Experiencias pasajeras: prácticas y representaciones de la movilidad cotidiana en el Buenos Aires de principios de siglo XX

October 12, 2017 | Autor: Dhan Zunino Singh | Categoría: Cultural History, Mobility/Mobilities, Buenos Aires
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Descripción

Dhan Zunino Singh Investigador Asistente, CONICET Centro de Historia Intelectual Universidad Nacional de Quilmes [email protected] Eje 9 Prácticas, consumos e identidades sociales Experiencias pasajeras: prácticas y representaciones de la movilidad cotidiana en el Buenos Aires de principios de siglo XX. Movilidad – Experiencias – Pasajeros – Buenos Aires - Modernidad

Introducción En el contexto de las rápidas y profundas transformaciones urbanas que convirtieron a Buenos Aires en una metrópolis moderna –proceso de metropolitización que tuvo lugar entre mediados de 1880 y fines de la década de 1930-, se renovaron drásticamente los modos de transporte público. La electrificación del tranvía (1896-1909), la implementación del primer subterráneo (1913) y cuatro líneas más entre 1930-1944, y la emergencia del transporte automotor (el ómnibus en 1923 y el colectivo en 1928) ofrecieron para las primeras dos décadas del siglo XX nuevas formas de movilidad cotidiana frente al tranvía a caballo y al menos utilizado ferrocarril (a vapor). Junto al conocido crecimiento poblacional de Buenos Aires impulsado por la inmigración y a la expansión urbana del centro a los suburbios (especialmente a partir de 1904), el viaje cotidiano motivado principalmente por trabajo, pero también por prácticas de “ocio”, se masificó numérica y espacialmente involucrando grandes masas de pasajeros. Si uno observa las estadísticas de la época encuentra a simple vista un paralelismo entre el crecimiento del número de pasajeros y el aumento de la población. Ambos se multiplicaban anualmente de manera vertiginosa. Por ejemplo, si comparamos el número de pasajeros de tranvías entre 1903 y 1913 con la cantidad de habitantes, 1

encontramos que éste último casi se duplica (de 865.000 a 1.4 millones) mientras el primero se triplica (de 133 millones a 407 millones).1 Estadísticamente se observaba un fenómeno particular en Buenos Aires: una alta frecuencia de uso del transporte público, incluso mayor a otras ciudades con sistemas de transporte más expandidos –como se observa en el Gráfico 1 con respecto al tranvía y en la Tabla 1 respecto del subterráneo. Este fenómeno tal vez se explique por el precio relativamente accesible del pasaje (10 centavos) que se mantuvo por varias décadas, por la cantidad de combinaciones, y porque era usual regresar a casa durante el almuerzo (con lo cual se realizaban por los menos cuatro viajes al día entre el hogar y el trabajo).

Gráfico 1. Pasajeros de tranvías en cuatro metrópolis, 1905

906

525

482

184

168

153

122 53

Number of Journeys (in millions)

Buenos Aires

Mean number of journeys per inhabitant

Berlin

Paris

London

Fuente: Bulletin of the Pan-American Union (Aug-Sept 1908): 518.

1

La Prensa 26/11/1913, p. 14-15.

2

Tabla 1. Cuadro comparativo de extensión de redes de subterráneos y número de pasajeros en cuatro grandes ciudades. Ciudad

Extensión (km)

Pasajeros

Pasajeros/km

Buenos Aires (1929)

13.500

64.807.384

4.800.547

London (1928)

201.490

368.367.918

1.828.219

New York (1928)

927.850

1.567.246.211

1.689.116

Madrid (1927)

39.430

64.527.526

1.636.508

Fuente: “Tráfico subterráneo en la ciudad de Buenos Aires”, Revista de Estadística Municipal 42, no. 4 (Abril 1930): 56. Aumentaba por lo tanto el número de pasajeros así como la frecuencia de viajes, y si bien las innovaciones tecnológicas en el transporte permitieron mayor velocidad, las distancias de viaje crecían y con el volumen de tráfico en aumento se ralentizaba la circulación. La congestión se transformó en una de las experiencias cotidianas por excelencia en la ciudad, tanto por los embotellamientos en las calles angostas del centro como la espera en los pasos a nivel en los suburbios. En suma, surgieron diversas prácticas y formas de movilidad. Los medios de transporte público se convirtieron en nuevos escenarios donde transcurría la vida social de la ciudad; los viajes ocupaban cada vez más tiempo de la vida de los sujetos. Ese tiempo de viaje, a la vez, fueron momentos donde los pasajeros compartían espacios de proximidad con otros desconocidos. Por lo tanto, la experiencia de viaje cotidiano en la ciudad o movilidad urbana se transforma en un fenómeno susceptible del análisis cultural en tanto modos de habitar (en movimiento) la ciudad. En el amplio espectro de experiencias, este trabajo se concentra en algunos de los temas más sobresalientes en la prensa escrita e ilustrada del periodo sobre las prácticas y representaciones de los pasajeros. Se aborda primero algunas aproximaciones al “tipo ideal” del pasajero porteño: el empleado; luego se analizan las habilidades requeridas por el sujeto metropolitano para el “buen” uso de los medios de transporte; en tercer 3

lugar, se explora las representaciones sobre la sociabilidad en el transporte público, especialmente los discursos sobre los “modales” de los pasajeros.

El empleado: la figura del commuter porteño. Esta colmena humana que vive febrilmente, en incesante actividad espiritual y material, es la que alimenta el intenso tráfico de la ciudad Ing. Lorenzo Dagnino Pastore (1927: 16) La “colmena humana” era una imagen típica de Buenos Aires que simbolizaba el movimiento de pasajeros; representado, por ejemplo, en fotos, dibujos y películas. La prensa ilustrada exaltaba esta representación a través de la imagen o el relato de multitudes saliendo de las estaciones de ferrocarriles, colas de pasajeros esperando el tranvía o el ómnibus, peatones caminado por las veredas o cruzando las calles, el “racimo humano” colgando de los tranvías, el ómnibus “tomado por asalto”,

un

“océano de agitadas cabezas” saliendo de la boca del subte como una “vorágine” que “se desparrama por toda la metrópolis”.2

