Ethos de la escisión, la Historia, lo humano

September 16, 2017 | Autor: M. Quintana Paz | Categoría: Humanismo, Estética, Estética, Filosofía Del Arte, Filosofía del arte, Posmodernidad, Modernidad. Posmodernidad
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Ethos de la escisión, la Historia, lo humano

Miguel Ángel Quintana Paz

ETHOS DE LA ESCISIÓN, LA HISTORIA, LO HUMANO. Notas en torno a la obra de Domingo Sánchez Blanco «El humo hace señales»

Miguel Ángel Quintana Paz

LA CUESTIÓN DE LA POSIBILIDAD DEL DISCURSO “¿Es posible/tiene sentido hablar hoy/aún de...?” La pregunta que entrecomillamos se nos repite últimamente en toda clase de títulos (ya de congresos, ya de artículos, ya de conferencias: en suma, dentro de todos los eventos del habla que ella misma cuestiona), con alguna de las variantes opcionales que hemos separado con barras, pero siempre entre afilados signos interrogativos; aderezada tal vez con un epocal “al principio del siglo XXI” que aproveche la ocasión del efectismo, pero sin poder nunca asegurar un “sí” como respuesta. Y, sin embargo, pese a la moda sospechosa, no podemos sino temernos que el recelo frente a los discursos de nuestra cultura – cultura que, paradójicamente, es heredera primogénita de la del ´ (“discurso”) griego – no es algo que se quede en una mera faramalla pretenciosa: sino que bien podría encarnar uno de los temas más dignamente tempestivos de nuestra época, ahora que creíamos que ya nada es capaz de plena actualidad (y por ello, acaso tampoco de la intempestividad de la que Nietzsche, Heidegger o Wittgenstein gustaron valerse en su momento1). ¿Se nos ha hecho ardua el habla? ¿Cómo hemos llegado a estar así? ¿Por qué esa obtusidad, por decirlo con Barthes, dizque nueva de los signos y de los discursos? ¿O es que siempre el lenguaje no fue más que una críptica huella del sentido, que no el sentido mismo, por decirlo esta vez con Derrida?

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F. Nietzsche, Carta a Richard Wagner, 18-9-1873; M. Heidegger, “Nur ein Gott kann uns noch retten”, diálogo con Dem Spiegel el 23-9-1966; L. Wittgenstein, Vermischte Bemerkungen, 41.

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En medio de estas preguntas, a las que tan hechos estamos que ya habitan con nosotros imperceptibles como el cielo, la gravedad o la frustración, la obra de Domingo Sánchez Blanco se atreve a someternos a una grabación en que las palabras de los relatos osan seguir siendo protagonistas, tantos tiempos y vocablos después del verbo, quod in principio erat. Palabras grabadas o agravadas (en latín era lo mismo); grabación que es (nos ayuda ahora su etimología francesa) un ansia de permanencia que, como el de toda huella, no puede fingir que el pie que la marcaba ya se alejó. Y que quizá ya no exista. Esa es la apuesta del artista: seguir grabando palabras. Aún/hoy.

