España y la Gran Guerra: cuatro episodios

July 12, 2017 | Autor: Javier Moreno-Luzón | Categoría: International Relations, Spanish History, World War I, First World War, Modern Spanish History
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ESPAÑA Y LA GRAN GUERRA: CUATRO EPISODIOS Javier Moreno Luzón (UCM) Publicado en Revista de Occidente, 398-399 (2014), pp. 71-86.

I Cuando las potencias europeas comenzaron a declararse la guerra unas a otras, a finales de julio y comienzos de agosto de 1914, el gobierno de España se vio obligado a hacer algo. Ordenó, en comunicaciones idénticas que publicaba la Gaceta cada vez que un nuevo país entraba en el conflicto, “la más estricta neutralidad a los súbditos españoles”. Desmintió que hubiera movimientos de tropas cerca de las fronteras o que se previese el llamamiento a filas de miles de hombres. Conforme cundía la ansiedad y hasta el pánico, adoptó medidas de urgencia, como prohibir ciertas exportaciones con el fin de atajar las subidas de precios, autorizar una mayor circulación de billetes y créditos, acoger a los repatriados o anunciar obras para remediar el paro. Pero su principal preocupación consistía en evitar manifestaciones y ataques en la prensa a los beligerantes. Ante todo, que no se perturbara el orden. El Consejo de Ministros, presidido por el conservador Eduardo Dato, tuvo que aclarar que España no había adquirido compromisos con otras naciones que la obligaran a participar en la contienda. Algo dudoso en un mundo en que resultaban habituales los pactos secretos entre estados, piezas fundamentales del dominó que al caer provocó la catástrofe, y tras años de acercamiento entre las autoridades españolas y la Entente franco-británica. Porque los gobernantes de la monarquía constitucional se habían esforzado, durante el reinado efectivo de Alfonso XIII, por sacar a España del aislamiento que la había conducido al desastre de 1898 –la humillante derrota en la guerra colonial con Estados Unidos—mediante la aproximación a Gran Bretaña y a Francia. Y lo habían conseguido, aunque sólo fuera para ocupar un puesto secundario entre ellas, que adjudicaba a los españoles un papel subordinado en la colonización marroquí pero al menos garantizaba la seguridad de sus propias costas e islas. Como afirmaban políticos y diplomáticos, los acuerdos de 1907, que habían anudado ese vínculo, no implicaban mayores riesgos. Semejante interés por reafirmar la neutralidad apenas escondía sus motivos más profundos: la impotencia y el miedo a un conflicto interno. Una nota que Dato envió al rey en aquellas fechas críticas los dejaban muy claros: en ella confesaba que “no nos hallamos en condiciones de adoptar en ningún caso una actitud belicosa”, pues “con sólo intentarla arruinaríamos a la nación, encenderíamos la guerra civil y pondríamos en evidencia nuestra falta de recursos y de fuerzas para toda campaña”. Si la de Marruecos suponía un gran esfuerzo y no llegaba “al alma del pueblo”, “¿cómo íbamos a emprender otra de mayores riesgos y de gastos iniciales para nosotros fabulosos?” (cita en Seco Serrano, p. 332). Es decir, el ejército estaba muy mal preparado y la opinión revuelta. Como sentenciaba el catalanista Francesc Cambó, “hem de ser neutrals perquè no podem ser altra cosa” (La Veu de Catalunya, 21 de agosto de 1914). Aquella postura, revelaban los mensajes diplomáticos, podía matizarse con cierta benevolencia hacia los vecinos ingleses y franceses, socios comerciales y poderes dominantes en el Mediterráneo occidental, pero no debía modificarse de ninguna manera. Casi todo el mundo se mostró de acuerdo con estos límites, pues en España no había arraigado ese clima nacionalista y xenófobo que aquel verano lanzó a unos pueblos contra otros en el continente. Desde los socialistas hasta la extrema derecha,

