las normas adoptadas por los órganos competentes conforme a los procedimientos establecidos por la propia ley fundamental— es necesario adoptar este nuevo principio, el de juridicidad, el cual implica, como lo enseña Miguel Alejandro López Olvera, el “deber de respeto de los servidores públicos en su actuación frente a las personas (su dignidad), de los derechos humanos y sus garantías”.4 II.

Un ejemplo “legislativo”

Con el fin de garantizar la constitucionalidad ex ante de las leyes y los decretos por él emitidos, el Congreso debe realizar el mismo estudio sistemático utilizado, entre otros métodos, por los tribunales, para dictaminar sus proyectos legislativos, sin importar el origen de las iniciativas que sean sometidas al procedimiento legislativo. En el caso de una de las dos iniciativas preferentes que el jefe del Ejecutivo federal presentó desde el 1 de septiembre de 2012 ante el Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos —la cual contiene el proyecto de decreto por el que se reforma y adiciona la Ley General de Contabilidad Gubernamental para transparentar y armonizar la información financiera relativa a la aplicación de los recursos públicos en

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los distintos órdenes de gobierno—, las deficiencias debieron haber sido suplidas por el legislador. Tal como la presentó el presidente de México a través de la Secretaría de Gobernación, la iniciativa adolecía de ciertas lagunas argumentativas que la debilitaban desde el punto de vista jurídico. Si bien estamos acostumbrados a darle un peso más político que jurídico a la negociación parlamentaria, la consecuencia de una ley políticamente fuerte y jurídicamente débil es que se perpetúa, entre otros aspectos, el dominio del poder sobre el derecho. Luego de analizar la iniciativa, se advierte que no se deja de lado la fundamentación desde el punto de vista formal y del procedimiento legislativo, cuando se acude a la fracción I y al penúltimo párrafo del artículo 71 de la Constitución. Eso está bien; es lo mínimo que debe contener una iniciativa semejante. Como sabemos, el penúltimo párrafo de este ordenamiento establece la facultad del Ejecutivo de presentar, al inicio de cada periodo ordinario de sesiones del Congreso, hasta dos iniciativas de ley o de reforma legal, para que la cámara de origen la apruebe en 30 días naturales, y le otorga el mismo plazo a la cámara revisora. Por otro lado, el iniciador también invocaba el artículo 73 constitucional, que en su fracción XXVIII otorga al Legislativo la facultad para expedir leyes en materia de contabilidad gubernamental que regirán la contabilidad pública y la presentación homogénea de información financiera, de ingresos y egresos, así como patrimonial, para la Federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, a fin de garantizar su armonización a nivel nacional.

Ahora bien, aun cuando este precepto indica la materia, el Ejecutivo pudo haber ido un poco más allá, profundizar en el fundamento material y con ello fortalecer una iniciativa claramente garantista. Me explico: el proyecto de marras pretendía homologar y armonizar las formas como se debe difundir y transparentar el gasto público en los tres órdenes de gobierno: por internet, de manera gratuita y abierta, mediante informes trimestrales. Estamos hablando entonces de una ley garantista, que busca, en uno de sus aspectos más importantes, la protección y tutela de un derecho fundamental contenido en los artículos 6 y 134 constitucionales: el derecho a la información y la obligación de rendir cuentas.

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Como es bien sabido, a todo derecho fundamental de las personas corresponde también una obligación del Estado de garantizar su goce y ejercicio. De hecho, al final del primer párrafo de dicho precepto se lee claramente: “El derecho a la información será garantizado por el Estado”. Para efectos de este trabajo me permito reproducir algunos párrafos y fracciones del artículo 6: I. Toda la información en posesión de cualquier autoridad, entidad, órgano y organismo federal, estatal y municipal, es pública y sólo podrá ser reservada temporalmente por razones de interés público en los términos que fijen las leyes. En la interpretación de este derecho deberá prevalecer el principio de máxima publicidad. […] III. Toda persona, sin necesidad de acreditar interés alguno o justificar su utilización, tendrá acceso gratuito a la información pública, a sus datos personales o a la rectificación de éstos. IV. Se establecerán mecanismos de acceso a la información y procedimientos de revisión expeditos. Estos procedimientos se sustanciarán ante órganos u organismos especializados e imparciales, y con autonomía operativa, de gestión y de decisión.

Como ya he comentado, a partir de la multicitada reforma constitucional en materia de derechos humanos publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de junio de 2011, quedó establecido en el tercer párrafo del artículo 1 de nuestra ley suprema: Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.

Primero, si toda la información en posesión de cualquier autoridad, órgano, entidad, de los tres órdenes de gobierno, es considerada de carácter público (con algunas salvedades, claro), se colige que la información contenida en los asientos contables, en los registros y en los sistemas de evaluación y control del gasto también lo es.

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Y aunque el artículo 6 fue reformado en 2002 entre otras cosas para crear el ifai y sentar las bases del procedimiento administrativo que garantizaría la obtención de la información pública por parte de las personas a quienes les fuere negada, resulta conveniente establecer un vínculo sistémico (o sistemático) entre esta iniciativa que pretende reformar y adicionar la Ley General de Contabilidad Gubernamental con el derecho fundamental ya referido y la obligación contenida en los artículos 1 y 134 constitucionales. En su primer párrafo, el artículo 134 de la Constitución obliga a los tres órdenes de gobierno a administrar los recursos económicos públicos con base en los principios de eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez, lo que conlleva el cumplimiento de las disposiciones de la Ley General de Contabilidad Gubernamental.5 Y aun cuando el párrafo quinto del artículo 134 constitucional hace referencia a los recursos económicos federales, desde el primer párrafo de esta norma queda claro que su espíritu es la observancia de los principios de eficiencia, eficacia, transparencia, economía y honradez en la aplicación de todos los recursos económicos que tengan a su disposición los tres órdenes de gobierno. Incluso aquellos recursos administrados por los estados y los municipios, provenientes de participaciones federales como los contemplados en los ramos 28 y 33 (entre otros), una vez que han sido transferidos, deben ser considerados como ingresos propios de ambos órdenes de gobierno. Por otro lado, la reforma resulta compatible con lo dispuesto en los artículos 115, 116 y 122 constitucionales. Así, el Congreso de la Unión, al emitir el decreto relativo a esta reforma, no estaría violando la soberanía ni los principios de autonomía y / o libertad de los estados y municipios, pues no existe propuesta de disposición alguna en esta iniciativa preferente que incida en la decisión de los congresos locales, los ejecutivos estatales o los ayuntamientos en cuanto al tipo de contribución (impuesto, derecho, tarifa, etc.) o al destino de los recursos y el correspondiente cumplimiento de los principios contemplados en el artículo 134. Por ello, se puede afirmar que la reforma a la Ley General de Contabilidad Gubernamental no atenta contra ningún precepto constitucional, ya que: 1. Garantiza el derecho a la información, tutelado por el artículo 6 de la Constitución. 2. Instrumenta y formaliza la obligación de los tres órdenes de gobierno de administrar los recursos públicos con transparencia,

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establecida en el artículo 134 constitucional, y también facilita herramientas para garantizar el cumplimiento de los otros principios constitucionales: eficiencia, eficacia, economía, honradez e imparcialidad. 3. Es respetuosa del principio de municipio libre instituido en el artículo 115 constitucional, particularmente la libertad de administración de la hacienda municipal, como lo establece la fracción IV del mismo ordenamiento, pues no limita ni modifica las facultades legislativas de los congresos locales para fijar el qué y, junto con los ayuntamientos, decidir el para qué de las contribuciones en ese orden de gobierno. 4. No sólo respeta la facultad de fiscalización de los congresos locales sobre el gasto municipal, prevista en el penúltimo párrafo de la fracción IV del artículo 115, sino que la complementa, ampliando y reforzando tales facultades a favor de todos los órganos competentes establecidos por los tres órdenes de gobierno. Tampoco contradice el último párrafo de la fracción que nos ocupa, en virtud de que no designa qué instituciones o agentes estarán facultados para ejercer el gasto, decisión exclusiva, constitucionalmente y en ese orden de gobierno, de los propios ayuntamientos. 5. Concuerda con el artículo 116 constitucional porque respeta y complementa los párrafos cuarto, quinto y sexto de ese precepto. De esta manera, con un estudio sistemático de la reforma propuesta, tanto el Ejecutivo como el Legislativo (si realmente tuvieran la voluntad de hacer mejor las cosas) evitarían posibles controversias constitucionales que, más que judicializar el problema, lo volverían político en el sentido de imponer la voluntad de un grupo determinado sobre otro, pero ante todo de hacer prevalecer el poder sobre el derecho. En pocas palabras, es necesario identificar y armonizar los métodos de análisis y estudio desde la producción normativa realizada por el gobierno y el Congreso hasta la interpretación y el control de constitucionalidad llevado a cabo por los tribunales. Algunos beneficios de la reforma son los siguientes: 1. Al volver obligatorias la publicación y la difusión oportunas, por diversos medios (principalmente internet), de la información financiera, presupuestal y de resultados del ejercicio del gasto público, la reforma genera transparencia y, consecuentemente,

