ESPEJO AFRICANO: El cine y la deriva de los continentes

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Descripción

ESPEJO AFRICANO: El cine y la deriva de los continentes Josep M. Català Antoni Castel y José Carlos Sendín, Imaginar África Barcelona, Los libros de la catarata, 2010

Cualquier comentario sobre tal suprema locura resulta superfluo. Sólo tenemos que tener piedad por la condición mental del hombre que en Bruselas inventó este sistema, así como una gran simpatía por sus víctimas del Congo

Josep Conrad Carta abierta a su Serena Majestad Leopoldo II

Umberto Eco en “Decir casi lo mismo”, un amplio y divertido estudio sobre los problemas de la traducción, se enfrenta con las limitaciones de los traductores automáticos y llega fácilmente a la conclusión de que el mayor problema de un traductor automático es que no puede inventar porque carece de imaginación y, por lo tanto, tiene que basarse en lo que sabe positivamente, es decir, en lo que contiene su base de datos. No cabe duda de que los humanos tenemos más imaginación que las máquinas (lo cual no es difícil porque ellas no tienen ninguna), pero sobre todo contamos con una mayor flexibilidad a la hora de utilizar los conocimientos que poseemos. Ello no quiere decir que, a veces, no actuemos maquinalmente. Es muy posible que, si le pedimos a un dibujante que “invente” un paisaje africano, acabe acertando en alguno de sus trazos, de la misma manera que si le pedimos a un fotógrafo que retrate un paisaje del mismo tipo también es muy probable que el resultado contenga bastantes incorrecciones con respecto a lo que el paisaje realmente es. En ambos casos, camino uno de la imaginación y el otro de la reproducción, se habrá empleado mecanismos más o menos inconscientes, alimentados por el recuerdo de libros, películas, fotografías o imágenes de la televisión. Se habrá recurrido automáticamente, pues, a estereotipos que, en un caso, habrán moldeado lo imaginario y en el otro habrán forzado la forma de captar la realidad. Estos 1

estereotipos son la base de nuestros conocimientos y perduran incluso más allá de la conciencia que podamos tener de los mismos. Claro está que tampoco podemos decir que los propios interesados, en este caso los africanos, estén libres de ellos: sería un error considerar que son los habitantes de África (si es que tal cosa existe: tampoco está claro que existan los habitantes de Europa o los de Asia) quienes conservan la verdadera esencia de la imagen africana y que a nosotros, europeos, nos toca acercarnos a la misma, si queremos ser justos en nuestras representaciones. Esta opinión de que los autóctonos guardan el secreto de su propia representación podría considerarse el apropiado antídoto a nuestra visión eurocéntrica, pero recurriendo a la misma no haríamos más que darle al mecanismo una vuelta de ciento ochenta grados que no libraría a la imagen de tener una perspectiva, aunque ahora fuera de signo contrario: la resultante quizá nos parecería más justa, pero no por ello sería más verdadera. El concepto de imagen verdadera es erróneo y contraproducente; si acaso podríamos recurrir al concepto de imagen adecuada a las necesidades de quien la construye. Pero para ser más exactos, en este caso, deberíamos matizar el concepto de necesidad, ligado a la representación visual. En realidad, las imágenes son equivalentes a esas narraciones que, como dice Edward Said, constituyen el resultado de complejas historias que se entrecruzan. Las imágenes también están formadas por historias visuales que representan diversas perspectivas, diversas necesidades, así como diversos grados de conocimiento e ignorancia entremezclados. A veces la imagen no tiene como misión representar lo conocido, sino todo lo contrario. En estos casos se trata de ocultar lo desconocido, de sustituirlo, es decir, de esconder el hecho de que hay una parte de la realidad que se ignora: de tapar, en resumidas cuentas, el agujero que la ignorancia mantiene abierto en lo real. Esta era la función que cumplían las figuras monstruosas que aparecían en aquellas zonas de los mapas antiguos que se referían a espacios no conocidos. Lo que no se sabe se imagina, a veces de manera compulsiva, produciendo imágenes sintomáticas que ponen de relieve los estereotipos más arraigados. La función principal de éstos no es moldear simplemente el panorama de lo que ya se conoce (bajo el prisma de ese estereotipo), clausurándolo para dar la impresión de que no hay fisuras en el mismo, sino que existe otra aplicación mucho más sutil que va incorporada a la otra y que no siempre se detecta efectivamente: el estereotipo sirve también para amoldar esa región desconocida al mapa de lo conocido, del que se constituye en una prolongación. Esta prolongación no es necesariamente isomórfica con respecto a lo que amplía, sino que acostumbra a convertirse en su complemento. 2

Es un agregado de conocimiento espurio que, si bien tiene cualidades distintas a las de la otra parte, éstas siempre muestran en su distinción aquello que lo conocido piensa sobre sí mismo en relación a lo desconocido. En este sentido podemos decir que, efectivamente, la forma conocida se proyecta sobre el espacio desconocido para moldearlo a su imagen y semejanza, pero no según su realidad superficial, sino a partir de sus deseos más íntimos. Vale la pena tener en cuenta estos mecanismos porque nos explican un tipo de imágenes que parecen pertenecer a géneros conocidos de las mismas, pero que en realidad esconden una problemática más profunda: no puede decirse que sean reales o ficticias, sino que presentan una intrincada combinación de ambos factores. Gran parte de las imágenes que Occidente ha producido sobre África, desde los films de Hollywood al actual fotoperiodismo, pertenecen a esta categoría.

Visión y conocimiento Ver es una operación mucho más intrincada de lo que suponemos comúnmente, y no me refiero a los mecanismos fisiológicos ni a los estrictamente cognitivos, ni siquiera a la suma de ambos, sino a un tipo de visión cultural que no sólo se halla específicamente ligada a la fisiología y a la cognición por activa y por pasiva (la visión culturalmente entendida está determinada por esos dos ámbitos pero también los determina), sino que implica toda una serie de factores que configuran lo que puede considerarse una verdadera ecología de la visión. Tendemos a considerar que el acto de ver acaba en el objeto que se ve, ignorando la mayoría de las veces que es ese objeto el que determina la forma de verlo: más que mirar, somos mirados, como decía Lacan, indicando que nos colocamos frente al objeto según las coordenadas que nos fija éste para que lo veamos como él quiere. Pero todavía es más complejo nuestro acto de visión cuando lo que vemos son imágenes, ya que entonces el objeto, la imagen, no solamente nos sitúa frente a ella, no sólo nos indica de manera determinante cómo debemos mirarla, sino que además prolonga a través de sus parámetros visuales nuestra mirada hacia la realidad que ella ha imaginado y nos sitúa también con respecto a la misma mediante unas coordenadas específicas. El realismo no consiste en lo verosímil, como se ha afirmado tantas veces un tanto precipitadamente, sino que lo verosímil es el mecanismo por el que la imagen nos introduce en la realidad imaginada. En este sentido tenían razón los pintores renacentistas cuando comparaban el cuadro con una ventana. Las imágenes son efectivamente ventanas, pero ventanas que dan