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quienes se pronunciaron respaldaban la necesidad de permanecer al margen. El rey, que según la Constitución podía destituir al gobierno y cambiar de política, no había escondido nunca su proximidad a Francia y al Reino Unido, ligada a la esperanza de convertir a la España regenerada en un actor relevante en el norte de África y en Portugal. De hecho, corrieron rumores acerca de sus intenciones proaliadas, pero lo que hizo fue interrumpir sus vacaciones en el norte y volver a Madrid para respaldar el neutralismo datista. Sólo dos voces discreparon: la de Alejandro Lerroux, caudillo del partido radical republicano, que identificó a la Entente con la causa de la democracia; y, más importante aún, la del conde de Romanones, jefe del sector mayoritario en el partido liberal, cuyo periódico habló de “neutralidades que matan” y abogó por un apoyo explícito a los aliados por razones estratégicas. El líder de la oposición ofrecía al monarca una alternativa más cercana al intervencionismo, pero éste la rechazó y el conde hubo de retractarse. Esa relativa unanimidad en torno al gobierno se deterioró más adelante, cuando la guerra europea, que en sus inicios se adivinaba profunda aunque breve, se transfiguró en un empate interminable. Entre los españoles interesados por los asuntos públicos, una minoría en expansión, se decantaron así dos sectores muy activos, animados por los contendientes. Por una parte, el de los aliadófilos, que deseaban una España alineada con los adalides de la libertad, la justicia y el progreso, dispuesta a modernizarse de su mano y a implicarse de lleno si era preciso en la lucha con la barbarie militarista alemana. Por otra, el de los germanófilos, que resucitaban las viejas querellas con Gran Bretaña y sobre todo con Francia –encarnación de los males del laicismo republicano— para contraponerles el orden conservador del kaiser; partidarios no de la integración en su bando, que las coordenadas geográficas y comerciales hacían imposible, sino de una neutralidad a ultranza. Pero, por ahora, el ambiente español estaba marcado por la incertidumbre. La prudencia gubernamental sintonizaba con un país asustado.

II Entre junio y septiembre de 1916, el ministro de Hacienda del gobierno liberal, Santiago Alba, presentó a las Cortes un ambicioso programa de reformas, pensado para revolucionar las finanzas públicas y hacer del estado un motor de transformación social. Heredero de las movilizaciones regeneracionistas que habían exigido escuela y despensa en el cambio de siglo, Alba asumía en España la defensa del nuevo liberalismo intervencionista que había prendido en diversas partes de Europa –desde la Inglaterra de David Lloyd George hasta la Italia de Giovanni Giolitti— y que la guerra confirmaba. Urgía atajar el déficit, desbocado por los gastos en Marruecos y la caída de la recaudación aduanera causada por el estallido bélico, y dotar de más medios a la administración. Por ello, el ministro proponía reorganizar los servicios fiscales para aumentar su rendimiento y sacar adelante un presupuesto extraordinario, llamado “de reconstitución nacional”, que incluía planes para construir infraestructuras –escuelas, obras hidráulicas—durante una década. Su principal proyecto, animado por el ejemplo de otros países, aspiraba a elevar los ingresos fiscales mediante la creación de un impuesto que gravara los beneficios excepcionales obtenidos a rebufo de la neutralidad. Esta osadía provocó una movilización tan intensa como eficaz. Porque las exigencias comerciales de la contienda europea estaban cambiando a gran velocidad el clima económico y social de España. Las importaciones cayeron en picado, dadas las necesidades de los contendientes y las complicaciones del transporte, con lo que los empresarios nacionales se quedaron sin competencia. Las exportaciones,

