Escribir la ciudad es releerla. Saborear la ciudad. Seres que sostienen la ciudad. La ciudad frente a sí misma.

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Descripción

ENERO 2014 · NÚM. 69

enero 2014

editorial 4 página del lector 6 notas El 2014 llega con nuevas especies 9 Breves 13 Obituario 14 zona fahho Yo leo en San Antonio de la Cal 16 Las Bibliotecas Móviles: un itinerario de lecturas 18 desempolvando tesoros Historias y figuras de México decimonónico 20 columnas Ciencias Darwin y el origen de El Origen 22 Historia Oaxaqueña Oralidad y alfabetización en Oaxaca durante el siglo xx 24 Patrimonio Ambiental ¿Transgénicos? 26 Urbanismo Escribir la ciudad es releerla 28



en portada Rutas lectoras: universos imaginados 31 El corazón de la señora enletrada 32 Alfabetización y promoción de la lectura en México 34 Imaginación. Tierra fértil para el cultivo 37 Leer afuera 46 Apuntes sobre provocación y seducción 49 Biblioteca de oportunidades 52 entrevista · Jenny Pavisic 55 reseñas Visuales · Lectura y recreación en pliegos sueltos 60 Escénicas · Teatrologías xiv 62 oficios · Bibliotecario 65 miscelánea 66 recomendamos · 10 Aniversario de la Casa de la Ciudad 69 cartelera 70 directorio 76 mapa 78 el paseante · El Paseante hasta Brooklyn: Laurie y Lou 79 poema del mes · De El malestar de la rosa 81 la del estribo · Criticar el periodismo 82

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Escribir la ciudad es releerla harmida rubio

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a memoria es algo fabuloso, sobre todo cuando no funciona bien. Que algo se nos olvide nos da la oportunidad de conocerlo de nuevo o de verlo con otros ojos. Eso pasa con lo que leemos; se olvida para adquirir una nueva cara cuando lo volvemos a leer. Ésa es la magia de la relectura y sucede con todos los textos, incluyendo las ciudades. Hace muchos años empecé a leer un libro de Rosa Montero que se llamaba La loca de la casa. Me pareció que hablaría una vez más de la historia de la hija rebelde dentro de la familia conservadora, así que lo dejé, de aburrimiento previo. Tiempo después lo volví a encontrar en mi biblioteca y le di una oportunidad. Me encantó. Trataba del arte de escribir ficción, de la creatividad y del acto de esperanza que es narrar. Olvidar parte de aquella primera lectura me hizo bien para recuperarlo. Eso pasa con las ciudades. Por ejemplo: la ciudad en la que nacimos y de la que nos fuimos desde niños o muy jóvenes tiene otro significado cuando regresamos de mayores. La leemos diferente, nos fijamos en otros detalles. Tal vez más en las calles que en las ardillas, probablemente más en el tráfico que en las azoteas, o tal vez buscamos esos espacios del pasado, como el parque donde aprendimos a andar en bicicleta o la calle donde dimos nuestro primer beso, y quizá nos demos cuenta de que han desaparecido. Entonces la nostalgia nos visita y les da a los nuevos espacios un sabor amargo, un aire de impostores. Otro caso: por el trabajo que hago, he tenido que ausentarme de Xalapa, la ciudad en la que vivo, por lo menos unos 15 días por mes.

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La arquitectura y la edificación de la ciudad impactan en quien habita los lugares, pero quien habita los lugares también los construye. Esta ausencia intermitente hace que cada vez que regreso a mi ciudad la encuentre diferente y a la vez igual. Cada vez que regreso a Xalapa es un texto diferente, más grande, más colapsado, pero más hermoso. Es un texto nuevo, escrito sobre los textos de otros años. Aunque también hay situaciones que hacen que la lectura de la ciudad tenga otro sentido: en la misma Xalapa, cuando hay neblina, la ciudad se presenta misteriosa, medio escondida, y deja leer sólo lo que ella permite, con un velo que la cubre y la hace más hermosa a pesar de que no se ve. A Oaxaca la he releído algunas veces. Las primeras como turista, descubriendo cada vez más lugares de historias del pasado y de la cultura, que salen al paso en el Centro Histórico, pero que tal vez sean ya más globales que oaxaqueños. Después regresé para leerla como investigadora y ahí fue que se abrió el panorama: la ciudad se organizó de otra manera en mi mente, se amplió, se hizo más compleja y más llena de vida. Dejó de ser sólo el Centro Histórico y comenzó a ser también la Central de Abasto, la colonia Azucenas y otras cercanas, los ce-