A éstas imágenes le correspondían la apreciación estadística de un aumento constante de la población –lo que representaba un escenario futuro de una mayor movilidad. Sin embargo, que el crecimiento demográfico influye en el aumento del número de pasajeros es relativamente cierto en la medida en que esa población sea económicamente activa, de modo que los „habitantes‟ se conviertan en „pasajeros‟ frecuentes, dado que el „trabajo‟ el principal motivo del uso frecuente del transporte público. Y si las estadísticas muestran un crecimiento constante en ambas variables es porque, por un lado, la inmigración impulsaba el crecimiento demográfico y por el otro, la fuerza de trabajo era en gran medida absorbida por el mercado laboral –aunque existieron periodos de bajo empleo por recurrentes crisis internas o externas como en 1890, 1914, o 1933. Siendo Buenos Aires una ciudad principalmente de actividades 2

“El dinamismo del empleado porteño”, Aconcagua, 1934: 54,

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portuarias, administrativas y comerciales y luego, lentamente, industrial, la fuerza de trabajo encontraba empleos en el comercio, transporte, Estado y la construcción. El predominio de los inmigrantes en el mercado laboral ira decayendo por el ingreso de nuevos argentino (hijos de inmigrantes). En los 30 se observa ese cambio en la composición del mercado laboral como efecto además de la educación pública que contribuyó a reducir el analfabetismo y a que las nuevas generaciones encontraran trabajo más calificados y especializados con un efecto positivo en la movilidad social. No fue menor el efecto que tuvo la participación de la mujer en el trabajo remunerado y en particular en la imagen de la “colmena humana” dado que la mujer se convirtió en una importante usuaria del transporte público.

La representación de la colmena también se entiende si se observa la dimensión laboral en relación con la geográfica, ya que la colmena es una metáfora de la „laboriosidad‟ tanto como de la aglomeración, y ésta última se explica por la concentración espacial de las principales actividades de la ciudad (las administrativas, comerciales y portuarias) en el centro histórico. Mientras la imagen de la colmena nos pinta un cuadro sobre la aglomeración y agitación céntrica, la imagen “movimiento pendular” con la que el urbanista della Paolera describe a la fuerza de trabajo que ingresa al centro de la ciudad diariamente y nos brinda la imagen global del flujo de pasajeros (fig. 1). “el trabajo de la población masculina (al que cada vez se van agregando más las ocupaciones metropolitanas de representantes del bello sexo) se efectúa con el movimiento pendular diurno de los bonaerenses que entran y salen a diario de la capital” (1977[1937]: 22) Dagnino Pastore también explicaba que “la bulliciosa corriente humana que se desplazan por las arterias centrales” (1927: 22) estaba alimentada principalmente por habitantes de las periferias más que por habitantes de la zona central como bien lo muestra un gráfico de la época sobre el movimiento de pasajeros de tranvías (Fig. 2). Allí puede observarse cómo en 1924, de los 340 millones de pasajeros sólo el 30% tienen como origen la zona céntrica de Buenos Aires (definida en un radio bastante más 5

amplio que el micro centro) mientras el 70% vienen de distancias que superan los 2km desde el centro.

Fig. 1 “Movimiento general del tráfico de pasajeros” mostrando el movimiento pendular de los viajeros de ferrocarriles (1927). Fuente: della Paolera, “Urbanismo” (1929).

Fig. 2 Distribución de viajes de tranvías (en millones). El mapa muestra cómo de 340 millones de viajes anuales (1924), cerca del 30% (100 millones) se originaban dentro

6

del área central mientras el 70% se originaban en los suburbios. Fuente: MCBA, Plan Orgánico (1925).

Para comprender cualitativamente quiénes eran los pasajeros cotidianos de la ciudad, el siguiente artículo de la revista Aconcagua, es un interesante ejemplo. Aquí la figura del empleado simbolizaba a los pasajeros del transporte público no es sólo como una caracterización socio-económica sino como metáfora asociada a la vitalidad de la metrópolis. El flujo de pasajeros junto al movimiento del tráfico eran imágenes recurrentes utilizadas para representar la marcha del progreso de Buenos Aires. En el “Dinamismo del empleado porteño”, hombres y mujeres que trabajan en oficinas, bancos, administración pública, etc. aparecen como los héroes y reyes de la ciudad, agentes del progreso esta “gran Babel sudamericana”. El empleado constituye entonces la quintaesencia de “la gran falange de abejas humanas” que forma la “colmena porteña”3.

El artículo, de doble página (Fig. 3), está acompañado de típicas imágenes de gente saliendo de las estaciones de ferrocarriles, cruzando la calle, haciendo cola para tomar un medio de transporte público o en la plataforma para abordar un subte, y colgados como un “racimo humano” de los tranvías en movimiento. Todo este tráfico de pasajeros al ser representado como vitalismo, metáfora orgánica, torna el movimiento signado por el tiempo de trabajo en un movimiento natural. El flujo de pasajeros del Subte refuerza particularmente este tipo de naturalización: “las fantásticas entrañas de acero y cemento de Buenos Aires vomitan por sus bocas subterráneas un compacto mar de agitadas cabezas humanas, y toda esa vorágine se desparrama por la gran metrópoli, invadiendo sus calles y poniendo un sordo rumor de mar embravecido sobre la ciudad, que paulatinamente va saliendo de su letargo”4.

3 4

Aconcagua, 1934: 54 Ibíd.

7

Fig. 3 Imágenes del viaje cotidiano en Buenos Aires. Fuente: Rando, “El dinamismo del empleado porteño”, Aconcagua (1934).

No obstante el artículo hace entrever que ese movimiento está lejos de ser natural y expresa el ritmo lineal impuesto por la actividad económica al describir el „despertar‟ de la ciudad: “Buenos Aires tiene dos despertares: el primero, cuando salen de su casa lo obreros, y el segundo cuando invaden la metrópoli la gran falange de empleados”. Pero lo que más deja en evidencia que aquel movimiento de pasajeros es la quintaesencia del ritmo lineal es la ansiedad del empleado por la puntualidad: “son contingentes de empleados, que, nerviosos, consultan sus relojes o las grandes esferas de los de la estación férrea; una sola preocupación los embarga: ¡llegar a hora! Suprema ley de todo empleado […] si tuvieran el privilegio de los blasones en su escudo de armas, tendría que decir: “Siempre a hora””5.

Si el pasajero estaba simbolizado por el individuo ansioso por llegar a hora, esta representación no siempre fue causa de orgullo y expresión positiva del progreso. Desde una mirada crítica, aquella ansiedad por llegar a horario era una forma de 5

Ibíd.