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nutre la confianza de los administrados (ciudadanos o no, contribuyentes o no). 2. Como lo señala el Ejecutivo en su exposición de motivos, una de las principales bondades de la reforma consiste en la presentación homogénea de la información financiera, de ingresos y egresos, con el fin de transparentar la administración de los recursos económicos del Estado al servicio de los administrados. 3. Obviamente, esto obliga a los tres órdenes de gobierno a facilitar “tanto a los órganos fiscalizadores y evaluadores como a la sociedad en general” mejores condiciones de “acceso a información fidedigna que permita hacer efectiva la rendición de cuentas de los entes públicos de todos los órdenes de gobierno, en el manejo y aplicación de los recursos públicos que son propiedad de todos los mexicanos”. 4. Como se expone en la misma iniciativa, un beneficio adicional es que, de ser aprobada por el Legislativo en los términos del penúltimo párrafo del artículo 71, fortalecerá “el ciclo de la hacienda pública” desde la planeación hasta la rendición de cuentas, mediante la información del Presupuesto Basado en Resultados (pbr) y del Sistema de Evaluación del Desempeño (sed), precisamente para garantizar un mejor cumplimiento de los principios contemplados en el 134 constitucional. 5. La reforma contempla varias disposiciones importantes, entre las cuales merece la pena destacar: a) La obligación de publicar en internet “la información que deberán incluir las entidades federativas en los informes trimestrales” respecto de “los fondos de Aportaciones para la Educación Básica y Normal, y de Aportaciones para la Educación Tecnología [sic] y de Adultos”, ya que se trata de una herramienta que ayuda a romper con la opacidad sindical. b) La inclusión en el informe trimestral de la información relativa al manejo de los recursos del Sistema de Protección Social en Salud para comunicar a la Secretaría de Salud “la información referente al personal comisionado, los pagos retroactivos y los pagos diferentes al costo de la plaza”. c) También se obliga a las entidades federativas a incluir en los mismos informes “información sobre la aplicación de recursos del faism [Fondo de Aportaciones para la Infraestructura Social Municipal] en obras y acciones que beneficien direc-

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tamente a la población en rezago social y pobreza extrema”. Lo mismo sucede en materia de desarrollo social y seguridad pública. 6. Lo anterior, sin duda, representa un avance de gran importancia en la transparencia y la rendición de cuentas respecto del gasto público ejercido en materias tan sensibles como la salud, el combate a la pobreza, la seguridad pública, la educación y el desarrollo social. 7. Los artículos 57 y 58, añadidos en la reforma del 12 de noviembre de 2012, permiten prever una regularidad en la disposición de la información, así como una más rápida y eficiente integración, contrastación, verificación y difusión del informe de rendición de cuentas de cada administración pública en los tres órdenes de gobierno.6 La obligación de publicar los vínculos de las páginas electrónicas donde los ciudadanos pueden consultar las cuentas públicas representa, sin duda, un avance significativo. 8. Al igual que el resto de las adiciones a la Ley General de Contabilidad Gubernamental, los artículos 66 y 677 representan otro gran avance en materia de transparencia y rendición de cuentas, pues permiten que todos los mexicanos tengamos acceso permanente a la forma como se programan, administran, suministran y ministran nuestros recursos económicos, para con ello aquilatar el nivel de eficacia real de las políticas públicas puestas en marcha en todo el país. 9. Finalmente, y no por ello menos importante, uno de los principales beneficios de esta reforma es que obliga a todos los órganos responsables a desarrollar un ciclo de información, tanto horizontal como vertical, que refuerza y mejora la eficacia de todo esfuerzo de prevención y combate de la corrupción. En cuanto a las sanciones, se adiciona el título VI, en el que se incluyen los artículos 56 y 57 de la ley que se deroga, ahora identificados como los numerales 84 y 85, y se añaden sanciones penales en el nuevo artículo 86, cuando exista dolo o daño a la hacienda pública o al patrimonio de cualquier ente público. Estos preceptos mantienen concordancia con el párrafo sexto del artículo 134 de la Constitución, el cual remite al título IV de ésta en materia de responsabilidades de los servidores públicos.

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Transitorios […] Tercero. La Federación, las entidades federativas, los municipios, así como las demarcaciones territoriales del Distrito Federal, realizarán las reformas legales administrativas que, en su caso, sean necesarias para dar cumplimiento a lo dispuesto en este decreto, dentro de un plazo máximo de seis meses, contado a partir de la entrada en vigor del mismo.

Desde mi punto de vista, no debería ser obstáculo la ausencia de normas locales para la implantación de las nuevas disposiciones de la Ley General de Contabilidad, pues debería bastar la fuerza normativa tanto de la Constitución como de la propia ley para su cumplimiento en los tres órdenes de gobierno. No obstante, comprendo que, en concordancia con nuestra “cultura jurídica positivista” (caracterizada por un excesivo formalismo y por la sobreproducción legislativa y reglamentaria), algunos operadores requieran la “certidumbre” que conlleva la especificidad procedimental… Sin embargo, puede decirse que este transitorio colma un requisito formal que nunca está de más. Cuarto. La obligación de incluir la información financiera correspondiente a los seis años previos al ejercicio fiscal en curso, a que se refiere el artículo 58 de la Ley General de Contabilidad Gubernamental, iniciará a partir del ejercicio fiscal siguiente (2014) a la entrada en vigor de este decreto (1 de enero de 2013), presentando en dicho año únicamente la información correspondiente al ejercicio fiscal anterior. En el tercer año (2015) de vigencia de este decreto, deberá incluirse la información de los dos ejercicios fiscales anteriores y así sucesivamente hasta incluir la información de los últimos seis años.

Una vez que entró en vigor esta reforma, el 1 de enero de 2013, algunas entidades federativas y muchos ayuntamientos se vieron ante la imposibilidad de darle cumplimiento, pues tuvieron relativamente poco tiempo para recabar y ordenar la información correspondiente, así como para diseñar la página electrónica y disponer ahí los datos requeridos. Quinto. El Consejo Nacional de Armonización Contable [cnac] determinará los plazos aplicables para cada orden de gobierno, con el fin de dar cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 67 de la Ley General de Contabilidad Gubernamental.

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Este transitorio se refiere a los plazos que el cnac deberá establecer para el cumplimiento de la obligación de los tres órdenes de gobierno de incorporar en los sistemas informáticos de contabilidad los contratos y la documentación justificatoria y comprobatoria del gasto realizado. No sobra señalar que, de acuerdo con diversas fuentes, en los tres órdenes de gobierno, hasta mediados de septiembre de 2012 (dos semanas después de haber sido presentada la iniciativa que dio lugar a la reforma comentada y cuyo proyecto ya tenía varios años en permanente negociación) existía un acuerdo general en cuanto a que resultaba conveniente: 1. Publicar la información correspondiente de forma completa, accesible y actualizada a la población en general, a través de internet. 2. Que esta información abarcara todas las etapas del gasto público. 3. Hacer coincidir los formatos de registro y organización con aquellos en que se publique la información financiera de los tres órdenes de gobierno, de manera que se estandaricen las reglas y los formatos emitidos por el cnac. 4. Fortalecer el proceso de información financiera con medidas adicionales de control y registro de los recursos públicos, para dar seguimiento contable a las operaciones. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), en México hay un nivel de recaudación fiscal de 18.8% respecto del producto interno bruto (pib), mientras que en países como Suecia y Dinamarca se recaudan impuestos en una proporción de 45.5 y 47.6% del pib.8 Estos altos niveles de recaudación relativa tienen su origen en la confianza de los gobernados en su gobierno, además de los bajos niveles de impunidad que imperan en esos países. Confianza y eficacia normativa son dos factores que estimulan el pago de impuestos. Pero la confianza no es posible si no existe un sistema de transparencia, rendición de cuentas y combate a la corrupción realmente eficaz, basado en una cultura ciudadana de apego a la Constitución y de observancia de normas éticas subordinadas al bien común. Notas   Cf. Diccionario jurídico mexicano, México, Porrúa / unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2009. 1