DAS GANZE IST KEIN GANZES MEHR Pero, para entender la osadía, hay que desentrañar las causas y azares que nos han llevado a donde estamos. La primera: que si la palabra se ha vuelto ardua es porque ella sola siempre fue muda. Fueron la frase, el párrafo, el libro, la biblioteca, quienes nos mostraban lo que se nos quería decir, mientras que la palabra aislada, hurañamente sola, o era demasiado veleidosa (el fenómeno de la ambigüedad que podríamos llamar, con Quine, “gavagai”) o era amenazadoramente manipuladora (esa descontextualización que tan bien caricaturiza el magistrado de Los intereses creados). Es decir, no era palabra, sino masa informe o arma sañuda. Sólo la palabra en frase, en párrafo, en libro o en biblioteca (Aristóteles añadiría, y es buen modo de seguir la progresión: en la ciudad; García Bacca añadiría, traduciendo a Hölderlin: en-diálogo2) es palabra auténticamente: tal fue el descubrimiento de las investigaciones de Wittgenstein; tal es motivo probable de que para el latino una palabra fuese toda una “parábola” entera, y la palabra aislada, mera “voz”. No entendemos las palabras, sino las frases, los libros, las bibliotecas, los párrafos. Sin éstos, nos quedamos sólo con parrafadas. Parrafadas como las que nos exhibe esta obra de Domingo Sánchez Blanco. O como las de ese largo libro, casi biblioteca, que Robert Musil llamó El hombre sin atributos. Y es ahí donde se nos argumenta el porqué de ambas y todas las acumulaciones de parrafadas: “Das Ganze ist kein Ganzes mehr”, “El todo ya no es todo”. De pronto, si también las frases y los libros, incluso la biblioteca o nuestra ciudad, pierden su cohesión, entonces ya no hay sentido ninguno. Es una fractura que deja sueltas a las palabras, como describía Nietzsche, pero lo inquietante es que ya sabemos que las palabras sueltas no son nada. Si el todo (la frase, el párrafo, la biblioteca) perdiera su completud; si algún Gödel maligno (permítaseme, pace Sokal, la figura) nos dejara sin una totalidad que dé sentido a nuestras palabras (nuestra “obligación”, nuestro “soy”, nuestro “sabemos”, nuestra “espera” - las palabras importantes para Kant), si todo esto sucediese (y ha sucedido o está sucediendo desde que pronunciar el concepto de nihilismo no está injustificado), entonces las palabras se vuelven otra vez mera voz (o flatus vocis), la lengua hace mero runrún y la pluma, meros chafarrinones. Podemos acumular palabras como si quisiésemos afectar que no están desencajadas, pero en vez de párrafos nos salen (les salen a Sánchez Blanco, a Musil, a tantos) parrafadas. En su exuberancia abatida, ellas nos muestran el evento sucedido: la fractura del todo, la escisión (-skizo) de nuestra inteligencia (frene), es decir, la esquizo-frenia. Nada sorprende, entonces, que los personajes que 2

M. Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, trad. de J. D. García Bacca, Barcelona, 1989.

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aparecen y nos sueltan sus parrafadas no puedan sino ser esquizofrénicos, ya sean vieneses, o ya posean un fondo encalado tras de sí.