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siempre a la imaginación y al deseo a través de una construcción verosímil, realista, que imita lo real pero sólo como un camuflaje del imaginario. Obviamente, estoy planteando el problema a la inversa de cómo se acostumbra a encarar: propongo analizar las representaciones desde la perspectiva de la visión en lugar de centrarme en considerarlas un fenómeno construido aisladamente, a partir de técnicas concretas, que luego se hace público para que pueda ser visto. En un caso la visión está al principio del proceso, en el otro, al final; en uno la visión es activa, en el otro, pasiva. Y finalmente, en un caso se trata de un problema político, cercano a la propaganda, mientras que en el otro es una cuestión antropológica, ligada al funcionamiento profundo de las mentalidades. El modo tradicional aísla los dos factores del transcurso, la visión y la representación, planteando de este modo una forma lineal y mecanicista de lo visible, según la cual vemos simplemente lo que está delante de nuestros ojos, sin que éstos (la mirada) queden modificados por lo que ven, y sin que lo visto se adapte a la mirada: en resumidas cuentas, sin que se produzca lo que antes he denominado una ecología de lo visual en la que todos los elementos que la componen se modifican recíprocamente. Pero no se trata de instalarse de manera fácil en la posición clásica de los estudios de recepción, sino de encontrar ese punto medio fenomenológico donde representación y visión confluyen y conforman un fenómeno visual independiente de cada uno de los factores. No es éste el lugar para justificar este acercamiento a la cultura visual ni mucho menos para profundizar en el mismo, pero he creído que era necesario colocar al lector en el lugar necesario para que comprendiera los postulados básicos que destila un escrito como éste, que pretende explicar un fenómeno complejo como es la representación de África en la cinematografía de Occidente y que es forzosamente introductorio en todas sus facetas.

África fantasma No descubriré nada nuevo si afirmo que África, la geografía africana, se ha convertido en depositaria del inconsciente de la cultura occidental desde hace más de un siglo, por lo menos desde que ésta cultura tomó conciencia de la existencia de ese inconsciente, una región anímica que prolonga y a la vez determina la conciencia. No debe entenderse esta dialéctica entre ambas regiones, geográficas y mentales, y sus consecuencias como una paradoja, o por lo menos no como una paradoja completamente involuntaria, sino como un nudo cultural complejo. No cabe duda de que cuando la cultura occidental, a partir de Freud, descubrió que existía una región 4

mental inexplorada lo primero que hizo fue intentar colonizarla, aunque no sólo emocionalmente, sino también simbólicamente. Y África era el lugar perfecto para representar esa región mental porque precisamente en esos momentos se ofrecía a la imaginación occidental como un territorio geográfico que, en sus profundidades, más allá de las regiones costeras ya conocidas, se mostraba como una región particularmente oscura y misteriosa: el término dark continent (el continente oscuro) proviene de esa época. Fue de esta manera que la colonización africana moderna procedió a dos niveles, el mental y el físico. África se convirtió, en la primera mitad del siglo XX, en una metáfora del inconsciente, pero a la vez esa metáfora hizo que el propio inconsciente occidental se africanizara, por decirlo de alguna manera. Dos ejemplos concretos de este proceso los tenemos, por un lado, en el conocido relato de Josep Conrad, “Heart of Darkness” y, por el otro, en el descubrimiento del arte africano por los artistas europeos a través de las exposiciones celebradas en París a principios del siglo XX y que tanto influyen en la evolución del estilo de pintores como Picasso. El propio Conrad nos informa en su escrito “Geografía y algunos exploradores” de su temprana fascinación por el mapa de África, así como de la transformación que éste fue experimentado en las postrimerías de la era victoriana, cuando «las obtusas maravillas de épocas obscurantistas (la citada imaginería de los mapas medievales) fue sustituida por apasionantes espacios de papel en blanco». No contaba Conrad con que estos espacios en blanco pronto iban a ser ocupados por otras maravillas, a pesar de que él mismo confesaba que su propia imaginación pronto empezó a trabajar sobre ellos. La peculiaridad de su tarea, sin embargo, le permitía distanciarse de lo efectuado en otras épocas con las regiones desconocidas, de la misma manera que detectaba en el contemporáneo oficio de los confeccionadores de mapas una actitud que él consideraba mucho más honesta, la del realismo. Se había terminado el recurso a los monstruos para denotar lo desconocido, pero ello no impedía que lo monstruoso se visualizase de una forma distinta, oculto tras la capa de realismo que se iba imponiendo. Por el contrario, en el caso del arte occidental, lo monstruoso y lo deforme se adueñaba de la parte más visible de la representación, abjurando así del realismo triunfante en otros ámbitos de la cultura. Baste observar el papel que tuvieron las fotografías de África de Edmond Fortier en la génesis de “Les demoiselles d’Avignon” para comprobar la significativa divergencia de ambos impulsos. La referencia a Conrad es inevitable en este contexto. Y tampoco es nada original relacionar su relato con una alegoría de la incursión a las profundidades del alma humana, 5

precisamente al corazón de las tinieblas. Pero vale la pena recalcar el hecho de que el relato fuera publicado casi al mismo tiempo que “La interpretación de los sueños” de Freud, lo cual indica que no hay una relación de causalidad entre las mismas, sino que ambas reflejan una misma tendencia cultural; ambas son el síntoma de un doble proceder que transcurre en paralelo: el descubrimiento de África como el reverso de Europa y el descubrimiento del inconsciente como el reverso de la conciencia. Por otra parte y casi al mismo tiempo, África coloniza el imaginario europeo a través de su arte y lo transforma drásticamente. Creo que no debe sorprendernos este doble movimiento, sobre todo la proyección en un territorio geográfico de determinadas formas mentales, puesto que es conocido el fenómeno por el que el modernismo estético de la época supuso una exteriorización de la interioridad, fenómeno que pronto se encargaron de prolongar los nuevos medios, entre ellos y de manera destacada, el cine. La literatura de la época, desde Edouard Dujardin (que inventó el flujo de consciencia como recurso literario) a Joyce (quien lo consolidó), pasando por Proust (que mostró la intrincada arquitectura de la memoria), ejemplifica este transcurso por el que se busca expresar literalmente la conciencia, pero ello no implica que sólo los escritores que quisieron trabajar de forma expresa este campo produjeran trasvases de lo interior al exterior. Lo que en literatura se refiere sobre todo a los procesos mentales (el mencionado flujo de conciencia o las formas de la memoria) y en pintura a la visión estética o representación de la realidad (por ejemplo, el cubismo o el arte abstracto), en cine estos dos niveles se combinan con un tipo de representación fotográfica que, en el imaginario de la época, está estrechamente conectada con lo real y que por lo tanto constituye una poderosa plataforma en la que ese nudo cultural antes citado encuentra grandes posibilidades para expresarse. Efectivamente, en el imaginario cinematográfico del siglo XX vinculado con África vemos aparecer de distintas maneras el fenómeno de los trasvases imaginarios entre uno y otro continente de los que hablábamos antes, tránsitos que se expresan en las películas a través de motivos argumentales o planteamientos visuales pero que acarrean también movimientos cognitivos entre la realidad y el inconsciente, siendo la realidad no aquello que se pretende exponer de forma realista en las películas, sino el entorno en el que se halla el espectador que se ve afectado por ecos de esa región que, como he dicho antes, se ha convertido ya en el otro lado de lo real.