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  Idem.   Miguel Alejandro López Olvera, El control de convencionalidad en la administración pública, México, Novum, 2014.  4   Idem.  5   Aquí resulta importante remitirse a los párrafos primero, segundo, quinto, séptimo y noveno del citado artículo 134.  6  “Artículo 57. La Secretaría de Hacienda, las secretarías de Finanzas o sus equivalentes de las entidades federativas, así como las tesorerías de los municipios y sus equivalentes en las demarcaciones territoriales del Distrito Federal, establecerán, en su respectiva página de internet, los enlaces electrónicos que permitan acceder a la información financiera de todos los entes públicos que conforman el correspondiente orden de gobierno, así como a los órganos o instancias de transparencia competentes. En el caso de las secretarías de Finanzas o sus equivalentes, podrán incluir, previo convenio administrativo, la información financiera de los municipios de la entidad federativa o, en el caso del Distrito Federal, de sus demarcaciones territoriales. ”Artículo 58. La información financiera que deba incluirse en internet en términos de este título deberá publicarse por lo menos trimestralmente, a excepción de los informes y documentos de naturaleza anual y otros que por virtud de esta ley o disposición legal aplicable tengan un plazo y periodicidad determinada, y difundirse en dicho medio dentro de los 30 días naturales siguientes al cierre del periodo que corresponda. Asimismo, deberá permanecer disponible en internet la información correspondiente de los últimos seis ejercicios fiscales.”  7  “Artículo 66. La Secretaría de Hacienda publicará en el Diario Oficial de la Federación los calendarios de ingresos y de presupuesto de egresos en los términos de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. ”Las secretarías de Finanzas o sus equivalentes de las entidades federativas, así como las tesorerías de los municipios, deberán publicar en internet los calendarios de ingresos así como los calendarios de presupuesto de egresos con base mensual, en los formatos y plazos que determine el consejo. ”Artículo 67. Los entes públicos deberán registrar, en los sistemas respectivos, los documentos justificativos y comprobatorios que correspondan y demás información asociada a los momentos contables del gasto comprometido y devengado, en términos de las disposiciones que emita el consejo. ”Los entes públicos implementarán programas para que los pagos se hagan directamente en forma electrónica, mediante abono en cuenta de los beneficiarios, salvo en las localidades donde no haya disponibilidad de servicios bancarios. ”Los entes públicos publicarán en internet la información sobre los montos pagados durante el periodo por concepto de ayudas y subsidios a los sectores económicos y sociales, identificando el nombre del beneficiario, y en lo posible la Clave Única de Registro de Población cuando el beneficiario sea persona física o el Registro Federal de Contribuyentes con Homoclave cuando sea persona moral o persona física con actividad empresarial y profesional, y el monto recibido.”  8   Esos datos se pueden consultar en la página de la ocde: .  2  3

CAPÍTULO SEXTO

El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción Con la creación del llamado Sistema Nacional Anticorrupción se presenta la posibilidad de avanzar, aunque de manera gradual, hacia la vigencia del Estado de derecho. La publicación en el Diario Oficial de la Federación, el 27 de mayo de 2015, del decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de combate a la corrupción1 abre las puertas para buscar nuevos derroteros que conduzcan al país hacia la reconstrucción de su tejido social y de los cimientos institucionales, tan dañados durante décadas. Sin embargo, la reforma representa sólo un esfuerzo, inicial y parcial, de rediseño institucional que pretende cimentar, desde la Constitución, un sistema eficaz de combate a la corrupción como uno de los pilares que sustenten a un “nuevo” Estado de derecho constitucional y democrático. En el decreto de reforma se crean nuevas instituciones, se refuerzan otras y se amplían sus facultades y competencias. Sin menospreciar ninguna de ellas, considero que las principales modificaciones se encuentran en los artículos 113, 109, 79 y 73 constitucionales. Esta enumeración puede contribuir a un mejor entendimiento de la reforma aquí analizada; ése será, por tanto, el orden en que expondré mi estudio sobre cada uno de los artículos mencionados. El artículo 113 sufre la modificación más radical de toda la reforma, pues ésta cambia completamente su contenido.

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ARTÍCULO 113 ANTERIOR:

Las leyes sobre responsabilidades administrativas de los servidores públicos determinarán sus obligaciones a fin de salvaguardar la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia en el desempeño de sus funciones, empleos, cargos y comisiones; las sanciones aplicables por los actos u omisiones en que incurran, así como los procedimientos y las autoridades para aplicarlas. Dichas sanciones, además de las que señalen las leyes, consistirán en suspensión, destitución e inhabilitación, así como en sanciones económicas, y deberán establecerse de acuerdo con los beneficios económicos obtenidos por el responsable y con los daños y perjuicios patrimoniales causados por sus actos u omisiones a que se refiere la fracción III del artículo 109, pero

que no podrán exceder de tres tantos de los beneficios obtenidos o de los daños y perjuicios causados. La responsabilidad del Estado por los daños que, con motivo de su actividad administrativa irregular, cause en los bienes o derechos de los particulares, será objetiva y directa. Los particulares tendrán derecho a una indemnización conforme a las bases, límites y procedimientos que establezcan las leyes. [Luego de la reforma aquí comentada, este párrafo pasó a ser el último de la nueva fracción IV del 109 constitucional.] Fuente: Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 7 de julio de 2014.

NUEVO ARTÍCULO 113:

El Sistema Nacional Anticorrupción es la instancia de coordinación entre las autoridades de todos los órdenes de gobierno competentes en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción, así como en la fiscalización y control de recursos públicos. Para el cumplimiento de su objeto se sujetará a las siguientes bases mínimas: I. El sistema contará con un Comité Coordinador que estará integrado por los titulares de la Auditoría Superior de la Federación; de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción; de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno; por el presidente del Tribunal Federal

de Justicia Administrativa; el presidente del organismo garante que establece el artículo 6 de esta Constitución, así como por un representante del Consejo de la Judicatura Federal y otro del Comité de Participación Ciudadana; II. El Comité de Participación Ciudadana del sistema deberá integrarse por cinco ciudadanos que se hayan destacado por su contribución a la transparencia, la rendición de cuentas o el combate a la corrupción y serán designados en los términos que establezca la ley, y III. Corresponderá al Comité Coordinador del Sistema, en los términos que determine la ley: a) El establecimiento de mecanismos de coordinación con los sistemas locales;


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b) El diseño y promoción de políticas integrales en materia de fiscalización y control de recursos públicos, de prevención, control y disuasión de faltas administrativas y hechos de corrupción, en especial sobre las causas que los generan; c) La determinación de los mecanismos de suministro, intercambio, sistematización y actualización de la información que sobre estas materias generen las instituciones competentes de los órdenes de gobierno; d) El establecimiento de bases y principios para la efectiva coordinación de las autoridades de los órdenes de gobierno en materia de fiscalización y control de los recursos públicos; e) La elaboración de un informe anual que contenga los avances y resultados del ejercicio de sus funciones y de la aplicación de políticas y programas en la materia. Derivado de este informe, podrá emitir recomendaciones no vinculantes

a las autoridades, con el objeto de que adopten medidas dirigidas al fortalecimiento institucional para la prevención de faltas administrativas y hechos de corrupción, así como al mejoramiento de su desempeño y del control interno. Las autoridades destinatarias de las recomendaciones informarán al comité sobre la atención que brinden a las mismas. Las entidades federativas establecerán sistemas locales anticorrupción con el objeto de coordinar a las autoridades locales competentes en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción.

Fuente: “Decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de combate a la corrupción”, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 27 de mayo de 2015.

El nuevo artículo 113 es el corazón de la reforma anticorrupción, por lo menos desde el punto de vista jurídico. En él se crea el Sistema Nacional Anticorrupción como “la instancia de coordinación entre las autoridades de todos los órdenes de gobierno competentes” en la fiscalización, prevención, detección y sanción de responsabilidades de quienes incurran en faltas administrativas y hechos de corrupción. La fracción I instituye el Comité Coordinador del sistema, compuesto por los titulares de la Auditoría Superior de la Federación, de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno (hoy conocida como Función Pública), así como por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, el presidente del organismo garante que establece el artículo 6 constitucional (hoy conocido como Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, inai), y por un representante del Consejo de la Judicatura Federal y otro del Comité de Participación Ciudadana.

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Respecto de este último órgano, la fracción II del nuevo artículo 113 ordena que “deberá integrarse por cinco ciudadanos que se hayan destacado por su contribución a la transparencia, la rendición de cuentas o el combate a la corrupción y serán designados en los términos que establezca la ley”. Enseguida, la fracción III establece las facultades genéricas del Comité Coordinador del sistema, remitiendo los detalles reglamentarios a la ley general. Es importante señalar que el informe anual al que se refiere la fracción e) del artículo en comento dará lugar a “recomendaciones no vinculantes a las autoridades, con el objeto de que adopten medidas dirigidas al fortalecimiento institucional para la prevención de faltas administrativas y hechos de corrupción, así como al mejoramiento de su desempeño y del control interno”. Preocupa el carácter “no vinculante” de las recomendaciones que pudieran surgir de los informes anuales del Comité Coordinador, pues, como sucede con otros órganos constitucionales autónomos —la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, por ejemplo—, sus indicaciones pocas veces producen cambios significativos en la conducta de los servidores públicos y en las políticas de las instituciones a las cuales van dirigidas. No obstante, creo que una armónica combinación y coordinación en el ejercicio de las facultades y las competencias, así como la integridad de las diversas instancias y autoridades involucradas en el nuevo sistema, pueden llegar, en el mediano y largo plazos, a generar efectos positivos en el afianzamiento de una cultura de rendición de cuentas y combate a la corrupción que modifique radicalmente la conducta de los agentes del poder y de los operadores políticos y jurídicos para lograr la efectiva vigencia de un auténtico Estado de derecho constitucional y democrático en México. Por lo que toca al artículo 109 constitucional, de acuerdo con el siguiente cuadro comparativo, también hay cambios radicales.