8

disciplinamiento. En las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt (El Mundo, 1928-1930) podemos encontrar una crítica a la regimentación de la vida social por el ritmo lineal del modo de producción capitalista; especialmente con la figura del viaje subterráneo ya que éste representaba la quintaesencia de una movilidad rápida, segura y confortable. El subte aparece como dispositivo de la puntualidad, como símbolo del progreso material y simbólico de la ciudad, en tanto que mejora el viaje cotidiano de los sectores medios para que lleguen a tiempo a sus trabajos. En “Para qué sirve el Progreso”, Arlt dice: “Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie, nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro […] Nos deterioramos y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! (Arlt, 1981: 193-194). A las infraestructuras y prácticas de movilidad creadas para cumplir con los horarios, Arlt se resiste a través una práctica cara a la cultura argentina: la fiaca. “Hace dos días que me tiro fervientemente a muerto” dice en “Una excusa: el hombre del trombón” y repite en varias de sus aguafuertes (porteñas y cariocas) el “hacer cebo” como un placer. En “Laburo nocturno” el autor describe una estrategia para eludir el gentío yendo a contramano del ritmo lineal de la vida urbana. Describe el trabajo de su amigo Spaventa quien trabaja de 9 de la noche a 2 de la mañana, “a la hora en que todo el mundo entra al “fecha” o apoliya”. Es decir que trabaja en un momento en que nadie trabaja “que es como no trabajar”. Duerme todo el día y se levanta a las 3pm y sale a “ventilarse”, darse “sabrosas panzadas de oxígenos”. El argumento que esgrime su amigo para llevar esta vida es que odia la disciplina y andar como los demás: 9

“Ahora bien; a mí lo que me revienta es el trabajo a horario, la regla, eso de levantarse a las siete de la mañana como todo el mundo, lavarme la cara de prepotencia, meterme en el subte repleto de fulanos ojerosos y ¡che! ¿esperar a qué sean las doce para otra vez empezar la cantinela de “córrase más adelante”, etc.? ¡No, che! Así no trabajo yo ni de ministro…” (Arlt, 1976: 116). La rutina por lo tanto no sólo implica cumplir con ciertas reglas y horarios sino la estandarización de prácticas cotidianas tanto como los inconvenientes que conlleva al tratarse de prácticas repetidas por una masa de gente: “que a una misma hora un millón de habitantes morfa”, viaja, trabaja, duerme, se despierta. Eso es para Arlt igual a un “régimen carcelario” con el agravante de que moverse, en el transporte público, para cumplir con las tareas nada tiene de confortable como se publicita: “media hora después, ese millón, al trote y cañonazos, se embute en los tranvías y ómnibus para llegar a horario a la oficina […] ¡Y no es posible che… no! A mí dame variación”. Parafraseando a Nietzsche, Arlt clama “Así hablaba Spaventa” (1976: 16), erigiéndolo como un antihéroe frente a la imagen del empleado como héroe de la metrópolis. Es importante señalar que hay que leer las crónicas de las experiencias de viaje en el contexto de todo el aparato crítico arltiano hacia las aspiraciones de la clase media porteña, en el que el empleado de oficina es su quintaesencia.

Viaje o traslación, habilidades o atrofia. La imagen de la multitud que viaja en subterráneo como autómatas es quizás una de las representaciones culturales más comunes que podemos encontrar en la literatura o en el cine (véase por ejemplo la introducción de la película Moebius). Si bien las multitudes urbanas suelen aparecer como una masa uniforme, anónima, que usa más el “cerebro” que el “corazón” (parafraseando a Simmel), el efecto del subte sobre el pasajero fue interpretado por algunos escritores argentinos como deshumanización. Viajar es subte no es viaje, sino “traslación” dice Martínez Estrada, indicando que era un movimiento sin voluntad humana porque el subte:

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“reduce a su esquema mecánico el acto de ir de la casa a la tarea; [...] se ahorra tiempo, que es una forma de aprovechar los minutos de descanso; no se experimenta la tentación de la libertad; no mortifica con los contratiempos las interrupciones del tránsito; se sabe de antemano dónde se detendrá el tren y el momento preciso de la llegada; se viaja, sin ninguna interferencia de otro género; es casi imposible el encuentro fortuito con personas desagradables, o siendo inevitable se establece una tolerancia propia de toda necesidad extraña al personal arbitrario; llega a constituir un acto involuntario mucho más parecido a la alimentación y a la tarea del empleo que a moverse pensando en lo que se hace” (Martínez Estrada, 1970: 30-31). Baldomero Fernández Moreno podría coincidir con esta apreciación ya que para él andar en subte no era propiamente viajar, porque todos los pasajeros están apresurados pero además porque para el poeta “es difícil leer y meditar” en el subte. “La meditación”, decía, “exige menor vértigo: bamboleantes diligencias, veleros de antaño” (Fernández Moreno, 1965: 63). Todas las ventajas técnicas que hacían del subte un medio de transporte seguro, cómodo y veloz -como el recorrer un camino sin obstáculos- se convertían en una especie de anestesia para la actividad humana. Mirada crítica que va en paralelo con una idea muy difundida sobre el pasajero: al contrario de un conductor, aquel es un sujeto pasivo, “es llevado”. Como apunta Martínez Estrada, el pasajero es “conducido sin que deba pensar sino en el momento de bajar del coche”. La „movilidad encapsulada‟ por tanto parece responder, para Martínez Estrada, más a las necesidades de la ciudad (maquinaria urbana cuyo corazón es el reloj) que a las del individuo. El subte, por tanto, enajena toda individualidad. Aquí puede rastrearse el pensamiento de G. Simmel –de quien el escritor argentino era un atento lector- sobre la tragedia de la cultura: los objetos o el medio ambiente urbano (“cultura objetivada”), producto del trabajo humano, aparecen ante los ojos de los individuos como entes autónomos, fuera del control humano, avasallando al individuo (“cultura subjetiva”) (Frisby, 1992). La figura del pasajero del subte como autónomo tenga quizás asidero en los modos en que se esperaba que el sujeto se comportara dentro del sistema. Andar en subte, como 11

cualquier otro medio, lejos de ser un acto pasivo, requería ciertas habilidades o destrezas; prácticas que al ser reguladas y normadas podían presentarse como automatizadas. En el caso de la Línea A (1913), por ser la primera línea de subtes en Buenos Aires, los anuncios sobre cómo utilizar el tranvía subterráneo fueron difundidos días antes de la inauguración. En 1928, Lacroze también difundió de antemano las características del nuevo subterráneo (Línea B) para ir familiarizando al público con sus innovaciones: la escalera mecánica y el molinete.