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La realidad en blanco y negro Recordemos que este motivo del otro lado es característico de la cultura europea de fines de XIX: el otro lado del espejo al que Lewis Carroll hace viajar a su Alicia o la novela de un dibujante y escritor tan ligado a las expresiones anímicas como el austríaco Alfred Kubin, titulada precisamente “El otro lado” (Di Andere Seite, 1909), son ejemplos destacados de la formación de esta zona en el imaginario de nuestra cultura que descubre al equivalente del Otro en lo otro a raíz de un primer movimiento globalizador claramente asumido por las corrientes imperialistas de la política del momento. El mito del buen salvaje de Rousseau se ve, por ejemplo, drásticamente modificado en la saga, tanto literaria como cinematográfica, de Tarzán al pasarlo por el prisma de una cultura que ha producido un relato como “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” de Stevenson, donde se conjuntan en un solo personaje las dos caras contradictorias de la moneda que Rousseau consideraba claramente separadas. En el surrealismo esto se hace patente de manera diáfana puesto que en sus manifestaciones los objetos reales tienen siempre por lo menos dos significados, uno que está anclado en la realidad y otro en el inconsciente: Magritte es el ejemplo más obvio de este drástico desdoblamiento de la realidad, puesto que sus obras parecen instalarse en un realismo de carácter siniestro, es decir, un realismo cuya familiaridad camufla un proceso de descomposición, de mostración del otro lado de esa realidad. ¿Debe extrañarnos, pues, que un escritor tan singular como Raymond Roussel sitúe una de sus novelas más estrambóticas en África? ¿Y que el relato se desdoble desde su inicio a través de juegos de palabras que sitúan la historia a la vez en el continente africano y en el europeo? Me estoy refiriendo a “Impressions d’Afrique”, donde se narran las desventuras de un naufrago que, capturado por una tribu negra, envía patéticos mensajes a su mujer, que permanece en el Europa. Foucault, en su aproximación al universo de Roussel, lo explica perfectamente cuando, después de citar la primera frase del libro («las cartas (lettres) del blanco sobre las bandas del viejo pillastre (pillard)») nos descubre su otro significado: «”Las letras (lettres) del blanco sobre las bandas del viejo billar” son los signos tipográficos trazados con tiza sobre los bordes de la gran mesa de billar, con la cual se quiere distraer a un grupo de amigos confinados en una casa de campo»: lo que a un nivel es horror africano (el prisionero blanco relata en sus cartas «combates salvajes y comidas de carne humana en las que participa su amo, negro, como protagonista»), en el otro es tedio europeo, y todo a través de una misma configuración lingüística que ofrece ambas perspectivas, una como la alternativa de la otra. 7

En el cine occidental sobre África esta enunciación dual está siempre presente de diferentes maneras. Me ocuparé solamente de una época determinada, la que va desde los años 30 a inicios de los 70, haciendo hincapié en el cine de Hollywood, aunque con una incursión crucial al cine europeo, a modo de excurso. Creo que el imaginario occidental se forma un modelo mental de África a través, principalmente, de las películas de Hollywood de la época clásica, es decir, de aquel período que va, precisamente, de los años 30 a los 60. Podríamos añadir aquí los cómics, especialmente las series de Tarzán de Hal Foster y de Burne Hogarth (Foster empezó a dibujar Tarzán en 1929 y Hogarth terminó su serie en 1950), así como las novelas de Edgar Rice Burroughs sobre el mismo personaje (que fueron publicadas entre 1912 y 1947), porque todas ellas también fueron inmensamente populares, pero su difusión mundial y su penetración social no fueron tan amplias ni profundas como las de las películas. Dividiré este acercamiento al cine sobre África en tres apartados que considero emblemáticos. El conjunto describe una amplia fenomenología transitada transversalmente por las diversas manifestaciones del citado dualismo, el cual tiene que ver con la propia escisión básica de la realidad (psíquica y física) en dos regiones, dos continentes, distintos, uno consciente y el otro inconsciente, uno real, el otro imaginario. Estos dos ámbitos acaban finalmente confundiéndose, a lo que contribuyen de manera especial las imágenes, principalmente las cinematográficas. Esas tres partes corresponden a tres emparejamientos esenciales: las saga de Tarzán y la saga de King Kong, por lado: corresponden básicamente a los años 1930-1940; por otro, “Mogambo” y “Hatari!”, dos título muy significativos que constituyen el núcleo esencial de una constelación referida a la imagen de África en un momento de transformación, ocurrida en los años 1950-1960; y, finalmente, en un ámbito completamente distinto, “Una Orestiada africana” de Pier Paolo Pasolini y el acercamiento documentalfotográfico a África que una documentalista como Leni Riefenstahl efectuó en sus años de madurez. Como puede observarse fácilmente, la dos primeras propuestas se refieren a la vertiente más imaginaria de la construcción mítica, si bien la segunda se decanta a veces hacia un realismo casi documental que se incrusta curiosamente en relatos típicamente hollywoodienses. A partir de ese momento, considero que la mirada occidental sobre África se transforma drásticamente y entra en un período que podríamos denominar realista, si bien, para comprenderlo totalmente, habría que tomar en consideración las transformaciones que la época anterior ha efectuado en el imaginario occidental, los rastros de las cuales no desaparecieron de 8

la noche a la mañana, como por arte de magia, el día en que los cineastas decidieron mirar a África a los ojos, por decirlo de alguna manera. En todo caso, este nuevo realismo era heredero de la mitología anterior y sólo se entiende desde una transformación de ésta. Se trata, de todas maneras, de otro ámbito con otra problemática distinta que no pretendo contemplar, excepto elípticamente, a través de la propuesta de emparejar dos miradas tan potentes y a la vez tan excéntricas como las que Pasolini y Riefensthal arrojan sobre el continente africano. Se trata de unas miradas en las que lo mitológico, no sólo no ha desaparecido, sino que es el factor fundamental de las mismas, si bien se trata de una mitología que ya no está anclada en el inconsciente sino que sirve de instrumento epistemológico o hermenéutico, según el caso.

