Geografías de la alteridad y políticas críticas desde el cuerpo en acción: enfermedad, género, deseo, sexualidad y espiritualidad en Ron Athey.

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Geografías de la alteridad y políticas críticas desde el cuerpo en acción: enfermedad, género, deseo, sexualidad y espiritualidad en Ron Athey. Diego Rambova UAM La obra del artista Ron Athey, vinculado al panorama underground: escena punk, BDSM, drag y trash, representa un caso paradigmático de crítica al régimen heteropatriarcal. Como veremos a lo largo de este texto, a través de su práctica performática, Athey cuestiona varios conceptos centrales de dicha ideología como son: La discriminación en relación al deseo homosexual y la violencia devenida del carácter estanco sobre la que se sustenta la construcción de la misma; La estigmatización del sujeto seropositivo, con las fronteras que separan cuerpo sano de cuerpo enfermo y las características identitarias que se constituyen a partir de una enfermedad dada, que fundamentalmente en el caso de estudio –aunque no únicamente–, se focalizan en el SIDA; Los esencialismos de los que proviene el binarismo hombre-mujer y su directa correlación entre sexo y género; Las prácticas sexuales normativas y/o coitocéntricas; y, finalmente, las concepciones en torno a la fortaleza y la felicidad, que niegan o invisibilizan la vulnerabilidad de los cuerpos, direccionadas principalmente por Athey, hacia el topos del dolor1. Aparte de lo expuesto, ese receptáculo crítico que es su cuerpo se configura como un vehículo político-redentor cuya meta es la trascendencia; una trascendencia que se define, aparte de como una transgresión de la norma del heteropoder, como una ruptura con las visiones monolíticas y dogmáticas de la espiritualidad (también intrínsecas al heteropatriarcado) y, por supuesto, como una transcendencia que habla del encuentro con lo que Rudolf Otto llamaría lo “numinoso”. Es pertinente subrayar cómo este

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Dichos aspectos se abordarán bajo estos epígrafes dispuestos en el siguiente orden: “Un sincretismo sagrado” (ruptura con las visiones monolíticas y dogmáticas de la espiritualidad y búsqueda de la trascendencia), “De orientación sexual: ‘homosexual’” (la discriminación en relación al deseo homosexual y la violencia devenida del carácter estanco sobre la que se sustenta la construcción de la misma;), “Replanteo de las dualidades sexogenéricas (queer) y defensa de las prácticas contrasexuales” (los esencialismos de los que proviene el binarismo hombre-mujer y su directa correlación entre sexo y género; Las prácticas sexuales normativas y/o coitocéntricas) y “Plague Mass: de la enfermedad en el tejido corporal a la enfermedad en el tejido social” (la estigmatización del sujeto seropositivo, con las fronteras que separan cuerpo sano de cuerpo enfermo y las características identitarias que se constituyen a partir de una enfermedad dada, que fundamentalmente en el caso de estudio – aunque no únicamente–, se focalizan en el SIDA). Por su parte, en lo que se refiere a las concepciones en torno a la fortaleza y la felicidad, que niegan o invisibilizan la vulnerabilidad de los cuerpos, se presentarán de forma transversal en todos los epígrafes anteriormente citados.

