Ganadería, rodeo y subversión ritual - Venado, cuerda y maguey

August 24, 2017 | Autor: Frederic Saumade | Categoría: Mexican Studies, Mexico History, Mexico (Anthropology)
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Descripción

COMPRENDER LOS RITUALES GANADEROS EN LOS ANDES Y MÁS ALLÁ. ETNOGRAFÍAS DE LIDIAS, HERRANZAS Y ARRIERÍAS

Juan Javier Rivera Andía (editor)

ÍNDICE

Lista de imágenes

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Prefacio. Peter Gose

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Agradecimientos

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Introducción • ¿Qué son los ritos ganaderos? El tratamiento ritual de animales en los Andes contemporáneos Juan Javier Rivera Andía

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Primera parte: Etnografías del centro y sur del Perú • Tauromaquia en el altiplano (Puno) Luis Murguía

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• Uywa siñalakuy: un rito para la reproducción de animales en el sur andino del Perú (Puno) Efraín Cáceres Chalco

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• Ch’allakuy en las comunidades alpaqueras aimaras (frontera de Moquegua y Puno) Enrique Rivera Vela.

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• Los rituales del ganado (tinkasqa) y la fiesta de Santiago en Ccocha (Apurímac) Axel Schäfer

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Prefacio

• Testimonios sobre la marcación de ganado en Haquira (Apurímac) Alejandra Ttito Tica

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• Arriería y rituales con camélidos en el sur del Perú (Ayacucho) Leonor Miluska Muñoz Palomino

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• Marcación de ganado vacuno en Malauchaca (Cerro de Pasco) Máximo Cama Ttito

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Segunda parte: Otras áreas, otros ritos. Elementos comparativos • Comparaciones con la fiesta del agua y la “zafa-casa”. Los ritos ganaderos en el contexto ritual andino Juan Javier Rivera Andía .

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• Flores para el ganado. Una concepción puneña del multiplico (puna de Jujuy, Argentina) Lucila Bugallo

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• Ganadería, tauromaquia y subversión ritual: el retorno del mexicano y del indígena en el rodeo Americano Frédéric Saumade

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• El venado y la cuerda: el origen de la interpretación mexicana de la tauromaquia Frédéric Saumade y Ana G. Valenzuela-Zapata

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Bibliografía general

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Glosario de términos empleados

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Sobre los autores

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GANADERÍA, TAUROMAQUIA Y SUBVERSIÓN RITUAL: EL RETORNO DEL MEXICANO Y DEL INDÍGENA EN EL RODEO AMERICANO 1

Frédéric Saumade

Entre los mayores tópicos estadounidenses está el personaje del cowboy, héroe de la conquista del Oeste, ser intermedio nacido de la americanización del mundo anglosajón. Tal como lo popularizó la industria cinematográfica, el valiente y sexy vaquero “gringo”, pionero de la civilización, está capacitado para penetrar en un universo compuesto de inmensidades desérticas y serranas que sobrepasan la medida humana –la wilderness, verdadera obsesión del colono puritano desde el siglo XVII– y que son habitadas por indígenas amenazantes, cazadores y guerreros inasimilables. Entremezclados con las indomables bestias salvajes que componen el universo de los indios bravos (tal como los llamaba la administración colonial), el caballo y el toro debían también ser rodeados. Estos animales domésticos, traídos al Nuevo Mundo por los europeos, facilitaron la conquista y fueron la base de la colonización, pero su inmersión en la inmensidad americana tuvo como consecuencia su regreso parcial a la naturaleza. Los animales que se quedaban al alcance de sus cuidadores, en las estancias ganaderas y en los ranchos de los pioneros del “Wild West”, estaban tan acostumbrados a la vida en el campo abierto que su comportamiento bravío obligaba a los hombres a adoptar con ellos violentas y peligrosas técnicas de doma y de manejo. Tales técnicas se

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Este artículo es el resultado de una investigación y de un trabajo de campo en California financiados por la Agence nationale de la recherche (ANR) de Francia (programa Torobullmexamerica 2008-2011).

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convirtieron, junto con el uso experto de la pistola, en los signos de una nueva mitología. Más allá de la producción cinematográfica de Hollywood, el rodeo, que suele ser considerado como un deporte estadounidense por esencia, ha sido y sigue siendo el soporte popular de la imagen del cowboy civilizador y patriota. Durante la Segunda Guerra Mundial, se organizaban rodeos para recolectar fondos destinados a financiar el esfuerzo nacional (Fredriksson 1993: 65 y ss.). Hoy en día llama mucho la atención la exaltación de los valores patrióticos en estos espectáculos. Así que se podría hablar de una expresión cultural emblemática –de un patrimonio, como se dice en nuestros días– de los Estados Unidos. Ahora bien, tal como lo indica la palabra hispánica, el rodeo sería más bien un espectáculo de origen iberoamericano, nacido entre las estancias ganaderas de las primeras colonias europeas del continente americano, en las que las condiciones de crianza de un ganado criollo medio cimarrón imponían la adaptación de modelos inspirados por los ritos y el arte cinegético de los indígenas –véase el otro artículo, en esta compilación, de Saumade y Valenzuela- (Saumade 2004). Así, se desarrollaron los usos del lazo y de las bolas en las pampas del sur, además de unos juegos tauromáquicos propios, distintos de los que se habían importado de España. En México, este proceso de criollización caracteriza una cultura popular erigida en emblema de una nación que, en su afán de liberarse de la tutela europea y afirmar su naturaleza mesoamericana, reivindica el mestizaje como su principio fundamental. Por el contrario, en los Estados Unidos, la adopción de las técnicas de manejo del caballo y del toro, forjadas en la Nueva España y convertidas en un patrimonio nacional universalmente difundido por los medios de comunicación modernos, inspiró una interpretación ideológica radicalmente distinta. En efecto, en este país, al margen de las realidades masivas observables en la población, el término 5

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“mestizo” aparece como una categoría despectiva, propia de un estatus muy marginal. De hecho, la palabra no se traduce directamente al inglés sino que se emplea el vocablo hispano-mexicano, o bien se recurre a la perífrasis metafórica half blood, o racial, mixed race. Aquí, por la fuerza contraria de una ideología de origen puritano, según la cual cada grupo étnico forma una comunidad racial, el fundamento de la nación es una diversidad identitaria competitiva. En este contexto, el cowboy se presenta como un personaje cuyo trasfondo cultural se opone radicalmente al de los indios y mexicanos, cuando en realidad, como lo detallaremos a continuación, su quehacer no es sino el producto de las influencias respectivas de esos tradicionales enemigos 2. Este artículo se basa en elementos etnohistóricos y etnográficos localizados entre México y el Oeste estadounidense –o sea entre lo que era la Nueva España y la infranqueable wilderness de los tiempos anteriores a la fiebre del oro–. Aquí pretendemos demostrar que la cultura Western, expresión por excelencia del poder civilizador de los Estados Unidos, resulta de un proceso complejo de reactivación de las culturas amerindias confrontadas con el universo hispánico y el mestizaje. A pesar de su aplastamiento político y económico, a pesar de las guerras y de las epidemias, la civilización nativa no desapareció del todo bajo la presión colonial, sino que resurgió transformada por las actividades impuestas por el dominio euro-americano. A este respecto, la ganadería y los juegos y espectáculos taurinos jugaron un papel primordial, pues permitieron al sentido práctico y a la imaginación de los indígenas, recrearse e imponer una pauta, un quehacer determinado a la vez por la experiencia milenaria de los territorios vírgenes americanos y por una terca fidelidad a sus conceptos 2

También la imagen hegemónica del vaquero blanco oculta el hecho histórico de que un buen número de vaqueros negros participaran en las sociedades rancheras, que adelantaban la empresa imperialista de los Estados Unidos sobre las tierras del Oeste. Ver por ejemplo Durham (1955) o Katz (1973). 6

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cosmológicos. Un tal proceso supuso, por parte de los indígenas, un “bricolaje”, en el sentido que le da Leví-Strauss (1962) a la palabra, es decir, un juego con las categorías de la naturaleza, o, en este caso, un juego con el poder político-económico que pretende arrogarse la fuerza de la naturaleza. Este ingenio permitió a las culturas autóctonas resistir y sobrevivir a lo que se ha considerado, no sin razón, como una ineluctable escatología, una catástrofe de la Historia. Desde luego, este planteamiento, ya considerado en publicaciones anteriores (Saumade 2008, 2010), implica entender la categoría de “indígena”, no en un sentido esencialista-racial, sino más bien territorial. De modo que el mestizaje no aparezca como una mancha que acabaría definitivamente con la “autenticidad” indígena, sino más bien como un criterio de alteridad, a partir del cual se reactive la identidad indígena en su propio marco territorial. En este caso, el antropólogo puede, al mismo tiempo, interesarse en los modos indígenas de transformación de las aportaciones culturales europeas, en las comunidades indígenas y mestizas en cuyo seno se han generalizado las uniones interraciales –en particular, en las reservas norteamericanas– y, en fin, en las continuidades de algunos rasgos de la civilización amerindia en el contexto general de las poblaciones mestizoamericanas que intentan inscribir su identidad en el territorio americano, manteniendo unas prácticas lúdicas derivadas de la adaptación de la ganadería a las condiciones naturales y culturales del Nuevo Mundo. Sobre estas bases epistemológicas, desde la fuente mexicana hasta el Noroeste americano, seguiremos la difusión de un sistema de ganadería y de juegos de rodeos cuyo origen es, desde luego, hispánico y cuya forma moderna más acabada y comercializada es, evidentemente, angloamericana. Sin embargo, proponemos que su existencia práctica ha sido determinada por las adaptaciones indígenas. Es alrededor de éstas que se 7

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definen los estilos mexicanos y estadounidenses y de ahí proviene buena parte de la problemática de la frontera entre las dos naciones vecinas y rivales. Así se manifiesta la fuerza del arraigo a la tierra de hombres que, acostumbrados a las dimensiones descomunales de un medio ambiente que imponía a los invasores europeos una nueva significación de lo “salvaje”, no creen que esta naturaleza pueda ser dominada y explotada unilateralmente. Más bien, aquellos se empeñan en adaptarse a sus condiciones, inspirándose de ella para crear categorías de lenguaje y técnicas “ensalvajadas”, que expresen las relaciones de homología que quieren mantener con ella. Así, el ser humano puede asumir su propia parte de naturaleza para fundirse en ella y, al mismo tiempo y por las mismas vías simbólicas del lenguaje y del quehacer, hacer de ella el principio mismo de su universo doméstico.3 Debido a esto, y a pesar de sus denegaciones ideológicas relativas a la necesidad de civilizar lo salvaje, los colonos tuvieron que someterse y, de hecho, tuvieron que conformarse con los quehaceres y las representaciones indígenas del trato con la naturaleza que permitieron la adopción del caballo y del toro en América. Así, sin darse cuenta, tanto los vaqueros hispánicos como los anglosajones se dejaron ellos mismo aculturar, adoptando unas maneras de hacer impuestas por los pretendidos salvajes, y dejando lugar, en los márgenes del imperio del que eran los pioneros, a una posible recomposición de las culturas indígenas. Éstas, a partir del primer contacto con el mundo occidental, ya no podían considerarse con un ojo purista, pues se recomponían con las aportaciones –o las maldiciones– traídas por los europeos, y en particular por la religión cristiana, el caballo,

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Ver lo que dice Descola (1986) sobre la naturaleza domesticada por los achuar de Ecuador. Esta brillante monografía sobre el trato intimista que los indígenas de la selva amazónica mantienen con una naturaleza tan desmedida como la wilderness norteamericana, es pertinente en lo que concierne a la antropología de las sociedades amerindias, muchas de las cuales poseen este tipo de cosmología naturalista. 8

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la ganadería y, a partir del siglo XIX, el espectáculo comercializado. Pero son precisamente estos elementos fundamentales del mestizaje cultural los que sirvieron de base para la continuidad de una civilización nativa más allá de las distinciones raciales que realzaba la empresa colonial. Tras haber analizado las condiciones históricas que permitieron el auge de una civilización nativa de resistencia, entremezclando los genios indígenas e hispanomestizos en las prácticas de la ganadería y del juego taurino, veremos hasta qué punto esta fuerza marginal sigue estando, en la frontera suroeste estadounidense, más viva que nunca. Se ha inmiscuido en el universo del rodeo nacional donde llega a poner en peligro la hegemonía anglo-americana y su ideología purista, con el poder creciente de los vencidos de ayer, los expoliados de la naturaleza del Oeste: mexicanos y amerindios.

Una tauromaquia irrisoria y subversiva: la monta del toro De todas las suertes derivadas del “bricolaje” taurino americano, parece que el ejercicio con mayor impacto espectacular ha sido la monta de los toros, originada en la época colonial, en Perú y en Nueva España, por los indígenas y mestizos de las estancias ganaderas. En Nueva España, bien se sabe que estaba oficialmente prohibido a los indios, mestizos y esclavos negros, montar a caballo. A pesar de ello, los colonos españoles que tenían estancias ganaderas necesitaban mano de obra para atender sus rebaños. Ahora bien, la única disponible era, al inicio de la época colonial, la mano de obra indígena y mestiza, así como, más entrado en el siglo XVI, la negra. Con permiso especial de la administración colonial o bien clandestinamente, se utilizaban aquellos vaqueros de la tierra entre los cuales se forjaron las técnicas americanas de manejo del ganado (Saumade 2008). Sus faenas daban a los vaqueros una ocasión festiva de recrearse, y lo hacían principalmente, tanto en los corrales como a campo abierto, 9

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jugando a enlazar y montar los toros. Estas habilidades se trasladaron a los pueblos y ciudades, en ocasiones festivas, tanto en las corridas callejeras como en las corridas caballerescas. Hemos analizado en otro lugar (Saumade op. cit.) la significación irrisoria y subversiva de la monta de toros, que confunde las categorías del poder hispánico según las cuales el hombre a caballo es dueño y maestro del animal. Tal representación, característica de la aristocracia ibérica, que alude a la posesión económica y al dominio sobre la naturaleza, se pone en escena, de manera ejemplar, en las corridas. Por contraste, la monta del toro aparece como un juego muy aventurado, que puede dar lugar a apuestas, y cuyo dramatismo estriba en las posibilidades de que el animal “salvaje” eche a su montador. Éste último, vaquero del campo bravo americano, es llamado “jinete” en México, lo que es un desvío claramente subversivo del vocabulario original, pues en España, antes y después de la Conquista, esta palabra se reservaba para distinguir al caballero aristócrata. En las tradiciones taurinas del suroeste europeo, entre España, Portugal y el sur de Francia, no se practicaba la monta del toro, que apareció en el siglo XVIII, en las corridas, como una curiosidad americana. Así, el célebre grabado de Goya que representa al “indio Cevallos” montando un toro ensillado en la plaza de toros de Madrid, da testimonio del carácter exótico de la suerte que se presentó en la corte como una rareza ultramarina. Desde el punto de vista de los españoles, la hazaña se asociaba a los modales amerindios, tanto más cuanto que, en este caso particular, el famoso Cevallos no era indio, en realidad, sino probablemente negro (Maudet 2010: 196). Sin embargo, él se había hecho famoso como “indio” porque toreaba como tal, con un estilo “salvaje” que revertía las categorías del poder de la nobleza española. Más tarde, en la Europa taurina del siglo XX, la monta del toro quedó como una suerte muy marginal, con sentido

