Frontera e identidad. Consideraciones para un abordaje analítico de la cultura

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Frontera e identidad Consideraciones para un abordaje analítico de la cultura1 Por Gisele Bilañski2

Para las ciencias sociales, fundamentalmente para la antropología, la cultura ha sido y es el objeto de estudio por excelencia, sin embargo, es también uno de los núcleos conceptuales más problemáticos. Las discusiones en torno al propio concepto de cultura no solo no han sido saldadas sino que tampoco hay verdaderas razones para suponer que puedan darse por cerradas en algún momento. Cada autor e investigador que no ocupa aquí enfrenta preguntas como las siguientes: qué es la cultura, de qué hablamos cuando hablamos de cultura, cómo estudiar la cultura o las culturas, de un lugar, de un país, etc. y, sin embargo, la ausencia de respuestas claras y consensuadas no ha sido impedimento para el desarrollo de investigaciones que pretenden versar sobre la cultura o lo cultural. Puede incluso que haya tantas respuestas como actores que se hagan las preguntas. La propuesta es entonces pensar cuáles son los reparos teóricos y los recaudos metodológicos que convendría no perder de vista a la hora de trabajar sobre la cultura, poniendo especial interés en aquellos estudios donde las incertidumbres que señalamos antes parecerían adquirir una dimensión crítica, es decir, en las llamadas zonas límites o de frontera, área de trabajo que cobró mayor importancia a partir del abandono del MAC (Modelo Antropológico Clásico).

Una vez abandonada la idea de que en el mundo hay una sola cultura, la “humana”, como planteaba Tylor, se difundió la tendencia a considerar que en el mundo no hay cultura sino culturas, para evitar explicar las diferencias culturales como niveles de una escala de evolución. Esta nueva tendencia, que más adelante empezó a ser conocida como MAC, tendía a considerar a “las culturas” como grupos homogéneos y cerrados, bien diferenciados de los otros. A estas teorías también se las conoce como “archipiélago cultural”, dado que llevan a pensar en el mundo como dividido en “islas”, donde cada una posee una cultura propia y extendida, común a todos los miembros, que 1

Trabajo final para la materia Cultura y Sociedad (Cátedra: Segura) de la Maestría en Sociología de la Cultura y el Análisis Cultural del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES/UNSAM). Agosto de 2012. Nota: 9 (nueve). 2 Licenciada en Ciencia Política (UNLaM), cursando la Maestría en Sociología de la Cultura y el Análisis Cultural en IDAES/UNSAM. Investigadora en UNSAM y docente en UNLaM.

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es a su vez diferente de la cultura de otras “islas” cuyos individuos comparten también esa cultura común; en términos de Barth, “agregados de individuos, por un lado, que comparten esencialmente una cultura común y, por otro, diferencias conectadas entre sí que distinguen a esta cultura discreta de todas las demás” (1976: 1).

Ampliamente extendidas han sido las críticas a este modo de concebir e interpretar las culturas, una muy interesante es la que ofrecen Gupta y Ferguson (2008). Los autores consideran que el mayor inconveniente que se deriva del modelo clásico es lo que denominan como “isomorfismo” entre espacio, lugar y cultura, es decir, en la creencia ampliamente difundida de que hay espacios geográficos bien delimitados que poseen una cultura propia y circunscripta a dicho espacio y que, además, es compartida por todos los miembros de la comunidad. Así se podría afirmar, por ejemplo, que todos los italianos poseen una misma cultura (la italiana) o que no hay “cultura italiana” fuera de Italia o, peor aún, que existe algo reductible a una “cultura italiana” y que sería todo fenómeno cultural que se manifieste en Italia.

El principal problema que se deriva de esta simplificación es una esencialización de los espacios, es decir, la tendencia a creer que las divisiones espaciales son algo dado por la naturaleza en lugar de una construcción político-cultural que, por ende, tiene una dimensión histórica. Como sostienen Gupta y Ferguson, el problema de estas concepciones “isomórficas” de la cultura es que conciben al territorio como algo neutro o natural, entonces el espacio opera como principio organizativo de las ciencias sociales pero, en simultáneo, escapa al análisis al presentarse como lo no cuestionado (2008: 235).

