Estar ahí: Louie y los límites de la paternidad

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Capítulo XII. Estar ahí: Louie y los límites de la paternidad

Capítulo XII

Estar ahí: Louie y los límites de la paternidad Manuel Garín

Pamela: La mayoría de los divorciados son deprimentes. Están perdidos. Pero a ti te va bien. Está claro que eres un buen padre… Louie: ¿Cómo sabes que soy tan buen padre? Solo porque esté en la misma habitación con mis hijas, ¿sin más? Pamela: Sí, exactamente. Solo estando ahí ya eres el padre del año. Estás aquí, estás pelando una zanahoria. Eres la leche. Louie: Eso es bastante ofensivo para los padres. Pamela: Y tanto, debería serlo. Los padres deberían estar ofendidos todo el tiempo. Apestan. Louie: Venga ya. Pamela: No, en serio, ¿vas a ponerte a defender a los padres? ¿Cómo era el tuyo? Louie: No estaba nunca. Pamela: Pues eso, acepta el cumplido. Eres un gran padre. Louie: Gracias. Louie (FX, 2010-), Episodio 1x041

Centrada en el día a día de un comediante de stand-up cuarentón, divorciado y con dos hijas, Louie ha revolucionado el panorama de la serialidad televisiva. Sin hacer ruido ni presumir de la aureola prestige de otras series de la tercera edad dorada, el éxito de Louie se debe más al boca a boca espontáneo de millones de espectadores que a ninguna campaña de marketing: no

1 «Pamela: Most divorced people are depressing. They’re lost. You’re doing fine. You’re obviously a great dad… Louie: How do you know I’m such a great dad? Just because I’m in the same room with my children, that’s it? Pamela: Yeah, exactly. Just by showing up, you’re father of the year. You’re here, you’re peeling a carrot. You’re amazing. Louie: That’s kind of offensive to fathers. Pamela: Well, it should be. Fathers should be offended all the time. They stink. Louie: Oh, come on. Pamela: Look, you’re really gonna defend fathers? What was your father like? Louie: Not around. Pamela: Dude, take the compliment. You’re a great dad. Louie: Thanks.» 135

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hemos visto anuncios con la foto del protagonista adornando andamios de grandes edificios, ni teasers de los de «me gusta». Al contrario, la mayoría de sus espectadores recordamos aquella noche en que alguien nos recomendó la serie por primera vez, como quien no quiere la cosa, y las veces que la hemos recomendado después. En mi caso, dos aspectos se imponían a la hora de «vender» Louie a amigos y conocidos: su duración de veinte minutos por episodio (que boicotea críticamente el modelo sitcom del que proviene), y el placer de acostumbrarse a un cuerpo único, el del protagonista, que como sucedía con Tony Soprano es capaz de descifrar el mundo en que vivimos con su mero «estar ahí», en plano, físicamente: «cada momento impone el conocimiento total de una pasión que surge directa y sola, sin extenderse nunca hacia el coronamiento de un resultado […] si un hombre cae se queda exageradamente ahí, llena hasta el extremo la vista de los espectadores con el espectáculo intolerable de su impotencia» (Barthes, 1980: 14). Esas dos cuestiones, su formato y su corporalidad, ilustran la particular relación de Louie con las grietas de la paternidad en el mundo contemporáneo, como puede verse en el diálogo que abre este texto. La conversación surge en el cuarto episodio de la primera temporada, cuando Louie y Pamela (el gran personaje femenino de la serie) estrechan lazos en una cena improvisada con las niñas de él y el hijo de ella, y de algún modo resume la posición, autocrítica, de la serie con respecto a la paternidad: por un lado, plantea una radical desmitificación del «oficio» de ser padre, que más que sustentarse en grandes ideales o promesas redentoras depende del mero hecho de pasar tiempo con la progenie (showing up frente a not around); por otro, subraya una ruptura con el arquetipo patriarcal de las familias tradicionales de tantas sitcoms que, por mucho maquillaje racial y de género que se les añada (sí, estoy pensando en Modern Family [ABC, 2009]), siguen perpetuando los mismos clichés y engaños que, generación tras generación, alimentan (el negocio de) el sueño americano. Basada en la vida real de su creador, Louis C. K., que interpreta, escribe y dirige, la serie desplaza esos clichés y engaños a un territorio nuevo, limítrofe, en el que las anécdotas del día a día y los divertidísimos encuentros que pueblan cada episodio no responden a un patrón prefijado (el statu quo de las comedias televisivas de veinte minutos, el perpetuo «volver a la normalidad» del último acto), sino que se suceden con refrescante libertad, mitad cortometraje mitad sketch, sin necesidad de finales felices ni deus 136