reclamo metafísico se produce en la contemporaneidad positivista-cientificista que se encuentra abocada al “olvido del ser”. Un sincretismo sagrado. Para hablar de la configuración espiritual en Athey, hay que empezar por destacar cómo la xenoglosia y los arrebatos extáticos fueron sucesos cotidianos desde su niñez. Ya que Athey se crió en el entorno de una familia presa de un fanatismo pentecostal2. De hecho, su nacimiento fue aclamado por su comunidad como un suceso efecto de una profecía, que se vería confirmada por manifestaciones de carácter divino en su persona: como las lágrimas que le brotaron en la Iglesia durante un arrobamiento (que fueron recogidas con un pañuelo y veneradas), o el día en que –a la edad de diez años– el Espíritu entró en su boca y adquirió un “don de lenguas” ante los presentes –acciones que podemos considerar como protoperformativas dentro de su carrera–. A la edad de quince años tomaría consciencia del clima delirante, perturbador, dramático y opresor de su entorno pentecostal que, sumado a los múltiples problemas presentes en su familia, le llevarían a distanciarse de Dios, a un intento de suicidio y, finalmente, a abandonar el que hasta ahora había sido su hogar. Con el paso del tiempo, experimentaría una “vuelta” a la espiritualidad, pero de forma sincrética y alejada de cualquier clase de impronta doctrinaria. Aunque Athey se ha definido a sí mismo como un “ateo místico”, queda patente en su obra el camino a la trascendencia, a través de elementos de diferentes tradiciones espirituales, que le servirán para explicar(se) y trabajar –a diversos niveles–, con las vicisitudes de los desprivilegios que componen su identidad interseccional. Estos son principalmente: el pentecostalismo (principalmente tomando de él la glosalia y el

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El pentacostalismo es una doctrina finisecular heredera de las creencias del Movimiento de Santidad que se sitúa a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos cuyo interés sacramental se centra en la doctrina del bautismo del Espíritu Santo. Dentro de su pluralidad, su culto se caracteriza por “la invocación divina, la humillación, la glorificación, el canto de himnos y coros, la oración pública, lectura y reflexión de la Biblia, la unción de los enfermos y necesitados, y oportunidades para la expresión de los creyentes. El culto además es lugar de […] [manifestación] de los dones espirituales, como se denominan las capacidades sobrenaturales distribuidas por Dios entre los fieles, y que denotan el poder divino. […] Entre sus fenomenologías más frecuentes se encuentran el don de profecía o recepción de mensajes […]; el don de discernimiento o de revelación del sentido de los acontecimientos presentes; el don de lenguas; el don de música o inspiración en la interpretación de los instrumentos; el don de danzas o bailar guiado por el Espíritu; el don de sanidad o poder de imposición de manos, a través del que se produce la obra terapéutica del Espíritu Santo. La aparición de estos dones, exceptuando el de la sanidad, no se encuentra predefinida en la estructura ritual. Emergen producto de un impulso expresivo de los participantes y se consideran signo de avivamiento, es decir, presencia de Dios en el seno de la congregación” (MOULIAN, 2008, pág. 592).

“don de la sanidad”), el catolicismo (con especial interés en la mortificación y la iconografía martirial), el budismo (centrándose en la meditación Theravada, el Chi kung, las prácticas tántricas del Kundalini Yoga y la meditación Chakra), la santería, la mitología egipcia, el chamanismo y la fe judía. De los nombrados, el pentacostalismo y el catolicismo –sometidos a un proceso de deconstrucción– se convierten en dos de los pilares fundamentales de su producción artística. Dichos posicionamientos híbridos sitúan a nuestro caso de estudio en un espacio peligrosamente intermedio tanto para los discursos dominantes como para los de un pensamiento crítico radical: ambos demuestran rechazo e incomprensión hacia aquellos sujetos situados en una geografía a caballo entre posicionamientos esencialistas y construccionistas; entre el ateísmo y la ortodoxia religiosa. Tal y como a finales del XIX reflexionaba James Frazer: “si el statu quo es conservador, se le acusará de liberal; si el statu quo se presume liberal, se le acusará de reaccionario” (FRAZER, 2011, p. 9). Su relación con el pentecostalismo se produce de mano de su abuela y su tía Vena Mae (con las que se crió, mientras su madre salía y entraba de forma continua de diversos centros de salud mental). Y, será también a través de ésta última, mediante la que conocerá el catolicismo. Pues aun siendo pentecostalista, estaba obsesionada con sus escenas de martirio. Vivencias que se imprimen en Athey pasando a formar parte de su praxis artística. Del imaginario cristológico podríamos poner en relación el trabajo de Athey con la alegoría del “Varón de los dolores” o la de “Cristo como fuente mística” y, del repertorio hagiográfico, con la figura de San Sebastián, fundamentalmente. Su predilección por este último no es baladí, ya que éste le permite introducir en su preocupación por la corruptibilidad y la trascendencia –inherente a lo religioso–, la problemática del deseo. Dos aspectos centrales de herencia católica que podemos destacar en su obra, son la sangre y el sacrificio. El sacrificio alude a convertir algo en sagrado y, por tanto, entendemos que aquello que es sacrificado cambia mágicamente de estado: se transforma en extraordinario. Para su ejecución es necesario un oficiante y una víctima ofrecida como presente a la deidad, que en el caso de Athey dicha dualidad se diluye fundiéndose en un solo cuerpo. En el sacrificio católico, la sangre es la representación simbólica de “la muerte de Cristo en la cruz […] [;] una forma de sacrificio que pretende expiar los pecados de la humanidad” (PONS, 2006, p. 88) y, el de los santos mártires, es el rito que reelabora el mito original: el sacrificio crístico. Así Athey, eleva sus características, culturalmente entendidas como abyectas, a la categoría de lo sagrado. Zambullidos en esta