Es fundamental entonces recordar que la problematización de las delimitaciones espaciales en y sobre las que trabajamos es un reparo metodológico primordial. Esto es, para la mayoría de nosotros, una obviedad. Sin embargo, no está demás el recordatorio dado que su “olvido” es un problema común en las ciencias sociales. Es decir, así como todos tenemos presente que una metodología que se pretenda científica debe problematizar lo dado a fin de evitar caer en esencialismos, al mismo tiempo cae en este tipo de naturalizaciones, en el error de “dar por sentado”. En pocas palabras, muchas veces las ciencias sociales caen en la misma trampa metodológica sobre la que pretenden alertar. Esto es algo que podemos advertir, por ejemplo, en el texto de Gupta 2

y Ferguson cuando sostienen que “por lo menos desde Durkheim, los antropólogos han sabido que la experiencia del espacio es siempre un constructo social. La tarea más urgente pareciera ser, entonces, la de politizar esta irrefutable constatación” (2008: 241); en tanto que “verdad sólidamente establecida” (Ídem) no haría falta recordar siquiera la afirmación de Durkheim y, sin embargo, los autores basan su trabajo en los problemas que su “olvido” apareja para las ciencias sociales.

Otra crítica extendida en las ciencias sociales remite al uso que se hace del concepto de cultura, recordando que el mismo fue adquirido para sustituir al concepto de raza, en tanto que este último agrupaba a los individuos por características innatas mientras que cultura posee la ventaja de poder ser aprendida y cambiada (Abu-Lughod, 1991: 470). Sin embargo, en el desarrollo de las ciencias sociales, muchas veces el concepto de cultura terminó por actuar de un modo similar al de raza, es decir, como una “segunda naturaleza”, naturalizando a los sujetos. Sobre esta otra forma de esencialización es que propone alertarnos Abu-Lughod al problematizar el uso corriente que hace la antropología del término cultura. La autora cuestiona la distinción nosotros/otros que se encuentra en la base de los estudios antropológicos, al trabajar sobre halfies y feministas, en quienes ella ve sujetos que precisamente ponen en duda la posibilidad de trazar un límite claro entre un nosotros y un otros. En estos casos, no está claro dónde y cómo se puede marcar la divisoria que señale la inclusión o exclusión respecto a determinado grupo o cultura. La antropología, que se funda como estudio de la diferencia, muchas veces basa su análisis en el estudio “del otro” y así también construye un determinado “nosotros”, un lugar desde el cual se habla, que conviene problematizar. Este texto nos sirve para no perder de vista que “el sujeto es siempre una construcción, nunca una entidad natural o encontrada, incluso si tiene esa apariencia. Segundo, el proceso de creación del sujeto a través de la oposición con el otro siempre implica la violencia de reprimir o ignorar otras formas de diferencia” (Ibíd.: 468, traducción nuestra)

Entonces podemos afirmar que es tarea fundamental del investigador social problematizar todo aquello que se nos presente como natural, sean espacios o sujetos, pero también al propio investigador, el lugar a partir del cual se mira al otro. Esto no quiere decir, yendo al otro extremo, que sea posible la existencia de un observador 3

objetivo ya que, como afirma Rosaldo, “el analista social es un sujeto ubicado, no una pizarra en blanco” (1991: 190), sin embargo, muchas veces este lugar del investigador se olvida o se oculta. Abu-Lughod propone una estrategia para superar este “problema” de la imposibilidad de objetividad al sugerir que la propia conexión e interconexión entre el antropólogo y una comunidad puede ser el propio objeto de estudio de la investigación, o bien un modo de introducir en las investigaciones el lugar que ocupa ese cientista social. En otras palabras, plantea la utilidad de introducir en el propio trabajo de investigación el lugar del “yo” y del “nosotros” desde el cual se va a mirar al “ellos” (1991: 472).

