Francisco Manuel Valiñas López. «La Navidad en las artes plásticas del Barroco español. La escultura». Madrid: Fundación Universitaria Española, 2007. En: Criticón, 109, 2010, pp. 194-196.

September 13, 2017 | Autor: B. González Talavera | Categoría: Artes plásticas, Barroco
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Descripción

Reseñas

Eduardo Javier ALONSO ROMO, Luis de Montoya. Un reformador castellano en Portugal. Madrid, Editorial Agustiniana, 2008. 167 p. (ISBN: 978-84-9574572-9; Perfiles, 27.) Acaba de salir de las prensas de la Editorial agustiniana una biografía crítica de fray Luis de Montoya (1497-1569), eminente reformador castellano de la Orden de San Agustín en Portugal, y autor espiritual relativamente poco conocido. Su autor, Eduardo Javier Alonso Romo, procura sacar del olvido a esta no desdeñable figura de la literatura espiritual áurea, y lo hace con una precisión científica admirable, no exenta de cierta simpatía hacia el agustino: ya desde la introducción, no duda en confesar su propia pertenencia eclesial, lo mismo que su admiración por el biografiado, sin dejar, por otra parte, de expresar su aversión por las retóricas hagiográficas. Las fuentes de que echa mano el biógrafo salmantino para llevar a cabo su trabajo son las siguientes: las biografías de Montoya redactadas por fray Tomé de Jesús, su discípulo predilecto, en 1582 y por Jerónimo Román en 1589 (biografías de tono evidentemente halagador, de las que Alonso Romo sabe distanciarse cuando lo estima conveniente); algunas aportaciones biográficas modernas de David Gutiérrez y de Carlos Alonso; los escasos ejemplares antiguos de las obras impresas de Montoya, conservados sobretodo en bibliotecas lusas; y algún que otro apunte personal, textos latinos manuscritos y varias cartas manuscritas conservados en las mismas bibliotecas (véase la Bibliografía). A partir de dicho material, Alonso Romo realiza a la vez una síntesis «biográfica-diacrónica» de la vida de Luis de Montoya y una «reseña de sus escritos». Después de una nota previa y de una eficaz introducción, Alonso Romo organiza su estudio en catorce capítulos. Los ocho primeros relatan la trayectoria vital del agustino, desde su nacimiento en Belmonte en 1497, sus estudios y su profesión solemne en Salamanca en 1515 (capítulo 1), hasta la cumbre de su acción reformadora en los conventos portugueses de Nossa Senhora da Graça en Lisboa y en el Colegio Universitario de Coimbra, cuya fundación es obra suya (capítulo 5). La temprana fama de «santísimo varón» del joven Montoya hizo que sus superiores se fijaran en él para confiarle cargos de responsabilidad dentro de la Orden. Después de su ordenación sacerdotal en 1519, fue nombrado maestro de novicios en el convento de Salamanca en 1521 (capítulo 2). Montoya destacó especialmente en dicho cargo, y formó a lo largo de su carrera un florilegio de ilustres agustinos, entre los cuales se hallaba el santo Alonso de Orozco (1500-1591), autor de una Instrucción de religiosos, posible reflejo de las enseñanzas montoyanas. A continuación, Montoya fue designado, en 1526, prior del recién fundado convento de Medina del Campo, donde inició su labor como escritor con la redacción de la Meditación de la Pasión para las siete horas canónicas (1534) (capítulo 3). En 1535, fue enviado por el general de la Orden a Portugal junto a Francisco de Villafranca, como «reformador de la provincia agustiniana lusa», donde iba a permanecer hasta su muerte (capítulos 4 a 7). Se trataba de «acentuar la disciplina regular» y de «insuflar un nuevo espíritu» a las observancias portuguesas. Gracias a su acción