En 1913 el subterráneo era una total novedad y las recomendaciones de cómo utilizarlo buscaban enseñar pero también prevenir sobre su uso. La seguridad era un factor importante y evitar accidentes era fundamental. El estreno del tranvía eléctrico, por ejemplo, había producido accidentes fatales y en realidad, cada inauguración de medios de locomoción como el tren y el tranvía a caballo habían despertado sospechas, rechazos y resquemores. Si bien, el Subte gozaba de una buena recepción por las expectativas que despertaba, era necesario prevenir que, por ejemplo, no lo utilizaran como un tranvía de superficie porque el funcionamiento era distinto.

Pero las reglas de uso eran también una forma de garantizar un servicio rápido; es más, la mayoría de ellas estaban destinadas a que el pasajero circule y no obstaculice la circulación de los demás. El modo en que se mueve el pasajero era fundamental porque la velocidad y frecuencia del servicio no residía solamente en la tecnología (en el funcionamiento del sistema de señales, velocidad de la máquina, la energía, en el trabajo de los operarios, etc.). El modo de usar el subte aseguraba la frecuencia del servicio, dado que el tiempo de bajar y subir del tren era una de las principales causas de retraso. De acuerdo a algunos ingenieros del Lacroze, el tiempo de parada podía significar el 40% del viaje total. En las recomendaciones dadas por la CAAT cinco días antes de la inauguración de la Línea A, puede leerse esta doble intención de seguridad y eficacia (evitar retrasos). La primera de aquellas recomendaciones advertía al público no tomar el coche en movimiento porque “el riesgo sería muy grave” y porque “resultaría inútil”. Aunque el subte era también un tranvía, las puertas, sin embargo, se cerrarían antes de partir de la 12

estación. Se ve claramente que ésta advertencia es por una razón de seguridad, pero de las diez advertencias publicitadas, cuatro tienden a enseñar al pasajero como debe moverse y dejar mover, por ejemplo: “1a. Antes de llegar á la estación de destino el pasajero se habrá levantado y encaminado á la puerta de salida para no prolongar las paradas más del tiempo estrictamente necesario. 2a. Convendrá habituarse á distinguir las estaciones por el color de las mayólicas. 3a. Las personas que desciendan de los coches facilitarán el movimiento de pasajeros, retirándose con prontitud de los andenes. 8a- Se entrar á los coches con toda prontitud”6 Para las mismas vísperas, en el diario La Nación se explicitaba la importancia de ahorrar tiempo al subir y bajar de los coches. Se indicaba que el máximo de tiempo de parada de un coche era de 20 segundos, y que esto se lograba en la medida en que se utilice el subterráneo con experticia: “La empresa cree que en Buenos Aires, como en las demás ciudades que cuentan con este servicio moderno de transporte, el público se acostumbrará a tomar y dejar los coches con la mayor celeridad posible, pues se concibe fácilmente que en un subterráneo donde las estaciones son tan pocas, distantes unas de otras, la duración de las paradas constituya un factor importante en el desarrollo de la velocidad”7. El acostumbramiento a estas nuevas prácticas significaba asemejarse a aquellas ciudades que poseían medios modernos de transporte. Las habilidades para moverse en la ciudad, interactuar con las máquinas, manejarse en el tráfico, formar parte de su ritmo eran precondiciones para ser un sujeto metropolitano o moderno. Su contraparte era el “provincialismo” como lo refieren algunos chistes que podemos encontrar, por ejemplo, en una publicación de la Compañía Anglo-Argentina de Tranvías en la que se satiriza al 6 7

La Prensa, 26/11/1913 La Nación, 01/12/1913

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“hombre provinciano” que entra en contacto con el tráfico callejero de Buenos Aires. Con fotos de medios de transportes y de un policía de tránsito en formas onduladas dando el efecto de mareo (fig. 4), la revista representa las “impresiones de un provinciano que visita la metrópoli”. Otra alusión al provincialismo como sinónimo del sujeto falto de destrezas para moverse en la ciudad es el chiste que un miembro del Concejo Deliberante de Buenos Aires realiza durante un debate sobre los inconvenientes de las nuevas puertas automáticas en el subte. En medio de una anécdota sobre el “pánico” que puede ocurrir al no haber guardas que operen las puertas, narradas por el concejal Bogliolo, en la que señala que un diputado provincial del radicalismo “a raíz del pánico producido en uno de los coches, tuvo casi que sufrir la amputación de uno de sus miembros”, el concejal Muscio interrumpe, diciendo: “Era provinciano”; lo que desata la risa de los demás concejales8.

Fig. 4 “Tráfico ligero”, El riel porteño (1925).

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Versiones Taquigráficas del Honorable Concejo Deliberante de Buenos Aires, Sesiones del 3 de Mayo de 1929, p. 362.

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La figura del provinciano fascinado, aturdido, desorientado por el ritmo de la ciudad también puede verse representada en Nobleza Gaucha (1915) –película sin sonido en la que los dos protagonistas (gauchos) tratan de abordar un tranvía en movimiento. Primero se satiriza a los personajes corriendo detrás de un tranvía, al que finalmente logran abordar; luego con el pago del boleto, del que desconocen que se debe realizar.

Modales: el control de los comportamientos en el viaje. Junto al progreso técnico que se manifestaba a través de la innovación en las tecnologías de transporte se esperaba un progreso cultural (mayor grado de civilización, entendida como un orden basado en la organización del comportamiento de los sujetos en el espacio privado y público). Los comportamientos de un pasajero civilizado no sólo correspondían, como vimos en el apartado anterior, a las habilidades y destrezas (expertise) para utilizar los medios de transporte, sino también con los modales, la compostura, la educación o urbanidad que se moldeaban no sólo por normas impuestas “desde arriba” sino, y fundamentalmente, “desde abajo”, en la forma de autodisciplina. Las normas sociales implícitas iban desde la cortesía de ceder el asiento a una pasajera a no fumar en un vehículo, del aseo al trato respetuoso hacia el otro. Es decir, que si bien por un lado se esperaba que se mantenga la distancia social en la proximidad física, por otro, se exigía ciertas interacciones que hacían a la amabilidad, la cortesía, la “caballerosidad”, etc. La impresión recurrente de los cronistas de la época era que ambos tipos de progreso tendían a disociarse. Buenos Aires se modernizaba pero culturalmente no estaba a la altura de ese progreso material. Tal era la impresión “decadentista” de muchos cronistas que construían éste diagnóstico a través de la observación de las prácticas y conductas de los sujetos en movimiento (sea en el tráfico, como conductores, o como pasajeros del transporte público). En la inauguración del primer subterráneo, por ejemplo, Constancio Vigil editorializaba lo siguiente en la revista Mundo Moderno:

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“Más de cien mil personas viajaron en la nueva línea durante las primeras doce horas de funcionamiento, y todos hemos podido comprobar, no sólo la corrección, sino la cortesía con que se comportó, en general, tan enorme público. “Así, pues, al par de la potencialidad económica, se ha manifestado la cultura del pueblo metropolitano, en nada inferior a la del más civilizado de la tierra. Junto a la línea de adelanto material queda trazada otra línea del adelanto material queda trazada otra línea paralela y de igual extensión representativa del progreso moral. Crece el cuerpo y crece el alma. En nada se lee mejor la bondad y la inteligencia de una sociedad, que cuando se transforma en remolino de gente que al impulso de la curiosidad quiere toda pasar al mismo tiempo por un estrecho espacio, sintiendo, toda idéntica ansiedad al mismo tiempo. Esta fiebre que muestra que los pueblos nunca dejan de ser niños, marca a menudo con sangrientos episodios los días que se consagró al placer y al regocijo”9. El comportamiento infantil de la masa de pasajero podía explicarse por la curiosidad que motivaba el primer viaje en subterráneo. Las empresas de transporte como las autoridades municipales esperaban que pasado el furor por la novedad el “público” se familiarizara con el nuevo medio y la circulación se “normalizara” brindando un mayor confort y rapidez como se publicitaba: “…pasados los primeros días y una vez que el público haya satisfecho su curiosidad natural, es menester normalizar las cosas en forma de que el subterráneo llene el objeto para que ha sido construido, es decir, para viajar cómoda, rápida y fácilmente”10. Pero la falta de confort provocada por la multitud no sólo surgía de la fascinación del público en los días de inauguración (experiencia extraordinaria), también era

una

impresión del viaje cotidiano en todos los medios de transporte (experiencia ordinaria). Ya sea porque los vehículos pasaban “completos” y era muy difícil abordarlos (si es que se detenían) o por las conductas tanto de los pasajeros como la de los guardas y conductores, los inconvenientes para viajar diariamente se hacían oír a través de 9

Mundo Moderno, 10/12/1913 La Prensa, 04/12/1913, p. 4.

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diversos artículos en diarios y revistas. Los ómnibus y los tranvías eran objetos predilectos de la crítica y, si bien el subterráneo prometía mayor confort, rapidez y seguridad, también podía tornarse incómodo. Son varias los ejemplos en el humor gráfico o en el cine donde los pasajeros del subterráneo viajan como “sardinas” (Fig. 5). El viajar colgado como “racimo humano” en ómnibus o tranvías era una postal cotidiana de Buenos Aires. En este contexto, la aparición del auto-colectivo en 1928 despertó la esperanza de un mejoramiento en el servicio de transporte público en general. En especial se lo contrastó con otros medios de superficie. En Septiembre de 1928, El Mundo se refería a los ómnibus como “enormes moles arrolladora” y presentaban el surgimiento del auto-colectivo en términos bélicos, como una batalla en la que el ómnibus llevaba las del perder.

Fig. 5 Alegoría de los pasajeros del metro que viajan como sardina. Fuente: Caras y Caretas 24/10/1931. El uso masivo del automóvil, a través de la puesta en servicio de los taxis para transporte colectivo, no sólo significó una “democratización” de un bien de lujo deseado como el automóvil –como sostenían los concejales socialistas y parte de la prensa- sino que significaba también una forma de experiencia más confortable respecto a los ómnibus y tranvías.11 El hecho de viajar sentado, de que el tiempo de espera en una parada se acortaba por la alta frecuencia de los auto-colectivos, o la facilidad de subir y 11

Ver diario La Vanguardia 30/09/1928 y 02/10/1928.

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bajar donde convenía, se sumaba a la experiencia de un viaje socialmente menos regulado y con oportunidades para prácticas de sociabilidad que se percibían distintas a las de los medios de transporte masivo. En este contexto, el automóvil, que se estaba imponiendo como innovación tecnológica en el transporte y en emblema indiscutido de una “modernidad cinética” (Giucci, 2008), ofrecía la expectativa de un viaje mucho más confortable; en primer lugar, porque se viajaba sentado en un vehículo con pocas personas. De la experiencia de la masividad y el anonimato de los grandes medios de transporte se pasaba al auto-colectivo que era una mezcla de espacio íntimo de sociabilidad entre extraños donde la distancia social se hacía aún más difícil de mantener. La forma material del automóvil otorgaba un modo de interacción especial ya que agudizaba la “intimidad” generada por la proximidad de los cuerpos tanto como el tiempo compartido durante un viaje (Schmucki, 2002: 60). Así lo percibe Roberto Arlt en una Aguafuerte porteña a la semana de aparecido el autocolectivo: “Dos personas de distinto sexo, que viajan en el mismo asiento de un auto, no se pueden mirar con la misma indiferencia que si viajaran en un ómnibus. Eso no es posible. Desde muy antiguo el viaje en auto con una mocita era algo que se apetecía muy profundamente […] Ahora bien: con el nuevo sistema de tráfico ligero, uno tiene la oportunidad de sentarse al lado de lindas muchachas, a las que no es posible mirar como si se tuviera en los labios un candado. Se impone la cortesía de una sonrisa y la gentileza de tres palabras…”12. Cuando el auto-colectivo comenzó a cambiar su forma para devenir en un micro-bus de 11 asientos, un cronista percibía con nostalgia el automóvil. Junto a la posibilidad de iniciar conversación, el autor decía que el colectivo era un espacio “libre de trabas reglamentarias” a diferencia de los medios de transporte masivos, permitiendo prácticas como fumar: “el tipo clásico de colectivo ciudadano”, decía, que verano era “fresco y ventilado”, con la reforma “so pretexto de la evolución y el progreso” se ha transformado en un “supercolectivo reformado, que trae nueve o diez asientos en una sola jaula,” y que además viene “alhajada con letreros educativos” como “Sea cortés 12