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ex machina. Ese jugueteo entre actor y autor (que son la misma persona) remite a lo que Francisco Rico llamaba un «ofrecerse del pícaro a sí mismo como materia de risa» (2000: 147), justo lo que hace Louie al autorretratarse como padre divorciado a pie de calle, lejos de los decorados de cartónpiedra de otras series. Los problemas del personaje nos parecen cercanos y reales porque han sido antes los problemas de su creador. Lo vemos en el séptimo episodio de la segunda temporada, donde un flashback muestra al protagonista agobiado durante el rodaje de Lucky Louie (HBO, 2006), la sitcom que el propio C. K. creó cuatro años antes de empezar Louie y que, por suerte, fue cancelada tras una sola temporada: «no podemos tener un programa en el que los personajes dicen cualquier chorrada solo porque queda mono»2. Como conoce las trampas del prime time televisivo en primera persona, el actor/autor puede desprenderse catárticamente de ellas, o por lo menos, denunciar dónde se esconden. Gracias a la experiencia de su creador como padre, en Louie la paternidad no está sujeta a las reglas de ese statu quo que estabiliza y domestica los capítulos de muchas sitcoms al uso (sin contar milagrosas excepciones como Arrested Development [Fox-Netflix, 2003-2013]), y por eso mismo, la relación del protagonista con sus dos hijas permanece abierta a interrupciones, sobresaltos y dudas, que puntúan el flujo de la serie. Los problemas no solo crecen, sino que se reproducen y mueren, porque ser padre es estar ahí pero también aburrirse (lo dice Pamela en la misma conversación), y si eres padre divorciado solo puedes estar ahí por momentos, episódicamente, sin que la felicidad encaje en tres actos y dos pausas publicitarias. Del mismo modo que la actriz que hace de madre cambia según episodios, estilo Lynch-Buñuel, el tiempo que Louie pasa con sus hijas es felizmente rizomático, imposible de rastrear, sin frecuencias ni raccords que valgan. Los cabos sueltos de ciertas «tramas» no se resuelven jamás, ni existe apenas correlación temporal entre gags: las niñas aparecen y desaparecen sin que nos demos cuenta. Ese autoconsciente boicot del formato de veinte minutos tradicional, sumado a la corporalidad del personaje (el Louie actor funciona porque sentimos que el Louie autor ha pasado por situaciones similares), hacen de la serie un laboratorio perfecto para experimentar con los límites de la paternidad... y no falsear en el intento. 2 «We can’t have a show where everybody just says whatever because it’s cute.» 137

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1. El mundo al revés «El niño que empieza a manipular un libro por imitación, sin saber leer, no se equivoca jamás: lo pone siempre del revés» (Deleuze, 2002: 159).