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claramente paródico, reservada a las charlotadas, espectáculos cómicotaurinos destinados principalmente a los niños. Ahora bien, hoy en día en México, esta suerte sigue siendo, con el uso del lazo, típica de los juegos taurinos serios. Se da en las charreadas, deporte ecuestre nacional oficial de la república mexicana, dominado por miembros de la elite, y sobre todo en los jaripeos, forma popular de rodeo cuyos protagonistas son indígenas y mestizos de condición social muy humilde. Entre la época colonial y el final del siglo XIX, se dio también en los intermedios de las corridas, junto con ejercicios de lazos que procedían de la transformación indígena de la ganadería extensiva. En el siglo XX, los espectáculos de charreada y de jaripeo volvieron a ser espectáculos propios y la monta del toro se alejó definitivamente del escenario de las corridas españolas realizadas en México. Sin embargo, como una reminiscencia de los viejos tiempos, un lugar simbólicamente importante se reserva a la tradición nacional en las corridas, pues ahí un charro encabeza, junto con el clásico alguacil, el paseo preliminar, como representante de la autoridad en la plaza. Allende la frontera en el siglo XX, la monta del toro (bullriding) ha vuelto a ser la suerte suprema del rodeo americano, la que más ganancias genera, la que más espectadores y telespectadores apasiona. Aquí, gracias a un programa de selección de los reproductores que es, básicamente, inspirado por la ganadería brava ibérica e intensificado por el genio genético de la zootecnia norteamericana (comercialización del esperma de los toros celebres, clonación, etc.), los toros de monta, bucking bulls, han sido transformados en monstruos, capaces de masacrar al cowboy que se atreva a montarlos. También cabe anotar que, en los estados donde viven numerosas comunidades migrantes mexicanas, en particular en el suroeste, la monta de toros es practicada en las charreadas y en los jaripeos organizados allí. A este respecto, el juego popular del jaripeo, tal como se 11

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da en México, no se permite en los Estados Unidos porque los montadores de toros (jinetes) suelen usar espuelas de gancho para sujetarse en el lomo del animal más tiempo que los ocho segundos reglamentarios del rodeo americano, cuyos montadores usan espuelas cruciformes, no penetrantes. Así que los jaripeos organizados por los migrantes mexicanos prescinden de esta artimaña y se parecen más bien al bullriding norteamericano. Sin embargo, a veces, en los eventos de algunos pueblos aislados de la San Joaquin Valley o en las barriadas periféricas de Los Ángeles -o sea, en localidades masivamente pobladas por mexicanos-, un acuerdo tácito entre los organizadores y las autoridades locales permite eludir la ley en la medida en que no se hieren a los animales en el ruedo. Tal acuerdo valora el sentimiento identitario de los aficionados que se enorgullecen de hacer las cosas “lo mismo que en México”. Este último caso de actividad semiclandestina pone en evidencia la marginalidad de un espectáculo popular mexicano, que se asocia a veces con el mundo intérlope de los diversos tráficos de la frontera. Este no es el caso de la charreada, deporte nacional oficial de México, que es privativo de caballistas burgueses y se presenta como un escaparate lujoso del país vecino. De hecho, mucho más visible, la charreada es vigilada de muy cerca por las autoridades y las asociaciones protectoras de animales estadounidenses, que imponen limitaciones legales, prohibiendo en particular el derribo de la yegua con la reata (horse tripping). Los charros inmigrados consideran estas limitaciones como humillaciones y se organizan para defender sus derechos comunitarios; sin embargo, tienen que respetar la ley. La acérrima oposición entre una cultura angloamericana, marcada por la ideología de la compasión hacia el animal, y una cultura popular mexicana, considerada como la fuente principal de la

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violencia fronteriza y como heredera de la pasión taurina española, es una expresión característica de las tensiones entre las dos naciones vecinas. 4 Antes de regresar a esos diversos puntos, detengámonos un instante en el caso de Perú, que es algo enigmático. Aquí también, hasta el final del siglo XIX, la monta del toro era muy practicada, a veces asociada con la entonces llamada “suerte nacional”, el capeo a caballo (barroca interpretación criolla que es otra manera de subvertir las categorías de la equitación y de la tauromaquia española).5 Sin embargo, al contrario de lo que pasó en México, estas peculiaridades taurinas peruanas cayeron en desuso mientras que la corrida española volvió a ser el gran espectáculo festivo nacional. Las invenciones y apropiaciones indígenas del juego taurino –como el turupukllay, la corrida ritual del toro y del cóndor, que podría considerarse quizá una variante lejana de la tauromaquia– quedaron limitadas a algunas fiestas de pueblo, y no se desarrolló ninguna forma de rodeo peruano (Maudet 2010). Aquí subrayamos unas de las paradojas mayores de la difusión de los juegos taurino-ecuestres en América: en el Perú, al contrario de lo que ocurrió en los otros grandes países taurinos latinoamericanos, no tuvieron continuidad histórica las formas autóctonas de corrida o de rodeo, y la monta del toro, aunque fuera una suerte muy importante en el siglo XIX, desapareció de las plazas de toros. No deja de sorprender el abandono de esta genial recreación de la tauromaquia en el Perú, cuando en los Estados Unidos, a pesar del dominio anglosajón que prohibió las corridas de muerte en los estados del suroeste (donde éstas se practicaban en tiempos del dominio español y luego 4

Sobre esta cuestión, ver Nájera Ramírez (1996) y Saumade (2011). Ver López Martínez (2005: 59). Según este autor, a mediados del siglo XIX, los capeadores a caballo habrían sido considerados como jerárquicamente superiores a los matadores de a pie. Esta suerte del capeo a caballo –tan extraña a ojos de un aficionado español– también se practicaba en las corridas que se daban en México en el siglo XIX. Hoy en día, sigue siendo observada en algunos jaripeos (rodeos populares) que se dan en los estados occidentales de México, Guanajuato, Jalisco o Nayarit por ejemplo. 5

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mexicano), a pesar del desdén hacia los inmigrantes del país vecino, y a pesar de la gran influencia de las asociaciones de protectores de animales, la monta del toro aparece como el alarde por excelencia del cowboy nacional. En realidad, como sabemos, se trata del producto de la difusión y de la transformación indígena de la cultura ibérica en el continente americano. La paradoja es que se haya perdido en el Perú, mientras que, en los Estados Unidos, ha vuelto a ser emblemática de su cultura popular. En los Estados Unidos, el proceso de criollización del juego taurino se manifestó a partir de las regiones del suroeste, que fueron novohispanas y luego mexicanas hasta 1848 y el tratado de Guadalupe Hidalgo, para difundirse, a continuación, por todo el oeste del país, en las Grandes Llanuras y hasta el suroeste de Canadá. Toda la historia del rodeo norteamericano está definitivamente marcada por esta influencia hispánica (Le Compte 1985). Desde luego, al principio del siglo XX, algunas peculiaridades distinguieron el espectáculo de los juegos que se daban en México y, más allá, en la tauromaquia española. Se trata de elementos del show que proceden directamente de la cultura anglosajona del circo y del deporte –que analizaremos con más detalle a continuación–, reunidos con la preocupación, también indisociable de la hegemonía de la cultura anglosajona, por el bienestar de los animales. En este último aspecto, la corrida española y los modales vaqueros mexicanos, aunque se sitúen en el origen del folklore Western, aparecieron –y siguen apareciendo en la ideología norteamericana dominante– como el modelo extranjero por excelencia, el signo de una barbarie cuya magnitud no se podía comparar sino con la del supuesto salvajismo de los indios. Ahora bien, éstos, aquí como en el centro de México, jugaron un papel fundamental en la adaptación de la ganadería extensiva y de la tauromaquia hispánica que dio origen a la cultura del cowboy.

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El papel indígena en la génesis de una ganadería cinegética en América Más allá de los tópicos de la leyenda Western, los indios de los Estados Unidos no hicieron oposición a la cultura del cowboy, pues fueron parte constitutiva de ésta (Iverson 1994; Mellis 2003). De un lado al otro de la frontera, se produjo el mismo fenómeno que tiene sus orígenes en los tiempos coloniales: los vaqueros indios, mestizos y negros habían adaptado la ganadería extensiva ibérica a las condiciones del suelo americano, cuya aspereza se debía tanto al medio físico como a la presencia cercana de grupos de indios nómadas, llamados “indios bravos”, o chichimecas, por la administración virreinal. Éstos ocupaban la mayor parte de los territorios septentrionales y occidentales de la Nueva España, los desiertos y las sierras, medios geográficos difíciles en los que supieron, con una impresionante habilidad, aprovechar la novedad que era la presencia del toro y del caballo. Así, por ejemplo, los indígenas seminómadas de la Sierra Madre Occidental, desde los huicholes hasta los tarahumaras, se convirtieron a la ganadería e integraron la mula y el caballo en su economía material y el toro en sus ritos sacrificiales mayores. 6 Más al norte, en las Grandes Llanuras del oeste estadounidense, la introducción del caballo y su integración en la fauna autóctona, consecuencia incontrolada del sistema de ganadería extensiva aportado por los pioneros, tuvo un efecto dinamizante entre los grupos de cazadores nómadas de la región. Pero, como lo demostró magistralmente Clark Wissler en un artículo precursor (Wissler 1914), lejos de provocar un proceso de aculturación pasiva, como lo 6

Sobre la importancia cardinal del toro en la cosmología y en la vida ceremonial y festiva de los huicholes, ver Saumade (2009 y 2010). En cuanto al caballo en esta sociedad indígena, si bien juega un papel limitado en la vida material, siendo la mula más apreciada en los senderos accidentados de la sierra, se le da un papel simbólico y ritual importante en ciertas comunidades como la de San Andrés Cohamiata Tatei Kie, donde se celebran ritos propiciatorios que incluyen la castración, real o figurada, de un caballo (Gutiérrez del Ángel 2010: 379 y ss.). 15

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hubieran supuesto los evolucionistas y difusionistas contemporáneos del autor, la presencia del caballo no hizo sino reforzar los rasgos estructurales de las civilizaciones guerreras y cazadoras de las Grandes Llanuras. A su vez, esa presencia permitió un nomadismo de mayor escala y el desarrollo de una economía basada en el búfalo. Las tribus cuyos territorios de caza habían sido invadidos por el ganado de las misiones y de los colonos civiles, desarrollaron una economía del raiding, que aprovechaba esa nueva fuente de carne y de pieles, mientras que los indios se familiarizaban con los bovinos, llegando a criarlos a su manera (Hurtado 1988; Saumade 2008 y 2009). En aquel contexto general –que tenía su equivalente en el sur del continente, en los Llanos, en la Pampa, en el Altiplano andino, en el nordeste o el Mato Grosso brasileños y en otras regiones semidesérticas adecuadas para el pastoreo– se desarrolló un tipo original de actividad humana que podríamos llamar “ganadería cinegética”, que trastornaba las distinciones que la Revolución Neolítica impuso en el Viejo Mundo occidental, y cuyas condiciones particulares se imponían a los colonos blancos y mestizos, hasta volver a ser su tradición propia e identitaria. En el siglo XIX, cuando los colonos anglosajones llegaron a ocupar las tierras fronterizas del oeste y del suroeste, ellos tuvieron que conformarse, en gran medida, al concepto americano del ganado. Éste fue forjado en un crisol donde la aportación ibérica de la ganadería extensiva y del trato tauromáquico había sido revisada por los ingenios entremezclados de los vaqueros mexicanos y de los cazadores guerreros indígenas. Formados en la violencia de sus condiciones de trabajo, entre la rusticidad del ganado y la frecuencia de los raids de las bandas de cazadores nómadas, los vaqueros novohispanos usaban artimañas cinegéticas y guerreras. Entre éstas, el lazo, que ya estaba muy difundido antes de la Conquista, como trampa fija para atrapar los animales grandes, tales como 16

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venados u osos. En el altiplano mexicano, en tiempos prehispánicos, la trampa del lazo, o de la red, servía para capturar venados vivos que se destinaban al sacrificio –véase el artículo, en esta misma compilación, de Saumade y Valenzuela-. Este menester también justificaba la actividad guerrera. Su importancia ritual requería que, tras cada capitán, hubiera un subalterno encargado de atar con un lazo a los enemigos heridos y regresarlos vivos y listos para el sacrificio (Soustelle 1959). Este afán de capturar al venado –o al enemigo– también se observaba en el norte del continente, donde los indios solían emplear una técnica colectiva de caza, ojeando y rodeando las presas en cercados, u obligándolas a pasar por estrechos senderos, donde las bestias caían en trampas de lazos (Kroeber 1923: 525, 528; Lowie 1982: 14-15; Burch 2004: 224-225). Así que, tanto en la guerra como en la caza, el uso de lazos para dominar las fuerzas contrarias y controlarlas, con vista a un uso ceremonial (ritos de danzas, torturas, sacrificios, etc.), era característico de las culturas autóctonas. El ganado y los caballos criollos cimarrones que se habían integrados en la fauna y en el medio ambiente del continente, como nuevos animales salvajes, fieros y difíciles de abordar y aún más de manejar, necesitaban un trato particular que, por las condiciones del terreno y la influencia del quehacer indígena, constituyó una práctica vaquera americana propia. Así, en la California colonial (1769-1821), los cowboys indígenas de las misiones demostraban sus capacidades para trabajar en las zonas alejadas, donde el ganado regresaba al estado salvaje. Trackers hábiles, eran capaces de fechar el paso de un rebaño escapado y determinar el número de reses con la mera observación de las huellas dejadas en el suelo, lo mismo que lo hacían cuando perseguían venados (Powers 1987: 50 y ss.) 7. Ellos y los 7

Parece que, antes de la Gold Rush, los indios califonianos fueron mejor considerados que los mexicanos y anglosajones para las faenas de rodear el ganado en las zonas más ariscas e accidentadas. El historiador local del Kern County, californiano, que citamos, insiste en la correlación entre las tradiciones cinegéticas indígenas y el manejo del 17

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indios bravos, que les hacían continuas escaramuzas para aprovecharse de las reses y de los caballos, formaron un entramado vaquerizo bullicioso que fue decisivo en el proceso de adaptación de la ganadería al suelo americano. En las técnicas amerindias originales de caza, se observaban ciertas estrategias de acercamiento del venado, para poder flecharlo o capturarlo con más eficacia. Esta importancia del acercamiento se manifestaba también en la guerra entre los indios de las Grandes Llanuras del Norte, que solían contar los llamados “coups” (de la palabra francesa que significa “golpe”) cada vez que un guerrero conseguía tocar un enemigo. La meta podía ser masacrarle y quitarle el scalp, pero el mero hecho de tocarle, aun sin matarle, valía un “coup” que incrementaba el prestigio del guerrero (McGunnis 1990). Además, los guerreros solían capturar entre sus enemigos niños y mujeres para adoptarlos, lo que era, en estas sociedades belicosas, un medio ordinario de filiación y de alianza matrimonial (ibíd.: 42). En el altiplano mexicano, también se observaba la misma costumbre, con la particularidad del sacrificio humano, que era el destino habitual del guerrero cautivo, tras su adopción y acoplamiento con mujeres del linaje de su vencedor. Allí no se practicaba el scalp, pero sí otra “costumbre taxidérmica”: tras su inmolación, el cuerpo del cautivo era pelado y la piel, una vez curtida, se la ponía el guerrero vencedor en ocasiones festivas (Graulich 1987: 377). En las sociedades amerindias, pues, la diferencia entre guerra y caza era tenue. En Mesoamérica, la captura de los venados con redes era motivada por razones sacrificiales, así como la captura de los guerreros enemigos. Y en las Grandes Llanuras, al que tenía la maña de robar caballos o ganados al enemigo sin que éste se diera cuenta, se le contaba un “coup”. Tal hazaña suponía el mismo tipo de recursos ganado en la sierra: “This was a carry-over from the generations of hunting and tracking wild game before the white man came to the valley” (Powers 1987: 51). 18