LA INHUMANIDAD DE LOS HUMANISMOS Pero el interés de la obra de Sánchez Blanco no se queda en esta acta de la escisión, que al cabo ha venido a estar ya (casi) suficientemente cotejada. El interés está en que las parrafadas de un calvo con fondo enjalbegado que nos brinda insinúan algo que la mirada atenta puede convertir en certidumbre: que, a pesar de los pesares, el artista se arrisca a volver a hacer a la palabra protagonista, y, a través de ella, con el ojo de la cámara deleitándose frenéticamente en el esquizofrénico que charla, el hombre (ese hombre) vuelve a ser protagonista. ¿Será envalentonarnos demasiado si pensamos que ahí puede esconderse un (post) humanismo? ¿Y que ese (neo) humanismo del artista podría calificarse como plenamente ajustado a (su) derecho? Para vindicar nuestro empleo de la palabra “humanismo”, resulta apremiante aducir simultáneamente que este humanismo tiene que ver más con lo humano que con los “otros” humanismos pretéritos, los humanismos de cuando ser humanista era de lo más pertinente. Estos humanismos abrazarían no sólo a los Ficino, Pico, Castiglione y Valla, sino que se acomodaban en la matriz de un Cristianismo que había puesto al hombre a la altura de hijo de la divinidad; sería después cuando Kant confesaría que lo único que le acababa importando es qué cosa sea el hombre, Buber se preguntaría programáticamente por ello, Feuerbach vería ahí un digno regateo a la religión, e incluso de la iglesia marxista se escindiría un grupo de heréticos que reclamarían el “marxismo humanista” desde el nuevo canon de los Grundrisse. La estela del prestigio se extendió hasta que estuvo bien talludo el siglo XX, de modo que incluso Jean-Paul Sartre, al resolverse a publicar en 1946 un libelo en defensa del bisoño movimiento existencialista, cayera en la estrategia de colocarlo bajo la égida del prestigioso dosel que usaran los de Florencia, el de Kaliningrado, cristianos ortodoxos o marxistas cismáticos: El existencialismo es un humanismo, pudo aún afirmar resueltamente. Cuando hablamos del humanismo de Domingo Sánchez Blanco, sin embargo, nada más capcioso que pensarlo según este modelo pasado. Y no sólo porque estos humanismos hayan sido engullidos precisamente por la caducidad propia de lo humano que blanden, y hoy sean como una lengua muerta que sólo con dificultad y apolilladas Rossettas podemos descifrar. No sólo porque Heidegger o Foucault nos hayan convencido de la muerte de lo humano – de tal modo que, en los últimos tiempos, haya convenido adoptar una táctica opuesta a la de Sartre: y, así, por ejemplo, manufacturar títulos como El cristianismo no es un humanismo3, y parejas ocurrencias –. No sólo por el cumplimiento al que asistimos de la profecía hölderliniana: “Ya no hay hombres, sólo profesiones”. Sino que hay algo más. Pues una comprensión perspicaz de lo que eran los humanismos arroja un diagnóstico sorprendente, como ya le comentara Heidegger a Beaufret: en realidad, todos los humanismos han sido profundamente cosificantes para el hombre, profundamente 3

J. M. González Ruiz, Barcelona, 1972.

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antihumanos. Todos ellos han presumido de ensalzar al ser humano, pero para ello colocaban su excelencia en entidades metafísicas diferentes de lo que Unamuno castizamente etiquetaría como “el hombre de carne y hueso”. Así, los cristianos eran humanistas no porque el hombre estuviese en el centro de su todo, sino porque este guardaba una relación filial con el verdadero centro, el Ser Supremo, que no era humano. Como tampoco lo era esa libertad absoluta, abstrusa entidad metafísica, con que los existencialistas justificarían, subsidiariamente, la excelencia del hombre. Tampoco era un hombre, sino una entelequia, lo que pusieron en el centro los presuntos “humanismos” marxistas (la utópica sociedad futura), kantianos (el noúmeno enigmático), renacentistas (una “libertad divina”, por decirlo con la Oratio de hominis dignitate), feuerbachianos... En todos estos casos el fundamento de la Weltanschauung se llamaba de un modo bien diferente al de los hombres concretos; en estos cosmos lo humano no era astro rector, sino satélite (eso sí, privilegiado, como la Luna es monógama frente a la Tierra), y por ello ni Copérnico ni Darwin fueron del todo pioneros en desalojar al homo sapiens del centro del Universo, si es que alguna vez se le permitió habitar allí. En suma, los humanismos fueron siempre inhumanos; y, seguramente, nunca hubiesen perdido su tiempo en registrar las palabras de un esquizofrénico sobre su historia deshilvanada. Se vuelve así patente que no es a aquel modo de ser humanista al que nos referimos.