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reformadora e instructora, a su fomento de los estudios y a su labor fundacional, la Orden de san Agustín cobró mucho prestigio y consiguió suscitar muchas vocaciones, entre las cuales una pléyade de insignes agustinos enumerados en el capítulo 7. Para llevar a cabo su acción reformadora, contó con el apoyo de la corte portuguesa (capítulo 6), aunque siempre procuró mantener una prudente distancia con los círculos de poder. Además de sus numerosos desplazamientos dentro de Portugal, Montoya viajó a Italia para asistir a capítulos generales de la Orden y conoció en Roma a Ignacio de Loyola (capítulo 8), con el que mantuvo una breve correspondencia, y con el que manifiesta cierta cercanía espiritual. Los capítulos siguientes tienen como objeto el inventario de las obras del escritor «ascéticomístico», obras que Alonso Romo presenta sucintamente. Éste sitúa los escritos montoyanos en la línea de los de Ignacio de Loyola y de Luis de Granada: no se trataba para el agustino de redactar nada original, sino que pretendía recoger la palabra evangélica y las enseñanzas de los maestros espirituales, con la finalidad práctica de edificar espiritualmente al lector. La lengua castellana y el formato «de bolsillo» de las ediciones revelan el propósito divulgativo del autor. Sus obras principales son: La meditación de la Pasión (atribuida erróneamente a Francisco de Borja; 1534), en la línea de la espiritualidad del recogimiento y de la Imitatio Christi, editada conjuntamente con una «Doctrina que un religioso envió a un caballero amigo suyo»; la Vida de Jesús, en cuatro partes (publicadas desordenadamente: 1565, 1566, 1566 y 1568), que es considerada su obra maestra, fruto de su experiencia de imitación y seguimiento de Cristo (capítulo 9); las Obras de los que aman a Dios (1565), que no es sino una miscelánea que recoge dos textos publicados antes para ofrecer un panorama completo de su doctrina mística, la cual enlaza con el ideal agustiniano de perfección en la caridad (capítulo 10). El capítulo 11 inventaría los textos breves (los Consejos y un Testamento espiritual), los textos manuscritos y las obras perdidas de Montoya. En el capítulo 12, Alonso Romo esboza el «perfil espiritual» del agustino belmonteño: espiritualidad «cristocéntrica», centrada en la contemplación y la meditación de la encarnación y la humanidad de Cristo; integración de la oración en la vida activa; recogimiento y oración mental; don de lágrimas; profunda devoción mariana; constancia y mortificación en el cumplimiento del deber. Es de lamentar, a este respecto, el que Alonso Romo base su retrato espiritual no tanto en las obras sino en la vida «de piedad y santidad» de Montoya, tal y como la cuentan sus biógrafos. Finalmente, Alonso Romo rinde un último homenaje a Montoya con el relato de su muerte como consecuencia de la peste de 1569, y el del declive de la memoria del insigne agustino, cuyo proceso de beatificación no llegó a introducirse oficialmente, a pesar de la fama de su santidad y de los numerosos milagros atribuidos a su intercesión. Este estudio destaca por la precisión y riqueza de los datos biográficos y por los nutridos conocimientos relativos al contexto histórico, cultural y espiritual de la Península Ibérica del siglo xvi. Quizás se podía haber esperado más de la exploración, un tanto sucinta y en ocasiones confusa, de las obras de Montoya, quizá acaso por la dificultad de acceso de los raros ejemplares conservados de las primeras ediciones de sus obras. Así y todo, este primer acercamiento a la figura de Montoya constituye una invitación a profundizar en la lectura, el estudio y la edición de las obras del agustino, tarea para la cual la excelente bibliografía final constituye una guía y un apoyo muy sólido (capítulo 14). Estelle GARBAY-VELÁZQUEZ (LEMSO-FRAMESPA, Universidad de Toulouse-Le Mirail)