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

empleados por los mejores cazadores que lograban acercarse y sorprender a los venados o bisontes. 8 Los historiadores de las sociedades de cazadores norteamericanos suelen explicar la necesidad del acercamiento por razones pragmáticas: se hubiera tratado de resolver el problema de la cortedad de alcance de las armas tradicionales, arcos y flechas (Heizer y Elsasser op. cit.). Si esta explicación funcionalista parece evidente, no dice nada del significado profundo de aquella ética cazadora y guerrera, indisociable de un contexto ritual en el que el hombre experimentaba un proceso simbólico de asimilación de las potencias externas con las que se medía, animal salvaje o guerrero adverso. A este propósito, el cazador trataba de confundirse con el animal, poniéndose, por ejemplo, una máscara de ciervo con sus astas y un disfraz hecho con piel de venado que cubría la totalidad de su cuerpo. Este proceso, muy difundido en Aridomérica y hasta la costa norte de California, tenía una marcada significación ritual , tal como lo demuestran, aún hoy, las célebres danzas de venados ejecutadas en la fiesta de la Pascola de los Yaquís del estado mexicano de Sonora y de Arizona. Menos conocidas pero no menos sugestivas, las danzas de venados de los Hupas del norte californiano son uno de los pocos ritos indígenas que el gobierno estadounidense no fue capaz de erradicar cuando trataba de transformar los indios en ciudadanos ordinarios. Este rito estacional sigue siendo hoy celosamente practicado, al final del verano, por los Hupas, que dicen que se trata de un exorcismo de los males. En el calendario festivo, el rodeo anual, celebrado a mediados de agosto, precede el ciclo de las danzas de venados. Entre los antiguos indios de California, tales como los Monos y los Yokuts del piedemonte de la Sierra Nevada, el cazador, disfrazado de venado, se apoyaba, con sus manos, en dos palos, para identificarse mejor con el 8

Sobre las técnicas de acercamiento de los cazadores indígenas de California (Heizer y Elsasser op. cit. p. 117). Sobre las estrategias de acercamiento del enemigo para lograr los “coups” entre los guerreros de las Grandes Llanuras (McGinnis 1990: 44). 19

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cuadrúpedo. Entrechocaba, además, esos palos para imitar el ruido de la pelea entre dos machos en celo; ruido que atrae a los venados machos en busca de hembras (Gayton 1948: 71). Se reconocerá en este proceso el equivalente del cuaco mexicano, trampa sonora echa con astas de venado – véase el otro artículo, en esta compilación, de Saumade y Valenzuela-. Animal sagrado, al cual se dedicaban ritos sacrificiales y pregones, tanto en México como en California (Gayton, op. cit. p. 70), el venado tiene el estatuto liminal de una naturaleza interiorizada. Los cazadores indios se identifican con él y, habiendo adoptado el ganado y el caballo, lo asocian con estos animales emblemáticos de los conquistadores y de las civilizaciones europeas. Así pues, antes de la Conquista, los indios de México y Norteamérica habían desarrollado unas técnicas de guerra y de caza que se justificaban, a la vez, por las particularidades del territorio, por las necesidades económicas y por un afán, omnipresente en el complejo ritual, de asimilar simbólicamente el poder de la parte contraria –sea animal de caza o guerrero enemigo– y de transformarlo en energía propia. Ahora bien, a partir de la época colonial, la adopción del caballo y del toro parece motivada por las mismas necesidades. Entonces, la difusión del caballo y de la ganadería extensiva hacia el Noroeste de la Nueva España, base de una colonización militar y religiosa supuestamente animada por la meta de “pacificar” los indios “bravos”, 9 se hilvanaba, en realidad, bajo la influencia de éstos y de sus modales cinegéticos y guerreros, en el marco de unas inmensidades salvajes que sobrepasaban con mucho las que se conocían en el sur de la Península Ibérica. Muy significativo a este respecto fue el abandono de la garrocha –la pica típica de su homólogo andaluz, que podría ser considerada como la versión campesina de la lanza del guerrero aristócrata–, que el vaquero del Nuevo Mundo reemplazaba por el lazo 9

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Las misiones contribuyeron ampliamente al desarrollo de la ganadería americana.

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salido del arsenal del “indio bravo”. Más cómodos de transportar y de manejar en los suelos vírgenes, ariscos y accidentados de la colonia, los lazos fueron, al mismo tiempo, el utensilio que permitió la adaptación cinegética de la ganadería al suelo americano. Es que en este contexto territorial, el ganado y los caballos podían regresar al estado salvaje, volverse “como venados”, ser apropiados por quienes los quisieran.10 En realidad, los vaqueros no tenían una relación estrecha con los rebaños sino en dos momentos del año, en primavera y en otoño, cuando iban a recoger los ejemplares esparcidos entre las sierras, las llanuras y las marismas donde los animales solían rodear libremente. Como si se tratara de una caza de animales grandes, recorrían los espacios salvajes para buscar el ganado, capturarlo con lazos, y llevarlo hacia unos corrales donde se herraban a los más jóvenes ejemplares y se mataban a los más grandes. Estas operaciones, que se desarrollaban bajo la amenaza permanente de algún raid de indios “bravos”, eran las del rodeo original, y daban lugar, en ocasiones, a unos juegos de habilidad y de provocación, lazadas, coleadas y jineteo de toros y de yeguas brutas. Nótese que el incentivo económico de esta actividad ganadera no podía ser el mercado nacional, pues las matanzas se hacían a gran distancia de los núcleos poblacionales, tales como las misiones, y más lejos aún de los centros urbanos coloniales. En realidad los vaqueros solían abandonar la carne de las reses a los buitres y coyotes, limitándose en recuperar las pieles y el sebo, que eran, en aquel tiempo, artículos de valor. Esta 10

Más allá de los indios huicholes del Noroeste mexicano, que ritualizan claramente la correlación semántica entre venado y toro -que forma parte de un cuadrante fundamental que asocia los dos animales a las dos plantas sagradas que son el maíz y el peyote (Saumade, 2009)-, hemos anotado, en el medio contemporáneo de los rancheros yokuts de California central, que esta correlación seguía siendo muy viva. Así, nuestro principal informante en la Tule River Reservation, en el piemonte de la Sierra Nevada, compara el comportamiento bravío de sus vacas descarriadas al del venado. Hemos anotado varias veces, platicando con otros rancheros indígenas, esta tendencia en comparar el carácter huidizo del ganado criado a campo abierto y los hábitos del animal de caza mayor. 21

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tradición ganadera, en la que se entremezclaban elementos de cultura vaquera andaluza, que podríamos llamar “prototauromáquicos”, y elementos de cultura cinegética y guerrera indígena, era la que se observaba en el suroeste de los actuales Estados Unidos cuando llegaron allí los primeros colonos anglosajones al inicio del siglo XIX. Si hemos analizado en otro lugar la estrecha relación ritualizada entre el venado y el toro que establecen, hoy en día en el Oeste mexicano, los cazadores-ganaderos huicholes (Saumade 2009); más al norte, en la Grandes Llanuras de los Estados Unidos, también ha sido observado el mismo tipo de asociación entre animal de caza –aquí el bisonte– y ganado. Entre los Sioux, Blackfeet, Cheyennes y otros grupos indígenas de las Grandes Llanuras, parece que la exterminación del bisonte y el arrasamiento consecutivo de la economía nómada a fines del siglo XIX, facilitaron la adopción de la ganadería bovina, en la que las sociedades indígenas veían la única manera de mantener una existencia que siguiera, en cierta medida, las formas tradicionales. En efecto, convirtiéndose a la ganadería, las tribus podían mantener sus grandes reuniones veraniegas, donde celebraban anteriormente los ritos, danzas y juegos previos a la caza y a la guerra (Iverson 1994; Mellis 2003). En adelante, como ya no guerreaban ni cazaban bisontes, ellos hacían ferias de ganados y rodeos que les daban motivo para reunirse entre tribus, resistiendo a las presiones del Bureau of Indian Affairs, empeñado en transformarles en agricultores para acabar con un nomadismo que se acomodaba a su vida pastoril. Así, por ejemplo, los Apaches del Oeste, ya expertos en el manejo de la reata desde los tiempos en que practicaban la economía del raiding, podían perpetuar el sentido de los ritos guerreros tradicionales en las competiciones de rodeo (Chavis 1993). En ocasiones, sacrificaban un toro siguiendo modales rituales que no eran sino reminiscencias de los ritos de la caza del bisonte. En particular, entre los 22

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Sioux, el consumo del hígado humeante de la res apenas descuartizada era practicado por los hombres todavía en los años 1930 y de la misma manera que antaño, cuando se mataba un bisonte (De Mallie 1984: 33). También las reuniones festivas eran ocasiones de bailar algunas danzas tradicionales. Como éstas eran parte de un complejo ritual que las vinculaban a la guerra, la administración federal solía prohibirlas. Pero los indios tenían hábiles estrategias de adaptación. Por ejemplo, adoptaron la country music de los blancos (o sea el folklore de los cowboys), que tocaban a su manera, amenizando square dances que regeneraban sus habituales agrupaciones estacionales y su propia concepción de la vida colectiva. 11 Entre los Sioux, la danza del conejo, un baile de pareja con sentido de seducción, inspirado por las modas de los blancos, seguía siendo practicada a pesar de la prohibición de las iglesias misioneras y de la administración del Bureau of Indian Affairs (ibíd.: 38). Así, pues, aun en la peor época de su sumisión al orden estadounidense, los indios supieron sacar provecho de ciertos elementos de la civilización blanca que les rodeaba. Esto es cierto tambien con respecto al dinero obtenido cuando las reservas se beneficiaron del Indian Gaming Regulation Act (1988), que les autorizaba a explotar casinos y les ayudaba a recuperar parte de su soberanía (Frank y Goldberg 2010). Hoy en día, los indios del Oeste de los Estados Unidos y de Canadá aprovechan unas formas renovadas de agrupaciones festivas estacionales, en las que pueden afirmar con fuerza su identidad celebrando ferias y pow wows, danzas rituales, competiciones de base-ball, de basket-ball, de juegos tradicionales, y de rodeos. En esta última actividad, han llegado a un nivel tal que han

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Sobre la country music indígena en la californiana Tule River Reservation en los años 30 (Frank y Goldberg 2010: 203). Allí recogí el testimonio de una señora de 85 años (en el 2010) que me habló con mucho entusiasmo de los bailes de country music que amenizaban los músicos de la reserva. Éstos, hoy en día, son más bien roqueros que suelen tocar todos los sábados en el casino local. 23

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formado una categoría profesional autónoma. Cada año, en otoño, los competidores y aficionados, venidos de los distintos estados del Oeste estadounidense, del Alberta y de la Colombia Británica canadienses, se reúnen en un gran hotel-casino de Las Vegas, equipado con una arena donde se disputan las finales del campeonato Pro Indian Rodeo. Así, hacen alarde de su orgullo de ser nativos luciéndose en un deporte del que son, junto con sus homólogos mexicanos, los herederos primordiales.

La domesticación del Oeste y la fascinación estadounidense de lo salvaje en el espectáculo circense Lo que precede, parece contradecir una de las evidencias históricas más avasalladoras: que la Conquista del Oeste por los Estados Unidos haya tenido como consecuencia el aplastamiento definitivo de las culturas indígenas y la consolidación de una sociedad fronteriza, un frente pionero de la civilización angloamericana cuya edificación fue enaltecida a fines del siglo XIX por la famosa teoría del historiador Frederick Jackson Turner. Con todo, en términos de prácticas ganaderas y taurinas, la hegemonía de la civilización anglosajona sobre los territorios situados al Oeste del río Missisipi, se tradujo, más bien, en la adaptación progresiva de los cowboys blancos a las técnicas y al folklore forjados, en los siglos precedentes, por el entramado mestizo indigenizado de la sociedad rural novohispana. Sin embargo, el formidable desarrollo de la economía estadounidense a partir de la época de la fiebre del oro (1848) impuso un trastorno completo del sistema agropecuario. En la California recién arrebatada a México, se inició una ganadería orientada a la producción de carne, aprovechada por los nuevos rancheros anglosajones que se habían apropiado de los pastos mexicanos. En el contexto de un extraordinario crecimiento demográfico, de un desarrollo urbano y un auge correspondiente de la demanda de carne 24

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

en la región, el cattle ranching a campo abierto de tradición hispanomexicana conoció una edad de oro que terminó entre los años 1864 y 1877, con las terribles sequías que asolaron el campo californiano, provocando la muerte de miles de cabezas de ganado (Mitchell 1972: 34). Entonces, muchos rancheros arruinados intentaron involucrarse en otras actividades, haciéndose, por ejemplo, mineros o granjeros. La agricultura californiana en la Central Valley, cuya productividad estaba sujetada cada año a la imprescindible abundancia de aguas primaverales antes de la casi absoluta sequía de los meses de verano, pudo desarrollarse gracias a las primeras obras de irrigación de la aguas de la Sierra Nevada y del Río Sacramento. Además, tras una lucha feroz entre rancheros y granjeros, la ley californiana de 1874 facilitó el desarrollo de la empresa agrícola e impuso límites drásticos al libre pastoreo, obligando a los rancheros a cercar sus propiedades para evitar que las reses o los carneros invadiesen los cultivos (ibíd.: 35). Desde entonces, la ganadería bovina se dividió en tres grandes especialidades. Por una parte, encontramos la ganadería lechera y la ganadería de engorde, ambas explotaciones de tipo intensivo situadas en el valle, en pequeñas parcelas cercadas y rodeadas de cultivos. Por otra parte, hallamos la ganadería extensiva en los terrenos ariscos de los piedemontes de la Sierra Nevada y de los desiertos del sur californiano. Esta última actividad se constituía, como sucedió de hecho en todo el Oeste estadounidense, de un modelo híbrido de explotación, anglo-texano, en el que se entremezclaban las técnicas y el folclor mexicano-indígenas (rodeo, uso de la reata y juegos de vaqueros) con los métodos productivistas de origen anglo-normando, que habían impuestos los colonos anglosajones en la Costa Este a partir del siglo XVII (Jordan 1993). En oposición con la tradición “salvajista” mexicana, se generalizó la castración de los machos no destinados a la reproducción, para facilitar su engorde, mejorar la 25

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selección genética de los rebaños y evitar el sobrepastoreo y el desvío de ganados. Este proceso de apropiación y de racionalización capitalista de la cultura taurino-ecuestre indígena-mexicana era un verdadero paradigma del poder imperialista estadounidense, en el que la figura del cowboy encabezaba el frente pionero de una civilización en marcha hacia sus límites extremos, la frontera en la cual se había neutralizado el peligro indio y hasta la cual se había rechazado la ”barbarie” hispano-mexicana. Esta representación se difundió en las ciudades del Este de los Estados Unidos por la literatura de cordel, el teatro popular y sobre todo por el Wild West Show, un espectáculo original, creado en 1883, que presentaba las aventuras heroicas y las habilidades de los vaqueros mexicanos, guerreros indios y soldados yankíes, en unas reconstrucciones de las contiendas que les opusieron a lo largo del siglo XIX (Kasson op. cit.: 43). Poniendo el énfasis en las rivalidades que se habían fomentado entre los tres grupos étnicos, el Wild West Show hacía la síntesis entre la tauromaquia hispana, que había sido prohibida en los Estados Unidos como un signo mayúsculo de la “crueldad” del país vecino y enemigo, y el circo anglosajón. Este último género de espectáculo fue promovido en Inglaterra y en toda Europa a partir del año 1768 por el caballero inglés Philip Astley, un veterano del ejército. A pesar de la hostilidad que los puritanos de la Nueva Inglaterra tenían contra los espectáculos en general, ya desde el inicio del siglo XVIII, en las ciudades del Noreste, se presentaban tropas de saltimbancas, domadores de caballos, exhibidores de osos y otros bufos (Csida y Csida 1978: 21). Ahora bien, aunque es cierto también que estos géneros de eventos populares se daban en las plazas de mercado ingleses desde la edad media, el circo de Astley tenía poco que ver con ellos. Éste último, representado en el marco de teatros lujosos, y delante de un público aristocrático y burgués, era ante todo de un espectáculo que enaltecía la destreza de los jinetes salidos de la alta escuela militar británica. 26