Escrita por un filósofo que se casó y tuvo dos hijos, esa frase apunta a un modo de entender la paternidad bastante alejado de los cánones tradicionales. En lugar de corregir el instinto del niño cuando agarra un libro a su manera, ser padre sería más bien aprender a leer del revés. La imagen del niño manipulando el libro sugiere un contraplano, la reacción de los adultos ante ese «poner del revés» tan espontáneo: «Es como si lo tendiese a la otra persona, término real de su actividad, al propio tiempo que capta él mismo el revés como foco virtual de su pasión» (Deleuze, 2002: 159). En ese impasse podríamos rastrear infinidad de teorías pedagógicas y otras tantas polémicas sobre cómo educar (o dejar de educar) a los niños. ¿Leemos del derecho o del revés? Puede parecer una tontería, pero cualquiera que se haya visto en una situación similar sabe que frente al gesto libre del niño hay dos opciones: darle la vuelta al libro o ponerse a leer… y sálvese quien pueda. La primera implica negar y explicar (un lenguaje, una convención, un texto), la segunda asentir y jugar (sin saber a qué, reaccionando, a tientas). «Así no», decimos en el primer caso; «¿a ver?», preguntamos en el segundo. Algunas veces habrá que darle la vuelta al libro, otras dejarse llevar. Si olvidamos por un instante los modelos familiares machacados hasta el hartazgo en otras series (lo que encaja, lo falsamente fácil, lo buenista), y pensamos en cambio en el niño de Deleuze, es fácil rastrear las consecuencias de esas dos vías educativas. La primera opción llevada al límite conduciría a la escena final de Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948), una película donde la lógica racional del mundo adulto (nacionalsocialista en este caso) horada hasta tal punto el espíritu del niño protagonista que este acaba suicidándose entre las ruinas. Por contra, llevar la segunda opción al extremo daría pie a un estado de anarquía infantil desatada como el que propone Shūji Terayama en Emperor Tomato Ketchup (1971), una distopía donde los niños de Japón toman el control de la sociedad sometiendo salvajemente a los adultos, en plena espiral de perversión. Insistir 138

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demasiado en cómo se debe leer puede resultar peligroso, dejar el libro del revés siempre, también. Por bestia que pueda parecer, el modelo de paternidad en Louie bascula entre esos dos polos: la pesadilla patriarcal y el caos. Lo que hace de la serie un ejemplo único es su forma de combinar situaciones incontrolables en que las hijas del protagonista fuerzan los límites de la vulnerabilidad y la anarquía (sobre todo Jane, la pequeña, como cuando se pierde deliberadamente en el metro) con flashbacks en los que recuerda las nefastas consecuencias de cómo fue educado él a finales de los setenta (la religión, los tabúes, la ausencia del padre). Su día a día con las niñas revierte traumas (o ecos de traumas) del modelo educativo anterior, confrontando el limbo de realización personal y IPhones de la era Obama (la infancia de sus hijas) con el oscurantismo de la etapa Nixon (la suya). Si Kierkegaard decía que es tarea de cada generación empezar las cosas desde cero (1994: 103), el gran logro de Louie es reconocerlo: explorar los límites de la paternidad, desatar las fricciones entre haber sido hijo y (no saber) ser padre, filmar los desajustes. En ese sentido, el doble episodio «In the Woods» (4x11, 4x12) es un manifiesto sobre cómo poner los libros del revés. Después de sorprender a su hija de trece años, Lilly, fumando marihuana durante una fiesta al aire libre, Louie se ve en el envite de «hacer algo» al respecto. Pero en lugar de explorar sus dudas desde el momento presente, sincrónicamente, la serie introduce un hiato de tres décadas para mostrarnos la adolescencia de Louie, diacrónicamente: de modo que el primer contacto de la hija con las drogas se problematiza desde el primer contacto del padre con las drogas, a través del espejo. Esa manera de hacer resonar las experiencias del adulto en las del niño (no por casualidad el capítulo está cargado de música rock de los setenta, en bucle) nos habla del que es quizá el problema clave de la paternidad: cómo aceptar la voluntad, libre pero igualmente autodestructiva, de los hijos. «Érase una vez una niña en extremo obstinada, que jamás hacía lo que le mandaba su madre. Por eso, Dios Nuestro Señor no la miraba con afecto, y dejó que enfermara. Y como ningún médico supo curarla, al poco tiempo yacía en su lecho de muerte. Cuando bajaron el ataúd a la sepultura, y la cubrieron de tierra, de repente su brazo se alzó, estirándose hacia arriba. Y 139

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aunque lo doblaron poniendo más y más tierra encima, de nada sirvió, el brazo siempre salía de nuevo. Finalmente la propia madre fue a la tumba y le dio unos golpes con su vara: solo entonces se replegó y la niña pudo descansar bajo tierra» (Ahmed, 2014: 1).