La ciudad es un texto escribible, un lugar que puede construirse en cada relectura. rros, los centros comerciales, los mercados; las historias de los campesinos, las de los maestros, los activistas, y la imagen de las mujeres que son el relato de todas las caras de la ciudad. También hay ciudades que son más fáciles de leer a partir de ciertos elementos, como Nápoles, Italia. Es la ciudad de los balcones, de las ventanas abiertas, de los tendederos de lado a lado de la calle, y de las casas que se comunican a través de miradas curiosas y de gritos de vecinos. Nápoles es una ciudad que se lee a partir de su vivienda. Edificios antiguos y nuevos tienen la transparencia de sus casas. Los napolitanos ricos y pobres tienen una vida a medio camino entre el espacio público y el privado. En el balcón conversan, observan, discuten, coquetean y espían. Esa ciudad es un teatro enorme, con plateas en cada calle. Pero, ¿cómo se leen las ciudades? Con todo el cuerpo: viéndolas, sintiéndolas, tocándolas, oliéndolas, saboreándolas, escuchándolas… viviéndolas. Y aún hay algo más: quien lee las ciudades también las escribe. Cortázar decía “el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje”. Entre quien lo escribe y quien lo lee, se crea una especie de complicidad en la cual, cada uno pone su parte

para crear la historia. Es como el portal entre dos mundos. El relato transforma en un sentido de ida y de vuelta: a quien lo crea y a quien lo recibe. Así, los edificios, las calles, el paisaje, son relatos que se crean en una ida y vuelta entre quien los construye y quien los vive. La arquitectura y la edificación de la ciudad impactan en quien habita los lugares, pero quien habita los lugares también los construye. Roland Barthes, en el texto S/Z, dice que algunos relatos son un texto escribible. Un lugar con muchas entradas, más flexible y complejo a la vez. El lector ya no es sólo un consumidor, sino un productor de texto. Podríamos decir que la ciudad es un texto escribible, un lugar que puede construirse en cada relectura. Dice Barthes que cuando leemos un relato dominante, se instala en nuestra mente, y se va repitiendo en todos los relatos que leemos, todos los textos son la misma historia entonces. Sin embargo, a partir de la relectura, ese sello se desarma y podemos ver a través del texto y comunicarnos con él. Así que aquella ciudad que olvidamos por ausencia o aquella que no conocemos, pero que imaginamos, o la que visitamos de vez en cuando, es un texto que nos da la oportunidad de leerlo una que otra vez, desde nuestro olvido, o desde las trampas de nuestra memoria. Y así, releyéndola, la vamos construyendo, día a día, a fuerza de habitarla.

San Luis Potosí, (1973). Arquitecta y urbanista. Actualmente cursa el doctorado en Estudios Urbanos en la UAM.

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Saborear la ciudad harmida rubio

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a ciudad es un banquete en sí misma. En cada esquina hay sabores y texturas que paladeamos sin necesidad de usar el sentido del gusto. Cuando estaba en secundaria, en Torreón, Coahuila, por ahí de 1985, me encantaba caminar a mediodía de la escuela a mi casa, porque me fascinaba descubrir la ciudad a pedacitos y comérmela. Antes no era consciente de eso, ahora lo sé. Cuando pasaba por las casas pequeñitas, algunas de adobe, otras de colores pastel, unas más de ladrillo, cada una de ellas me hacía probar el sabor de la ciudad: era único. El olor del guisado de papas con carne y el tintinear de las cucharas en la olla, el olor a sopa de fideo y la voz de la madre llamando a la familia a comer; la carne asada en las terrazas o en las cocheras; todo eso me hacía conocer una parte de Torreón, imaginando su comida y a la gente que estaba adentro de esas casas comiendo de verdad lo que yo comía en la imaginación. Muchos años después me mudé a Xalapa, y ahí conocí el privilegio de tomar café en cada calle y a todas horas con sólo transitar el centro de la ciudad. En Xalapa el café se mete a todos los rincones: está en las tiendas, las casas, en los callejones. Hasta en los bancos. A veces parece que no está en algunos fraccionamientos cerrados o en los centros comerciales, pero siempre asoma la cara cuando menos lo esperamos. La ciudad está bañada 30 | Septiembre 2013