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ARTÍCULO 109 ANTERIOR:

El Congreso de la Unión y las legislaturas de los estados, dentro de los ámbitos de sus respectivas competencias, expedirán las leyes de responsabilidades de los servidores públicos y las demás normas conducentes a sancionar a quienes, teniendo este carácter, incurran en responsabilidad, de conformidad con las siguientes prevenciones: I. […] […] II. La comisión de delitos por parte de cualquier servidor público será perseguida y sancionada en los términos de la legislación penal; y III. Se aplicarán sanciones administrativas a los servidores públicos por los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones. Los procedimientos para la aplicación de las sanciones mencionadas se desarrollarán autónomamente. No podrán imponerse dos veces por una sola conducta sanciones de la misma naturaleza. [Pasa al segundo párrafo de la nueva fracción IV.]

Las leyes determinarán los casos y las circunstancias en los que se deba sancionar penalmente por causa de enriquecimiento ilícito a los servidores públicos que durante el tiempo de su encargo, o por motivos del mismo, por sí o por interpósita persona, aumenten sustancialmente su patrimonio, adquieran bienes o se conduzcan como dueños sobre ellos, cuya procedencia lícita no pudiesen justificar. Las leyes penales sancionarán con el decomiso y con la privación de la propiedad de dichos bienes, además de las otras penas que correspondan. [Véase el segundo párrafo de la nueva fracción II.] Cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión respecto de las conductas a las que se refiere el presente artículo. [Véase el tercer párrafo de la nueva fracción IV.] Fuente: Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 7 de julio de 2014.

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El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción

NUEVO ARTÍCULO 109:

Los servidores públicos y particulares que incurran en responsabilidad frente al Estado serán sancionados conforme a lo siguiente: I. […] […] II. La comisión de delitos por parte de cualquier servidor público o particulares que incurran en hechos de corrupción, será sancionada en los términos de la legislación penal aplicable. Las leyes determinarán los casos y las circunstancias en los que se deba sancionar penalmente por causa de enriquecimiento ilícito a los servidores públicos que durante el tiempo de su encargo, o por motivos del mismo, por sí o por interpósita persona, aumenten su patrimonio, adquieran bienes o se conduzcan como dueños sobre ellos, cuya procedencia lícita no pudiesen justificar. Las leyes penales sancionarán con el decomiso y con la privación de la propiedad de dichos bienes, además de las otras penas que correspondan; III. Se aplicarán sanciones administrativas a los servidores públicos por los actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones. Dichas sanciones consistirán en amonestación, suspensión, destitución e inhabilitación, así como en sanciones económicas, y deberán establecerse de acuerdo con los beneficios económicos que, en su caso, haya obtenido el responsable y con los daños y perjuicios patrimoniales causados por los actos u omisiones. La ley establecerá los procedimientos

para la investigación y sanción de dichos actos u omisiones. Las faltas administrativas graves serán investigadas y sustanciadas por la Auditoría Superior de la Federación y los órganos internos de control, o por sus homólogos en las entidades federativas, según corresponda, y serán resueltas por el Tribunal de Justicia Administrativa que resulte competente. Las demás faltas y sanciones administrativas serán conocidas y resueltas por los órganos internos de control. Para la investigación, sustanciación y sanción de las responsabilidades administrativas de los miembros del Poder Judicial de la Federación, se observará lo previsto en el artículo 94 de esta Constitución, sin perjuicio de las atribuciones de la Auditoría Superior de la Federación en materia de fiscalización sobre el manejo, la custodia y aplicación de recursos públicos. La ley establecerá los supuestos y procedimientos para impugnar la clasificación de las faltas administrativas como no graves, que realicen los órganos internos de control. Los entes públicos federales tendrán órganos internos de control con las facultades que determine la ley para prevenir, corregir e investigar actos u omisiones que pudieran constituir responsabilidades administrativas; para sancionar aquellas distintas a las que son competencia del Tribunal Federal de Justicia Administrativa;

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revisar el ingreso, egreso, manejo, custodia y aplicación de recursos públicos federales y participaciones federales, así como presentar las denuncias por hechos u omisiones que pudieran ser constitutivos de delito ante la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción a que se refiere esta Constitución. Los entes públicos estatales y municipales, así como del Distrito Federal y sus demarcaciones territoriales, contarán con órganos internos de control, que tendrán, en su ámbito de competencia local, las atribuciones a que se refiere el párrafo anterior, y IV. Los tribunales de justicia administrativa impondrán a los particulares que intervengan en actos vinculados con faltas administrativas graves, con independencia de otro tipo de responsabilidades, las sanciones económicas; inhabilitación para participar en adquisiciones, arrendamientos, servicios u obras públicas, así como el resarcimiento de los daños y perjuicios ocasionados a la hacienda pública o a los entes públicos federales, locales o municipales. Las personas morales serán sancionadas en los términos de esta fracción cuando los actos vinculados con faltas administrativas graves sean realizados por personas físicas que actúen a nombre o representación de la persona moral y en beneficio de ella. También podrá ordenarse la suspensión de actividades, disolución o intervención de la sociedad respectiva cuando se trate de faltas administrativas graves

que causen perjuicio a la hacienda pública o a los entes públicos, federales, locales o municipales, siempre que la sociedad obtenga un beneficio económico y se acredite participación de sus órganos de administración, de vigilancia o de sus socios, o en aquellos casos que se advierta que la sociedad es utilizada de manera sistemática para vincularse con faltas administrativas graves; en estos supuestos la sanción se ejecutará hasta que la resolución sea definitiva. Las leyes establecerán los procedimientos para la investigación e imposición de las sanciones aplicables de dichos actos u omisiones. Los procedimientos para la aplicación de las sanciones mencionadas en las fracciones anteriores se desarrollarán autónomamente. No podrán imponerse dos veces por una sola conducta sanciones de la misma naturaleza. Cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión respecto de las conductas a las que se refiere el presente artículo. En el cumplimiento de sus atribuciones, a los órganos responsables de la investigación y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción no les serán oponibles las disposiciones dirigidas a proteger la secrecía de la información en materia fiscal o la relacionada con operaciones de depósito, administración, ahorro e inversión de recursos monetarios. La ley establecerá los procedimientos

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para que les sea entregada dicha información. La Auditoría Superior de la Federación y la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno podrán recurrir las determinaciones de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción y del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, de conformidad con lo previsto en los artículos 20, apartado C, fracción VII, y 104, fracción III, de esta Constitución, respectivamente. La responsabilidad del Estado por los daños que, con motivo de su actividad administrativa irre-

gular, cause en los bienes o derechos de los particulares, será objetiva y directa. Los particulares tendrán derecho a una indemnización conforme a las bases, límites y procedimientos que establezcan las leyes. [Este último párrafo del artículo 109 era el segundo párrafo del diverso 113 constitucional antes de la reforma.]

Fuente: “Decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de combate a la corrupción”, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 27 de mayo de 2015.

La primera modificación del artículo 109 constitucional consiste en la inclusión de los “particulares que incurran en hechos de corrupción” como sujetos de investigación y sanción, lo cual no es completamente novedoso: el 11 de junio de 2012 fue publicada en el Diario Oficial de la Federación la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas, en la que ya se contempla a los particulares que celebren contratos con el sector público y realicen transacciones comerciales en el ámbito internacional como sujetos de sanciones administrativas por incurrir en actos de corrupción. Ciertamente, resulta alentador que ahora sean incluidos desde la propia Constitución, junto con los servidores públicos, como sujetos ya no sólo de sanciones por infracciones administrativas sino también, y sobre todo, en materia penal cuando incurran en hechos de corrupción, pues es bien sabido que la corrupción no sólo surge en los órganos de poder del Estado, sino que también es impulsada desde la sociedad civil. En efecto, en el artículo 2 de la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas se establecen los siguientes sujetos: I. Las personas físicas o morales, de nacionalidad mexicana o extranjeras, que participen en las contrataciones públicas de carácter federal, en su calidad de interesados, licitantes, invitados, proveedores, adjudicados, contratistas, permisionarios, concesionarios o análogos;

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II. Las personas físicas o morales, de nacionalidad mexicana o extranjeras, que en su calidad de accionistas, socios, asociados, representantes, mandantes o mandatarios, apoderados, comisionistas, agentes, gestores, asesores, consultores, subcontratistas, empleados o que con cualquier otro carácter intervengan en las contrataciones públicas materia de la presente ley a nombre, por cuenta o en interés de las personas a que se refiere la fracción anterior; III. Las personas físicas o morales de nacionalidad mexicana que participen, de manera directa o indirecta, en el desarrollo de transacciones comerciales internacionales en los términos previstos en la presente ley, y IV. Los servidores públicos que participen, directa o indirectamente, en las contrataciones públicas de carácter federal, quienes estarán sujetos a responsabilidad en términos del título IV de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Ahora bien, en el nuevo artículo 109 se conserva la posibilidad de sancionar penalmente a los servidores públicos, incluyendo aquellos casos de enriquecimiento ilícito (en los que también se puede aplicar la extinción de dominio prevista en el artículo 22 constitucional). Estamos ante un precepto rara vez aplicado en la realidad y que sin embargo resulta fundamental para recuperar (o alcanzar) un auténtico Estado de derecho combatiendo la impunidad imperante, pues contempla no sólo los actos o las faltas de los servidores públicos para enriquecerse de manera ilegal e ilegítima, sino también aquellos hechos antijurídicos que cometan por interpósita persona cuando “aumenten su patrimonio, adquieran bienes o se conduzcan como dueños sobre ellos, cuya procedencia lícita no pudiesen justificar. Las leyes penales sancionarán con el decomiso y con la privación de la propiedad de dichos bienes, además de las otras penas que correspondan”. Por otro lado, es una buena noticia que se conserve la primera parte del primer párrafo de la fracción III del artículo aquí analizado, pues en ella se establecen los principios constitucionales que los servidores públicos deben observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones: legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia, los cuales no siempre son respetados por nuestra debilitada burocracia. De hecho, su observancia es la excepción y no la regla. Cabe incluir aquí lo preceptuado por el artículo 134 constitucional en materia de administración y aplicación de los recursos económicos por parte de las dependencias, entidades y demás órganos de poder de