Informe para la academia: diálogo entre el mono-hombre y el hombre-mono Conrad dictaminó cual debía ser el motivo principal de la nueva mirada sobre África que se formaba a finales del XIX y que durante el siglo XX iba a fundamentar la escena del inconsciente eurocéntrico: la expedición. La forma expedición alegorizaba las últimas operaciones coloniales, de carácter imperialista, sublimándolas a través del filtro romántico que suponía la figura del antiguo explorador. El mito del doctor Livingston explorando en solitario el corazón de África en la segunda mitad del siglo XIX y perdiéndose en sus inquietantes tinieblas para ser encontrado más tarde por Henry Stanley fue el núcleo esencial de los relatos posteriores, el de Conrad incluido. La versión cinematográfica de esa aventura (Stanley and Livingston, Henry King, 1939) se las ingenia para recrear el hálito del espíritu originario. Cuando el editor de su periódico pretende convencer a Stanley, interpretado por Spencer Tracy, de que participe en la expedición de rescate, se sitúa delante de un mapa de África y le lanza el siguiente discurso llenó de fervor: «El continente oscuro: misterio, calor, fiebre, caníbales… una vasta jungla en la que cabría la mitad de América. Una tierra en la que ninguno de los grandes conquistadores osó penetrar: Alejandro, César, los faraones de Egipto… ninguno de ellos. Una tierra que ha permanecido inalterada e impoluta desde el principio de los tiempos». El film, en realidad, no plasma el mito decimonónico sino que es un producto del mismo. La forma expedición apareció formalizada en el imaginario occidental cuando las relaciones entre Occidente y África ya nada tenían que ver con románticos exploradores vagando solitarios por la selva y descubriendo ignotos parajes de inenarrable belleza, sino que constituían, por el contrario, desalmadas operaciones político-mercantiles desprovistas casi por completo de 9

ese carácter sublime que el arte del paisaje exótico, tanto literario como pictórico, situaba en un primer término, para compensar. Pero era conveniente mantener el mito, no como un estricto acto de propaganda, sino como mecanismo de defensa en el sentido freudiano del término, es decir, para conservar la auto-imagen y con ella el equilibrio mental de esa sociedad que empezaba a explorar el continente negro más con ojos de agrimensor que de poeta. Nadie en su sano juicio, y las naciones tampoco, se vanagloria de sus crímenes, sino que los convierte en gestas cuya prosopopeya oculta las acciones más ignominiosas. Pero esta transformación no se produce nunca conscientemente. La justificación de los crímenes a nivel consciente, no sería más que un acto de cinismo. Se trata, por el contrario, de mecanismos inconscientes: los mitos nacionales o imperiales sólo se convierten en actos de propaganda en sus postrimerías, cuando han entrado ya en su fase de decadencia. Al principio forman parte de la realidad de los que creen en ellos o de la comunidad que se cohesiona en su seno y de alguna manera los hace suyos, los convierte en parte de su identidad. De ahí su potencia y su perduración. Y de ahí el error, y el fracaso, de sus críticos, que pretenden enfrentarse a ellos racionalmente. La forma expedición está presente en todas las películas sobre África, en diferentes modalidades. Son expedicionarios salidos del corazón de las luces, y que se comportan como si todavía no lo hubieran abandonado, los que descubren tanto a Tarzán como a King Kong en el corazón de las tinieblas africanas, en ese conjunto simétrico que forman películas como “Tarzán, el hombre mono” (Tarzan the Ape Man, W.S. van Dyke, 1932) y “King Kong” (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933). RKO y Metro Goldwin Mayer se disputan en ellas no sólo el favor del público sino también su imaginario, con dos apuestas sobre una jungla africana de carácter marcadamente onírico. Esta es la característica principal de estas dos películas que representan la primera aproximación importante de Hollywood al paisaje africano: su carácter onírico, la transformación de África en un mundo quimérico. Recordemos que Michel Leiris, cercano al surrealismo, titula las crónicas de su expedición africana, realizada en la misma época, “África fantasma” (L’Afrique fantôme). Esta condición saturnal también está presente en un film que las antecede a ambas en esta mezcla de lo fantástico y lo exótico. Me refiero a “El mundo perdido” (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925) que no está situado en África, sino en Sudamérica, pero que contiene la misma idea de regresión en el tiempo que suponen las expediciones africanas 10

relatadas más tarde por el cine a través de personajes tan prototípicos como Tarzán y King Kong. En todas ellas se encuentra la idea del regreso a un mundo perdido que es el equivalente de la naturaleza malversada por la moderna civilización. Esta regresión desemboca en dos ámbitos, el rousseauniano que contiene la figura del buen salvaje personificada por Tarzán, y otro, mucho menos ingenuo, que conecta directamente con las nuevas inclinaciones culturales y que conlleva que al final del trayecto aparezcan literalmente monstruos que son, a la vez, monstruos del Ello, de los instintos primarios y que cristalizan en la figura antropomórfica de King Kong. . La dirección artística de “King Kong” corrió a cargo de Willis O’Brien, quien también se había encargado de los efectos especiales de “The Lost World”. Los característicos diseños de O’Brien para “King Kong” muestran esa marcada tendencia hacia el onirismo que mencionaba y que detectaron inmediatamente los surrealistas. Es necesario tener en cuenta que el vocabulario visual de O’Brien, si bien procede de la vena romántica que atraviesa el grabado decimonónico, se inserta también en una corriente cultural inaugurada por otro artista, Charles Knight, quien con sus famosos dibujos creó la visualidad del mundo prehistórico que, desde entonces, nuestra cultura considera fidedigno, como lo prueban tanto las películas de Spielberg, remakes de “El mundo perdido” original, o documentales de gran presupuesto (por ejemplo, Walking with Dinosaurs, BBC, 1999), sin olvidar la moda de los dinosaurios que recorrió Norteamérica durante los años 1990 y que aún colea. Knight estuvo vinculado, a partir de la última década del siglo XIX, con varios museos de historia natural estadounidenses a los que suministró gran cantidad de ilustraciones de animales prehistóricos. Su producción artística, a pesar de la pretendida vocación documental que la alimentaba y que estaba aliada con un estilo altamente realista, era sin embargo muy especulativa y se basaba en la recomposición imaginaria de la gran cantidad de fósiles en estado fragmentario que fueron encontrados en el Oeste americano durante la época de la expansión del país hacia esas tierras. La denominada conquista del Oeste estuvo relacionada siempre con el concepto de frontera. Se trataba de la frontera geográfica de una expansión occidental hacia nuevas tierras supuestamente vírgenes. No sólo los nativos no contaban para nada en el proyecto, sino que también se dejaba fuera del mismo a los mexicanos que poblaban y gobernaban las tierras pertenecientes a México desde hacía décadas. Si en algún momento de la historia se ha visto materializada la ceguera que conlleva la idea de progreso, ese momento es el de la expansión hacia el Oeste norteamericano de los colonos protestantes, impulsada por la idea del denominado 11

