H. P. Lovecraft versus ciencia-ficción

June 13, 2017 | Autor: Marcelo G. Burello | Categoría: Science Fiction, Horror Literature, H P Lovecraft
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Descripción

H. P. Lovecraft versus la ciencia-ficción Dr. Marcelo G. Burello (UBA)

I

A primera vista, las relaciones de Lovecraft y la ciencia-ficción pueden resultar algo escurridizas, ante todo por la desmesurada –y a menudo indeseable- recepción que su obra fue teniendo con el correr del tiempo, recepción no casualmente acompañada de una marcada indiferencia académica (lo que obliga a tener que reconstruir desde el inicio casi cada cuestión referida al autor). Un primer dato confusor es que el propio Lovecraft, partícipe habitual de la revista Weird Tales, que había comenzado a salir en 1923 (mismo año en que tuvo la revelación del galés Arthur Machen), en 1927 llegó a publicar también en Amazing Stories, la resonante publicación de Hugo Gernsback (quien por no poder utilizar más el término “scientifiction”, pues había vendido su revista previa, comenzó a emplear el de “science-fiction”). La aparición en ese órgano de uno de los relatos a la sazón favoritos de Lovecraft, The Colour Out of Space (“El color que cayó del cielo”), acaso podría ser suficiente para que alguien suponga descaminadamente que el mundo lovecraftiano desde entonces se iba acercando a las propuestas estéticas de ese subgénero emergente. Pero por supuesto, se trata de un motivo asaz endeble… Si bien un especialista en el escritor ha comentado que ése era “el primer relato […] que remotamente podía ser considerado aceptable para una revista de ciencia ficción”, al punto de que “hay que considerar en serio que […] fuera escrito expresamente para Amazing Stories”, un historiador de dichas revistas aclara, por su parte, que “aunque Hugo Gernsback se interesaba por la función educativa del género, aceptaba relatos […] en los que la ciencia era vaga pero el tono, debidamente reverente respecto de la experimentación y la tecnología. La definición de c-f se podía ampliar para dar cabida incluso a un escritor de horror al estilo de Poe, si era tan popular entre los lectores como resultó serlo H. P. Lovecraft”1. Fuera como fuera, incluso los propios miembros del “círculo de Lovecraft” al parecer fueron asumiendo que entre su caudillo 1

Respectivamente, Will Murray, “Lovecraft and the Pulp Magazine tradition”, en D. Schultz y S. T. Joshi (eds.), An Epicure in the Terrible. A Centennial Anthology of Essays in Honor of H. P. Lovecraft, Cranbury (NJ), Associated University Presses; 1991, p. 112; y Brian Attebery, “The magazine era: 19261960”, en E. James y F. Mendlesohn (eds.), The Cambridge Companion to Science Fiction, Cambridge, Cambridge U. P., 2003, p. 35.