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Fray Luis de LEÓN, De los nombres de Cristo. Edición de Javier San José Lera, estudio preliminar de Fernando Lázaro Carreter. Barcelona, Centro para la Edición de los Clásicos Españoles/ Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008. 836 p. (ISBN: 978-84-8109-693-4. Colección Biblioteca Clásica.) Los clásicos se están haciendo poco a poco invisibles. Obras que hasta ayer resultaban casi sagradas y que servían de pauta para medir el valor de otros textos, se han convertido ahora en rareza hasta para las mismas instituciones de enseñanza, donde se les da de lado en nombre de un canon que se dice más abierto, pero que —así lo creo— no responde a otro criterio que el de la ideología personal, los intereses particulares o la mera arbitrariedad. Uno de esos textos heridos de punta de espada en la liza ha sido De los nombres de Cristo, cuya materia y prosa pudieran parecer lejanas e inabordables y que, sin embargo, aguarda con todo un tesoro de sabiduría, inteligencia y hermosura a quien decida adentrarse entre sus páginas. Es ésa la primera razón para dar la bienvenida a esta magnífica edición del tratado luisiano, que lo recupera limpio en lo textual y enriquecido de conocimientos para devolverlo a sus lectores. Para cuando fray Luis de León se decidió a estampar la primera versión de su obra, en 1583, la prosa castellana andaba todavía en ciernes. Desde La Celestina (1499) o el Amadís de Gaula (1508), no había habido grandes avances literarios, fuera del Lazarillo (1554), la Diana de Montemayor (1558) y acaso El Abencerraje (1561). Sólo entonces, dos años antes de que La Galatea cervantina viera la luz, De los nombres de Cristo multiplicó hasta el infinito las posibilidades expresivas de la lengua española. Nada hay de exagerado en afirmar que, sin la escritura de fray Luis, las del Guzmán de Alfarache o el Quijote hubieran sido muy otras y los senderos de nuestra prosa habrían seguido derivas bien distintas. Fue el agustino quien ideó una escritura verdaderamente culta y estilizada, quien enriqueció su sintaxis con la imitación de los clásicos latinos y quien la hizo capaz de adentrarse en cualquier territorio. Y el parto no fue fácil, pues fray Luis trabajó durante años con una voluntad de estilo firme y exigente, que optó por la retórica clásica como primer dechado. Javier San José Lera, responsable de esta edición, ha tenido la inteligencia de poner esta circunstancia en la primera línea de su trabajo, dando una atención primordial al texto y a las sucesivas intervenciones del autor en las tres impresiones que del libro hizo en vida. De hecho, hasta ahora nadie había ofrecido un análisis sistemático y completo de esas correcciones, que, como él mismo subraya, no muestran tanto una evolución en la concepción de la escritura, como «una perfecta coherencia», en la que conviven los principios retóricos de naturalidad y excelencia (p. cxiv). El lector curioso y avisado tiene ahora en sus manos la posibilidad extraordinaria de ver —a caballo entre el texto y el aparato crítico— a fray Luis trabajando en la forja de un estilo consciente y pensado a la medida del humanismo que alimenta todo el libro. Para llegar a ese punto, Javier San José ha manejado con puntualidad todos los testimonios textuales posibles y pertinentes. La más que probable pérdida de los manuscritos originales en el incendio que sufrió en 1744 el convento salmantino de San Agustín reduce el punto de partida a esas impresiones en las que el autor participó personalmente. La primera de ellas —de 1583— fue el adelanto de un libro inconcluso y llegó a los lectores no sólo acompañada de La perfecta casada, sino plagada de errores y de lecturas que pudieran proceder de los muy desatentos cajistas de Juan Fernández. Para la primera edición completa, requirió, dos años más tarde, el trabajo más esmerado de los herederos de Matias Gast; y todavía en 1587 ofrecerá una última versión más afinada en lo textual y cuidadísima en lo material, a cargo del impresor francés Guillermo Foquel. Pero la historia del texto no acaba ahí, pues cuatro años después de morir fray Luis, sus hermanos agustinos encargaron una nueva impresión de la obra al mismo Juan Fernández, que incluiría ahora el nombre Cordero, ausente en las ediciones anteriores. Aun así, Javier San José señala con acierto que el nuevo capítulo «no aporta nada sustancial al edificio teológico y artístico de De los

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nombres de Cristo, pero debía suponer, en cambio, un atractivo para el nuevo comprador» (p. clxi). Junto a la impresión realizada en 1603 por Antonia Ramírez, se han tenido en cuenta todas las ediciones que, desde el siglo xviii hasta la actualidad, han significado un paso en la construcción textual de la obra luisiana: entre otras, las valencianas que Salvador Faulí y Benito Monfort sacaron simultáneamente en 1770, la firmada por el padre Merino en 1885, la de Federico de Onís para La Lectura (1914-1921), la de Félix García en la Biblioteca de Autores Cristianos (1991) y, por supuesto, la que Cristóbal Cuevas publicó en 1977 para la editorial Cátedra, en la que las últimas promociones de filólogos hemos leído De los nombres de Cristo. Con todos esos mimbres, mucho de paciencia y buen juicio, Javier San José, ha fijado un texto nuevo e íntegro para acercarlo tanto como ha sido posible al que el propio fray Luis escribiera. Y no es cosa de poca miga, porque estamos ante la primera edición crítica de la obra, dado que Cristóbal Cuevas optó por atenerse a la versión estampada por Foquel y apenas dejó rastro del cotejo de otros textos en su aparato de notas1. Por el contrario, en estos nuevos Nombres el aparato crítico no se limita a detectar y reproducir variantes, sino que viene acompañado de extensos comentarios ecdóticos o estilísticos, que sirven como guía de lectura filológica y actúan como complemento indispensable para el estudio introductorio. Hay que añadir a ello las certeras decisiones que el editor ha tomado en torno a uno de las más arduas labores que aguardan a quienes trabajan con la prosa áurea: me refiero a la división en párrafos y, sobre todo, a la puntuación, como último y verdadero encaje para el sentido de un texto. La anotación —atenta especialmente a los latinismos léxicos, a las explicaciones retóricas y a las referencias bíblicas— mantiene la división característica de la colección entre notas al pie y notas complementarias, con todas sus ventajas y desventajas. Quiero decir que si, por un lado, el texto queda libre de erudición y la erudición encuentra luego campo abierto, por otro, se ha de reconocer que sólo los lectores curiosos y atentos irán a completar una información que, con frecuencia, resulta preciosa para la cabal comprensión de algún pasaje. De todo ello queda cumplida cuenta en la precisa «Historia del texto» y en los «Criterios de edición» que cierran el prólogo. De acuerdo con sus planteamientos textuales, Javier San José también ha querido dar un tratamiento retórico a ese «Prólogo». Por eso, tras un contexto biográfico e histórico, aborda en primer lugar la cuestión del género, para después analizar sucesivamente la inventio, la dispositio y la elocutio en De los nombres de Cristo. Respecto al género, se examinan en detalle aspectos esenciales en la construcción del discurso literario, como la función que el espacio y el tiempo tienen en la obra, a medias entre la verosimilitud y el simbolismo; la caracterización de unos personajes presentados con una identidad definida, aunque con una cierta carga emblemática; o el famoso papel escrito que Sabino saca del seno al comenzar del libro I y al que, con buen sentido, se atribuye una función meramente literaria (p. lxiii). La conclusión de este examen viene a coincidir con los planteamientos que el propio editor había establecido en un fino trabajo anterior en torno el humanismo cristiano2, de acuerdo con los cuales fray Luis habría actualizado el modelo del diálogo renacentista de acuerdo con las pautas establecidas por los estudios bíblicos en España y renovadas a lo largo de todo el siglo xvi. De esos mismas veneros se habría surtido la inventio en De los nombres de Cristo, para la que Javier San José rastrea con diligencia fuentes y antecedentes en la patrística y en la propia tradición renacentista. Pasan por esas páginas, además de san Agustín o el Pseudo-Dionisio, figuras fundamentales para el pensamiento teológico de la época, como Cipriano de la Huerga, fray Luis de Granada en su Guía de pecadores, Martín Martínez de Cantalapiedra, Arias Montano con su monumental De arcano sermone o Melchor Cano, cuyos Lugares teológicos se 1