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

A partir de la Independencia, el espectáculo circense se desarrolló muy rápidamente en los Estados Unidos, con peculiaridades propias. Entonces, volvió a ser, en el siglo XIX, el primer gran espectáculo de masas. Transformándose en una empresa ambulante que recorría también los caminos peligrosos del Oeste, se inscribía en el esfuerzo nacional de la conquista de la wilderness. A este respecto, resulta particularmente llamativo que la afirmación del carácter nacional del circo americano se expresara en la fascinación por el salvajismo del Oeste, y supusiera la salida del modelo aristocrático de Astley. Así, por ejemplo, se generalizó, a partir del 1823, la monta de caballos sin silla (bareback) (Engdall 1990: 2526). Una hazaña tal, que evocaba las habilidades ecuestres de los indios, y que era totalmente extraña con respecto a los cánones de la caballería militar, sería, un siglo más tarde, una de las principales suertes del rodeo. Este aumento de dramatismo del circo, por la elevación del peligro y la evocación subyacente de la wilderness del Oeste, fue acompañado por el contrapunto del clown, cuyas actuaciones cómicas alternaban con los atrevimientos sorprendentes de los bareback riders. Así se entiende mejor el contexto que dio nacimiento al Wild West Show, un espectáculo que adaptó la forma ambulante del circo para presentar en las ciudades del Este, y más tarde en Europa, a los verdaderos actores de la historia reciente del Oeste jugando su propio papel. O sea que el Wild West Show seguía los pasos del circo, pero al revés: en vez de conquistar el Oeste con un concepto espectacular venido de Inglaterra, conquistaba el Este con la cultura popular del Oeste en la que imperaban los quehaceres guerreros y vaqueros indígenas y mexicanos. Al inicio de esta empresa paradójica, la historia de William Cody Buffalo Bill podría ser considerada como un mito de fundación del show business americano. En el año 1869, el vaquero Cody, explorador del ejército federal que solía participar en las guerras indígenas y en la Conquista del Oeste, encontró el escritor Edward 27

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Judson. Éste era un aventurero bígamo que mató a un hombre en un duelo en Nashville y se salvó del ahorcamiento solamente porque la cuerda que se le destinaba se rompió bajo su peso excesivo (Kasson 2000: 20-21). De aquel explosivo coctel intelectual salió una novela barata titulada Buffalo Bill, the King of the Border Men, que se publicó en el New York Weekly en 1869 y tuvo un éxito tan grande que propusieron a Cody actuar en su propio papel en los teatros de las ciudades del Este –Boston, Nueva York–, donde las poblaciones nativas habían sido exterminadas por los blancos desde hacía mucho y donde las influencias anglo-europeas eran más fuertes que en las demás regiones de los Estados Unidos. Así se inició la doble vida de Cody, en los márgenes de la vida real y de la representación, de la etnografía y de la ficción. Siguiendo el ritmo de las variaciones estacionales de los dos polos de su existencia –el teatro urbano y la vida de los indios de las Grandes Llanuras–, en verano, Cody guerreaba con el ejército y cazaba bisontes en el Oeste, tal como los indígenas. En cambio, en invierno, cuando la nieve cubría las praderas y los humanos se dispersaban en pequeños grupos en las orillas de los ríos para sobrevivir, el scout actor se quedaba en la metrópolis del Este donde interpretaba su propio papel (Kasson op. cit.: 35). Entre los extremos de la civilización y del mundo salvaje, Buffalo Bill representaba, en la misma gesta, la desaparición de los pueblos amerindios y su sobrevaloración a través del espectáculo. Así, pues, el número suyo que tuvo el mayor éxito en Nueva York era la ejecución del jefe cheyenne Yellow Hand, que Cody mató y escalpó realmente en el campo de batalla. La imagen del explorador ostentando el cuero cabelludo en medio de los Pieles Rojas vencidos fue una de las figuraciones de Buffalo Bill más difundidas por medio de la prensa y de la publicidad (ibíd.: 36-41). Por consiguiente, el héroe americano era tanto más aplaudido cuanto más

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demostraba su suma capacidad para identificarse con el enemigo indio y sus modales (como el escalpe). Convertido en una gran figura de la nación americana en marcha, Cody se asoció con el empresario de espectáculos Nate Salsbury para crear en 1883 el Wild West Show, prefiguración del rodeo y del cinema western que volvió a ser, en su tiempo, un America’s National Entertainment. Desde luego, este espectáculo pretendía ser una glorificación sin reserva de la obra civilizadora anglo-americana. Cody, que en ocasiones debía enfrentarse a los moralistas que estigmatizaban el maltrato a los animales, tuvo aun que afirmar su pertenencia a la Human Society y garantizar que en su show, al contrario de las “bárbaras” corridas de toros de los mexicanos, no se hacía ningún daño a los animales. A pesar de esa ideología claramente patriótica, la razón espectacular del thrilling hacía que los indios que desempeñaban su propio papel –entre los cuales estuvo un tiempo el famoso jefe lakota Sitting Bull– aparecieran como los protagonistas, siempre capaces de contrarrestar la Manifest Destiny, la llamada divina que llevaba irresistiblemente a los colonos desde el Este hasta el Oeste. Dice atinadamente el historiador L. G. Moses: “Indian attacks became the set pieces in all Wild West Shows. Without them the shows would have remained raucous, but hardly wild” (Moses 1996: 1). Paradoja significativa, el mayor éxito del Wild West Show fue la reconstitución, animada por tres de sus participantes reales, de la batalla de Little Big Horn, terminada por la derrota desastrosa de las Túnicas Azules y la muerte de su jefe, el General Custer. Así, el espectáculo americano enaltecía tanto los valores cristianos patrióticos como las fuerzas que las amenazaban en los confines de la naturaleza salvaje, en las inmensidades de la frontera del Oeste.

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Bullriding y bucking bulls: una subversión del productivismo clásico y de la representación puritana del “animal útil” En el Wild West Show, además de guerreros indígenas, se presentaban vaqueros mexicanos que se lucían con la reata en la mano y con su ingenio en la monta de toros. Esta suerte espectacular había llamado la atención de Cody hasta tal punto que, en ocasión de la primera gira de su show a través las ciudades del Este, ebrio, se empeñó en montar a un búfalo salvaje (Kasson op. cit.: 152). ¿Resultó este alarde de su propia imaginación lúdica, o bien de su observación de las maneras de jugar de los indígenas que iban con su tropa? La historia no lo dice, pero sí es cierto que en el 1882 la enlazada y la monta del búfalo figuraban en el programa del Wild West Show (Fredriksson 1993: 140) y más tarde, en las competiciones de rodeo que fueron la continuación directa del espectáculo después de Cody, se veía de vez en cuando un indio intentar la suerte (Fuss Mellis 2003: 4243). En el rodeo estadounidense, si la monta de los búfalos no pasó de ser una curiosidad indigenista poco duradera –dada la casi desaparición del búfalo entre el final del siglo XIX y el inicio del siguiente–, el jineteo de toros (bull riding), una aportación mexicana que se limitaba a ser una secuencia marginal en la época de Cody, volvió a ser progresivamente el ejercicio más popular y típico. A partir de los años 1930 y de la introducción del ganado cebú en Áridomerica, unos nuevos ganaderos especializados desarrollaron un concepto de la selección genética para conseguir toros cruzados (Brahma bulls) más grandes y más poderosos, introduciendo en el rodeo un grado sumamente elevado de peligro y realzando la dimensión de la lidia entre hombre y animal bovino, es decir la dimensión tauromáquica. Tal vez esta evolución hacia un concepto de origen hispánico explique que, a partir de la misma época, se haya generalizado la apelación hispanomexicana “rodeo” para definir el espectáculo, y que haya caído en desuso 30

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

la apelación “Wild West”, aunque ésta se empleara todavía tras la muerte de Buffalo Bill, en los años precedentes a la Segunda guerra mundial, para anunciar las competiciones entre cowboys (Fredriksson op. cit.: 6). En

el

contexto

agroindustrial

norteamericano

dominado

por

el

productivismo, la empresa de selección del bucking bull significa el retorno del sistema anglo-texano de ganadería a un concepto hispano-mexicano. Aquí no se valora la rentabilidad del ganado en términos de litros de leche o de kilos de carne, sino del carácter “salvaje” de los ejemplares salidos de unos linajes consanguíneos formados a partir de machos seleccionados por haber manifestado una agresividad máxima en los rodeos. Y como si se tratara de subrayar aún más la proximidad con el modelo del toro bravo ibérico, en las ganaderías de bucking bulls no se castran a los ejemplares machos. Ahora bien, como ya hemos dicho, el modelo anglo-texano productivista que se impuso en la ganadería de carne a partir de la Fiebre del Oro implica la castración de todos los machos no destinados a la reproducción. El regreso al concepto hispanomexicano del toro entero no es solo una revancha simbólica, pues si los ganaderos de bucking bulls no castran a sus machos, al contrario de sus colegas que crían ganado de engorde, es porque la operación quitaría a los animales gran parte de su valor comercial. En efecto, el esperma de los toros de rodeo es objeto de un gran mercado – incluso, hoy en día, por internet– y no es raro que se vendan de un ganadero a otro ejemplares de machos que son utilizados tanto para el espectáculo como para la reproducción. Así pues, el concepto tauromáquico,

aunque

esté

asimilado

al

“salvajismo”

de

los

iberoamericanos por la ideología anglosajona dominante, se impone, hoy en día, en el universo productivista de los Estados Unidos. El considerable desarrollo de la economía del bucking bull en los Estados Unidos es un elemento tanto más subversivo cuanto que, así como la 31

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crianza del toro bravo ibérico, confunde las categorías relativas a los animales útiles y a los animales salvajes, tales como eran definidas por la ideología puritana estadounidense a partir del Siglo XIX. Así, por ejemplo, para los líderes religiosos de aquel entonces, el circo ambulante, espectáculo popular en pleno auge, era condenable por ser una pérdida de tiempo y de dinero, un escandaloso desvío de un animal de primera necesidad como era el caballo. Al contrario, la Menagerie, zoológico ambulante compuesto de animales silvestres poco usuales, que apareció en la misma época en los circos estadounidenses, era valorada por los puritanos por tener una función educativa: se consideraba una muestra de las creaciones de Dios que reforzaba la noción de la superioridad humana sobre las bestias (Engdahl 1990: 33). Con respecto a este concepto ideológico, que ha tenido y sigue teniendo su importancia en la cultura estadounidense, la empresa de selección de los bucking bulls aparece en plena contradicción, pues, al ejemplo de la ganadería brava ibérica, ha transformado un animal útil y trabajoso para el hombre en bestia de espectáculo seleccionada por su agresividad máxima contra el hombre. Hay más, el claro desvío tauromáquico del rodeo americano choca con lo que podría ser considerado como un puritanismo alternativo: la ideología de los “animal rights”, un movimiento poderosísimo en los Estados Unidos, cuyos defensores consideran que las creaciones de Dios son tan perfectas que el hombre no tiene el derecho de explotarlas, y menos aún para utilizarlas en un juego como el bull riding.

Del clown al torero, la subversión del orden yanqui por la tauromaquia y el rito indígena La inconfesable influencia de la civilización hispano-mexicana que revela el bull riding se hace más evidente aun cuando se observa el juego en la arena, donde se combina con otra influencia, más subyacente pero no 32

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

menos importante: la de las culturas amerindias. Aquí el cowboy bullrider intenta quedarse durante ocho segundos en el lomo del toro enfurecido; para socorrerlo cuando acabe de ser echado por el suelo, acuden dos subalternos vestidos de payaso que distraen al animal y desvían sus arremetidas, haciendo, como se dice en la jerga taurina, un “quite”. Ahora bien, aunque bufos, estos personajes son llamados bullfighters, o sea textualmente “toreros”. Esta considerable paradoja merece un comentario. Ya hemos subrayado el carácter irrisorio de la monta de toros desde el punto de vista de la aristocracia caballeresca y ganadera ibérica. Ahora bien, en el rodeo americano este carácter se multiplica con la presencia del clown-bullfighter, que no podría ser reducida a un mero elemento anecdótico o bien a una supuesta proclividad anglosajona a lo absurdo. En realidad, el papel de este extraño actor nos da la clave del espectáculo y de su dimensión ritual, y más generalmente la clave de nuestra reflexión antropológica sobre las relaciones complejas entre las civilizaciones anglo e iberoamericanas y las civilizaciones amerindias. La folklorista y etnomusicóloga Beverly Stoeltje (1985) ya demostró muy bien la importancia del clown-torero del rodeo. Nos queda insistir en la naturaleza compleja del personaje y de su papel, que combinan deporte, tauromaquia y circo, asociando en la misma actuación intenciones serias y cómicas. Eso es tanto como decir que el bullfighter se encuentra en un punto donde se influencian mutualmente las civilizaciones anglosajones e ibéricas en el suelo americano, bajo las auspicios de la civilización indígena. El payaso del rodeo viene desde luego del circo, del folklore carnavalesco y de los bufones shakesperianos, o sea de tradiciones europeas procedentes tanto de Inglaterra como de España. En este último país, incluso se desarrolló, a partir del fin del siglo XIX y hasta nuestros días, una forma irrisoria de tauromaquia llamada “charlotada”, o espectáculo cómico-taurino principalmente dirigido a los niños, amenizado 33

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por enanos, bomberos toreros y el tradicional “Charlot-torero” –que señala la influencia del primer cine de Holywood tanto en los circos como en los ruedos-. Parecería por consiguiente que el payaso del rodeo tuviese un origen puramente europeo. Pero tal dictamen se olvidaría de las tradiciones amerindias de bufonería ritual, particularmente vivaces en el oeste y el suroeste de los Estados Unidos y en el noroeste mexicano, entre los Indios de las Grandes Llanuras, los Pueblos, los Navajos, los Maidues, los Yaquís y los Huicholes, para limitarnos en unos pocos ejemplos. Ahora bien, los antropólogos que estudiaron el ritual clowning en esta parte del continente, coinciden todos en subrayar la gran ambigüedad de los payasos indígenas, siendo, al mismo tiempo, unos personajes subversivos, que se empeñan en revesar todas las convenciones para ridiculizar el orden establecido, y unos personajes de primera importancia político-ceremomial, capaces de rivalizar con los chamanes y jefes en la realización de sus poderes mágicos. Así por ejemplo, Kroeber (1923: 497) enfatiza el poder ritual que, antiguamente, daban los Yokuts de California a la pareja formada por el payaso y el travestido: eran encargados de preparar el cuerpo de los difuntos antes del entierro o de la cremación, liderando conjuntamente la ceremonia y las danzas de luto. Especialista de los márgenes y de las grandes transiciones de la existencia, el payaso es indudablemente un oficiante primordial en las sociedades amerindias. Esto explica que, desde los años 1920, se encontraban en los rodeos norteamericanos varios clowns indios que solían considerar su papel en la arena con la misma seriedad que el cargo ritual tradicional que tenía por otro lado (Iverson 1994: 197; Dyck 1996; Crawford y Kelley 2005). Entre los Pueblos, desde por lo menos los principios del siglo XX, existe una fuerte relación entre la vieja tradición indígena y el complejo mestizo de la fiesta taurina, que se afirma ritualmente en el carnaval y en la Semana 34