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y el subgénero ya en vías de consolidarse había algo así como una afinidad electiva, al menos, y por ende hicieron cuanto pudieron para confundir más todavía las cosas en lo referido a lo taxonómico (que los tenía mayormente sin cuidado, como dignos escritores de literatura popular que se preciaban de ser). Más puntualmente, sobre dicho círculo señaló Rafael Llopis –el pionero en habla hispana- en 1969 que “[Donald] Wandrei y [Frank] Belknap Long aportaron elementos de science-fiction que sería prolijo enumerar e instaron a Lovecraft para que leyera este tipo de literatura”2. De hecho, catorce años después de la muerte del supremo sacerdote del cenáculo, acaecida en 1938, su amigo, albacea y protégé -y por cierto, también saqueador- August Derleth no tuvo reparos en situarse a sí mismo de lleno y situar marginalmente, de paso, a su mentor, en esa tradición en plena ebullición hacia la época, ya con Asimov y Bradbury en la primera línea3. En años recientes, por otro lado, el cine ha seguido cosechando del corpus lovecraftiano sin vacilar en llevarlo –por no decir empujarlo- hacia el subgénero de la ciencia-ficción, especialmente apto para el abuso del nuevo fetiche hollywoodense: la denominada “CGI” (computer-generated imagery). La súper producción Prometheus (Ridley Scott, 2012), un obvio upgrade de la saga Alien, bastará como ilustración de esta maniobra. Por más que el escritor de Providence no figure en las acreditaciones ni se aluda intradiegéticamente a su obra, la iconografía –inspirada en un lovecraftiano de pura cepa como H. R. Giger- y la idea general del argumento reponen sin disimulo el mundo de Lovecraft, a la vez contaminándolo con ajenidades antitéticas tales como bellas mujeres y escenas sexuales. Estas reinterpretaciones y reformulaciones del ideario y el bestiario de nuestro autor garantizan su vigencia, sin duda, y sólo podemos celebrarlas como el sostenimiento de un culto y la reflexión continua de un impacto, pero a la vez, queriéndolo o no, vuelven cada vez más borrosa la poética original del autor, que alcanzó su rango literario gracias a la estricta observancia de unos principios estéticos muy personales, que excluían tanto la representación del arsenal científico-técnico como –muy señaladamente- la incorporación del razonamiento científico a sus narraciones. En lo que sigue intentaré reponer en especial sus teorizaciones y sus acercamientos al subgénero en cuestión, evitando lo más posible la enorme acumulación de capas tectónicas que hoy nos separan 2

Rafael Llopis, “Los Mitos de Cthulhu”, en H. P. Lovecraft y otros, Los Mitos de Cthulhu, Madrid, Alianza, 1983, p. 31. Wandrei, también poeta, fue de hecho quien involuntariamente influyó a Lovecraft para redactar sus sonetos. 3 Cf. su artículo panorámico “Contemporary Science-Fiction”, en College English, Vol. 13, Nº 4, enero de 1952, pp. 187-194

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de su proyecto autoral y encarando directamente, por ende, sus textos críticos y narrativos.

II

Empiezo enfáticamente y sin ambages, así pues: respecto de la ciencia-ficción (si bien el término aún no era de uso común en sus días y acabó por imponerse hacia la 2° Guerra Mundial, como sabemos), Lovecraft manifestó no sólo apatía, sino un directo rechazo. Podemos constatar ese repudio al menos por dos vías distintas, igualmente sugestivas. Una es por omisión, dada la ausencia casi total de los elementos constitutivos del subgénero en su propia producción literaria (con alguna que otra fallida excepción, como In the Walls of Eryx, un relato escrito no casualmente en colaboración con un estudiante y a propuesta de éste4). Y otra por comisión, gracias a su ya clásico estudio Supernatural Horror in Literature, una monografía comenzada en 1924 y en rigor de verdad jamás concluida, y mejor aun merced a un breve opúsculo titulado Notes on Writing Interplanetary Fiction y publicado en la revista The Californian, dirigida por H. Bradofsky, en 19355. En este breve y sugestivo artículo, un Lovecraft ya muy maduro como autor arremete contra lo que intenta englobar no muy felizmente como literatura “interplanetaria” (lo que prueba que en su opinión lo determinante era el elemento del espacio exterior y no algún tipo de lógica narrativa), y tras poner reparos a sus eventuales méritos y agredirla por su “extravagancia y artificialidad”, rescata un modesto corpus, a saber: novelas paranoides de H. G. Wells y G. McLeod Winsor, y relatos de sus amigos Wandrei y Ashton Smith. El final del ensayo, con una tónica promisoria acerca de las posibilidades de esta nueva forma literaria, no compensa las amargas observaciones vertidas. Me apuro a aclarar, no obstante, que no es que la institución ciencia le resultara indiferente, o negativa, sino que no veía con buenos ojos la incorporación de ésta a la ficción literaria, o al menos al tipo de ficción que le interesaba consumir y producir: la extraña o weird (por decirlo con su terminus technicus predilecto). Materialista y ateo 4

