Epistemología, ética y estética en la nueva teoría de la historia en España

October 6, 2017 | Autor: Pedro Piedras Monroy | Categoría: Memoria Histórica, Ética, Teoría Crítica, Memoria, Teoría de la Historia, Teoría teatral
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Descripción

Epistemología, ética y estética en la nueva teoría de la historia en España Por Pedro Piedras Monroy

A mi pequeña Julia

Hier wo mein Wähnen Frieden fand... Richard Wagner

Obertura

En el principio fue la incertidumbre. Era justo entonces cuando todos Dejábamos de creer. Mi padre dejaba de creer. Yo dejaba de creer. Era el tiempo del frío y los descubrimientos. Yendo hacia atrás creía buscar el horizonte. Tenía todas las respuestas Aunque me faltaban casi todas Las preguntas Sentí la hora de remontar el río, Pero aún no sé hacia dónde. El tema del que hoy voy a hablar no es otro que de mí mismo, de mis búsquedas y de mis preguntas. Nada, ni siquiera aquello que parezca más sólido de cuanto diga, tendrá para mí un aspecto definitivo. Si he compuesto un discurso es porque inevitablemente nos vemos obligados a hablar de las cosas como si fueran fijas, perfectas y completas; algo que nunca son. Menos aún si hablamos del pasado. El propósito de hoy es bastante similar a aquél que me movió cuando presenté mi tesis doctoral, hace ya unos años. En aquel momento, más que exponer los argumentos principales de lo que había sido mi trabajo, decidí formular por qué un historiador como yo había llevado a cabo un trabajo teórico como aquél; cuál

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era mi compromiso con la historia y cómo entendía la fidelidad respecto a ese compromiso. Así, elaboré un discurso que se tituló La teoría como vocación en el que repetía, con mis limitaciones, el veraz esfuerzo de Max Weber, objeto de mi trabajo, cuando escribió su decisivo texto Wissenschaft als Beruf (La ciencia como vocación). En ese discurso, traté de ofrecer una visión general sobre el sentido que puede tener la teoría para un historiador y ofrecí, además, mi propia experiencia biográfica. Seguramente como les haya ocurrido a otros, mi experiencia de la historia parte de la vinculación a un fuerte deseo de dar cuenta de un vacío, el vacío dejado por un atormentado pasado familiar. En el mundo de mi infancia, los cuentos convencionales se vieron sustituidos por historias reales: las historias de la persecución, el encarcelamiento y la muerte de buena parte de mi familia durante la represión que siguió al Alzamiento en la Guerra Civil. Buscar en el pasado fue siempre en mí una opción personal, puede que movida, en cierta medida, por un inconfesable deseo de venganza. En todo caso, después de formarme como historiador profesional me empezaron a asaltar las dudas y empecé a ir en busca de las preguntas decisivas. En ese instante justamente, hace ya veinte años, casi a un tiempo, descubrí y conocí a Enrique Gavilán y a José Carlos Bermejo. Luego vinieron todos los demás: Hayden White, Eagleton, Jenkins, Ankersmit... pero en ningún caso he podido alejarme mucho de ambos teóricos, en el viaje por el sinuoso río del conocimiento. La teoría desde entonces es mi particular forma de ser fiel a la historia.

I El sacrificio de la historia: José Carlos Bermejo

No existe ninguna duda respecto a que el intelectual que más ha reflexionado y que más ha publicado sobre teoría de la historia en España (y seguramente en todo el ámbito hispanoamericano) es José Carlos Bermejo Barrera. Cualquier

reflexión

que

se

haga

sobre

cuestiones

historiográficas

o

epistemológicas referidas a la historia han de contar necesariamente con una parada en sus trabajos, que ya son verdaderos clásicos. Reducir al espacio de una conferencia la obra de este discípulo de Marcel Detienne, que partió del estudio de

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la mitología y los mitos hacia una de las más grandes aventuras teóricas del pensamiento sobre historia de todos los tiempos, resulta algo que en el mejor de los casos es imposible y, en el peor, cómico. Como primera consigna, me parece importante reseñar que ha de desconfiarse de cualquier obra que aborde cuestiones de teoría en España y no lo cite; en torno al pensamiento de este autor deslumbrante se extiende una densa cortina de silencio, quizá propia del temperamento y de la idiosincrasia de estas latitudes, pero puede que también, consecuencia de intereses académicos inconfesables.1

Historia y discurso histórico

La labor teórica de José Carlos Bermejo Barrera comienza con cuatro obras que pueden ser consideradas casi como un gran bloque dentro de su producción en el que se define en buena medida lo que va a ser su desarrollo posterior. Estas obras son: Psicoanálisis del Conocimiento Histórico (1983), El Final de la Historia (1987), Replantanteamiento de la Historia (1989), Fundamentación Lógica de la Historia (1991). En opinión de Bermejo, los historiadores construyen sus obras a partir de una serie de conceptos y categorías que no conocen lo suficiente y que, por tanto, emplean de un modo irreflexivo. Es por ello, que la primera tarea de la teoría de la historia habría de ser un psicoanálisis del conocimiento histórico, que permitiese ver de qué modo han utilizado los historiadores las herramientas conceptuales a las que han recurrido.2 Se tratará, por tanto, de descubrir el componente de irracionalidad que se esconde tras la pátina de racionalidad y cientifismo que se le atribuye a la “ciencia histórica”. Así, según Bermejo, la categoría de espacio se verá psicologizada por cada historiador y se le dará una realidad ontológica que no tiene; también se 1

Para una discusión sobre el silencio en torno a la obra de José Carlos Bermejo Barrera, véase mi introducción al volumen recopilatorio Introducción a la Historia Teórica (Akal, Madrid, 2009). 2 El Psicoanálisis de Bermejo se halla no sólo en la línea de los trabajos de G. Bachelard sobre el funcionamiento de las estructuras irracionales que actúan en la formulación del conocimiento no científico sino también en las pautas que sigue M. Foucault para desarrollar su método arqueológico. 3

psicologizará la categoría de tiempo, de forma que se admitirán como lógicos términos que en absoluto lo son como, por ejemplo, el de pasado; la categoría de proceso, que depende del espacio y del tiempo, será creada por cada una de las modalidades históricas (es decir, por el historicismo, el positivismo, el materialismo histórico, la historia social y económica, etc.) y adoptará un sentido finalista que nada tendrá que ver con lo histórico; las categorías de agente y causa, que con frecuencia van unidas a la noción de proceso tendrán la misión de eliminar la duda y la angustia en historia mediante el establecimiento de secuencias comprensibles; la categoría de sentido siempre será ideológica y la de ley histórica, que resulta insostenible, siempre tratará de actuar sobre el futuro, estando, por lo general, dirigida y controlada. A lo largo de sus obras, Bermejo ejercerá la misma labor “psicoanalítica” con multitud de conceptos, como los de historia universal, realidad histórica, narración, explicación, pensamiento, método histórico, memoria, olvido, silencio, ausencia, presencia, ciencia, arte, patrimonio,... etc., etc. Ahora bien, desarrollar el psicoanálisis del conocimiento histórico le obligará a estudiar estos conceptos y categorías en su evolución histórica. Por tanto, para llevarlo a cabo habrá de desarrollar una historia de la historiografía, que permita captar el uso diacrónico de las herramientas conceptuales de los historiadores. La conclusión fundamental a la que llegará nuestro autor al trazar esa historia de la historiografía será que, desde el siglo XIX, con las Lecciones de Filosofía de la Historia Universal de G.W.F. Hegel, la historia asumirá un discurso que contará con una peculiar configuración: por un lado, se concebirá como un progreso hacia lo mejor, es decir, como una teleología cuyo final necesario sería, naturalmente, el presente (en el caso de Hegel, el Estado-nación prusiano); y, por otro, como una evolución histórica que obedece a un proceso de Aufhebung, en el que las fases más tardías “superarían” a las más primitivas. Esa historia universal hegeliana será también etnocentrista, pues asumirá que todo lo no-occidental quedó en un estadio sin desarrollar de la evolución histórica. En ese discurso filosófico generalista, encajará paradójicamente la praxis de los historiadores, que pese a considerar que su objeto es lo particular, inscribirán su trabajo en el marco ideológico general hegeliano, al mismo tiempo que construyen la idea de la historia como ciencia, a partir del establecimiento de una labor crítica de los documentos (que siempre tendrá – según Bermejo - un carácter intencional, aunque esto no se reconozca). Esta ciencia histórica naciente, pese a