de ese sabor a café, café de verdad, del bueno, del que se produce ahí mismo. Por eso el único Starbucks que existe fue exiliado a la periferia de la ciudad: los xalapeños no toleraron el café plastificado en su reino. Años más tarde conocí otra ciudad-café, pero de otra forma: Buenos Aires, la ciudad de los cafés. Dicen los porteños que si alguna esquina de Buenos Aires no tiene algún café, entonces algo raro le pasa. Caminar en Buenos Aires es escuchar el café; es ser testigo de la efervescencia de una ciudad que se reúne a charlar, a coquetear, a discutir, a reír, a salvar el mundo en los cafés. Cada ciudad se expone a quien la habita o la visita en su comida y en su bebida, en sus sabores que no hay necesidad de probar con el paladar. Ahí, en esos sabores está sembrada la cultura, la ideología y las transformaciones de un pueblo. Por ejemplo, en Tlacotalpan, Veracruz, los gobernantes y la gente de dinero se quejan de que, siendo Patrimonio Cultural de la Humanidad, la ciudad tenga en cada una de sus esquinas un puesto ambulante de tacos: eso afea la ciudad, dicen. Yo creo que la hace más suculenta, más esencial, fuera de la máscara que se muestra al mundo y que sale en las fotos y en las películas. Tlacotalpan tiene sus tacos como rebeldía de lo auténtico. Oaxaca no se queda atrás, sólo que no puede resumirse en una sola comida o bebida. Oaxaca es el mole, los frijoles, el

caldo de piedra, las tlayudas, el café de olla. Por supuesto, también es el mezcal, el que se comparte en los mercados, en la Central de Abasto, en los barrios tradicionales, en las colonias que han hecho crecer la ciudad. Oaxaca es el mezcal de los estudiantes, de los artistas, los antropólogos y los gestores culturales; y también el mezcal que toman, presumen y exportan los turistas, los empresarios y los que quieren vender Oaxaca al mundo. Para todo bien y para todo mal... Así, ciudad y comida son alquimia y discurso. Las dos se componen de ingredientes, de medidas, de porciones; algunas que pueden sustituirse y otras que son esenciales, sin las que la ciudad y los platillos no serían lo mismo. Sin embargo, ciudad y comida se transforman y fusionan con otras formas de creación, así ha sido siempre. Aún cuando la ciudad prehispánica fue sustituida casi en su totalidad por la ciudad colonial barroca en México, siempre hubo partes de la urbe que se negaron a desaparecer, indicios de aquel universo previo en donde se habitaba de otra manera. De la misma forma, la comida prehispánica sobrevive, se fusiona con otras manifestaciones culinarias, pero sigue ahí, detrás de la comida criolla, contemporánea, e incluso gourmet. Así, como cuando comemos descubrimos los ingredientes de un platillo sin que nadie nos los diga —sus especias, su cocimiento, sus componentes—, de la misma

manera podemos descubrir la ciudad en las calles, viendo a la gente, oyendo sus charlas, observando sus colores y siguiendo sus aromas. Podemos entender sus esencias, sus transformaciones y sus maridajes. La cuestión es dejarse seducir y saborearla en cada paso. San Luis Potosí (1973) Arquitecta, urbanista y actualmente estudiante del Doctorado en Estudios Urbanos de la UAM. Profesora e investigadora de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Veracruzana.

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Seres que sostienen la ciudad harmida rubio gutiérrez

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He sido la hoja de una espada, he sido la gota en el río, he sido la estrella luciente, he sido la palabra en un libro. Poema galés.

n la ciudad de Oaxaca hay un cerro vigilante. Se llama San Felipe del Agua. Hay gente que dice que el cerro está lleno de agua por dentro y que si un día se deslava, o si se fractura, el agua saldrá de sus entrañas e inundará toda la ciudad. El cerro observa la ciudad y le recuerda que el tiempo corre con un tic tac que no se oye pero que algunos sienten latir. A miles de kilómetros de Oaxaca, en una ciudad alemana llamada Waldkrich existe un cerro de nombre Kandelfels, que mucha gente visita para escalar, en donde algo similar sucede. La leyenda contemporánea cuenta que en ese cerro, que es en donde celebran las brujas su día, hay agua y que si alguna vez alguien engancha una cadena a los aros de escalada y jala con todas sus fuerzas, la montaña se vendrá abajo y el pueblo se inundará. Muy lejos de ahí, en Brasil, existe una hermosa tradición de fin de año. La ofrenda a la diosa Yemanyá, la diosa del mar. Ella brinda protección y prosperidad cada año que empieza. El día 31 de diciembre, en ciudades como Río de Janeiro, Porto Alegre y Bahía, la gente se reúne a entregar a la diosa del mar flores blancas y frutas.