El Mundo, 9/10/1928, p. 4

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con las damas”; “No fume habiendo señoras”; “Cierre la puerta con cuidado”; “Pague con monedas sueltas”.13 Las reglas a las que se refiere, no necesariamente se cumplían en los otros modos de transporte pero formaban parte de un “deber ser” del pasajero moderno. Estas reglas, dijimos, no eran solamente impuestas “desde arriba” sino que funcionaban más como una autoregulación –o al menos esa era la expectativa de quienes señalaban las “malas costumbres” de los pasajeros porteños. Las estrategias para modelar a los pasajeros eran diversas. La mayor compañía de transporte de la ciudad, la Anglo-Argentina, lanza en 1925 una revista para sus usuarios en las que difunde normas de comportamiento a través del humor, satirizando “personajes” y comportamientos que deberían evitarse. En la columna titulada “Desde la plataforma” se critica al “señor que silba”, al “señor que lee de „ojito‟”, “el señor que no se sienta” parándose en la puerta del tranvía. En un tono similar, la revista Mundo Moderno publica en Noviembre de 1928 una serie de “galerías” fotográficas de “mal educados” en las que aparece “el hombre que golpea a todo el mundo con el bastón”, representado por un pasajero que al sacar un boleto en el subte golpea con su bastón a la pasajera que espera en la fila por tener el bastón debajo del brazo. También figura el “hombre que se limpia las uñas en el tranvía o el ómnibus” ofreciendo un “grosero espectáculo” especialmente cuando van sentados “junto a una mujer, que tiene que sufrir su indelicadeza”14. La columna de Eduardo Encina, “Desde el mirador”, en Caras y Caretas, publicadas a mediados de los años 20, es un muy buen ejemplo de aquellas voces que marcaban las conductas incorrectas y solicitaba la acción de las autoridades al tiempo que asociaba estos signos de “incultura” porteña a las falencias que tenía Buenos Aires para convertirse en una metrópolis moderna. Entre los tópicos tratados por Encina y otros, encontramos las siguientes observaciones sobre el comportamiento de los pasajeros: Fumar: una de las prácticas usuales que estaba reglada de diferente manera según el medios de transporte era la de fumar. Aunque es una regla que también cambió con el tiempo, dependía si se viajaba en un vehículo cerrado o abierto (como un tranvía u ómnibus imperial), es decir que estaba relacionado con la ventilación. Pero también con 13 14

R. Parpagnoli “El Hombre Providencial,” Crítica, 6/04/1933, 6 El Mundo, 21/11/1928, p. 4

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la co-presencia entre pasajeros de diferente género, ya que se consideraba que fumar frente a la una mujer era una falta de respeto.15 Encina decía al respecto de fumar en el subterráneo: “Por muy absurda y extravagante que pueda parecer la cosa a los que nunca viajan en el subterráneo, he aquí que son más numerosos cada día los impertinentes que fuman en él. Hay, desde luego, precisas y terminantes ordenanzas al respecto; pero ello estimula acaso el capricho contradictor o contraventor, diremos, de los chocantes fumadores. Los muy orondos encienden obviamente sus cigarrillos o cigarros entre las aperturas asfixiantes, y no hay un policía o un empleado que los llame a la educación y al orden. Por eso a la empresa y a la autoridad les llamamos nosotros la atención al respecto”16. Oír: Lo que se escuchaba en estos espacios públicos era también objeto de atención por parte de quienes exigían “buena educación”. En 1909 La Prensa hacía notar la “mala” manera de proceder de los guardas del tranvía quienes pareciera que “se empeñaran en extremar las irregularidades en el desempeño de sus funciones, arrancando á cada momento protestas de las personas que son víctimas de tales impertinencias.” En este contexto, “las señoras tienen a menudo que oír frases soeces cuando un guarda ó un mortoman se toman a discusión con la persona que protesta porque el coche no ha parado del todo para descender ó para subir el pasajero”17. Dos décadas después Encina llama la atención de la “Ola de mala crianza” que hace “un verdadero agosto” en los espacios públicos: “con sólo considerar la cantidad de exclamaciones soeces y de palabrotas espesas que se oyen continuamente en los sitios públicos, bastará para comprender que llamemos la atención general sobre un bochorno que debe desaparecer de nuestro ambiente de segunda ciudad latina del mundo”18. Pero lo que molesta de la mala educación al hablar no es solamente las “guarangadas” sino el hecho mismo de oír la intimidad del otro porque se habla “alto y estrepitoso”, lo que provoca además la invasión del otro en la propia intimidad del viajero: “lo más desagradable y ridículo de estos habladores (y habladoras, con perdón de ustedes) es que cuentan en el tranvía, en el tren, en la iglesia misma […] las cosas más íntimas y los asuntos menos 15

La Prensa 1910 o Revista Municipal 1910) Caras y Caretas, 04/12/1926 17 La Prensa, 17/09/1909, p. 7 18 Caras y Caretas, 17/07/1926 16

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comunicables. Es una especie de pasión de la indiscresión a la par que de la sonoridad y de la garlería […] Y luego, cuando el pacífico viajero del tranvía o del tren le toca cerca un grupo o una banda de estos no debe ni pensar en que pueda leer el diario ni aun contemplar el paisaje”19. Oler: En una ciudad y cultura como la porteña, marcada fuertemente por el higienismo, la falta de ventilación y aseo en los vehículos (como medios ambientes propicios para el contagio de enfermedades) se sumaba a las críticas por la falta de aseo personal. Encina criticaba la falta de ventilación en época invernal en los subtes: “los que viajan más de diez minutos seguidos saben lo difícil que se hace respirar en los coches cerrados, donde se forma una atmósfera gruesa, que no evoca, precisamente, la del Rosedal…” 20. Sobre los olores en las épocas estivales, otra columnista de Caras y Caretas señalaba que “la falta de higiene, la despreocupación, la haraganería son factores que convierten a pacíficos ciudadanos o ciudadanas en asesinos del próximo”21. Roces: Encina también aborda uno de los gestos de “incultura” más señalado en otras notas: los roces físicos. Critica por ejemplo a aquellos que “cruzan la pierna en el tranvía subterráneo, en detrimento de los vestidos de los demás y de la comodidad (¡ay, tan poca!) con que se cuenta”, diciendo que son una “categoría especial de viajeros interurbanos nacidos para tener, por lo menos, automóvil propio…”22. A lo que agrega la “falta de educación en público” o “el sentido de respeto mutuo” en todo tipo de espacio a lo que asisten “numerosas gentes” que “facilitarían el tráfico y atenuarían las incomodidades de la aglomeración forzosa”; para ello es preciso que “el pasajero del subterráneo […] durante la marcha se sitúe tranquilo en donde le toque, sin hacer molinetes, sin pretender desarrollar su mímica ni frotarse groseramente con los vecinos”. Encima reclama, como otras notas periodísticas, que se “impongan las reglas de la cortesía, de la urbanidad elementa, que cuadran a nuestra metrópoli” de modo de que Buenos Aires “tendrá un detalle más de centro donde reside gente culta”23.