ANAXIMANDRO, GIORDANO BRUNO Y EL CENTRO CUANDO NO HAY CENTRO Además, un humanismo que pretendiese poner ahora en el centro del todo al hombre se encontraría con la dificultad ya consabida: que no existe ese todo, de modo que apenas se puede aún escribir, como hiciera en su día Fernando Savater, un panfleto contra él. Encara, de esta suerte, todo humanismo del futuro dos obstáculos encadenados: que no hay ya una centralidad en que ubicar al hombre, y que no hay ya un hombre que ubicar en la centralidad. ¿Cabe entonces adjudicar aún a Sánchez Blanco algo así como el humanismo? Y no obstante aventuramos que así es, siempre que atendamos a un bucle peculiar en que se refugia la obra del artista. En efecto, constatando que nuestra mundanidad (Sein-in-der-Welt) ha quedado sin gozne rector en que pivotar, que nuestra biblioteca se ha hecho la laberíntica enciclopedia de que ha hablado Eco, y el árbol de la ciencia se ha disgregado en los tubérculos rizomas de Deleuze, nuestra sensación se asemeja a la que sentiría un antiguo que viese estallar la bóveda de los cielos y temiese la intemperie de lo ilimitado que de ese modo se le abre en torno. El caos en que vagamos es una infinitud real, malgré G. Kreisel, y ningún límite limitador (Beschränkung) ni frontera delimitante (Grenze) vienen en nuestro auxilio para tentar una geografía de nuestro hábitat. Mas precisamente esa condición en que nos hallamos nos puede dar una nueva pista para el pensar, una pista sugerida, con el precio de su sangre, por Giordano Bruno hace trescientos años. Si no hay centro, porque todo es infinito, entonces cabe, sin ofender a la lógica, decir igualmente que el centro está en cada punto, en cada hombre, en cada átomo del caos. Todos somos el centro porque no hay centralidad ni periferia, y desde cada punto de vista o cada punto del ser, el límite está siempre (como le conviene a toda definición rigurosa de “centro”) a la distancia máxima posible, a una distancia infinita.

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Aún más, y pensemos ahora con Anaximandro: cuando algo está instalado en el centro (o, ahora: en los infinitos centros) no es necesario explanar por qué no se precipita hacia un lugar u otro, por qué no necesita un sostén ulterior que lo sujete. Si algo está en el centro, no puede caerse ya que (remedo yerto del indeciso asno de Buridán) no habría ningún motivo para que lo hiciese hacia un lado o hacia otro, y como no cabe optar arbitrariamente por una caída más bien que otra, permanece colocado inerte donde ya está. El centro no necesita fundamentarse. De este modo, entonces, los infinitos centros brunianos que ahora son todos los hombres no precisan ya de aquellos cimientos metafísicos de los humanismos para alcanzar su piquiana dignidad. Todos son centro y todos fundamento cuando ni hay centro ni fundamento. Y así es posible fundar una obra, centrar el ojo de una cámara como lo hace Sánchez Blanco, de un modo humanista en contra de los humanismos; y así, en diálogo con el Satz vom Grund heideggeriano, la fundación ya no oprime y el objetivo (de la cámara) ya no objetiva. Pero una vez reclamada de este modo la capacidad de enfocar en nuestro encuadre a un hombre tan escindido y esquizoide como el universo del que es anaximándricamente centro y basamento, la imagen no se detiene ahí. Pues el modo de estar de ese hombre no se deja atrapar en una simple disposición reificante de él para los ojos. Su modo de estar, que no de ser, su ethos, que ahora sustituye a su esencia, es bien diferente.