semántica del sacrificio, es necesario añadir también como integrante de sus acciones, la noción batailleana del mismo, asociada a la idea de “gasto improductivo3”, que podemos decir que en sus acciones colectivas actúa como un atentado contra la individualidad omnipresente del sujeto neoliberal capitalista, y como una directa interpelación a la perversa alianza entre patriarcado y capital. Amén de lo expuesto, es de destacar cómo el uso del sacrificio y la sangre es un lugar común en la performance de los 60 y los 70 (aunque no siempre connotada por una intención espiritual), cuya máxima expresión podríamos decir que es el artista austriaco Hermann Nitsch y su pieza Teatro de Orgías y Misterios (1962-1998), que tal y como declara Athey, ha sido una importante fuente de inspiración en su trabajo. Si en Nitsch hay una omnipresencia sacrificial de la sangre y de la apertura de la carne no humana, en Athey las prácticas ascéticas de auto-mortificación sacrificial se convierten en un dispositivo central de su producción como podemos ver en Martyrs and Saints (1992-1993) y Four Scenes from a Harsh Life (1993-1996) pertenecientes a Torture Trilogy, en Self Obliteration (2008-2011), o en Incorruptible Flesh, Messianic Remains (2013); un hacer que se configura como un camino a la trascendencia y como una suerte de resurrección identitaria. De orientación sexual: “homosexual”. Apenas ha pasado siglo y medio desde que se produce el cambio de paradigma de la concepción de “sodomía” a la construcción de la identidad homosexual para delimitar y encasillar la fluidez de la “perversión”. Dice Paul B. Preciado siguiendo a Foucault: “aparece una ficción absolutamente inédita, que desde mi punto de vista es curioso que haya tenido tantísimo éxito –tanto hermenéutico como político–, que es la ficción heterosexualhomosexual […]. Antes del siglo XIX, no hay identidades sexuales, hay prácticas sexuales; hay sodomía. Y, de hecho, por ejemplo, la felación es sodomía antes del siglo XIX. Porque toda práctica que no suponga penetración vaginal es entendida como sodomía. Pero no hay identidades. Una práctica no genera una identidad” (PRECIADO, 2015). Así pues, el heteropoder construye una identidad que aglutina prácticas consideradas como depravadas

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“El gasto improductivo atañe en la sociedad humana a una serie de prácticas como el erotismo, las construcciones suntuarias, el juego y lo sagrado. Todas ellas se ordenan según una determinación fundamental, a saber, que para el hombre el gasto improductivo reviste siempre el carácter de transgresión del interdicto” (ORTIZ-OSÉS y LANCEROS, 2006, pág. 194).