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articularse explícitamente en torno a un sujeto, como deuda a las narraciones literarias de las que era deudora (un sujeto que podía ser el Estado-nación o el monarca), tendrá como objetivo ideal el de mostrar las cosas de forma desnuda, tal y como realmente ocurrieron. Para Bermejo, la fuerza de ese discurso, al que él denominará en adelante discurso histórico, residirá ante todo en su capacidad para perdurarse. La historia de la historiografía bermejiana mostrará de qué modo las características del discurso se mantendrían constantes a lo largo del tiempo, al margen de las distintas corrientes historiográficas que se sucedan. El materialismo histórico, por ejemplo, tendrá también un sentido finalista y evolucionista, además de un carácter colonial; conservará un sujeto que articula su relato, el proletariado y, para él, dar sentido a la historia será dárselo a la vida social e individual. La Historia Económica y Social, en principio, mucho más completa y lógica que el historicismo o el positivismo, sin embargo, presentará también claros síntomas de irracionalidad, mistificando el oficio del historiador, considerando a la historia un saber absoluto que puede llegar a ser perfecto y tomando al hombre como un objeto metafísico e ideológico. Sin entrar en profundidades, la crítica que se encierra en su repaso historiográfico, explicitará una continuidad diacrónica del discurso histórico. Hoy, cuando las nuevas modalidades históricas, como la historia de las mentalidades o aquéllas que ponen en su centro a minorías políticas, sociales o sexuales dan la sensación de no poder trascender el esquema general del discurso histórico, parece imponerse un cambio, que comience por el análisis de ese discurso. Por tanto, bajo la siempre atenta mirada a autores como G. Bachelard, M. Foucault, M. de Certeau o L. Wittgenstein, su trabajo consistirá en: 1) definir el discurso histórico o discurso europeo de la historia, que nace con la construcción moderna de la noción de documento y con la institucionalización del saber histórico, al hilo del establecimiento de los Estados nacionales y de la constitución de la historia como ciencia humana; 2) estudiar cómo a ese discurso se le concede una fundamentación filosófica a través del pensamiento de Hegel y una fundamentación empírica a través de la práctica histórica desde L. v. Ranke; 3) ver su evolución diacrónica hasta la actualidad pasando por estadios de crisis como los que protagonizaron determinados autores (Dilthey, Rickert o Croce), corrientes como la Historia Social y Económica francesa o disciplinas como el materialismo histórico,

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que según Bermejo, no harán otra cosa que sustituir la primera fase realista de la construcción del objeto histórico por otra subjetivista, diversificando documentos y causas, espacios y tiempos. Mientras tanto, las aludidas categorías históricas seguirían invariables o tan sólo matizadas por cada una de las diferentes corrientes o autores; 4) constatar que ese discurso, que ha nacido centrado en el Estado-nación, de naturaleza etnocéntrica y dependiente de un sujeto, está abocado a la quiebra y 5) lanzar su teoría del final del discurso histórico en la que indica que éste habrá de ser superado mediante una fórmula nueva que él denomina historia teórica.

El Final de la historia

El concepto bermejiano de “final de la historia” ha sido seguramente el menos entendido y el que ha llevado a mayor número de malentendidos, por otra parte, ajenos al propio autor. La desgraciada coincidencia de este concepto bermejiano con el homónimo de Francis Fukuyama, le llevó a entrar en el saco de unas críticas que no tenían nada que ver con él. Cuando Bermejo habla de final de la historia, está planteando que el discurso histórico, tal y como él lo define, ha llegado a su colapso y sólo se mantiene por mor de su amplia implantación institucional en la universidad. Las peculiares características del artefacto diseñado por Hegel y Ranke, han de ser trascendidas por un discurso crítico de orden teórico. En buena medida, el concepto de final de la historia de Bermejo es el reverso absoluto del de Fukuyama. Fukuyama habla de una definitiva extensión del discurso histórico-universal hegeliano y, con ello, del fin de la historia; es decir, el universo capitalista habría adquirido su extensión definitiva y ya no habría nuevos estadios historicos a los que aspirar. La máquina progresista de la historia universal ideada por Hegel ya no se movería... habría llegado a su final. Bermejo habla también de final de la historia, pero en el sentido de final del discurso histórico hegeliano. Ese discurso se mostraría incapaz de ofrecer alternativas dentro del estudio del pasado y habrían de buscarse nuevos caminos. Fukuyama cierra la puerta de la historia (continuarían ocurriendo cosas, pero la historia universal ya no se movería) mientras que Bermejo abriría el discurso de la historia a la reflexión y a la reescritura. Esas alternativas que hay que buscar en la historia,

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contarán en nuestro autor con una herramienta nueva, que él mismo ha definido: la historia teórica.

La historia teórica

La historia teórica, como concepto, es para Bermejo una parte del conocimiento histórico que trata de fundamentar la práctica de la investigación histórica basándose en el análisis crítico de los conceptos que el historiador usa en sus investigaciones. A través de ella se puede ver cómo funciona el conocimiento histórico y saber qué elementos son en él irracionales y cuáles nos permiten hacer un discurso diferente a él. La historia teórica se propone como una herramienta crítica al servicio de los historiadores no para estudiar el pasado sino para analizar las posibilidades y los límites del conocimiento histórico. La historia teórica propone un conocimiento al servicio de los historiadores, no pretende trascender el discurso histórico sino denunciar sus límites y proponer una reformulación del mismo sobre la base de la crítica del conocimiento establecido y académicamente institucionalizado. Hasta ahora, la historia ha delegado en la filosofía el necesario estudio de conceptos, métodos y sentido del conocimiento histórico. Se trataría de crear un espacio intermedio, híbrido, entre historia y filosofía, desde el que pueda reflexionarse sobre la historia, a partir del conocimiento del funcionamiento del trabajo de los historiadores, un conocimiento del que a menudo carecen los filósofos. La historia ha acudido casi siempre a la epistemología en busca de una justificación de sí misma como ciencia, en la voluntad de que su “cientifismo” operase como un arma retórica que diera autoridad a su discurso. La tarea de la historia teórica sería la de dar cuenta precisamente del estatuto epistemológico de la historia. La historia necesitará de la historia teórica o de una disciplina equivalente si no quiere verse reducida a la ideología o a la pérdida de su sentido. En ello, se redunda en la idea de que ninguna disciplina puede dar cuenta de sí misma y de que, en el caso de la historia, será la historia teórica la que haya de asumir el papel que hasta ahora había asumido la filosofía. Una de las críticas a ejercer por la historia teórica será la de cuestionar el papel de ideólogo que asume el historiador, mediante el cual éste se granjea la credibilidad social.

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La historia no puede ser una ciencia porque carece de un lenguaje de validez universal, como las matemáticas o la física, y porque no es capaz de crear conceptos. La infinidad de variables que ha de manejar el historiador hacen del conocimiento histórico algo muy complejo. La historia teórica, según Bermejo, no sería una ciencia sino un saber adaptado a las necesidades críticas que tiene el conocimiento histórico, y plantearía la fundamentación de un nuevo conocimiento histórico. Ética e historia

En la reciente obra de Bermejo, encontramos reflexiones 1) sobre el conocimiento humano, en general, y sobre el científico, en particular, 2) sobre las relaciones entre ciencia e historia, 3) sobre conceptos tales como el espacio histórico, la certeza, la realidad histórica, la memoria, la narración, 4) sobre el sentido del futuro en historia y sobre el futuro de la disciplina histórica, 5) sobre las ideas de ausencia y presencia, 6) sobre la idea de historia universal, 7) sobre la figura del historiador y su relación con el teórico, el filósofo y el científico, 8) sobre los usos del lenguaje, 9) sobre los condicionamientos académicos y las evaluaciones científicas que lastran la valoración y la producción del conocimiento, 10) sobre las comunidades académicas etc., etc. No obstante, una de las conclusiones más palmarias que sacará el lector tras la lectura de sus libros es que todos ellos están traspasados por un hondo sentido ético. Las aportaciones de nuestro autor a la creación de un espectro ético en el que pueda desarrollarse la mirada al pasado es, además, una de sus mayores contribuciones a dar respuesta a la pregunta “¿para qué sirve la historia teórica?”. La historia teórica le ofrecerá al historiador una forma para afrontar, entre otras cosas, la presencia del mal en la historia humana y le instará a una labor crítica a través de la cual luchar contra él. La historia universal, tal y como fue descrita por Hegel y el discurso histórico (desde L. v. Ranke hasta la actualidad), una historia caracterizada por su linealidad, por su carácter progresivo y por su tendencia hacia lo mejor, no podía encontrarles sentido a acontecimientos como el del Holocausto (ejemplo verdaderamente hiperbólico de las múltiples experiencias nefastas de la

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humanidad en los últimos 100 años). Del Holocausto, así como de buena parte de las monstruosidades incubadas y hechas eclosionar en nuestra época (considerada el culmen del “progreso” secular) no podemos sacar lección alguna ni podemos construir nada. Acontecimientos como el Holocausto ni corresponden a ninguna teleología ni se entienden en una línea progresiva positiva como la que sostiene el discurso histórico. Es por eso que, durante años, el Holocausto – como tantas monstruosidades humanas – quedará en el silencio o en el olvido.3 Como muestra, otro teórico, Peter Novick, el Holocausto empezará a aparecer en la historiografía cuando el Estado de Israel necesite una justificación de su política ante el mundo (sobre todo durante las guerras De los Seis Días y del Yom Kippur).4 Hasta entonces, tampoco el Holocausto había tenido sentido alguno siquiera para los propios padres de la patria israelí, como Ben Gurion; al fin y al cabo habría sido un evento en el que unos judíos cobardes se habrían dejado asesinar sin oponer resistencia.5 En su artículo “los historiadores, el silencio y el problema del mal” (en Bermejo-Piedras, 1999, pp. 226-241), J. C. Bermejo muestra cómo esa incapacidad de la historia para afrontar e incluir en su discurso el mal absoluto procede, en primera instancia, del cristianismo, que se plantea desde sus orígenes la cuestión de “¿Cómo, si Dios es bueno, hay mal en el mundo?” Esta cuestión dará origen a las reflexiones sobre teodicea que, en el caso del cristianismo, tenderán a ver el mal como una contribución al equilibrio del mundo y un elemento necesario tanto para redimir la culpa (mediante, por ejemplo, el sufrimiento o el dolor físico) como para permitir que los buenos se pongan a prueba en su tenacidad frente a él. Por intermedio de Leibniz, estas ideas culminarán en G.W.F. Hegel, para quien la historia universal sería ante todo una teodicea (véase la p. 230). Si bien en Hegel, Dios se retira del escenario sustituido por la razón (no ya la razón individual 3