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Ellas y ellos han estado aquí mucho antes que nosotros: montañas, mares, lagos, valles, mesetas, plantas, árboles, insectos, aves, felinos, roedores, animales de toda especie, han poblado antes otro tipo de ciudades. Nuestros antepasados supieron identificarlo y asignaron a los elementos naturales, de las ciudades y los pueblos, virtudes e historias que infundían ensoñación y respeto para quienes habitaban las antiguas ciudades. Era una manera de convivir todos juntos: animales, plantas, paisaje y ciudad. Los celtas reconocían criaturas en el bosque, como gnomos y hadas, que se vinculaban con el poder de árboles, plantas y animales. En la mitología mesoamericana existen los nahuales, que son una forma de contacto entre seres humanos, los animales y el cosmos, y que pasean por el campo y por los pueblos. Y qué decir de los alebrijes oaxaqueños, que surgen de la imaginación de gente de pueblos y ciudades y que se materializan en madera y colores, mostrando combinaciones de animales de éste y otros mundos. Hoy existen muchas ciudades que se vinculan con sus plantas, animales y paisajes, pero hay otras que les han dado la espalda.

Ha pasado el tiempo y muchas ciudades del siglo xxi han dejado poco a poco de creer en estas historias, se han sacudido de magos elementales, de criaturas híbridas y de leyendas de cerros y lagunas. Estas ciudades se empeñan en desterrar a estos seres primigenios de su hábitat natural para crear otros ambientes más sofisticados, más extensos, pero también más estériles. Sin embargo, contra toda la opresión, plantas y animales se resisten al destierro y a la indiferencia de quienes habitamos las ciudades. Las plantas se abren paso entre el asfalto y las azoteas, en los canales entubados, las alcantarillas y en cualquier casa abandonada. Los animales nos llaman la atención día con día a pesar del ruido, del tráfico y los rascacielos, nos dan la cara para reclamarnos el espacio que les hemos quitado. Canarios, colibríes, mariposas, lagartijas y tlacuaches siguen hablando, al pie del cañón, en las grandes selvas de concreto que son las metrópolis. Los alebrijes reclaman su territorio en caravanas y desfiles por ciudades tan pobladas como la Ciudad de México. Así también algunos cerros, lagunas y ríos —que son los más profundos genes de nues-

tras ciudades— siguen ahí con dignidad, aunque contaminados o atiborrados de casas. Siguen ahí, listos para enseñarnos más sobre nuestras ciudades, dispuestos para debatir frente al progreso, vigilantes y vivos para contarnos sus historias.

San Luis Potosí (1973). Arquitecta y urbanista. Actualmente cursa el doctorado en Estudios Urbanos en la uam.

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La ciudad frente a sí misma Reflexiones sobre la ciudad sustentable harmida rubio gutiérrez

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ace pocos meses Joaquín Sabaté, uno de los maestros contemporáneos de la urbanística, me contó una historia que me dejó reflexionando profundamente, me contó de la etnia “I Felici”. Me dijo que a un amigo de él, en Italia, le habían encargado hacer un museo de esta etnia, en el que se contara todo sobre la forma de vida y el entorno de este pueblo. Joaquín fue a visitar el museo y su amigo lo guió: “I Felici eran coetáneos de los Etruscos (…) Vivían maravillosamente, tenían vajillas y cubiertos de oro, escuchaban música, tenían libros estupendos (…) vivían en cuevas subterráneas pero se la pasaban tan bien, que eran felices”. Sin embargo, curiosamente, dice Joaquín, al final del recorrido su amigo le dijo: “lo más singular del caso es que I Felici nunca existieron…es un invento” (Sabaté, 2013). Me quedé pensando entonces que tal vez es imposible que exista un pueblo continuamente feliz como ellos, pero el imaginar su existencia nos calma el alma y nos deja pensando cómo podría ser ahora una ciudad como la de I Felici. Tal vez una ciudad sustentable no es enteramente una ciudad feliz, pero sí es una ciudad que tiene esa búsqueda, y que paradójicamente, acepta que no va a llegar a serlo. Cuando se habla actualmente de la ciudad sustentable, en el imaginario de muchas personas, aparece de manera central la cuestión ecológica: el reciclar materiales, el autoabastecerse de sus propios recursos, el cuidar el medio ambiente a partir de procesos de ahorro energético; cuestiones muy importantes pero que no son las únicas que hay que 38 | MAYO | 2014