Publicado con Kenneth Sterling, en 1936, y que tiene lugar en un inverosímil Venus selvático. Las desagradables criaturas llamadas ugrats parecen ser una mordaz alusión a Gernsback, a quien Lovecraft apodaba “Hugo the rat” por su conocida tacañería. 5 Lo hemos llamado “Notas sobre la escritura de ficción interplanetaria” en nuestra compilación: H. P. Lovecraft, Horror y Ficción, ed. por M. G. Burello, trad. por M. G. Burello y Ramiro Vilar, Buenos Aires, Prometeo, 2014, pp. 141-149.

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confeso como era, siempre sintió una afición profunda por las ciencias exactas y naturales, en especial la astronomía y la química. De hecho, en su juventud leyó cuanto pudo sobre ellas y hasta llegó a editar revistas amateurs y a publicar algunas contribuciones de divulgación, y nunca desertó de las filas de los seguidores de las novedades tecno-científicas, tan profusas en la época de entreguerras, signada por lo que me atrevería a calificar como paranoia creativa. Lo cierto es que el ámbito científico en tanto temario y en tanto método le parecían absolutamente inútiles para la labor poética tal como él la concebía, y esto ya incluso en su adolescencia, antes de encontrar su estilo y su mundo personal. Como narrador, Lovecraft se fue deslizando de las fantasías a lo Dunsany hacia un formato más “realista” en cuanto a lo representado (el término es invocado a menudo para definir su singular especie de horror, rico en datos topográficos y detalles concretos), y sobre todo, de esa especie de poemas en prosa de clima onírico y tono alegórico -al estilo de Silence o Shadow de Poe- hacia relatos más extensos, incluso verdaderas nouvelles, con una cuidada dosificación de la información y el manejo de la progresión. En sus dos décadas de producción literaria, que incluyen la narrativa y la lírica, no hay prácticamente ni una historia que podamos computar digna de inscribirse de lleno en la ciencia-ficción, y sólo si jugamos al detective y leemos entre líneas podríamos extrapolar algún que otro ejemplo, bastante recherché. Porque tanto cuando apela al catálogo tecno-científico como cuando mimetiza ciertos procedimientos y formatos del discurso de las ciencias naturales (los experimentos, las búsquedas y expediciones, los protocolos e informes, etc.), el autor siempre está pensando en una de las dos únicas alternativas que le parecían viables: o en elaborar un clima de otredad en clave de fantasy, o bien en acumular una tensión atemorizante e intimidatoria, cuyo efecto crucial y excluyente es el miedo, y que tras un in crescendo sólo puede desembocar en un pavoroso clímax final. La primera de estas dos alternativas, que con Todorov rotularíamos de “maravillosa”, despunta ocasionalmente en su obra de juventud, y la segunda, la “fantástica”, define netamente su producción de madurez (cuya fuerte secuencialidad es lo que conspira contra su relectura, sin dudas: conociendo la sorpresa del final, casi cualquiera de sus narraciones decae muchísimo). En cualquiera de estas modalidades, como sea, y muy marcadamente en la segunda, la única función para la ciencia es la de aportar inestabilidad y contribuir a la conmoción y el escándalo del protagonista, fuertemente identificado con el lector. Así, en un relato cuyo título original remite a Poe, Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family (pese a que en una reedición un impúdico editor lo rebautizaría The White Ape),