Hitler y los suyos sabían bien esto. Por un lado sabían que cosas como aquélla podían ser disimuladas y caían en el olvido. Por otro, fomentaron el olvido por todos los medios; entre otros, destruyendo documentos e instalaciones o borrando del propio lenguaje las huellas del genocidio. 4 Véase P. Novick, The Holocaust in American Life, Houghton Mifflin, New York, 1999, p. 146-203. 5 Norman G. Finkelstein, mostrará a su vez cómo, además de una rentabilidad política, el Holocausto proporcionará rentabilidad económica, académica, literaria, audiovisual, etc. (Véase N. Finkelstein, La Industria del Holocausto, Siglo XXI, Madrid, 2001). 9

sino la razón divina y absoluta), no obstante, se mantendrá en él la misma idea que en Leibniz: el bien prevalecerá sobre el mal y le otorgará un sentido a éste (véase la p. 231): el sufrimiento a partir de ahí, en su historia universal y, por ende, en el discurso histórico que ella inaugura, podrá ser también explicado como un medio para un fin. Si el mal nos anonada es porque no somos conscientes de que el individuo no es el objeto de la historia sino que el objeto de la historia será la colectividad y el Estado (véanse las pp. 231-232). En el discurso histórico se dará una doble subordinación: 1) lo individual a lo colectivo y 2) lo colectivo a lo universal. El mal físico, el sufrimiento, no tiene sentido en el discurso histórico si no se orienta a conseguir algún fin exterior al sujeto que sufre; así tendrá sentido hablar de mártires o de héroes, o de los sufrimientos que trajeron consecuencias funestas, etc. En cualquier caso, el sufrimiento siempre será un medio en la búsqueda de un fin histórico y lo que dé sentido al sufrimiento no será el individuo que lo padece sino la colectividad que le otorga un significado, o sus consecuencias para lograr un fin; sin ese significado y sin esas consecuencias, el sufrimiento sería inexpresable en historia. El sufrimiento y la muerte tendrán un sentido no sólo en un discurso histórico que sirve al Estado sino en unos marcos rituales (como son las fiestas patrióticas) y hasta en unos marcos físicos (los grandes cementerios militares y los monumentos públicos a los caídos o al soldado desconocido) (véase, Bermejo, 2007, p. 96). El discurso histórico daría sentido a algunos sufrimientos pero a la vez anularía la voz de los que los padecen. El discurso histórico o bien condenará el sufrimiento, proyectándolo en un enemigo (de la nación o el Estado) o bien lo aceptará como un medio para conseguir un fin (en ese caso lo aceptará parcialmente o lo silenciará). Los silencios (naturalmente, los conscientes) son parte de una estrategia de ocultamiento. Al otorgar un sentido a los sufrimientos, esos discursos los hacen posibles, ya que en tanto en cuanto los justifican, establecen las bases para que puedan reproducirse (véase p. 238). Según Bermejo, sería deseable que el historiador dejase de dar sentido al sufrimiento y concediese alguna voz a ese dolor. Como han expresado muy bien autores como Saul Friedlander (Probing the Limits of Representation), para el caso del Holocausto, o Gayatri Spivak (Can the Subaltern Speak?) en el caso de los subalternos no occidentales, el mal y el dolor individual nos ponen ante las

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barreras de lo expresable. “Sería misión del historiador contribuir a que el sufrimiento que provoca el mal pudiera ser expresado” (p. 238). Ese sufrimiento es individual, se desarrolla en el tiempo y se conserva mediante la memoria. Esta memoria suele objetivarse en relatos que además, objetivando el recuerdo, ayudan a soportar el sufrimiento no porque le otorguen un sentido sino porque intentan hacerlo comunicable y así lo arrancan del abismo del silencio (véase la p. 240). Al comunicar la falta de sentido del mal, la memoria contribuye a evitar su repetición. La memoria, tanto la individual como la colectiva, es crucial pues nos hace más libres, al ampliar el ámbito de nuestra consciencia; a través de ella, entendemos mejor el mundo y somos conscientes de sus limitaciones. Ello nos permite también pensar otros mundos posibles, alternativos y construibles a partir de la idea del bien, “que precisamente por poseer un carácter ideal se halla muy enraizada en lo más profundo de nuestra naturaleza” (p. 241). Denunciar el mal es el primer paso para evitarlo, aunque también “pone en jaque la búsqueda de un sentido único de la historia... y, a su vez, pone en peligro los hallazgos del sentido de los órdenes sociales y políticos (véase p. 241). La historiografía, según J.C. Bermejo, habría de poner de manifiesto la pluralidad de males (mal físico, mal metafísico, mal moral...) y habría de mantenerlos vivos en el recuerdo y en la conciencia para intentar superarlos. Esa inmensa labor, por sí sola, justificaría el trabajo de muchos historiadores. Ahora bien, dicho trabajo requeriría una perspectiva teórica. Tan sólo sortear desde el lado del historiador el tremendo nudo gordiano planteado por Spivak (¿Se puede escuchar verdaderamente la voz de los que sufren?) plantea un problema irresoluble desde fuera de la teoría y, aun así, muy complejo desde su interior. Por tanto, el sufrimiento individual se desarrollaría en el tiempo y se conservaría a través de la memoria. La inclusión de los relatos individuales en los que se expresa decisivamente el sufrimiento individual, es decir, la inclusión de los relatos de la memoria en el relato del historiador le permitirá a la historia adoptar el giro ético que tanto necesita. Ahora bien, las consecuencias prácticas de tal inclusión resultarán decisivas para entender algunas de las derivas generales más recientes del pensamiento de Bermejo Barrera. Entre los escritos bermejianos de 1994 (“Historia universal, crisis de una idea”) y 1999 (“El historiador, el silencio y el problema del mal”) y los escritos de

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2007 (“La pornografía de la memoria y la retórica de la muerte”) han pasado muchas cosas. La primera será que el mercado se ha llenado de libros que aluden a la memoria (en España, al hilo de la resurrección como tema de la represión de la Guerra Civil Española, amparada por la lucha desesperada del PSOE, a comienzos de esta década, por constituirse en albacea y único heredero de las víctimas del Franquismo para proyectar los sufrimientos de éstas contra el PP – heredero espiritual de éste –); la segunda será que la propia palabra “memoria” ha suplantado a la de historia;6 y, por encima de todo esto, la omnipresencia del término “memoria histórica” que lo ha impregnado todo, convirtiéndose en un campo abierto al aludido negocio editorial, mediático, literario, cinematográfico, etc. Este proceso ha dado al traste con las propias expectativas bermejianas de inclusión de la memoria del sufrimiento en el discurso de los historiadores... seguramente porque no es el discurso histórico el que ha levantado el vuelo con ello sino que más bien es la propia memoria de las víctimas la que ha acabado hundiéndose con su entrada en la agenda de los historiadores. En su artículo “La pornografía de la memoria y la retórica de la muerte” (en Bermejo, 2007), José Carlos Bermejo criticará con fuerza el uso retórico indiscriminado de la palabra “memoria”, significativamente de forma paralela al de otra palabra fetiche de los últimos tiempos: “patrimonio”, y dirá que ambos términos están sustituyendo incluso a los de “historia” y “cultura”.7 Para Bermejo, políticos e historiadores hacen pornografía de la memoria “porque, del mismo modo que los pornógrafos manipulan, sin insertarlas en un discurso o relato, una pasión y un sentimiento humanos, en este caso, se manipula otro sentimiento ([...] el dolor causado por la muerte) con el fin de suscitar una pasión política que ha de satisfacerse a corto plazo; y lo que es más grave, con el fin de lograr también un 6

Un ejemplo paradigmático de esto se tendría en F. García de Cortázar, (dir.), Memoria de España, Punto de Lectura, Madrid, 2005, que además ha sido la piedra de toque a partir de la cual construir un documental sobre la historia de España, del mismo nombre. 7 También Enrique Gavilán sostendrá una crítica al término “memoria” (Entre deconstrucción, pp. 154-155), además de plantear una necesaria revisión de las aporías que sustentan el término primo-hermano de “memoria histórica” (“De la imposibilidad y de la necesidad de la ‘memoria histórica’”, recogido en V.V.A.A., La memoria de los olvidados. Un debate sobre el silencio de la represión franquista, Ámbito, Valladolid, 2004, (pp. 55-65).

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beneficio económico, como los que, sin duda alguna, la pornografía produce.” (“Pornografía”, p. 89). Ya lo dice Walter Benjamin: “ni siquiera los muertos estarán a salvo, cuando el enemigo venza; y este enemigo no ha dejado de vencer.” ¿Por qué obran así los pornógrafos de la memoria? Los unos (los políticos), para obtener rentabilidad política (y también, por ende, económica); los otros (los historiadores), para obtener rentabilidad académica (y, por ende, también política). Bermejo acaba concluyendo lo siguiente:

“Si la experiencia de las víctimas sólo pueden narrarla ellas mismas, con mayor o menor éxito según sus recursos literarios; si quizás esa misma experiencia queda trasmutada en algo sustancialmente diferente al ser narrada; si el historiador es incapaz de narrarla y mucho menos de explicarla, dado su notorio alejamiento de la realidad, ¿qué podemos hacer con las víctimas y su memoria? Además de dejarlas hablar, cuando pueden y como saben, podemos hacer básicamente dos cosas: dejarlas en paz, escucharlas en silencio y, si es posible, hacerles justicia, en lo que quede.” (“La Pornografía de la memoria”, p. 103) La única salida que percibe José Carlos Bermejo en el laberinto de la memoria en el que se ha enfrascado la historiografía actual es la tomada por historiadores como el francés Serge Klarsfeld, cuya intención es dejar constancia de la verdad.