Ahora bien, las teorías del “archipiélago cultural” y la esencialización de las culturas en que deriva, enfrentan también otros problemas, por ejemplo, a la hora de explicar las diferencias culturales al interior de una misma comunidad, o las dificultades que supone para su premisa de que las comunidades son unidades geográfica y culturalmente discretas y cerradas, la existencia de sujetos que viven en las fronteras y/o las cruzan cotidianamente (Gupta y Ferguson, 2008: 235-236)

Así como Abu-Lughod considera que feministas y halfies fueron dejados a un lado por los antropólogos, precisamente por que ponían en duda el modelo de análisis clásico al dificultar las distinciones claras entre grupos mediante la problematización del límite, Rosaldo (1991) también considera que las zonas fronterizas o en movimiento fueron dejadas de lado en los análisis o, en sus términos, cayeron en un “basurero analítico”. En su trabajo este autor afirma que, en contra del dogma oficial que sostiene que no hay culturas mejores o peores, en la práctica hay jerarquizaciones entre las mismas, basadas en un supuesto límite entre nosotros y los otros, donde “los otros” son los portadores de la cultura y dónde entonces el “nosotros” cae en lo que denomina “invisibilidad cultural”. En pocas palabras, “en tanto el ‘otro’ se hace culturalmente más visible, el ‘yo’ se hace menos” (Ibíd.: 186). Esta idea de la invisibilidad del yo o del nosotros está muy en sintonía con las afirmaciones de Abu-Lughod, en cuanto a que, para ambos autores, lo que se invisibiliza es el lugar desde el que observa el investigador.

Rosaldo también considera que las culturas humanas no son ni homogéneas ni coherentes y sostiene que frecuentemente, en nuestra vida cotidiana, se producen cruces con grupos aislados y zonas fronterizas. Su propuesta es entonces que “esas fronteras 4

no deben considerarse como zonas transicionales de análisis vacío, sino como sitios de producción cultural creativa que requiere investigación” (Ibíd.: 190-191).

La sugerencia metodológica de poner el énfasis en los límites o las fronteras no solo responde a la necesidad de evitar naturalizar los espacios o los sujetos, ni de problematizar el lugar del observador para derribar la falsa idea de la neutralidad. También responde a la propuesta de trabajar sobre cómo esos espacios o sujetos se constituyen. Por ejemplo, Barth considera que muchas de las características que comúnmente se utilizan para delimitar a los grupos étnicos (que compartan valores culturales fundamentales, que integren un campo de comunicación e interacción o que se perpetúen biológicamente) llevan a que el concepto de etnia opere como una especie de “segunda naturaleza”, en el mismo sentido que cuando referíamos al problema de la cultura funcionando como raza. Tanto es así que el autor termina por considerar que el criterio que conviene utilizar para delimitar a esos grupos étnicos es la tendencia de los miembros a auto y la hetero-identificación dentro de una categoría distinguible de otras de la misma índole (1976: 3).

Muchos autores llegaron a afirmar que el requisito para que los grupos mantengan y reproduzcan sus particularidades culturales es el aislamiento respecto de los otros grupos, en la creencia de que la relación entre grupos debilitaría la identificación cultural de los mismos. Barth escribe en contra de esta idea y afirma justamente lo contrario, a saber, que es precisamente la interacción entre grupos diferentes la que permite la reproducción de los mismos. Cada grupo elabora preceptos que habilitan ciertas interacciones y prohíben otras, permitiendo así el encuentro con otros frente a los cuales los miembros del grupo se identifican por la diferencia, pero establece también los límites de esas interrelaciones, evitando así que las diferencias se diluyan. Es así que esos límites se sostienen y perpetúan a la vez que se cruzan, sirviendo asimismo de fundamento a la construcción de sistemas sociales. Es por esto que propone poner el foco de las investigaciones en los límites, porque allí es donde se puede analizar cómo es que estas grupalidades se constituyen. En síntesis, lo que importa para Barth no es analizar el contenido cultural que el grupo encierra sino cuál es el límite que lo define; en otras palabras, cómo a través de la definición de sus límites (por auto y heteroidentificación) los grupos sociales se construyen en tanto grupo y en tanto cultura.

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Grimson argumenta en un sentido similar al de Barth cuando sostiene que la mayor permeabilidad de las fronteras o límites, a raíz de diversos intercambios (comerciales, culturales, políticos, migratorios, etc.), no debilitan la identificación de los grupos sino que, al contrario, parecerían reforzarla (2011: 119). Cabe aclarar que este autor, y aquí se distancia de Barth, se propone distinguir cultura de identidad, donde la primera sería más fluctuante y/o cambiante que la segunda dado que, para ejemplificar, pueden compartir una misma cultura sujetos con diversas identidades. Grimson considera que las que se reproducen y refuerzan no son las culturas sino las identificaciones, por eso esto ocurre incluso cuando las prácticas culturales cruzan las fronteras. Para él, entonces, lo que dividen las fronteras no son realmente culturas, porque esto presupondría que a ambos lados de la misma hubiera cosmovisiones, ritos, etc. cerrados, coherentes y homogéneos, cayendo en el mismo error que se criticaba a los teóricos del archipiélago cultural. Lo que sí existen, para el autor, son heterogeneidades culturales articuladas históricamente que contrastan con “los del otro” (Ibíd.: 125-126).