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el narrador arranca sugestivamente diciendo: “La vida es algo espantoso, y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana –si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo”6. Como vemos aquí, el todavía joven Lovecraft se vale de la autoridad científica sólo para invertir la carga de la prueba y, en vez de acusarla por su poder destructivo (algo aún demostrado sólo a medias por aquellos años y que recién se haría evidente tras la 2ª Guerra Mundial), sumarla a la causa del enloquecimiento que nos ha de producir conocer a fondo el mundo en que vivimos. En la buena literatura fantástica, la ciencia es impotente ante la catástrofe, o peor aun, colabora con ella; sus propuestas –prácticas o teóricas- son una decepción, y hasta una fatal pérdida de tiempo. Quiero detenerme ahora en un relato apenas posterior, Herbert West -Reanimator (1922), entre tanto fagocitado por el cine gore7, pues podemos considerarlo un caso fronterizo y por ende digno de atención en este contexto. Se trata de una nouvelle que se acerca a la ciencia-ficción por su tratamiento de los experimentos en pos de resucitar a los muertos, pero la sola evocación del tema del muerto vivo, del undead, lo instala en la mejor tradición del gótico europeo (con el mito de Frankenstein a la cabeza, que se hace evidente como architexto por varias claras alusiones), mientras que la perspectiva del narrador enfatiza lo abominable y lo demencial antes que lo razonable y lo plausible. En una carta a un amigo periodista, el propio autor describió oportunamente la pieza como “una serie de seis relatos espantosos (gruesome)” y “una muy horrenda (most hideous) sucesión de tramas y narraciones”8, revelando su interés por el efecto anímico buscado en el lector y su plena conciencia de estar haciendo uso y abuso de una exploitation literaria. Así, en una obra donde se podría haber más que coqueteado con el mundo científico, ya sea describiendo exhaustivamente cierto hardware de laboratorio, ya sea parodiando la discursividad y la retórica de las ciencias, la focalización y el estilo (tanto el léxico como la sintaxis) delatan la búsqueda de lo emotivo antes que de lo cognitivo. 6 H. P. Lovecraft, “Arthur Jermyn” (1921), en Dagón y otros cuentos macabros, trad. de F. Torres Oliver, Madrid, Alianza, 1987, p. 53. 7 Me refiero a Re-Animator (1985), de Stuart Gordon, un filme que además dio lugar a toda una saga (Bride of Re-Animator [1990] y Beyond Re-Animator [2003]). 8 Citado por Peter Straub en su edición de H. P. Lovecraft, Tales, New York, The Library of America, 2005, p. 827.

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Y es que Lovecraft no quería que sus lectores se informaran sobre las ciencias ni mucho menos que pensaran como se lo hace en las ciencias. Sentía un infinito desdén por lo que Poe llamó formulaicamente “la herejía de lo didáctico”, pero no por un oscurantismo militante (de lo contrario no habría sido él mismo un aficionado a la divulgación científica), sino por una profunda convicción poética. En 1920 había enumerado en una carta su “naturaleza tripartita”, confesando tres amores: a) por lo extraño y lo fantástico; b) por la verdad abstracta y la lógica científica; y c) por lo antiguo y lo permanente9. Pongamos en claro que la categoría intermedia sólo quedaría vedada a la hora de ficcionalizar en la praxis literaria, más allá de nutrir ciertos productos (muy ostensiblemente, por ejemplo, At the Mountains of Madness). Esta distinción entre sus intereses intelectuales y sus criterios estéticos me parece crucial, pues ha dado pábulo a múltiples prejuicios y críticas peyorativas acerca de las capacidades intelectuales y las competencias mentales de alguien que sin embargo en su niñez era un ávido lector10 y en su adolescencia ya era capaz de mecanografiar un fanzine bastante decente sobre ciencias naturales y exactas. Y esos graves reproches se vuelven especialmente feroces cuando se lo confronta con la ciencia-ficción, una forma literaria eminentemente cognitiva, como bien lo ha explicado –no sin una cierta arrogante pedantería- Darko Suvin.