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en cambio, crecieron y sobre todo multiplicaron de repente su valor, impulsadas por la demanda inagotable de los países europeos en lucha y de los americanos ahora desatendidos. Algunos negocios se bañaron en oro: la industria textil, que suministraba telas y mantas a los ejércitos continentales y a los consumidores de Ultramar; la siderúrgica, proveedora de hierro fundido a las fábricas de armamento; las navieras, que disparaban los fletes en aguas peligrosas; o la minería del carbón, oro negro en estas circunstancias. La abundancia de dinero alimentó la expansión de la banca, crecieron también las eléctricas y las químicas, incluso el cultivo de cereales destinados al exterior. El imán europeo desabastecía los mercados españoles y producía una inflación imparable. La súbita prosperidad se distribuyó de manera desigual entre sectores, regiones y clases. No todos los productores se enriquecieron, sino que algunos se vieron perjudicados por la carestía de las materias primas y de los portes, como las editoriales, la minería del hierro o la construcción; o el desinterés internacional por sus ofertas, como la naranja y el vino. La mayor parte de las nuevas compañías se concentró en Cataluña y el País Vasco. El mundo urbano aprovechó la coyuntura mucho mejor que las comarcas rurales, por lo que se aceleró el flujo de inmigrantes que no disponían ya de alternativas más allá de las fronteras españolas. Los nuevos ricos, criticados por sus modales ostentosos, irrumpían entre las élites establecidas; mientras los trabajadores trataban de mejorar sus salarios y condiciones laborales para afrontar las tensiones inflacionistas que afectaban de lleno a las subsistencias. Un reguero de huelgas recorrió las ciudades. El malestar empujó a los grandes sindicatos, la socialista Unión General de Trabajadores y la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo, a aproximar posiciones y organizar, por vez primera en 1916, protestas conjuntas contra la escasez. De manera que, cuando más conveniente podía resultar la intervención estatal con el fin de sanear la hacienda, redistribuir las cargas y encauzar los conflictos sociales, más fuertes se sentían los grupos capitalistas agraciados con la lotería de la guerra para resistirse frente a las iniciativas públicas. La estrategia del gobierno liberal se enfrentó de inmediato con una campaña en su contra protagonizada por entidades financieras, industriales y mercantiles entre las que abundaban las vizcaínas, catalanas y asturianas; y donde llevaban la voz cantante hombres como el naviero y nacionalista vasco Ramón de la Sota. El impuesto sobre las rentas bélicas representaba, a su juicio, una tiranía intolerable, deseosa de expropiar la legítima riqueza creada por las clases productoras sin auxilio de nadie, y una amenaza para el empleo. En palabras de Julio Carabias, que escribía en la Revista acional de Economía, el borrador de Alba, “más bien que una llamada al contribuyente, semejaba una medida disciplinaria, algo que había de caer a modo de castigo sobre los industriales y comerciantes españoles, como si sus ganancias hubiéranse logrado al margen del derecho (…) o a costa de la depauperación del país” (cita en García Delgado, dir., 1989, pp. 380-381). La reacción empresarial confluyó con la acción de los parlamentarios de las provincias más afectadas para bloquear los planes gubernamentales. En el Congreso se significó enseguida la Lliga Regionalista de Catalunya, el partido conservador hegemónico dentro del catalanismo. A su juicio, había terminado ya la fase reivindicativa que se conformaba con alguna suerte de descentralización, conseguida con la Mancomunitat fundada en 1914, y llegaba una etapa distinta, que exigía la concesión de una verdadera autonomía política. Una meta que sólo se alcanzaría si se debilitaba el sistema bipartidista que funcionaba bajo la monarquía constitucional, dando mayor peso a la Lliga. y se combatía con decisión a los elementos contrarios a los nacionalismos subestatales, entre los cuales sobresalía la figura emergente de Santiago Alba. De modo que los diputados lligaires dirigieron la ofensiva contra sus proyectos,

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con la ayuda del amplio muestrario de herramientas obstruccionistas que ofrecía el reglamento de la cámara. A base de discursos y enmiendas sin fin, enterraron el impuesto sobre beneficios extraordinarios y mostraron la escasa fuerza y cohesión de la mayoría liberal. Su triunfo supuso el agudizamiento de las dificultades financieras del estado, que desde 1917 nutrió con su deuda la espiral inflacionista. La bonanza originada por la Gran Guerra no reforzaba en España al estado sino a los intereses corporativos y a los grupos políticos minoritarios.

III Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, dejó la presidencia del gobierno liberal en abril de 1917. La coalición de facciones que conformaba su partido, vencedora en las elecciones del año anterior, reunía a 224 diputados de un total de 408. Pero esa hegemonía parlamentaria se demostró muy insuficiente, no sólo para aprobar reformas fiscales sino también para sostener al ejecutivo frente a las turbulencias ocasionadas por la guerra. Al abandonar el poder, Romanones hizo pública una nota que, dirigida al rey, explicaba las razones de su dimisión. Sus argumentos se resumían en dos. Por un lado, creía que “la defensa de las vidas e intereses españoles” no podía hacerse efectiva mientras la actitud gubernamental ante el conflicto europeo estuviera tan encorsetada como hasta entonces, pues, a su juicio, nunca debía haberse rectificado la línea proaliada emprendida por España al despuntar el siglo. Reformulaba así sus tesis de 1914. Por otro, había comprendido que “una gran parte de la opinión “, incluidos muchos liberales monárquicos, no compartía sus convicciones, por lo que presentaba su renuncia irrevocable. Estos términos transmitían un mensaje claro: los repetidos ataques de submarinos alemanes contra mercantes españoles habían roto a la mayoría y el rey había decidido defenestrar al más aliadófilo de los jefes liberales para asegurar la neutralidad. Y es que el mantenimiento de una postura neutral no resultaba nada fácil. Desde la apertura de hostilidades en Europa se habían producido, de vez en cuando, presiones aliadas para que España se replantease su política, asumiera otras funciones más activas o impidiese que las naves alemanas visitaran sus puertos. La entrada de Italia al lado de la Entente en 1915 había desarbolado las posibilidades de armar una estrategia conjunta entre neutrales. Los gobiernos españoles procuraban no suscitar debates sobre política exterior en el parlamento, pero las circunstancias les superaban. Los servicios de espionaje y contraespionaje de todas las potencias actuaban a sus anchas en territorio peninsular y en el protectorado de Marruecos, mientras sus embajadas financiaban la difusión de propaganda en diarios y revistas que, en tiempos de papel caro, vivían de esas subvenciones. Proliferaban los periódicos efímeros y algunos cambiaban de bando sin motivo aparente porque variaba de un día para otro su fuente de ingresos. No en vano, España se convirtió en el neutral más destacado del continente, origen de suministros cruciales y refugio costero siempre disponible. Sin embargo, la guerra submarina, empleada por Alemania para contrarrestar el cerco económico aliado, cambió por completo la escena internacional en que se movían ministros y diplomáticos. Ya en el otoño de 1916 se generalizaron los torpedeamientos de barcos neutrales que se acercaban a los países de la Entente, lo cual perjudicó de inmediato a los españoles, sin que las reclamaciones oficiales obtuviesen respuesta. La prensa germanófila, en la cual militaban también algunos medios del partido liberal, atacó de manera inmisericorde al presidente Romanones, acusado de contrabando de minerales y de “promiscuidades político-financieras” (El Día, 2 de enero de 1917). En