Cfr. Cuevas, 1977, pp. 121-123. Cuevas, además, mantuvo —acaso innecesariamente— la ortografía de la impresión original, atribuyéndosela a una decisión intencionada de fray Luis. 2 San José Lera, 2007.

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traen certeramente a colación para definir el método teológico al que se atuvo fray Luis (pp. lxxiv-lxxv). Pero es en las teorías sobre el nombre donde aguarda lo más enjundioso del asunto. La propuesta que el libro plantea es una solución ecléctica entre la dialéctica escolástica, el platonismo y el hebraísmo bíblico, según la cual el nombre sería una imagen de la verdad concebida «o en el entendimiento o en la boca» (p. lxxix). A partir de ahí, el lector se adentra en una cuestión clave para la filosofía del lenguaje en el Renacimiento, como es el debate sobre el origen natural o convencional de la lengua y la relación entre las palabras y las cosas. Pero la mera cuestión filosófica termina por adquirir una dimensión extraordinaria cuando nos referimos a los nombres de Dios. Es ahí donde las doctrinas escolásticas dejan paso a las convicciones neoplatónicas y, sobre todo, a las creencias hebraizantes, respaldadas por el valor significativo de nombres bíblicos como los de Abraham, Jacob o Josué. De todo ello se sigue que el estudio sistemático de los nombres de Cristo, de su sonido, su escritura y su significado, permitirá conocer, al menos en parte, la esencia del Hijo de Dios y redentor del hombre. El cuarto capítulo del «Prólogo» atiende a la disposición tripartita de los tres libros, aun cuando, como destaca el editor, tras esa estructura simétrica se esconda una red de convergencias que avanza en progresión de nombre a nombre hasta llegar al último de Jesús, como condensación y cima de toda una escala espiritual y teológica sostenida fundamentalmente en la palabra. De ahí el papel relevante que Javier San José ha reservado a la elocutio. De esa atención que fray Luis otorgó a la escritura, nos queda el testimonio expreso de la dedicatoria del libro III a don Pedro Portocarrero, donde el agustino hace todo un ejercicio de autoafirmación y declara: «Y si acaso dijeren que es novedad, yo confieso que es nuevo y camino no usado por los que escriben en esta lengua poner en ella número» (p. 333). Ese número —esto es, el ritmo interno de la prosa— se materializa en procedimientos retóricos certeramente definidos, como el uso de pies dactílicos, la búsqueda de consonancias o las reorganizaciones acentuales, que fray Luis persiguió en un largo ejercicio de corrección estilística (pp. cxiv-cxvii), pero adquiere una dimensión teológica al justificarse estéticamente como reflejo simbólico de la armonía universal. San José ha cifrado la escritura de Los nombres en la convergencia simultánea de las distintas facetas del agustino como teólogo, como poeta y como humanista: «El poeta se manifiesta en el exhaustivo esfuerzo creador, manejando las posibilidades expresivas del idioma...; el humanista impone un fundamento retórico básico, la concepción del discurso; el teólogo busca transmitir de manera eficaz el caudal de sabiduría divina, y para ello recurre a las aportaciones del humanista y a la inspiración del poeta» (p. cxxiv). Con este volumen y el de la Poesía, editado por Antonio Ramajo en el año 2006, el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles ofrece un fray Luis castellano completo, fiable y bien ilustrado de erudición, avanzando así en un proyecto insustituible para la más alta cultura hispánica. Si otras colecciones han elegido seguir la estela de la antigua Biblioteca de Autores Españoles y editar textos sin notas ni aparato y no siempre con igual acierto, esta Biblioteca Clásica se ha propuesto establecer una nómina de textos esenciales para la literatura española, editarlos críticamente con rigor y acompañarlos de estudios que recojan lo esencial de lo ya dicho y aporten, en la medida de lo posible, una perspectiva original. La intención es brindar a los lectores, tanto a los contemporáneos como a los futuros, un repertorio de obras maestras, como una suerte de Museo del Prado de la literatura española con las piezas principales restauradas y reunidas en una misma sala. Y es que —no está de más recordarlo— la literatura, la mejor literatura, es también parte del patrimonio de un país y aun de la humanidad. Un rasgo característico de la colección es la inclusión de unas páginas preliminares debidas a algún destacado estudioso del asunto. En este caso, se ha antepuesto un ensayo sobre la