“destino manifiesto”. Esta marcha, física y simbólica a la vez, no estaba solamente ligada a las ideas ilustradas, sino también a las religiosas y quizá de forma más incisiva aún en este caso. Era una utopía en marcha la que iba haciendo retroceder la frontera por territorios que eran a la vez reales e imaginarios. De esta manera, a medida que se agotaba el espacio geográfico se invertía más en el espacio simbólico. Muchas década más tarde, el presidente Kennedy, instalado ya completamente en el espacio imaginario, habló de una nueva frontera y la situó en la conquista del espacio exterior que culminó con la llegada a la Luna. Pero a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando se agotó la topografía de la expansión que Occidente considerada culturalmente natural (si Europa era el centro, la expansión debía progresar hacia el Oeste hasta alcanzar el Pacífico, una vez asimilado el hecho de que el Este se encontraba ocupado por otras culturas irreductibles), sólo quedaba un espacio que los mapas se habían encargado de situar significativamente en la parte inferior de sus representaciones. Si representamos ambos proyectos expansivos como una línea que parte de Europa hacia la derecha y hacia la izquierda, y constatamos que en la parte superior de la misma no se halla ninguna región comercialmente atractiva, sólo quedaba el continente africano, que según esta mentalidad arquetípica constituía claramente un subsuelo. Es así que la imaginación occidental que alimentará luego los relatos de Hollywood se orienta hacia África de una forma tan peculiar. La ruta hacia el Oeste americano había ido provocando una serie de intensos anacronismos, no sólo por el encuentro, y consiguiente exterminio, de razas y culturas consideradas primitivas, sino también por el descubrimiento de esos restos de animales prehistóricos que artistas como Knight se apresuraron a representar vívidamente. Las razas autóctonas eran, a los ojos del imaginario que guiaba a los colonos y de toda la cultura que los jaleaba, tan prehistóricas como los dinosaurios, pero, al contrario que éstos, no se había extinguido todavía. En la carrera hacia el Pacifico, en la constante expansión de la frontera imaginaria, se combinaban, pues, tiempos presentes, pasados y futuros (la utopía) que se retroalimentaron enérgicamente, activando la ruta mental que liga la reconstrucción fantástica de un mundo perdido con el descubrimiento de África como lugar imaginario: no olvidemos que en la jungla de “King Kong” conviven con el gorila los grandes saurios prehistóricos que poblaban “The Lost World”, una película basada en un relato que Arthur Conan Doyle publicó en 1912 y que mostraba la influencia de los dibujos de Charles Knight y el ámbito imaginario con el que los mismos se conectaban. Así se forman los mapas del imaginario de una cultura y de esta 12

manera se trasladan a un territorio real, que se desconoce, los trabajos sublimados de su inconsciente. Como decía antes, “Tarzán” y “King Kong” son dos películas complementarias. En la primera, se nos muestra un hombre blanco implantado en la jungla africana, donde se ha convertido, literalmente, en el rey de la misma. En la segunda, otro rey (king) de la jungla, este más genuino pero a la vez más fantástico (se trata de un gorila de improbables proporciones), es arrancado de sus dominios para ser transportado al centro de la civilización. Mientras que el hombre blanco se convierte de forma natural en rey de África, el genuino rey de África perece en Nueva York, después de haberse mostrado incompatible con la cultura occidental y habiendo causado grandes destrozos en una estructura emblemática de la misma como es la ciudad de Nueva York. La moraleja no puede ser más clara: la cultura occidental es beneficiosa para África, algo que se demuestra sólo con el hecho de que Tarzán tiene más recursos que cualquiera de los habitantes de ésta (ya sea humano o animal), mientras que la “cultura” africana, su esencial primitivismo, es claramente pernicioso para todo el mundo. De nuevo aparece en estas dos películas, el tránsito entre ambos mundos cuya importancia he subrayado al principio de este escrito y del que la forma expedición es un elemento básico. El movimiento real lo constituyen las expediciones coloniales a África, por un lado, y la importación de arte africano a Europa, por el otro. Si la asunción de las características de éste por parte de artistas como Picasso constituían la contrapartida psicológica de las incursiones occidentales en África, así como de los no menos importante trasvases mentales, las figuras de Tarzán y King-Kong componen el producto popular de esta doble vertiente, su visualización. Y a través de ellas se materializan y narrativizan las contradicciones que destila la condición geográfico-psicológica del continente africano. Los sueños de una razón que sueña con África producen, indudablemente, monstruos. Unos son reales, como la esclavitud o la expoliación de los recursos naturales, los otros son inventados. Pero estos últimos constituyen la contrapartida sublimada de aquellos y son los que mayor visibilidad obtienen.

Pasión y peligro En los años cincuenta del pasado siglo, África ya no es un continente oscuro por conquistar, ya no es la región donde el inconsciente occidental deposita sus traumas a medida que la conciencia occidental extrae de ella sus beneficios. El panorama se ha estabilizado y, por 13