III

El destacado especialista en estética contemporánea Noël Carroll ha señalado el predominio del conocimiento y el saber en la actual narrativa de horror, distinguiendo dos tipos de tramas estereotipadas: la del descubrimiento (Discovery Plot) y la del que va demasiado lejos (Overreacher Plot)11. Es interesante el hecho de que la mayoría de los relatos de Lovecraft, o en todo caso los que le granjearon mayor prestigio, responden a la primera categoría, mientras que unos pocos -y entre ellos el mentado Herbert Westintegran el segundo grupo, sin que por eso sea pertinente sostener que lo que Carroll define “amenaza cognitiva” (cognitive threat) sea un concepto idóneo para sondear la 9

Citado por Joshi en su introducción a An Epicure in the Terrible, op. cit., p. 22. Se sospecha que el nombre del supuesto árabe loco autor del Necronomicón, Abdul Alhazred, sería un juego de palabras con “Howard” y “all has read”, pues Lovecraft era un lector devoto y obsesivo desde su infancia. 11 N. Carroll, “The Nature of Horror”, en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 46, Nº 1, otoño de 1987, p. 57. 10

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poética lovecraftiana. Pues en ella el déficit o el exceso de saber son meros disparadores de argumentos que por lo demás no se proponen cuestionar el estatuto del conocimiento humano, sino provocar miedo, inspirar pánico, amedrentar y desolar al lector. En términos de propuesta estética, así pues, yo diría que el ideario lovecraftiano puede sintetizarse en el concepto clave de weirdness. En el arcaico idioma sajón, el wyrd era el hado o el destino; en el habla coloquial inglesa de hoy en día, weird es casi cualquier cosa que escapa a lo ordinario y predecible. Para Lovecraft, en cambio, weird es lo que suscita un cierto tipo de temor cuya fuente está fuera del entendimiento humano y por lo tanto supone una violación del orden natural y una amenaza para nuestra especie. Su eufónico concepto de supernatural horror, en efecto, sería sólo una manera más larga y más clara de designar prácticamente lo mismo. En lo personal, no deja de sorprenderme -o en todo caso de confundirme- que haya preferido siempre “horror” a “terror”, siendo el primero más un efecto físico y el segundo, más una sensación psicológica12. Pero es probable que “terror” le pareciera muy seco y que optara por apelar al horror físico añadiéndole la dimensión sobrenatural: así, supernatural horror al fin y al cabo no sería una contradicción, sino una nueva mezcla personal, donde se combinan una especie de náusea con cierta reacción ante algo que escapa a las leyes del cosmos. Fiel a un proyecto estético que no le ofendería que tildemos de mecanicista, el método de Lovecraft consiste en partir siempre de una discutible justificación histórico-genética con resonancias hobessianas, a saber: la de que el miedo es la emoción humana más importante y efectiva ante todo porque es la más antigua. En mi opinión, ni la conclusión final ni la afirmación inicial parecen comprobables, y mucho menos saludables, pero él mismo las formula al comienzo de sus dos textos poéticos más relevantes a la hora de conocer su posición personal: el ya mencionado estudio Supernatural Horror… y el opúsculo Notes on Writing Weird Fiction, que se publicaría pocos meses después del fallecimiento del autor. Este último arranca con la siguiente declaración: “La razón por la que escribo historias es la de satisfacer mi necesidad de visualizar de manera más clara, detallada y ordenada las vagas, elusivas y fragmentarias impresiones de asombro, belleza y expectación aventurera que me son transmitidas por ciertas visiones (escénicas, arquitectónicas, atmosféricas, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes que se encuentran en el arte y la literatura. Elijo las historias extrañas [weird] porque son las que mejor se ajustan a mis inclinaciones, ya que mi deseo más intenso y 12

Para esta célebre distinción, cuya bibliografía ya es gigantesca, cf. al menos el clásico estudio de Peter Penzoldt The Supernatural in Fiction, New Jersey, Humanities Press, 1965, en especial pp. 9-10.