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«Clasicidad de fray Luis» de Fernando Lázaro Carreter3. A decir verdad —y escrito sea con el mayor de los respetos por el difunto—, aunque encaje con la idea central de la imitación de los clásicos, lo que don Fernando sugiere resulta por demás ligero y obvia otras facetas fundamentales en fray Luis. Acaso esas páginas preliminares pudieran haber servido para situarlo en su verdadero contexto ideológico, que apunta hacia dos raíces complementarias. La primera de ellas se hunde en la propia orden de San Agustín y en la impronta que le dieron los generalatos de Egidio de Viterbo y Girolamo Seripando; la otra procede de la Universidad de Alcalá y sus estudios trilingües. En la primera se insertan fray Dionisio Vázquez, catedrático en la misma Alcalá, o fray Sebastián Toscano, el agustino portugués que tradujo las Confesiones de san Agustín y compuso toda una Mística teología. La otra tiene uno de sus ejes en las clases de Biblia que fray Cipriano de la Huerga impartió en las aulas complutenses y por las que pasaron, además del agustino, gentes como fray Luis de Estrada o Arias Montano. Allí aprendieron, en buena medida, una metodología exegética basada en la veritas hebraica, que terminaría por llevar a Gaspar de Grajal, a Martín Martínez de Cantalapiedra y a fray Luis ante los tribunales de la Inquisición vallisoletana. Los defensores de tal método sostenían que el conocimiento de la lengua hebrea era la única vía válida para acceder a la verdad más radical de la revelación cristiana4. Al fin y al cabo, todos ellos estaban convencidos de que el hebreo era una lengua sagrada, que había sido empleada por el mismísimo Dios en los primeros libros del Antiguo Testamento. Con enorme acierto, Javier San José Lera —que alude también al cabalismo (pp. xcvi-xcvii)— ha querido subrayar lo mucho que de escolástico hubo en fray Luis. Es algo de lo que, con frecuencia, prescindimos y que incluso nos negamos a ver, por más que resulte innecesario recordar que en la Europa del xvi todo el mundo había sido educado en los principios metodológicos de la escolástica. Pero por eso mismo resulta tan importante el matiz y la singularidad a la hora de definir un texto o de caracterizar a un autor. En 1583 —el mismo año de estampación de los Nombres— y en el prefacio a su De optimo imperio, Benito Arias Montano presentaba el panorama teológico español dividido en dos facciones, que ocupaban el territorio y se resistían agresivamente contra cualquier novedad. Estaban, por un lado, los que, «ocupados en los ejercicios escolásticos, velan por sus puestos y su causa» y desprecian «todo otro género de expresión que no sea aquel encorsetado lenguaje de la disputa escolástica» y, por otro, los que, habiendo «imbuido su mente y su entendimiento con las arcanas y místicas explicaciones de los antiguos comentaristas y predicadores, todo lo que entiendan que difiere en cualquier sentido de aquellas interpretaciones a las que llaman místicas, anagógicas y tropológicas, lo desdeñan por vulgar y por accesible y común a todos»5. En ese entorno hostil, fray Luis de León quiso ser, ante todo, un biblista y entendió, como otros humanistas cristianos del Renacimiento, que el comienzo de una verdadera reforma de la Iglesia estaba en el retorno a las fuentes originales de la fe. 3 El texto repite casi sin variación lo ya dicho en otros dos trabajos impresos anteriormente. Cfr. Lázaro Carreter, 1995 y 1996. 4 Es la dirección crítica que han seguido en la interpretación de fray Luis, aunque no siempre con similar acierto, estudiosos como Kottman, 1972; Woodward, 1984; Swietlicki, 1986; Fernández Marcos, 1988; Perea Siller, 1998; Orringer, 2005; o más recientemente Fernández López, 2009. 5 «Nam cum omnis eorum virorum, qui in Hispania Theologiae nomen dederunt, exercitus in duas classes divisus sit; alteram eorum, qui scholasticis exercitationibus contenti stationes partesque suas tuentur; alteram vero eorum qui ulterius etiam progressi ad sacrorum Bibliorum lectionem sese contulere, eamque variorum expositorum scriptis, explanationibus et sententiis muniendam duxere, evenit ut alteri praeter pressum illum scholasticae disputationis sermonem elocutionis omne genus aliud respuant, et quidquid uberioris linguae offenderint, negligant ac pene condemnent. Alteri vero qui arcanis ac mysticis veterum expositorum et concionatorum explicationibus mentem sensumque imbuerunt, quidquid ab illis enarrationibus, quas mysticas, anagogicas et tropologicas vocant, quoquo modo differre cognoverint, ut humile atque omnibus pervium communeque fastidiant» (De optimo imperio, f. 2r).