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la Federación, los estados y los municipios: “Los recursos económicos de que dispongan la Federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, se administrarán con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados”. Si reunimos los principios señalados en la fracción III del artículo 109 y en el primer párrafo del diverso 134 constitucionales, los parámetros jurídicos que en todo momento deben observar los servidores públicos, y toda persona física o moral que reciba recursos del erario, son legalidad, lealtad, eficiencia, imparcialidad, eficacia, economía, transparencia y honradez. A reseva de desarrollar en otro espacio el estudio del resto de los principios constitucionales antes enumerados, el principio de legalidad, como es bien sabido, ha estado íntimamente vinculado al Estado de derecho. Básicamente, la legalidad significa el estricto apego a lo establecido en la ley: los agentes del poder sólo pueden realizar actos y llevar a cabo procedimientos contemplados en una ley previamente publicada que les otorgue facultades y competencias suficientes para ello. Esta parte del principio de legalidad corresponde a lo preceptuado por el artículo 14 constitucional. Otro aspecto de este principio es el establecido en el artículo 16 de nuestra ley fundamental: todo acto de molestia hacia los particulares debe ser emitido por autoridad competente, de manera escrita, debidamente fundado y motivado. Si bien el apego a este principio nos acerca al Estado de derecho, hoy resulta un parámetro reducido para evitar el abuso del poder. A partir de la reforma constitucional en materia de derechos humanos publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de junio de 2011 todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.

En este sentido, el viejo principio de legalidad adquiere una nueva y muy poderosa dimensión para evolucionar hacia el principio de juridicidad.2

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Básicamente, la diferencia entre legalidad y juridicidad es que la primera constituye un elemento primario de la segunda, y que ésta va más allá de lo que literalmente establece la legislación positiva, pues se extiende al bloque de constitucionalidad conformado por los derechos humanos reconocidos tanto en nuestra ley fundamental como en los tratados internacionales de los que México forma parte. Esto es, contra lo que históricamente han afirmado las corrientes jurídicas “paleopositivistas” —si no se encuentra en la ley, el derecho no existe—, el principio de juridicidad no sólo se basa en la legislación secundaria positiva vigente, sino que abarca todo el ordenamiento (nacional e internacional), extendiendo y enriqueciendo las fuentes tradicionales de los derechos fundamentales. En palabras de Miguel Alejandro López Olvera, si el Estado de derecho consiste en la sujeción de la actividad estatal a la Constitución y a las normas aprobadas conforme a los procedimientos que ella establezca, que garantizan el funcionamiento responsable y controlado de los órganos del poder; el ejercicio de la autoridad conforme a disposiciones conocidas y no retroactivas en términos perjudiciales, y el respeto a los derechos humanos,3

las obligaciones de las autoridades con los gobernados están determinadas no sólo por la satisfacción del interés social y la observancia de normas de orden público; también por el respeto, la protección y la garantía de los derechos humanos de todos, en lo colectivo, y de cada uno en lo individual. Así, la juridicidad supone una convivencia social y una relación entre gobernados y gobierno dentro de parámetros constitucionales con la fuerza normativa suficiente para ser invocados y aplicados directamente sin que medie, necesariamente, una disposición legal para lograr la plena eficacia de los derechos fundamentales tutelados. Los otros dos principios conservados en la reforma constitucional del 27 de mayo de 2015 son los de la autonomía de los procedimientos y el derecho fundamental conocido como non bis in idem (nadie puede ser juzgado ni sancionado dos veces por el mismo hecho, falta, infracción o delito). Así, las responsabilidades de distinta índole —política, penal o administrativa— pueden ser fincadas contra los servidores públicos (y los particulares) que incurran en ellas a partir de una misma falta o infracción, en procedimientos separados, autónomos, sin que ello implique incurrir en un doble o triple juicio o proceso disciplinario. De esta suerte, la desviación de recursos económicos hacia fines para los que no fueron

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destinados originalmente por la representación popular puede ser sancionada administrativamente y también de acuerdo con la legislación penal (peculado y enriquecimiento ilícito). Incluso, en materia administrativa el servidor público puede ser sujeto de dos sanciones: inhabilitación y sanción económica, además de una tercera sanción, ésta sí en materia penal, con prisión por el delito o los delitos a que hubiere lugar (peculado, enriquecimiento ilícito, ejercicio indebido del servicio público, etc.). Y nada de esto viola el derecho fundamental a no ser juzgado dos veces por el mismo delito, falta o infracción administrativa. En el nuevo artículo 109 se distinguen, entre las faltas administrativas, las que se consideran graves; en el segundo párrafo de la fracción III de dicho numeral se lee: Las faltas administrativas graves serán investigadas y sustanciadas por la Auditoría Superior de la Federación y los órganos internos de control, o por sus homólogos en las entidades federativas, según corresponda, y serán resueltas por el Tribunal de Justicia Administrativa que resulte competente. Las demás faltas y sanciones administrativas serán conocidas y resueltas por los órganos internos de control.

Antes de esta reforma los órganos internos de control llevaban el procedimiento administrativo disciplinario desde la auditoría o la investigación de quejas o denuncias hasta la emisión de la sanción, tanto en faltas consideradas graves como en las que no lo eran. Es decir, los órganos internos de control y la propia Secretaría de la Función Pública fungían como juez y parte. Luego de la reforma, y ya que se haya emitido la legislación secundaria prevista en los transitorios del decreto publicado el 27 de mayo de 2015, por lo menos en lo que hace a las faltas graves, los órganos internos de control dejarán de ser juez. Este papel, como resulta evidente, lo desempeñarán los tribunales de justicia administrativa que resulten competentes, sea en el orden federal o en el local. De esta manera, tanto la Auditoría Superior de la Federación como los órganos internos de control podrán concentrarse más, según el caso, en su papel de investigadores o auditores. Otra novedad importante de la reforma constitucional en materia de combate a la corrupción es la adición de la fracción IV al artículo 109 de nuestra ley fundamental, en la que se otorga a los tribunales de justicia administrativa del país (en el orden federal y en el local) la atribución de imponer

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a los particulares que intervengan en actos vinculados con faltas administrativas graves, con independencia de otro tipo de responsabilidades, las sanciones económicas; inhabilitación para participar en adquisiciones, arrendamientos, servicios u obras públicas, así como el resarcimiento de los daños y perjuicios ocasionados a la hacienda pública o a los entes públicos federales, locales o municipales.

Falta saber qué entiende el legislador ordinario por “falta administrativa grave”. Para eso habrá que esperar a que se modifiquen y expidan las leyes secundarias que indica la propia reforma y sus artículos transitorios. El segundo artículo transitorio del decreto de reforma establece un año a partir de su entrada en vigor como el plazo para que el Congreso de la Unión apruebe las leyes generales y demás cuerpos normativos que “hagan eficaz” el nuevo sistema. Durante ese plazo, por ejemplo, el Poder Legislativo federal deberá actualizar las leyes que regulan la organización y las facultades de la Auditoría Superior de la Federación, y “expedir la ley general que establezca las bases de coordinación del Sistema Nacional Anticorrupción a que se refiere el artículo 113”, tal como lo establece el nuevo artículo 73, fracción XXIV, de la Constitución. Durante ese mismo año, el legislador ordinario deberá decretar “la ley que instituya el Tribunal Federal de Justicia Administrativa, dotado de plena autonomía para dictar sus fallos, y que establezca su organización, su funcionamiento y los recursos para impugnar sus resoluciones”, en los términos del diverso 73, fracción XXIX-H, de la Constitución. En el tercer artículo transitorio del decreto publicado el 27 de mayo de 2015, el poder reformador de la Constitución ordena: La ley a que se refiere la fracción XXIX-H del artículo 73 de la Constitución establecerá que, observando lo dispuesto en la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, el Tribunal Federal de Justicia Administrativa: a) Aprobará su proyecto de presupuesto, con sujeción a los criterios generales de política económica y los techos globales de gasto establecidos por el Ejecutivo federal; b) Ejercerá directamente su presupuesto aprobado por la Cámara de Diputados, sin sujetarse a las disposiciones emitidas por las secretarías de Hacienda y Crédito Público y de la Función Pública; c) Autorizará las adecuaciones presupuestarias sin requerir la autorización de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, siempre y cuando no rebase su techo global aprobado por la Cámara de Diputados;

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d) Determinará los ajustes que correspondan a su presupuesto en caso de disminución de ingresos durante el ejercicio fiscal, y e) Realizará los pagos, llevará la contabilidad y elaborará sus informes, a través de su propia tesorería, en los términos de las leyes aplicables.