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Caras y Caretas, 03/01/1925 Caras y Caretas, 17/07/1926 21 Caras y Caretas, 08/01/1927 22 Caras y Caretas 19/06/1926 23 Caras y Caretas, 21/11/1925 20

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Una víctima especial de las “incomodidades” que se experimentaban en los viajes cotidianos era la mujer. Junto a los niños y ancianos era vista cómo víctima de los atropellos de la masa de pasajeros. Aquí se percibía a la mujer como un pasajero físicamente débil que no podía, por cuestiones de fuerza, ni tenía las destrezas para manejarse en la multitud. A esto se le sumaba la “falta de cortesía” para permitir un viaje más confortable, especialmente cediendo el asiento. Así lo apunta Josefina Marjous en una nota en la revista Aconcagua en 1930, donde describe el viaje en tranvía como un “campo de batalla”: “mi feminista se siente felíz. Es este el sitio donde los hombres abandonan sus tradicionales privilegios. Nos conceden igualdad de derechos y, naturalmente, las mujeres nos apresuramos a abusar de ello: ofreciendo el pie al pisotón; rechazando hipotéticas gentilezas Señorita, hay asiento. ¿Un hombre amable? Me vuelvo asombrada. Es el guarda. Acaba de bajar un pasajero. Suben veinte al coche replete. Luchamos.”24. Cómo todo código cultural, ceder el asiento era una relación social de reciprocidad donde se esperaba que el hombre diera su asiento tanto como que la mujer lo aceptase. Una caricatura basada en el Métro de Paris, publicada en Caras y Caretas en 1933 (Fig. 6), satiriza a una mujer que cree que le van a ceder el asiento cuando en realidad el pasajero está por descender en la próxima estación.

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“Jornada,” Aconcagua 4:10 (1930): p. 32

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Fig. 6 Malentendido. Pasajera que cree que le están cediendo el asiento. Fuente: “Los placeres del subte”, Caras y Caretas, 04/02/1933. Si el hombre rompía con ese código al no ceder el asiento era considerado una falta de modales o cortesía, mientras que si la mujer lo rechazaba podía provocar irritación, como lo ilustra un artículo de tono misógino y violento publicado, paradójicamente, en una revista femenina como Para Ti. La nota se titula “Mujeres que de buena gana mataría”, y es originalmente norteamericana. En ella se describe varias situaciones en que las mujeres „rompen‟ ciertos códigos o conductas esperables como la de aceptar el asiento en el subterráneo. El autor, W. H. Makin, cree que esta actitud es “imperdonable” lo cual demostraba que las mujeres no eran “un ser débil, bondadoso y gentil” que merecieran la protección de los hombres, como generalmente se creía: “¡Y nadie puede imaginarse cuánto detestan los hombres a aquella mujer que rehúsa aceptar un asiento en el subte! El papelón que hacéis al ofrecerlo de buena razón es algo que no se lo perdona a cualquier mujer que sea”25. Aunque la falta de cortesía en el subte era socialmente mal vista, hay algunos ejemplos que excusan esta actitud del hombre. El cansancio del pasajero varón como motivo para negar el asiento a una mujer aparece una “buena” razón. Fernández Moreno (1949: 9293) lo celebra en su poema “Subterráneo” (1936): “Junto a mí una señora 25

Para Ti, 10/09/1929, p. 18

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Va sin asiento, Con mi frente podría Rozar su cuerpo. ¡Con qué energía brotan de sus zapatos las pantorrilas!

Contra todas las leyes Sigo sentado, Ella es salud y gracia, Yo estoy cansado. Corre el tranvía, A tu salud, hermosa, Mi seguidilla”

En su historia “La señora de Pehuajó” (1926), Roberto Arlt protestaba irónicamente contra aquel código social con razones similares a las de Fernández Moreno. Arlt narra en primera persona la situación de los hombres que trabajan todos el día y regresan cansados a sus hogares y lo único que buscan en su viaje de regreso es un asiento donde descansar. Pero la situación se complica cuando el trabajador tiene que decidir entre dar el asiento a una señora o seguir el viaje sentado como si nada. La interesante tensión que presenta Arlt en esta historia no es sólo una cuestión de cortesía entre hombre y mujer sino entre pasajero-trabajador y pasajera-consumidora, porque ella es una señora “grande y corpulenta” con sus manos llenas de paquetes luego de hacer compras. Se acerca hacia donde está sentado él porque a su lado hay otra pasajera que resulta ser una amiga de ésta. Ellas inician una conversación mientras el pasajero escucha y se hace el distraído para no ceder el asiento. La “matrona”, como dice Arlt, menciona que ha venido de Pehuajó ayer y ha estado hoy de compras y por esa razón se encuentra un poco cansada. Al decir esto ella mira “significativamente” al pasajero que está sentado mientras éste la mira “impasible” y piensa pon dentro “Aunque vengas del Polo, te vas a quedar de pie”. La conversación 24