lo tanto, las nieblas nocturnas se han disipado para dar paso a una visión realista del paisaje. Lo cual, de momento, no indica nada más que el hecho de que la vena romántica ha cambiado de estilo. Las expediciones que caracterizaban los relatos primigenios sobre África, tanto literarios como cinematográficos, han dado paso a situaciones más estables en las que las actividades coloniales ya no necesitan ser sublimadas mediante maniobras tan elípticas, o fantasiosas, como las de “Tarzán” o “King Kong”. Antes había sido necesario convertir en fantástico lo real, ahora por el contrario bastaba con elaborar las posibilidades emocionales de la propia realidad. Era suficiente con la introducción del concepto de aventura en lo que antes habían sido incursiones en lo maravilloso y sorprendente. La idea de la aventura ha sido un instrumento muy poderoso en la historia de las mentalidades, un instrumento capaz de catalizar muchas de las pulsiones del alma de Occidente a lo largo de su historia, basta pensar que, en sus orígenes, se encuentra Homero y especialmente “La Odiesea”. Si el binomio anterior era, como he dicho antes, simétrico o complementario, el que forman en los años cincuenta y principios de los sesenta “Mogambo” (John Ford, 1953) y “Hatari!” (Howard Hawks, 1962) es de una manifiesta equidistancia. En ambas películas, las peligrosas incursiones anteriores en lo desconocido, han dado paso a la actividad comercial como justificante básico de la operación: en las dos, el personaje principal, es un cazador que actúa por cuenta de diversos zoológicos occidentales y cuya único propósito es capturar animales para enviarlos a los mismos. Por lo que vemos, continúa el tránsito entre las culturas pero ahora de forma menos mítica: el cazador no es Tarzán ni los animales que caza son King Kong, pero con el envío de los animales a los zoológicos se repite la citada transmutación de lo horrible en cotidiano que ilustraba Roussel con sus relatos en los años treinta. Aquí el traspaso es más ligero, pero la transformación del peligro que encarna la salvaje fauna africana por el inocuo ocio de los zoológicos occidentales sigue teniendo la misma relevancia simbólica. Es cierto que también King Kong y los gorilas menores que pueblan el resto de la saga (“The Son of Kong” y “Mighty Joe Young”, ambas dirigidas por Ernest B. Schoedsack en 1933 y 1949, respectivamente) son inicialmente abducidos para convertirlos en espectáculo, pero el intento fracasa y acaba, o amenaza con acabar, en desastre. Algo que no sucede con los animales que cazan, con procedimientos proto-industriales, los personajes interpretados por Clark Gable y John Wayne en sus respectivos films. Si antes el expolio 14

africano por parte de Occidente producía, como contrapartida a su represión en la conciencia de la metrópoli, monstruos o mitos más grandes que la vida, la actividad comercial con los animales que se muestra en “Mogambo” y “Hatari!” no necesita más que el concepto de aventura para ser compensado psicológicamente. Efectivamente, las espectaculares cacerías de estos dos films son relatadas como parte de una aventura africana que acarrea un cierto peligro, el suficiente como para que a nadie se le ocurra pensar demasiado en la importante contrapartida comercial, pero no hay nada inesperado o misterioso en los procedimientos. Ello no quiere decir que no exista un valor documental en esas acciones, ni que estén exentas de belleza. Antes al contrario, los dos son films son espectaculares y conforman narrativas muy consistentes, pero no estamos hablando de esto ahora. El valor fílmico de esas películas puede ser saboreado sin necesidad de tener mala conciencia, de la misma manera que el lector de Rudyard Kipling no necesitaba ser siempre consciente de su condición de apologeta del Imperio Británico mientras disfrutaba de relatos como “El libro de la jungla” o “Kim”. La condición sintomática de una obra de arte no sólo no está reñida con su excelencia, sino que una parte importante de su maestría le viene de su capacidad por producir síntomas. La conciencia ética debe aplicarse a las acciones reales, que son las que causan verdadero daño y no a los productos compensatorios, por mucho que se considere que éstos tienden a ocultar la realidad. Lo cierto es que, examinados atentamente, se descubre en ellos una fuente de veracidad más esencial y más clarificadora que la que es capaz de destilar la propia realidad observada directamente. Este inciso ha sido necesario para encarar adecuadamente el hecho de que estos dos films muestran una condición documental nada despreciable que es asimismo característica de muchas de las películas que se realizan en este período sobre África. Es más, se produce en ambos un juego muy significativo entre documental y ficción que anuncia, desde una vertiente inesperada, algunos de los destellos de la forma que caracterizará más tarde la modernidad cinematográfica, al tiempo que supone la reverberación postrera del neorrealismo. Estos trazos se detectan antes que nada en la dialéctica entre fondo y figura, ya que los paisajes pertenecen a regiones reales de África, no como en el ciclo anterior en el que la jungla era reproducida en los estudios. Pueden observarse también en la alternancia entre los segmentos claramente dramatizados, en los que el mismo paisaje natural es absorbido por la ficción, a pesar de su genuino realismo (por ejemplo, a través, sobre todo en “Mogambo”, de una estilizada fotografía), y aquellos que son, no menos 15

notoriamente, documentales. Dos ejemplos, uno de cada película: en “Mogambo” la impresionante cacería de los gorilas; en “Hatari!”, la no menos soberbia captura del rinoceronte. En ambos casos, no sólo la técnica de filmación es genuinamente documental, y no una imitación de la misma, sino que lo que lo que vemos es una serie de planos pertenecientes a tomas directas de lo real. Obviamente el montaje acaba de redondear estas sensaciones, pero esto es algo que también sucede en el más conservador de los documentales. No deja de ser curiosa esta decantación hacia el realismo extremo, mezclado con los impulsos románticos de la aventura, ya que implica una estabilización con respecto al imaginario occidental de África, una tendencia hacia la normalización de las relaciones entre los dos mundos, que pronto se verá truncado por las guerras de independencia de las distintas regiones del continente. Lo que vemos, sobre todo en “Mogambo”, es un universo utópico en el que el peligro que existe es mínimo. Se trata de un grado de riesgo lo suficientemente intenso como para que siga atrayendo la imaginación occidental, pero que no implica ninguna posibilidad de desequilibrar la estructura básica de las relaciones entre África y Occidente establecidas en el territorio (a pesar de que, en una escena de la película, aparecen premonitoriamente estas tensiones entre ambos mundo, presentadas de todas formas como una faceta necesaria de la aventura). En este sentido, la adaptación cinematográfica que Henry King efectuó en 1952 del relato “Las nieves de Kilimanjaro” que Hemingway había publicado en 1936 es muy significativa, ya que en ella se nos muestra la condición melancólica del viejo cazador, que encarna en una sola persona el impulso colonial y el espíritu aventurero que lo sublima, ante la desaparición del territorio ideal que es a la vez el territorio de la colonia y su espacio interior en la que el personaje se refugia ante la cercanía de la muerte. Así como en el relato de Hemingway, África es una excusa para la introspección, en la adaptación cinematográfica de la misma el continente se convierte, a través de la presencia ineludible de su paisaje, en lo primordial. Inmovilizado en medio del universo africano por una herida, el cazador blanco hace de su impotencia la alegoría del final de una era. El universo utópico que se plasma en “Mogambo” es un espacio en el que el hombre blanco reina no solamente sobre la población autóctona, así como sobre la fauna y la flora, sino también sobre los personajes femeninos, igualmente blancos, que le rodean. Se trata de una fantasía masculina que en “Hatari!” ha adquirido unos aires de comedia en los que se diluyen los tintes melodramáticos de su antecesora. En este sentido, la comedia implica un escape más 16