Hasta aquí el análisis de la reforma, pues agotar la revisión de su contenido excede el objeto, el tiempo y el espacio para este ensayo. Mientras tanto, México sigue en espera de que “las reformas que el país necesita” surtan algún efecto positivo sobre su vida social e institucional. El problema de fondo tiene varios aspectos que sería importante analizar. La reforma constitucional aquí aludida deja espacios de discrecionalidad que permitirán, en mayor o menor grado, que los corruptos continúen impunes. Me explico: en primer lugar, las nuevas disposiciones constitucionales dejan a salvo del escrutinio del nuevo sistema al Poder Judicial, tanto en el orden local como en el federal. Aunque el Consejo de la Judicatura Federal tendrá un representante en el Comité Coordinador del Sistema Nacional Anticorrupción, los órganos jurisdiccionales del Poder Judicial federal y local sólo podrán ser investigados por los respectivos consejos de la judicatura; es decir, los problemas de corrupción, desde el punto de vista de los mecanismos reguladores y disciplinarios en los poderes del Estado, seguirán prácticamente igual, a menos que la legislación secundaria mejore significativamente las bases constitucionales. I. El derecho a la información, la transparencia y la rendición de cuentas como elementos esenciales del combate a la corrupción Es incontestable que todo Estado constitucional y democrático de derecho se debe a las personas (en lo individual y en lo colectivo) que conforman la sociedad en la que aquél ejerce el poder público. Y éste, como bien señala el artículo 39 de nuestra ley fundamental, dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. A partir de la reforma constitucional que en materia de derechos humanos fue publicada el 10 de junio de 2011 y en la que se dispone, desde su primer artículo, que en los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales

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de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece,

se ha registrado una expansión sin precedentes del ámbito de ejercicio y protección de los derechos fundamentales a favor de quienes se ubiquen en el territorio mexicano, sea de manera permanente o temporal. Y no solamente se amplía y se fortalece el núcleo de los derechos; también se instituyen deberes y obligaciones de parte de las “autoridades” y del propio Estado, como un todo, en materia de las prerrogativas fundamentales de todos y todas. Como he señalado en párrafos anteriores, así lo ordena el tercer párrafo del artículo 1 de la Constitución mexicana: Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.

Congruente con esta disposición de la más alta jerarquía normativa, la última oración del primer párrafo del artículo 6 constitucional indica: “El derecho a la información será garantizado por el Estado”. Además, el segundo párrafo del mismo ordenamiento reconoce: “Toda persona tiene derecho al libre acceso a información plural y oportuna, así como a buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole por cualquier medio de expresión”. Sin duda, los dos primeros párrafos del artículo 6 de nuestra ley fundamental definen varias condiciones necesarias para la edificación de toda democracia, la cual resultaría inconcebible sin la posibilidad de que la sociedad civil obtenga información oportuna, confiable, verificable y transparente de ese poder público que ha emanado de ella y que se ha constituido para su beneficio; información que, por otro lado, sirve para que el pueblo evalúe y juzgue la calidad y los resultados de los órganos del Estado mexicano. Otro elemento esencial para revisar críticamente y mejorar la calidad de nuestra incipiente vida democrática se encuentra en el primer párrafo del artículo 134 constitucional, que ordena: “Los recursos económicos de que dispongan la Federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal

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y los órganos político-administrativos de sus demarcaciones territoriales, se administrarán con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados”. Es decir, las mexicanas y los mexicanos no sólo elegimos a nuestros gobernantes e instituimos el poder público para lograr el bien común; también cumplimos con la obligación de pagar nuestros impuestos (artículo 31, cuarto párrafo), lo cual nos otorga el inalienable derecho de inquirir, cuestionar y solicitar información al Estado, es decir, exigir transparencia y rendición de cuentas. La publicación, en el Diario Oficial de la Federación del 4 de mayo de 2015, de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública representa un avance sin parangón, pues en dicho ordenamiento “se precisa que el derecho humano de acceso a la información comprende solicitar, investigar, difundir y recabar información, y señala que toda la generada, obtenida, adquirida o transformada, en posesión de los sujetos obligados será pública y accesible a cualquier persona”.4 Enseguida, el ordenamiento aclara que la información pública “sólo podrá ser clasificada como reservada por razones de interés público y seguridad nacional”, en los términos de la propia ley general, “salvo aquella información que esté relacionada con violaciones graves a derechos humanos o delitos de lesa humanidad”. En estos últimos supuestos, el mismo cuerpo normativo determina los medios y los mecanismos para la apertura de la información correspondiente. Estamos ante una ley general, “reglamentaria del artículo 6 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de transparencia y acceso a la información”, cuyo objeto es: establecer los principios, bases generales y procedimientos para garantizar el derecho de acceso a la información en posesión de cualquier autoridad, entidad, órgano y organismo de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, órganos autónomos, partidos políticos, fideicomisos y fondos públicos, así como de cualquier persona física, moral o sindicato que reciba y ejerza recursos públicos o realice actos de autoridad de la Federación, las entidades federativas y los municipios.

Los principios y los objetivos de la ley ciertamente son loables. Respecto de los primeros, se fijan la certeza, la eficacia, la imparcialidad, la independencia, la legalidad, la máxima publicidad, la objetividad, el profesionalismo y, por supuesto, la transparencia. Respecto de los segundos, la ley

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reglamenta la dimensión sustantiva del derecho a la información, al tiempo que define la dimensión adjetiva y se propone cumplir con un conjunto de objetivos de índole procedimental, permanentes y progresivos, a partir del establecimiento de “las bases mínimas que regirán los procedimientos para garantizar el ejercicio del derecho de acceso a la información”. Aunque ya se menciona en la fracción I del apartado A del artículo 6 constitucional, un aspecto destacado de la Ley General de Transparencia es la reglamentación de los nuevos sujetos obligados: partidos políticos, el propio Instituto Nacional Electoral, universidades autónomas, sindicatos, el sector energético, etc. El solo hecho de que se haya logrado que los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión se pusieran de acuerdo para rendir cuentas claras sobre los cuantiosos recursos públicos que gastan anualmente, o que los líderes sindicales hayan accedido a abrir las arcas de sus gremios al escrutinio público, representa un gran avance en el fortalecimiento de nuestra cultura democrática. Sin embargo, creo que todavía hay mucho camino por recorrer. No es mi propósito agotar todos los aspectos normativos de la nueva Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública; sólo pretendo delinear una ruta crítica de estudio, propuestas y divulgación que permita a los ciudadanos participar en el estudio, el análisis, la discusión pública y la difusión de la nueva normatividad en esta importantísima materia, así como en su enriquecimiento y progresivo fortalecimiento como un elemento esencial de la vida democrática y constitucional de nuestra nación. Cabe reflexionar sobre la importancia de la divulgación, en un contexto cultural en el que los usos y las costumbres, tanto de la ciudadanía como de la clase política y los servidores públicos, rara vez propician el cumplimiento de las obligaciones de transparencia y rendición de cuentas de los órganos del poder público. Se trata, pues, de contribuir a la construcción de una plataforma de conocimiento y concientización ciudadana que, desde nuestra responsabilidad profesional y social, facilite un cambio radical hacia una mayor participación y exigencia de parte de la sociedad, consigo misma y en relación con el Estado. Por supuesto, la nueva legislación en materia de transparencia, así como la recientemente promulgada reforma para el combate a la corrupción, contribuyen con mucho a establecer las bases normativas y un nuevo diseño institucional para avanzar en el desarrollo democrático y constitucional de México. Sin embargo, las leyes no se cumplen de manera automática con el solo hecho de ser publicadas. Es necesario que su espíritu se verifique en la realidad social y política del país.

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Los niveles de desconfianza que la ciudadanía muestra respecto del poder político en México son cada vez más altos. Para que ciudadanos y gobierno puedan establecer una relación constructiva basada en la confianza no bastan las reformas constitucionales y legales que, como algunos afirman, el país necesita, sino un poder público que, además de procurar el interés general y garantizar el respeto y la protección de los derechos humanos en el acontecer cotidiano, se conduzca con transparencia y verdad. En México, cuya Constitución sólo menciona la palabra verdad en cuatro artículos,5 hace falta el reconocimiento de que todos tenemos derecho a conocer la verdad desde el poder público, sin ambages ni maquillaje alguno, como condición necesaria para el restablecimiento de la confianza y la consecuente restauración de la gobernabilidad y el respeto al Estado de derecho, lo cual resulta sumamente necesario en un país con un altísimo nivel de injusticia e impunidad, con alrededor de 60 millones de personas en situación de pobreza, con índices notoriamente elevados de violencia e inseguridad pública y con uno de los niveles educativos más bajos (y costosos) del hemisferio, entre otros indicadores de una calidad de vida cada vez más depauperada. El reconocimiento constitucional del derecho a la verdad —concepto que he abordado en otro capítulo de este libro— deberá extenderse a todo el ordenamiento, particularmente en la legislación penal, de manera que exista una efectiva vinculación normativa e institucional que permita sancionar a los titulares de los órganos del poder público en el país y a todos los altos funcionarios por mentir, declarar con falsedad o alterar información pública con el fin de encubrir cualquier tipo de acto ilícito u omisión por los cuales se hubiere producido un daño o un perjuicio a los derechos humanos, a normas de orden público o al interés social.