entre las pasajeras continúa con miradas hacia el hombre que no cede su asiento. Sin embargo, él se siente un “mártir de cemento armado” y sigue “impertérrito”. Se suceden gestos y miradas sugerentes mientras él continúa sin decir “ni oste no moste” y mira “detenidamente un aviso de alpargatas”. Cuando la señora de Pehuajó “lanza un suspiro”, él se rasca la punta de la nariz, mientras la otra matrona lo “contempla a su vez descaradamente”. “Su mirada me dice: Sea amable; déle el asiento”. Pero la resistencia se funda en su legítimo cansancio, valorando el tiempo de trabajo por encima del tiempo de consumo; tensión que pone en cuestión la idea de que la mujer es más débil o frágil y por ello necesita el asiento más que el hombre. Aquí, lo que entra en conflicto son dos sujetos que expresan dos ritmos diferentes, el del trabajo (lineal) y el ocio, en el que el privilegio del confort debe estar dispuesto para el trabajor como lo sostiene el autor: “Es inútil que trates de seducirme, mujer parlera; este asiento lo he ganado con ocho horas de trabajo, mientras que tú vienes de holgarte por las tiendas. No insistas, mujer parlera”26. Pero desde la mirada femenina, aquella falta de cortesía sometía a las mujeres a un viaje no sólo incómodo sino expuesto a abusos por parte de los pasajeros. Aprovechando el anonimato, la masa de gente, la proximidad física y los roces en los medios de transporte, los pasajeros solían abusar de las pasajeras. Una amplia gama de la prensa, que iba desde diarios tradicionales a revistas feministas, abordaba este problema como una experiencia cotidiana que sufrían las pasajeras. En su “Brevario de la vida”, la comentarista de Caras y Caretas, Roxana, cuenta el modo en que las mujeres viajan en el tranvía: “Sube una dama, bien parecida, correctamente ataviada: ¡completo! El pasillo interior es una masa de gente ambos sexos. La señora mira ansiosamente para ver quién le cede su lugar. El trabajador que va sentado la mira despreciativamente, y sigue aplastado en su asiento. El empleadillo hace otro tanto, y se acomoda mejor. El señor vuelve la cabeza para evitar compromisos; la señora sigue de pie, expuesta a mil rozamientos desagradables”27.

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“Crónicas tranviarias”, Don Goyo, 13/07/1926: 63 Caras y Caretas, 26/06/1926

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Si bien Roxana nos describe mujeres de la aristocracia que han caído en desgracia financiera y deben tomar el transporte público, enfatizando “¡Cuántas mortificaciones hay que sufrir para viajar democráticamente!”, desde diarios de izquierda como La Protesta, y desde una mirada masculina, también se denunciaba el maltrato hacia las mujeres, especialmente las obreras quienes sufren una “doble explotación”, en la fábrica y en el tranvía: “No se trata ya de la incomodidad en que hay que viajar, que es bastante, sino de la forma incorrecta e inmoral de ciertos individuos que toman el choche por cosa propia: y cual manada de potros salvajes, atropellan a sus semejantes en forma indecorosa y brutal. Lo que causa indignación es ver hechos inmorales; ya no se respeta para nada a las pobres obreras que van a la fábrica o al taller. ¿No es suficiente pena, que tengan que ser carne de taller y que algunas después de ser vilmente explotadas son convertidas en carne de lupanar y de corrupción?”28. Desde la mirada femenina estos hechos siempre se señalaban como un abuso mientras que desde la mirada masculina se lo identificaba como un signo de incultura que afectaba a la imagen del hombre porteño y por lo tanto de la ciudad. Con la medida de separar a los hombres y mujeres en el subterráneo, reservando un coche especial para mujeres, ancianos y niños, tomada en 1928, un artículo de Caras y Caretas criticaba la medida no sólo porque se consideraba que se estaba generalizando el comportamiento de pocos individuos a la totalidad de pasajeros varones sino que la “incultura” afectaba la imagen progresista de Buenos Aires. “No es una ordenanza municipal; es un capricho de la empresa. En ningún país del mundo se acontece cosa semejante. El acto de separar a la mujer del hombre, en los lugares públicos, habla poco en favor de la cultura de un pueblo. Es un error lamentable, puesto que, en Buenos Aires, existen restaurantes y confiterías sin separaciones ofensivas para la concurrencia y en dichos locales no acontecen actos denigrantes. La separación proviene de un puritanismo absurdo; por lo general, la dictan quienes no tienen la seguridad de la educación y don de gentes. Buenos Aires no es una aldea; tiene 28

La Protesta, 03/08/1928

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los adelantos de las grandes ciudades del mundo, y en éstas una diferenciación como la anotada implicaría una justa reacción iracunda; pero nosotros estamos empeñados en perpetuar ante el extranjero un descrédito que no merecemos”29.

Conclusiones La forma en que nuestras prácticas cotidianas, incluso mundanas, afectan el modo en que experimentamos la ciudad –entendiendo como experiencia las prácticas y significados que emergen con ella- así como el modo de representarla a través de discursos, imágenes y otros tipos de representaciones también moldean el modo de interpretar y percibir esas experiencias ha sido el foco del historia cultural urbana. No obstante, ha prevalecido una mirada parcial sobre la práctica del habitar, fijándola al hecho de vivir o percibir un lugar, un espacio fijo. La experiencia de moverse por la ciudad, a excepción del hecho de caminar y más precisamente la práctica del flâneur, ha recibido menos atención en el campo de la historiografía local. Para los estudios sociales de la movilidad, el hecho de viajar es más que el mero traslado de un punto a otro y se convierte en una forma de habitar-en-movimiento, en una práctica significativa; atravesada no sólo por relaciones sociales sino ensambladas en una red híbrida socio-tecnológica. Esta idea, basada en la teoría del actor-red, nos guía en esta reconstrucción histórica de la experiencia de viajar cotidianamente en los medios de transporte público de la ciudad de Buenos Aires observando prácticas, materialidades, relaciones y significados. Este abordaje descarta la idea de los espacios de movilidad (en este caso los medios de transporte) como “no-lugares”, es decir espacios carentes de relaciones sociales significativas ancladas en un lugar. Por el contrario se observan que las prácticas hablan de un modo de ser del sujeto urbano moderno, de lo que se espera, del modo en que se imponen disciplinas en una sociedad dominada por la razón instrumental y el tiempo del trabajo capitalista. También da cuenta de las tensiones que los discursos progresistas sobre la modernidad generaban. La crítica al pasajero como símbolo de la puntualidad es síntoma de la angustias que provocaba una movilidad mecanizada, acelerada y normada, como así también cómo 29

Julio Indarte, “Desde el Mirador”, Caras y Caretas, 10/03/1928.

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esos espacios de movilidad se transforman en arenas culturales donde se debate la razón de ser del progreso. A pesar de su carácter efímero, los pasajeros dejan rastros diarios, que se repiten a lo largo del tiempo como prácticas y representaciones. Muchas de estas se han naturalizados –como siempre hubiesen estado allí. Se aprenden y reproducen casi inconscientemente y pocas veces registramos que han sido construidas socialmente –o mejor dicho co-construidas social y tecnológicamente- a lo largo del tiempo. En este trabajo hemos pretendido explorar el surgimiento de algunas de esas prácticas y las representaciones sobre el viaje y el pasajero que se modelaron en un momento importante de transformaciones urbanas y de la tecnología del transporte.

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