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Probablemente no exista en el humanismo romance español un monumento comparable a De los nombres de Cristo. De ahí el riesgo y el privilegio que conlleva hacerse cargo de su edición y estudio. Javier San José Lera ha sorteado los riesgos con inteligencia y se ha hecho más que digno merecedor de ostentar el privilegio de editar a fray Luis. Los lectores del gremio y aun los curiosos debemos agradecerle el tiempo y el esfuerzo invertidos, el buen sentido que esgrime en cada página y, sobre todo, la posibilidad que ahora tenemos de leer a un fray Luis sabiamente explicado, anotado y confrontado con sus originales. Al fin y al cabo, estamos ante la única edición verdaderamente crítica de una obra esencial para la historia de la literatura española e incluso europea. Cabrá hacer alguna apostilla aquí o allá, podrá aparecer algún testimonio que mejore o matice parcialmente lo hecho, pero, sea como fuere, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, quien tenga la disposición, la sabiduría y la entereza para afrontar de nuevo este trabajo exigente, complejo, imprescindible y que, acaso por ello, quedaba hasta ahora pendiente. Luis GÓMEZ CANSECO (Universidad de Huelva)

Referencias bibliográficas Arias Montano, Benito, De optimo imperio sive in librum Iosuae commentarium, Amberes, Cristóbal Plantino, 1583. Cuevas, Cristóbal, «Introducción», en fray Luis de León, De los nombres de Cristo, Madrid, Cátedra, 1977, pp. 11-134. Fernández López, Sergio, El Cantar de los Cantares en el Humanismo Español: la tradición judía, Huelva, Universidad de Huelva, 2009. Fernández Marcos, Natalio, «De los nombres de Cristo de Fray Luis de León y De arcano sermone de Arias Montano», Sefarad, 48/2, 1988, pp. 245-270. Kottman, Karl A., Law and Apocalypse: The Moral Thought of Luis de León, The Hague, Martinus Nijhoff, 1972. Lázaro Carreter, Fernando, «Fray Luis de León y la clasicidad», Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, 71, 1995, pp. 461-477. ——, «Fray Luis de León y la clasicidad», en ID ., Fray Luis de León: Historia, Humanismo y Letras, eds. Víctor García de la Concha y Javier San José Lera, Salamanca, Universidad de Salamanca/Junta de Castilla y León/Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, pp. 15-28. Orringer, Nelson R., «El retorno a las fuentes: el hebreo bíblico en De los nombres de Cristo de fray Luis de León», RILCE. Revista de filología hispánica, 21/2, 2005, pp. 239-261. Perea Siller, Francisco Javier, Fray Luis de León y la lengua perfecta: lingüística, cábala y hermenéutica en «De los nombres de Cristo», Córdoba, Camino, 1998. San José Lera, Javier, «Perfiles del sabio cristiano: el biblista», en Modelos de vida en la España del Siglo de Oro. II. El sabio y el santo, eds. Ignacio Arellano y Marc Vitse, Madrid/Frankfurt am Main, Iberoamericana/Vervuert, 2007, pp. 71-90. Swietlicki, Catherine, Spanish Christian Cabala. The Works of Luis de León, Santa Teresa de Jesús and San Juan de la Cruz, Columbia, University of Missouri Press, 1986. Woodward, Leslie James, «Hebrew Tradition and Luis de León», Bulletin of Hispanic Studies, 61, 1984, pp. 426-431.