Notas   Véase .  2   Para un estudio más amplio y profundo sobre el tema, véase Miguel Alejandro López Olvera, El control de convencionalidad en la administración pública, México, Novum, 2014.  3   Ibidem, pp. 30-43.  4   Declaratoria de publicidad del dictamen de la Comisión de Gobernación, con proyecto de decreto por el que se expide la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, Cámara de Diputados, México, Distrito Federal, 15 de abril de 2015.  1

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  El segundo párrafo del artículo 69 constitucional dispone: “Cada una de las cámaras realizará el análisis del informe y podrá solicitar al presidente de la República ampliar la información mediante pregunta por escrito y citar a los secretarios de Estado y a los directores de las entidades paraestatales, quienes comparecerán y rendirán informes bajo protesta de decir verdad. La Ley del Congreso y sus reglamentos regularán el ejercicio de esta facultad [las cursivas son mías]”. Asimismo, los artículos 93 y 108 se refieren a la obligación de los servidores públicos de conducirse con verdad, mientras que el 130 indica claramente: “La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen, sujeta al que la hace, en caso de que faltare a ella, a las penas que con tal motivo establece la ley”. No obstante, considero necesario fortalecer esta disposición que vincule a los órganos del poder público (y aquellos del poder privado que ejerzan funciones de autoridad) y sus titulares con una alta responsabilidad de tipo penal en todo el ordenamiento.  5

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Conclusiones Hemos visto que la falta de una auténtica cultura de rendición de cuentas en México encuentra su origen en múltiples factores, principalmente en los altos índices de impunidad y en la corrupción endémica que padece el país. Por ello es necesario fortalecer los vínculos entre la Constitución, la cultura política, la transparencia y la rendición de cuentas, si queremos contar con instituciones auténticamente democráticas, donde no sólo se garantice el interés general de las mayorías, sino que igualmente se proteja y se restaure el orden constitucional a través de una efectiva justiciabilidad de los derechos fundamentales de todos y cada uno de los miembros de esta sociedad, todo lo cual debe pasar por un eficaz combate frontal a cualquier forma de corrupción. Como parte del derecho constitucional a la información pública, reconocido en el artículo 6 de nuestra carta magna, se encuentran los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas que el Estado debe garantizar para que los gobernados puedan hacer efectivo tal derecho fundamental. En ese contexto, el papel del Poder Judicial es preponderante, ya que representa la última palabra en cuanto a la justiciabilidad de los derechos humanos, entre los que se encuentra, en un lugar preeminente, el derecho a la información pública, elemento esencial de la rendición de cuentas y de todo sistema democrático. En México, la tradicional separación de la norma jurídica respecto de la norma moral o de la ética en los asuntos públicos, propia del paleopositivismo que todavía hoy es el modelo de los operadores jurídicos y políticos en nuestro país, nos ha vuelto indiferentes ante las necesidades de los más débiles. Quizá a ello se deba que, salvo raras excepciones, la justicia sólo es asequible para una pequeña élite de poderosos. Un factor que contribuye a esa ausencia de eticidad en la norma jurídica es el cultural. Así, para que los agentes del poder, tanto público como privado, actúen con transparencia, rindan cuentas, velen por el bien común, sean responsables y respeten los principios constitucionales 187

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Conclusiones

que debieran regular su conducta cotidiana, se requiere cultivar, como diría Peter Häberle, las normas fundamentales para que, en efecto, se conviertan en Constitución. La íntima relación que existe entre Estado de derecho, democracia, constitución y rendición de cuentas se alimenta del ducto común de la cultura jurídico-política de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, el grado de desigualdad que hay en México no permite —si se me permite emplear el término— una “re-nivelación” cultural que facilite la puesta en práctica de valores universales entre todos los miembros de esta sociedad. Las diferencias tan marcadas entre los más fuertes y los más débiles, desde el punto de vista económico y educativo, propician una inequidad que pronto se convierte en iniquidad para los que menos saben y los que menos tienen. Las cifras son alarmantes: más de 50 millones de mexicanos en estado de pobreza patrimonial, entre los que se cuentan casi 12 millones en situación de pobreza alimentaria o extrema. Al mismo tiempo, sólo alrededor de una quinta parte de la población nacional tiene acceso relativo a bienes y servicios indispensables para una vida digna, en una economía dirigida por el 1% del total. En ese contexto, los resultados del modelo económico de la época neoliberal en México (1983-2012) son decepcionantes: el crecimiento promedio anual del pib fue sólo de 2.64%, contra 6.07% de la época del crecimiento estabilizador, entre 1935 y 1982. En esas cifras podrían encontrarse en parte las razones por las cuales hoy sólo 40% de los mexicanos prefiere vivir en una democracia. Éste es uno de muchos datos que confirman que en México vivimos, paradójicamente, una “democracia minoritaria”, si partimos de la premisa de que los demócratas son indispensables para que exista una democracia. El hecho de que 60% de los mexicanos no se interese por la discusión de los asuntos públicos dice mucho acerca de una actitud generalizada de egoísmo individualista, que se expresa como la búsqueda permanente de la ventaja y el beneficio personales a costa del interés público. De esa sociedad surgen los políticos y los servidores públicos; con esa cultura jurídicopolítica llegan a “servirse” de los demás quienes en algún momento de su vida ostentan posiciones de poder. Los alarmantes niveles de impunidad en México representan una radiografía de la confianza de los gobernados hacia sus gobernantes. Más de 92% de los delitos cometidos en nuestro país no son castigados, por dos razones: la primera, porque 88% de ellos no son denunciados por las

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víctimas; la segunda, porque del 12% denunciado, en poco más de 60% se inicia averiguación previa en el ministerio público (local o federal), es decir, sólo 7% de los delitos que se cometen en México son atendidos por las autoridades competentes. El desahogo de los juicios penales y la calidad de sus sentencias serían materia de otro estudio; sin embargo, el lector puede tener la seguridad de que, hoy por hoy, el Poder Judicial tampoco garantiza una impartición de justicia íntegra. Por tanto, lo “normal” para muchos es que el político llegue pobre y salga rico de sus puestos —sean de elección popular o por designación—, y el que sigue pobre es porque “no ha sabido hacerla” o no ha tenido “la suerte” o la oportunidad de llegar a una posición de poder para aprovecharse de los recursos públicos en su propio beneficio. Hablo de una cultura jurídico-política que se vale de la simulación, el engaño y la frivolidad para favorecer el privilegio, la ventaja, el beneficio de unos cuantos en detrimento de la mayoría. La rendición de cuentas resulta un proceso incompleto, por no decir engañoso, si carece de uno de sus componentes elementales: la verdad; la verdad histórica y jurídica de los hechos, los actos, las omisiones, los problemas y las soluciones que en su momento fueron enfrentados, asumidos y llevados a cabo por los órganos del Estado, todo lo cual implica la expresión de una verdad debida, una verdad ética. Una verdad que, parafraseando a Albert Camus, dota de sentido y sustancia a la justicia; pues, en efecto, no puede haber justicia sin verdad. Lo contrario de la verdad puede ser tanto la mentira como el silencio; pero también lo es la simulación, una de las formas más elaboradas de la mentira. Si vivimos en un Estado que se pretende democrático y constitucional de derecho, lo peor que puede pasar es que las instituciones que lo componen sean imposturas que atenten contra una sociedad auténticamente democrática y constituyan su propia negación. Entonces, una de las muchas medidas que México requiere para avanzar en el respeto, la promoción y la garantía de los derechos humanos es elevar el valor de la verdad a rango constitucional, como derecho fundamental y condición necesaria de la rendición de cuentas. En consecuencia, la exigencia de transparencia y rendición de cuentas con base en la verdad se transforma en una necesidad imperiosa de movilización social. Pero esta movilización social no será posible sin su inclusión y su empoderamiento por parte del poder público, y tampoco sin una cultura política que tolere las diferencias en la pluralidad, reconozca y respete el derecho del otro y de los otros, sea solidaria con el más