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

santa. Así, en su excelente y ya antiguo estudio al respecto, Clews Parsons y Beals, describiendo ritos pueblos que burlan la corrida de toros, ponían de manifiesto que “Indian and Spaniard converged in their sense of burlesque and Indian notions fitted readily into the Spanish Carnival” (Clews Parsons y Beals 1934: 512). En otros ensayos, he analizado detalladamente las estrechas relaciones entre la interpretación irrisoria de la tauromaquia, el sacrificio y el consumo colectivo del toro, que se observan en varios ritos festivos de carnaval, fiestas patronales y Semana Santa celebrados en comunidades indígenas de México (nahua, otomíes, huicholes), ritos inevitablemente orientados por la necesidad de establecer el contacto entre la sociedad y los ancestros, entre la vida y la muerte (Saumade 2008 y 2009). Esta ambigüedad del oficio de clown y de los ritos indígenas que se le asocian, entre la irrisión y la gravedad, la deconstrucción del orden y la preeminencia ritual, es también característica del rodeo americano. Ahí, este aspecto se ha desarrollado con la profesionalización extrema del bullriding, los montadores de toros, que coinciden en afirmar el respeto que le dedican al clown-bullfighter, que se precipita para salvarles cuando están bajo la amenaza del toro furioso. En la historia del rodeo, la participación del bullfighter se generalizó a partir de la introducción de los grandes y peligrosos toros longhorns y Brahma bulls, y a continuación con la empresa de selección de razas destinadas al bullriding, y la promoción de esta parte del espectáculo en el principal y más cotizado evento. Si ya dijimos que esta evolución señala el retorno de lo hispánico en el corazón del folklore estadounidense, la extraña posición liminar del clownbullfighter, un personaje cómico que oficia entre la vida y la muerte, nos recuerda la importancia de las aportaciones indígenas en la formación de la cultura western. Para Stoeltje (op. cit.: 164), el payaso del rodeo es el contrapunto cómico del cowboy, una especie de trickster que viene a 35

Frédéric Saumade

perturbar el orden establecido, con los chistes subversivos que no deja de prodigar al locutor –el representante de la autoridad delante del público-. En el momento más dramático del espectáculo, cuando viene a asistir al bullrider, su intervención subraya el absurdo taurino-ecuestre que amenaza los valores sagrados de la nación estadounidense. El bull riding, conclusión del espectáculo del rodeo, que transforma peligrosamente el orgulloso cowboy en títere desarticulado, sometido al poder “salvaje” del animal, invierte el orden ecuestre del Western, afirmado por las pomposas ceremonias patrióticas de apertura, que celebran, con himnos y banderas estrelladas, la hegemonía de los angloamericanos a partir de la Conquista del Oeste. En estos últimos años, esta representación se ha reforzado con la elevación del grado de especialización que se observa en el rodeo moderno. Ahora el papel del payaso se ha subdividido entre el clown propiamente dicho y los dos bullfighters. El primero hace bromas y ameniza intermedios circenses con animales domados, perros, burros etc.; su presencia en el ruedo en el momento del bullriding se limita a quedarse dentro o al lado de un barril, haciendo remilgos mientras se desarrolla la acción seria. Su papel tauromáquico parece nulo, aunque algunos clowns profesionales que entrevistamos nos hayan dicho que ellos se consideraban como el último baluarte, y que podía ocurrir que se arriesgasen al quite si, tras haber liberado al bullrider, los dos bullfighters se encontrasen a su vez amenazados por el toro. Estos últimos se han convertidos en especialistas profesionales de la protección del bullrider, hasta tal punto que algunos de ellos, totalmente liberados del rol cómico, han dejado los atavíos del clown para adoptar una combinación hecha de chaleco y espinillera, como los guardaespaldas, y se definen como “cowboy protectors”. Sin embargo, entre los bullfighters del rodeo, esta distanciación tanto del payaso como del torero no es la regla general, ni mucho menos. En efecto, 36

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

algunos de estos profesionales asumen la paradójica reunión de lo cómico circense y de lo trágico tauromáquico con tanto entusiasmo, y han perfeccionado su quehacer hasta tal punto, que han llegado a formar una nueva categoría del espectáculo: el freestyle bullfighting. En shows particulares que suscitan una gran pasión entre los espectadores, se presentan en el ruedo, uno después del otro, llevando el atuendo y el maquillaje de payaso, y enfrentan, durante setenta segundos cada uno, un toro no montado con el que procuran hacer el máximo número de quiebros, fintas y saltos, un género de suertes que se parece mucho a lo que se observa en las formas regionales de tauromaquia del Sur de Francia y Norte de España (Saumade 2006; Maudet 2010). Además, el freestyle bullfighter está asistido por otro clown, llamado barrel man, que utiliza el mismo barril del payaso de rodeo, escondiéndose por dentro o por detrás para dejarse embestir, desviando la atención del toro para facilitar la huida de su compañero. Además de este importante papel tauromáquico, durante los intermedios del espectáculo, el barrel man se empeña en divertir el público con ademanes burlescos. Se trata de una tauromaquia circense, pero con un sentido competitivo muy serio, pues los bullfighters –cuyo atavío de payaso no implica que pretendan ser cómicos, ni mucho menos– están luchando para llevarse un premio que se otorga según unos criterios tan técnicos como los que imperan en el rodeo. Los toros utilizados en el freestyle bullfighting son toros bravos de raza ibérica que proceden de ganaderías pertenecientes a rancheros mexicanos que viven en los Estados Unidos. En California, los toros bravos también son criados por ganaderos de origen portugués –de la muy taurina Isla Terceira, Azores–, instalados en San Joaquín Valley desde varias generaciones. Éstos últimos son los herederos de las grandes familias de ganaderos lecheros que prosperaron aquí a lo largo del siglo XX. Empezaron a criar ganado de lidia cuando la muy poderosa comunidad 37

Frédéric Saumade

lusocaliforniana obtuvo del parlamento californiano la ley de 1957 que le permite organizar corridas “sin derramar sangre” (bloodless bullfighting) en ocasión de sus fiestas religiosas, Holy Ghost Festas. Así desarrollaron, en el corazón de la primera región mundial de agricultura intensiva, y a partir de un tipo de ganadería lechera de origen anglosajón, una ganadería brava ibérica de prestigio; mientras que, en el mismo período histórico, no dejaba de incrementarse, por los flujos migratorios, la población mexicana. Sin embargo, si el freestyle bullfighting atrae un buen número de espectadores mexicanos –en el rodeo de Salinas, que es el primero de California y el único en este estado que programa este tipo de espectáculo– es notable que no suscite vocaciones entre los migrantes del país vecino. En efecto, en el freestyle bullfighting, no se ven sino actores blancos, gringos, procedentes en su mayoría de Texas y Oklahoma, los dos estados donde la tradición del rodeo es la más fuerte de todos los Estados Unidos, y donde la ideología conservadora y el desprecio a los migrantes mexicanos son particularmente difundidos. Así que la cultura del rodeo americano, en sus mismas bases territoriales y étnicas, se ha hispanizado, transformando unos payasos serios en verdaderos toreros anglosajones. Suprema paradoja, la práctica de un “deporte extremo” como es el freestyle bullfighting parece resultar de un movimiento de defensa identitaria que se está fomentando en el entramado del rodeo de los blancos, aunque en el mismo entramado se manifieste con frecuencia el típico pánico expresado por los anglo-americanos racistas que se quejan de lo que llaman la “invasión fronteriza de los mexicanos”. Con todo, ellos no podrían esconder que sus orígenes culturales, y los del cowboy - emblema nacional de los Estados Unidos-, no son puramente anglosajones sino en buena parte hispano-mexicanos. También podría decirse que, con la exaltación del payaso que caracteriza sus últimas evoluciones, la formalización del rodeo ha seguido una pauta indígena: a 38

Ganadería, tauromaquia y subversión ritual en el rodeo americano

medida que se incrementaba el peligro de muerte en la arena, con el progreso de la selección del bucking bull y de las ganaderías bravas en las zonas fronterizas, se ha reconocido la importancia capital del clown bullfighter como salvavidas, un personaje al que se le respeta por encima de todo porque ocupa el puesto más sacralizado que hay, aquel entre la vida y la muerte; es decir, igual que los indígenas que dan a sus ritual clowns la preeminencia de seres intermedios.

39

EL VENADO Y LA CUERDA: EL ORIGEN DE LA INTERPRETACIÓN MEXICANA DE LA TAUROMAQUIA

Frédéric Saumade Ana G. Valenzuela-Zapata

En el México colonial, a partir de la introducción de la ganadería extensiva y de la integración, en la fauna nativa, de caballos y bueyes proclives a volverse cimarrones, los vaqueros indígenas y mestizos adaptaron las técnicas de manejo de origen español a las inmensidades desérticas de su territorio y al carácter bravío de las bestias. En tal contexto, la ganadería casi regresaba a la naturaleza y a los quehaceres indígenas en la gestión del territorio y de la actividad cinegética. Paralelamente, en las ciudades se daban corridas de toros, en ocasión de las fiestas civiles y religiosas, en las que participaban toreros, ellos también indígenas y mestizos (Rangel 1924). De ahí, se creó un folclor que, más tarde, dio a luz a distintos juegos taurinos-ecuestres populares: la charreada y el jaripeo –formas mexicanas de rodeo–, y a las danzas de toritos, parodias de corridas que se observan incluso en una infinidad de comunidades campesinas de la República. Estos juegos son avatares de la tauromaquia española, sea como representación de tipo carnavalesco (el torito), o sea como eventos serios; pues, en el siglo XIX, los juegos de vaqueros ya amenizaban los intermedios de las corridas que se daban en México y desde entonces comenzaron a hacerse espectáculos propios de ellos. Existieron incluso algunas figuras mestizas, tal como el famoso Ponciano Díaz, que se lucían en la plaza tanto en las suertes charras como en las suertes toreras. Como se entenderá, la penetración del caballo, del toro y de la tauromaquia en las tradiciones populares mexicanas no es el resultado de un mero proceso imperialista de aculturación. Más bien, se trata de una adopción de

Sobre los autores

los animales y del espectáculo emblemáticos de los españoles que revela la imaginación pragmática que conlleva la práctica popular y su capacidad para apropiarse de la empresa mayor de la colonización ibérica (la ganadería extensiva) y del espectáculo tauromáquico que la enaltece. Concretamente, la transformación mexicana de estas actividades, tan marcadas por el imperialismo hispánico, se tradujo en dos grandes invenciones técnicas: la monta del toro y el uso del lazo. La primera era un alarde que significaba, por parte de servidores indígenas a los que la ley colonial negaba el derecho de montar a caballo, la burla del orden caballeresco; en el siglo XX volvió a ser la ”suerte suprema” del rodeo americano (Saumade 2008 y 2011). La segunda era sintomática de la asimilación que se hacía, en el campo mexicano, entre la caza y la ganadería, es decir entre dos dimensiones bien separadas en la mentalidad occidental: lo doméstico y lo salvaje. Aquí, proponemos demostrar que esta orientación propia de la ganadería bovina y de la tauromaquia se basa en la relación que se estableció, en México, entre los hombres, los dos animales domésticos mayores de los españoles (el toro y el caballo), el animal de caza indígena por excelencia (el venado), y uno de los grupos de plantas nativas más valiosas de Aridomérica (los agaves). Este vínculo, que se desprende de las prácticas ganaderas-taurinas mexicanas, y que se manifiesta tanto en los medios indígenas como en los medios mestizos, prueba, como veremos, la vigencia de una configuración cosmológica de origen prehispánico, más allá de la aculturación imperialista, en la que la frontera entre naturaleza y cultura no se marca de la misma manera que en la civilización occidental. Nuestra metodología, de índole estructuralista, considera las prácticas y los esquemas tecno-cognitivos como manifestaciones del espíritu humano, cuya lógica es parecida a las que organizan otras producciones humanas, como son los ritos o los mitos. Así, en el curso del texto, veremos 41

Frédéric Saumade

establecerse

unas

combinaciones

semánticas

entre

elementos

de

observación etnográfica, datos zoológicos, botánicos, históricos y mitológicos. Aunque este tipo de teoría de múltiples niveles podría provocar un cierto vértigo en el lector, hemos procurado que sea lo más riguroso posible. Proponemos un enfoque interdisciplinar antropológico y etnobotánico cuya solidez se debe a varios años de trabajo de campo, tanto en los universos ganaderos y charros como en los medios de productores de agave y de artesanía derivada.

Venado, caballo y toro Los

historiadores

y

antropólogos

del

México

prehispánico

han

proporcionado un dato idiomático de primera importancia que han dejado casi sin analizar. Dicen que, a partir de la guerra de conquista, los indígenas designaron el intruso caballo por el vocablo hispánico-náhuatl cauallo, por el genérico temamani (“portador”), o que, más enigmáticamente, lo llamaron “venado” (maçatl, o mazatl, según las fuentes escritas)12. Por lo visto, la inteligencia mesoamericana no podía satisfacerse con una traducción directa para caracterizar un fenómeno tan notable como la aparición del caballo. Por eso, sobrepasó los niveles de la mera imitación fónica (cauallo) y de la metonimia (temamani) para alcanzar la metáfora, con toda su riqueza semántica. Así se planteaba la equivalencia entre un animal salvaje de caza y el caballo, o sea la figura tutelar de la jerarquía impuesta por los españoles. Más allá de la curiosidad y del aparente malentendido, esa confusión entre mamíferos mayores puede considerarse como una pauta en el modo autóctono de ganadería, desarrollado a partir de

12

Quizás la única excepción a la falta de interés en esclarecer esta paradoja semántica sea la de Lockardt (1999: 390-391). Pero este autor, si bien plantea el problema, no le da solución: “... debemos concluir que estamos tratando con una extensión consciente de la palabra a un animal reconocido desde el principio como radicalmente diferente.” Así, deja el enigma sin esclarecer. 42

Sobre los autores

la época colonial, cuyas técnicas tenían mucho que ver con la cinegética, en particular el uso del lazo que se observaba ya en la caza prehispánica del venado y de otros animales como el coyote, en toda la Mesoamérica y hasta la Alta California, los desiertos y las Grandes Llanuras del Norte (Saumade 2008). Para los conquistadores, parecía extraño que unos indígenas tan evolucionados, urbanizados, como eran los nahuas, llamaran “venado” al caballo. A sus ojos, confundir ciervo y caballo era como asimilar géneros contrarios, o sea, un animal salvaje y huidizo frente al animal doméstico de la élite guerrera; un animal cazado y un animal cazador. Y los mismos indios no podían explicar, sino por la gracia de un misterioso poder, que aquellos invasores fuesen capaces de montar ciervos y de someterlos sin esfuerzo a su voluntad. Los frailes evangelizadores, cronistas y etnógrafos de la vida indígena, bien podrían haber visto en este dato la manifestación de unas mentes perturbadas por la obra del diablo. Sin embargo, mucho después de la conquista, cuando los indígenas estaban ya bastante acostumbrados a los équidos, continuaron con la amalgama de maçatl al referirse al caballo. Así en el Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana de Remi Simeón, publicado en el 1885, el artículo maçatl se traduce por “ciervo, caballo”. Viene, a continuación, una rica declinación que da constancia de una verdadera fusión entre las dos especies animales: “Maçatl: ciervo, animal salvaje; por extensión caballo. “Maçatlatlacauiloliztli: acción de domar los potros. “Maçatzonaztli: trampa para atrapar animales salvajes. “Maçamatlatl o Maçamecatl: artimaña, red para cazar ciervos, animales salvajes. “Maçamani: el que caza el ciervo. “ Maçamamachtiliztli o Maçamamachtia: acción de domar y de amaestrar caballos. “Maçamailpia: maniatar a los animales para que no huyan. “Maçamachtia: domar ciervos (sic), caballos etc. 43

Frédéric Saumade “Maçamachiotia: marcar a hierro el ganado. “Maçayauh: conducirse alocadamente, andar como un animal. Maçaciui: soñar, delirar, desatinar, volverse ciervo. “Maçacoatl: especie de gusano con cuernos; gran culebra inofensiva.”