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febrero de 1917, Berlín decretó el bloqueo total de las costas enemigas, lo cual significaba la paralización del comercio naval español, por lo que el gobierno abrió conversaciones con París y negoció acuerdos comerciales que incluían grandes ventajas para Londres. Cuando Estados Unidos, perjudicado también por los ataques submarinos, entró en la guerra, los hundimientos llevaron a Romanones a preparar la ruptura de relaciones diplomáticas con el imperio alemán, una alternativa que flotaba en el ambiente desde meses atrás y que suponía dar el paso previo a la intervención. Aquel fue uno de los momentos en que España estuvo más cerca de romper la neutralidad a lo largo del conflicto. En el camino de Romanones se interpusieron dos grandes obstáculos: la división de su partido, donde predominaban opiniones más prudentes, y la enemiga del rey. Alfonso XIII, fueran cuales fueran sus iniciales veleidades aliadófilas, había abrazado ya la neutralidad a ultranza, bandera favorita de la germanofilia. Primero, porque estaba empeñado en hacer de España un mediador aceptable a la hora de la paz. Con ese objetivo, había tanteado al Vaticano y las embajadas españolas se habían encargado de los negocios de unos beligerantes en otros. El monarca sostenía asimismo en palacio la llamada oficina pro cautivos, dedicada a localizar a prisioneros de guerra para ponerlos en contacto con sus familiares y a gestionar sus indultos. Con la ayuda de la diplomacia, tramitó cientos de miles de expedientes y obtuvo numerosos éxitos. Aspiraba así a aparecer ante Europa como el prince de la pitié, como un angel of mercy que mereciese la gratitud de todos. Aunque el motivo que tal vez pesó más en el juicio del rey fue el temor a la revolución, a que en España se repitiera lo ocurrido en Rusia aquel mes de febrero/marzo de 1917, cuando el zar, frente a un país agotado por el esfuerzo bélico y viéndose solo, no tuvo otro remedio que abdicar. Entrar en la guerra implicaba –ni más ni menos—asumir el riesgo de perder la corona, una obsesión agudizada cuando la deriva rusa se complicó con la emergencia de los sóviets y desembocó en la toma del poder por parte de los bolcheviques. Desde entonces, don Alfonso se aproximó cada vez más a las filas de la contrarrevolución autoritaria, abanderada de un ideario conservador, católico y nacionalista. Al conde amigo de los aliados lo sustituyó en el gobierno su gran rival dentro del liberalismo dinástico, el neutralista marqués de Alhucemas, que le arrebató la primacía en ese campo político. Pero aquel relevo, lejos de apaciguar los ánimos, significó tan sólo el preludio de una brutal tormenta. Esa misma primavera, dos grandes mítines abarrotaron la plaza de toros de Madrid: en uno, el conservador disidente Antonio Maura habló ante una audiencia germanófila que aplaudía sus alusiones a los agravios infligidos a España por británicos y franceses; en otro, intelectuales y políticos de izquierdas, con Miguel de Unamuno a la cabeza, reclamaron un giro aliadófilo y republicano. Poco después comenzaron a hacerse realidad los miedos monárquicos, cuando por ensalmo confluyeron en el tiempo distintas fuerzas revolucionarias. Las juntas militares de oficiales, afectados por la inflación y reacios a admitir reformas que paliaran su inutilidad para la guerra moderna, rozaron el golpe de estado. Los grupos políticos más críticos con el turno, acaudillados por el catalanismo, se reunieron en una asamblea ilegal de parlamentarios para exigir el inicio de un proceso constituyente. Y los sindicatos obreros se lanzaron a la convocatoria de una huelga general que tumbara al régimen. El rey estaba convencido de que los aliados conspiraban contra él y las autoridades denunciaron la protesta como un intento de meter a España en la guerra. A la hora de la verdad, las tres fuerzas rebeldes, con objetivos muy heterogéneos, no sólo no se coordinaron sino que se enfrentaron entre sí, por lo que la monarquía constitucional se salvó. España no era Rusia, pero ya nada sería como antes.