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Francisco Manuel VALIÑAS LÓPEZ1, La Navidad en las artes plásticas del Barroco español. La escultura. Madrid, Fundación Universitaria Española, 2007. 515 pp. y 66 ils. (ISBN: 978-84-7392-677-5; Tesis Doctorales cum lauda.) Cum Laude. Esta es la calificación de la tesis doctoral que en su momento presentó y defendió el doctor Francisco Manuel Valiñas López y que ha publicado la Fundación Universitaria Española en su colección «Tesis Doctorales Cum Laude». El mero hecho de ser incluida en esta serie pone de manifiesto la excelencia del trabajo; una colección cuya finalidad es contribuir a la difusión de trabajos de investigación «de probado rigor científico», para «poner al alcance de los estudiosos obras inéditas de subida calidad». El trabajo del doctor Valiñas es el resultado del esfuerzo y de la dedicación de numerosos años de trabajo, desde que iniciara su carrera como investigador en distintos centros del panorama nacional e internacional, tiempo durante el cual manifestó una interés cada vez mayor hacia el estudio iconográfico del ciclo navideño en las artes plásticas del Barroco español, como demuestran sus numerosas aportaciones a dicha parcela («La estética del belén napolitano», Cuadernos de arte de la Universidad de Granada, 33, 2002, pp. 107-125; «Fuentes literarias para la iconografía navideña del Barroco español», Cuadernos de arte de la Universidad de Granada, 34, 2003, pp. 179-194; «Relaciones entre mística y plástica. Análisis de un caso práctico en el Barroco español», Cuadernos de arte de la Universidad de Granada, 37, 2006, pp. 131-147, entre otras). La publicación del presente libro responde, pues, a tales propósitos, si bien es cierto que, debido a la extensión del contenido de la tesis, el autor dedica este primer volumen a la escultura, dejando para otro momento el tema de la pintura, aún inédito. El resultado es un libro impecable en el que la iconografía navideña se convierte en la principal protagonista. Hacerse con una de las ramas más complejas de la Historia del Arte, la iconografía, supone para el investigador una amplia base formativa así como el equilibrio entre la frialdad científica y la comprensión de los temas a tratar, requisitos implícitos por naturaleza en el autor de nuestro libro. Retomando la casi olvidada y dificultosa tarea que iniciaba don Emilio Orozco Díaz el pasado siglo, el doctor Valiñas expone una metodología hasta hoy muy poco seguida que nos descubre cómo llegar a una lectura profunda de los contenidos iconográficos por medio del conocimiento de las fuentes textuales de donde proceden. Para ello, ha tenido en cuenta un enorme caudal de fuentes entre las que sobresalen las del campo de la literatura, además de aquellas de naturaleza mística y devocional, utilizadas hasta ahora de forma casi anecdótica. Ocupan un lugar especial los pliegos populares de canciones y villancicos, un legado cultural que se alza como el verdadero tratado de arte e iconografía que manejaron los artistas y los espectadores de la Edad Moderna española. En la Introducción de la presente obra, se especifica el objetivo de la misma: ofrecer una visión amplia de la iconografía de los misterios del ciclo litúrgico navideño en el Barroco español, que son, junto con los de la Pasión, los más representados por la historia del arte cristiano. Desvelando el estado de la cuestión, el doctor Valiñas expone las dificultades que ha encontrado en el devenir de un trabajo que ha requerido la indagación multidisciplinar de un estudio delimitado por los difíciles márgenes de un amplio lapso temporal, una vasta extensión de territorio y un ciclo temático repleto de hondas significaciones que trascienden en lo artístico y teológico para penetrar en la sociología. Supera dichas dificultades a través de una metodología que sobrepasa los procedimientos habituales, ya que concede mayor atención al análisis de textos —verdaderos contenedores de las claves interpretativas de la obra de arte—, los cuales suponen un apoyo documental a los planteamientos formales y expresivos que se descubren, abordando una 1 Francisco Manuel Valiñas López es Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Historia del Arte y Música de la Universidad de Granada.