moralmente, y la articula a través de diferentes instituciones como es por ejemplo la de la medicina. Continúa Preciado: “pensar que la homosexualidad que había sido históricamente considerada como una patología sexual, por tanto, como una enfermedad mental, fue despatologizada por primera vez en 1973 [por la Asociación Americana de Psiquiatría]; es decir, de manera muy muy reciente” (Íbidem). Sin embargo, “lo que va ocurrir con la aparición del SIDA en 1983-84 […] [se instaura] una nueva retícula del poder donde la homosexualidad aparece de nuevo como patologizante, vírica, contaminante…; socialmente peligrosa” (Íbidem). Al margen de la influencia del contexto jurídico y médico, hay que destacar como esa dimensión de la “microfísica del poder” se configura de forma específica en Athey a través de la institución religiosa pentecostal. Ya que mientras que para el catolicismo el sujeto homosexual debe abstenerse de las prácticas sexuales y condenarlas, en el caso del pentecostalismo, el homosexual tiene que curarse y devenir heterosexual, o bien abandonar la Iglesia. Hablar de la homosexualidad en Athey es también acercarse al carácter ficcional y construccionista de la misma, tal como lo dilucida Marta Lamas: hay que “comprender que las identidades sexuales de las personas responden a una estructuración psíquica donde la heterosexualidad o la homosexualidad son el [único] resultado posible. La lógica del género revaloriza una y devalúa otra. Por otra parte, […] [estas] identidades son inventos culturales, ficciones necesarias, que sirven para construir un sentimiento compartido de pertenencia y de identificación” (LAMAS, 1996, p. 361). Podemos decir así que la obra de Athey camina hacia estos posicionamientos que entroncan con lo queer y que sitúan la homosexualidad como un lugar estratégico para enunciar lo “no hetero” y favorecer lo diverso, desafiando y traspasando los límites de la construcción dominante sobre la identidad en general y, concretamente, sobre la del cuerpo homosexual. Bien es cierto que, aunque Athey dice haber abandonado casi apenas diez años la bisexualidad, y sentirse más cómodo en el papel de homosexual, defiende lo ficcional y mudable de las identidades del deseo como argumentábamos hace un momento y como observamos en algunas partes de su serie Four Secenes from a Harsh Life (1993-1996), por ejemplo.

Replanteo de las dualidades sexo-genéricas (queer) y defensa de las prácticas contrasexuales. Tal y como acabamos de ver, Athey no sólo plantea la des-estigmatización del sujeto homosexual, sino el desbordamiento identitario de su construccionismo estanco, y que también extrapola a las dualidades sexo-genéricas. Dice Marta Lamas siguiendo a Foucault: “los hombres y las mujeres no son reflejo de una realidad 'natural', sino el resultado de una producción histórica y cultural” (Íbidem); una producción ficcional que, además, no esconde nada de inocente, pues “las diferencias de género son impuestas culturalmente y están al servicio de los intereses dominantes” (FORCADES, 2009, p. 1). No será hasta la adolescencia, tras abandonar su hogar y el entorno pentecostal, cuando Athey acceda a un imaginario de transgresión que cuestione las construcciones sexo-genéricas (también del deseo y la sexualidad), con su incursión en la escena punk, BDSM, drag y trash. Aunque el punk y el trash se contraponen al saber y al hacer hegemónico, no tienen una relación tan directa con el cuestionamiento del dimorfismo de género (y el deseo y la sexualidad), como lo hace lo drag y el BDSM. Estos espacios subalternos se convirtieron en un laboratorio en el que experimentar y compartir creativamente una serie de necesidades vitales, que evidenciaban el carácter opresor que se trasluce del género, el deseo y la sexualidad. Así lo drag y el BDSM cobran una gran importancia tanto en su cotidianidad como en su producción artística. Lo drag (ya sea queen o king) se configura como “una práctica que sirve para desdibujar las normas de género y para crear una ambigüedad textual y semántica a través de la cual se cuestiona el género” (ESCUDERO, 2009, p. 53). Ya que “al imitar el género, lo drag revela implícitamente la estructura imitativa del género de sí mismo, además de su contingencia” (BUTLER, 1990, p. 169). Esta transgresión identitario-corporal presente en Athey, es propia del arte de su tiempo, pues como afirma Lea Vergine, la performance en los noventa puso de nuevo el cuerpo en el centro, abordando las identidades cambiantes, a través de hibridaciones que muchas veces se sirven de lo tecnológico, en relación a la idea del post-humanismo o el ciborg planteados por Briardotti y Donna Haraway, respectivamente. Así, la figura de la drag queen que performa Athey (como podemos ver, por ejemplo, en Martyrs and Saints de 1992-1993, en Trojan Whore de 1998 o en Solar Anus de 1999), incorpora el elemento de parodia en su discurso corporal, y expone la teatralidad de sus actos de forma exagerada, agregando elementos protésicos que llevan al sujeto hacia