drástico hacia la fantasía compensatoria, a pesar del aparente mayor realismo de la película de Hawks con respecto a la de Ford. Pero en ambos casos estos sueños se sueñan al borde del abismo de la luchas anti-coloniales que ya han estallado en el continente africano, sobre todo a principios de los años sesenta, cuando se estrena “Hatari!”. Son sueños compensatorios, equivalentes a la condición onírica de las películas de los treinta, pero de una textura muy distinta. El onirismo de los treinta era consecuencia de la instalación del inconsciente occidental en la geografía africana. En los cincuenta y lo sesenta, lo que se produce es un movimiento inverso de represión de la ya conocida realidad africana que se instala así en el inconsciente social a través de forma melodramáticas o aventureras. La tendencia hacia el documental de algunas secuencias de estas películas prueba que se está jugando directamente con lo real y que es esta realidad lo que se reprime y con lo que se elaboran las fantasías compensatorias. En los films de los treinta era la realidad occidental la que se transformaba a través de los rasgos africanos (África era el inconsciente de Europa y su prolongación norteamericana); en los cincuenta es la realidad africana la que se ve modificada a través de su representación a causa de las pulsiones occidentales (el estrato eurocéntrico instalado sobre el continente africano trata de imponer su lógica melodramática sobre la realidad del mismo).

La imposible negritud de Orestes En 1970, cuando Pier Paolo Pasolini rueda en África sus “Apuntes para una Orestiada africana” (Appunti per un’Oestiade africana), África no sólo se ha liberado, en gran parte, del dominio colonial, sino que ha adquirido entidad propia y, con ello, ha perdido para Occidente la cualidad de escena de sus elaboraciones imaginarias. Es en este punto, cuando el cineasta italiano decide efectuar conscientemente una operación que antaño Hollywood, y con él el imaginario occidental, había realizado de manera inconsciente, es decir, proyectar sobre el territorio africano parte de sus propios mitos y fantasías. Según Pasolini, África, en su tránsito desde una civilización arcaica a la democracia, se encontraba en la misma situación histórica que Grecia (Europa) en tiempos de Orestes, por lo que su intención de adaptar la obra de Esquilo con personajes africanos podía estar justificada, pero se encontró con la objeción de algunos estudiantes autóctonos que no consideraban apropiada esta importación del imaginario europeo al ámbito africano. África demostraba así tener una voz propia que siempre había estado apagada en las realizaciones fílmicas anteriores. En éstas la población africana se había confundido 17

siempre con el paisaje o, a lo sumo, realizaba trabajos subsidiarios, a las órdenes de los patronos blancos que, en el relato, demostraban ostensiblemente su superioridad intelectual y su mayor pericia, incluso en aquellas operaciones, como la caza, que por sentido común debieran ser patrimonio de los aborígenes. Los nativos africanos habían sido prácticamente invisibles en las películas de Hollywood (como también lo eran los propios afroamericanos en los Estados Unidos, según ilustra la novela que Ralph Ellis publicó en 1952 y que se titula precisamente “Invisible Man”). Eran noentidades, excepto cuando se convertían en un espectáculo gracias a alguna actuación pintoresca. En “Hatari!” esto se producía durante una ridícula ceremonia en la que el personaje interpretado por Laura Antonelli era integrado en una tribu local. En “Mogambo”, y de acuerdo a las características propias de cada película, esta súbita ascensión del paisaje humano negro al centro de atención tenía características más dramáticas y ocurría cuando la expedición que los protagonistas emprenden hacia el territorio donde habitan los gorilas se encuentra con la hostilidad de una de las tribus locales que se cruza en su camino. En realidad, eran ellos, los blancos, los que invadían el territorio de esa comunidad, pero según la retórica propia de la forma expedición, aderezaba por el concepto de aventura, el obstáculo eran los negros de la misma manera que, en otros géneros cinematográficos como el Western, el obstáculo eran los indios o incluso las mujeres. Pasolini, por el contrario, pretendía conferir a los africanos una dignidad que, si bien no era la suya propia (se trataba de transfigurar los cuerpos africanos a través de la mitología occidental), podía resultar comprensible para los europeos en una época de transición entre el colonialismo y el post-colonialismo. Esta operación no implicaba, como antaño, moldear la realidad africana según los ensueños occidentales, aunque pueda parecerlo, sino que constituía una respuesta al nuevo posicionamiento de un continente que por primera vez emergía con características propias ante la mirada eurocéntrica. Pasolini, recurriendo a la tradición cultural europea, buscaba comprender la nueva África y celebrar al tiempo su proceso de liberación. De esta manera los lastres del eurocentrismo quedaban superados por la asunción de sus parámetros y la conversión de los mismos en instrumentos de conocimiento. El cineasta efectuaba una operación genuinamente poética que no obedecía a pulsiones inconfesables ni suponía la sublimación de actos ignominiosos, sino que respondía tan sólo a la necesidad de comprender y de explicar. Era el resultado de una mirada franca sobre una realidad ajena que resultaba asombrosa y cuyas 18

cualidades profundas se intentaban deducir a través de mecanismos metafóricos que asociaban los dos mundos. Al aplicar sobre los habitantes de África una mirada filtrada por la tragedia de Esquilo, se producen una serie de imágenes complejas que tienen esa calidad dialéctica que Walter Benjamin destacaba en las visualidades que por su composición son capaces de mostrar las contradicciones y anacronismos que transitan una época determinada. Los rostros africanos captados por Pasolini se transmutaban en rostros griegos, pero a la vez esos rostros griegos imaginarios cobraban vida a través de unas fisonomías que eran reales aunque insólitamente ajenas para nuestra tradición cultural. El contraste alegorizaba el choque de ambas culturas desde una inusitada igualdad de condiciones, pero también apelaba a una posibilidad de mestizaje que hubiera sido impensable años atrás. La dualidad característica de las imágenes africanas de Occidente aparece en la película de Pasolini en toda su plenitud epistemológica para convertir en positiva una carga que antaño había sido, desde la perspectiva africana, claramente negativa. En esos momentos, a principios de los años setenta, la mirada occidental sobre África se ha individualizado, ya no son grandes operaciones del imaginario las que utilizan el continente como teatro de sus sueños, sino que es el sujeto quien se enfrenta directamente con una realidad particularmente sugestiva. Pasolini es un ejemplo de esta nueva operación, relacionada directamente con el documental. La tímida tendencia de la ficción hollywoodiense hacia el cine de lo real, expresada a través de alguna escena de sus películas de la época anterior, encuentra en el film del director italiano su perfecta simetría, por cuanto en éste es la condición documental la que sirve de base, la que admite en su seno, a la ficción. Ha llegado la hora de que el cine africano empiece a insertarse en una fenomenología que hasta el momento había sido gestionada de manera exclusiva desde Occidente. Aparece así una nueva faceta del tradicional trasvase entre los dos mundos. Cabe, pues, la posibilidad de que Europa sea vista desde África, algo que se producirá paulatinamente. Un ejemplo muy peculiar de este intercambio lo encontramos en el documental “Rouch à l'envers” que el maliense Manthia Diawara realiza en 1995. En él se muestra el viaje de su director a París para visitar a Jean Rouch y estudiar su entorno de trabajo, imitando así las múltiples operaciones de parecidas características que el documentalista francés había efectuado en tierras africanas, a partir de mil novecientos cincuenta. La obra documental de Rouch es muy significativa en este sentido, ya que el primer contacto del cineasta con África se produjo a través de las operaciones coloniales francesas en Nigeria durante los años cuarenta, y sin embargo él acabó siendo considerado el fundador del cine nigeriano. 19