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IV En diciembre de 1918, la guerra había terminado ya con la victoria de la Entente, abandonada por la Rusia soviética pero fortalecida por la imparable potencia económica de Estados Unidos. Los vencedores se reunían en París para preparar la paz, dibujar el nuevo mapa de Europa y alumbrar un mundo diferente, basado en los valores democráticos que pregonaba el presidente norteamericano, Woodrow Wilson. En España gobernaba otra vez el liberal conde de Romanones, apartado del mando en su día y triunfador en estas circunstancias excepcionales por una razón idéntica: su aliadofilia, siempre a flor de piel cuando arreciaban los torpedeos alemanes. Lo había demostrado ese mismo verano, en otra coyuntura crítica que a punto estuvo de desembocar en la ruptura con Alemania. En realidad, el conde era el único jefe monárquico que, con mayor o menor fortuna, había alentado una actitud prooccidental durante los cuatro años de contienda. De inmediato, consiguió una entrevista en la capital francesa con algunos de los líderes aliados, entre ellos el propio Wilson. La prensa española jaleó el viaje del presidente, decidido a encontrar un lugar al sol en la postguerra que empezaba a esbozarse. Así que preparó un amplio catálogo con los asuntos que le interesaba tratar y marchó rumbo a París. La vida política española, a aquellas alturas, sufría los efectos a largo plazo de la crisis vivida en 1917, que no derribó a la monarquía pero transformó el sistema político. Ya no era posible la alternancia tradicional entre dos grandes partidos, conservador y liberal, identificada con el dominio de los procedimientos corruptos que siempre volcaban las elecciones a favor del ejecutivo con asistencia de los notables o caciques locales. De modo que se impusieron por un tiempo quienes preferían soluciones multipartidistas que, de un lado, prescindieran del fraude electoral, y, de otro, integrasen a sectores políticos marginados, como la Lliga catalana. Respaldado por estos sectores y por los minoritarios dentro del abanico dinástico, este propósito dio lugar a varios gabinetes de concentración en los que, con el beneplácito del rey, participaron múltiples facciones. El más destacado de tales experimentos, presidido por Maura en 1918, reunió a todos los jefes monárquicos y al catalanista Francesc Cambó. Pese a la buena voluntad reinante, la fórmula duró poco, por lo diverso de los intereses en juego, así que el armisticio en los frentes coincidió con el fracaso de aquel gobierno nacional. A partir de ahí, el panorama se tiñó con el color de la provisionalidad. Romanones se rodeó en el poder tan sólo de sus fieles romanonistas, en un “Ministerio con homogeneidad máxima de tertulia personal” ( uestro Tiempo, 2, 1919, p. 99). No tenía, claro está, mayoría en el parlamento, pero al menos podía perseguir una política coherente, dentro y fuera de España, durante unos meses. Los protagonistas de la vida pública española no estaban preocupados tan sólo por realzar el pobre papel internacional de España, sino también por otra cuestión relacionada con los efectos de la Gran Guerra: la campaña catalanista por la autonomía. El catalanismo conservador había tratado de extender sus afanes regionalistas a otras zonas del país y había compartido los gabinetes de concentración, pero el triunfo de los aliados le proporcionaba la oportunidad de apostar por la obtención inmediata de un estatuto autonómico. Su aliadofilia se había reforzado cuando Wilson introdujo en el programa de la Entente el reconocimiento a la autodeterminación de los pueblos de Europa. Su declaración aludía a las naciones atrapadas en el imperio austro-húngaro o a los Balcanes, pero todos los nacionalistas del continente abrazaron aquel principio, tan democrático, con el fin de propulsar sus propias reivindicaciones. Los catalanistas, como sus congéneres en el País Vasco, se confesaron wilsonianos para ponerse al frente