nuevos devenires de la corporalidad y lo identitario, evidenciando la potencialidad infinita de la identidad humana y, ofreciendo, ese extrañamiento que se experiencia cuando se comprende la naturaleza antinatural de la norma. De cara a las prácticas del BDSM y/o la contrasexualidad (presentes en piezas como Torture Trilogy de 1992 a 1995, Solar Anus de 1999 o Judas Cradle de 2004-2005), y siguiendo la línea construccionista que venimos defendiendo, hay que señalar que, al igual que el género y la conceptualización del deseo como identidad, la sexualidad –como afirmaría Jeffrey Weeks siguiendo a Foucault– “es una ‘unidad ficticia’ que alguna vez no existió y que en algún momento en el futuro tal vez de nuevo no exista. Es un invento de la mente humana” (WEEKS, 1998, p. 19). Del mismo modo, en el psicoanálisis, la sexualidad y el deseo se entienden como estatutos no naturales que de forma constante pretenden ser sistematizados culturalmente y que implican una aspiración que nadie cumple sin pagar un precio. Dentro de este juego de ficciones, es posible pensar que el sólo hecho de que en un cuerpo se inscriba una “identidad” marica (o no heterosexual), plantea una mayor predisposición hacia una desjerarquización de las prácticas sexuales del ideario heteronormado (en referencia a la pirámide erótica de Gayle Rubin). Esto es, una exploración de nuevas geografías corporales que exceden lo genital, así como la manera en la que relacionarse con las mismas (esto último también es aplicable a geografías corporales normativas como lo es el pene). En esa resignificación y re-cartografiación político-corporal, Athey designa el ano como “el arma homosexual” antinormativa en contraposición al “pene, [que] es considerado […] el único órgano legítimo para el placer del hombre” (MOORE, 2015, p. 54). Asimismo, Athey dilucida –a través del ensayo de Leo Bersani ¿Es el recto una tumba?–, cómo existe una repulsión homofóbica [no sólo presente en el cuerpo heterosexual, sino también en el homosexual], misofóbica y nosofóbica, en la idea del ano cómo receptáculo para el sexo. Dicho esto, señalamos: “el nombre de contrasexualidad proviene indirectamente de Foucault, para quien la forma más eficaz de resistencia a la producción disciplinaria de la sexualidad en nuestras sociedades liberales no es la lucha contra la prohibición (como la propuesta por los movimientos de liberación sexual antirrepresivos de los años setenta), sino la contraproductividad, es decir, la producción de placer-saber alternativas a la sexualidad moderna. Las prácticas contrasexuales […] deben comprenderse como tecnologías de resistencia, dicho de otra manera, como formas de contradisciplina sexual” (PRECIADO,