El fenómeno cinematográfico se organiza, otra vez, en torno al tránsito imaginario entre los dos continentes, aquí expresado a nivel individual y dando lugar a la peculiar respuesta de un cineasta africano que, al mimetizar la mirada de Rouch, pone de manifiesto su condición necesariamente segada y nos enfrenta con la idea de que la capital francesa puede ser un lugar tan exótico para la mirada africana como Nigeria lo fue para la visión francesa. Pero el correlato más interesante de la propuesta de Pasolini lo encontramos en el trabajo eminentemente fotográfico que, hacia el final de su carrera, realizó la cineasta Leni Riefenstahl, cuando descubrió en ese continente y sus habitantes una nueva visualidad. En el momento en que Pasolini realiza su incursión africana, Riefenstahl ya llevaba más de diez años fascinada por el continente, aunque su libro sobre la comunidad de los Nuba de Sudán no aparece hasta 1973, bajo el título de “El último de los Nuba”. Años antes, la cineasta ya había trabajado en tierras africanas para la realización de una película sobre la trata de esclavos que no llegó a completarse. Durante su larga estancia en el continente, también filmó una gran cantidad de metraje documental que no ha sido nunca mostrado. Lo que hace que el material fotográfico de la documentalista alemana, dedicado a celebrar la belleza corporal de los Nuba, sea realmente insólito es que ha sido confeccionada por una cineasta que, en su momento, mantuvo una estrecha relación con el régimen nazi, del que se convirtió en la documentalista oficial. Como argumentaba Susan Sontag en un célebre artículo (“Fascinating Fascim”), la mirada de Riefenstahl, formada en el caldo de cultivo de la estética nazi y su culto al cuerpo y a las masas, se prolonga claramente en su obra fotográfica. Es la misma fascinación por los cuerpos que la cineasta plasmó magistralmente en “Olimpia” (Fest der Völken; Fest der Schönheit, 1936-38), la que, en su madurez, alimenta sus fotografías africanas. Como indica Sontag en su artículo, «a pesar de que los Nuba son negros y no arios, el retrato que Riefenstahl hace de ellos evoca alguno de los grandes temas de la ideología nazi: el contraste entre el clan y lo impuro, lo incorruptible y lo mancillado, lo físico y lo mental, lo gozoso y lo crítico». Es posible que Riefenstahl pretendiera redimirse a sí misma con esta operación de ensalzamiento de la negritud, pero como argumenta Sontag la cineasta no hace más que proyectar sobre la figura de los Nuba el antiguo culto al cuerpo de los Nazis, aparte de ensalzar a través de las costumbres de la tribu sudanesa las ideas que había alimentado el imaginario de aquellos. Nos encontramos, por lo tanto, con una mirada individual sobre África, como en el 20

caso de Pasolini, y también con una mirada que reviste la realidad africana con ropajes que no le son propios. Pero, así como Pasolini pretendía revelar la verdadera esencia de África a través de la tragedia de Esquilo, Riefenstahl no puede evitar que su contemplación presuntamente documental arrastre consigo una serie de parámetros ideológicos, pertenecientes a una estética que no supone más que la perversión del ideal clásico que movía al cineasta italiano. Pasolini es consciente de que está recomponiendo la técnica documental con la introducción en ella de elementos ficticios, mientras que Riefenstahl no parece apercibirse de la trascendencia de sus fotos, más allá del carácter documental de las mismas. Que esa realidad coincida con su antigua educación estética y sentimental es un factor que la cineasta no tiene en cuenta. Lo que estas operaciones finalmente nos muestran es la imposibilidad de la mirada objetiva, en especial cuando ésta se convierte en un puente entre culturas. Aparecen, en este caso, las formaciones complejas que he mencionado al principio, en las que una serie de elementos imaginarios se confabulan entre sí para forman una ecología visual. Las formas postcoloniales convierten estas miradas en gestos individuales a través de los que el sujeto efectúa operaciones semejantes a las que antaño había realizado el imaginario social. A pesar de que ahora éstas pueden ser más controlables, no dejan de estar impregnadas del poso que el imaginario social ha depositado en las mentalidades particulares, como nos muestran, cada cual a su manera, Pasolini y Riefenstahl. A eso me refería cuando he manifestado antes que la visión era el origen y no el final de este tipo de imágenes. Es un fenómeno que podemos observar claramente en estos dos casos. Lo que ambos cineastas descubren en primer lugar en tierras africanas son propias obsesiones. Y estas obsesiones, conscientes o inconscientes, son las que moldean la imágenes que componen su obra. La historia de la mirada del cine occidental sobre África pierde fuerza a partir de este momento. Se seguirán haciendo películas sobre temas africanos pero las mismas no harán sino repetir impulsos anteriores que buscarán resucitar el aliento inicial mediante gestos inevitablemente manieristas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con “Las montañas de la Luna” (Mountains of the Moon, Bob Rafelson, 1990) o “Memorias de África” (Out of Africa, Sidney Pollack, 1985) que repiten vacuamente formas anteriores o ponen en marcha estilemas genéricos algo trasnochados. África sigue siendo un continente oscuro donde se representa de forma constante y variada la más genuina versión del Apocalipsis que Occidente puede contemplar en la actualidad. 21

Pero el imaginario occidental ha perdido el contacto que antaño le unía imaginariamente con ese mundo y no puede hacer otra cosa que escuchar embotado los ecos de una hecatombe que no ha dejado de ser la suya pero de la que se ignoran las claves. Las ingenuas miradas que Occidente lazó antaño sobre África a través de su cine eran de alguna manera más genuinas que la insensibilidad actual, alimentada por una televisión que mira obsesivamente sin ser capaz de ver.

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