“La función de los intelectuales en la sociedad democrática [Goldfarb, 2000] es hacer ver la verdad en la mayor medida de lo posible. Eso es lo que ha hecho en Francia Pierre Vidal-Naquet, que tenía doce años cuando sus padres fueron embarcados en un convoy con destino a Auschwitz y que, además de ser un notorio cultivador de la historia griega, dedicó buena parte de su vida, con grave riesgo de ella, a denunciar las torturas del ejército francés en Argelia y a intentar que no se manipule ni se niegue la memoria del Holocausto.” (“La Pornografía de la memoria”, p. 105) Por el contrario, en otros casos (muy particularmente en el español), aparecerá un Parlamento y unos historiadores que pretenderán “gestionar la memoria” y que a sabiendas de que ni pueden hacer leyes retrospectivas como las de Nuremberg ni juzgar a los criminales (vivos o muertos), se deciden a “conmemorar” y a hacer cosas tan pintorescas como la que hicieron las Cortes Generales Españolas de declarar al año 2006 como “Año de la Memoria”. Estas

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conmemoraciones tendrán sus gastos. Habrá inversiones (por lo general, estatales) y beneficios (por lo general, particulares). Los propios historiadores se beneficiarán del “tirón” editorial del tema para colocar sus trabajos en el mercado y para poner su voz en televisiones y radios, en tertulias y documentales. En sus obras, tratarán de reconstruir unos hechos, muy a menudo en la idea de que van a administrar una peculiar justicia retrospectiva (véase p. 105). Para Bermejo, esa pretensión de administración de justicia a través de una investigación histórica resulta absurda, pues ésa es una justicia a administrar por jueces y no por historiadores. Cuando pasen las celebraciones y las publicaciones, cuando pasen los beneficios económicos y académicos obtenidos por unos historiadores que habrán asumido el papel de representantes de las víctimas (tal y como propugna el historiador español más emblemático de este proceso: Julián Casanova),8 resultará que éstas no habrán tenido apenas protagonismo y, sobre ellas, volverá a extenderse el silencio. Después de este viaje marcado por la decepción, Bermejo Barrera acabará planteando que la voz de las víctimas nunca podrá quedar englobada en el discurso de un historiador o ser reducida al mismo y menos aún explicada.

“Pretender exhibir su dolor [el dolor de las víctimas] es obsceno, ya que es únicamente de ellas, y sólo ellas podrían intentar comunicarlo. Colocarlas en la historia en el lado de los vencedores, siguiendo el modelo épico de la alabanza y la censura, y convirtiéndolas en héroes del relato histórico no sólo es obsceno sino repugnante e insultante. Los políticos y los historiadores que creen que a través de sus celebraciones o de sus textos pueden conseguir dar sentido a un sufrimiento que nunca han experimentado y que quizás en el fondo les resulte indiferente, sí que merecerían la censura de sus ciudadanos y de todos aquellos intelectuales democráticos mínimamente honrados.” (“La Pornografía de la memoria”, p. 106). Resulta obsceno pensar, en su opinión, que podemos compensar su sufrimiento o que políticos o historiadores pueden contribuir a la historia de una redención. Ese mismo desasosiego que evidencia José Carlos Bermejo a la hora de tratar el papel del sufrimiento en la historiografía, lo moverá a trasladar su crítica 8

Véase su artículo Sin Archivos no hay Historia, aparecido en El País, 14 de septiembre de 2006. 14

histórica y filosófica a otros discursos, como el psiquiátrico, que contribuiría poderosamente a generar sufrimiento allá donde se supone que habría de pretender evitarlo. En su artículo “Psiquiatría y lenguaje. Filosofía e historia de la enfermedad mental” (en Bermejo, 2007, pp. 109-130) se propondrá analizar los presupuestos teóricos en los que se basa el concepto de enfermedad mental, unos presupuestos que, pretendiéndose racionales, están cargados de implicaciones metafísicas y que han condicionado a menudo el estudio y la terapéutica de dicha enfermedad (véase “Psiquiatría”, p. 109). Bermejo se adscribe a la idea de que toda ciencia es una forma de hablar, una reducción lingüística que, para poder analizar la realidad, reduce lo real a unos pocos elementos. “La ciencia es un ‘como si’” (“Psiquiatría”, p. 110). “Esa reducción que nos lleva a hablar ‘como si’ es fundamental para que pueda desarrollarse una ciencia, sobre todo si pretendemos someterla a un formalismo matemático (lo que en muchos casos no es necesario), pero puede tener consecuencias sociales y personales funestas cuando a partir de una reducción de este tipo se procede a establecer el tratamiento de los seres humanos enfermos y, sobre todo, de aquellos ‘enfermos’ cuyas patologías pueden depender mucho de las circunstancias históricas o sociales.” (“Psiquiatría”, pp. 110-111). Los terapeutas, juristas e investigadores implicados en el discurso psiquiátrico manejan de forma inconsciente una serie de conceptos. Ese manejo conceptual alterará decisivamente las vidas de aquéllos a los que se consideren enfermos, les generará un sufrimiento añadido y a veces incluso la muerte. Entre los ejemplos manifiestos de esto, encontraríamos, sin ir más lejos, la reducción de las emociones a procesos químicos, lo que para el autor se considera un error del lenguaje, un hablar “como si” toda la realidad fuera meramente bioquímica o la contraria de negar los componentes neurológicos y bioquímicos, como si los estados de ánimo fueran independientes del cuerpo que los alberga, es decir “como si” hubiese una sustancia independiente llamada alma. Ninguna teoría de la esquizofrenia resulta del todo satisfactoria; tan sólo se consigue dar cuenta de algunos aspectos aislados: familiares, sociales, genéticos o bioquímicos... y sin embargo, a partir de las conclusiones extraídas del discurso psiquiátrico, se aplican medicamentos que estadísticamente sólo funcionan en una medida muy limitada, tan limitada como la psicoterapia. Ni siquiera la unión de ambos consigue un éxito

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pleno. El discurso psiquiátrico ha generado toda una legión silenciosa de víctimas de la terapéutica que acabaron con sus cerebros destruidos por la lobotomía o el electroshock. José Carlos Bermejo, uno de los primeros autores españoles en evidenciar la influencia de las teorías de Michel Foucault, como se ve, llevará el radicalismo ético de su crítica a otros discursos, rebasando los límites de la crítica al discurso histórico para incidir en la necesidad del intelectual de hacer frente a la iniquidad y al sufrimiento. El viaje al corazón de las tinieblas de José Carlos Bermejo, precisamente a partir de unos presupuestos radicalmente éticos, le situará seguramente en mayor medida que en otros casos, en el borde mismo de la ruptura definitiva con la propia armazón histórica en ruinas que su teoría ha tratado de apuntalar desde otras bases, desde hace casi treinta años; y, por tanto, ciertamente muy cerca de las posiciones de partida del autor que trataremos a continuación: Enrique Gavilán.

II El sacrificio del historiador: Enrique Gavilán Domínguez

A pesar de que los planteamientos de José Carlos Bermejo puedan resultarles a muchos historiadores excesivamente violentos con respecto a la disciplina histórica, conviene no perder de vista que buena parte de la obra de este autor refleja una voluntad denodada de reconducción de la labor de los historiadores. La extensa obra de Bermejo es, además de una gran enciclopedia de historia teórica, desde la que los historiadores tienen la posibilidad de empezar a conocer aspectos esenciales de su trabajo, también puede ser, en gran medida, una tabla de salvación para aquéllos que siguen albergando el métier de l’historien como su vocación. Al final del artículo titulado “Un ensayo de la historia como poesía”, Bermejo señala lo siguiente:

“La historia es la evocación de una ausencia, la expresión finita de un deseo que aspira a ser infinito, la descripción imperfecta de mundos desaparecidos. La historia es el intento de superar el paso devastador del tiempo, de trascender las limitaciones de nuestro mundo social y político, de aspirar a la realización de

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deseos. La historia es una extraña e híbrida forma de poesía que puede ser aprendida, discutida y compartida; una forma de pensar y de expresarnos que no puede ser abandonada en el momento presente, porque, frente a ella, aún no tenemos alternativas.” (“Sobre la Historia considerada como poesía”, p. 20). Enrique Gavilán, que coincide en una manera amplia con buena parte del trabajo negativo y de la labor crítica del discurso histórico de Bermejo y que, además también ha trabajado intensamente, entre otras, sobre la cuestión de la memoria, a la que acabamos de aludir, presenta un planteamiento diferente y discrepa de la idea de que no haya aún alternativas a la historia a la hora de ir en busca de los mundos desaparecidos del pasado. No obstante, puede que el panorama dibujado por Bermejo en textos como “La Pornografía de la memoria” esté contribuyendo a que las posiciones de ambos autores se estén acercando más de lo que parece. Así parecen demostrarlo, otras obras recientes de Bermejo Barrera como La Aurora de los Enanos. Ascenso y caída de las universidades europeas (con prólogo, precisamente, de Enrique Gavilán; Foca, Madrid, 2007) o La verdadera historia de la humanidad, jamás contada ni dibujada (Foca, Madrid, 2011), donde se ensaya la puesta en práctica de una ruptura drástica de las convenciones formales del ensayo historiográfico y se pone en funcionamiento una nueva forma de historizar y de teorizar, que se construye a partir de una complejísima relación entre forma y contenido, muy cercana a la ficción y cuyo postulado fundamental es el de una ironía radical.