atender. Richard Rogers en su libro “Ciudades para un pequeño plantea” dice que la ciudad sostenible es, además de ecológica: una ciudad que favorece el contacto, justa, bella, diversa y creativa (Rogers, 2000). Es a estos aspectos a los que quiero referirme: una ciudad sustentable es entrañable, es una ciudad amable para quien la habita (amable en su doble sentido, el de correspondencia de gentileza y el de posibilidad de amar). Pero no quiero decir con esto que sea una ciudad en la que siempre todo marche bien, absolutamente pulcra, ordenada, perfecta, competitiva, no. Sino una ciudad humana, imperfecta como nosotros. Una ciudad con la que nos entendemos pero también una con la que nos peleamos de vez en cuando. Una con la que podamos conversar. La ciudad es junto con nosotros la misma cosa, responde a lo que le damos. Una ciudad sustentable sería un lugar que logra junto con nosotros, un proceso en el que las personas, las ideas, los edificios, la movilidad, el paisaje, las memorias, fluyen de una manera que no es forzada. Es decir, cuando estamos en una ciudad en la que es posible intuir donde están las cosas, en donde tal vez podamos perdernos pero que no nos angustiamos por eso, donde podemos desplazarnos sin hacer esfuerzos sobre humanos, o donde podamos equilibrar los tiempos de trabajo con los de ocio, entonces nos dan ganas de darle algo de nosotros, deseamos corresponderla. Sin embargo, también amamos o queremos amar a las ciudades caóticas y en decadencia, tal vez porque también nos conec-

temos con esa parte de nosotros mismos y respondemos a eso. Es decir, la cuestión es que la ciudad y quien la vive, se vinculen en su manera de ser y en sus transformaciones, aún cuando éstas sean caóticas. Cuando una ciudad es amable, es decir, que se le puede llegar a amar, es difícil pensar en maltratarla. En el libro “El poder de los límites”, György Doczy, dice que la cultura oriental y la occidental interpretan el mundo de manera distinta pero complementaria: mientras en occidente se investiga a partir del análisis, la separación, la observación de las partes; en oriente se busca el entendimiento de la unidad, de la continuidad de la relación de cada cosa con el universo (Doczy, 1997). Agregaríamos que no sólo en oriente se piensa en la unidad, sino también se han visto así las cosas en nuestros pueblos prehispánicos. Aquellas ciudades eran ciudades que se vinculaban en continuidad con el territorio, el agua, el cielo, el silencio, los animales y las personas. Era una cuestión no solamente utilitaria, sino simbólica. Nuestras ciudades mexicanas son una superposición de cosmovisiones distintas, compleja y encantadora a la vez. Son capa sobre capa un tejido de visiones analíticas y unificadoras al mismo tiempo. Nuestras ciudades que son al mismo tiempo ciudad-campo, ciudad-fortaleza, ciudad virtual, ciudad de las casas pequeñas y los edificios altos, de la pobreza y la marginación, de la inseguridad y del exceso, del caos y del supuesto orden; están muy lejos de ser sustentables, pero a la vez, están a pocos pasos.

No se trata sólo de construir grandes y costosas infraestructuras que ahorren energía, o de diseñar edificios inteligentes, o instalar nuevas tecnologías que solucionen todas las redes. No hay una sola manera de hacer ciudad sustentable, creo que cada ciudad tiene la propia. Una ciudad sustentable empezaría por verse a sí misma, reconocerse, entender sus miserias, sus vergüenzas, sus desgracias, pero también sus anhelos, riquezas, y las ideas ficticias sobre sí misma. Una ciudad que comprenda dónde se están forzando las cosas y hacerlas fluir de nuevo, a su manera. Una ciudad que aprenda a pasar una crisis y volver a establecerse. Finalmente creo que siempre ha habido ciudades sustentables, que las nuestras lo han sido. Creo que se trata de aprender a transformarse junto con la ciudad como en un péndulo, a veces hacia la parte armónica y otras hacia el caos, pero en unidad, ciudad y sociedad, dándose de frente la cara. referencias bibliográficas

Doczy, G. (1997). El poder de los límites: proporciones armónicas en la naturaleza, el arte y la arquitectura. . México DF.: Editorial Pax. Rogers, R. (2000). Ciudades para un pequeño planeta. Barcelona, España: Gustavo Gili. Sabaté, J. (septiembre de 2013). Narrativa y territorio. (H. R. Gutiérrez, Entrevistador)

San Luis Potosí (1973). Arquitecta, urbanista y actualmente estudiante del Doctorado en Estudios Urbanos de la uam. Profesora e investigadora de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Veracruzana. 2014 | MAYO | 39

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