Estas heterogeneidades culturales e históricas que señala para el caso de las fronteras entre Estados nacionales (que son su objeto de estudio particular) remiten a la importancia que el autor concede a esos Estados como tales. En este punto se asemeja a Segato, quien resalta la importancia de los estados nación en su argumentación contra las teorías postnacionales. La autora considera que esas teorías plantean supuestas tendencias de la globalización, que a la vez son contradictorias, por un lado, hacia una progresiva homogeneización cultural global y, por otro, hacia una mayor heterogeneidad y pluralismo derivado del auge de las identidades transnacionales (2007: 1). Lo que Segato propone es recuperar en los estudios culturales la dimensión estadual (sin dejar de lado las demás) por considerar que para cada Estado existen lo que ella llama “’alteridades históricas’ [que] son los grupos sociales cuya manera de ser “otros” en el contexto de la sociedad nacional se deriva de esa historia y hace parte de esa formación específica” (Ibíd.: 8). Es decir, para esta autora, cada Estado Nación, a partir de su historia particular, produce un tipo de alteridad nacional sobre la cual se inscriben los grupos y que explica, por ejemplo, que ciertos movimientos culturales globales posean diversas particularidades según el país en que se encuentren. En alguna medida la autora invita a relativizar las ideas de la globalización, la posibilidad de una cultura realmente global. Para el caso particular de la Argentina ella señala que aquí las

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identificaciones derivan de la tradicional división capital/puerto o provincia/interior, con lo cual, es a partir de esta base que convendría pensar “lo cultural” en Argentina.

Para Segato, “es a partir del horizonte de sentido de la nación que se perciben las construcciones de la diferencia” (Ibíd.: 9) porque sostiene que clase, raza, etnia, etc. son construcciones ideológicas cuyo funcionamiento y desempeño varían al interior de representaciones dependientes del orden nacional (Ibíd.: 3). Para Gupta y Ferguson, en cambio, el punto de partida para pensar las diferencias es el marco de interrelaciones en que esos estados (o cualquier otra comunidad o grupo) se conectan y articulan. Su propuesta metodológica consiste en dejar de pensar al mundo como conglomerado de culturas diferentes que se relacionan, para pensarlo como un plano de interconexiones a partir del cual y en el cual surgieron diferenciaciones, entonces su pregunta va a ser cómo cada espacio llegó a ser como es, en lugar de pensar cómo cada espacio es, es decir, “el proceso a través del cual un espacio adquiere una identidad específica como lugar” (2007: 237)

Gupta y Ferguson consideran entonces que existe lo que ellos llaman “la identidad de un lugar [y que] viene dado por la intersección entre su participación específica en un sistema de espacios jerárquicamente organizados y su construcción cultural como una comunidad o localidad” (Ibíd.: 238). Podría decirse que Segato también tiene en mente una idea de identidad que surge a partir del entrecruzamiento de varios niveles analíticos, que implica tener en cuenta tanto lo trasnacional, como lo nacional y lo local, sin embargo, parecería que la diferencia entre ambos planteos está dado por el punto de partida del análisis, que en uno es la adscripción nacional y en los otros es el plano global a partir del cual las diversas identidades se conforman, en parte porque su principal objetivo es precisamente discutir contra esas delimitaciones geográficas estáticas que aparentan ser un punto de partida neutral para el análisis.