Verdad

Para Gavilán, seguramente el gran punto de inflexión que se descubre con el despliegue de la historia de la historiografía sea lo que se denominó en su tiempo como giro lingüístico. Los historiadores (algo que el propio Bermejo, entre otros, había señalado en su momento) habían basado su labor en un juego de prestidigitación que les permitía crear la impresión de que la historia como relato [historia rerum gestarum] ocupaba el lugar del pasado [res gestae]. Los historiadores pretenderían hacer ver que el significante (el libro de historia) se vincula no a su significado (el universo de los libros, documentos, conceptos,

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tradiciones, etc.) sino directamente a su referente, es decir, a lo ocurrido. (véase Entre deconstrucción, p. 131). Cuando se afirmaba que entre el libro y su referente remoto (el pasado) estaba la mediación del significado, los historiadores respondían que se estaba asistiendo a la negación de la realidad y a su sustitución por un texto (véase “Entre deconstrucción”, p. 132). Sin embargo, era obvio que los libros de historia ofrecían no el pasado mismo sino construcciones de ese pasado; no daban acceso a la realidad sino que generaban un efecto de realidad. Como no podía ser de otro modo, con el giro lingüístico se ha producido una merma en la autoridad de los historiadores, pues el realismo que habían exhibido en sus relatos desde Leopold von Ranke empieza a ser considerado tan ficticio como cualquier otro relato no historiográfico sobre el pasado. En buena medida, en la sociedad postmoderna, el hundimiento de la retórica de la historiografía ha dado paso a la eclosión de múltiples formas de acercamiento a una historia también “imaginaria”, cuyo ideal sería el “parque temático”, un ente en el que el historiador ha de asumir la función subsidiaria del informador o, tal vez, aprovechar sus residuos de antiguo prestigio para sancionar la “veracidad” de tales parques. Con ello, los historiadores estarían contribuyendo fehacientemente a que la experiencia del pasado se disociase cada vez más de la historiografía.9 En el momento actual, en el que han pasado muchas cosas desde que se operara aquello que se denominó como giro lingüístico, para Enrique Gavilán se abre la posibilidad de hacer irrumpir en el campo de la reflexión sobre el pasado teorías incluso más radicales que el propio giro lingüístico, como las de Martin Heidegger. Para Heidegger, según Gavilán, el pasado sería una realidad mucho más presente de lo que creen los historiadores: el pasado sería precisamente lo que somos ahora (Gewesenheit); pero no se trata sólo de que los hechos ocurridos graviten sobre el presente al margen de la conciencia (lo mismo que la enfermedad que incubamos desde hace tiempo sin saberlo)... el pasado sería algo vivo porque el 9

Por parque temático, habría que tener en cuenta no sólo aquéllos que tienen un carácter físico y una ubicación concreta en una localidad sino también muchos otros acontecimientos que se construyen de un modo semejante; no hay más que ver los canales televisivos sobre historia para ver todo tipo de documentales en los que las declaraciones de los historiadores (que asumen el papel de los testigos) se mezclan con imágenes actuadas (muchas veces torpemente difuminadas) ya sean del Imperio Romano, la Revolución Francesa o el Hundimiento del Titanic. 18

hombre es su pasado (véase “Entre deconstrucción”, p. 142). Por ahí, habría de entenderse su concepto de la Historicidad (Geschichtlichkeit). La historiografía distinguía perfectamente entre presente, pasado y futuro; la historicidad de Heidegger, no. Para el filósofo alemán, el problema residiría en que la historiografía (Historie) concebiría el pasado como acabado, inmodificable y eterno.

“El mecanismo básico de la historia como relato, su imaginario poder ilimitado, crea el espejismo de la completa disponibilidad del ayer, siempre listo para ser convertido en historia, y de esa forma desvitalizado, privado de su historicidad. La Historie hace invisible la verdad del pasado como Geschichte [historia]. Su dominio no revela sino que bloquea y oculta la historicidad de la existencia. El engaño sobre el pasado se extiende a todo lo real. La Historie reduce el pretérito a su dimensión más superficial, y de esa manera trivializa el presente. (...) La historia como relato hace desaparecer la historia como pasado (Geschichte) y bloquea la fuente de la que nace, la historicidad (Geschichtlichkeit): ‘La historia (Geschichte) es rara. La historia (Geschichte) existe sólo cuando la esencia de la verdad está decidida de entrada’.” (“Entre deconstrucción”, p. 146). La recuperación de la historicidad presupone, para Heidegger, la superación de la historia como relato. La forma de revitalizar el pasado no es fijarlo y plantearlo como acabado y eterno sino devolverle el carácter abierto propio del presente. Heidegger asume el dilema de la Poética de Aristóteles: ¿con qué quedarnos? ¿Con la ficción artística o con el relato de lo que realmente ocurrió? Ahí es donde se plantea uno de los aspectos decisivos del pensamiento de Gavilán, a saber, la búsqueda de la verdad. El ideal del historiador es el de acercarse lo más posible a la verdad, en el sentido latino de veritas, es decir, en el sentido de la fidelidad a lo representado. Aunque varíen los métodos, siempre se seguirá el ideal de consecución de la verdad histórica, ya sea como copia exacta o como “aproximación asintótica” (véase “Entre deconstrucción”, p. 152). La poesía responderá a otro concepto de verdad, alejado de la veritas latina; para Heidegger ese otro concepto será el de la aletheia griega, tal y como él mismo la interpreta... es decir, como “un repentino desvelamiento que no oculta la tiniebla sino que se realiza en la tensión entre luz y oscuridad. El acontecimiento de la poesía funda un mundo; es, en ese sentido, radicalmente histórico (en el sentido de Geschichte)”. (véase “Entre deconstrucción”, p. 152) 19

Heidegger pone a la poesía por encima de las obras de historia por cuanto implica conversación, juego, precariedad, apertura, indeterminación y zonas de oscuridad abiertas al malentendido. Para el filósofo alemán, la palabra poética esconde tanto como revela y, de esa tensión, nace su energía (véase “Entre deconstrucción”, p. 153). La historiografía no puede moverse en ese terreno confuso que propone la verdad heideggeriana más que a costa de dejar de ser lo que ha venido siendo hasta la actualidad; lo que Bermejo había denominado como discurso histórico. Para Gavilán, más allá del giro lingüístico, la propuesta heideggeriana resulta corrosiva para el discurso histórico. “(...) la única forma de reconocer la presencia del pasado es destruir el discurso que lo ahoga.” (véase “Entre deconstrucción”, p. 155).

Representación

En ese sentido, para entender las posiciones de Enrique Gavilán, no menos imprescindible que la idea de verdad resulta la de representación. Re-presentar implica entrar en una ineludible relación con el tiempo (fundamentalmente con el tiempo pasado) y supone escoger una forma en la que materializar el propio acto de la representación. Por ello, a partir de la idea de representación, la teorización gavilaniana será indisociable de la profundización en las interpretaciones y los usos del tiempo y la forma. No cabe duda de que las obras que más le interesarán serán aquéllas cuya sustancia sea precisamente la problematización del tiempo y la indagación en las posibilidades que ofrece la forma.

Tiempo

Para Gavilán, la mirada al pasado ha de estar traspasada por esa problematización del tiempo. Tal y como se ponía de manifiesto en la teoría de Heidegger, el tiempo es una categoría menos estable de lo que se piensa. Pasado, presente y futuro interactúan de un modo que aún no se habría estudiado lo suficiente. En ese sentido, Gavilán inscribe la crítica al tiempo lineal propio del discurso histórico en un conflicto de mucha mayor envergadura, que afectaría, en

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realidad, a todas las formas de representación de lo pasado. En el concepto de tiempo que se refleja en el arte, se manifiestan constantemente, al menos, dos direcciones cuya contrariedad se encarga de elucidar el teórico. El tiempo lineal de la historia y el circular del mito se enfrentarían allí en una lucha constante. La obra de Wagner sería un extraordinario campo de pruebas para la descripción de esa lucha. El tiempo lineal de Tristan und Isolde, se ve puesto en entredicho en Götterdämmerung, donde su personaje Hagen se sitúa ya en la encrucijada entre el tiempo lineal de la historia y el tiempo cíclico del mito; para, por fin, acabar proponiendo una concepción circular del tiempo en Parsifal. En los últimos tiempos, Gavilán ha revisado en sus estudios la idea de venganza (“El tiempo de la venganza: Orestes vs. Parasurama” y “La venganza como drama del tiempo: Hamlet y Hagen”).10 La venganza le sirve de mirador para estudiar con amplitud la cuestión de la oposición entre tiempo lineal y tiempo circular. La venganza es un acontecimiento que “reactualiza” el pasado e intenta “repararlo” modificando su sentido. Aquél que aspira a la venganza entiende en toda su radicalidad la presencia del pasado, que se muestra ante él como una herida abierta. De hecho, la venganza transformará por completo el modo de experimentar el tiempo que va entre el crimen original y su compensación sangrienta. Analizar diferentes figuras de vengadores, le permite al autor ampliar el espectro de diferencias radicales entre el tiempo lineal, en el que se inscribirá el discurso histórico (del que participarían personajes como Orestes o Hamlet), y el tiempo circular (propio de personajes como el Parasurama indio). En los dos extremos del tiempo que se subleva a la tiranía del tiempo lineal encontraremos ante todo a dos autores: Richard Wagner y Luigi Nono. Richard Wagner es el protagonista de una colosal ruptura estética, en la que Gavilán reconoce algunos de los aspectos cruciales de la propia ruptura en la que él mismo se inscribe. En pleno s. XIX, calificado como el siglo de la historia, Wagner se enfrentará a las corrientes en boga de la ópera europea y rechazará la historia como tema operístico. En el plano teórico, la obra de arte del futuro que él concibió tendría que ver ya con el mito y no con la historia. Al margen de otras consideraciones de tipo estético, sólo eso le convertiría ya en un caso excepcional 10