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de una gran ola reivindicativa. De hecho, el final de la guerra dio lugar en España a una primavera de demandas territoriales sin precedentes: no sólo catalanes y vascos, también otros militantes casi ocultos hasta esas fechas–como los andaluces, valencianos y gallegos—reafirmaron sus identidades diferenciadas y se subieron al carro del autonomismo. Lo cual provocó, en respuesta, la movilización de las filas españolistas, guardianas de la unidad patria ligada a la estructura centralista del estado. Cuando Romanones salió para París, las ciudades españolas se habían llenado de manifestantes a favor o en contra de la autonomía. En Cataluña, la campaña wilsoniana reunía a la Lliga con los nacionalistas republicanos que aspiraban a matar dos pájaros de un tiro. Es decir, a que España se sumase a los muchos estados donde al finalizar la guerra los tronos rodaron por el suelo. Las iniciativas catalanistas, pilotadas desde la Mancomunitat, se concretaron en un proyecto de estatuto refrendado por los ayuntamientos en nombre del pueblo. Enfrente, Alfonso XIII y su gobierno pensaron en atraerse al catalanismo templado para prevenir una revolución proletaria, incubada ya en el ejemplo bolchevique. Cambó no quiso desligarse de sus socios antimonárquicos, así que no hubo negociación. Romanones se tropezó en París con un delegado de la Lliga que deseaba explicarle a Wilson el problema catalán, cosa que no logró. No obstante, en Madrid se formó una comisión oficial encargada de redactar, por primera vez, una propuesta autonómica para Cataluña y para las provincias forales, las vascas y Navarra. Ambos planes chocaron en el parlamento, donde cada cual defendió la soberanía propia–catalana o española—para imponer sus posiciones y no hubo pacto. Mientras tanto, en las calles barcelonesas chocaban grupos nacionalistas de obediencias encontradas y estallaba una huelga general revolucionaria orquestada por la CNT y reprimida por el ejército. La postguerra española había comenzado. Lo cierto es que la famosa entrevista de Romanones con Wilson no obtuvo apenas resultados. El presidente español quería tratar múltiples contenciosos, desde su estrategia en Marruecos y en el Mediterráneo hasta la situación de los barcos alemanes anclados en España o las reparaciones por las pérdidas navales españolas. Pero el norteamericano se limitó a divagar acerca del nuevo orden internacional y de la emigración, aunque tranquilizó al conde diciéndole que no sabía nada del pleito catalán. No le deparó mucha más suerte Georges Clemenceau, el primer ministro francés, quien le habló de Felipe II y la Inquisición. En resumen, España no estuvo presente en la conferencia de paz ni recibió recompensas –más allá de la concesión de condecoraciones al rey –por su neutralidad y sus acciones humanitarias durante la guerra. Tan sólo consiguió entrar desde sus inicios en la Sociedad de Naciones, creada por el Tratado de Versalles y llamada a convertirse en un gran parlamento mundial, donde los problemas se resolvieran de forma pacífica y negociada. Así pues, las expectativas españolas, en buena parte irreales, se vieron defraudadas. *

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La España de finales de 1918 era un país muy distinto del que había contemplado, con impotencia y miedo, el estallido de la guerra europea en el verano de 1914. Pese a la neutralidad, mantenida a trancas y barrancas, tanto la economía como la política española experimentaron profundos cambios por efecto directo o indirecto de la contienda. La inesperada prosperidad modernizó algunas estructuras empresariales, pero su desigual reparto produjo graves tensiones inflacionistas y un amplio malestar entre las clases medias y populares. Los esfuerzos por distribuirla a través del estado chocaron con poderosos intereses corporativos y con las debilidades del sistema

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parlamentario. La opinión pública, agitada por los contendientes, se dividió entre aliadófilos y germanófilos, a lo que se sumaron los ataques submarinos alemanes para poner en peligro la postura neutral de los gobiernos. Al mismo tiempo, las convulsiones revolucionarias de 1917, en cuyo trasfondo se hallaban las expectativas y los agravios producidos por la guerra, fulminaron el bipartidismo y abrieron una etapa de gran inestabilidad. Los nacionalistas subestatales, con el catalanismo en vanguardia, bebieron del triunfo aliado para elevar el nivel de sus reivindicaciones, mientras los movimientos obreros de la izquierda se miraban en el espejo bolchevique. Frente a ellos, el rey Alfonso XIII, los grupos reaccionarios y el ejército se preparaban para contrarrestar las amenazas subversivas con soluciones autoritarias. Si la Gran Guerra terminó con una contundente victoria de las democracias, en España dio alas, de un modo un tanto paradójico, a las fuerzas conservadoras que habían alimentado la germanofilia.

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