En pocas palabras, los autores que venimos desarrollando nos recuerdan dos consideraciones igualmente válidas e igualmente difíciles de trasladar a la práctica e invitan, por un lado, a evitar aceptar los espacios como esencias, como algo dado, recordando que son construcciones culturales, lo cual implica ser cauto a la hora de considerar a las fronteras como límites divisorios claros y autoexplicativos de las diferencias. Por otro, invitan también a no perder de vista que el hecho de que las 7

fronteras sean construcciones no implica que no produzcan efectos reales e influyan en los modos en que los grupos se organizan e identifican. En términos de Grimson “cada Estado ha constituido un vínculo peculiar con la nación, el territorio y la población” (2011: 116) o como podría afirmar Segato, que las adscripciones nacionales importan, ya que los Estados se han propuesto (y, en muchos casos, fueron exitosos) intervenir políticamente en la cultura y así modificarla. En Argentina, la misión del Estado consistió en aplanar las diferencias culturales y de origen en pos de la conformación de un “ser nacional” (2007: 12-17).

En conclusión, parece imposible sostener que exista un enfoque o una propuesta metodológica ideal que incorpore todas estas “advertencias teóricas” (por llamarlas de algún modo) y que nos minimice el riesgo de caer en alguno de estos problemas. No podemos olvidar que el objeto de las ciencias sociales es en realidad un sujeto que, individual o colectivo, se mueve, cambia y se transforma, al igual que el investigador, que por más neutral que pretenda ser en su trabajo, es siempre un observador que mira desde determinado lugar. Lo importante a la hora de realizar una investigación entonces parece ser tener presente estas y otras advertencias para minimizar nuestros prejuicios, preceptos y estereotipos en pos de hacer una interpretación lo menos sesgada posible respecto de las culturas y los grupos. En pocas palabras, que nuestras prácticas de investigación sean lo más reflexivas posible.

Diversas son, como ya fuimos adelantando, las propuestas metodológicas que proponen los autores para escapar a los dilemas que fuimos desarrollando, por ejemplo, AbuLughod, además de sugerir incorporar a la investigación el lugar que ocupa el investigador y la forma en que se relaciona con sus objeto de estudio, propone lo que llama etnografía de lo particular. Esta última, como su nombre bien indica, consiste en trabajar sobre los sujetos y sus particularidades, sin embargo, esto no implica una opción por lo micro abandonando lo macro, ni dejar de lado los grandes procesos sino ver justamente como éstos se cruzan, actúan, afectan, influyen o modifican en aquellos. Esta metodología permite superar uno de los mayores problemas derivado de las teorías del “archipiélago cultural” que era precisamente el dejar de lado las diferencias hacia el interior de los grupos. La propuesta de la autora, en este caso, es básicamente evitar las generalizaciones, por considerar que profundizan la separación investigador/investigado porque el primero se coloca por fuera de lo que estudia. Su texto “la interpretación de 8

la(s) cultura(s) después de la televisión” intenta ser un ejemplo de este tipo de etnografía.

Los demás autores, como ya hemos ido comentando, proponen, si se nos permite tan amplia generalización, centrar su estudio en las áreas fronteras o limites, sea para estudiar las áreas híbridas que han sido relegadas a la invisibilidad cultural como propone Rosaldo, sea para analizar como los grupos se definen (Barth) o llegan a ser lo que son (Gupta y Ferguson) o para teorizar sobre la cultura en un marco de tensiones global-local (Segato), las fronteras culturales, territoriales o étnicas se nos presentan como una zona prolífera y productiva para los análisis culturales. Esto sea tanto por la complejidad y el desafío que suponen para los enfoques metodológicos de los que disponemos, como por la posibilidad única que brindan para la visibilización y la puesta en cuestionamiento de estos mismos modos de interpretación y definición de las culturas.

Bibliografía

Abu-Lughod, Lila (1991) “Writing against culture”, en Fox, Richard, Recapturing anthropology: Working in the present. Santa Fe: School of American Research Press. Barth, Fredrik (1976) Los grupos étnicos y sus fronteras. México: Fondo de Cultura Económica. Grimson, Alejandro (2011) “Las culturas son más híbridas que las identificaciones”, en Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad. Buenos Aires: Siglo XXI. Gupta, Akhil y Ferguson, James (2008) “Más allá de la “cultura”. Espacio, identidad y las políticas de la diferencia”, en Antípoda. Nº 7. Rosaldo, Renato (1991) “Cruce de fronteras”, en Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social. México: Grijalbo. Segato, Rita (2007) “Identidades políticas/ alteridades históricas: una crítica a las certezas del pluralismo global”, en La Nación y sus otros. Raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de Política de la Identidad. Buenos Aires: Prometeo. 9

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