Véase Enrique Gavilán, Entre la Historia y el Mito. El Tiempo en Wagner, Akal, Madrid, 2013. 21

en su siglo. No obstante, para Gavilán, el proyecto artístico wagneriano, pese a enfrentarse al historicismo, seguirá anclado en él; así lo evidenciarán, en sus obras, escenografías, indumentarias, tipo de versificación, relaciones sociales, formas políticas, culturas recreadas, casi siempre cargadas de un claro rigor medievalizante..., pero también la filosofía de la historia que sustenta sus óperas o el rigor histórico a la hora de presentar el pasado – excluyendo, por ejemplo, el anacronismo –. Ahora bien, en un estrato menos obvio, el arte de Wagner escapa de la trampa historicista, y además lo hace en un terreno determinante: el de su modelo de narración.11 El uso de los Leitmotive alterará las condiciones narrativas propias del historicismo. Este uso de familias de temas musicales que se asocian a personajes, acciones, situaciones y tiempos concretos y que se articulan en una estructura que corre paralela a la acción dramática, trastorna la unidad semántica de lo narrado y multiplica las asociaciones de aquello que se refiere en escena.

“(...) la orquesta multiplica la densidad semántica de la acción dramática, en un proceso que intensifica las asociaciones entre lo que ocurre y lo que ha ocurrido u ocurrirá, etc. Éste es uno de los aspectos que convierten al Anillo del Nibelungo en una obra tan grande. La misteriosa capacidad evocadora que surge del abismo místico donde se sitúa la orquesta, es única. Permite en cierto sentido la superación del tiempo al hacernos escuchar simultáneamente pasado, presente y futuro, mostrándonos al mismo tiempo aspectos nuevos de sus relaciones, que en ocasiones contradicen la literalidad de la acción que se desarrolla en el escenario. En este sentido, Wagner anticipa el recurso favorito del cine de Hitchcock. Es justamente éste el aspecto que más le interesaba a Thomas Mann y el que trataría de trasladar a sus grandes novelas.” (“Mito e Historia en Wagner”, pp. 41-42, en Gavilán, 2007 a*). Finalmente, en su obra Parsifal, se producirá un nuevo giro decisivo. Este festival escénico sagrado (Bühnenweihfestpiel) abunda en grandes relatos sobre el pasado, pero que quedan transformados al convertirse en un elemento litúrgico al servicio de las nuevas búsquedas de Wagner en esta obra; tales relatos serán parte de una liturgia que precede y prepara el núcleo del rito, o sea, el sacrificio. Parsifal, donde se representa el mito de la renovación, en el que el rey enfermo – Amfortas – se ve sustituido por el rey nuevo – Parsifal –, se halla inscrita en la circularidad del tiempo, abierta siempre a ulteriores renovaciones (Erlösung dem Erlöser – Redención al redentor – se canta al final de la obra). Esa circularidad del tiempo 11

Véase “Mito e Historia en Wagner”, pp. 25-27. 22

supone una liquidación del tiempo lineal de la historia; a diferencia de lo que ocurre en la historia, el pasado en Parsifal no es irrecuperable. “El presente encierra la posibilidad de volver al pasado y corregir los viejos errores, devolver su vigor a la tierra baldía y restablecer el equilibrio trastornado” (“Prometeo”, p. 167, en Gavilán, 2007 a). En Parsifal, el pasado ya no será sólo lo que no está y no se puede recuperar a no ser mediante la evocación o la representación sino que será un tiempo que vuelve una y otra vez porque no ha pasado; un tiempo que es un presente eterno (véase “Prometeo”, p. 169). De ese modo, los relatos sobre el pasado que aparecen pierden toda función explicativa y pasan a ser puro ritual. La narración, por tanto, pasa a un segundo plano y su función será distinta en un ámbito en el que ha desaparecido toda progresividad y toda teleología. En opinión de Gavilán, además de sus geniales propuestas musicales y teatrales, Wagner planteará una radical modificación de las condiciones de narración del pasado. “En este aspecto, su originalidad está muy por encima de su siglo. Consigue alcanzar un terreno que ni la ópera ni el teatro ni la novela ni por supuesto la historiografía habían alcanzado en el siglo XIX; ni siquiera lo habían imaginado.” (véase “Mito e Historia”, p. 44).

El tiempo sufrirá también un trastorno importante en autores como Luigi Nono. En su Prometeo. Tragedia dell’ascolto, Nono romperá por su lado con la idea del tiempo lineal y asumirá, no un tiempo circular, sino el tiempo-ahora, el Jetztzeit planteado por el pensador Walter Benjamin. El Jetztzeit permitiría zafarse de la pesada sucesión del tiempo lineal y dar grandes saltos hacia el pasado en busca de momentos concretos en los que nos identificamos. El Jetztzeit implicará captar la constelación en la que entra nuestra época con otra época determinada; así, por ejemplo, una revolución presente formaría una constelación con revoluciones pasadas (como se ve en Al Gran Sole Carico d’Amore del propio Nono). En el Jetztzeit, en medio del estallido del continuo temporal, presente y pasado están tan unidos que el pasado deja de ser pasado y se hace presente. El empleo del tiempoahora, hace que una obra como el Prometeo, capte la constelación que forma su presente con historias mitológicas como Teogonía, Prometeo, Hyperión, Aquiles, Moisés o con historias reales como Heródoto, Hölderlin, Goethe, Benjamin etc., y

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así llegue directamente a nosotros sin la mediación de ninguna secuencia histórica orientadora.

“La obra comienza con Gaia, la madre tierra, en el inicio de la Teogonía. (...) Al mismo tiempo, la música cita Das atmende Klarsein, obra estrenada el año anterior a Prometeo. En los primeros compases se dibuja un arco temporal que abarca nada menos que el conjunto de la historia universal, y lo hace de un modo que niega cualquier cronología sensata, mezclando tiempos, épocas y planos de realidad. Esa presentación histórica se apoya en la concepción del tiempo que deriva de Walter Benjamin, y plantea simultáneamente la cuestión de en qué medida la historia puede tratarse en términos musicales.” (“Prometeo”, pp. 208209). El resultado será por completo insospechado. A lo largo de toda la obra, al espectador se le llama a la escucha (Ascolta!). Sin embargo, son tantas las dificultades que plantea tal escucha (la escucha de unos materiales del pasado, presente y futuro, que se le ofrecen a un tiempo) que tal escucha se hace inasequible para él y se torna en tragedia. Es por ello que la tragedia se reeditará cada vez que se ejecute Prometeo. Tragedia dell’ascolto. La tragedia representada y la tragedia de los espectadores (que no pueden acceder a lo que han de escuchar) es la misma; diégesis y ejecución coinciden. Así, “quien asiste a la ejecución de Prometeo es su protagonista real, quien realiza el drama, quien escucha.” (“Prometeo”, p. 209).

Forma

Toda “representación” viene asociada a una forma, a un lenguaje, que permita la transformación de un objeto en un discurso, en una imagen, en una música, etc. Uno de los principales problemas que percibe Gavilán en la escritura de la historia es precisamente su sometimiento a un lenguaje que aparece lastrado por un uso secular que condiciona sus búsquedas y aboca sus resultados a la expresión de lo concreto, de lo definido y de lo preciso. En las indagaciones que desde el arte se hace del pasado, Gavilán percibe una nueva posibilidad de contar lo que fue sin rendir pleitesía alguna a unos lenguajes que hacen el juego al poder. Con Theodor W. Adorno, Gavilán reconoce que “la resistencia a una sociedad es la resistencia a su lenguaje”. El discurso convencional del historiador se halla

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encorsetado en una carcasa lingüística de la que no puede zafarse. La precariedad de cada uno de los conceptos usados por los historiadores no tendría sólo que ver con la falta de reflexión sobre tales conceptos (denunciada desde su Psicoanálisis por Bermejo Barrera) sino con una incapacidad notable del propio lenguaje para acoger la ambigüedad que ha de ser implícita a cualquier exposición creíble del pasado. La historia, que aspiró a convertirse en ciencia no iba a lograr un lenguaje de orden lógico matemático que le permitiera tal cosa; así, pese a quedarse a medio camino, ese lenguaje se concibió a sí mismo idealmente como un lenguaje científico listo para dar cuenta de aquello que los poderes a los que servía querían de él. Para Adorno y Horkheimer:

“Si la opinión pública ha alcanzado un estadio en el que inevitablemente el pensamiento degenera en mercancía y el lenguaje en elogio de la misma, el intento de identificar semejante depravación debe negarse a obedecer las exigencias lingüísticas e ideológicas vigentes, antes de que sus consecuencias históricas universales lo hagan del todo imposible.” (Adorno-Horkheimer, Dialektik der Aufklärung, p. 52). En ese sentido, Gavilán encontrará en lenguajes inusuales en el campo del conocimiento libresco, dentro de ese universo tan heterogéneo que se denomina arte, fragmentos que apuntan hacia una confrontación con el pasado que se ajustará más a la difusa naturaleza de éste. Él acudirá al ámbito estético en busca de una superación de los corsés que los discursos imponen a la reflexión. Además del aludido drama musical wagneriano (objeto general de su libro Escúchame con atención. Liturgia del relato en Wagner), en Gavilán podemos encontrar, entre otros, estudios referentes al teatro de la Compañía Teatro Corsario o al de KompleXKapharnaüm, la música de autores como Luigi Nono o Luciano Berio, la poesía de T.S. Eliot, las novelas de Salman Rushdie, las fotografías de Gerardo Sanz o los carteles de Manuel Sierra, que le sirven a este autor para reflexionar sobre el tiempo y sobre la búsqueda de la verdad, en el sentido referido que le daba Heidegger de aletheia (desvelamiento/Unverborgenheit). Será precisamente la obra de arte lo que constituya el Lichtung, el claro en medio del bosque, donde se produce ese develamiento, “el juego simultáneo de manifestación y ocultación, la verdad como acontecimiento.” (“Teatro, memoria y verdad”, p. 18).

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Las obras que analiza Gavilán, le interesarán en tanto en cuanto indagan en la densa complejidad del pasado, de un pasado que se manifiesta como presente, recuperando la historicidad (Geschichtlichkeit) a la que aspiraba Heidegger, e incluso dan pie a nuevas formas de teorización del pasado. En el teatro, tenemos uno de los vehículos más ricos de la representación. La ostensible dedicación de Gavilán a la obra de Wagner no será sino una prueba de ello. El teatro y la teatralidad le servirán al autor para desplegar muchas páginas de pensamiento teórico, centrado casi en todos los casos en el complejo tema de la representación del pasado. En este sentido, conviene decir en primer lugar que, en su opinión, determinadas obras de arte además de problematizar el modo en que conocemos el pasado, plantean una nueva forma de teorización, que elude además todas las rémoras que ha de soportar la teorización convencional.

“No hace falta declararse adepto de Adorno, Hegel, Lukacs o Heidegger, para repetir una obviedad: el arte es, entre otras cosas, un medio de conocimiento. Eso no significa que deba estar al servicio de otro discurso, el propiamente teórico como ilustración, cantera o banco de pruebas. Afirmar el papel cognoscitivo del arte no significa sostener que sus “resultados” deban traducirse a un lenguaje formal más depurado. Su relevancia como medio de conocimiento no consiste en proporcionar la materia bruta para que otras disciplinas lo refinen y lo conviertan en teoría. El arte es el medio donde ese conocimiento surge y se realiza. La revelación más importante que encierra un cuarteto de cuerdas no puede reducirse a un conjunto de proposiciones separadas de la música, de la misma manera que su composición no es un derivado inmediato de las circunstancias biográficas en que surgió, cuyo conocimiento desvelaría el significado de sus sonidos. Esto no supone defender que la escucha o la ejecución deba realizarse en un estado irreflexivo; todo lo contrario. El adorniano “pensar con los oídos” (Adorno, 2003, p. 187) encierra la fórmula exacta para enfrentarse con cualquier forma artística en busca de conocimiento.” (“Ruina y Memoria”, p. 551). Entre las numerosas incursiones en el mundo del teatro de Enrique Gavilán, destacan sus escritos sobre las procesiones de la Semana Santa en Valladolid y sobre el teatro de calle. Ahora bien, dentro de esos grandes marcos, valdría la pena recalar en dos de sus estudios más paradigmáticos al respecto: las reflexiones sobre la obra Pasión de Teatro Corsario y Playrec de KompleXKapharnaüm. Con ello, podremos al menos apuntar algunas de las extraordinarias ideas que le sugieren al autor ciertas piezas teatrales en su despliegue.

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La primera se corresponde con una representación de la Pasión de Cristo a través de la puesta en escena de una representación de la Semana Santa de Valladolid en sus dos elementos fundamentales: la procesión y los pasos (o esculturas en madera policromada, que se exhiben en las procesiones, especialmente en la del Viernes Santo). El momento decisivo de esta pieza teatral se dará cuando la representación de una procesión (de actores) que porta a su vez un paso, el del Cristo atado a la columna (otro actor), avanza hasta un encuentro construido con Poncio Pilatos (otro actor), quien en latín comienza el diálogo recogido en el Evangelio Según San Juan, que culmina con la pregunta Quid est veritas? (¿Qué es la verdad?). Ésa será la pregunta a la que, según Gavilán, tratará de responder dicha obra, difiriendo el problema moral asociado al episodio original (decidir si el acusado es culpable o no) en un problema estético (el de qué es verdad en el teatro, arte cuya esencia es el fingimiento) y en uno moral (el de cómo tratar la tradición).

“La puesta en escena de Teatro Corsario subraya algo aún más general: la historia es siempre representación de otras representaciones. Ahora bien, afirmar simplemente la tesis de Derrida (il n’y-a-pas de hors texte) resulta hoy trivial. No se trata ya de tomar conciencia de la pared con que tropezará nuestra búsqueda, del carácter irrecuperable del pasado, de los límites de nuestros artefactos historiográficos o simplemente literarios, sino de aprovechar de otra manera las posibilidades que encierran: reconocer el poder del escenario para evocar nuestros fantasmas, descubrir la riqueza del diálogo con las voces del pasado, sin perder la conciencia de que somos nosotros mismos quienes hablamos, todo lo que hay de ventriloquia en la conversación con los clásicos.” (“Teatro, memoria y verdad”, p. 12). Además de lo estrictamente “documental”, Pasión introduce elementos irónicos que podrían haber sido reales y que incluso pasan por verdaderos aunque son construcciones de la propia obra. Por ejemplo, ciertos Tableaux Vivants, que reflejan pasos auténticos de momentos concretos del relato de la Pasión, se ven acompañados por otros que pudieran haber existido pero no lo hicieron; esas formas nuevas e inventadas, imposibles de distinguir como falsas para los que no conocen bien la Semana Santa vallisoletana, y que no dan ninguna sensación de inautenticidad dentro del discurso en el que se insertan, plantean desde la obra la artificiosidad de los discursos y la enorme dificultad para establecer, en éstos, dónde se encuentra exactamente la verdad. Gavilán aprovecha su análisis para 27

trazar el paralelismo con el discurso histórico, en el que también se rellenan con ficciones los huecos que la falta de documentos deja en el relato, creando “una falsa continuidad bajo la apariencia de lo real”. En las soluciones ofrecidas por Teatro Corsario, Gavilán percibe, con Adorno, que la verdadera lealtad a la tradición es beligerante con ella, pues justo los que veneran el patrimonio son los que lo traicionan: la religión del arte y la glorificación de lo cultural y lo estético es precisamente lo antiartístico. En realidad, de forma implícita, Gavilán está señalando también que la única forma de seguir siendo fiel al estudio del pasado, del que la historia ha sido el eje fundamental, es “traicionándola” a ésta y sometiéndola al rigor de la crítica. El discurso teatral de Pasión conserva intacto todo su poder de evocación, incluso su intensidad es, por momentos, mayor que la de una obra en la que la acción se limitase a un realismo más o menos convencional. Esto ocurre aun cuando se emplean recursos teatrales como el de explicitar el carácter teatral del espectáculo: por ejemplo, cuando unos ayudantes enmascarados pintan las heridas al Cristo en medio del escenario; evidentemente no están pintando a un personaje llamado Cristo sino a un personaje que interpreta a una escultura de madera que va a representar a Cristo... eso es lo que hace que se redoble la fuerza expresiva del espectáculo. En lugar de recurrir a un relato convencional mediante el que narrar los episodios de la pasión y muerte de Cristo, Pasión la presenta como un reflejo imaginario de otros reflejos.

“El teatro es la evocación de una evocación; el arte, una sombra de sombras, pero entre esas sombras del escenario a veces se ilumina débilmente un claro en donde acontece ese desvelamiento que los griegos llamaban verdad.” (“Teatro, memoria y verdad”, p. 18). El análisis de la obra Playrec de la compañía francesa KompleXKapharnaüm, le permite a Gavilán mostrar cómo a través del drama es posible un cuestionamiento general de la teatralización del presente, cuyo culmen se situaría en la “cultura de eventos” y en la celebración que la sociedad hace de sí misma para realizar su identidad. El teatro permite analizar, explicar y criticar las

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celebraciones, desenmascarar a los que las inspiran y disfrutan con ellas; tal vez no de forma tan exhaustiva como la teoría pero sí de forma más incisiva. Playrec trata de ofrecer la puesta en escena de la recuperación de la memoria de un lugar, en este caso, una antigua estación de trenes; prueba de que en nuestra sociedad puede celebrarse cualquier cosa. Para ello, previamente hubo unas entrevistas filmadas a los antiguos empleados del ferrocarril, que se iban a convertir en el material de la representación. Los actores se limitarán a manipular unos imponentes medios tecnológicos: aparatos electrónicos, ordenadores, vídeos, impresoras, etc., desde los que se multiplicaban en paredes, pantallas y monitores, las imágenes de aquéllos que daban su testimonio: la repetición obsesiva convertía el relato en algo vacío y, a la vez que desplazaba la atención hacia la potente maquinaria que proliferaba de forma incongruente al servicio de la perduración de una memoria banal, la desviaba también hacia el propio público. Se daba la circunstancia de que parte del público era a su vez protagonista de lo representado; así, se percibía una peculiar forma de teatro dentro del teatro en la que se veía cómo se mira, a la vez que cómo se produce, cómo se controla y cómo se manipula una representación en cuyo centro el espectador queda atrapado. Para Gavilán, la sensación general era de ruina. Prueba de lo acertado de sus expectativas, el espectáculo provocaba el desconcierto y la desbandada. A través de esa ruina, podía verse la ruina del mundo de las celebraciones en el que nos inscribimos. Para Gavilán, ello muestra la forma en la que los monumentos al pasado mixtifican ese pasado. Playrec construye un parque temático de la memoria banal y de sus excesos, en el que se acentúa la ironía, más aún por la desproporción entre medios imponentes e historias insignificantes. Playrec sería el reverso desenmascarador del “mercado medieval” y de la conmemoración complaciente, que trituran la vitalidad del pasado para convertirlo en comida rápida que genere adhesiones a políticas o identidades.