2002, p. 19). Por tanto, cabe destacar como “el BDSM es una amenaza para el orden establecido” (CASTANEDA, 2013, p. 269), cuya capacidad deconstructora se fundamenta, a mí juicio, en una cuestión de foco, en relación al reparto consensuado de las relaciones de poder, y a una re-cartografiación de la sexualidad del cuerpo y del deseo (que aquí no pueden ser abordadas). Además, debo añadir que es también mediante el BDSM, con el que Athey resignifica las concepciones del placer y el dolor y, como sostienen Amelia Jones o María Richards, otra serie de dualidades que van más allá de éstas y de la dimensión de lo sexual, como son: alma-cuerpo, naturaleza-cultura, consciente-inconsciente, alta-baja cultura, etc. Este acceso a una experiencia identitaria “descategorizada” tiene que ver con vivenciar estados alterados de conciencia; con sondear el éxtasis. En definitiva, Athey se sirve de estas prácticas –en las que encarna la vulnerabilidad– para resignificar individual y colectivamente el género, el deseo y la sexualidad en su extensión, a la par que para diluir los límites entre alta y baja cultura (entre otras dualidades como ya hemos mencionado), y reflexionar sobre la enfermedad (como veremos en el siguiente apartado) y la corruptibilidad de la carne; propiciando también un espacio psicoterapéutico –de redención– y místico, que posibilita la experienciación de una identidad en constante construcción y negociación, que ceremonialmente se convierte en un espacio de resistencia y trascendencia. Plague Mass: de la enfermedad en el tejido corporal a la enfermedad en el tejido social. No podemos referirnos a la producción artística de Ron Athey sin señalar 1994 como punto de inflexión en el que se extendería su fama debido al escándalo surgido en torno su performance The Human Printing Press que realizó, junto al afroamericano Darryl Carlton, en el Walker Art Center de Minneapolis (Minnesota). En ella, Athey le practicó varios cortes en la parte superior de su espalda, para posteriormente impregnar toallitas de papel con la sangre que brotaba de las heridas, que sus ayudantes iban colgando en un tendedero situado sobre los espectadores. Algunos de ellos protestaron por la inconsciencia del artista y el museo ante el hecho de haber podido contraer el SIDA. Al margen de que Carlton fuera VIH negativo –al contrario que el artista, quien era portador del virus desde los veinticinco años–, Athey “pretendía ‘negociar’ con la audiencia cuánto sabían sobre las formas de transmisión del SIDA y poner de manifiesto cómo los miedos sobre el SIDA se habían proyectado sobre la homosexualidad y sobre otros grupos raciales no blancos” (O’DELL, 1998, p. 81). Pues, como