Hay que subrayar, más allá de la asimilación del ciervo y del caballo, que, a partir de la raíz maçatl, se forman palabras que evocan tanto la domesticación como la trampa cinegética. Veremos luego de qué manera los mexicanos –indios y mestizos– concretaron la vinculación ideal de las especies europeas y mesoamericanas combinando sendas técnicas de domesticación y de predación por el medio del arte de capturar con cuerdas. Mas regresemos a la historia. Ya al final del siglo XVI, la proliferación del caballo y del toro significaba su integración en la fauna mexicana salvaje. Los ejemplares cimarrones evocaban aún más el cérvido cuando éste, precisamente, casi había desaparecido del altiplano central mexicano a causa de los excesos cinegéticos tanto de los indígenas como de los españoles. Así, en un libro de caballos del siglo XVIII, Juan Suárez de Peralta escribe lo siguiente: En la Nueva España hoy hay grandísimo número de caballos (y) yeguas; tantas, que se andan silvestres en el campo sin dueño, que llaman cimarronas, que debe haber caballos y yeguas que se mueren de viejos sin ver hombre; y si acaso le ven, luego huyen al monte con las colas levantadas y crin, que parecen venados... Ninguno de los regalados en caballeriza les hace ventaja en talla ni hermosura y lindo pelo, y algunos traen las crines hasta más bajo de la rodilla más de un palmo, los copetes que les pasan de la boca y hocico, que, como nunca fueron cortados, es cosa muy de ver... (Serrera 1977: 174-175).

Empero, esta naturalización del caballo por el venado no podía pasar por alto (como se diría en la jerga taurina) al bovino. En el marco extensivo de 44

Sobre los autores

la ganadería española y de los innumerables conflictos que oponían sus dueños a las comunidades indígenas, entre las cuales se deploraban los daños sufridos por los cultivos tradicionales, la presencia del buey se volvía cada vez más avasalladora. Como el caballo, este animal extranjero llamaba poderosamente la atención de los nativos quienes lo asociaron a su vez al venado. Es cierto que este último era también una plaga para los cultivos; además, con sus astas y sus pezuñas hendidas, se parecía tanto a un buey como a un équido, lo que no dejaron de observar los otomíes: su palabra p'ani significando tanto ciervo como caballo o toro (Soustelle 1993: 256257)13. El ciervo es el animal bueno para pensar (parafraseando a Leví-Strauss), ya que nos permite reflexionar y comprender sobre la complementariedad de los dos mamíferos “imperialistas” introducidos por los españoles, el toro y el caballo. Sus propiedades y naturaleza ambigua lo colocan en un plano intermedio: cornudo, se parece al toro pero cuando pierde sus astas, cada año después de la temporada del celo, lo cambia todo: entonces se parece al caballo del cual tiene la ligereza y la rapidez. En cuanto a su comportamiento, sin embargo, su carácter indomable lo emparienta con el toro. Éste último es un animal domesticado, pero su comportamiento agresivo está latente y dirigido tanto hacia el hombre como hacia el caballo, y puede, en todo momento, regresar a su estado salvaje. De ello, los españoles hicieron una demostración espectacular con las corridas, lo que provocó una reacción en la cultura indígena-mestiza y, a largo plazo, la creación de juegos taurino-ecuestres genuinos, la charreada, el jaripeo y las danzas de toritos. Al principio de estos juegos, iniciados en las haciendas coloniales, los peones y vaqueros experimentaron con la monta del toro. 13

En la Huasteca, phani significa también “mula” (Galinier 1997 : 239). En el léxico contemporáneo de San Juan Ixtenco (Tlaxcala), subrayamos la siguiente declinación: dephani (“potro”), phani (“caballo”), mephni (“caballo macho”), nzûphni (“jument”), dâmphîni (“taureau”), hocphani (“cerf”) (Cajero 1998). 45

Frédéric Saumade

Esta versión irrisoria de la equitación hispánica es, también, una manera de revelar las afinidades escondidas entre toro y ciervo, ambos inmontables, al contrario del caballo (Saumade 2008). Este sistema semántico de tres términos (venado-caballo-buey) es perfectamente coherente desde el punto de vista del “pensamiento salvaje”, tal como lo concibe Leví-Strauss. Pero se aparta nítidamente de la representación europea del animal, en la que cabe tanto la corrida –a pesar de la polémica que este espectáculo fomenta hasta nuestros días– como la crianza de los animales útiles en general. En el mundo occidental, en efecto, desde el neolítico, el caballo y el buey forman una pareja que se opone al venado como la cultura se opone a la naturaleza. En España, el ciervo es un animal de montería por excelencia pues se le aplica el genérico “venado”. En el pensamiento europeo, el venado, el animal de caza, se considera un ser salvaje por esencia; no podría ser objeto de domesticación porque así perdería sus propiedades. Hoy en día, se conoce la profunda hostilidad de los cazadores puristas con respecto a los demás, llamados despectivamente ”carniceros”, que pretenden satisfacerse matando venados de crianza previamente sueltos en la naturaleza (Hell 1985). En ese sentido, el ciervo, “rey de la caza grande”, es el baluarte de lo salvaje auténtico. Su instinto huidizo hace de él un ser indomable. En el eje naturaleza-cultura, se sitúa al extremo opuesto del caballo y hasta del buey, cuyo avatar tauromáquico, el toro bravo, no es sino un artificio de la razón moderna como para afirmar los valores de la sociedad proyectados en un animal seudo salvaje, una bestia de espectáculo 14.

14

Para un análisis antropológico de la tauromaquia, véase Saumade (1994 y 2006). Analizamos la relatividad del “salvaje” enarbolado por la ideología tauromáquica, que es en realidad producto por un sistema muy sofisticado de crianza, de técnica y estética del espectáculo, en que se puede leer, en filigrana, la exaltación de los valores sociales.

46

Sobre los autores

Los cuernos, agentes del poder de transformación entre venado, toro y caballo Para los indígenas también, el ciervo es una pieza de caza por excelencia. Antes de la conquista, el maçatl (Odocoileus virginianus o “cola blanca”) era la presa más buscada y más prestigiada (Duverger 1983: 176). Pero esto no implicaba que el estatuto del animal fuera idéntico al que se le reconocía en España. Examinemos, en primer lugar, las propiedades zoológicas del ciervo

mesoamericano.

Luego,

consideraremos

los

tratamientos

tecnológicos e imaginarios de los que fue objeto antes y después de la invasión hispánica. Entre los tres tipos de ciervos mesoamericanos, el virginianus es el único que se encuentra tanto en las tierras calientes como en las tierras frías (Herrejón 1963: 67). Los otros dos tipos, como el grande Odocoileus hemionus y el pequeño Mazama sartorii, se encuentran, el primero en el noroeste, entre Baja California y Texas, el segundo en el suroeste, desde la costa veracruzana hasta la península de Yucatán. Hay que anotar que este último es una presa muy difícil de conseguir; sus astas no se ramifican y parece que no se caen todos los años (Herrejón óp. cit. p. 70; Harrison Matthews 1972: 647). Se trata, pues, de un caso demasiado particular, que apartaremos de nuestras preocupaciones. Por lo demás, recordemos que, en el noroeste, región donde el ciervo (Odocoileus hemionus) es una especie emblemática, cohabita con el “cola blanca”. Se trata pues, de venados grandes cuyo período de celo empieza con la temporada seca, justo al inicio del crecimiento de sus astas y termina entre el fin del invierno (en el noroeste) y mediados de marzo (en tierra fría), cuando tiran las astas. En todos los casos, el período de crecimiento de las astas coincide con la temporada de lluvias (Herrejón op. cit.: 69; Alcérreca y Mata 2005: 2). Los nacimientos ocurren en pleno verano, cuando abundan las lluvias y las astas de los machos crecen de nuevo.

47

Frédéric Saumade

Los rituales y el conocimiento de las etnias mexicanas con respecto al venado, sus ciclos y apropiación cultural eran distintos. Las tradiciones de la costa pacífica y de la Sierra Madre occidental siempre reconocieron la eminencia absoluta del ciervo, cuya imagen asocian con el peyote. En el altiplano central, en tiempos prehispánicos, los grupos que vivían en contacto con el animal, los otomíes en particular, eran despreciados por los nahuas. Estos consideraban a aquellos como seres inferiores, próximos a la naturaleza y a los aztecas anteriores a la gran migración, que los llevó desde el noroeste hasta el valle de México. Ambos, descendientes de los chichimecas que no sabían cultivar la tierra, vivían en grutas y vestían pieles de venados, cuya carne cruda comían (Castellón Huerta 1997: 172). Lejos de designar una verdadera etnia, el término “chichimeca”, procedente de la mitología azteca, era aplicado a las tribus de cazadores que vivían en el norte de México. Abarcaba numerosas poblaciones de habla náhuatl pero también diferentes grupos de oto-pames, así como huicholes, coras, tepehuanes, tarahumaras, mayos y yaquíes, entre otros pueblos del noroeste. Cabeza de Vaca llamaba a los chichimecas “gentes de vaca” (“por gentes de venados”), lo que confirma que a partir del período colonial, este animal es tanto “bovino” como “equino” (Duverger 1983: 180). En cuanto a los otomíes, aunque fueran también expertos

en

los

artes

textiles,

los

nahuas

les

consideraban

como cazadores por esencia, pues el genérico “otomí” quiere decir en lengua náhuatl “cazador”. Pertenecientes a la familia otopame, los mazahuas fueron así nombrados por los presuntuosos nahuas como procedentes, desde luego, del mazatl (venado). Sigamos entonces con la relación semántica que la presencia de los cuernos permitió establecer entre tres animales: ciervo, toro y caballo. Para ello, analizamos una categoría del léxico que designa a las bestias con cuernos, quaquae o quaquahue, y que se aplica en primer lugar al toro, aunque la 48

Sobre los autores

palabra sea de origen prehispánico. Sorprendentemente, este término se habría aplicado a un tipo antiguo de bovino mesoamericano, el quaco (Feldman y Majewski 1976). La raíz quaquae formará parte del bricolaje lexicológico de la época colonial; por ejemplo, en la Tlaxcala del siglo XVII, el náhuatl quaquahuemahuilti es la traducción de “corrida de toros” (Zapata y Mendoza 1995: 507). Más allá de esta curiosidad, la palabra indígena determinará más adelante la formación de un mexicanismo charro, “cuaco”, empleado para designar no al toro sino... al caballo bien educado. Sigamos ahora con el folklore mestizo charro. “Cuaco” tiene también otro significado, revelado por el Diccionario y refranero charro, que es el siguiente: Ramal de la cornamenta del venado, cortado poco más arriba del lugar en que se bifurca. Al golpear y frotar fuertemente un cuaco contra el otro, con ligeras intermitencias, se produce un ruido idéntico al que se escucha durante la pelea de dos venados. En el Norte, durante la época de la brama de los cérvidos, este es un procedimiento muy usual entre cazadores para atraer a los venados, el ruido supone una pelea entre congéneres y facilita congregarlos y dispararles. Los expertos en el empleo de este sistema procuran que los cuacos provengan precisamente del mismo año en que se emplean y de cuernos del mismo lado, pues de otra manera no producen resultado alguno, lo mismo que si el procedimiento se usa en otra época que no sea precisamente la de la brama” (Islas Escarcega y García-Bravo y Olivera 1969: 34).

Esta vez “cuaco” se relaciona con el venado, su cornamenta y su ciclo reproductivo. La artimaña consiste, como se menciona arriba, en imitar el ruido de las astas durante la pelea entre machos en celo, un momento del año en que, al usar sus cornamentas agresivamente, los ciervos se parecen más a los toros que a los caballos. Sin embargo, el ciervo pierde sus cuernos una vez al año: periódicamente, vuelve a ser como un caballo, con la cabeza desnuda. Por consiguiente, se define a la vez como un animal con 49

Frédéric Saumade

y sin cuernos. En los manuscritos pictográficos nahuas, no es raro que se le represente sin cornamenta, lo que indica que en este estado también fascinaba a los indígenas (Seler, s. f.: 63). Si se considera la naturaleza dualista del pensamiento mesoamericano, no será de extrañar que el carácter doble del venado atrajera la atención. En este sentido, el cérvido encarna, mejor que cualquier otro animal, un concepto dual del cosmos. El estado alternativo del macho (cornudo una parte del año, sin cuernos la otra parte) es una condición homóloga a la alternancia binaria del ciclo temporal mesoamericano (temporada seca/temporada de aguas), un sistema natural que constituye uno de los modelos fundamentales del pensamiento dualista. La correlación entre ciervo y dualismo nos parece aún más pertinente cuando se cruza el eje binario del sexo: el venado macho tiene cuernos (que pierde una vez al año); la hembra, no. Así pues, cuando el macho pierde su cornamenta, parece transformarse en hembra. Es muy probable que esta capacidad transformativa haya impresionado la mente indígena proclive a imaginar, en la existencia de los seres humanos y naturales, una red de transformaciones virtuales. En el nahualismo, un mago humano se metamorfosea en animal (López Austin 1996: 416 y ss.). En toda la mitología mesoamericana, abundan las figuras híbridas y proteiformas que mezclan rasgos humanos y animales (Quetzalcóatl, para tomar el ejemplo más conocido, se encuentra en varios aspectos: hombre heroico, serpiente emplumada etc.). En tal contexto intelectual, se podrían entender los motivos por los cuales un animal como el venado, que la naturaleza transforma anualmente, tuvo y sigue teniendo una importancia primaria en las representaciones rituales y estéticas de Mesoamérica. Además, su dualidad de “cornudo/no cornudo” lo predisponía ya a resolver el enigma de la pareja inédita caballo/toro. Por lo tanto, se perfilaba como el eslabón intermediario entre los dos mamíferos llevados por los españoles. 50

Sobre los autores

La sagrada ambigüedad del venado Las tradiciones de los pueblos mesoamericanos evidencian la correlación toro-caballo-venado que hemos establecido analíticamente. Entre los grupos de la costa del Pacífico y de la Sierra Madre Occidental –coras, huicholes, tepehuanos, mexicaneros, mayos, yaquíes, p'urépechas o tarahumaras– se reconoce la imagen del venado con un prestigio especial. Según Carl Lumholtz, entre los huicholes de fines del siglo XIX, durante la caza del venado, la actividad más valorada por los indígenas, coincide con la temporada del sacrificio del bovino (Lumholtz 1986: 32). El sacrificio principal era el del venado (capturado con una trampa de cuerda); sin embargo, cuando la operación de captura fallaba, se reemplazaba el venado por un buey. Por lo tanto, el bovino sacrificado también podría garantizar la abundancia de lluvia y podría ser tan importante como el venado. Todo esto sucedía ya durante las investigaciones de Lumholtz. Por eso, la técnica del sacrificio era la misma para ambos animales; cuando se acababa de matar, el ejemplar, fuera ciervo o toro, era descornado o descabezado para entonces decorarse el testuz con flores (Lumholtz, ibíd.). Entre los huicholes de nuestros días, la correlación entre venado y toro sigue siendo realzada con mucha fuerza por los ritos cinegéticos y sacrificiales de la Semana santa, en los que los dos animales forman una pareja semántica que representa los dos polos antagónicos de la cosmografía: seco y húmedo, masculino y femenino, este (desierto) y oeste (océano), interior-indígena y exterior-mestizo. Casi toda la intensa actividad ritual de este grupo étnico de México, que suele ser considerado como uno de los que más han preservado sus tradiciones, depende de la articulación entre caza del venado y el sacrificio del toro (Saumade 2009). En el noroeste mexicano, la importancia ritual del ciervo y de sus “aliados” hispánicos es tal que se podría hablarse de un verdadero patrón cultural, 51

Frédéric Saumade

que se reflejaría en la paradoja semántica náhuatl donde se asimila el animal de caza al caballo. La antigua mitología náhuatl y la etnografía de los ritos festivos evidencian la apropiación que se hace del ciervo como el animal mediador de los universos prehispánicos e hispánicos, lo que explicaría su ambigüedad. En el calendario azteca, el signo mazatl indica la cobardía, la incivilidad y la debilidad moral (Olivier 1997: 8). Según Durán, los que nacían en el signo de mazatl que quiere decir venado eran hombres de monte inclinados á cosas de monte y de caza leñadores huidores andadores enemigos de su natural amigos de ir á tierras estrañas y habitar en ellas desaficionados de sus padres y madres con facilidad los dejaban” (Durán 1951: 261).