“El escenario acentúa la reflexividad de la percepción; ésta se convierte en parte del mismo acontecimiento. Al reconocer en el espectáculo las trampas de la memoria, uno se percibe a sí mismo descubriéndolas, y eso pasa a formar parte de la misma peripecia dramática, lo que da un nuevo sentido a la percepción y la intensifica, en una acción recíproca de una riqueza insólita: mi percepción de mí mismo percibiendo me hace vivir el drama de otra forma, que tiende a ser aún más

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intensa, y esto intensifica la conciencia de cómo lo estoy entendiendo.” (“Ruina y Memoria”, p. 558) Memoria y repetición

Parece manifiesto que para Enrique Gavilán no sólo es que el discurso histórico no pueda dar cuenta del pasado en la medida en que él mismo propone y que haya otros caminos, como los del arte, mediante los que plantearse un acceso a ese pasado, sino que incluso plantea, como vemos, que la propia estabilidad de la herramienta crítica de la que él se vale, la teoría, podría verse superada por herramientas procedentes del campo del arte, cuya teorización presentaría algunas ventajas, como se veía en Playrec. Ello nos pone en guardia. En su teorización, se evidencia que no hay demasiados asideros fijos y que resulta esencial reformularse cada uno de los problemas sin demasiadas ideas previas que condicionen nuestro estudio. La cuestión de la memoria del horror, de la que hemos dado cuenta en el apartado dedicado a Bermejo Barrera, aparece también en las páginas de Gavilán pero, como no podía ser de otro modo, para, por un lado, exponer los límites a su expresión y, por otro, plantear formas nuevas en las que comprenderla y expresarla. Para Enrique Gavilán, la memoria carece de objetividad y su recuperación es sumamente problemática: 1) podemos encontrar los cadáveres de los asesinados en las cunetas de España, pero los recuerdos carecen de la concreción de tales cadáveres; 2) los testimonios procedentes de la memoria no ofrecen ninguna información “fiable” sobre el pasado y esa información tiene problemas para ser incorporada como un complemento al trabajo de los historiadores, que sirva para llenar los huecos dejados por los documentos; 3) la memoria no puede comunicarse de forma sencilla a través de libros de historia, memorias, reportajes e incluso ficciones; y 4) de la memoria difícilmente podrán extraerse lecciones morales para el presente. La memoria, para Gavilán más que recuperarse se construye, si bien no necesariamente de forma arbitraria, sí en razón de las expectativas del presente. El cine, el teatro, la poesía, la pintura, la música o la novela llevan más de cien años ocupándose de explorar el territorio de la memoria, un territorio, al que en los últimos tiempos parece despertar la historia después de 30

haberlo dejado ampliamente de lado, y también cuando las ideas de los historiadores han empezado a agostarse. Sin embargo, la labor de exploración no está agotada y se sigue tratando de encontrar dentro de esos ámbitos “formas de representación que nos permitan seguir hablando del pasado sin perder de vista las aporías con las que inevitablemente nos hemos de encontrar.” (“De la imposibilidad”, p. 61). Un ejemplo, de cómo acceder al terreno de la representación de la memoria lo constituiría, en opinión de Gavilán, el documental Shoah de Claude Lanzmann (“De la imposibilidad”, pp. 61-62), en el que además de reflejarse la afirmación de uno de sus entrevistados, justo al comienzo del documental, de que no le era posible hablar de su experiencia (que no se entendería, que ni siquiera él la entiende), se evita cualquier presencia manipuladora de imágenes del pasado. En Shoah, el espectador se encuentra ante los múltiples y a veces contradictorios puntos de vista de aquéllos que sufrieron o perpetraron el horror. El resultado muestra que la puesta en escena de la memoria repite en buena medida la impresión del horror en el momento de su emergencia. Tal vez sea, en todo caso, en sus reflexiones sobre la obra de Luigi Nono donde encontremos los enunciados más potentes de Gavilán respecto al tema de la necesidad y los límites de representación del horror. Luigi Nono sostendrá una lucha denodada por dar voz a los que no la tienen y por incluir la presencia del sufrimiento y el horror en su descripción del pasado (véanse Otra historia, pp. 158 y ss.). Obras como Ricorda cosa ti hanno fatto in Auschwitz del músico veneciano tratan de expresar, al igual que hemos visto en Lanzmann, lo inexpresable; aquello que ni la palabra ni la imagen pueden alcanzar, dando voz a lo más oscuro, “al horror que ni el arte ni la historia pueden representar, rescatando el grito perdido de las víctimas como interpelación al presente”. (p. 165). Ésta no será, en cambio, la postura definitiva de Nono. Así, su cuarteto titulado Fragmente-Stille, An Diotima cuenta con planteamientos radicalmente distintos (véase p. 166). Gavilán percibe en este último ante todo la voluntad de expresar la incertidumbre. En Ricorda, la memoria ejerce un papel positivo como único medio de enfrentarse al imperio del horror. Recordar podía contribuir a que los crímenes no volvieran a ocurrir. Y, sin embargo, la incertidumbre que domina

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en el cuarteto parece hacer que se desvanezcan esas esperanzas que se proyectaban sobre el futuro. Quizás uno de los argumentos más sugestivos de todo el ensayo tenga que ver con la interpretación de Fragmente-Stille a la luz del concepto heideggeriano de repetición. Ricorda se apropiaba del pasado, presentaba el dolor, la angustia, la rabia y la impotencia de las víctimas, pero suprimía el hecho de que tales víctimas desconocían su propio futuro. Del relato de Ricorda se había eliminado esa oscuridad añadida que se asocia a la incertidumbre. Asumir el pasado, tal como lo hace Nono en Fragmente-Stille, según Gavilán, implica “repetirlo”, para devolverlo su autenticidad. De este modo, el compositor estaría tratando de “repetir” a Hölderlin en toda su fragmentariedad, en toda su desolación y, por supuesto, en toda su incertidumbre, para tratar de ubicarle al espectador que asiste a su obra delante de una situación que remite directamente a las encrucijadas del poeta. Como es evidente, la situación no es idéntica puesto que la “repetición” no implica identidad. El gesto habría de trasladarse a los propios músicos, que no habrían de “repetir” al compositor sino al propio Hölderlin, en su lucha personal por dar forma a los materiales de su pasado. En la grandeza de ese gesto de los músicos al hacer el esfuerzo imposible de reproducir la tensión creadora del poeta, junto con el esfuerzo de los oyentes que tratan de llegar a unos textos que jamás podrán escuchar, reside el vigor esencial del ensayo; de un ensayo que expresa como pocos la necesidad y la imposibilidad de contar los hechos del pasado.

Finale

Es posible que todo este texto no sea tampoco otra cosa que un despliegue circular en el que se describa el sacrificio de la escritura de la historia. Entendido a modo de un rito primaveral, podríamos percibir la primera parte como aquélla en la que el teórico trata de redimir a la historia a través del sacrificio de su disciplina; en la segunda parte, el sacrificado sería el propio historiador, que ve cómo le devuelven la posibilidad de replantearse su labor, sus búsquedas, sus métodos y sus herramientas a costa de sí mismo. Será precisamente la respuesta crítica a todo esto lo que hará que siga en marcha el ciclo que la teoría necesita. Erlösung dem Erlöser.

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La verdad que ha constituido secularmente el objetivo ideal de las búsquedas de los historiadores y, en especial, del discurso histórico de base hegeliana parecerá verse puesta en entredicho cuando éste haga aguas por mor del peso de la crítica de la teoría (de forma paradigmática, de la historia teórica de Bermejo Barrera) y por mor también de la alternativa que suponen las versiones del pasado que proceden del arte. En su ultimísima obra, Gavilán se centra en el valor del estudio de la venganza para entender nuestra peculiar relación con el pasado. La venganza traerá siempre una verdad nueva como puede verse en Hamlet, en el Der Ring der Nibelungen o en el mito de Parasurama. Ahora bien, esa verdad sólo llegará a ser tal si se ve sustituida por otra verdad en el ciclo siguiente. La auténtica verdad residirá por tanto en el sacrificio. La verdad estará ahí y no en lo que yo mismo pueda contar; la verdad estará en el impulso que me mueve a reeditar una y otra vez el sacrificio de la escritura. Valladolid, enero 2009

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