afirma Sontag en El SIDA y sus metáforas “se piensa en el SIDA como una enfermedad que afecta [...] a los ya estigmatizados” (SONTAG, 2013, p. 67). Athey dio VIH-positivo en 1985. Durante años creyó que iba a morir de SIDA, pero con el tiempo admitió: “No estoy experimentando un viaje hasta la muerte, sólo voy mudando a través de una realidad hecha de tortura, redención y supervivencia” (GILLESPIE, p. 5). La tortura, la mortificación y el suplicio, se convierten también en su práctica en instrumentos claves para experimentar y repensar los límites psico-corporales que, asociados al VIH-SIDA, operan en tres registros: la respuesta al imaginario estigmatizador del sujeto seropositivo que proyecta y alimenta el heteropatriarcado, la redención colectiva e individual de la subjetividad seropositiva, y los límites entre cuerpo sano y enfermo. El primer registro se concretiza en un contra-imaginario que atenta con las concepciones arquetípicas que oprimen y discriminan al sujeto VIH/SIDA. Si en 1988 Duesberg declaraba que la epidemia de SIDA estaba causada “por un estilo de vida que hace veinte años era criminal” (EPSTEIN, 1996, p. 118), en la actualidad sin llegar tan lejos, el sujeto seropositivo sigue asociado a la idea de perversión y depravación provocando colectivamente una intensa reacción de miedo y rechazo, aún en los casos cuando racionalmente las personas disponen de la suficiente información para entender qué aspectos son de riesgo y cuáles no. Sobre los dos últimos registros podemos referir las siguientes palabras de Tatiana Koroleva: “a través de prestarse artísticamente de rituales ascéticos de las tradiciones hindú, budista y cristiana […] [Ron Athey persigue] experiencias psicológicas y físicas transformadoras […] [en sí mismo], así como a nivel colectivo, que reproducen paradigmas ascéticos religiosos de la auto-trascendencia” (KOROLEVA, 2014, p. 3). Dicho espectáculo martirial lleva implícita la catarsis, que permite expulsar la ira y la rabia contenida y re-narrar la historia del control, la posesión y la manera en la que vivenciar el propio cuerpo, a través del éxtasis: “estado alterno o modificado de conciencia [que] se caracteriza por un cambio cualitativo de la conciencia ordinaria, de la percepción del espacio y el tiempo, de la imagen del cuerpo y de la identidad personal” (PERLONGHER, 2004, p. 28). Experiencias propiciadas por un diálogo entre lo ritual y lo performativo, en el que entra en juego un proceso de investimiento simbólico de carácter objetual, espacial temporal y corporal en relación con el público.

3. Conclusiones. Podemos considerar que el cuerpo y/o la producción artística de Ron Athey (paradigma de la confluencia tan poco investigada entre estudios/activismo queer y la New age), se presenta de forma clara como “un campo de batalla” que aúna arte y activismo. Un espacio interseccional ritual de reflexión, experienciación y subversión de los devenires biopolíticos en torno a la abyección, y de una búsqueda de la trascendencia de estos mismos, como de aquella que tiene que ver con la revelación de lo sagrado. La dimensión sobre la relación biopolítica entre heteronorma, opresión y abyección en torno al cuerpo, se manifiesta específicamente en los estadios de la enfermedad (VHI+ y la enfermedad mental, principalmente), el género (dualidades sexo-genéricas), el deseo (homosexual-heterosexual), la sexualidad (prácticas no normativas y/o contrasexuales), la raza, y la belleza (poniendo sobre la mesa aquellas estéticas rechazadas socioculturalmente). Por su parte, la dimensión de la trascendencia, además de focalizase hacia una transgresión y subversión de los aspectos citados, lo hace hacia una unión entre el microcosmos y el macrocosmos desde una sacralidad sincrética (que interpela al materialismo, positivismo y cientificismo imperante). Sus performances se presentan a modo de tableau vivants, imbuidos en un imaginario de lo sagrado –mayormente católico–, donde la iconografía hagiográfica-martirial dialoga con el universo del BDSM y la cultura club. En ellos genera un espacio crítico, reivindicativo y de resistencia al régimen heteropatriarcal, cuyo carácter perturbador, dramático y opresor, ya comenzó a experienciar de forma extrema en su niñez. Dentro de su pluralidad crítica, es de destacar su trabajo con el VIH+ y su estigma, que él conectaría con el libro de las Revelaciones de San Juan, y que se convierte en un elemento central de su producción. Así, Athey encarna el martirio seropositivo, que lo convierte en una especie de santo secularizado posmoderno, donde sondear el éxtasis (de reminiscencias de inflamación pentecostal), tiene un papel fundamental en el camino hacia una suerte emancipadora. Una emancipación que de forma global (más allá del SIDA), nos habla de una transfiguración redentora de la enfermedad heteropatriarcal, que va desde el tejido corporal al tejido social. Bibliografía. BUTLER, Judith, El género en disputa Feminismo y subversión de la identidad, México, Paidós, 1990, p. 169. CASTANEDA, Donna Marie, The Essential Handbook of Women’s Sexuality [2 volumes],

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