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débil, promueva la protección y la reparación de sus derechos fundamentales y resista ante la actuación y la norma injustas, sufridas desde el poder. Los procesos históricos han demostrado que no hay reconciliación nacional sin verdad. Un pueblo puede contar con una Constitución “perfecta”, pero tal perfección se degrada si los encargados de hacerla valer acuden una y otra vez a la simulación, a la mentira y al silencio, so pretexto de administrar justicia. Y la justicia se administra no sólo desde el Poder Judicial. La administración de la justicia, en sentido lato, empieza desde la propia sociedad y desde el Poder Ejecutivo, en cualquiera de los tres órdenes de gobierno, pues la observancia de los preceptos constitucionales, el respeto y la protección de los derechos fundamentales son ya, de entrada, administración de justicia. Como señalé en el último capítulo de este libro, la creación del Sistema Nacional Anticorrupción mediante la reforma constitucional publicada en el Diario Oficial de la Federación el 27 de mayo de 2015 tiene como objetivo fortalecer las instituciones del Estado encargadas de combatir la corrupción y propiciar la rendición de cuentas de manera sistemática e irrestricta, involucrando a la sociedad a través de nuevas figuras, como el Comité de Participación Ciudadana. No obstante, la reforma no será suficiente por varias razones: primero, porque no abarca los poderes judiciales, ni el federal ni los locales; segundo, porque la legislación secundaria que la “concrete” tomará varios meses, si no es que años (vistas las últimas experiencias en la materia) para ser expedida por el legislador ordinario, y tercero, porque la cultura jurídico-política de la élite en el poder no admite reflexiones autocríticas ni acciones autocorrectivas. El control de los excesos del poder tiene que venir desde fuera del propio poder. La rendición de cuentas y los castigos correspondientes cuando existan faltas, excesos, omisiones, delitos o actos de corrupción, no serán autoinfligidos por los agentes del poder: deben ser impuestos desde la sociedad misma, desde auténticas instituciones ciudadanas que constituyan un verdadero contrapeso a los detentadores oficiales del poder público. Si las instituciones creadas por la Constitución no son soportadas por una cultura política auténticamente democrática, igualitaria, libertaria, solidaria y todo lo que ello implica, tanto por parte de la ciudadanía como de los detentadores del poder (público y privado), el entramado social y la escena política devienen mero simulacro, una mascarada en la que se pierde el sentido originario del pacto social y se regresa al estado de naturaleza en el que cada quien vela y lucha por sus propios intere-

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ses, personales y de grupo; se dejan de lado el interés público y el bien común, y, sobre todo, se impone la ley del más fuerte sobre el más débil. Podemos contar con una Constitución de vanguardia, con un catálogo de derechos fundamentales de primer nivel en el concierto de las naciones, pero si los propios ciudadanos y las instituciones que ellos mismos se han dado no responden con su actuación cotidiana de manera armónica y congruente con la norma suprema, la descomposición social y la debilidad estatal se convertirán, poco a poco, en la única realidad posible. Tal vez haga falta analizar a fondo la necesidad de que México cuente con un auténtico tribunal constitucional, dadas las condiciones actuales en las que la Suprema Corte de Justicia de la Nación no alcanza a abandonar el modelo del control de legalidad y los criterios paleopositivistas en los que, salvo notables excepciones, ha permanecido anclada durante más de 100 años. La fuerza normativa de la Constitución no sólo depende de su nivel de coercibilidad, sino de las instituciones que la nutren y dan sentido al pacto político a través del principio democrático que la legitima. Así, resulta indispensable que el régimen constitucional se corresponda con la cultura jurídico-política de la sociedad, en un auténtico sistema democrático —en la forma como en el fondo— donde la rendición de cuentas es una condición sine qua non del mismo y factor esencial de su elemento cohesionador: la confianza entre gobernados y gobierno. Una sociedad democrática y justa es una sociedad informada, a la que el poder, público o privado, rinde cuentas con claridad, oportunidad y verdad, así como un tejido social robusto y fuerte es aquel cuyos miembros, a nivel personal o grupal, actúan congruentemente con los principios y las reglas constitucionales que dan vida a la nación en la que conviven. La fortaleza de cualquier país del orbe, con un Estado constitucional y democrático de derecho, radica en el diseño y el desarrollo de sus instituciones, las cuales deben procurar, ante todo, el interés general que significa la protección de los más débiles, al tiempo que respeten y garanticen la justiciabilidad de los derechos humanos de las minorías: instituciones incluyentes y abiertas al escrutinio público de manera permanente. Desde la Nueva España hasta nuestros días, México ha padecido instituciones económicas extractivas e instituciones políticas excluyentes. Como bien lo señalan Robinson y Acemoglu, la diferencia entre los países con altos niveles de desarrollo —económico, social y humano— y las naciones que han fracasado históricamente es la naturaleza y la eficacia

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de sus instituciones políticas y económicas. La fórmula es aparentemente simple: a mayor inclusión y libertad, mayor desarrollo; a mayor exclusión, extracción y explotación, mayores niveles de conflicto social, violencia y miseria. Coincidentemente, la ausencia de una cultura de transparencia y rendición de cuentas es un fenómeno propio de países con instituciones públicas excluyentes. Para el caso de México, cabe preguntarse si es posible tener instituciones libres e incluyentes cuando éstas han sido impuestas desde el poder o provienen de pactos sociales simulados. Si fuere posible, una vez asimiladas por la sociedad, ¿pueden estas instituciones actuar y permanecer vigentes, auténticamente, permeando a la misma sociedad para que ésta actúe conforme a las propias normas institucionales? ¿Estamos preparados para la cooperación igualitaria, la solidaridad para reconocer las diferencias y dejar atrás nuestra proverbial actitud discriminatoria? En pocas palabras, ¿México tiene una sociedad igualitaria, capaz de sentar las bases para una vida comunitaria en libertad, solidaridad y respeto? Sin embargo, la igualdad, la libertad y la solidaridad son concebidas por las personas en su convivencia cotidiana con los otros, en su participación en el ágora, en el debate de los asuntos públicos sobre bases éticas, en su doble dimensión individual y colectiva, es decir, son producto de la civilización. Entonces, si la cultura jurídico-política, tanto de los ciudadanos como de los operadores jurídicos en México, favorece la subordinación del derecho al poder, la opresión del más débil por el más fuerte, estamos ante una impostura de civilización. En realidad seguimos en un estado de naturaleza, contrario a cualquier connotación de la palabra civilización, disfrazado de democracia constitucional. Como he apuntado ya, del año 2000 a la fecha se ha verificado una transición del Estado autoritario-corporativista, que se instaló en el poder desde finales de los años veinte del siglo pasado, a un autoritarismo de mercado. La prevalencia de los bienes materiales sobre los espirituales ha generado una actitud apática y escéptica de la mayoría de los ciudadanos respecto del quehacer político, de los asuntos públicos y del orden jurídico. No es de extrañar, pues, que los agentes del poder concedan poca o nula importancia a la rendición de cuentas. El modelo educativo actual, en el que predomina el pensamiento único, está llevando a las nuevas generaciones de profesionales a un grado de especialización técnica que los enajena del conocimiento profundo del ser humano, de la comprensión de su dignidad intrínseca y de la práctica de valores como el respeto, la solidaridad, la compasión, la libertad, la

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igualdad, la verdad y la justicia. La respuesta, desde mi perspectiva, está en la formación de ciudadanos con espíritu crítico, a partir de un modelo humanista y multidisciplinario, en una tarea de largo plazo en la que las universidades tienen un papel central, lo mismo que las familias. Se trata de una labor titánica, fundamental, que debemos iniciar desde ahora y en la que habrá que enseñar a niños y jóvenes a pensar y razonar con base en principios éticos y a partir de valores morales. Con esas bases podremos aspirar a que algún día el poder se subordine al derecho, y el más débil pueda sobreponerse a su natural desventaja frente al más fuerte, en aras de la igualdad que propicia la libertad. Sin embargo, los obstáculos y los retos son mayúsculos. En nuestro país se sufre una doble estructura de poder: la formal y la informal, como lo ha señalado atinadamente Lorenzo Meyer. Dentro de la estructura informal se encuentran los llamados “poderes fácticos”: gobiernos extranjeros, empresarios, jerarcas eclesiásticos, caciques, medios de comunicación, líderes sindicales, crimen organizado, entre otros, los cuales suelen ser “la verdadera fuente” de las decisiones de autoridad capaces de transformar la vida, para bien o para mal, de muchas personas. Generalmente, esas decisiones favorecen el privilegio de unos cuantos y perjudican a la mayoría. En ese contexto, la violación sistemática de los derechos fundamentales del más débil, la corrupción y la impunidad son la regla, en un país en el que más de 90% de los delitos quedan impunes. Por algo México aparece en el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional en el lugar 100 de 183 países, en un ranking mundial donde el número 1 es el país menos corrupto y el 183 el más corrupto, mientras que en la clasificación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) ocupamos el lugar 34 de los 34 Estados miembros. Otra solución posible, no excluyente, es crear un tribunal constitucional que garantice la subordinación del poder al derecho, y del derecho al derecho mismo, mediante el control de la constitucionalidad de los actos y de las normas de todos los operadores jurídicos y políticos, a favor siempre de la protección del más débil, sin eliminar el control difuso de constitucionalidad y convencionalidad previsto desde junio de 2011 en el artículo 1 de nuestra ley fundamental. Ésta sería, entre otras, una medida capaz de garantizar el cumplimiento de la obligación constitucional de rendir cuentas por parte de los agentes del poder ante los gobernados y, con ello, satisfacer un derecho fundamental, al tiempo que promovería el fortalecimiento de una ins-

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titución esencial de cualquier sistema democrático: la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la corrupción. Espero que esta obra contribuya en algo a continuar el debate público, imprescindible para la vida democrática y el fortalecimiento del sistema de derechos fundamentales en nuestro país.

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