LA (DOBLE) HISTORICIDAD COMO ETHOS EN LA ESCISIÓN En efecto, Sánchez Blanco nos narra a un hombre narrando. Registra a un hombre que habla, convierte en lo que Walter J. Ong ha llamado segunda oralidad un discurso que pertenece a la oralidad primaria. Se continúa así la estrategia que ya fuera denominada en referencia a nuestro artista, por parte de Fernando Castro, como la de la “hibridación”4. Es más, la intersección se torna poliédrica: la ficción del vídeo se pliega sobre la ficción de un (deslavazado) relato que se constituye sobre la ficción que son siempre los recuerdos, quienes, a su vez, pretenden reconstruir una realidad que ya hemos aprendido a tratar como un juego de disfraces ficticios. Y es que, ¿existe la realidad si es sólo fragmento, si su unidad se puede sólo ensamblar a posteriori en un relato como hacemos con los sueños apenas recordados a la mañana siguiente? No es el momento de recordar la fructífera reflexión conjunta sobre los relatos que se provocó hace unos años, siguiendo esta sugerencia del sueño, entre Malcolm y Putnam; pero sí quizá de recordar que una realidad por reconstruir al modo de los ensueños hereda la ficcionalidad que resumió el Leitmotiv calderoniano. De este modo, el juego de reflexión de ficciones logra cargarse él mismo de un alto grado de ilusión. Y, de tal modo, de modo curioso, se nos lanza de nuevo en la era postmetafísica a la pregunta por la realidad: a una ontología “revisitada”, dicho a la manera de los anglicistas. Asistimos, pues, a una orgiástica de la ficción, del relato, de la historia. Con ello se certifica que el hombre del post-humanismo, es decir, el post-hombre (quizá esa sea, con Vattimo, la mejor traducción de Übermensch) sólo es centro a costa de dejar de ser, y comenzar a, heraclitianamente, devenir. La historia del hombre es el hombre, o el 4

“La tierra (fronteriza) de las fotografías”, en D. Sánchez Blanco, Show, Vigo, 1997.

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hombre deviene lo que su historia deviene. Su historia no sólo como res gestae, sino también como rerum gestarum: su historicidad no es sólo el factum de su finitud, sino de su necesidad de narrar esa finitud, de novelarla à la Duby. En la historia vivida y en la historia contada se aloja el ser humano, en una vida que es narrar(se) y en un narrar que no puede sino ser parte de la vida. A esta paradoja se han enfrentado todas las Confesiones, de Agustín de Hipona a Rousseau; la han glosado Kierkegaard y la Zambrano. Es nuestra (doble) historicidad que Domingo Sánchez Blanco, a su vez, nos historia.

CÓMPLICES DE GUERRA Los materiales de que se sirve el artista no quedan sobreseídos de su crimen baudrillardiano. No es posible condonar a una pantalla de televisión que nos apalabra etimológicamente una “visión a distancia”, si luego tal atalaya queda inútil porque tanto en la distancia como en la cercanía la escisión es perentoria y la orientación irrealizable. No es plausible eximir al vídeo (que es un “veo”, pero también un “deseo” para el latino) si no nos satisface la apetencia mayor (Aristóteles dixit) del ser humano, la de un saber con derecho a tal nombre. En la obra de Sánchez Blanco, el sujeto lampiño con fondo blanco recurre a la forma verbal del presente histórico para rememorarnos una y otra vez que lo que la gramática ya supo antes que nosotros: que toda historia en el fondo es presente en su efectividad (la Wirkungsgeschichte gadameriana). Su autobiografía se entrelaza con los “hechos históricos” siguiendo el motto de la cantante Alaska: “Toda Historia es nuestra historia” 5. Las voces que le interrogan lo hacen sin concierto ni teleología alguna, pero sin caer tampoco en la algazara con que experimentara Umberto Eco en sus lecturas de Joyce: ni siquiera el fárrago triunfa. Nada triunfa, ni el artista, y ese es su triunfo genuino 6. Quedamos recluidos en un ethos escindido pero por fin humano, el ethos del historiar. Las irregularidades del camino caótico, sus tesos y sus vados, no se presentan sino como barricadas y trincheras de una guerra (de nuevo una metáfora heraclitiana) que, como todas, construirá la historia y será semiolvidada de ésta. Pero entendamos por fin bien al Zaratustra sin que nos cieguen sus desviados intérpretes belicistas: Entre barricadas y trincheras, la propuesta es la de convertirnos en guerrilleros a los que tales fruslerías puedan poco importar.

5 6

Cfr. M. Á. Quintana, “Alaska, Heidegger y los Pegamoides”, en Cortao, Salamanca, 1998. Cfr. M. A. Ramos, “La teatralización del paisaje: Fracasar”, en D. Sánchez Blanco, op. cit.

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