La mitología náhuatl subraya el carácter huidizo del ciervo, cazado por Venus o sea, indirectamente, por el sol que aparece en el cielo justo después de la estrella matutina (Seler op. cit.: 63). A este papel celeste corresponde una naturaleza femenina, ilustrada por el mito del venado de dos cabezas, “cazado y herido por el dios estelar Mixcóatl y después de que fue convertido en mujer, fue obligado a cohabitar con aquél. Hijo de los dos es el héroe cultural Ce-ácatl Quetzalcoúatl”. Otra versión del mito precisa que el padre de Ce-ácatl, Camaxtle, conocido también como Mixcóatl, triunfaba en la guerra gracias a un animal de fuego que portaba para alimentar el sol (Graulich 1987). Madre del héroe cultural, mujer del primer teomama (portador de dios), el ciervo es también el portador del sol (ibíd.: 334). Por eso parecía el animal idóneo para servir de montura a Cortés y a su ejército de improbables dioses blancos venidos de donde se levanta el sol, o de soles mismos, como, por ejemplo, el capitán Pedro de Alvarado -responsable de la tristemente famosa masacre de un grupo de sacerdotes y fieles desarmados en el templo mayor de México

52

Sobre los autores

Tenochtitlán-, que los mexicanos llamaban “Sol” (Tonatiuh) por su pelirroja cabeza y su carácter sanguinario. A la vez, guerrero solar y mujer cobarde, montura de los divinos españoles y animal tutelar de los grupos étnicos más despreciados, el ciervo es objeto de una veneración especial cuando se le captura con el lazo. Los huicholes, que consideran a este animal como solar y masculino, dicen que las trampas de cuerda son el “rostro” del ciervo, o bien el mismo “dios venado” (Lumholtz op. cit.: 136-137). Hoy en día, aunque se haya generalizado el uso del rifle de calibre 22 en la sierra, a veces, los cazadores vuelven a utilizar las antiguas trampas para capturar a estos animales, como si se tratara de un deporte. Estas mismas trampas se encuentran también en modelo reducido, atadas en las flechas votivas que se dedican a las divinidades durante los sacrificios de bovinos. Destinado a recibir la cabeza del venado, el lazo es, lógicamente, un signo vaginal, tal como lo revela la invocación de un cazador náhuatl recogida por Ruiz de Alarcón a principio del siglo XVII en el actual estado de Guerrero: Y tu mi hermana culebra (a las cuerdas)... la que trabajas como mujer (porque obra estando queda)... aquí con cuidado atenderás a la entrada y portado y camino real del que ya viene y ha de entrar por aquí, el espiritado de las siete rosas (por el venado), habitador de la tierra de los dioses. Aquí ha de ponerse y vestirse su vestidura rozagante y su collar de rosas el espiritado vividor de los montes. Hola hermana, culebra hembra (por el lazo, a las cuerdas), que trabajas como mujer etc. (Ruiz de Alarcón 1892: 162-167)

La asociación del ciervo “fálico” con las flores se observa hoy en día en los ritos de la “pascola”, la danza del venado de los mayos y de los yaquíes del extremo noroeste mexicano: los cuernos de ciervo que lleva el danzante en la cabeza están adornados con flores. Desde luego, este rito tiene algo que 53

Frédéric Saumade

ver con la danza de toritos que se encuentra, en una forma u otra, por todo el territorio mexicano (Saumade 2008). Para limitarnos a la región del noroeste, entre los huicholes –un grupo cuya economía e intensa vida ceremonial depende de su actividad ganadera (Saumade 2009)-, las danzas de carnaval –en particular, una fiesta llamada “la pachita”, que abre el ciclo pascual y las grandes cacerías primaverales del venado– están lideradas por una pareja ritual formada por la “vaquera” (un hombre vestido de mujer) y el “torete” (otro hombre, que sostiene en las manos una cabeza de toro). La vaquera rodea a todos los participantes en la danza con una cuerda y los dirige al compás de la música. Regularmente, las personas encargadas de organizar la fiesta cuelgan ofrendas de botellas de cerveza de maíz (nawa) y collares de bolas de amaranto en los cuernos del torete, que están así adornadas como las de una víctima sacrificial. Y al final de la fiesta, la vaquera desata toda la comitiva y da la señal de apertura de una delirante corrida simulada. Más al norte, en la Semana Santa de los mayos, el simulacro de corrida está asociado con la danza del venado: el día del viernes santo, un torito embiste al caballo de Judas y a la mañana siguiente, los danzantes ciervos bailan y expulsan a los “judíos”. 15 Toro y venado forman una pareja sagrada en las prácticas de la ganadería, de la caza y del sacrificio así como en las interpretaciones festivas de los ritos religiosos y en los juegos emblemáticos de los españoles: la Semana Santa y la corrida de toros. Ahora bien, dos elementos materiales, uno natural y el otro cultural, son los mediadores de este acoplamiento simbólico: los cuernos y el lazo de cuerda. Este último es el producto de una artesanía tradicional de Mesoamérica que estriba en la explotación de agaves, las plantas providenciales de las zonas semidesérticas y además abundantes en la Sierra Madre occidental y el eje neo-volcánico.

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Comunicación personal de Patricia Medina Melgarejo.

Sobre los autores

La cuerda de ixtle Desde la época prehispánica, una gran diversidad de agaváceas mexicanas se utilizan para la producción de cuerdas de ixtle o mecates. Algunas de estas especies son llamadas “lechuguillas”, que es otro nombre genérico ampliamente utilizado en México. A partir de los años 1960, la sustitución de fibras naturales por sintéticas, para la confección de las cuerdas, afectó mundialmente su precio, que se recupera lentamente. Las artesanías tradicionales también permiten mantener el comercio de fibras naturales de agaves. Una de estas artesanias es el lazo de lechuguilla (o reatas) que los caballistas charros están obligados a utilizar en sus competiciones (Saumade 2008). Originalmente, los charros eran, como sabemos, los vaqueros, mestizos e indígenas, de las grandes estancias coloniales, que trabajaban a campo abierto y que, en las fiestas, jugaban con el ganado. Hoy en día, en las sociedades rancheras del altiplano y del oeste mexicano, existe todavía este tipo de charro de la tierra. Sin embargo, la charrería (llamada oficialmente “deporte nacional” de México) y su medio son dominados sociológicamente por una élite mestiza-criolla que poco tiene que ver con el mundo indígena y campesino. Sin embargo, aquellos señoritos, miembros de asociaciones ciudadanas y de grandes familias terratenientes, manifiestan un fuerte apego por la cuerda tradicional mesoamericana (a la cual le han dado un uso especial en un espectáculo diferente). Considérese, además, que, por el contrario, sus homólogos norteamericanos, los cowboys del rodeo, ya no utilizan sino lazos de fibras sintéticas y de algodón, que son bastante más flexibles y resistentes. Estas características los hacen más cómodos en el empeño de lazar, mientras que las propiedades de la reata de ixtle, más rígida y quebradiza, favorecen los modales estéticos de las exhibiciones coregráficas del floreo, típicas de la charreada”, cuando se trata de derribar una yegua lanzada al galope. 55

Frédéric Saumade

Veremos más adelante que esta última peculiaridad se explica por la fuerza simbólica de la cuerda de lechuguilla, por las características únicas de maniobra que confieren estas fibras naturales y de las representaciones amerindias que se le asocian hasta hoy en el México contemporáneo. Pero antes de llegar ahí, es preciso ampliar nuestro conocimiento botánico y tecnológico de las fibras de agaves y de las cuerdas charras. Se ha registrado (Colunga-García Marín et al. 2007) con el nombre de “lechuguilla” 21 especies de agaves diferentes en México, a saber:

A.

angustiarum, A. angustifolia, A. atrovirens, A. aurea, A. bovicornuta, A. cantala, A. fortiflora, A. funkiana, A. gigantesis, A. kerchovei, A. lechuguilla, A. lophanta, A. maximiliana, A. maximiliana var. katherinae, A. palmeri, A. peacockii, A. scabra, A. schotii, A. shrevei, A. sobria, A. zebra. Algunas son cultivadas, pero la mayoría son silvestres y pueden ser usadas no solamente para fabricar objetos textiles sino también para producir bebidas tradicionales: el aguamiel (jugo fresco), el pulque (jugo fermentado) y los mezcales (destilados de agave, el más famoso de los cuales es el mezcal de tequila). Dos de las especies cultivadas para la producción de destilados son el Agave tequilana o agave azul para el tequila y el

A. angustifolia var. espadín para el mezcal de Oaxaca

(Valenzuela y Nabhan 2003), de las cuales es imposible obtener ni aguamiel ni pulque. En resumen, el término “lechuguilla” se usa para nombrar una gran diversidad de agaves en México. De las doscientas especies de lechuguilla en América, ciento cincuenta (es decir, el 75%) se encuentran en México. De ellas, el 69% son endémicas (García-Mendoza 2004), siendo México su centro de origen y distribución. En la actualidad, hay dos especies de agaves para la industria de las fibras duras en México, A. lechuguilla, planta de recolección, y A. fourcroydes o henequén, cultivado principalmente en Yucatán. Con el nombre de ixtle, se denominan las fibras en general, sean o no de agaves, motivo por el cual 56

Sobre los autores

también existen confusiones sobre las materias primas en determinados objetos (como, por ejemplo, la “ixtle de lechuguilla” de la soga o reata de charrería, como más adelante explicaremos). De hecho, las cuerdas de ixtle o mecates proceden no solamente de una planta, como el maguey pulquero (Agave salmiana y A. mapisaga) sino también de otras especies como A. lechuguilla, Yucca carnerosana, Y. filifera y Aechmea magdalenae una planta de la familia de las bromeliaceas (García-Moya y Ayala-Sosa 2007). La producción de ixtle en México no solamente se debe a las cuerdas, sino también a un sinnúmero de utensilios de carga (mecapales) de textiles, recipientes, calzado, costalería y bolsas. Las fibras comerciales, como el sisal y el henequén (generalmente conocidas ambas como sisal en el comercio internacional), no sirven para las reatas de charrería. Éstas solo pueden ser de “ixtle de lechuguilla” a partir de un proceso artesanal y bajo encargo, con las medidas de “brazadas” del comprador.

Para ello, se

requiere

rurales

del

conocimiento

tradicional

de

artesanos

que

complementan sus ingresos con esta actividad y que usan plantas de un ciclo largo, que como mínimo deben haber cumplido cinco años. En suma, el agotamiento de plantas silvestres o la escasa plantación de las cultivadas podrían disminuir la provisión de fibras de ixtle para las sogas de charrería, como ocurrió con las materias primas del tequila y de los mezcales en el pasado. La cosecha de las hojas de los agaves para las reatas de charro es manual, con movimientos de torsión que ayudan el desprendimiento desde la base carnosa y jugosa. En cambio, para los agaves cultivados se usan cortes con navajas. Posteriormente, el objetivo es decorticar la hoja para obtener las fibras. Las hojas son espinosas en los márgenes (dientes) y en el ápice (espina terminal), la armadura en general se elimina con un cuchillo, antes del tallado. Para ello existen en México métodos de raspado en seco y en húmedo, es decir remojando las hojas. En el caso del ixtle para las reatas de 57

Frédéric Saumade

charrería, el método es en seco, lo cual requiere de un duro trabajo físico, que ocasiona dolores de espalda e irritaciones o dermatitis. En otras partes de México, como en Oaxaca, las pencas se hacen pasar por calentamiento y tatemado para facilitar su raspado y disminuir los rafidios. 16 La menor cantidad de rafidios de oxalato ha sido considerada como una característica de la domesticación de agaves fibreros, así como los dientes y las espinas pequeñas y regulares (Valenzuela 2011). En cambio, los agaves silvestres – como el que se usa en Jalisco para las reatas o Agave inaequidens– se denominan “maguey bravo” o “bruto”, un adjetivo que los califica como “cimarrón” o silvestre porque conservan altos contenidos de “guishe” y una armadura grande y filosa (Valenzuela et al. 2011). En general, se tallan las pencas de agaves sobre tablas de madera. Esta penosa labor se realiza con ayuda de navajas horizontales provistas de mangos de madera. Secar y eliminar pequeños residuos es el siguiente paso, llevado a cabo antes de la formación del hilo. El hilado puede ser hecho a mano o utilizando aperos de madera. El primer procedimiento requiere de una pareja de trabajadores con, por lo menos, tres años de práctica. Solo así se puede lograr un hilado uniforme del mismo grosor. El segundo procedimiento usa unos aperos rústicos que permiten a una sola persona hilar, torcer y realizar el primer hilo. Los aperos son comúnmente utilizados por mujeres. Las sogas o reatas se preparan a partir de hilos que se unen, se tuercen y se pulen tendidos al sol en estructuras de palos y varas, siempre tensos. La soga es teñida con una combinación especial de colores, que distingue a cada productor. El trabajo de pulido se hace con una porción del mismo ixtle. La torsión de la soga y el tendido al sol, dura treinta días en la época seca del año y es una tarea exclusiva de hombres. El artesano entrega el producto final al especialista en ajustar la reata –un charro experto–, la “amansa” y 16

Los cristales de oxalato de sodio en los jugos de las hojas, también llamados “guishe”, son los que provocan la dermatitis a los ixtleros. 58

Sobre los autores

confeccione el “nudo o escobetilla”, además de una carnaza o hembrilla de protección. Primero, varios hombres, dirigidos por el “amansador”, jalan con fuerza de los dos extremos de la reata para homogeneizar las torsiones. Luego, la expone al sol, amarrada en plantas resinosas como, por ejemplo, los árboles de pirul (Schinus mollis o árbol del Perú) o las acacias (Acacia farnesiana). De esta manera, la reata está lista para tomar la forma deseada por el comprador, de acuerdo a su ergonomía. Después de usar las reatas en las suertes o faenas (pruebas de charrería con puntuación), se las guardan adecuadamente en termos, para conservar su forma y evitar la humedad relativa. Lo ideal es que duren más de un año. No todas las características de las reatas de ixtle son similares a las de las soguillas de cuero, menos aún en las de las sogas de algodón recubiertas con cera (pabilo). Las de pabilo, se recomienda guardarlas en lugares muy húmedos, pues las de ixtle, por su higroscopia, toman la humedad con facilidad, y se endurecen perdiendo elasticidad y forma.