Con ese brevísimo cuento de los hermanos Grimm abre Sara Ahmed sus reflexiones sobre la educación de los niños en Willful Subjects, donde parte del gesto obstinado de una pequeña «revenante» para deconstruir la losa de abusos, privilegios y moralismos bajo la que se ha sometido sistemáticamente a los niños (y sobre todo a las niñas) en la historia de la civilización occidental… en el nombre del Padre. La autora desmonta, desde un feminismo poderosamente queer, el discurso paternalista de la objetivización material y del progreso generacional que tan bien denuncia (y en ocasiones padece) Louie en ese doble episodio. En lugar de suavizar la incerteza y la violencia que tan a menudo marcan los momentos de crisis familiar, es decir, en lugar de darle una charla a su hija sobre por qué no es «bueno» que empiece a fumar porros a los trece años (como sucedería en el tercer acto de una sitcom), la serie muestra «el brazo saliendo del ataúd» del propio Louie adolescente: su crueldad en casa, sus mentiras en el instituto, sus peligrosos tratos con un camello. Los problemas de la nueva generación reverberan en los de la anterior porque, al fin y al cabo, son los mismos: «en el fondo, los universos de la serialidad mimetizan las tensiones antropológicas que rodean los orígenes de las comunidades, y que regulan sus conductas» (Balló y Pérez, 2005: 80). Que los hijos deben equivocarse y aprender a tomar sus propias decisiones es, escrito así, una perogrullada, pero C. K. logra transmitir ese mensaje en toda su complejidad, diseccionando las experiencias pasadas del padre sobre el presente de la hija, sin escamotear el placer, la volatilidad y el miedo propios de esos momentos decisivos de la adolescencia, cuando las cosas no son ni blancas ni negras, y los sentimientos desvían. Donde otras series se vuelven maniqueas, Louie muestra el jardín de los senderos que se bifurcan, y la estructura serial se refleja a sí misma a través de la memoria (uno de los detalles más bellos es su amistad con el profesor de química del instituto, verdadero role model del comediante). Pero ese flashback no es una reminiscencia à la Proust, no es la contemplación de lo pasado, sino el replanteamiento del presente, es una grieta de 140

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la paternidad que obliga al personaje a «mojarse», que siembra. No hace falta golpear el brazo no-muerto de la niña porque el padre recuerda que él tuvo también un brazo rebelde en su día, y los golpes no ayudan. Por eso, al final del episodio Louie le hace la cena a Lilly y se acerca: «¿Vas a soltarme el gran discurso por lo del porro?» pregunta ella, «No. Solo que… Adiós a tu infancia, supongo. Quizá. No... Simplemente, que te quiero. Y estoy aquí. Es todo lo que tengo» contesta él antes de abrir los brazos3. Ese gesto final (reconocer la propia vulnerabilidad) es la pequeña lección de C. K. sobre cómo poner los libros del revés y seguir, pese a todo, aprendiendo a leer.

2. Cualquier tiempo pasado Hay otro episodio que condensa muy bien esa energía indescriptible de la serie cada vez que Louie comparte plano con sus hijas, su manera de confrontar pasado y presente sin caer en la nostalgia. Titulado «Country Drive» (2x05), el capítulo está dividido en tres partes: en los primeros nueve minutos vemos a Louie conduciendo hacia Pensilvania para visitar a su tía abuela de noventa años, con las niñas (aburriéndose como ostras) en el asiento trasero mientras él canta Who Are You? de The Who como un energúmeno. Luego llegan a casa de la anciana, a la que iban para conocer «un pedazo de historia de América» y entender de primera mano cómo se vivía un siglo atrás, pero se llevan un chasco porque la abuela no para de decir nigger (negrata) ante el asombro de las niñas; y los últimos cinco minutos muestran un monólogo de C. K. sobre Tom Sawyer, Huckleberry Finn y la historia (problemática, racista, falseada) de Estados Unidos. Al enlazar familia y país, pasado y presente, el divertidísimo episodio no es solo una crítica a la historia de explotación del continente («¿Cómo podemos sentirnos bien como país si hemos hecho cosas terribles como