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persistente es lograr, por un momento, la ilusión de cierta extraña suspensión o violación de las irritantes limitaciones del tiempo, el espacio y las leyes naturales que desde siempre nos sujetan y frustran nuestra curiosidad respecto de los infinitos espacios cósmicos más allá del radio de nuestra visión y análisis. Dichas historias a menudo enfatizan el elemento del horror porque el miedo es nuestra emoción más profunda e intensa, y aquella que mejor se presta a la creación de ilusiones que desafían a la naturaleza”13. Sobre estos presupuestos, y convencido de que un escritor es un mago del que se esperan trucos y que debe ganarse la vida con ellos, Lovecraft intentó diseñar y perfeccionar relatos a la manera de dispositivos generadores de temor, estableciendo una escala de valores según la cual el único factor a tomar en cuenta es el grado de cumplimiento de dicho efecto. En consecuencia, pone siempre lo que denomina “atmósfera” (un tecnicismo para decir “clima” y acaso tomado de los ensayos metapoéticos de Poe)14 por encima de cualquier otro valor literario, tales como el espesor psicológico de los personajes o la verosimilitud de la trama. De ahí, también, su preferencia por los atributos altisonantes, a menudo arcaizantes, que pretenden llamar la atención a cualquier precio, y que muchas veces parecen extraídos de un catálogo de adjetivos en clave para consumo del fandom: eerie, spectral, weird, strange, gruesome, macabre, preternatural, gloomy, unutterable, obscure, unplumbed, morbid, hideous, terrific, frightful, disgusting, repulsive, ominous, ghastly, unspeakable, bizarre, disturbing, fiendish, etc. En esta literatura, todo está fundamentalmente al servicio de crear un cierto ambiente, donde importan más las sensaciones que provocan las cosas que los objetos en sí, y la selección léxica no es una excepción. Además, este vocabulario grandilocuente le sirve al autor para pavonearse de cierta formación supuestamente amplia y erudita, para qué negarlo (algo que vuelve a emparentarlo fatídicamente con Poe, lo que nos recuerda el fallo de Borges según el cual estaríamos ante “un parodista involuntario de Poe”). La concepción excluyente de la literatura como un mecanismo y el consecuente juicio de valor fundado tan sólo en su efecto anímico-sensible, por cierto, instalan a Lovecraft dentro de lo que yo llamaría un régimen teleológico de las artes, fundado en la cultura 13

Lovecraft, “Notas sobre la escritura de ficción extraña”, en Horror y ficción, op. cit., p. 151. V. por ejemplo “The Philosophy of Composition” (1846), donde Poe declara: “It by no means follows, from anything here said, that passion, or even truth, may not be introduced, and even profitably introduced, into a poem for they may serve in elucidation, or aid the general effect, as do discords in music, by contrast- but the true artist will always contrive, first, to tone them into proper subservience to the predominant aim, and, secondly, to enveil them, as far as possible, in that Beauty which is the atmosphere and the essence of the poem” (subrayado mío). Poe repite la última línea en “The Poetic Principle” (de publicación póstuma). 14

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clásica greco-romana y propugnado con celo durante toda la Edad Media y aún en los albores de la Modernidad. Una manera breve y elocuente de captar la esencia de dicho régimen en tanto sistema de juicio es evocar la consigna con la que perduró a partir de la poética horaciana: prodesse et delectare (no será en vano aclarar que el “prodesse” era lo axiológicamente privilegiado en esta dupla). Se trata de una opción anacrónica en el siglo XX, y si se quiere, de un desfasaje cultural, un gesto propio de quien medra en la cultura popular (a veces también insultantemente designada como “baja”) y se muestra por completo indiferente al arte autónomo, no se sabe si por ignorancia acerca de los nuevos estándares de gusto o por decisión consciente. Pues según el viejo parámetro estético al que Lovecraft adhirió, interpretándolo a su manera, los logros artísticos han de medirse por la consecución de cierta finalidad concreta, que puede ser tanto la de transmitir un cierto mensaje ético o político como la de consumar algún definido efecto físico y/o anímico en el receptor (miedo, llanto, risa, excitación erótica, etc.). Y mientras no se entienda esta tesitura estética y no se esté dispuesto a no descalificarla por su simpleza o su inactualidad, no se captará el sentido de la poética lovecraftiana en particular ni la de la literatura de horror y terror en general.