De la cuerda a la reata de charrería La generalización del uso de las reatas en las inmensidades desérticas de México (en lugar de la garrocha andaluza, más pesada para el vaquero que pasa su tiempo recorriendo el altiplano y los montes, tratando de capturar toros y caballos cimarrones), produjo la transformación de la silla de montar mexicana. Apareció la protuberancia al frente del fuste, que sirve de apoyo para enrollar el extremo del lazo y aminorar la velocidad de los animales. Antes, sin este aditamento, se enrollaba la soga en la cola de los caballos. Con esta novedad técnica, que determinaba el modelo de la silla americana, los vaqueros tuvieron que adaptar sus cuerdas. Más aún cuando se desarrolló el concepto espectacular de la charreada y sus ejercicios estéticos y superfluos, tales como el floreo (que es un manejo coreográfico del lazo, previo a la ejecución de una suerte). Como sugerimos arriba, no es 59

Frédéric Saumade

raro que las reatas se quiebren bajo el impacto de la tracción sobre una yegua lanzada al galope. Por esta razón, hoy en día, las cuerdas charras ya no están hechas de treintaiseis hilos, sino solamente de seis, unidos a un corazón o núcleo (Miranda 1993). Es decir, se han tornado más delgadas pero más resistentes. Esto se corresponde con el refrán: “la mejor reata es la que no se revienta”, un dicho significativo de la preocupación de los charros con respecto al principal defecto de su instrumento emblemático. Así que se busca que la actual reata de charrería, aunque menos gruesa y menos tensa, aguante más el estiramiento. La disminución de su grosor favorece su deslizamiento en el fuste cuando se intenta detener la velocidad de los animales atrapados por las patas. Esta acción recibe el nombre de “chorrear la reata”. El uso de la reata es exclusivamente masculino, como todas las suertes charras. En este universo, el único papel femenino se limita a los bailes ecuestres de escaramuzas, que son un espectáculo distinto de la charreada propiamente dicha, protagonizados por muchachas montadas a mujeriegas en una silla sin cabeza, llamada ”albarda”, lo que no permite el uso del lazo 17. Tres faenas incluyen la soga en la charrería: los piales, la terna y las manganas. Estas últimas, a su vez, se dividen en dos: a pie y a caballo. Es en la suerte de piales que el charro ofrece, además de la precisión de su enlazamiento de las patas traseras, la “jumareda” o humareda. Es decir, el humo producido por la fricción de la reata en el fuste de la silla. Este humo es una parte importante del espectáculo. La cabeza del fuste de la silla funciona como una polea. En un primer momento, se enrolla en ella la parte de la soga con que se enlaza. En un 17

En este aspecto, el rodeo norteamericano es bastante más igualitario, pues se ven cowgirls montadas a horcajadas, con la misma silla que la de los hombres, y que utilizan el lazo. El uso de lazos en la caza y en la guerra era desde épocas prehispánicas un asunto más masculino que femenino. Sobre la dominación masculina en la charreada a partir de la imposición de la silla albarda y de la monta a mujeriegas (Ramírez Barreto 2005).

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Sobre los autores

segundo momento, se deja correr el resto de la soga, que, en una fracción de minuto, es detenida con la mano izquierda. Es, pues, una suerte muy rápida, por lo que pocos ejecutan el “floreo” y solamente “remolinean” la reata como preámbulo a la faena. Una de las reglas es no bajar la mirada hacia el fuste, lo cual aumenta la dificultad y exige el uso de una reata sin dobleces. El humo del recorrido de la reata por el fuste tiene aroma a ixtle y madera, se asemeja a una nube de juegos pirotécnicos. ¿Sería atrevido de evocar aquí un simbolismo de eyaculación? Esta intuición se refuerza con el evidente aspecto fálico de la cabeza de la silla, cuyos modelos clásicos son cubiertos además con una piel seca de testículos de toro. Para los charros es una de las faenas más excitantes ya que el aroma de la “jumareda” es una especie de afrodisiaco tanto para el ejecutante como para el público. Por ello, se castiga el uso de recubrimientos textiles en el cuello del fuste como la mezclilla, cuyo olor es desagradable aunque funcionalmente permite una mayor rugosidad y menores riesgos para el ejecutante. Las sogas sufren pruebas de fricción, calentamiento y elasticidad, que logran pasar gracias a la calidad y al tipo de fibras (largas y elásticas) y al trabajo artesanal con un hilado homogéneo, a una torsión bien apretada y a un pulido constante para terminar con un estiramiento uniforme previo al uso. La “terna” es un trabajo en equipo, que, contrariamente a los piales, es especialmente lento y consiste en inmovilizar un bovino en el lienzo con lazadas. Tres charros ejecutan, cada uno a su turno, floreos variados. Las manganas son consideradas, por algunos autores, como una faena que nace en las exhibiciones del espectáculo a finales del siglo XIX y que no tienen nada que ver con los trabajos habituales de la ganadería. Tanto a pie como a caballo, el charro ejecutante hace gala de la precisión de la lazada a las patas delanteras de la “greñuda” (yegua), que corre azuzada por otros miembros del equipo. Si las manganas son a pie, el charro se adorna con 61

Frédéric Saumade

giros, quiebres y saltos en sus lazos floreados. Cuando es a caballo, el ejecutante puede pararse sobre este y ejecutar el floreo con saltos. La tensión de la reata es indispensable para dibujar en el floreo con trazos firmes. Los charros deben ejercitarse desde su más temprana edad en el manejo de la soga, sea en escuelas de charrería o en las labores de campo, pues no es fácil el dominio de sus variantes. Todos los charros deben saber florear la reata, pero no todos los floreadores son charros. En las últimas décadas los ballets folclóricos mexicanos incluyen, en los “bailables jaliscienses”, el personaje del floreador, que realiza el floreo con sogas de algodón o mezcladas con materiales sintéticos y de ixtle. Al ritmo de la música, el “floreador” ejecuta desde los más simples giros y figuras hasta las más complicadas formas, realiza saltos y prácticamente baila y se desplaza con la reata en gran parte del escenario. La cuerda de charrería ahora es parte del repertorio de la danza folklórica mexicana. Más allá de esas derivaciones de fantasía, en los lienzos charros las arabescas del floreo forman unos dibujos que desafían la gravedad y el paso del tiempo, evocando la continuidad de una tradición cuyos defensores quisieran que sea casi inamovible, como si se tratara de resistir a la diversidad espectacular del rodeo americano del poderoso vecino del norte. La ausencia de descripciones sobre las reatas y sus atributos en los estatutos charros (Federación Mexicana de Charrería 2010), así como la poca investigación al respecto, podría sugerirnos que se obvia su presencia y que parecería, no una herramienta o parte del vestuario, sino una prolongación misma del cuerpo del charro ¿Por qué si no este vacío? Se entiende que, en el mundo charro, la destreza con las reatas, signo del poder viril del hombre a caballo mexicano, es la expresión de una identidad propia. Pero lejos de ser un puro legado hispánico, esta focalización en el arte de la cuerda procede de una antigua familiaridad con ella de la que poco se ha hablado en la literatura etnohistórica de México. Con todo, es un 62

Sobre los autores

tema particularmente pertinente, pues expresa, de una manera nítida, toda la ambigüedad del imaginario mesoamericano, antes y después de la Conquista.

Ambigüedad de la cuerda, de los aztecas a los charros Volvamos a los tiempos prehispánicos, cuando la cuerda de ixtle era un objeto sumamente valorado. Artículo económico de primera importancia, la cuerda se consideraba como un signo de poder. Ya a partir del período olmeca, como se muestra en las esculturas, la cuerda indicaba la relación de poder entre el cautivo y su maestro (Duverger 1999: 415). Empero la metáfora sobrepasa la relación simbólica primaria entre atar y dominar; evoca también la reproducción social que supone la continuidad del poder. Entonces, la cuerda simbolizaba la reproducción del cosmos y de la sociedad humana. En un rito azteca que representaba la gesta del héroe cultural Mixcóatl con cuatro guerreros-águilas y guerreros-jaguares y unos prisioneros de guerra, las víctimas estaban ceñidas por una cuerda atada a una muela de piedra en la que, ya vencidas, se inmolaban por cadioectomía y decapitación. Luego, se las desollaba y unos penitentes recorrían las calles durante veinte días vestidos de sus pieles. Atados por cuerdas que se llamaban “cuerdas de nuestra subsistencia o de nuestro maíz”, los sacrificados eran asimilados a elotes. (Graulich 1987: 377)

Se conoce bien el significado cósmico del sacrificio humano (Duverger 1983). En el ejemplo citado, la cuerda se relaciona con la reproducción de las fuerzas cósmicas y con la muerte. El ciclo de la vida y de la muerte es significado por la cuerda, un objeto cuya estructura retorcida, o trenzada, expresa por sí misma la idea de combinación. Más arriba, hemos citado una invocación nahua del siglo XVII (Ruiz de Alarcón 1892) donde el lazo de cuerda se relaciona con el animal que 63

Frédéric Saumade

probablemente

exprese

mejor

la

idea

de

torsión:

la

serpiente.

Reencontramos este rasgo, hoy en día, en una danza del carnaval nahuamestizo del estado de Tlaxcala: la danza de la culebra, cuyos protagonistas, que representan el orden político y económico en los pueblos, son charros paródicos (Saumade 2008). Ahora bien, en la danza de la culebra se usa un chicotle de ixtle. Esta arma, cuando alcanza su meta, se enrolla en el tobillo de los participantes, evocando así a la serpiente. Antiguamente, la relación metafórica entre cuerda y serpiente pudo haber sido establecida por los cazadores indígenas que acostumbraban atrapar a los reptiles echándoles un lazo cuando levantaban la cabeza (Clavijero 1917: 234). Así pues, la cuerda evoca a la serpiente porque se enrolla en un eje cilíndrico. Éste, por metonimia, evoca el pene erecto y la cuerda enrollada, o el lazo, una trampa vaginal, lo que nos recuerda un famoso mitema americano analizado por Leví-Strauss: la “vagina dentada”. No obstante, tal como se desprende de las observaciones técnicas de la sección precedente, la reata parece considerarse un atributo masculino en el imaginario mestizo del charro contemporáneo. El lenguaje lo confirma: las expresiones populares “ser reata”, “echar reata”, “echar un pial” evocan, sin lugar a dudas, la virilidad del lazador y de su arma predilecta, la cuerda de ixtle. Una cuerda de origen prehispánico que es, hoy en día, un verdadero emblema de los charros. Pero las cosas no son tan sencillas, pues la simbología vaginal del lazo permanece. En efecto, al igual que el venado, la cuerda de los charros se transforma, de masculina a femenina cuando, en lugar de echarla a las yeguas, el lazador la florea, haciéndola girar a su alrededor, arriesgándose a cogerse a sí mismo en la trampa. El floreo de reata manifiesta las propiedades de torsión de la cuerda, evocando otra vez la serpiente. El carácter gratuito, puramente estético, del ejercicio, se opone a la ideología común de los charros que se enorgullecen de reproducir, en el juego, las faenas del campo, las tareas utilitarias 64

Sobre los autores

masculinas de las haciendas de antaño. Ese esteticismo del floreo, subrayado por la referencia nominal a la flor, es un contrapunto femenino que introduce una dimensión dualista en el universo masculino de la charreada. Así pues, la charreada, a pesar de ser un deporte poco indígena, se incorpora, en cierta medida, en el pensamiento mesoamericano, reuniendo, en un mismo complejo simbólico, cuerda, serpiente, flor, géneros masculinos y femeninos. Trampa móvil o fija, dinámica o estática, la cuerda es, como el venado, un objeto en el cual se cristaliza la estructura dualista mesoamericana: el análisis de su uso revela la oposición complementaria de los sexos y la necesidad consecuente de la reproducción social. Al fin y al cabo, esta estructura dualista que organiza la complejidad de la perspectiva diacrónica y mestiza que hemos propuesto al lector, es la que caracteriza la explotación del agave y la fabricación de los productos tradicionales de la planta. En la actualidad, las reatas de charrería solamente pueden confeccionarse del ixtle proveniente de Agave inaequidens y de A. salmiana (el primero, de poblaciones silvestres en el Cerro Viejo en Jalisco; y el segundo, bajo cultivo en el Estado de México). La actividad ixtlera y de confección de reatas en Jalisco es exclusiva de hombres que hilan a la mano, mientras que, en el estado de México, las mujeres son las encargadas de la explotación del cultivo, de la extracción de aguamiel y la producción de pulque. Ellas no producen las sogas sino solamente los productos intermedios o básicos como el hilo. Las fibras de agaves silvestres son de mejor calidad que las que provienen de magueyes usados para la extracción de aguamiel, sin embargo, son estas últimas especies cultivadas las que aseguran la producción de las reatas ya que los recursos silvestres se han sobreexplotado (Valenzuela et al. 2011). Se trata, pues, de dos sistemas de producción de ixtle para las sogas de charrería: uno, cultivado con doble propósito (para pulque y fibras), y el otro, 65

Frédéric Saumade

estrictamente de recolección de fibras (en Jalisco), donde solamente se involucra a los hombres (ixtleros-sogueros). La cosecha del aguamiel y el proceso de fermentación del pulque subrayan aún más el carácter dualístico del agave, esta planta de los medios secos que ofrece a los hombres una importante reserva de líquido. Dominique Fournier demostró, de manera muy convincente, que el proceso de cosecha del aguamiel se asemejaba formalmente al sacrificio humano practicado por los aztecas: se trata, en cierta medida, de arrancar el corazón de la planta cuando comienza a florecer para extraer su líquido vital (Fournier 1985). Hay que precisar que, por vía natural, el maguey muere tras haber florecido. El pulque que resulta de la fermentación del aguamiel era precisamente la bebida de las ceremonias sacrificiales aztecas y sigue siendo, hoy en día, privilegiada en las libaciones y ofrendas que acompañan las fiestas de muchas comunidades indígenas y mestizas del altiplano. Jugo en proceso de transformación, de naturaleza inestable, el pulque evoca el principio diacrónico de la existencia, entre la vida y la muerte, de la planta. En oposición con este principio líquido, asociado a las mujeres que cosechan el aguamiel, la fibra y la cuerda, se encuentra el producto de la industria de los hombres, el extracto seco del agave o lo que queda de la planta después de su muerte. Por eso, la cuerda simboliza la continuidad de la vida humana más allá de las vidas individuales. En el Códice de Otlazpan de 1549, aparece “un hombre con una cuerda para representar a los que estaban a cargo de unir a la gente en matrimonio” (Lockardt op. cit.: 495). Hoy en día, en un rito matrimonial náhuatl del estado de Tlaxcala, el padrino de boda se presenta ante los invitados con un metate (muela de piedra para elaborar las tortillas de maíz) atado, con una cuerda, a la espalda. De esta manera, parece garantizar la perennidad de la unión, la continuidad de la producción alimenticia doméstica y la reproducción familiar. Otros ejemplos, más 66

Sobre los autores

cercanos a nuestras preocupaciones, pertenecen al ámbito de la reata charra: desde las innumerables metáforas sexuales y matrimoniales que se aplican al buen lazador hasta el rito de la boda charra tradicional, donde los novios se presentan, ante el sacerdote, atados con una reata especial llamada ”mancuerna”. Ahora bien, en las sociedades rancheras de Jalisco, núcleo de la tradición charra, la mancuerna es una cuerda que se ata entre los pitones de un toro domado para que enseñe al toro bravío a seguir el camino recto en la ”reata”, o sea el de los animales que trabajan al servicio del hombre. Así, puede considerarse hasta qué punto el simbolismo de la mancuerna de boda afirma los valores masculinos de la sociedad mexicana y la necesaria sumisión de la mujer a la voluntad de su esposo. En suma, la reata charra exalta la unión matrimonial legítima y la continuidad de los linajes de la élite, más allá de la muerte de los individuos que los componen (Saumade 2008). No hay que olvidar que, en la jerga de la ganadería brava, una actividad muy relacionada con la charrería en México, “reata” quiere decir “estirpe de ejemplares bien seleccionados”, aludiendo al concepto consanguíneo y racial que procede de la ideología aristocrática hispánica (Saumade 1994). No deja, pues, de sorprender hasta qué punto el pensamiento mesoamericano, a partir de dos objetos simbólicamente privilegiados antes de la conquista, el venado y la cuerda de ixtle, ha sabido apoderarse de las representaciones mayores de los españoles, y del privilegio social asociado con el manejo del caballo y del toro.

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