3 «Are you gonna say a big thing now, about the pot and everything? / No, Just, ah… Goodbye to your childhood, I guess. Maybe. No… Just, I love you. And I’m here. That’s all I got» 141

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nación en bloque?»4 pregunta Louie), sino una toma de posición sobre cómo educar a las nuevas generaciones sin falsear el «montón de mierda» que sustenta nuestro modo de vida. Primero tenemos al padre gritando como un loco mientras conduce, lo que atenta a la vez contra el cansino aburrimiento de las niñas y el imperativo de la seguridad vial. Luego, a la tía abuela desmontando a base de racismo el mito del relato oral de nuestros antepasados (escucha a los mayores y aprenderás, verás qué bonito), que resulta ser una versión dulcificada y perversamente falaz de la historia: de hecho, la anciana cae al suelo de un infarto antes de que las niñas puedan preguntarle por qué dice nigger tantas veces. Y finalmente, el monólogo stand-up vincula la ternura de leerles un libro a sus hijas con el hecho de que ese libro, una obra maestra de la literatura, esté lleno de escenas racistas. Si Roberto Bolaño situaba en Las aventuras de Huckleberry Finn el cauce inextinguible de toda la literatura americana (Bolaño en Twain, 2007: 17), Louie demuestra que ese cauce está repleto de saltos de agua y meandros, de inadecuaciones históricas que, un día u otro, habrá que explicar a nuestras hijas si no queremos mentirles. Entre gags a flor de piel, con una naturalidad que desarma, C. K. dinamita el pensamiento único en tres flancos clave: la memoria histórica, el relato familiar, y los derechos civiles, los tres grandes tabúes del American way of life. Recordándonos que cualquier tiempo pasado no (definitivamente no) fue mejor, y que «estar ahí» es algo más que conformarse. No deja de ser engañoso escribir sobre Louie, porque es una serie extraordinariamente vital, repleta de gags tan divertidos como frágiles, cuya riqueza significante y gestual va más allá de lo explicable en palabras: «no nos interesa el gag como un medio más al servicio de lo cómico, sino como una manera única de crear imágenes» (Garin, 2014: 12). Por cada una de las ideas comentadas aquí la serie ofrece cuatro o cinco escenas inolvidables: un día le endosan un niño, ya crecidito, que acaba cagándose en la bañera (3x06), otro aparece su hermana de la nada y le encasqueta una sobrina «emo» que apenas conoce (2x12), una tarde se pelea con unos padres (esnobs, demasiado esnobs) en plena reunión del colegio (1x04), otra expulsan a su hija porque «los profes no tienen ni idea» (4x05).

4 «How do you try to feel good as a country when you’ve done shitty things as an entire nation?» 142

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Es probable que pasear con las niñas se convierta en una pesadilla de Halloween (2x10), o que se tronchen de risa porque a papá le ha dado una paliza una chica (5x04), o porque se está cagando encima y no hay lavabos a la vista (5x02). Así que, como puede verse, por mucha paternidad y muchos libros del revés que esconda, hay que interpretar los hallazgos de Louie desde ese clima de natural irreverencia tan propio del gag… a la manera del Club Pickwick. No hay ni grandes dramas ni teorías infalibles, sino un caos paulatinamente recompuesto a medida que transcurren los episodios. La vida es así.

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Referencias bibliográficas

Ahmed, Sara (2014). Willful Subjects. Londres: Duke University Press. Balló, Jordi y Pérez, Xavier (2005). Yo ya he estado aquí. Ficciones de la repetición.

Barcelona: Anagrama.

Barthes, Roland (1980). Mitologías. Madrid: Siglo XXI. Deleuze, Gilles (2002). Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu. Garin, Manuel (2014). El gag visual. De Buster Keaton a Super Mario. Madrid:

Cátedra.

Kierkegaard, Sören (1994). Temor y temblor. Barcelona: Altaya. Rico, Francisco (1970). La novela picaresca y el punto de vista. Barcelona: Seix

Barral.

Twain, Mark (2007). Las aventuras de Huckleberry Finn. Barcelona: De Bolsillo.

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