IV

Hasta aquí he comentado el rechazo de Lovecraft por la ciencia-ficción, un rechazo sin embargo negado o ignorado tanto por sus seguidores directos como por sus fans y sus exploiters. Los especialistas en la materia, por su parte, han sabido recoger el guante de ese desafío, y si el autor aparece mencionado en alguna teoría más o menos sistemática de la ciencia-ficción, sólo lo hace en calidad de contraejemplo, cuando no de víctima propiciatoria. Por caso, en sus respectivos manuales de ciencia-ficción, que aspiran a una definición cerrada del género, Sir Kingsley Amis, Darko Suvin o Irène Langlet lo invocan pura y exclusivamente para ponerlo a distancia preventiva, no sin sarcasmo, y a lo sumo reconociéndole méritos en el plano del terror y la fantasía (que a todos ellos por igual les parece un infame recurso escapista e irresponsable)15. En cambio, el mitógrafo de Cthulhu sí suele aparecer en aquellos tratamientos históricos y 15

Cf., respectivamente, K. Amis, New Maps of Hell: A Survey of Science Fiction, London, Victor Gollancz, 1961, passim; D. Suvin, Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia de un género literario, trad. de F. Patán López, México DF, FCE, 1984, passim; e I. Langlet, La science-fiction. Lecture et poétique d’un genre littéraire, Paris, Armand Colin, 2006, p. 23.

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panorámicos, siempre en la periferia del género (como en los sucesivos libros de nuestro querido Pablo Capanna). Porque quienes aspiran a elaborar una definición intensiva de la ciencia-ficción, sin contentarse con una ostensiva, por fuerza sienten la necesidad de recortar y tamizar todo lo que potencialmente podría ser abarcado como tal en aras de una noción más estricta, que acerque el subgénero a la cultura alta, es decir, a los ideales de la autonomía del arte, consagrados a fines del siglo XVIII. Y aquí Lovecraft queda doblemente fuera de carrera: ni sus ficciones sirven para divulgar o ilustrar la ciencia (una definición que dejaría a la ciencia-ficción en manos del viejo régimen estético, regida por méritos exógenos y extrínsecos), ni sirven para suscitar ese tipo de actividad intelectual imprecisa y valiosa que supuestamente la ciencia-ficción procuraría engendrar. En efecto: desde su estallido comercial tras la 2ª Guerra Mundial, la abundancia de formulaciones contrafácticas y de heurística especulativa característica del subgénero ha llevado a la mayoría de los teóricos a definirlo a partir de factores racionales e intelectuales, a menudo con una carga crítica respecto de la situación política o del estado del saber. Se pasó, así, de la noción ilustrativa a lo Gernsback a la noción cognitiva a lo Suvin (que lo define como cognitive estrangement): la cienciaficción no enseña, sino que hace pensar; no aporta contenidos culturales, sino que estimula procesos mentales. Y da la sensación de que el pobre Howard Phillips Lovecraft, ¡ay!, no hace ni una cosa ni la otra… Quiero concluir con un reclamo optimista. Pese a los esfuerzos denodados de unos pocos estudiosos y filólogos recientes, cuando tanta falta hace un trabajo de cotejo textual en el caso de una obra que íntegramente circuló en el ámbito pulp, parece que a nuestro autor le sigue resultando imposible acceder a la alta cultura por derecho propio. Pero las legitimaciones que no se dan de jure con frecuencia acaban por darse de facto. Tal vez por eso estamos hoy aquí, en un evento académico, analizando los productos de un autor tildado de impresentable, y al evocarlo, aquellos que le debemos tantos deliciosos horrores en secreto deseamos volver el tiempo atrás y leer por primera vez joyas tales como The Whisperer in Darkness (“El que susurraba en las tinieblas”) o The Shadow over Innsmouth (“La sombra sobre Innsmouth”).

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