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doble dirección en el uso de las fuentes escritas: por un lado derivar de ellas la norma estética del periodo y por otro rastrear en la literatura referencias concretas a los motivos y contenidos presentes en las obras. Sobre esta base metodológica estructura el contenido del trabajo en cinco apartados correspondientes a los cinco capítulos del libro, si bien podemos considerar que son tres grandes bloques temáticos del ciclo navideño (Nacimiento de Cristo, Adoración de los Pastores y Adoración de los Reyes) los que dan cuerpo al continente —capítulos 2, 3, y 4— precedidos de un espacio destinado a la exposición de cuestiones generales —capítulo 1— y seguidos por una síntesis de las conclusiones extraídas —capítulo 5. De este modo, el primer capítulo —Fuentes literarias para la iconografía de la Navidad— constituye la verdadera clave del libro, ya que supone un breve recorrido por las fuentes literarias que configuran la iconografía de la Navidad: los Evangelios, la mística y la teología patrística, la literatura medieval, las fuentes españolas y los tratados de iconografía. Dentro del grupo de los Evangelios, los llamados sinópticos —los Evangelios de San Mateo y San Marcos— constituyen las únicas fuentes canónicas para conocer las historias del ciclo navideño; complementando a los Sinópticos, los Evangelios apócrifos, aquellos textos narrativos anónimos de carácter evangélico cuya autoridad fue impugnada por la ortodoxia de la Iglesia por estar plagados de fantasía, constituyen sin embargo una de las fuentes de mayor vigencia en el arte desde la Edad Media hasta hoy, como el usual tema del buey y la mula. Por su parte, la mística y la teología patrística, en cuanto fuentes literarias para la iconografía navideña, suponen un análisis de la producción de los Padres de la Iglesia, un campo poco explotado y sin embargo fundamental para la comprensión total de los misterios navideños. Obras de naturaleza variada, ya sean de creación lírica, ascética, mística, didáctica o teológica constituyen una fuente que, aún careciendo de errores como los presentes en los Evangelios apócrifos, se asemejan a ellos. La literatura medieval hunde sus raíces en las obras de grandes místicos y teólogos —San Bernardo de Claraval, Juan de Caulibus, Santa Brígida…— quienes interpretan el mensaje navideño a través de la homilética y la devoción. El estudio de las fuentes españolas se centra en el análisis de la mística de la Edad de Oro, la teología contemporánea y la literatura. Además de los tratados iconográficos tradicionales de Pacheco y Ayala, el doctor Valiñas destaca un conjunto de textos que condicionaron las visiones artísticas del momento. Especialmente interesante para nuestro autor, la mística dio paso a un extenso caudal de libros cuyo compuesto ideológico no difiere en lo esencial del que dará razón de ser a las obras de arte venideras, hasta el punto de afirmar que casi todas fueron concebidas a la luz de dichos textos. Un terreno literario abonado, entre otros, por San Ignacio de Loyola, Jerónimo Nadal, Isabel de Villena, Juana de la Cruz, Mª Jesús de Ágreda, Fray Luis de Granada y Santa Teresa de Jesús. Dicho panorama se completa con las creaciones literarias: novelas —la más bella e influyente, Pastores de Belén de Lope de Vega, que nuestro autor analizará en más de una ocasión—, comedias, poesías, rimas y villancicos, una suerte de producciones que nacen con el espíritu navideño. El segundo capítulo —El Nacimiento de Cristo— constituye el primer bloque temático del ciclo navideño: el Parto de la Virgen, la Adoración de los Ángeles y la Adoración del Niño por sus Padres. En la clasificación de obras, si bien es cierto que son escasas las que nos ha legado el Barroco español del Nacimiento, el autor atiende a un criterio espacio-temporal así como a su evolución estilística y conceptual. La Adoración de los Pastores constituye el tercer capítulo del libro y el segundo bloque temático dentro del ciclo navideño. Considerada como la forma de representación del Nacimiento que la Iglesia postridentina creyó más correcta, las escenas de la vida popular que dan vida a la Adoración de los Pastores configuran el capítulo más amplio del conjunto. El autor selecciona una serie de obras bajo dicha temática que le permiten hacer un recorrido cronológico (transición al realismo, realismo y el denominado barroquismo) por el panorama nacional de la escultura del

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Barroco a través de las diversas escuelas y sus principales manifestaciones: así nos muestra, a través del lenguaje claro, directo y didáctico que le caracteriza, el cambio estético desde finales del siglo xvi —con el paso del Renacimiento al Barroco— a través de los centros productores del panorama nacional (Castilla, Galicia, Aragón y Andalucía) y de los principales artistas, de los que señala los datos biográficos más significativos, estilo y obras más relevantes. El tercer y último bloque temático del ciclo navideño, la Adoración de los Reyes, retoma el esquema de los dos anteriores. De los numerosos textos seleccionados para el estudio de la Adoración de los Reyes y/o Epifanía —términos analizados en profundidad por el autor a lo largo del capítulo— cobran especial importancia las composiciones de carácter popular (sonetos, romances, cancioncillas, adivinanzas…), además de las de carácter evangélico. Concluye nuestro autor con una serie de consideraciones sobre el carácter, fuerza y evolución del fenómeno navideño en el marco del pensamiento barroco español. El último epígrafe —La representación de la Navidad como documento histórico— sintetiza otra de las máximas de nuestra obra, dejando constancia de que la figuración navideña del Barroco español posee un valor insustituible como documento histórico. Todo este corpus de conocimientos, apoyado por una riquísima bibliografía, se completa con una serie de ilustraciones fundamentales a través de las cuales podemos dilucidar cómo el oficio de las gubias se rinde al amanecer de la Redención del hombre, a la Navidad. Francisco Manuel Valiñas López ha escrito las páginas en blanco del gran libro que configura la historiografía española del arte barroco ya que, hasta el momento, solo contábamos con un puñado de intentos bien intencionados y de muy densa aportación científica, pero ninguna obra de conjunto. Constituye, pues, un impulso decisivo al estudio de la iconografía en la formación de historiadores del arte, teólogos y restauradores, tan necesario en nuestros tiempos. Blanca GONZÁLEZ TALAVERA (Departamento de Historia del Arte y Música, Universidad de Granada)

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